Thierry Paulin

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Thierry Paulin

El monstruo de Montmartre

  • Clasificación: Asesino en serie
  • Características: Robos
  • Número de víctimas: 21
  • Fecha del crimen: 1984 - 1987
  • Fecha de detención: 1 de diciembre de 1987
  • Fecha de nacimiento: 28 de noviembre de 1963
  • Perfil de la víctima: Mujeres mayores
  • Método del crimen: Asfixia - Estrangulación
  • Lugar: París, Francia
  • Estado: Murió en prisión el 16 de abril de 1989 antes de ser juzgado
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Thierry Paulin

Wikipedia

Thierry Paulin (28 de noviembre de 1963 – 16 de abril de 1989) llamado posteriormente la bestia de París y el monstruo de Montmartre fue un asesino en serie francés en la década de 1980.

Biografía – Niñez y adolescencia

Paulin nació en Fort-de-France, Martinica. Su padre viajó a Francia después de su nacimiento, dejando a su madre adolescente para valerse a sí misma con el bebé. Paulin fue criado en Martinica por su abuela paterna, quien tenía un restaurante y supuestamente prestaba poca atención a su nieto. Cuando tenía diez años, Paulin comenzó a vivir con su madre casada, tratando de armonizar con sus hermanastros y hermanas. Su comportamiento comenzó a ser errático y violento hacia los otros niños, y eventualmente su madre le preguntó a su padre sobre la posibilidad de llevarse a su hijo a Toulouse, Francia. Su padre aceptó con el fin de evita pagar la pensión alimenticia.

Como estudiante de raza mestiza entre pares blancos, Paulin tenía unos pocos amigos, y se desempeñaba pobremente en la escuela, fallando en los exámenes. A los 17 años, decidió entrar al servicio militar, uniéndose a las tropas paracaidistas; sin embargo, sus compañeros lo despreciaban por su raza y su homosexualidad.

El 14 de noviembre de 1982, le robó a una anciana en su tienda, amenazándola con un cuchillo; la atendedora lo conocía como cliente, por lo que pronto fue arrestado. En junio de 1983, fue sentenciado a dos años a prisión, pero la sentencia fue suspendida (avec sursis), permitiendo a Paulin estar en libertad.

De Toulouse a París

En 1984, después de dejar el ejército, Paulin se enteró que su madre y su familia ahora vivían en Nanterre, un suburbio al norte de París. Fue allí a vivir con ellos, pero su relación era hostil.

Paulin se hizo mesero en Paradis Latin, un club nocturno famoso por sus espectáculos de travestis. Allí, comenzó una carrera como artista, vestido y cantando canciones de su cantante favorita, Eartha Kitt. Su madre fue invitada a ver la actuación de su hijo, pero dejó el club pocos segundos después que comenzó la actuación.

El evento más importante que le ocurrió a Paulin en Paradis Latin fue conocer a Jean-Thierry Mathurin. Mathurin de 19 años de edad nació en la Guayana Francesa, y era un adicto a las drogas. Paulin se enamoró de él y pronto se hicieron amantes. Paulin también era adicto, pero menos grave, y también vendía drogas.

El 5 de octubre de 1984, dos mujeres mayores fueron asaltadas en París. Germaine Petitot, de 91 años, sobrevivió pero quedó demasiada traumatizada para dar detalles de los criminales. Anna Barbier-Ponthus, de 83 años, murió poco después de ser golpeada y asfixiada con una almohada. Su asesino le robó 300 francos (unos 50 dólares).

En octubre-noviembre de 1984, ocho mujeres ancianas fueron asesinadas, principalmente en el distrito 18 de París, pero también en distritos vecinos. La violencia de los crímenes era horrible; algunas de las víctimas tenían sus cabezas en bolsas de plástico, algunas eran golpeadas hasta la muerte, y una de ellas fue obligada a beber limpiador de desagües. En todos los casos, el motivo parece ser robo. Algunos informes dicen que Paulin señalaba a las mujeres que parecían desagradables u hostiles cuando él hablaba con ellas, mientras que Paulin le dijo a la policía que «sólo abordé a las más débiles.»

Al mismo tiempo, Paulin y Mathurin llevaban un estilo de vida extravagante, pasando sus noches bailando, bebiendo champaña, y aspirando cocaína. A finales de noviembre, decidieron ir a Toulouse para quedarse unos meses en la casa del padre de Paulin. Pero el anciano Paulin era incapaz de aceptar al amante de su hijo, y siguieron peleas violentas, terminando cuando Paulin y Mathurin se separaron. Mathurin regresó a París, mientras que Paulin trató de comenzar su propia firma de artistas travestis, un plan que falló en otoño de 1985.

La segunda ola de asesinatos

Desde el 20 de diciembre de 1985 hasta el 14 de junio de 1986, ocho mujeres ancianas fueron asesinadas. La policía era incapaz de identificar al asesino, aunque los investigadores tuvieran algunas pistas. La policía determinó a través de pruebas de huellas digitales que el autor era el mismo individuo que cometió los asesinatos de 1984. Sin embargo, en los nuevos asesinatos, el asesino parecía favorecer más rápido, con métodos menos crueles.

En el otoño de 1986, Paulin atacó a uno de sus distribuidores de cocaína con un bate de béisbol. El comerciante fue a la policía, y Paulin fue arrestado. Paulin fue sentenciado a 16 meses de prisión por el asalto, pasando un año en la prisión de Fresnes (Valle del Marne). Tras su liberación, Paulin conoció que era VIH-positivo.

Sentencia

Sabiendo que estaba en vigor en virtud de una sentencia de muerte por el SIDA, Paulin organizó grandes fiestas, gastando mucho dinero y sin escatimar gastos. Paulin pagó por estas fiestas con tarjetas de crédito robadas y cheques, y con los robos de los asesinatos.

El 25 de noviembre de 1987, Paulin asesinó a Rachel Cohen, de 79 años. En el mismo día; él atacó a una mujer de 87 años, Berthe Finalteri, a quien sofocó y la dejó por muerta. Dos días después, estranguló a Genevieve Germont, que sería su última víctima.

Mientras Paulin celebraba su cumpleaños número 24, Madame Finalteri se recuperó inesperadamente, y fue capaz de dar una descripción de su atacante, diciendo que era «un métis d’une vingtaine d’année coiffée à la Carl Lewis, avec une boucle d’oreille gauche» (literalmente «un mestizo de unos veinte años, con cabello como Carl Lewis y una hebilla en su oreja izquierda). El 1 de diciembre, Paulin fue arrestado mientras caminaba la calle cuando un inspector de policía, Francis Jacob, lo reconoció de la descripción de Madame Finalteri. Después de dos días en custodia, Paulin admitió todo, incluyendo su involucración con Mathurin. Acusado de 18 asesinatos (aunque él se atribuyó la responsabilidad de 21), fue enviado a prisión en espera de juicio.

A principios de 1988, Paulin cayó enfermo, mientras su cuerpo comenzaba a sucumbir a los efectos del SIDA. En un año fue hospitalizado en un estado de parálisis casi total, sufriendo de tuberculosis y meningitis. Murió durante la noche del 16 de abril de 1989, en el ala del hospital de la prisión de Fresnes.

Sólo Mathurin fue juzgado por los primeros nueve ataques y asesinatos, recibiendo una cadena perpetua, además de 18 años sin libertad condicional. Fue encarcelado hasta enero de 2009, aunque técnicamente, Thierry Paulin nunca fue condenado por los asesinatos de los que se le imputaban.

Referencias en el cine y la literatura

La película de 1994 J’ai pas sommeil (I Can’t Sleep), por la directora francesa Claire Denis (Chocolat, No Fear No Die), fue basada en el caso de Paulin. También la novela de 2014 La bestia de París, de la escritora y periodista alemana Marie-Luise Scherer, se basa en la biografía de Paulin.


Thierry Paulin

Última actualización: 16 de marzo de 2015

Un asesino llevaba tres años merodeando por las avenidas y viviendas de París y todas sus víctimas eran ancianas.

La estación del miedo

París está dividido en veinte distritos numerados, que se conocen como arrondissements. Al igual que los de cualquier otra ciudad importante, algunos de estos distritos son especialmente caros y están reservados a los más pudientes, mientras que en otros residen las clases trabajadoras.

El XVIIIº arrondissement se extiende al norte del Sena, desde el bulevar de Clichy hasta el Périphérique, la autopista que circunvala la ciudad. Se trata de uno de los distritos de París más variopintos desde el punto de vista social, puesto que comprende a un tiempo las hermosas villas de la avenida Junot, en Montmartre, las deterioradas viviendas de la Goutte-d’Or y las salas de cine pornográficas de la avenida Clichy. En él residen artistas, «camellos», prostitutas y estafadores de poca categoría; pero también familias de inmigrantes, actores y cantantes de éxito y jubilados con pensiones modestas.

El 5 de octubre de 1984 dos hombres atacaron a Germaine Petitot, una anciana de 91años, en su propia casa, un pequeño apartamento de la rue Lepic, donde, después de atarla, amordazarla y golpearla, le robaron todos sus ahorros. Cuando encontraron a la pobre mujer, su estado de nervios era tal, que fue incapaz de proporcionar a la policía una exacta descripción de los dos agresores.

