
- Clasificación: Asesino en serie
- Características: Vendía los cadáveres de sus víctimas con el objetivo de proporcionar material para disecciones
- Número de víctimas: 17
- Fecha del crimen: 1827 - 1828
- Fecha de detención: 1 de noviembre de 1828
- Fecha de nacimiento: 1792 ó 1804
- Perfil de la víctima: Hombres y mujeres
- Método del crimen: Asfixia
- Lugar: Edimburgo, Escocia, Gran Bretaña
- Estado: Las autoridades le concedieron inmunidad judicial si confesaba y accedió a testificar contra Burke. Algunas historias cuentan que varias personas le vieron como un mendigo ciego en las calles de Londres y que fue asaltado y arrojado a un pozo de cal. La fecha de la muerte es incierta
Índice
- 1 William Hare y William Burke – Los «Resurreccionistas» de Edimburgo
- 2 Ladrones de cadáveres
- 2.0.0.1 MERCANCÍA HUMANA – Las calles de la muerte
- 2.0.0.2 Una ética retorcida
- 2.0.0.3 DEBATE ABIERTO – Ladrones de tumbas
- 2.0.0.4 LOS ASESINATOS – Fin de fiesta
- 2.0.0.5 El respeto al cuerpo muerto
- 2.0.0.6 PRIMEROS PASOS – Sangre irlandesa
- 2.0.0.7 LA EJECUCIÓN – Un juicio muy concurrido
- 2.0.0.8 Acontecimientos públicos
- 2.0.0.9 PUNTO DE MIRA – La clase de anatomía
- 2.0.0.10 Conclusiones
- 2.0.0.11 Fechas clave
William Hare y William Burke – Los «Resurreccionistas» de Edimburgo
Alain Monestier – Los grandes casos criminales
Para proveer de material de disección a un profesor de anatomía excesivamente ingenuo, estos dos Barba Azul escoceses transformaron la pensión de Tanner’s Close en posada sangrienta.
El 30 de noviembre de 1827, por la noche, dos hombres cruzaban las calles brumosas y desiertas de Edimburgo para dirigirse a Surgeon Square, en el centro de la ciudad. Al fondo de su carricoche, disimulado bajo una lona, transportaban un gran saco de tela blanca que contenía el cadáver de un hombre de 40 años. El primero se llamaba William Burke, era zapatero y se alojaba, con su concubina Helen McDougal, en la pensión poco recomendable de Tanner’s Close, cuyo gerente era su compañero, William Hare.
Los dos compinches se detuvieron delante de una casa de aspecto respetable. Pertenecía al Dr. Robert Knox, un eminente profesor de anatomía y cirugía de la facultad de Edimburgo. Sacaron el cadáver del carricoche, entraron en la casa y salieron de ella unos momentos después, visiblemente satisfechos de haber embolsado la suma, para ellos cuantiosa, de diez libras.
Burke y Hare acababan de vender su primer cadáver y, ante la importancia inesperada de la ganancia que habían obtenido, se les ocurrió una idea. Una “profesión” poco estimable y por supuesto totalmente ilegal conocía por entonces un auge considerable, con motivo de la presencia en Edimburgo de una gran facultad de medicina: la profesión de “resurreccionista”. Esta palabra designaba a los ladrones de tumbas que se encargaban de proveer de cadáveres las salas de autopsia y los anfiteatros anatómicos. Penetraban de noche en los cementerios, abrían las sepulturas, rompían los ataúdes, sacaban a sus ocupantes y, cuando no estaban demasiado descompuestos, conseguían venderlos fácilmente a profesores de cirugía, que, como el infeliz doctor Knox, los necesitaban regularmente.
La dificultad de aquel sistema artesano era agenciarse “sujetos” muertos recientemente habiendo conservado una carne suficientemente flexible, pues los familiares de los desaparecidos, suspicaces, tenían por costumbre hacer vigilar las sepulturas durante meses después de los funerales.
Los dos compinches comprendieron que la calidad de su mercancía sería muy superior, y su clientela estaría también más satisfecha, si se encargaban ellos mismos de hacer pasar a los “sujetos” a mejor vida. E inmediatamente se pusieron manos a la obra.
La pensión mantenida por William Hare y su amante Mag Laird era de las más discretas, y no resultaba raro que sólo hubiera un cliente durmiendo allí, por lo general algún infeliz apurado cuya desaparición tenía pocas probabilidades de interesar a la policía. La tarea de los asesinos fue por lo tanto aún más fácil, y el profesor Knox pudo, desde aquel momento, ver a los dos hombres traerle regularmente hermosos cadáveres en perfecto estado de conservación y que, muertos por asfixia, nunca mostraban huella alguna susceptible de animar sus sospechas.
Demasiado absorto el doctor Knox en sus investigaciones, sin haber sospechado nunca nada, este tráfico habría podido durar mucho tiempo si a Burke no se le hubiera antojado una joven y encantadora prostituta llamada Mary Patterson. Repentinamente enriquecido, pudo comprar sus favores. Durante su primera cita, la moza se excedió un poco con el alcohol y murió en los brazos de su amante, que pronto se consoló de aquella pérdida pensando en el precio que iba a poder sacar del “sujeto”.
Mary Patterson, entregada aquella misma noche en Surgeon Square, se encontró al día siguiente sobre la mesa de disección del doctor Knox. La mujer fue reconocida por varios estudiantes que la habían tratado muy de cerca. Era célebre en todo el Reino Unido, y su desaparición, por cierto, causó sensación en Edimburgo.
Mientras los dos asesinos seguían haciendo prosperar su ingeniosa industria, procurando al ingenuo doctor Knox todos los cadáveres que pedía, uno de los clientes de la prostituta -un irlandés llamado McLaughlin-, más desesperado que los demás, removió cielo y tierra para encontrar la huella de su amante. A fuerza de hostigar a la policía, consiguió convencerles de que la desaparición de Mary Patterson era de lo más extraña, y logró que se abriera una investigación. Habiendo recogido los testimonios de los estudiantes del doctor Knox que habían reconocido a la joven del modo más patente, los policías siguieron el hilo, y el 1 de noviembre de 1828 de madrugada irrumpieron en la pensión de Tanner’s Close. Allí encontraron a los dos asesinos y sus amantes, así como el cadáver de una anciana llamada Docherty que esperaba la hora de ser entregada a la ciencia.
William Burke fue juzgado bajo la acusación de trece asesinatos. Fue condenado a muerte y ahorcado el 28 de enero de 1829. Pero, curiosamente, sus cómplices ni siquiera fueron molestados. Hablaron, dijeron cuanto pudieron para culpar a Burke y lograron de aquella forma salvar sus vidas sin tener que ser ni siquiera juzgados.
En cuanto al pobre doctor Knox, pudo probar sin demasiada dificultad que ignoraba cómo sus proveedores se agenciaban los cadáveres que almacenaban sus clases de anatomía.
Como la facultad de medicina de Edimburgo necesitaba sin falta cadáveres, le fue legado el de John Burke. El doctor Alexander Munro lo disecó ante sus estudiantes y, para guardar un recuerdo de aquel célebre paciente, hizo montar su esqueleto. Se puede admirar hoy, colgado del techo de la facultad.
