Wendell Willis Lightbourne

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Wendell Willis Lightbourne
  • Clasificación: Asesino en serie
  • Características: Menor de edad (17 años) - Violador
  • Número de víctimas: 3
  • Fecha del crimen: Marzo - Septiembre 1959
  • Fecha de detención: Octubre de 1959
  • Fecha de nacimiento: 1940
  • Perfil de la víctima: Gertrude Robinson, de 72 años / Dorothy Pearse, de 59 / Dorothy Rawlinson, de 29
  • Método del crimen: Golpes con los puños
  • Lugar: Bermudas, Gran Bretaña
  • Estado: Fue condenado a muerte en diciembre de 1959. Posteriormente la pena fue conmutada por la de cadena perpetua
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Wendell Willis Lightbourne – El terror en el paraíso

Norman Lucas – Los asesinos sexuales

Las islas Bermudas, en el Océano Atlántico, con frecuencia líricamente descritas como unas «islas paradisíacas» o «la zona de recreo de los millonarios», perdió su magia festiva en la primavera y el verano de 1959, y durante unos meses se convirtió en una isla de terror.

Tres mujeres fueron asesinadas y otras más atacadas con sadismo en un área de menos de dos kilómetros cuadrados, en Warwick, en la costa sur de la isla.

La primera víctima en morir fue una viuda de 72 años, nacida en Gran Bretaña, la señora Gertrude Robinson, quien vivía sola en una cabaña con vista a las arenas rosadas y las rocas de coral de la playa de Southlands. Un poco después de las siete de la mañana del 7 de marzo fue encontrada tirada en el borde de un platanal. Se creyó que había permanecido ahí, terriblemente herida e inconsciente desde el momento de ser atacada. En algún momento de la tarde anterior había salido de su cabaña para llamar a su gato. Murió a las pocas horas sin haber recobrado la conciencia.

Dos meses después, el 9 de mayo, la policía fue llamada a otra cabaña junto a un acantilado, en la misma área. La ocupante, una mujer que vivía sola, no había sido vista durante varios días. Encontraron a la señora Dorothy Pearce, una mujer de 54 años, divorciada, de Harrogate, Yorkshire, muerta sobre la cama.

Las dos mujeres habían sido violadas y sus heridas eran similares. Sus caras habían sido golpeadas hasta un punto en que casi no eran reconocibles, aparentemente por el puño de un hombre. Sus cuerpos tenían mordidas y rasguños. El pesquisidor de la isla, el señor S. S. Toddings, dijo que la señora Robinson había sido «atacada de la cabeza a los pies» y que estaba claro que se trataba de un maniático sexual en grande.

Estos asesinatos marcaron la culminación de una serie de ataques a mujeres, iniciados el verano anterior. Algunas habían sido violadas, otras seriamente heridas y algunas más simplemente importunadas.

El secretario colonial de las Bermudas, el señor J. W. Sykes, telegrafió a sir Joseph Simpson, entonces comisionado de la Policía Metropolitana, pidiendo ayuda. Dos oficiales de la Scotland Yard fueron enviados a la isla: el detective superintendente William Baker y el detective sargento John O’Connell.

En colaboración con el jefe del DIC en las Bermudas, el detective superintendente James Lodge, un antiguo hombre de la Yard, organizaron una cacería intensiva del asesino. Decretaron el registro de las huellas digitales de todos los hombres de edades entre los 18 años y los 50 que vivieran en localidades de la costa sur; se pidió que cientos de personas llenaran cuestionarios y se interrogó detenidamente a militares norteamericanos de una base de la Fuerza Aérea y de una estación de operaciones navales. Nadie fue autorizado a abandonar la isla sin consentimiento de la policía, medida que se tradujo en la extensión de las lunas de miel de docenas de parejas de Gran Bretaña y Estados Unidos.

Ninguna de estas medidas tuvo resultados positivos. Después de seis semanas los dos hombres de la Yard regresaron a Gran Bretaña.