Aquel mismo día, en el vecino arrondissement n.º IX, Anna Barbier-Ponthus fue víctima de un nuevo ataque, pero no resultó tan afortunada como Germaine Petitot. La anciana, que contaba 83 años, vivía sola en un modesto apartamento de la rue Saulnier. A última hora de la mañana regresó a su casa después de hacer la compra. Acababa de meter la llave en la cerradura de la puerta cuando la atacaron súbitamente, golpeándola y asfixiándola luego con una almohada. El cadáver, amordazado y atado con la cuerda de una cortina, fue hallado poco después. Tan sólo le habían robado lo que la víctima llevaba en el monedero: entre 200 y 300 francos (menos de 5.000 pesetas).

Cuatro días más tarde, el 9 de octubre, los bomberos recibieron una llamada para sofocar un incendio en la rue Nicolet, de nuevo en el XVIIIº arrondissement. En medio de las llamas descubrieron el cadáver de Suzanne Foucault, de 89 años. La anciana había muerto asfixiada con una bolsa de plástico. Su reloj, valorado en 300 francos, y 500 francos más habían desaparecido.

Durante casi un mes no se produjo ningún asesinato más de este tipo, pero el lunes 5 de noviembre apareció un nuevo cadáver. Iona Seigaresco, una maestra jubilada de 71años, recibió una paliza mortal después de ser amordazada y atada con un cable. Cuando descubrieron el cuerpo en su apartamento del bulevar de Cuchy, la mujer llevaba muerta dos días.

La violencia empleada por el asesino era extraordinaria. La mujer tenía la nariz y la mandíbula rotas, y habían empleado una bufanda para semiestrangularla. La autopsia reveló que todos los huesos de la parte derecha del cuerpo se hallaban destrozados. Esta vez la muerte tenía un precio: el asesino se llevó consigo 10.000 francos en bonos del Tesoro.

Dos días después, el 7 de noviembre, encontraron un nuevo cadáver -el cuarto- en la rue Marc-Séguin. Alice Benaim, de ochenta y cuatro años, fue descubierta por su hijo André aproximadamente dos horas después de su muerte, cuando acudió a comer a casa de su madre.

La anciana había recibido varios golpes en el rostro; luego le dieron una horrible paliza y la torturaron. También le habían obligado a ingerir sosa caústica, probablemente con el fin de que dijera dónde guardaba sus ahorros. Con la boca y la garganta abrasadas por el ácido, le ataron las manos a la espalda con un cable. Después la amordazaron con una bayeta y la arrojaron encima de la cama. Como causa de su muerte se certificó la de estrangulamiento. Su hijo calculaba el botín obtenido por el asesino en unos 400 o 500 francos, una suma muy pequeña para tanta violencia.

Al día siguiente, a tan sólo 20 metros de la calle de Alice Benaim, Marie Choy, de 80 años, apareció asesinada. La habían torturado, atado con un cable y amordazado de nuevo con una bayeta. Entre otras cosas, la autopsia reveló que tenía el cráneo fracturado. En el piso de la anciana el asesino o asesinos no lograron encontrar más que 200 ó 300 francos.

Apenas la policía encontraba e identificaba un cadáver cuando aparecía otro. Al día siguiente, María Mico-Díaz, de 75 años, se encontró con la muerte en circunstancias parecidas. Y una vez más el asesino huyó con unos 300 francos.

Había pasado menos de una semana cuando, en el mismo día, descubrieron dos cadáveres más: uno el XVIIIº arrondissement y otro en el XVIIº. El primero en aparecer fue el cuerpo de Jeanne Laurent, de 82 años, maniatado con un cable en su apartamento del ático de un edificio de viviendas. El piso estaba destrozado, aunque sólo por el mero hecho de divertirse, puesto que no habían robado más que una pequeña cantidad de dinero.

Cuatro horas más tarde, a unos 800 metros de allí, encontraron el segundo cadáver del día. La señora Paule Victor, de 77 años, llevaba muerta alrededor de ocho días: tenía la cabeza debajo de una almohada y cubierta con una bolsa de plástico. En poco más de un mes, entre el 5 de octubre y el 9 de noviembre de 1984, se habían cometido ocho asesinatos.

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«El perfil del delincuente»

Los datos con que contaban los detectives no pasaban de las semejanzas habidas entre los métodos empleados. Todas las víctimas eran mujeres de edad avanzada que vivían solas. Varias de ellas fueron seguidas por su asesino o asesinos a última hora de la mañana, mientras hacían la compra. En la mayor parte de los casos las atacaron cuando estaban a punto de entrar en su casa, lo cual explicaba que no existieran indicios de allanamiento de morada. Casi todas las víctimas estaban atadas y amordazadas, y la violencia empleada contra ellas era extrema. El robo de dinero parecía ser el único móvil de aquellos crímenes brutales, pero las cantidades eran tan pequeñas que ni siquiera dicho móvil podía considerarse válido. Así que la policía comenzó a elaborar un «perfil del delincuente».

Dicho «perfil» procede de un sistema iniciado por las fuerzas policíacas de Estados Unidos y constituye un intento de realizar un análisis científico del comportamiento delictivo. El «perfil del delincuente» pretende formular un sistema de referencia que presente una variedad de «tipos» delictivos. De este modo se reduce el campo de investigación de la policía acerca de posibles sospechosos.

Mas cuando la policía de París intentó formular el perfil del «asesino de las ancianas», la experiencia le sirvió de poco. Aquellos crímenes no encajaban en ningún modelo conocido. ¿Por qué seleccionaba como únicas víctimas a las mujeres de edad? La mayoría de los asesinos «en serie» concentran su atención en la gente joven dotada de cierto atractivo sexual. En este caso la falta de móvil sexual era aún más desconcertante a causa del sadismo y brutalidad de los crímenes. Y el sadismo siempre suele llevar consigo un componente erótico.

Los detectives supusieron que el asesino no tenía un empleo fijo, ya que los ataques se habían cometido en pleno día. También pensaban que debía tratarse de una persona agradable y de buena presencia, porque en ningún caso se introdujo a la fuerza en las casas de las mujeres. Y seguramente se trataba de un hombre joven y robusto: las graves heridas sufridas por las ancianas así lo indicaban. Pero todo ello no era suficiente para que los detectives pudieran identificar a un «tipo» determinado.

La investigación era aún más confusa porque la policía creía que en el asunto no estaba involucrada una única persona. De hecho, los detectives parisienses no sabían cómo identificar al criminal o a sus cómplices. Tan sólo podían esperar que él, o ellos, volvieran a atacar de nuevo.

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En guardia

Las ancianas estaban aterradas. Aquel asesino no actuaba en la oscuridad, sino a pleno día y en horas de máxima actividad. La policía se hallaba en guardia día y noche para escoltar a las atemorizadas y frágiles ancianas que hacían sus compras en las calles del centro de París.

Poco a poco el pánico comenzó a extenderse por toda la ciudad, especialmente en el XVIIIº arrondissement. La población protestaba en contra de la incompetencia de la policía, la cual, a pesar de haber establecido medidas de seguridad extraordinarias después de las muertes ocurridas en octubre de 1984, aún no había conseguido dar con el asesino.

En cuanto la prensa echó mano de los hechos, no perdió un minuto en facilitar al público los detalles más sangrientos de los asesinatos, haciendo cundir aún mayor enorme despliegue de policías procedentes alarma entre los ciudadanos. La gente pronto se enteró de que en tan sólo un mes se habían hallado los cadáveres de ocho ancianas, todas ellas salvajemente asesinadas, y que probablemente aquellas muertes guardaban entre sí alguna relación.

Los pensionistas estaban cada vez más aterrados y para demostrar la preocupación que el Gobierno sentía por el tema, el propio ministro del Interior, Pierre Joxe, acudió a visitar la escena del crimen cometido contra Paule Victor el mismo día en que se descubrió el cadáver. Pierre Touraine, director de la Policía Judicial, recibió el encargo de tomar algunas medidas de emergencia, y al día siguiente, el 13 de noviembre, envió al XVIIIº arrondissement un enorme despliegue de policías procedentes de varios departamentos distintos, incluida la Compagnie Republicaine Securité, dedicada a mantener el orden público. Además, dividieron el arrondissement en catorce secciones patrulladas cada una de ellas las 24 horas del día por 3 policías. Por otra parte, los agentes se encontraban disponibles para atender la solicitud de cualquier anciana que quisiera ir acompañada cuando tuviera que salir de casa por alguna razón.

El director de la Policía Judicial, no obstante, se veía obligado a admitir que por el momento no contaba con ninguna pista sobre la cual basar las investigaciones. En casa de algunas de las víctimas se había hallado un par de huellas dactilares, pero no pudieron identificarlas.

Después de considerar cuidadosamente la naturaleza de aquellos horribles asesinatos, los detectives estaban convencidos de que el asesino o asesinos no iban en busca de dinero. La sorprendente brutalidad de los ataques cometidos hacía pensar a los investigadores que sin duda el criminal se hallaba bajo la influencia de las drogas o bien mentalmente enfermo.

El miércoles 14 de noviembre se publicó en la portada del diario Le Parisien un retrato-robot del asesino, construido a partir de la descripción proporcionada por una anciana, víctima de una agresión, que estaba convencida de que su asaltante era el asesino del XVIIIº arrondissement. Aquel mismo día la policía detuvo a un hombre, Jean-Luc R, quien guardaba un notable parecido con el retrato-robot, cuando se estaba tomando un café tranquilamente; no opuso ninguna resistencia y lo condujeron a la comisaría para interrogarlo.