Reliquias
La víspera de la ejecución de Burke, Mme. Tusseau fue a ver al condenado en su celda. No había vacilado en hacer el viaje desde Londres para pedirle que le donara las ropas que llevase al morir. Quería inmortalizar la escena dedicándole un lugar en su famoso museo de cera. Las ropas del ajusticiado añadirían una nota de verdad y de poesía que atraería al público.
Ladrones de cadáveres
Última actualización: 8 de abril de 2015
El interés de la profesión médica por los cadáveres guió a estos hombres infames por la senda del múltiple asesinato.
MERCANCÍA HUMANA – Las calles de la muerte
Los médicos necesitaban cadáveres. Burke y Hare, demasiado perezosos para robar tumbas; las callejuelas estaban llenas de “producto fresco”. No había más que transformar a los vivos en mercancía para los doctores.
Hubo un tiempo en el que los médicos que deseaban profundizar en el conocimiento de la anatomía humana debían actuar con sigilo y en el más absoluto secreto: la disección de un cadáver horrorizaba a la gente. Esos «exámenes” estaban considerados como una profanación del cuerpo y del alma del fallecido.
En Edimburgo, Escocia, existía una de las escuelas más avanzadas en anatomía. Pero los cuerpos para practicar escaseaban y el resultado fue el florecimiento de un horripilante comercio entre los ladrones de tumbas y los científicos.
Ese “negocio” adquirió un tinte siniestro gracias a un posadero irlandés llamado William Hare, el cual se dio cuenta de que los huéspedes de su fonducha eran más “rentables” muertos que vivos.
En noviembre de 1827 uno de sus tradicionales inquilinos, el anciano Donald, enfermó gravemente. Hare sabía que si el viejo moría no conseguiría cobrar los atrasos adeudados, así que consultó el problema con su amigo William Burke y se les ocurrió un plan. Se rumoreaba que los estudiantes de medicina de la Universidad de Edimburgo compraban cadáveres, y que un tal doctor Monro pagaba la mercancía con generosidad.
Donald falleció el 29 de noviembre, y Burke y Hare abrieron el ataúd, sacaron el cuerpo y colocaron en su lugar un lastre de corteza de árbol. Acto seguido, se encaminaron hacia la Universidad.
La suerte quiso que le preguntasen la dirección del doctor Monro a un alumno de otro famoso cirujano, el doctor Robert Knox. El joven les recomendó que probaran con su maestro en el número 10 de Surgeon’s Square, y así lo hicieron. El cirujano había salido, pero su portero, David Paterson, se hizo cargo del cadáver. Les pagó una buena suma y les dijo que estaría «encantado de volverles a ver de nuevo».
Habían cobrado diez libras, el sueldo de un mes. No obstante, el «negocio» se hubiera quedado ahí a no ser por otra repentina enfermedad de un huésped de Hare. Burke sugirió aliviarle la fiebre con un poco de whisky. El infortunado cayó en un profundo sopor y, él mismo asfixió al enfermo con una almohada. Entretanto, Hare le sujetaba los brazos y las piernas, ya que a pesar de la trompa, no dejaba de patalear…
Aquella noche David Paterson anotó en su cuaderno la «llegada de John y William» y el pago de la mercancía.
El 11 de febrero de 1828 una simpática anciana eligió la pensión de Hare, Tanner’s Close, para pasar unos días. Los dos amigos la regalaron con cerveza y whisky hasta que la vieja no pudo más. Tras perder el conocimiento, Hare la asfixió mientras Burke la sujetaba. Esa misma noche entregaron una pesada caja en el 10 de Surgeon’s Square. Esta vez les recibió el doctor Knox, quien comentó que el cadáver estaba «muy fresco» y se retiró sin más preguntas.
El dinero del cirujano fue a parar a tres manos: a las de William Burke, William Hare y a las de la esposa de éste Lucky. La cosa estaba bien clara para todos, lo de los cadáveres era un buen negocio.
La siguiente oportunidad no se hizo esperar. Un vendedor de cerillas entrado en años, alojado en Tanner’s Close, enfermó de ictericia. El posadero agarró fuerte al desdichado, mientras su amigo le asfixiaba con la almohada. El doctor agradeció la nueva entrega con un jugoso pago en metálico.
Por un tiempo debió parecerles una forma extraordinariamente fácil de hacer dinero. En una ocasión, Lucky, la posadera, atrajo a Tanner’s Close a una venerable anciana y la emborrachó. Cuando se presentó su marido y vio a la viejita adormilada en la cama, cogió la sábana, se la echó por encima de la cara, le tapó la nariz y la boca y se fue a cenar. Algo más tarde avisó a Burke para que le ayudara a transportar la última entrega al honorable cirujano.
Los dos hombres estaban encantados con su suerte. Pronto empezaron a «patrullar» las callejas en busca de «materia prima». Las víctimas anónimas abundaban entre aquella «selecta inmundicia humana». A fin de cuentas, nadie echaría de menos a los pobres diablos que atestaban las costanillas y plazuelas de Edimburgo. Los asesinos conocían a algunos de aquellos desechos de la gran ciudad -por ejemplo, a Effie, un haragán borrachín-, pero la mayoría de ellos eran completos desconocidos. Y cuanto más desconocidos, más temerarios se volvían los dos asesinos. Una vez, William Burke se topó con dos que sostenían a una mujer borracha; les dijo que era amigo suyo y que estaría encantado de llevarla a su casa. Los agentes no tenían ningún motivo para preocuparse. Ni qué decir tiene que la mujer terminó sobre la mesa de disección del doctor Knox.
La compasión nunca interfirió en sus negocios. En una ocasión «recogieron» de la calle a una irlandesa y a su nieto sordomudo. La abuela siguió el procedimiento habitual de la almohada y empaquetado, pero el nieto sufrió algo más: Burke le rompió la columna.
La «doble entrega» fue metida en un barril de arenques y cargada en la carreta. Durante el camino, el caballo que servía de tiro se paró resoplando de agotamiento. El animal estaba muy enfermo y tenía el lomo cubierto de llagas. Poco a poco se arremolinó un grupo de curiosos alrededor del carro y la cosa se puso fea. Estaban a un paso de ser descubiertos cuando los dos asesinos consiguieron encontrar a un transportista para trasladar la carga hasta el domicilio del honorable Robert Knox.
El negocio iba a las mil maravillas. Los propietarios de Tanner’s Close explicaron su repentina riqueza diciendo que la mujer de Burke, Nelly, había recibido una gran herencia. Su nivel de vida subió: los trajes nuevos y la gran ingestión de whisky daban buena prueba de ello. Nadie asoció la desaparición de los inquilinos de la fonda y de los vagabundos de los alrededores con la cuantiosa herencia.
Al cabo de un tiempo la sociedad amenazó con irse a pique. Nelly sospechaba que Burke se estaba insinuando a la mujer de Hare, Lucky. A ésta Nelly le disgustaba bastante, e incluso llegó a sugerir a su marido que le diera «el pasaporte». Al fin y al cabo, era la única escocesa presbiteriano que moraba bajo el techo de unos respetables católicos irlandeses. Burke, por su parte, bebía más que nunca y cuando estaba borracho la conciencia le jugaba malas pasadas, ya que no podía olvidar al muchacho que había roto la espalda.