Por un tiempo la alarma no aumentó. Los isleños comenzaron a descansar esperando que el asesino hubiera sido un visitante que había abandonado ya Bermuda o alguien que hubiera sido asustado hasta el punto de la inactividad por la visita de los hombres de la Yard.

Las cosas cambiaron a principios de julio…

Dos meses después del asesinato de la señora Pearce se informó de un ataque a una inglesa de edad madura, la señora Rosaleen Kenny, quien también vivía en el área. Estaba en la cama cuando entró un hombre que había tratado de violarla. Sin embargo, la señora Kenny se había resistido con tanta fiereza que él la había arrojado sobre la cama y después había huido. Dijo a los detectives que se trataba de un hombre moreno que llevaba lo que parecía ser un azadón. Muy posiblemente esta mujer salvó su vida porque a diferencia de las dos víctimas anteriores que vivían en cabañas solitarias, ella tenía vecinos lo suficientemente cerca como para oír sus gritos de ayuda.

La isla se llenó nuevamente de miedo. Hubo cancelaciones para los días de vacaciones y algunos visitantes hicieron el equipaje apresuradamente y se fueron antes de lo previsto. Los residentes formaron grupos para ir a nadar o a tomar el sol en las bellas playas de arena mientras que en las remotas partes de la isla los caminos y las plantaciones estaban desiertas. Los yates de los ricos playboys seguían anclando cerca de las costas, pero la mayoría de las mujeres de a bordo preferían no bajar a tierra. Pocos miembros de los equipos de los yates se aventuraban a tierra una vez que había oscurecido. Los centros nocturnos permanecían poco animados.

Después de la muerte de la señora Robinson, el señor Toddings, el pesquisidor, hizo una declaración en la que decía que el maniático sexual responsable había de ser detenido pronto. Pidió que todo miembro de la comunidad actuara como un policía. Después del segundo asesinato, el señor Toddings hizo la siguiente declaración: «Si el culpable no es apresado hay pocas dudas de que atacará nuevamente».

Aunque el ataque de julio había demostrado que Toddings estaba en lo cierto, la memoria pública es tan flaca que menos de tres meses después la vida de Bermuda había regresado casi a su nivel normal. Fue entonces cuando una joven inglesa decidió ir sola a una playa tranquila.

Se trataba de Dorothy Barbara Rawlinson, una secretaria de 29 años que hasta mayo de 1959 había vivido con sus padres, el señor y la señora Rawlinson, y con su hermano John, en Boston Vale, Hanwell, Londres. Ella era una chica callada, aficionada a la lectura y al piano, que desde que había salido de la escuela había trabajado en el área de Londres. «En busca de aventuras», tal como ella lo puso, aceptó un empleo con una importante firma en Bermudas y se hospedó con un compañero de oficina, Tom Sayers, y su esposa Anne. Aunque aceptaba en cartas mandadas a Inglaterra sentirse un poco nostálgica, adoraba el sol y las posibilidades de nadar. Estaba adaptándose con alegría a su nueva vida.

Barbara – así era llamada por lo general – no tenía amigos hombres ni en Londres ni en Bermudas. En la isla, sin embargo, pronto encontró amigas con quienes frecuentemente iba a nadar y a asolearse los fines de semana.

El domingo 28 de septiembre trató con insistencia de persuadir a dos de sus amigas para que fueran con ella a la playa. Las chicas no aceptaron la propuesta porque el mar estaba muy agitado ante la proximidad de un huracán. Barbara se subió en su bicicleta motorizada mientras el viento agitaba su cabello castaño ondulado del que salían rayos dorados y salió sola. Debajo de sus pantalones cortos y su blusa llevaba el traje de baño. No olvidaba una toalla sobre la cual tenderse en la arena a recibir el sol.