La policía tardó cuatro horas en darse cuenta de que el hombre en cuestión no tenía nada que ver con los crímenes. Así, Jean-Luc R fue puesto en libertad.

La atmósfera del XVIIIº arrondissement se estaba aproximando a la histeria colectiva, y la visita efectuada por Claude Estier, diputado de la circunscripción, no logró tranquilizar a los ciudadanos. La oposición criticó duramente al gobierno socialista, presidido por Laurent Fabius, y Roger Chinaud, concejal del distrito, llegó incluso a sugerir la creación de un servicio denominado «SOS Vieux» (SOS Ancianos) para ayudar a la gente de edad.

El viernes 16 de noviembre se organizó una concentración de ancianos en la junta municipal del XVIIIº arrondissement y se pidió a todos los pensionistas del distrito que acudieran a ella. El concejal Roger Chinaud comenzó leyendo ante una inquieta audiencia un mensaje personal del alcalde de París, Jacques Chirac. Llenaban el vestíbulo unas dos mil personas, las cuales, a pesar de los tranquilizadores discursos pronunciados para calmar la ansiedad, no consiguieron ser aplacadas. Sus protestas y solicitudes interrumpían el mitin constantemente. La abolición de la pena de muerte por asesinato fue muy debatida.

El concejal, en un intento de tranquilizar a la multitud, proporcionó un número de teléfono al que podían llamar en cualquier momento. Los pensionistas abandonaron la concentración ligeramente más calmados. El XVIIIº arrondissement contaba con cuarenta personas entre voluntarios y funcionarios del Ayuntamiento que se encargaban del «Allo Personnes Agées», un servicio telefónico que organizaba escoltas para todas las ancianas que desearan salir de sus casas con garantías.

Por entonces, el XVIIIº arrondissement sufría un auténtico estado de sitio. A la población de la zona le resultaba imposible ignorar a las fuerzas de orden público que patrullaban por las calles. Y, a pesar de todos sus esfuerzos, la policía aún no había obtenido ningún avance en sus investigaciones. Ante las crecientes presiones existentes para encontrar al asesino, procuraban, seguir la única pista con la que contaban y los especialistas trabajaban día y noche comparando las huellas dactilares halladas en el lugar de los crímenes con los millones de ellas de que disponían en los archivos, pero sin resultado. Su única esperanza era que alguien de los bajos fondos parisienses denunciara al asesino.

Los detectives rastreaban, todas las calles de París interrogando, observando y aguardando. No tenían la menor idea de a quién estaban buscando, pero esperaban que su continua presencia en la ciudad consiguiera poner nervioso al asesino haciendo que éste llamara de algún modo la atención o incluso induciéndole a confesar.

La policía de París, por su parte, se hallaba absolutamente desconcertada. El torrente de asesinatos se detuvo tan súbitamente como había empezado. Jamás se habían encontrado con un «asesino en serie» cuyos actos carecieran de un patrón definido y de un ritmo establecido. Lo que los investigadores no sabían es que el asesino se había dado cuenta de la presión policial y decidió abandonar París.

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Hijo de nadie

Thierry Paulin acababa de nacer cuando sus padres se separaron. Nadie parecía querer al muchacho; y aquel niño acabó convirtiéndose en un adolescente indomable, interesado únicamente en las fiestas, la ropa… y en los hombres.

Thierry Paulin nació el 28 de noviembre de 1963 en Fort-de-France, en la isla caribeña de La Martinica. Tan sólo dos días después de su nacimiento, su padre, Gaby, de raza blanca, aunque no dudó en reconocer al niño como suyo, abandonó a la familia.

La madre del niño era una joven nativa de color. Rose-Hélène, o Monette, como la conocían sus amigos, no tenía más que diecisiete años y, cuando el niño cumplió dieciocho meses, lo envió con su abuela paterna. Esta dirigía un restaurante y disponía de poco tiempo para atender a su nieto, quien pasó los primeros años de vida desprovisto de todo afecto familiar.

En 1973, Monette, con un nuevo marido y tres hijos más, acogió en su casa a Thierry, de diez años. Pero se trataba de un muchacho difícil y violento que, al cumplir los doce, amenazó a uno de sus maestros con un cuchillo de cocina.

El padrastro se cansó pronto del chico, así que Monette localizó al padre, Gaby, quien trabajaba por entonces en Toulouse (Francia). Este se ofreció a acoger al niño en su casa, y, una vez más, Thierry fue enviado lejos de su madre, esta vez a Francia.

Ahora el muchacho debía aprender a integrarse en una nueva familia, pues Gaby, a quien jamás había conocido, estaba casado y tenía dos hijos.

Enviaron al chico a una escuela donde se dedicó a aprender peluquería. Pero en realidad le interesaban mucho más las visitas a los bares y clubes nocturnos de homosexuales. Y las relaciones entre padre e hijo comenzaron a deteriorarse.

Para alivio de todos, en septiembre de 1980 Thierry se marchó a cumplir el servicio militar. El 14 de noviembre de 1982, estando de permiso, entró en un supermercado propiedad de una mujer de 75 años y después de amenazarla con un cuchillo de carnicero, huyó con los 1.400 francos que había en la caja registradora.

Pronto lograron localizarlo, pues la dueña del comercio lo identificó de inmediato, y Paulin pasó una semana en la cárcel de Saint-Michel. El joven declaró ante el juez que había robado el dinero para comprar varias prendas de ropa de las que se había encaprichado.

En cuanto el juez suspendió la sentencia, el ejército envió a Thierry a acabar su servicio militar en la Marina, donde lo consideraban un «marinero muy capacitado».

Entretanto, su madre, Monette, se había trasladado a Francia, a la ciudad de Nanterre. Al acabar el servicio, Thierry pasó con ella algún tiempo antes de establecerse en París; allí se integró rápidamente en la comunidad de homosexuales y consiguió un empleo en Paradis Latin, un club nocturno especializado en revistas de travestis.

Mientras trabajaba en el Paradis Latin, Paulin trabó amistad con Jean-Thierry Mathurin, un joven procedente de la Guayana. Ambos se sintieron inmediatamente atraídos el uno por el otro y soñaban con abrir entre los dos un cabaret.

Mientras tanto, Thierry aparecía de vez en cuando en un número de travestis de una revista montada en el club nocturno «Rocambole». Una noche Thierry invitó a su madre a ver el espectáculo. A la buena mujer le causó tal impresión ver a su hijo disfrazado de mujer que abandonó el local antes de que acabara la función.

Thierry y Jean-Thierry Mathurin decidieron entonces irse a vivir juntos y se trasladaron al hotel Laval, en París. Aquel fue el comienzo de un período lleno de extravagancias. La pareja se movía en taxi por todo París y acudía cada noche a un restaurante o a un club diferentes. Se les veía en todas las fiestas y lugares de moda.

Pero la buena vida se acabó pronto. En el otoño de 1984 Thierry le hizo una escena de celos a Jean-Thierry en el restaurante donde estaban cenando y se puso a destrozar vasos, sillas y mesas, gritando que lo iba a matar. Al momento, los habían expulsado del local.

Las cosas iban de mal peor para la pareja. No tenían trabajo y el dinero se les escapaba rápidamente de las manos. No sólo se vieron obligados a buscar un alojamiento más barato, sino que estaban comidos por las deudas. Así pues, Paulin no tuvo más remedio que buscarse la vida y para pagar facturas del hotel se dedicó a cometer pequeñas estafas, a robar tarjetas de crédito, talonarios y a traficar con drogas.

*****

Persiguiendo un sueño

Mientras las patrullas de la policía peinaban las calles de París, Thierry Paulin y su compañero, Jean-Thierry Mathurin, se hallaban a varios cientos de kilómetros. Los dos amigos salieron de la capital hacia Toulouse, donde vivía la familia de Paulin. Allí se instalaron con su padre, Gaby; y Thierry, de vuelta en casa, no perdió un momento en restablecer el contacto con los antiguos amigos de la zona.

En aquella ciudad de provincias el futuro parecía prometedor y no pasó mucho tiempo antes de que ambos jóvenes comenzaran a disfrutar de la vida nocturna de Toulouse, dejándose ver en los clubes de homosexuales y gastando importantes cantidades de dinero con gran ostentación.

Pero los años no habían ayudado a disipar el viejo antagonismo existente entre Thierry y su padre. Por el contrario, las peleas y el desagrado mutuo que sentían el uno hacia el otro iban en constante aumento. Esta atmósfera hostil no favorecía las relaciones entre Thierry y su amigo JeanThierry, quien pronto decidió regresar a París, mientras Thierry Paulin continuaba con su vida nocturna en los clubes y discotecas de Toulouse.

Thierry Paulin era homosexual y, además, un travesti que se había dejado arrastrar por el mundo del espectáculo; ahora, sin embargo, se le veía obsesionado por la idea de montar su propio número musical. Y allí, en Toulouse, se dispuso a hacer realidad su ambición. Empeñado en crearse una «imagen», se dejó ver en los lugares adecuados ofreciendo champán y cocaína a cuantos le rodeaban con la esperanza de encontrar entre ellos buenos contactos y amigos que le fueran útiles.