Nelly y su marido terminaron abandonando a los Hare para pasar unas vacaciones en el campo. Aun así, la vida bucólica no consiguió calmar sus nervios. A William no se le iba de la cabeza la idea de que parecía ser siempre él el que realizaba los trabajos más engorrosos, y a cambio recibía la parte más pequeña de las ganancias. Las vacaciones se acabaron y regresaron a Edimburgo. Entonces Burke se enfadó de verdad cuando descubrió que el posadero había estado «trabajando» por cuenta propia. Se pasó por el 10 de Surgeon’s Square y se enteró que su compañero había cobrado ocho buenas libras por el cuerpo de una anciana. No dejaba de darle vueltas al asunto, hasta que su hostilidad se desvaneció tan pronto como recuperó el sentido de la codicia.
Él y su mujer se mudaron a casa de un familiar, John Brogan, que vivía cerca de la posada, y la amistad con los Hare volvió a ser como en los viejos tiempos y el «negocio» siguió dando buenos beneficios.
Las víctimas potenciales no cesaban de cruzarse con ellos. Por ejemplo, una tal señora Ostler, una conocida lavandera. Se la vio por última vez en compañía de Burke. Le siguió Anne McDougal, quien acabó en un «cajón bien elegante» que pusieron a disposición del doctor Knox. El mismo destino sufrió Mary Haldane, una prostituta recordada sobre todo por su edad, sus «dimensiones» y su sonrisa con un solo diente. Su hija cometió la imprudencia de pisar Tanner’s Close para preguntar por su madre y, claro está, tuvo el placer de disfrutar de la «hospitalidad» de los Hare.
El horrendo comercio con vidas humanas enriqueció a los asesinos, que se volvieron más y más descuidados al escoger a sus víctimas. Ya no sólo les interesaban los vagabundos, cualquier persona que se cruzase en su camino tenía posibilidades de convertirse en un futuro objeto de disección. Esta tremenda temeridad terminaría siendo su perdición.
Una ética retorcida
Robert Knox era uno de los profesores de anatomía más renombrados de Edimburgo, además de cirujano en activo. Pero su apariencia física era ciertamente extraña: delgado, pequeño, deforme y de mente tortuosa. Emanaba una repelente sensación de desagrado, mezclada con una impresión de ambición y total falta de escrúpulos.
Los estudiantes le admiraban por su habilidad con el bisturí, a la vez que les desagradaba su aire vanidoso y sus mordaces comentarios. En 1830 su fama se vino abajo por su asociación con los famosos ladrones de tumbas Burke y Hare.
El doctor Knox era «un sujeto bajito, de aspecto sarmentoso, un verdadero pozo de malicia y envidia». Como sólo tenía un ojo, le apodaban «El Viejo Cíclope», pero su excéntrica y merecida fama de especialista en anatomía le valió el respeto de los círculos médicos de Edímburgo. El oscuro papel que jugó en la compra de los cadáveres «frescos» de Burke y Hare terminó arruinando su carrera.
William Burke era un tipejo achaparrado y anormalmente fortachón para su estatura. Andaba arrastrando los pies y necesitaba emborracharse antes de cometer cada asesinato.
DEBATE ABIERTO – Ladrones de tumbas
La ciencia lo pedía y el beneficio lo fomentaba. En la Inglaterra del siglo XIX floreció un intenso comercio entre los estudiantes de medicina y todo aquel que estuviera dispuesto a sacar un muerto de su tumba.
En la Europa de los siglos XVIII y XIX las leyes garantizaban la posibilidad de obtener cadáveres para experimentos médicos, pero, a pesar de eso, las condiciones eran muy restrictivas. En Gran Bretaña, sólo los malhechores ajusticiados en la horca eran «material» apto para este tipo de investigación científica.
Pero el progreso de la ciencia médica no se iba a quedar atrás por alguna que otra norma legal anquilosado. Los doctores estaban decididos a disponer de cuerpos. Como las leyes no se hacían eco de las necesidades de la profesión médica, se generó una especie de complicidad entre los facultativos, la policía y una clase muy especial de ladrones dispuesta a saquear los cementerios.
Estos sujetos recibieron el nombre de «resurreccionistas», pero el pueblo los llamaba ladrones de tumbas. Los había de dos clases: el aficionado entusiasta y el profesional avezado.
El primero se tomaba el asunto como una travesura misteriosa y el segundo, como un negocio serio y muy lucrativo.
Al principio, los resurreccionistas tenían poco que temer de la ley; se consideraba que «el dueño había abandonado» su cuerpo a efectos legales y, por lo tanto, se transformaba en una cosa abandonada que no pertenecía a nadie. En términos de robo un ladrón de cadáveres sólo era culpable si hurtaba la mortaja que recubría al cuerpo. En Gran Bretaña, el robo de cadáveres no se convirtió en delito hasta 1788, e incluso entonces los policías solían hacer la vista gorda, ya que el «negocio» significaba jugosos sobornos.
El único obstáculo real con el que debían enfrentarse los resurreccionistas era la indignación popular. A la gente no le gustaba la idea de que la “resucitaran”. Al fin y al cabo, la creencia más arraigada en el pueblo mantenía y mantiene que después de la muerte se afronta la vida eterna, y solo después del fin de los tiempos, en el mismo cuerpo. Una vez, la chusma echó mano a un supuesto ladrón de tumbas y le enterraron vivo en una sepultura recién profanada, después destruyeron su casa, y su mujer y sus hijos terminaron con el agua al cuello en un estanque.
La profesión médica también se jugaba el pellejo. Los estudiantes iban acompañados de guardaespaldas cada vez que acudían a recoger un cadáver al cadalso. Los tumultos que se formaban eran tremendos y las casas de los cirujanos solían acabar convertidas en cenizas. En 1820 dispararon en plena cara a un especialista en anatomía británico, y otro voló desde un puente… y murió.
Los ladrones más emprendedores ni siquiera se ensuciaban las manos. Simplemente recogían los cuerpos antes de que fueran enterrados -de ahí el mote de “hombres del saco”-. Los asilos de ancianos, los hospitales y los barrios bajos estaban llenos de “sujetos” adecuados. Todo lo que tenía que hacer el resurreccionista era estar bien atento a una muerte próxima; después, hacerse pasar por un familiar para reclamar el cadáver… y al saco.
Así, aunque el «negocio» fuera desagradable, implicase lúgubres paseos al cementerio y mucha picaresca, los esfuerzos eran ampliamente recompensados, por lo que el comercio floreció y ganó muchos adeptos.
Los resurreccionistas se limitaban a las personas muertas, mientras que la avaricia de Burke y Hare les indujo a pervertir la «honesta» profesión de ladrón de cadáveres y transformarla en un sucio y vil asesinato.
Este ir y venir de cuerpos tuvo su auge en Edimburgo, donde la Universidad se había ganado una reputación excelente por ser una de las más avanzadas en materia de disección en el siglo XVIII y el estudio de la anatomía se contaba entre uno de sus logros más notables. Tres generaciones de la célebre familia Munro habían sido tan buenos catedráticos, que la ciudad se convirtió en centro internacional de disección.
No obstante, para mantener esta reputación, la clase médica colaboró en saltarse las leyes y se desarrolló una incómoda tolerancia respecto al comercio con cadáveres. Está fuera de toda duda que esta aceptación tácita y pública del «negocio» alivió en gran medida las conciencias de Burke y Hare.