Llegó hasta Southlands, una playa privada escondida, propiedad de un comandante retirado de la guarnición de las Bermudas, el brigadier H. Dunbar Maconochie, quien le había dado permiso de bañarse ahí debido a que ella ocasionalmente le mecanografiaba cartas. Ella había dicho a sus amigas que no tenía intención de meterse al mar picado. En diferentes momentos de la tarde fue vista por dos estudiantes. Estaba recostada sobre la arena y leía Vida hipotecada de Vicki Baum.

Barbara había acordado con el señor y la señora Sayers estar de regreso en casa para la hora del té, tal como era lo usual. Al no regresar a tiempo – ella era una chica que no habría cambiado de planes sin avisar – los Sayers comenzaron a preocuparse. Para las 6:30 p.m. su alarma era tanta que informaron de su desaparición.

La inmediata búsqueda policial realizada en el área no dio con ningún rastro de la chica. Se temió que al hacer frente al tempestuoso mar hubiera sido lanzada contra las rocas por las potentes olas.

Sidney Hart, el gerente de la propiedad del brigadier Maconochie vio la bicicleta motorizada de la señorita Rawlinson en la playa Southlands la noche del domingo. Al día siguiente, después de oír sobre la desaparición de la chica, volvió a la playa. Ahí encontró el libro de Vicki Baum – prestado por la biblioteca pública- y un traje de baño azul, medio enterrado en la arena. Ambos estaban manchados de sangre y el traje rasgado de tal manera que parecía haber sido arrancado de su cuerpo.

Los oficiales de la policía que buscaban a lo largo de esa playa – a menos de dos kilómetros de los escenarios de los primeros dos asesinatos – encontraron algunas rocas pequeñas empapadas de sangre. Cerca de ahí, enterrados en la arena, aparecieron los pantalones cortos de lino de la chica, lo mismo que su blusa blanca y sus sandalias. No había huella de su bata de playa ni de las gafas de considerable graduación que siempre usaba.

Todo ese día caluroso de fines de verano continuaron las excavaciones. Al día siguiente, no acababan de llegar los agentes a continuar su tarea cuando Frederick Astwood, alguien que buscaba peces entre las rocas, encontró el remanente de un cuerpo en un arrecife de coral a tres kilómetros de distancia. No había duda de que se trataba de Dorothy Rawlinson, pero después de treinta y seis horas en el agua el cuerpo había sido tan mutilado por los tiburones que apenas quedaba algo más que el esqueleto. Fue imposible determinar la causa de la muerte. De no haber sido por la sangre en la ropa enterrada, bien podría haberse pensado que la chica se había ahogado accidentalmente.

El temor que había permanecido dormido hizo erupción en algo que casi era pánico.

Los asesinatos anteriores y los otros ataques habían tenido lugar cuando ya había oscurecido. La señorita Rawlinson, por el contrario, había sido asesinada por la tarde, a plena luz del día, en una playa claramente visible desde el camino de arriba. Se pensó que ninguna mujer de ninguna edad estaba segura en ningún punto de la isla, ya fuera de día o de noche. Entre los 42 mil residentes de las Bermudas había una gran proporción de solteronas, viudas y mujeres retiradas que vivían solas, muchas de las cuales se habían sentido atraídas a la isla por el clima y por los bajos impuestos que les permitían vivir confortablemente con medios limitados. Estas ventajas pasaron a ser insignificantes al lado del temor por su seguridad personal. Días después del asesinato de la señorita Rawlinson, agentes inmobiliarios comenzaron a recibir visitas de mujeres que habían decidido vender sus casas y dejar la isla.

Muchas otras se agruparon para vivir comunalmente como medida de emergencia. Durante el día se trasladaban en parejas y de noche dormían cinco o seis juntas en una casa, protegidas siempre por uno o dos perros. Hubo hombres que trabajan de noche o que tenían que salir de la isla por negocios que ponían anuncios en los periódicos en los que solicitaban compañía para sus mujeres. A pesar del calor húmedo, las puertas y ventanas permanecían cerradas. Los cerrojos estaban echados desde que anochecía hasta que amanecía.