Paulin emprendió también un nuevo negocio, La Transforme Star, una agencia para revistas de travestis. No se sabe cómo obtuvo el dinero para montar dicha empresa, pero se trataba de un proyecto ambicioso, que demostraba hasta dónde estaba dispuesto a llegar con tal de lograr su sueño. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, el negocio se vino abajo. El joven decidió que, evidentemente, Toulouse no era lugar ideal para él y volvió a París, aferrado todavía a sus ansias adolescentes de alcanzar gloria y riquezas.

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Volver a matar

Había pasado un año desde el último «asesinato de una anciana», ocurrido el 12 de noviembre de 1984, y la policía de París seguía sin saber qué hacer. Durante todo ese tiempo nada había ayudado al equipo encargado de la investigación a encontrar el rastro del asesino.

Pero el 20 de diciembre de 1985 el hallazgo de una anciana de 91 años, Estelle Donjous, estrangulada en su casa del XIVº arrondissement, provocó una nueva sacudida en la capital. Menos de dos semanas después, el 4 de enero y en la misma zona, Andrée Ladam, de 77 años, seguía la misma suerte. A los cinco días, Yvonne Couronne, de 83, era sorprendida y asesinada en su piso de la rue Sarrette.

Los tres crímenes fueron cometidos en un radio de 800 metros alrededor de la iglesia de Alésia. Y en todos los casos se trataba del mismo escenario: alguien seguía a la víctima por la calle hasta su casa; luego, en cuanto se disponía a abrir la puerta, la empujaba dentro del apartamento, la atacaba, y o bien la asfixiaba o la estrangulaba.

El método era idéntico al utilizado un año antes por el asesino de las ancianas del XVIIIº arrondissement. Pero la policía no podía saber con certeza si se trataba de la misma persona. Ahora habían desaparecido todo el sadismo y la violencia gratuita de la primera serie de asesinatos. No existían señales de tortura; es más, estas muertes parecían ser el resultado de un rápido, aunque brutal, ataque. De cualquier modo, la sombra del «asesino de las ancianas» gravitaba sobre los recientes crímenes y para los pensionistas de París era más que evidente que el asesino se había limitado a cambiar de zona.

La situación empeoró a toda velocidad: en tan solo un día, el 12 de enero de 1986, fueron descubiertas dos mujeres más: Marjem Jurblum, de 81 años, en la rue Pelé (del XIº arrondissement) y Françoise Vendôme, una viuda de 83, que vivía en la rue de Charenton, en el XIIº. Ambas habían sido estranguladas. Tres días más tarde se encontraba el cadáver de Yvonne Schaiblé, de 77 años, en el Vº arrondissement.

La policía interrogó a más de sesenta sospechosos, muchos de ellos drogadictos, «camellos» o individuos con problemas mentales; pero no consiguieron dar en el blanco. Completamente descorazonados, los encargados de la investigación no sabían a qué recurrir: entre una y otra serie de asesinatos existían tantas diferencias como puntos en común. Y fue entonces, hacia finales de enero de 1986, cuando se produjo el primer golpe de suerte.

Así, se descubrió que las huellas dactilares tomadas en las escenas de los crímenes de 1984 eran idénticas a muchas de las halladas en los lugares de los asesinatos más recientes. Hora la policía podía estar segura de que al menos un hombre -puesto que no descartaban que hubiera algún cómplice- se hallaba presente en tres de los asaltos cometidos en 1984, en uno de 1985 y en tres de 1986.

Aquel descubrimiento cambió por completo el curso de la investigación. La policía disponía de tres elementos bien definidos: una serie de huellas dactilares, un móvil -el robo de dinero- y un modus operandi muy concreto. Aunque sabían que tanto la prensa como una población histérica aumentarían las presiones, estaban convencidos de acabar atrapando al culpable.

*****

El 31 de enero de 1986 Virginie Labrette, de 76 años, fue encontrada muerta en su apartamento del XIIº arrondissement. Una vez más la policía desplegó todas sus fuerzas e intensificó las batidas y redadas en los clubes nocturnos y en los bares de la ciudad.

El alcalde de París aconsejó de nuevo a todos los pensionistas que anduvieran por la calle acompañados de alguien y les ofreció la instalación gratuita de sistemas de seguridad en sus casas; pero a principios de febrero los crímenes parecían haberse detenido nuevamente, pues no apareció ningún cadáver más.

Durante todo este tiempo Thierry Paulin había estado trabajando como recadero para la empresa Frulatti, relacionada con el mundo del teatro y el espectáculo. Como Paulin declaró tener importantes contactos en ese ambiente, se le encargó ocuparse de los contratos de fotógrafos, modelos e ilustradores para la agencia. Pronto acabó convirtiéndose en el «chico de confianza» de la oficina y su jefe le enviaba incluso a cobrar deudas pendientes.

Frulatti la había creado un graduado de una escuela de comercio parisina, un joven emprendedor que tenía la intención de embarcar a la agencia en un proyecto que sería su ruina. En diciembre de 1985 Frulatti y otros tres estudiantes de la escuela de comercio decidieron promocionar su negocio con una fastuosa fiesta que anunciaron en todos los medios de comunicación.

Las dificultades de llevar a cabo el proyecto con éxito salieron a la luz desde el primer momento. A Paulin se le dio la misión de «vender» la velada a las distintas cadenas de televisión. También fue él quien se ocupó de localizar el lugar para celebrarla: una sala conocida como el «Cirque d’Hiver» situada en el XIº arrondissement. Bautizaron la fiesta con el nombre de «Un look d’Enfer» -«Una ojeada al infierno»- y la agencia Frulatti se dedicó a realizar las pruebas correspondientes a un buen número de cantantes, bailarines y mimos para que amenizaran la velada.

La noche del 24 de mayo de 1986 los asistentes a «Un look d’Enfer» abarrotaban la sala: se presentaron cerca de cuatro mil personas, pero tan sólo se habían vendido cuatrocientas cincuenta entradas. Los jóvenes empresarios habían enviado demasiadas invitaciones y, víctimas de su propia inexperiencia, no sacaron del asunto más que deudas. Frulatti estaba en la ruina y Thierry Paulin desapareció súbitamente del mapa.

*****

En el verano de 1986 París fue testigo del asesinato de otra anciana. El 14 de junio, de nuevo en el XVIº arrondissement, Ludmilla Liberman, una viuda norteamericana, fue sorprendida y asesinada por un agresor desconocido cuando se disponía a entrar en su casa. Desde 1984 ya se habían cometido dieciséis asesinatos.

Después pasaron dos meses sin que se produjera ningún crimen más. A la policía jamás se le hubiera ocurrido pensar que el hombre cuya pista seguían infructuosamente desde hacía dieciocho meses estaba entre rejas.

En agosto de 1986, Paulin, enfurecido al descubrir que una de las papelinas de cocaína que había comprado no contenía la cantidad prometida, se dirigió a casa de su proveedor, en Alfortville, y le dio una paliza. El «camello» salió tan malparado que acudió inmediatamente a la policía; ésta arrestó a Paulin, que fue sentenciado a dieciséis meses de prisión por «robo con violencia» y por delitos relacionados con las drogas. Por supuesto, antes de ser encarcelado se tomó una muestra de sus huellas dactilares.

Paulin estaba en la cárcel, sí, pero las posibilidades de que la policía le llegara a relacionar con el asesino de las ancianas eran prácticamente nulas. Los sistemas informáticos de que disponía la policía en aquella época eran bastante limitados: los oficiales de policía continuaban realizando ellos mismos la comparación de huellas dactilares, un trabajo largo y minucioso, puesto que disponían de unas 150.000 huellas que comparar. Es más: las huellas del «asesino de las ancianas» fueron cotejadas con las de los archivos de sospechosos registrados en París; y las de Paulin, arrestado en otro distrito y en otra ciudad, no se contaban entre éstas. Por otra parte, Paulin estaba acusado de un delito que nada tenía que ver con los asesinatos cometidos contra las ancianas. Así pues, la policía se encontraba tan lejos como siempre de atrapar al asesino.

Los agentes ya habían barrido todos los bajos fondos de la ciudad, interrogando a sus informadores habituales. Y esperaban que los delincuentes «del montón» que conocían, horrorizados por la brutalidad de los crímenes, acabaran destapando la identidad del asesino. Pero sus contactos con los delincuentes de la comunidad de inmigrantes negros de París eran bastante escasos; y aún más escasos los mantenidos con los homosexuales de color.

Los compañeros habituales de Paulin eran prácticamente todos ellos gente joven venida de otros países lejanos y poco civilizados. Extasiados ante la elegante y enorme capital que habían convertido en su hogar, estos jóvenes crearon un estilo de vida propio y absolutamente llamativo.

Lo único que les importaba a Paulin , y a sus amigos eran las drogas, el alcohol y la música; y la policía no los consideraba un grupo violento o peligroso.

Además, ni siquiera el más minucioso «perfil del delincuente» habría llegado jamás a relacionar los absurdos asesinatos de aquellas ancianas con un homosexual de color.

*****

De vuelta a la vida nocturna

Thierry Paulin había cumplido doce meses de los dieciséis de su sentencia cuando, en el verano de 1987, obtuvo la libertad. Inmediatamente retomó sus costumbres y reanudó sus contactos con la vida nocturna de París.

Thierry Paulin envidiaba a quienes conseguían atraer la atención de los demás. Fue este deseo de ser admirado lo que le condujo al mundo del espectáculo, así como a confiar en la apariencia externa de las cosas. Necesitaba deslumbrar a la gente, llevar ropas atractivas y estar rodeado de personas que le admiraran.