Los profesores y cirujanos no tenían sus aulas y salas de operaciones en un solo recinto, al contrario, se encontraban dispersas y repartidas por toda la ciudad. El mas ambicioso de todos era el doctor Knox, una curiosa mezcla de charlatán y genio. Un hombre fanatizado, hasta el punto que «le compraría el «material» al mismísimo diablo». Esto le convirtió en el cómplice de dos comerciantes brutales v codiciosos, Burke y Hare.
LOS ASESINATOS – Fin de fiesta
Los beneficios hicieron de Burke y Hare unos asesinos taimados e inventaron una novedosa forma de hospitalidad. A los clientes se les ofrecía whisky hasta que entraban en coma y nunca “resucitaban”
Los dos amigos no se veían a sí mismos como «asesinos»; simplemente estaban «en el negocio». Se sentían bien y disfrutaban del éxito. La amoralidad de sus actos les era tan ajena como el planeta Marte.
Igual de complaciente se mostraba el grotesco cirujano Robert Knox, un hombre bajito, futil, egoísta y muy inteligente. Y eso que no cabía ninguna duda de que las personas que le entregaban habían muerto asesinadas. La diferencia estaba en que el doctor se sentía «motivado por la ciencia», en vez de estarlo por el beneficio económico. El honorable profesor no pertenecía a la Universidad, daba clases por libre y se sentía enormemente orgulloso de poder ofrecer a sus estudiantes «cadáveres tan frescos, y buenos» para las prácticas.
Los beneficios que estos tres hombres se aportaban entre si les hizo creer que nada importaba más que sus propias «necesidades» y esta insensibilidad moral les dotó de una costra de inmunidad frente a la opinión pública.
Los dos irlandeses se volvieron vagos, vanidosos y descuidados al escoger a sus víctimas. Un buen día, por ejemplo, le echaron el guante a una conocida prostituta, que destacaba por su belleza.
En la mañana del 9 de abril, Mary Paterson y su amiga Janet Wilson pusieron de nuevo los pies en la calle. Detrás de ellas dejaban la puerta de la comisaría donde habían pasado la noche. Las chicas eran unas adolescentes y, tras pernoctar en el calabozo, estaba hambrientas y sedientas. Entraron en un bar y pidieron una ronda de whisky. A su lado se sentó un hombre, un irlandés francamente amable, que les ofreció otra ronda y un buen desayuno en su casa. ¿Y por qué no?, pensaron las muchachas. Esta vez Burke escoltó a sus presas a Gibb’s Close, donde se hospedaba su hermano Constantine. Mary Paterson se derrumbó tras tres o cuatro botellas de whisky. Janet resultó algo más dura de roer y aún acompañó a Burke a una taberna cercana para deglutir unas cuantas pintas de cerveza antes de dar buena cuenta de los restos de whisky que había dejado a la espera en Gibb’s Close.
Mientras estaban fuera llegó Nelly, quien al ver a una jovencita dormitando encima de la mesa se enfadó de lo lindo, y al oír que su marido estaba de juerga con una fulana en una taberna casi sufre un síncope. Burke regresó acompañado de Janet, se armó una riña familiar y la situación asustó tanto a la prostituta, que prefirió poner tierra de por medio.
Esa fue su gran suerte, porque su amiga Mary Paterson no tardó en caer bajo el soporífero efecto de la almohada asesina. En un pispás estuvo empaquetada y lista para ser entregada en el 10 de Surgeon’s Square. Más tarde, uno de los alumnos de Knox insistió en que aquel cuerpo le resultaba familiar, pero el cirujano no le hizo ni caso; estaba encantado con la simetría y frescura del cadáver. De hecho optó por conservar el cuerpo en whisky unos tres meses para demostrar la superioridad física del especimen a sus estudiantes.
Sin embargo, la joven prostituta no era un desecho humano al que nadie echaría en falta. Janet estaba extrañada por la repentina desaparición de su amiga y se dedicó a vagar por todo Edimburgo en su busca y el estudiante que había molestado al doctor también persistió en sus preguntas. Quería saber nada menos que cómo había muerto aquella mujer.
Burke y Hare llegaron al ápice de su temeridad al atreverse con un vagabundo amable y payasete que hacía las veces de bufón en los suburbios de Edimburgo. La ciudad entera conocía a Daft Jamie Wilson, y hasta le quería por su aire de muchachito divertido que despertaba la compasión de los viandantes. Se dedicaba a gastar bromas sin malicia, a cantar canciones y nunca se le vio meterse en una pelea. Esto le convirtió también en objeto de alguna que otra broma pesada y en el receptor principal de las limosnas de más de un alma caritativa, ya que no tenía ni casa ni trabajo.
El cómo cayó Jamie en sus garras sigue siendo un misterio. Más tarde, los dos asesinos se acusarían recíprocamente. Ahora bien, lo que es indudable es que se defendió como gato panza arriba: o se negaba en redondo a beber whisky o, cuando lo bebía, era capaz de tumbar al gaznate más resistente, y para empeorar las cosas, resultó mucho más fuerte de lo que parecía. A los dos irlandeses les llevó un buen rato «reducirle» para poder entregar su cuerpo desnudo al inefable doctor Knox. El médico se dio cuenta inmediatamente de quién se trataba, de manera que puso rápidamente manos a la obra para hacer irreconocible el cadáver; le seccionó el pie malformado que le caracterizaba y, claro está, le despojó de la cabeza.
Pero al igual que pasó con Mary Paterson, el cadáver de Daft causó un gran asombro y uno de los alumnos del cirujano juró y perjuró que reconocía el cuerpo. El profesor le aseguró que estaba equivocado y, sin mediar más palabras, se enfrascó en una diligente disección, que cortó de raíz toda posible discusión.
Los dos irlandeses estaban poseídos por una codicia brutal y creían que daba lo mismo si tenían cuidado o no, las precauciones eran innecesarias. En la noche de Halloween de 1828, Burke y Hare se fueron a tomar una copa a un bar. Allí había una mujer con acento del Ulster.
William Burke se presentó y los dos entablaron una animada conversación. Seguro que eran parientes… Una copita de whisky, y otra. ¿Y por qué no le acompañaba a comer a casa? Mary Docherty aceptó. Al fin y al cabo eran de la misma tierra…
La condujeron a un cuartucho miserable, un semisótano con una sola ventana que daba a una pared, con el suelo de tierra cubierto de útiles de zapatero remendón y trocitos de cuero. En una esquina había una cama y dos frágiles sillas proporcionaban asiento. Un montón de paja se apilaba en otro rincón de la habitación por si había que albergar a una visita de noche.
Aun así, para Mary era un buen refugio. El anfitrión y su mujer resultaron muy hospitalarios, y la tarde se transformó en una verdadera fiesta. Nelly había recibido la visita de unos parientes, James y Anne Gray, y después fueron llegando más y más amigos.
La diversión iba en aumento y la habitación acabó repleta de gente. No obstante, William Burke siguió planeando el asesinato de su «prima irlandesa». De pronto abandonó la jarana pretextando que iba a buscar más bebida.
En realidad fue a avisar a Hare de que tenía “mercancía fresca” y había que encargar un cajón de té para transportar a la víctima. Finalmente, los invitados se retiraron a dormir la mona. Los Burke, los Hare y Mary Docherty siguieron empinando el codo. El grupito fue a reñir y la cosa fue a mayores. Hacia las once de la noche los vecinos oyeron bastante estrépito, como si se tratara de una pelea. Un vecino escuchó un grito: «¡Asesinos!» Y de nuevo: “¡Por todos los dioses! ¡Llamen a la policía. Se está cometiendo un asesinato!” Siguió el sofocado resoplar de una persona a la que están asfixiando, y después, el silencio.