Ante los informes de que residentes del área de los asesinatos planeaban establecer su propio fondo para atrapar al asesino y querían contratar a un criminólogo privado de Estados Unidos, el secretario colonial aseguró que el gobierno intentaba llevar adelante de manera total sus obligaciones en cuanto a la protección de sus ciudadanos.

El dinero no es problema. No hay límite fijado – dijo -. Hemos dado al comisionado de la policía carta abierta para pedir lo que sea necesario.

La presión para que se solicitara ayuda externa continuó. El escritor de una larga carta publicada en el periódico local, la Royal Gazette, sugirió a la policía ofrecer 150 mil pesos por información y la participación de Scotland Yard o del FBI norteamericano. De hecho, la Yard recibió una solicitud de ayuda una semana después del crimen. El 6 de octubre de 1959, el detective superintendente (más tarde comandante) Ricard Lewis y el detective sargento William Taylor tuvieron que hacer un viaje en avión de Londres a Hamilton para trabajar en colaboración con el detective superintendente Lodge.

Limitados por la falta de información en cuanto a la causa de la muerte – los exámenes post-mortem únicamente revelaron que ningún hueso de la víctima había sido roto – los detectives únicamente podían reconstruir una posible secuencia de los hechos. Pensaron que era probable que el asesino se hubiera acercado a la chica mientras ésta tomaba el sol en la playa, que la hubiera atacado y posiblemente violado. Tal vez luego arrastró el cuerpo hasta el mar con la esperanza de que nunca fuera recobrado.

Se hizo una llamada de alarma de inmediato cuando se supo que un hombre con las ropas mojadas había aparecido más bien agitado en una tienda de bicicletas cerca de la playa – una de las muchas tiendas de ese tipo que hacían un buen negocio con el alquiler de bicicletas a turistas y a militares – alrededor de una hora después del supuesto momento del asesinato. La descripción de él coincidió con la que hizo una de las estudiantes – que un poco antes había observado a la señorita Rawlinson – acerca de un hombre que caminaba por la playa en dirección opuesta al mar.

Fue identificado como Wendell Willis Lightbourne, un caddy negro de diecisiete años, que fue llevado a la comandancia de policía de Hamilton.

Después de un interrogatorio de dos horas y media Lightbourne comenzó a llorar.

– La chica en la playa. – dijo al superintendente Lewis. Yo lo hice, señor. Yo la golpeé.

Dijo que vio a la chica sentada en una roca en la playa y que comenzó a hablarle. La agarró del traje de baño mientras ella le decía «Desgraciado» y trataba de pegarle.

– Le pegué en la cabeza – Continuó Lightbourne -. Hizo ruidos extraños. No me gustaron esos ruidos. No tuve relaciones sexuales con ella. Lo que hice fue irme corriendo. La señorita no estaba muerta cuando la dejé. Estaba lejos del agua. Yo no la metí al agua. Tenía que decir esto. Ahora no me puedo ir al cielo.

Después de ser acusado del asesinato de Dorothy Rawlinson se le preguntó si sabía algo de los asesinatos de la señora Robinson y de la señora Pearce. Dijo que sabía dónde vivían las mujeres y le mostró al superintendente Lewis cicatrices en los nudillos.

– Estas me las hice al golpear a mujeres pero no sé dónde. A veces cuando tomo quiero hacer algo. Me vuelvo asqueroso. Voy a todos lados. A veces me voy a la playa de noche. A la mejor entré a la casa de alguien.

Cuando se le preguntó si había estado en casa de la señora Robinson, Lightbourne dijo que no sabía pero que era posible.

Fue interrogado también en relación a asaltos a la señora Kenny, a la señora Plant y a la señorita Lucy Brown. Se le dijo que sería acusado del intento de asesinato de la señora Evelyn Flood, esposa de un taxista, en Warwick, el mes de julio de 1958.

– De eso no sé nada – respondió Lightbourne.