Pero era incapaz de comprender que el respeto ajeno hay que ganárselo. Pretendía obtener su propio número de cabaret, pero ni lo ensayaba ni se sometía a la disciplina necesaria para actuar en los escenarios.

Primero puso al día las direcciones de su agenda y comenzó a frecuentar los bares y clubes del barrio de Les Halles, apareciendo aquí y allá en medio de una ostentación aún mayor que la de antes. Se le veía a menudo en «Le Palace», un famoso club nocturno situado en la rue Montmartre. Siempre educado y encantador, gastaba dinero a manos llenas.

Paulin presumía delante de quien quisiera oírle de que estaba a punto de abrir una agencia de modelos. El portero del hotel du Cygne, donde Thierry se alojaba por aquella época, declararía más tarde que el joven alardeaba también de ser un cotizado disc-jockey. Nunca admitía estar en el paro, sino que se inventaba empleos que él mismo consideraba llamativos o «espectaculares». Por otra parte, de algún modo tenía que justificar el saludable estado de su cartera. El dinero se le escapaba de las manos como el agua: un dinero «ganado» gracias al robo de tarjetas de crédito y al tráfico de drogas.

La vida de Paulin carecía de rutina o de ataduras familiares. El muchacho procedente de la lejana Martinica era ahora ciudadano sofisticado, mundano y a la última moda. Apenas veía a su madre o a su hermanastras. Solamente acudió a Monette cuando necesitó dinero para sufragarse una operación de cirugía estética, y cuando ella se negó a dárselo, Paulin, viendo que sus planes de embellecerse se venían abajo, amenazó con matarla.

Pero bajo aquellos modales pacíficos mundanos, el joven Paulin estaba rodeado de obsesiones y ocultas ansiedades. Era incapaz de ahuyentar el sentimiento de inadaptación motivado por la soledad y rechazo sufrido durante su infancia. Y de vez en cuando aquellos sentimientos escondido afloraban sobre la suave y cortés capa de su existencia parisina.

Así, varios meses después de la muerte de Ludmilla Liberman, el «asesino de la ancianas» volvió a la carga. El 25 de noviembre de 1987 Rachel Cohen, de 79 años, fue asesinada en su casa de la rue du Cháteau d’Eau. Aquel mismo día, a unos 100 metros de allí, en la rue d’Alsace, el agresor dio por muerta a la señora Finalteri, de 87, a quien intentó ahogar con un colchón.

Dos días después Genéviève Germont, de 73, fue asfixiada y estrangulada en el número 22 de la rue Cail.

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La última fiesta

El fin de semana siguiente a estos crímenes Paulin celebraba su veinticuatro cumpleaños. La noche del sábado 28 de noviembre invitó a sus amigos a una suntuosa velada en el Tourtour, un establecimiento del barrio de Les Halles donde él mismo había trabajado como camarero en 1985. Reservó cincuenta plazas en el restaurante para todos sus compañeros de juerga, que recibieron una elegante invitación

El joven estaba encantado de presidir aquel deslumbrante acontecimiento, precisamente en el mismo lugar donde prestara sus servicios como camarero. Este trabajo le parecía a Paulin algo despreciable y aquella fiesta confirmaba lo mucho que había logrado ascender en la vida.

Thierry Paulin no descuidó ni un solo detalle: ataviado con un espléndido vestido de noche, se pavoneaba entre sus invitados de un lado para otro aprovechando cualquier ocasión para impresionar a los demás. A la velada acudió hasta su abogado, el señor Page, que se unió a aquella nocturna multitud compuesta de artistas de cabaret, travestis y drogadictos. Paulin había pagado la factura por adelantado y en efectivo. El sofisticado menú iba acompañado de champán, que corría abundantemente.

Al día siguiente, Paulin volvió a invitar a cenar a otras veinte personas, esta vez en un restaurante de Pigalle llamado Minou Tango. Y, a la noche siguiente, el lunes 30 de noviembre, salió nuevamente de casa, vestido con un abrigo gris al estilo Sherlock Holmes, y se dirigió al New Copa, un gran club nocturno africano situado en la rue Caumartin y frecuentado por diplomáticos negros destinados en París.

Mientras Thierry Paulin se dedicaba a ofrecer aquellas llamativas fiestas, financiadas a base de manejos ilegales que mantenía en secreto, y mientras deslumbraba a sus amigos con unos modales manifiestamente amanerados, la policía de París continuaba devanándose los sesos intentando localizar al desconocido asesino de las ancianas.

La semejanza existente entre los últimos crímenes y la serie de asesinatos iniciada en 1984 no había escapado a ojos de los investigadores, quienes además guardaban ahora un as en la manga: la señora Finalteri estaba viva. Después de recobrarse de la conmoción sufrida, proporcionó a la policía una detallada descripción del asaltante: se trataba de un mestizo de elevada estatura con el pelo teñido de rubio y un pendiente en una oreja. Inmediatamente distribuyeron su retrto-robot por todas las comisarías de París y sus alrededores.

El martes 1 de diciembre, el inspector Jacob, mientras daba un corto paseo por el Xº arrondissement desde la comisaría de Porte Sainte-Denis, se detenía de vez en cuando a charlar con los propietarios de las tiendas. En el bolsillo llevaba una copia del retrato-robot del sospechoso. De repente, entre chismorreo y chismorreo, Jacob descubrió a un mestizo de robusta constitución que pasaba por la calle. Valiéndose de su intuición tanto como de su experiencia, el policía interrumpió sus conversaciones para pedirle al joven sus documentos.

Se trataba ni más ni menos que de Thierry Paulin, quien parecía bastante seguro de no tener problema alguno con la ley y de poder salir airoso de la situación. Pero la fotografía de su carnet de identidad guardaba poco parecido con su aspecto actual y aquella diferencia despertó las sospechas del inspector.

Paulin fue conducido a la comisaría de Porte Sainte-Denis para un interrogatorio rutinario. Convencido de que sospechaban que estaba relacionado con las drogas, Thierry mostró a la policía sus brazos, en los que no se advertía huella alguna de pinchazos. E insistió en que le dejaran hablar con su abogado.

Entre tanto, el inspector Jacob había descubierto que el sospechoso contaba con un historial de delitos relacionados con las drogas, así que se puso en contacto con el jefe de la BRB (Brigade de Repression du Bandidisme) y con el de la Brigade Criminelle, a cargo de los archivos de identificación de delincuentes y de sus historiales. Las huellas dactilares de Paulin fueron cotejadas con las del asesino de las ancianas: eran exactamente iguales.

La policía de París empezó entonces una «garde á vue» de 48 horas en la Brigada Criminal del Quai des Orfévres. Paulin fue interrogado sin interrupción durante 43 horas, confesando más de veinte asesinatos; y relató embarulladamente los primeros crímenes y luego los siguientes, mezclando a menudo las fechas y los nombres de las víctimas.

A lo largo del interrogatorio el detenido no dio muestra alguna de remordimiento. Al parecer, era absolutamente incapaz de comprender la terrible gravedad de sus crímenes. Los policías que le escuchaban se quedaron atónitos al descubrir que para él la vida de un ser humano carecía por completo de valor.

Su comportamiento sería más tarde motivo de discusión en el cuerpo de policía y entre los criminólogos. El desconcierto de éstos no llegó a disiparse nunca: Paulin jamás dio una razón satisfactoria del porqué de sus crímenes. Pero no le importó explicar con detalle a la policía cómo «trabajaba»: elegía a una anciana que estuviera en la calle, la seguía hasta su casa y entablaba conversación con ella para demostrarle que era digno de confianza. Y, después de ganarse sus simpatías, la asesinaba.

Paulin dijo a la policía que no siempre había actuado solo y les dio el nombre de su cómplice: se trataba de Jean-Thierry Mathurin. Luego se ofreció gustoso a proporcionarles la dirección de su compañero, quien fue arrestado de inmediato.

Mathurin admitió haber tomado parte en los primeros asesinatos cometidos y, después de ser arrestados, ambos hombres pasaron a estar bajo custodia.

Sin embargo, aún no se había hecho justicia: una vez más, Thierry Paulin iba a escurrirse de entre sus manos de un modo que nadie había sido capaz de prever.

*****

Imprudente crueldad

Desde el mismo momento en que fue arrestado, Paulin actuó con una serenidad inquebrantable. Al contrario de lo que decían los reportajes de la prensa, no parecía en modo alguno una alimaña o una bestia. Tanto la policía como los políticos, desde el principio de la investigación, proclamaron a los cuatro vientos que Paulin estaba loco: quizás esperaban convencer a los ciudadanos de París de que se trataba de un monstruo; que nunca volvería a aparecer un asesino como él, y que las ancianas podían por respirar tranquilas.

Sin embargo, las razones que llevaron a Paulin a cometer aquellos horribles crímenes continuaban siendo un misterio. No era capaz de elaborar un razonamiento analítico para explicar los motivos. Y los psiquiatras se vieron obligados a sumergirse en su pasado para encontrar la clave de su comportamiento.

Sus primeros años de vida transcurrieron absolutamente desprovistos de afecto. Antes de llegar a la adolescencia se responsabilizaron de él tres personas distintas: primero su abuela, luego su madre y por último el padre.

Durante su periodo de formación el niño vivió con su abuela, lo cual pudo acarrear algunas consecuencias significativas en su comportamiento de adulto. La anciana no pasaba mucho tiempo con el muchacho, que creció en completa soledad. Y al cumplir los 10 años, la abuela se lo quitó de encima.