El vecino estaba confundido y no sabía que hacer. Dudó por un instante y salió a buscar a un agente de policía. Vio uno, pero dobló una esquina y se perdió en la niebla. ¡Qué mala suerte! El hombre regresó a Tanner’s Close: ni un solo ruido, el silencio se abatía pesadamente sobre la fonda y pensó que sólo había sido una pelea de borrachos.
Subió por las escaleras hacia la habitación, y justo en ese momento vio salir del portal a William Burke y cruzar la calle en dirección a la puerta de Paterson. El empleado del doctor Knox volvía en ese preciso instante y el asesino le cogió del brazo y le llevó al sótano. «Ahí -dijo señalando el montón de paja- yace un cadáver para el profesor, se lo entregaré mañana.»
Pero a la mañana siguiente ocurrieron hechos imprevistos. Los juerguistas, hacia las nueve, se dejaron caer de nuevo por la posada. Todos querían seguir con la fiesta, así que los asesinos hicieron llegar un mensaje al cirujano, en el que le decían que tenían un cuerpo para él, pero no sabían cuándo podrían llevárselo.
Los invitados preguntaron varias veces por Mary Docherty. ¿Dónde rayos se ha metido? Nelly contestó que era una maldita mujerzuela que le había hecho «proposiciones» a su marido, de manera que le ordenó que se largara. Sin embargo, poco después amañó el «cuento» y añadió que cuando los dos hombres se pusieron a pelear, la «prima» había gritado «¡asesinato!», entonces Nelly le pegó un puntapié y la echó de la casa.
Burke evitó tener que responder a las preguntas, cogió la botella de whisky y repartió generosamente el líquido en los vasos tan generosamente, que con aire extravagante roció todo el cuartucho de alcohol. Sin embargo, Ann Gray husmeaba demasiado alrededor del montón de paja para, decía, buscar unas patatas. William se acercó y vociferó que se apartase de allí.
Ann estaba muerta de curiosidad y aprovechó la primera ocasión que tuvo para revolver el montón de paja y lo que descubrió la dejó lívida. Corrió a llamar a su marido y los dos miraron embobados la cara ensangrentada de Mary y su cuerpo frío y agarrotado. Para ellos la juerga había terminado.
Al subir las escaleras al entresuelo se toparon con Nelly, que les preguntó adónde iban. A ver a la policía, contestaron los Gray. ¡Lo habían descubierto! Nelly se hundió y les ofreció algo de dinero para que olvidaran lo que habían visto y todos tan amigos. Pero los Gray no se dejaron sobornar; salieron de Tanner’s Close y enfilaron hacia la comisaría. Mientras, Nelly y Lucky subieron a prevenir a sus esposos.
No obstante, ni siquiera en ese momento se tomaron en serio la situación y soltaron una gran carcajada. Las mujeres no tenían por qué tener miedo. ¿Huir? ¿De qué? El propio doctor Knox les había puesto al corriente de un grandioso plan para traer cuerpos de Glasgow y de la propia Irlanda. Burke y Hare estaban tan convencidos de la omnipotencia del cirujano que no les importaba lo más mínimo el brazo de la ley. Aun así, Nelly no se quedó tranquila.
Los dos hombres estaban impacientes por realizar la entrega. Enviaron a Lucky a recoger el gran cajón de té, y Burke se encargó de encontrar un porteador. Metieron a la desdichada Mary en el cajón, lo ataron bien y se pusieron en camino hacia el número 10 de Surgeon’s Square, cruzando un solitario páramo.
Pero al volver la sorpresa no fue agradable. Los Gray habían cumplido su palabra y el sargento mayor John Fisher les esperaba para interrogarlos.
Una criada le dijo a Fisher que había visto cómo sacaban una gran caja de madera por la puerta trasera y el policía encontró bajo la paja ropas manchadas de sangre. Nelly aseguró que no habían cambiado la paja desde hacía quince días y que una mujer había dado a luz allí. Efectivamente, las pruebas no eran concluyentes, pero los Burke empezaron a contradecirse. Él mantenía que Mary Docherty se había marchado a las siete de la tarde y Nelly que: «La vieja nos dejó a las siete de la mañana.” Así que el sargento mayor pidió al matrimonio que le acompañase a la comisaría, donde intentarían desenmarañar todo el asunto.
En cualquier caso, no podían negarse. Mientras eran interrogados en el despacho de Fisher, la policía localizó el cadáver de Docherty en el número 10 de Surgeon’s Square. Todos los asistentes a la juerga desfilaron por la comisaría para identificar el cuerpo. Los únicos que no lo reconocieron fueron William y Lucky Hare, que ahora decían, al igual que los Burke, que nunca habían visto a esa mujer. El 3 de noviembre la policía ya tenía suficientes indicios: un cadáver, cuatro sospechosos y un buen montón de pruebas incriminatorias. Pasito a pasito, la investigación policial siguió su curso y los asesinos no tuvieron más remedio que esperar el resultado tras los barrotes de una celda.
El respeto al cuerpo muerto
Muchas religiones comparten la creencia de una vida después de la muerte, aunque pocos creyentes logran comprender la relación entre el espíritu que sobrevive al cuerpo y el cuerpo mismo. Los hindúes piensan que el alma se reencarna en un nuevo cuerpo; sin embargo, los cristianos creen que el cadáver de un ser humano merece tanto respeto como su cuerpo vivo, dado que es, en definitiva, el «recipiente» que contiene el alma. De ahí que la idea de ser «resucitado» por un ladrón de tumbas despertase los mayores temores en los creyentes de mediados del siglo XIX debido en parte al desconocimiento teológico de cómo será la resurrección de los cuerpos.
El «entrometimiento» de los científicos también se veía con gran desconfianza por parte del pueblo, tal como lo plasmó Mary Shelley, en 1818, en su famosa novela Frankenstein. En esta historia de un doctor que recorría los cementerios y los osarios en busca de componentes para su «monstruo», se contenía una seria advertencia contra los peligros de subordinar la vida a la ciencia, y por ello, entre otras cosas, contó con la masiva aprobación del público.
PRIMEROS PASOS – Sangre irlandesa
Ambos huyeron de la penosa vida rural. Sin embargo en sus nuevas vidas, Burke y Hare siguieron añorando lo que les era familiar. Se conocieron en Escocia y sus raíces comunes cimentaron una lucrativa amistad.
William Burke -o Liam de Búrca (en gaélico)- nació en 1792 en Orrey, County Tyrone, Irlanda. Su familia arrancaba a la tierra lo necesario para subsistir míseramente. Las oportunidades de prosperar eran escasas, aunque William y su hermano Constantine procuraban sacar el máximo provecho de lo poco que tenían. Los dos recibieron la mejor educación que sus padres pudieron costear, y nada más cumplir la mayoría de edad, ambos se pusieron manos a la obra para escapar de la demoledora pobreza de la vida de granjero, y se unieron a las milicias Donegal.
Durante la época de soldado William se casó, pero de la mujer se sabe poco, salvo que le dio entre dos y siete hijos.
