Muerte y misterio en el cortijo de «Los Galindos»

«Los Galindos»

Han transcurrido cuarenta y dos años de aquella espantosa matanza que sacudió a una España a punto de experimentar un gran giro radical en su Historia con la muerte de Franco pocos meses después.

Aquella calurosa mañana la vida amaneció con el paso cambiado. En apariencia no había indicios de ello cuando el cortijo de «Los Galindos» despertaba. Pero… ¿acaso la vida avisa de cuándo va a ser arrebatada o de con qué brutalidad…?

 

Temprano, el capataz dio la orden a los labradores para que marcharan al campo a realizar una tarea que les sorprendió por inusual pero la obedecieron. Quedaron sólo tres personas en el cortijo: el capataz, Manuel Zapata; Juana, su esposa; y José González, peón y tractorista de veintisiete años. No había más planes para aquel martes de julio que la aventura de lo cotidiano.

La finca, de cuatrocientas hectáreas de buena tierra para el trigo, los girasoles y la aceituna, estaba ubicaba a las afueras de Paradas, un tranquilo pueblo a unos cincuenta kilómetros de Sevilla.

Bordeando el mediodía llegó un hombre con las intenciones muy claras y el pensamiento muy oscuro. Era conocido del lugar. Al verlo entrar, Juana se escondió tras la puerta, que cerró con sigilo. «Nada bueno puede traer este pieza», se dijo mientras elevaba la mirada al cielo y se santiguaba. Después prosiguió con sus labores de cada día en la cocina de la modesta casa aledaña al edificio principal, en la que vivían ella y su marido.

El invitado, que se movía por las estancias de «Los Galindos» con pasmosa naturalidad, le pidió a José González que se acercara al pueblo para recoger a su esposa y llevarla al cortijo.

–¿Y para qué quiere que venga mi Asunción? –preguntó perplejo José.

El hombre lo miró fijamente mientras se acercaba a él para responderle a una distancia tan corta que incomodó al muchacho:

–¿De veras tengo que explicártelo…?

Su gesto duro y rural representaba la personificación del miedo, y como tal lo entendió José, que sin decir nada más se encaminó hacia su SEAT-600 de color crema y puso rumbo a su casa dejando una estela de polvo árido.

–¿Qué le pasó a la empacadora, Zapata? –preguntó el recién llegado saliendo al patio central.

–La verdad es que no lo sé. Tengo que llamar para que le echen un vistazo –respondió el capataz con calma.

–Yo creo que le hace falta mucho más que un vistazo… –el hombre mantenía en la mano una pieza rota de la máquina de la que hablaban.

–Sí… –aquí Zapata se atascó en la respuesta, ¿tal vez porque empezó a sentir que debía temer algo incierto e inabarcable?–. Es verdad que últimamente ese trasto falla mucho. ¿Vamos al despacho y hablamos allí con más tranquilidad? –cambió de tercio al sentir el sudor apoderándose de su cuerpo, no había quien aguantara en aquel patio.