¿Quizá Paulin interpretó aquello como un rechazo? Tal vez era incapaz de apreciar que lo que hacían era devolverlo junto a su madre y consideró el traslado como otra muestra de la cruel negligencia de su abuela.

El muchacho, privado del adecuado cariño familiar, e incluso de cualquier otro cariño, no sentía hacia los mayores ningún afecto, y menos aún, respeto. Y, en lugar de integrarse en el mundo de los adultos de cuerdo con otros modelos dignos de su admiración, prefirió continuar siendo un niño travieso.

Durante los interrogatorios llevados a cabo por la policía, Paulin no demostró ningún interés por las víctimas. Sin duda, la falta de amor le había endurecido hasta el punto de ser incapaz de sentir piedad y se comportaba con la imprudente crueldad que suele aparecer más a menudo entre la gente joven. Paulin había aprendido a ignorar el sufrimiento, tanto si era él quien lo infligía como si se convertía en víctima del mismo. Y desdeñaba a todos aquellos que carecían de fuerza o belleza. «Yo ataco a los débiles», comentó a la policía.

Su constante preocupación consistía en llamar la atención de los demás. Dondequiera que estuviese, procuraba que nadie le ignorara, ni a él ni a su dinero. Para estar siempre rodeado de gente, representaba el papel de generoso, lo cual le procuraba un séquito inagotable de amigos y gorrones ganados a base de alcohol y la cocaína que les proporcionaba gratuitamente.

Ya en la cárcel, la principal actividad de Paulin se redujo a coleccionar todos los artículos de los periódicos que hablaban de él. Siempre narcisista, su aspecto personal continuó siendo su principal obsesión y siguió vistiéndose a la última moda, incluso cuando se le aisló por completo del resto de los presos.

Al caer enfermo, los distintos exámenes efectuados demostraron que sufría una serie de lesiones en el cerebro. Los especialistas fueron incapaces de determinar si éstas eran congénitas o bien habían aparecido a consecuencia de un accidente, del consumo de drogas o del SIDA. Pero desde un punto de vista legal existía la posibilidad de utilizar dichas lesiones como un alegato para disminuir su responsabilidad, pues tanto los conocimientos médicos como la ley reconocen que pueden ser causa de una alteración del comportamiento.

Como la información reunida durante los interrogatorios de la policía no se hará pública hasta dentro de muchos años, los motivos de los crímenes de Paulin sólo pueden dejarse a la especulación. Lo único seguro es que no asesinaba por dinero y que no era un drogadicto. Y que sus crímenes carecían de significado erótico. Thierry Paulin, el asesino de las ancianas, continúa siendo, pues, un enigma.

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Condenado a morir

Cuando el jueves 3 de diciembre el magistrado acusó a Thierry Paulin de «asesinato y robo con violencia», se nombró al juez Philipe Jeannin encargado de investigar el caso. Aunque el joven confesó haber cometido más de veinte asesinatos, el juez tan sólo le acusó de dieciocho y solicitó de la policía más información sobre las tres muertes restantes. Dicha decisión se debía a que las dieciocho víctimas por las que Paulin estaba acusado de asesinato habían sido todas ellas estranguladas o asfixiadas, mientras que las otras tres recibieron una paliza mortal.

El juez no limitó la investigación a los detalles de los crímenes, sino que se dedicó a estudiar minuciosamente las vidas de Paulin y de su cómplice. Pero no disponemos aún de sus conclusiones, pues todavía no se ha iniciado el juicio contra Mathurin.

A pesar de que Paulin y Mathurin fueron amigos íntimos, y a pesar de que -de acuerdo con la confesión del primero- juntos habían emprendido aquellas orgías criminales, ahora ambos se negaban a dirigirse la palabra. Mathurin ni siquiera nombraba a Paulin, a quien se refería como «el otro». Pero éste mantuvo en todo momento la calma y una constante sonrisa, aunque intentó hacer recaer la mayor parte de la culpa sobre su antiguo amigo.

Después del arresto, Thierry Paulin fue encarcelado en la prisión de Fleury-Mérogis. Las autoridades francesas estaban orgullosas de las modernas instalaciones, pero para el nuevo prisionero, el asesino de las ancianas, todo aquello resultaba indiferente. Nada más llegar a la cárcel le aislaron del resto de los presos ante el temor de que éstos le atacaran.

Pero el presunto asesino parecía ignorar por completo la gravedad de sus crímenes. Su preocupación dominante continuaba siendo su propia «imagen». Aunque le cortaron el pelo y le quitaron el pendiente para evitar que lo empleara como arma, seguía interesándose por ir bien vestido. Se las arregló para quedarse con dos maletas que contenían, entre otras cosas, varios pares de pantalones, un traje con una americana tipo «smoking», varias camisas blancas y algunas corbatas. Y, deseoso de no abandonar sus pulcras costumbres y de resultar «atractivo», en lugar de confiar sus prendas a la lavandería de la prisión le pidió a su madre que se encargara de ellas.

En Fleury-Mégoris, el acusado estaba considerado como un preso «de alto riesgo». Le asignaron varios guardias para que lo vigilaran constantemente y cuatro personas lo escoltaban durante el paseo diario por un patio, protegido con una tela metálica, desde el cual no podía entablar conversación con otros prisioneros.

Paulin había alcanzado por fin la fama, aunque los siniestros motivos de su celebridad no parecían perturbarle y continuaba comportándose como una estrella. Ahora aparecía en la prensa con cierta frecuencia y coleccionaba cuidadosamente cualquier artículo sobre su persona; incluso le pidió prestado algún dinero a su madre para comprar todos los periódicos y revistas. jamás se preocupó, por el contrario, de organizar su propia defensa.

Al principio, parecía bastante interesado en que lo trasladaran a Fresnes, donde había cumplido la última condena. Luego, a medida que pasaba el tiempo y se hacía más consciente de su situación, comenzó a reprocharle a su madre ser la causante de su desgraciada infancia; y por último volcó su odio contra sus amigos, los cuales -dijo le habían traicionado. Negaba todo cuanto la prensa decía acerca de él, ofendido de que pudieran pensar que se trataba de un monstruo; llegó a declarar que la gente era cruel con él y que algunos estaban decididos a destruirle porque podía hacer públicos ciertos detalles comprometedores sobre sus vidas. Querían quitárselo de en medio, decía Paulin, para mantener a salvo sus más oscuros secretos.

La vida del joven había transcurrido tristemente, pero ahora, una vez hecho prisionero y acusado de varios asesinatos, la familia se volcó con él. El 10 de diciembre 1987, la madre, Monette, visitó a su hijo Fleury-Mérogis. El encuentro se celebró en una sala en la que no existía separación entre el preso y la visita. Paulin, muy relajado, iba vestido con ropas normales, le preguntó a su madre si Sarah, su hermanastra, de veinte años, tenía intención de ir a verle. Dos días después la muchacha acudió a la cárcel en compañía de otra de las hermanastras, Michaela. Fue una reunión emocionante. El joven llegó incluso a prometer a su madre que rezaría y que procuraría obtener una Biblia.

Mientras la prensa centraba su atención en «el monstruo» y las autoridades ponían el máximo cuidado en vigilarlo, su cómplice, Jean-Thierry Mathurin, era conducido a la prisión de La Santé, donde no estaba aislado del resto de los presos, sino que compartía su celda con otro detenido. Dejó de preocuparse por el lujo y los cabarets, se dedicaba a leer cuentos infantiles y declaró que tenía intención de estudiar el bachillerato.

No se sabe por qué, pero Jean-Thierry Mathurin nunca fue tan famoso como Thierry Paulin, a pesar del infame papel desempeñado en los asesinatos. Quizá la prensa consideraba a Mathurin un individuo menos «llamativo» que el elegante Paulin; o quizás un cómplice no atrae la atención del público con la misma intensidad que un asesino que se ha autodeclarado culpable.

A los pocos meses de su detención, Thierry Paulin perdió todo su optimismo y hasta la preocupación por su aspecto. Además comenzó a mostrar signos de apatía y de cansancio. Al principio se le diagnosticó una depresión. Pero como se trataba de un homosexual, consumidor habitual de drogas, las autoridades de la prisión no podían ignorar la posibilidad de que el prisionero padeciera el SIDA.

Uno de sus amigos contó que recordaba una conversación telefónica entre Paulin y su madre en la cual aquél confesó que tenía el SIDA. Las autoridades sabían por los informes, que en 1976 el acusado había sido hospitalizado a causa de una toxoplasmosis cerebral, una enfermedad relativamente benigna, que sin embargo puede resultar de gravedad en un individuo seropositivo. Pero en aquella época el SIDA era prácticamente desconocido y a Paulin no se le practicó ningún tipo de prueba.

En 1988, no obstante, no cupo duda de que era víctima del SIDA y al año siguiente del arresto su estado empeoró rápidamente. El 10 de marzo de 1989 lo introdujeron en una tienda de oxígeno y le pusieron un gota a gota. Pronto entró en coma y, aunque no llegó a perder del todo la consciencia, era incapaz de comunicarse con quienes le rodeaban.