En 1818 el esposo se trasladó a Escocia en busca de trabajo y la familia quedó atrás en County Mayo.
Burke encontró enseguida otra compañera. Tras llegar a la tierra de promisión se empleó en la excavación del canal Union y puso casa con una tal Nelly McDougal, que estaba casada, pero había abandonado a su marido para vivir con un serrador apellidado McDougal, del cual tomó su nombre y le dejó dos hijos a cambio.
Los dos formaban una extraña pareja. Él era un tipo alegre; ella, una mujer de carácter pendenciero, terca, severa y malhablada, con cara de pocos amigos y un poco esquelética. Vamos, que resultaba la antítesis de su dicharachero compañero por demás agraciado con atractivos ojos marrones y pelo rizado. Estas características le convertían en un amante infiel por definición, lo que complicaba la situación aún más, dado que ella era enormemente celosa. Nunca llegaron a casarse, pero vivieron muchos años en razonable armonía.
El trabajo de peón en el canal Unión se terminó en 1822 y William y Nelly se trasladaron a Edimburgo, donde él aprendió a arreglar zapatos. Esta actividad aumentó los ingresos conjuntos al ritmo de una libra semanal reparando calzado viejo.
La vida diaria se convirtió en algo rutinario y monótono, hasta que en el otoño de 1827 Burke se topó con un paisano irlandés, William Hare.
Uno o dos años mayor que Burke, Hare había nacido en Newry, County Down. Poco se sabe de sus primeras andanzas, salvo que se educó en la fe católica -como Burke- y que emigró a Escocia para emplearse en el canal Union. Su llegada a Edimburgo se fecha en el año 1818.
Mientras trabajaba en la excavación del canal hizo amistad con James Logue, un contratista que era jefe de una cuadrilla de peones irlandeses y además regentaba una fonducha de mala muerte, Tanner’s Close. Al acabarse el trabajo en la Union, Hare se quedó empleado de descargador de barcazas y en la misma época se mudó a vivir a la pensión de Logue.
El nuevo inquilino encajaba bien en aquel miserable ambiente. Era un sujeto sin desbastar, de pómulos subidos, boca ancha y ojos grandes y bobalicones, es decir, no era precisamente un ideal de belleza. Al reír, no hacía más que empeorar su aspecto, ya que sus carrillos se rehundían, dándole un aire cadavérico.
Pero por poco agraciado que fuera, estos «detalles» no desanimaron a Margaret «Lucky» Logue, la esposa de James Logue. Ella tampoco era un angelito, tal como se deduce de la descripción de un conocido: «Un ser humano capaz de cometer cualquier maldad, de predisposición alborotadora, que sometía a una insoportable tiranía a todos los que caían bajo su influencia o su dominio, dada a la bebida, de carácter brutal y siempre colgada del brazo de un hombre.» Pese a todo, Hare y Lucky sintieron el flechazo.
El estar hechos el uno para el otro le costó a William su alojamiento en Tanner’s Close, pero no sería por mucho tiempo. En 1826 James Logue falleció y Hare se instaló poco después en casa de la viuda.
La pareja formaba una unión borrascosa, las riñas eran constantes y ella solía llevarse casi siempre la bofetada final. Se decía que eran capaces de cometer las más viles bajezas y las mayores maldades, incluso habían matado un hijo no deseado enterrándolo después en un erial cercano.
No obstante, todos estos rumores no parecían importarle mucho a Burke. Él y su esposa se hicieron amigos íntimos de los Hare. Vivían juntos, bebían juntos, se peleaban juntos y durante los veranos trabajaban codo con codo en la recogida de la cosecha. Hare respetaba a Burke porque era el más inteligente de los dos, y cuando, en noviembre de 1827, se encontró en acuciantes dificultades económicas, pensó que lo más natural era buscar la ayuda de un amigo.
LA EJECUCIÓN – Un juicio muy concurrido
«Burke, carnicero; Hare, ladrón, y Knox es el fulero que les compra el “chuletón”.» Esta era la copla que cantaba la chusma cuando el primero pisó la sala del juicio. El crimen tenía dos caras: asesinato de los vivos y profanación de los muertos. El gentío estaba resuelto a que los culpables fueran castigados; de manera que aplicó su veredicto a los que escaparon de la ley.
Durante más de un mes la policía de Edimburgo se esforzó por relacionar a los sospechosos con los crímenes. No fue nada fácil. Los cirujanos que realizaron la autopsia de Mary Docherty no pudieron afirmar, más allá de toda duda, que había sido asesinada. Sólo presentaba arañazos superficiales y el daño sufrido en la nuca se debía al espachurramiento tras ser introducida en el cajón de té.
El doctor Christison, catedrático de jurisprudencia Forense en la Universidad de Edimburgo, estimó lo siguiente: «Estas pruebas son, desde luego, insuficientes para inculparles de asesinato, pero sí bastan para dar cuerpo a las más serias sospechas.»
Burke y Nelly realizaron cuatro declaraciones en las que se contradecían con frecuencia, pero, a pesar de ello, su utilidad para la policía fue nula. William llegó a decir que el baúl con el cadáver se lo había olvidado un cliente que pretendía remendar unos zapatos.
El jueves, 6 de noviembre, los ciudadanos de Edimburgo cobraron conciencia de las detenciones. Los periódicos publicaron la truculenta historia, cosa que ayudó a desperezar la memoria de más de un honesto ciudadano, y muchos empezaron a recordar a ciertas personas que habían desaparecido sin dejar rastro.
El «desvanecimiento» más llamativo era el de Daft Jamie, pero cuando Janet Wilson se enteró de las detenciones, empezó a sonar otro nombre, el de Mary Paterson. En la comisaría dio cuenta de que la última vez que vio viva a su amiga estaba en compañía de los dos maleantes. Le mostraron las pertenencias recogidas en casa de los Burke y muy a su pesar reconoció algunas de las ropas de Mary.
Las pruebas iban amontonándose contra los detenidos, pero aún no bastaban para inculparles con garantías de éxito. Sir William Rae, el fiscal, recurrió a una hábil artimaña: decidió tentar a uno de los malhechores para que testificase a favor de la acusación. Hare parecía el más bobo de los dos y seguro que se mostraría dispuesto a declarar si le garantizaba que iba a quedar libre de cargos. El 1 de diciembre se hizo el conveniente ofrecimiento a William Hare y resultó que el fiscal estaba en lo cierto.
Ahora ya existían suficientes pruebas para acusar a Burke de, al menos, tres muertes -las de Daft Jamie, Mary Paterson y Mary Docherty-. A Nelly McDougal se la podía incriminar por el asesinato de Docherty y las inculpaciones oficiales no se hicieron esperar. El juicio se fijó para el 24 de diciembre.
Durante esas tres semanas la ciudad se convirtió en una olla a presión. Se compusieron canzonetas y se imprimieron panfletos poniendo verdes a los acusados. En vísperas del día de Navidad la exaltación Popular había llegado a tales niveles, que las autoridades temían que se produjese algún disturbio callejero serio, y se puso al Ejército en estado de alerta por si hacía falta su intervención contra las masas. El 23 de diciembre, a las seis de la mañana, trasladaron con el mayor sigilo a los prisioneros a Parliament House, la sede del Tribunal.