Dada la pequeñez de Bermudas y la posibilidad de que los miembros del jurado se vieran prejuiciados por los reportajes de los periódicos, los procedimientos de la Corte de Magistrados fueron oídos en privado. Al quedar frente a la Suprema Corte de Hamilton, en diciembre de 1959, Lightbourne fue acusado únicamente del asesinato de la señorita Rawlinson.

Se declaró no culpable y dijo que los detectives le habían informado que si admitía ciertas cosas sería mandado a una escuela en la que le enseñarían a leer y a escribir.

– Me pongo enojado porque no sé leer – aclaró.

Dijo a la corte que fue la señorita Rawlinson quien hizo las primeras insinuaciones en la playa. Le pidió que la ayudara a quitarse su traje de baño y lo invitó a que tuvieran relaciones sexuales. Después ella se enojó cuando él amenazó jugando romper su traje de baño. Ella le dio una cachetada y él hizo lo mismo. Ella se cayó y se golpeó contra una roca. Al ir a ayudarla él vio que la cabeza de la chica sangraba.

– No me gusta la sangre – dijo -. Me hace sentirme muy curioso. Por eso me alejé y la dejé.

Negó haber dicho a un guardia de la prisión que había matado a la chica en venganza por doce latigazos que había recibido injustamente el año anterior. También negó haber dicho: «Preparen la cuerda».

La señorita Lois Browne, la defensora de color de Lightbourne – única abogada en Bermudas – preguntó al superintendente Lewis sobre sus métodos para interrogar a Lightbourne. Quiso saber si el acusado había sido amenazado.

– No – respondió el superintendente -. Le pregunté a Lightbourne, en presencia de un médico, si había sido maltratado desde el momento de llegar a la comandancia de policía o si alguien le había pedido que hiciera alguna declaración que no quería hacer.

Respondió que no a ambas preguntas.

Lightbourne había dicho que después de que el cuerpo de la señorita Rawlinson fue encontrado trató de colgarse pero no tuvo el suficiente valor. Intentó darse un balazo pero no pudo apretar el gatillo.

Sir Newnham Worley, el juez, dijo al jurado de siete blancos y cinco negros, que tenían que eliminar de sus mentes los otros asesinatos y delitos ocurridos durante ese año. Lo que tenían que decidir era si Lightbourne estaba loco.

Era casi la medianoche del sexto día del juicio cuando el jurado, después de un retiro de dos horas, dio su veredicto de culpable con una recomendación de clemencia.

Lightbourne fue sentenciado a muerte. La ejecución, sin embargo, fue pospuesta a unas horas de que fuera llevada a cabo para permitir a los asesores de la reina considerar dos peticiones: una, firmada – por 600 personas, pedía que la clemencia no fuera concedida; otra, con tres mil firmas, solicitaba clemencia.

A finales de enero de 1960 tres destacados psiquiatras de Londres volaron a Bermudas para examinar al condenado. Unos días después se anunció que, en base a los informes de estos médicos en cuanto al estado mental de Lightbourne, la sentencia de muerte sería conmutada por otra de prisión perpetua.

Lightbourne fue llevado a Gran Bretaña en donde empezó a cumplir su sentencia.

Lightbourne era un hombre con una parte de una agresividad salvaje unida a una sexualidad destructiva y devoradora claramente relacionada al deseo de venganza contra los blancos «poseedores». Al no poder leer ni escribir se sentía desvalido. Se consideraba aquello que Freud llamó una de las «excepciones»: dado que se había abusado de él, podía hacer lo que quisiera a quien le ofendiera, rechazara, o estimulara.

Su trabajo como caddy lo ponía en contacto diario con los poseedores, de manera que sus sentimientos de inferioridad se veían animados y aumentaba la envidia que sentía frente a los ricos ociosos.

También aborrecía pensar en el daño que había causado (sangre); se hacía reproches por ello. Esto lo hizo más destructivo y no al contrario. Sentía que debía atacar más a la persona cuyas heridas, producidas por él, perturbaban su conciencia.

 


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