El preso fue trasladado al hospital Claude-Bernard, de París, dirigido por el profesor Vachon. Se le administraron antibióticos para combatir la tuberculosis y la meningitis contra las que sus escasas defensas no podían luchar. Pero las esperanzas eran nulas. Su sistema inmunitario ya no funcionaría mucho más tiempo y el cuerpo de Paulin se iba consumiendo lenta y trágicamente, como suele suceder con cualquier víctima del SIDA.

Al final de su enfermedad, Thierry Paulin, el hombre que había atemorizado a todo París y hecho famoso como el «asesino de las ancianas», fue conducido al hospital de la cárcel de Fresnes, donde deseara cumplir su sentencia. Murió la noche del 16 de abril de 1989: no tenia más que veintiséis años.

*****

¿Hubo un tercer hombre?

Durante la investigación de los asesinatos, los detectives hallaron varias huellas dactilares distintas. Muchas de ellas pertenecía a Thierry Paulin; otras, a Jean-Thierry Mathurin; y había algunas más que no correspondían a ninguno de los dos.

Existía otro aspecto desconcertante para la policía: la mayoría de las víctimas murieron asfixiadas o estranguladas, pero a tres de ellas las asesinaron a navajazos, lo cual suponía una clara diferencia respecto a los «habituales» métodos de Paulin.

Los detectives también estaban convencidos de que en los crímenes intervinieron solamente dos o tres personas. Las víctimas presentaban unas lesiones tan brutales que lo más probable era que las hubiera golpeado más de un individuo. Sin embargo, ni Paulin ni Mathurin hablaron nunca de un «tercer hombre».

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Conclusiones

En 1991 el expediente de Paulin se halla temporalmente archivado. Jean-Thierry Mathurin, acusado de asesinato y encarcelado después de la confesión de su amigo, está a la espera de ser juzgado. Los detalles de la investigación sólo pueden hacerse públicos cuando se inicie el juicio.

El abogado defensor de Mathurin, Michelle Arnold, intentará si es que el tribunal accede a ello, relacionar ambos casos. Sea cual sea la decisión tomada, la sombra de Thierry no dejará de planear sobre el juicio de su antiguo amigo.

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Fechas clave

  • 05-10-84 – Ataque no mortal contra Germaine Petitot, de 91 años, en el XVIIIº arrondissement; seguido por el hallazgo del cadáver de Anna Barbier-Ponthus en el IXº.
  • 09-10-84 – Se descubre el cadáver de Suzanne Foucault, muerta dos días antes.
  • 05-11-84 – Hallazgo del cadáver de Iona Seiaresco.
  • 07-11-84 – Encuentran muerta a Alice Benaim.
  • 08-11-84 – Descubren a Marie Choy; llevaba muerta tres días.
  • 09-11-84 – Hallazgo del cadáver de María Mico-Díaz.
  • 12-11-84 – Encuentran muerta a Paule Victor y a Jeanne Laurent; al parecer, fueron asesinadas una semana antes.
  • 13-11-84 – La policía toma medidas de emergencia y miles de hombres vigilan constantemente la ciudad.
  • 14-11-84 – Arresto de un hombre a partir del retrato-robot aparecido en Le Parisien; era inocente.
  • 16-11-84 – Concentración de pensionistas en el Ayuntamiento. Se introducen nuevas medidas de seguridad tales como el teléfono de socorro.
  • 11-84 – Paulin y Mathurin salen de París en dirección a Toulouse.
  • 12-85 – Paulin regresa a París.
  • 20-12-85 – Hallazgo del cadáver de Estelle Donjous.
  • 04-01-86 – Encuentran el cuerpo de Andrée Ladam.
  • 12-01-86 – Descubren los cadáveres de Marjet Jurblum y Françoise Vendôme.
  • 15-01-86 – Hallazgo del cadáver de Yvonne Schaiblé.
  • 31-01-86 – Descubren el cuerpo de Virginie Labrette.
  • 14-06-86 – Hallan el cuerpo de Ludmilla Liberman, una viuda norteamericana.
  • 09-87 – Paulin sale de la cárcel.
  • 25-11-87 – Encuentran el cadáver de Rachel Cohen. Ataque contra la señora Finalteri, a quien el agresor da por muerta.
  • 27-11-87 – Hallazgo del cuerpo de Genéviève Germont.
  • 28-11-87 – Paulin celebra su cumpleaños.
  • 01-12-87 – La policía detiene a Paulin en el Quai des Orfèvres.
  • 03-12-87 – Se le acusa de asesinato y robo con violencia; encerrado en la prisión de Fleury-Mérogis.
  • 10-12-87 – Monette, madre de Paulin, visita por primera vez a su hijo.
  • 10-03-89 – Paulin es trasladado a un hospital, donde entra en coma.
  • 16-04-89 – Muerte de Paulin, víctima del SIDA.

Thierry Paulin & Jean-Thierry Mathurin

Última actualización: 16 de marzo de 2015

Conocido como «el asesino de ancianas» y «el monstruo de Montmatre», estos dos hombre aterrorizaron a las ancianas parisinas en el distrito de Montmatre desde 1984 a 1987. Paulin, nativo de Guyana, fue un travestí negro y drogata con el pelo teñido de rubio platino. Su chico-juguete, Mathiurin, camarero de la isla caribeña de Martinica, fue acusado también como cómplice en 9 de los 21 sádicos asesinatos cometidos por el travestí asesino.

La primera víctima fue Anna Barbier-Ponthus de 83 años. La encontraron atada, amordazada y golpeada hasta la muerte el 5 de Octubre de 1984, los bomberos descubrieron el cuerpo de Suzanne Foucault de 89 años, atado y con una bolsa de plástico cubriendo su cabeza. El 5 de Noviembre Iona Sigaresco de 71 años fue encontrada atada con un cable eléctrico y golpeada hasta la muerte en su piso en el Boulevard de Clichy.

Confirmadas las sospechas de la policía de que el asesino en serie se estaba cebando con las ancianas en el distrito de Montmatre, el 7 de Noviembre Alice Benaïm de 84 fue encontrada muerta en su apartamento. Al día siguiente Marie Choy de 80 fue encontrada muerta cerca de su puerta. La golpearon con un cable de acero y fue forzada a beber sosa cáustica antes de que la golpearan hasta la muerte. Al día siguiente, María Mico-Diaz de 75 apareció atada, amordazada y casi cortada en dos por 60 puñaladas.

La similitud de todos los casos fue rápidamente determinada por la policía. Todas las víctimas eran ancianas de entre 60 y 95 años, que vivían en el barrio de Montmatre. En todos los casos, fueron atacadas en el momento que abrieron la puerta al volver del mercado. Dentro de los apartamentos, torturaban a las mujeres, las ataban con cable eléctrico, las amordazaban y las golpeaban, estrangulaban, apuñalaban o asfixiaban hasta su muerte. El apartamento era el entonces saqueado en busca de dinero y otros objetos de valor.

La frenética policía parisina, abrumada por las críticas del público y por los aterrorizados ciudadanos, se pusieron a arrestar a todo el mundo, detuvieron a 60 yonkies y a variados pervertidos esperando romper el caso. En ese momento Paulin y Mathurin dejaron París y se fueron a Toulosse donde se colgaron en clubs gays, se hicieron toneladas de coca y acabaron separándose después de una pelea.

De vuelta a París, Paulin atacó y golpeó severamente a su camello de drogas que trató de estafarle. El hombre llamó a los polis, se llevaron a Paulin arrestado y fue condenado a 16 meses en la cárcel. A pesar de que las autoridades tenían muchas descripciones de Paulin en varias escenas de los crímenes, no fueron capaces de unirle con la cuerda de muertes que asolaban y aterrorizaban Montmatre.

En 1987 le liberaron por buen comportamiento y volvió a las calles comerciando con drogas. Con anticipación a la moda de Dennis Rodman, comenzó a llevar pendientes de aro en las orejas y tiñó su pelo de rubio platino. Nunca contento, en Noviembre comenzó a matar ancianas de nuevo a su usual ritmo a mata caballo. El fin de semana de su 24 cumpleaños mató a tres ancianas. Otra mujer a la que dejó por muerta, dio la descripción de su asaltante a la policía.

Obviamente, un hombre negro con el pelo rubio platino y pendientes en las orejas no era fácil de encontrar. El 1 de Diciembre un policía le reconoció en la calle y le arrestó. Una vez detenido Paulin sintió pánico y se chivo de su viejo compadre Jean Thierry Mathurin como su cómplice.

Mientras estaba en la cárcel Fleury-Mérogis, Paulin se sintió como una estrella. Recogía todos los periódicos que hablaban de él y se los enseñaba orgulloso a todos los demás presos. Paulin se enteró de que tenía sida desde 1985. El 10 de Marzo de 1989 su salud empeoró. Murió la noche del 16 de Abril de complicaciones concernientes al sida. Su juicio nunca se acabó así que nunca le declararon culpable de los crímenes que cometió. Sin embargo, no existe ningún tipo de duda en la mente de las autoridades francesas de que él era el «monstruo de Montmatre».


Thierry Paulin

Pilar Abeijón

El 5 de octubre de 1984 dos hombres atacaban a una anciana de 91 años robándole todos sus ahorros tras atarla, amordazarla y golpearla. Cuando la encontraron, su estado de nervios era tal que fue incapaz de proporcionar una descripción de los agresores.