Ninguna precaución estuvo de más, dado que, incluso antes del alba, las calles se llenaron de miles de curiosos con intención de acceder a la sala del juicio. Sin embargo, casi todos sufrieron una amarga decepción, ya que en el interior había el espacio justo para acomodar a los protagonistas del proceso. Los únicos que consiguieron una de las sillas destinadas a los espectadores fueron los «caballeros de la prensa».
La primera sorpresa se produjo al comienzo del juicio: William Burke resultó tener un aspecto inofensivo. No era más que un hombrecillo más bien canijo, que no infundía temor alguno. No obstante, Nelly sí que estuvo a la altura de lo esperado: «Su fea cara mostraba un aspecto macilento y cadavérico, como el de los seres que están presos en las garras de la muerte.» El ambiente en la sala se había enrarecido y un olor fétido invadía cada centímetro. Antes de proceder se abrió una ventana para que entrara el aire frío y húmedo del invierno, y acto seguido, comenzó el juicio.
En la sala estaban presentes los mejores abogados de Escocia. El propio sir William Rae encabezaba el plantel de fiscales, asistido por tres ayudantes. El decano de la Facultad de Derecho, sir Jarnes Moncreiff, representaba a Burke. Henry Cockburn, otro letrado famoso, actuaba defendiendo a Nelly; y cada uno de ellos contaba con tres ayudantes.
Las dos primeras horas se consumieron discutiendo los detalles precisos de las acusaciones. Poco después del mediodía, el matrimonio se declaró «no culpable» y se escogió un jurado de quince personas.
Por la tarde se llamó a una serie de testigos para interrogarlos. Los inculpados tenían un aire relajado; de vez en cuando intercambiaban algunas palabras y una sonrisa furtiva. Su única queja fue que tenían hambre, así que hacia las seis se les sirvió pan y un plato de sopa.
Fuera del edificio, la masa de gente crecía cada vez más. La espera era dura y desagradable, el frío calaba hasta los huesos y las nubes presagiaban tormenta. Finalmente, se filtró la noticia de que Hare iba a subir al banquillo de los testigos.
Su testimonio consistió en una disculpa cuidadosamente elaborada, que cargaba toda la culpa sobre Burke. Para la acusación fue un paseo triunfal; para la defensa, una verdadera pesadilla.
Henry Cockburn optó por la única salida que le quedaba: desautorizó al testigo y dirigiéndose al juez, lord Boyle, dijo: «Deseo hacerle la siguiente y muy precisa pregunta: ¿Ha estado involucrado en alguna muerte anterior a ésta? Admito que no está obligado a contestar, pero yo sí estoy autorizado a formular la pregunta. Que el acusado responda si le place, o bien que no lo haga. Corresponderá al jurado juzgar el crédito que merece su contestación después de ver cómo maneja esta cuestión.»
Hare escogió el silencio como respuesta, un silencio que efectivamente le condenó a ojos del jurado. El testimonio de Lucky no mejoró mucho la pobre impresión dejada por su esposo. Hizo todo lo que pudo para despertar la compasión de la audiencia; subió al banquillo con un niño enfermo en sus brazos y se desvió una y otra vez de las preguntas para incriminar descaradamente a Burke y Nelly. No le valió de nada, todo el mundo se fijó en que el niño requería su atención cada vez que se enfrentaba a una cuestión algo embarazosa. La acusación la presionó para que explicara por qué no había acudido a la policía a pesar de estar al tanto de las muertes, y ella, muy tranquila, respondió: «Bueno, la cosa había ocurrido un par de veces antes y no iba a ir a contar algo que podía perjudicar a mi marido … »
A las tres de la mañana del día de Navidad los letrados se pusieron en pie para exponer sus conclusiones finales. Rae señaló que tanto Burke como Hare eran, obviamente, ladrones de tumbas, pero que, a pesar de ello, el testimonio de Hare debía ser tenido en cuenta. Moncreiff fue mucho mas categórico: «Estoy de acuerdo en que ambos acusados son cuasi-resurreccionistas, aunque William Hare, con su particular «amor a la verdad», prefiere negar este hecho incuestionable.» También indicó que Mary Docherty podía haber muerto por causas naturales o, de hecho, a manos de Hare antes de que su cuerpo fuera vendido. En cualquier caso, Burke no estaba acusado de vender cadáveres. La puntilla de su discurso la reservó para el final: «Si la libertad, la reputación o la vida de un hombre dependiesen de testimonios como el de los Hare… ¿De qué seguridad podría preciarse un hombre en nuestra sociedad siquiera por una hora?».
Cockburn siguió por ese mismo camino, «disculpando» las mentiras de Nelly: «Ella tenía que mentir habitualmente para no descubrir la existencia de los cadáveres o para evitar la sospecha de que los poseía. El fiscal nos dice que ambos (los Hare) están bajo juramento. ¿Pero qué valor tiene el perjurio para un asesino?» A las 8,30 de la mañana el jurado se retiró a considerar el veredicto. A los cinco minutos regresaron a la sala para comunicar que estimaban a Burke culpable.
La acusación contra Nelly McDougal se consideró «no probada», aunque con visos de culpabilidad, y William le susurró a su mujer: «Eh, Nelly… Te has librado por un pelo.»
Burke fue sentenciado a morir en la horca, «acto seguido, públicamente diseccionado y el cadáver analizado». Lord Boyle, tocado con el birrete negro, pronunció las últimas palabras: <Aun no siendo habitual la conservación de los esqueletos, el suyo será preservado para que la posteridad no olvide sus atroces crímenes.»
Los condenados fueron conducidos a sus celdas, mientras el gentío arremolinado alrededor del juzgado recibía la sentencia con alborozo. La ejecución tendría lugar el 27 de enero.
Pero desde el día de Navidad hasta esa fecha las enfervorizadas masas tuvieron tiempo para aplicar su «propia» justicia.
La liberación de Nelly se produjo el viernes, 26 de diciembre. Una gran muchedumbre la estaba esperando para «acabar con ella»; la acosaron y persiguieron de pueblo en pueblo hasta que encontró refugio al norte de Inglaterra. Casi todas las noches las pasó en calabozos policiales buscando protección de la ira popular. Lucky Hare, tras quedar en libertad, el 19 de enero, no tuvo mejor suerte. Ella y su hijo fueron hostigados sin descanso, y apedreados por masas sedientas de sangre, hasta que finalmente consiguió darles esquinazo y se embarcó en dirección a Irlanda.
A su esposo tampoco le sonrió la fortuna. Pocos días después del 19 fue acusado por Janet Wilson y algunos familiares de Daft Jamie de varios cargos de asesinato. Él esgrimió su inmunidad contra las inculpaciones, y los jueces decidieron posponer su decisión hasta el 2 de febrero.
El lunes 26 de enero, los carpinteros se pusieron manos a la obra de buena mañana para construir el cadalso, y nada más dar las ocho apareció Burke “en medio de una despiadada tormenta humana”.
Vestía un traje de chaqueta negro que le quedaba algo grande -las llamadas “ropas del condenado”-, una bufanda blanca y un par de botas negras repodridas. 25.000 personas se habían reunido en la plaza para darle la bienvenida y pedir su sangre. «¡Burke, cabrón! ¡No malgastéis la cuerda con él! ¡Bastardo… Dentro de un minuto volverás a ver a Daft Jamie! ¡Qué cuelguen a Haré! ¡Queremos que también cuelguen al doctor Knox!»