Ese mismo día otra anciana de 83 años era atacada en un distrito vecino, pero la mujer no contó con tanta suerte como la anterior, pues la atacaron golpeándola fuertemente y la asfixiaron posteriormente con una almohada y le robaron la pequeña cantidad de 200 francos (unas 5000 pesetas). El cadáver, atado con la cuerda de una cortina fue hallado poco después.

Cuatro semanas más tarde fue hallada otra mujer, esta vez de 89 años, asfixiada con una bolsa de plástico y a la que le faltaban unos 500 francos y un reloj valorado en 300.

A partir de ahí los crímenes se volvieron más violentos y de una crueldad extrema. La siguiente víctima fue una maestra jubilada de 71 años, quien tras ser amordazada y maniatada con un cable, fue golpeada con tal fuerza que tenía la nariz y la mandíbula rotas. También habían utilizado una bufanda para estrangularla. La autopsia revelaría posteriormente que la mayoría de los huesos de la parte derecha del cuerpo se hallaban destrozados. El asesino se llevó unos 10.000 francos.

También la siguiente, asesinada dos días después, se encontró un nuevo cadáver muy mal parado. Otra mujer, de 84 años, había recibido varios golpes en el rostro, luego le dieron una mortal paliza y la torturaron hasta la muerte. Tenía la boca y la garganta abrasadas por ácido; la habían obligado a ingerir sosa cáustica, quizás para que confesara dónde guardaba el dinero. Se calcula que el botín fue de unos 500 francos.

Así se continuaron los crímenes en días sucesivos hasta alcanzar la terrible cantidad de ocho mujeres brutalmente golpeadas y asesinadas en tan sólo cinco semanas.

La policía apenas podía realizar la inspección ocular de un lugar de un crimen cuando ya se hallaba otro distinto.

El robo de dinero parecía ser el único móvil de aquellos crímenes brutales, pero las cantidades eran tan ridículas, que la policía pronto desechó la idea. Cuando la policía parisina intentó trazar un perfil del asesino de ancianas les resultó muy complicado, pues aquellos crímenes no encajaban en ningún modelo conocido. El asesino no tenía móvil sexual, pero sí era desconcertante el sadismo y la brutalidad de los crímenes.

Los investigadores enseguida dedujeron que se trataba de una persona sin empleo fijo, debido a las horas en que se cometieron los asesinatos, y que éste tenía una buena presencia física o que era una persona «encantadora» a primera vista, pues nunca se hallaron cerraduras forzadas ni puertas golpeadas. Por las heridas de las víctimas, también pensaron que se trataba de alguien joven y robusto, pero todo eso no era suficiente para atrapar con rapidez al asesino reincidente.

Los asesinatos de las ancianas se convirtieron en el tema de conversación principal de todo París y provocaron las protestas y manifestaciones de la población en contra de los delitos violentos. Poco a poco el pánico comenzó a extenderse por la ciudad y se tomaron medidas de emergencia como un espectacular despliegue de policías procedentes de varios departamentos distintos en las zonas donde el asesino acostumbraba frecuentar, teléfonos de socorro por si alguien veía algo extraño, asesoramiento destinado a las personas mayores, etc.

En el verano de 1986, dos años después de su comienzo, el asesino había acabado con la vida de dieciséis ancianas, hasta que pasó un período de tiempo sin que se cometiese ningún crimen de ese tipo en la zona. Los agentes no podían llegar a sospechar siquiera que el asesino en serie tan temido se encontraba por aquel entonces entre rejas detenido por venta de cocaína… ese hombre se llamaba Thierry Paulin.

Había nacido el 28 de noviembre de 1963 en la isla caribeña de La Martinica, y al poco tiempo de su nacimiento su padre abandona la familia. Su madre, de 17 años lo envió con su abuela quien dirigía un restaurante y no tenía tiempo para atender a su nieto, pasando los primeros años de su vida desprovisto de todo afecto familiar, convirtiéndose en un muchacho difícil y violento.

Unos años después su madre se casa con otro hombre y tiene tres hijos con él, pero el hombre pronto se cansa del carácter de Thierry y lo envía a Francia con su verdadero padre, lejos de la familia.

Pero este también estaba casado y con dos hijos, por lo que tubo que aprender a integrarse en una nueva familia, sin tan siquiera conocer a ese señor que decía ser su padre.

A los 18 años, cuando se encontraba haciendo el servicio militar, entró en un supermercado y después de amenazar a la propietaria con un cuchillo de carnicero huyó con todo el dinero de la caja. La mujer logró identificarlo una vez Thierry fue preso y se pasó una semana en la cárcel.

Al acabar el servicio militar, Paulin se instaló en París, integrándose rápidamente a la comunidad de homosexuales y consiguió un empleo en un club nocturno especializado en shows travestíes. Allí conoció a su primer compañero sentimental Jean Mathurin.

En ese local hacía a veces sus propias actuaciones travestíes, e incluso invitó a su madre a ver el espectáculo, quien se fue antes de que acabase impresionada de ver a su hijo con ropas de mujer rechazando su homosexualidad.

Mientras tanto Thierry y su novio decidieron irse a vivir juntos y se instalaron en un hotel. En aquella época la pareja vivía con todos los lujos posibles, comían en caros restaurantes y se dejaban ver en todas las fiestas y clubes de moda. Pero el dinero se les acabó pronto y la buena vida con él, entonces comenzaron las crisis de pareja, las escenas de celos, las discusiones. Se vieron obligados a buscar un alojamiento más barato y estaban hasta arriba de deudas, así que Paulin se vio forzado a cometer pequeñas estafas, a traficar con drogas y a robar tarjetas de crédito para buscarse la vida y pagar sus numerosas deudas acumuladas.

En París vivía de noche en clubes donde a nadie le extrañaba su comportamiento, y allí podía asesinar una y otra vez sin despertar la curiosidad de nadie.

Su predilección por las mujeres mayores nunca fue explicada. Tal vez su niñez estuvo poblada de ancianas que no cesaban de juzgarlo y corregirlo, y quiso liberar a París de aquellas odiosas mujeres.

Su constante preocupación era el llamar la atención de los demás, estar siempre rodeado de gente e invitarlos a sus fiestas, lo que le proporcionaba gran cantidad de amigos de conveniencia ganados a base de comprarlos con alcohol y cocaína. De hecho, una vez en la cárcel, Paulin se dedicaba a recortar los recortes de prensa que salían hablando de él. Siempre narcisista, su aspecto físico continuó siendo su gran obsesión.

Antes de ser encarcelado se la habían tomado unas muestras de sus huellas dactilares, pero por aquel entonces los sistemas informáticos que disponía la policía eran bastante limitados por lo que eran los mismos agentes los que realizaban la dura y larga tarea de comparar todas las huellas digitales. Para empeorar las cosas, Paulin había sido arrestado no en París sino en otro distrito, y las huellas las habían guardado en otros archivos. Además, el delito por el que había sido inculpado no estaba cotejado en los mismos archivos que las de los delitos de agresión u homicidio… por el momento ninguna prueba lo inculpaba, y nadie podía imaginar que ese hombre era el asesino de las dieciséis mujeres.

Cuando Paulin obtuvo la libertad tras estar doce meses entre rejas por venta de drogas, reanudó su vida y sus viejas costumbres. Una de ellas, fue la de seguir asesinando, mientras, la policía de París seguía investigando los crímenes.

Pero esta vez, los agentes contaban con un as en la manga: la primera víctima de Paulin, la señora de 91 años a la que había atacado para robarle sus ahorros se había ido recuperando del trauma y tres años después les proporcionó una detallada descripción del agresor.

Inmediatamente se distribuyó su retrato robot por todas las comisarías de París y sus alrededores y al poco tiempo Paulin era identificado y detenido.

Tras comprobar que sus huellas correspondían con las tomadas en los lugares de los crímenes, fue interrogado sin interrupción durante 43 horas seguidas por la Brigada Criminal, y terminó confesándose autor de más de 20 crímenes.

Lo que dejó atónitos a los policías, era la indiferencia con la que Paulin describía los mismos, absolutamente incapaz de comprender la terrible gravedad de lo que había hecho. Para él, la vida de un ser humano carecía por completo de valor.

Las razones que llevaron a Paulin a cometer aquellos crímenes continúan siendo un misterio, por lo que los psiquiatras tuvieron que hacer un retroceso a su infancia para tratar de ver más claro.

En realidad jamás tuvo un hogar, ni una familia que le quisiese y se preocupase por él. Antes de llegar a la adolescencia ya lo habían custodiado tres personas, su abuela su madre y luego su padre, pero todos se lo fueron quitando de encima poco a poco, lo que Paulin interpretó como un rechazo. Por otra parte, su inclinación homosexual había despertado un desprecio general en su entorno. Privado de todo cariño, no sentía hacia los mayores ningún respeto. Se negaba a ser como todos los adultos que conocía, pues eran indignos de su confianza y respeto, y continuó siendo un niño reservado, desafiante y violento. La falta de amor le había endurecido hasta el punto de ignorar el sufrimiento, tanto si él era víctima o agresor, no tenía piedad. Lo demuestra sus posteriores declaraciones a la policía: «Yo sólo ataco a los débiles».

Acabó confesando que no siempre actuaba solo y que su amante Jean Mathurin había tomado parte en los primeros crímenes.

Finalmente, en el juicio se le acusó por asesinato y robo con violencia en dieciocho ocasiones. Mientras cumplía condena, el 16 de abril de 1989 fallecía en su celda de SIDA cuando sólo contaba con veintiséis años.

 


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