A las 8,15 en punto se cumplió el deseo del pueblo; el reo cayó por la trampilla y High Street se llenó con el clamor de un rabioso aplauso de los presentes. Durante media hora la muchedumbre contempló el espectáculo de los últimos estertores del maldito; cada vez que apreciaba una contracción nerviosa en su cuerpo, la multitud estallaba en vítores. A las 9,55 descolgaron el cadáver entre los empujones de la gente, que se apiñaba para arrancar un trozo de cuerda o un cachito de madera del ataúd como recuerdo del acontecimiento.
Una hora y media más tarde ya habían desmontado el cadalso, pero Edimburgo aún no había terminado de ajustar las cuentas a William Burke. En la tarde del viernes, Alexander Munro, un conocido cirujano, dio comienzo a la disección del cuerpo. El público que rodeaba la mesa de operaciones observaba boquiabierto el diestro manejo del bisturí. Fuera de la sala se oían los gritos de los estudiantes que trataban de abrirse paso a través del cordón policial. Al día siguiente, 25.000 personas visitaron la exposición de su «obra maestra». Munro tuvo que admitir que fue el «trabajo» más admirado de toda su carrera.
Acontecimientos públicos
Los ahorcamientos públicos levantaban gran expectación a principios del siglo XVIII. De hecho, se animaba a asistir a los pobres e indigentes para que presenciaran la aplicación de la pena y no olvidaran “las lecciones que daba la ley». Los días de ejecución eran sistemáticamente declarados festividades oficiales. La explanada en que se montaba el cadalso se transformaba en una verdadera feria y cada muerte era festejada con grandes vítores.
Una vez que los cuerpos colgaban sin vida, la gente se solía apelotonar alrededor para tocarlos en la creencia de que tenían misteriosas propiedades curativas. También se decía que los trozos de cuerda traían suerte, y los más afortunados los guardaban como talismanes.
PUNTO DE MIRA – La clase de anatomía
A lo largo de los siglos, las creencias religiosas y los prejuicios populares convirtieron el estudio de la anatomía humana en una empresa arriesgada y casi ilegal.
Se sabe que el médico griego Herófilo (460-370 a. C.) emprendió un estudio muy exacto sobre la anatomía humana. No obstante, su obra se perdió y, durante los siglos que siguieron, los doctores vieron dificultada su labor.
Durante la Alta Edad Media se avanzó poco en materia de investigación científica. Fueron los árabes quienes progresaron notablemente en esta época, gracias a la autoridad de los trabajos del médico romano Galeno (164-199 d. C.), el cual mantenía que los diversos órganos del cuerpo alojaban espíritus, cosa que encajaba con las creencias religiosas de su tiempo, pero que, desde luego, no contribuyó a fomentar los adelantos de esta rama de la ciencia.
La idea permaneció arraigada en el espíritu popular incluso cuando los estudiantes del mundo cristiano empezaron a separarse de las rígidas doctrinas de la antigüedad. La idea de proceder a la disección de un cadáver despertaba en todas las capas de la población una profunda repugnancia.
En la Universidad de Padua -la primera que creó una cátedra de anatomía en 1537-, los alumnos construyeron una trampilla secreta para poder introducir los cadáveres a salvo de los fanáticos.
Pero, a pesar del rechazo popular y de la severidad de las leyes, las escuelas de anatomía surgieron por toda Europa durante los siglos XVIII y XIX, y se llegó a hablar de una cierta «carrera» en materia de descubrimientos, si bien salpicada de grandes peligros. J. G. Wirsung «descubrió» la glándula linfática y tuvo que pagar con su vida el hallazgo, ya que uno de sus ayudantes le asesinó.
Aun así, durante siglos, nadie supo cuál era la función de la sangre o del sistema nervioso. Ni siquiera se conocía la existencia de gérmenes y virus. Muchos estudiosos murieron debido a infecciones contraídas mientras descuartizaban un cadáver.
Fue Charles Darwin (1809-1882) quien estableció la verdadera relación existente entre la anatomía humana y la de los otros animales y plantas, al plantear que toda la materia viva tenía un mismo origen. Esta especie de «revelación» permitió que descendiese la demanda de cuerpos humanos para el trabajo científico y los estudiosos cayeron en la cuenta de que a través de la investigación en animales y plantas también se podía progresar en el conocimiento del cuerpo humano.
Conclusiones
La calavera de Burke fue estudiada con atención por frenólogos que encontraron curiosas similitudes entre la forma de ésta y la de otros habitantes de Edimburgo. Este hecho no dejó de causar cierta irritación y molestia en la ciudad.
William Hare huyó de Escocia. Se le vio por última vez el domingo 8 de febrero de 1829 a tres kilómetros al sur de Carlisle. Se cuenta que finalmente le echaron el guante y le tiraron a un pozo de cal. Mas tarde se habría ganado la vida como mendigo ciego errante en la zona norte de la calle Oxford londinense.
Nelly McDougal también puso pies en polvorosa, pero aun así, en Newcastle, la policía tuvo que intervenir para rescatarla de las enfervorizadas masas de perseguidores. La escoltaron hasta la frontera entre Northumberland y Durham, y allí le dejaron para que se «buscase la vida». Ni corta ni perezosa se la buscó en Australia, donde murió en 1868.
Lucky Hare consiguió alcanzar un navío en dirección a Irlanda. Lo último que se sabe de ella data del año 1859, cuando una mujer empleó en París a una niñera llamada señora Hare. Quizá fuera Lucky y quizá no; pero la edad coincidía, dado que iba acompañada de una hija de treinta años. Esta mujer podría ser la niña que amamantaba durante el juicio. La tal señora Hare decía proceder de Irlanda, pero tarareaba con frecuencia cancioncillas escocesas.
El doctor Knox perdió todo su crédito después del juicio. De hecho, formó su propia «comisión de encuesta» -compuesta básicamente por amigos y partidarios incondicionales- para ser declarado inocente de toda complicidad en los asesinatos. Pero no sirvió de nada… Sus alumnos fueron a menos; se le prohibió seguir dando clases y tuvo que emigrar a Inglaterra donde se dedicó a escribir un libro de anatomía humana y otro sobre la pesca en Escocia. Consiguió colocarse en un hospital de Londres y el 20 de diciembre de 1862 murió en Hackney.
Esta historia criminal ha seguido fascinando a los escritores durante más de un siglo. Robert Louis Stevenson publicó un relato corto titulado El ladrón de cadáveres y Dvlan Thomas escribió un guión llamado El doctor y los malvados.
La máscara mortuoria de Burke se encuentra expuesta en la Universidad de Edimburgo. Algunos especialistas relacionaron la forma de la cabeza con sus instintos criminales.
Fechas clave
- 29/11/27 – Muere el anciano inquilino Donald en Tanner’s Close. El doctor Knox compra el cuerpo.
- 01/28 – Asesinato de otro huésped.
- 02/28 – Asesinato de una anciana.
- 09/04/28 – Asesinato de Paterson.
- 04/28 a 10/28 – Asesinato de una abuela, su nieto y probablemente otras nueve personas.
- 31/10/28 – Asesinato de Docherty.
- 24/12/28 – Comienza el juicio de Burke y Nelly.
- 28/01/29 – William Burke muere ahorcado.