El caso de Sir Harry Oakes

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Sir Harry Oakes
  • Clasificación: Crimen sin resolver
  • Características: El brutal asesinato de sir Harry Oakes conmovió profundamente al duque de Windsor, por entonces gobernador de las Bahamas, quien inició las primeras investigaciones por su cuenta
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 8 de julio de 1943
  • Fecha de nacimiento: 23 de diciembre de 1874
  • Perfil de la víctima: Sir Harry Oakes, un adinerado empresario estadounidense
  • Método del crimen: Golpes con un objeto desconocido
  • Lugar: Westbourne, Las Bahamas
  • Estado: Su yerno, el conde Alfred de Marigny, fue absuelto por un jurado el 14 de noviembre de 1943
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Sir Harry Oakes – El misterioso asesinato de un magnate de las Bahamas

Última actualización: 22 de marzo de 2015

En 1943 encontraron el cadáver de un aristócrata millonario, sir Harry Oakes, en su mansión de las Bahamas. Su yerno fue acusado de asesinato y posteriormente absuelto. Había en este caso pruebas evidentes de negligencia de la policía y de un extraño complot que involucraba al duque de Windsor. Desde entonces, se ha hecho a la Mafia responsable del asesinato, pero el caso, al menos oficialmente, continúa sin estar resuelto.

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EL DESCUBRIMIENTO – El asesinato del baronet

El brutal asesinato de sir Harry Oakes conmovió profundamente al duque de Windsor, por entonces gobernador de las Bahamas, quien inició las primeras investigaciones por su cuenta. Lo que sigue a continuación constituye uno de los episodios más oscuros de su polémica carrera.

Por la noche había estallado la tormenta, pero a la mañana siguiente el sol comenzaba a iluminar el cielo del Caribe, cuando unos golpes en la puerta de su dormitorio despertaron a los duques de Windsor.

El duque abrió la puerta enfundado en su bata blanca. Su caballerizo, el mayor Gray Phillips, le susurró unas palabras al oído. Minutos antes -a las 7 de la mañana del jueves 8 de julio de 1943- sir Harry Oakes, un baronet que había hecho fortuna con las minas de oro, apareció muerto en la cama de la mansión que ocupaba frente al océano. Sir Harry fue apaleado hasta morir, y después el asesino prendió fuego a su cadáver.

Habían transcurrido ya seis años desde que el rey Eduardo VIII provocara una crisis constitucional y conmocionara a todos los británicos con su decisión de abdicar del trono a fin de poder casarse con Wallis Simpson, una americana dos veces divorciada. Posteriormente, se convirtió en gobernador de las Bahamas, y sir Harry era el residente más importante de la isla. El que fuera rey y el propietario de las minas de oro eran amigos íntimos; jugaban juntos al golf y precisamente esa misma tarde había estado en el club Nassau Country.

Incluso teniendo en cuenta la naturaleza personal de su relación, lo que hizo el duque al enterarse de la noticia del asesinato fue sorprendente. Primero, canceló todas sus citas y anunció que participaría personalmente en las investigaciones. Luego, hizo uso de sus prerrogativas para evitar que se publicara cualquier noticia sobre el suceso. Pero ya era demasiado tarde.

El cadáver de sir Harry fue descubierto por uno de sus invitados, que dio la voz de alarma. Se trataba de Harold Christie, el agente inmobiliario más importante de las Bahamas, y amigo de sir Harry, que era su principal y mejor cliente. Christie confirmó el asesinato cuando el editor del periódico Nassau, Etienne Dupuch, llamó para concertar una entrevista con sir Harry para ese mismo día, y éste inmediatamente envió un cable a la agencia Associated Press de Miami, a 90 kilómetros del estrecho de Florida.

La noticia llegó a todos los rincones de la Tierra. En plena Guerra Mundial, 160.000 tropas aliadas se preparaban para invadir Sicilia en el desembarco más grande jamás llevado a cabo. Sin embargo, ésta era una noticia más atractiva para el público, y los reporteros se pusieron en camino hacia Nassau. El inútil intento del duque por mantenerlo en secreto, obligando a los periodistas a abandonar la isla en 48 horas, sólo contribuyó a aumentar la intriga y la especulación sobre el caso.

Harold Christie había omitido decir dónde se encontraba cuando dio la voz de alarma. Sir Harry tenía media docena de propiedades en la isla de New Providence. Pero finalmente la policía lo encontró: el cadáver de sir Harry Oakes se hallaba en Westbourne, una mansión de dos pisos que poseía el magnate.

Se trataba de un caso claro de asesinato. Habían rociado el cadáver con combustible y luego le habían prendido fuego. También estaban quemados el colchón, las alfombras, las cortinas, una escalera y una habitación del piso de abajo. El asesino o asesinos colocaron un ventilador a los pies de la cama probablemente con la intención de expandir las llamas. Finalmente rasgaron la almohada y esparcieron las plumas sobre el cadáver.

Era evidente que no se trataba de un accidente, por mucho que hubieran querido deshacerse de las pruebas prendiendo fuego a la casa. El combustible había ardido como la pólvora, pero el fuego terminó por extinguirse, probablemente debido a los fríos vientos y a la fuerte tormenta de esa noche, ya que sir Harry siempre dormía con las ventanas abiertas. Y había pistas por todas partes.

El cadáver estaba parcialmente quemado, y su cara, cubierta de hollín, conservaba una expresión desafiante.

Detrás de la oreja izquierda presentaba una herida, en forma de un cuadrado perfecto, hecha con un instrumento punzante. El cadáver estaba tumbado boca arriba sobre la cama, y la sangre coagulada le cubría el rostro. Esta era la prueba concluyente de que sir Harry no fue asesinado mientras dormía sino que le depositaron en la cama posteriormente.

Todo parecía indicar que los asesinos habían actuado con mucha prisa. En una de las paredes se distinguía perfectamente la huella ensangrentada de una mano pequeña y rechoncha. Cerca de la cama encontraron una agenda de teléfonos salpicada de sangre.

También había sangre y huellas en una de las lámparas, cuya pantalla se había quemado. El colchón había ardido por completo, pero, inexplicablemente, debajo del cuerpo había humedad. También encontraron un ejemplar del Miami Herald. Las escaleras estaban cubiertas de barro y arena y en ellas encontraron huellas de pisada de varios hombres.

Harold Christie, aún en pijama, sostenía en sus manos una toalla manchada de sangre. Explicó que había intentado reanimar a sir Harry. No parecía haber nadie más en la casa ni en el estrecho sendero que conducía a una playa privada. Christie recordó algunas cosas de la noche anterior, pero no pudo recordarlo todo. Dijo que había pasado muy mala noche. Se despertó antes de que llegaran los sirvientes, salió a la terraza y luego se dirigió a la habitación de su amigo. Aunque se encontraron huellas de sangre en las puertas de la habitación de Christie que daban al hall y a la terraza, negó saber algo acerca del asesinato.

En la sede del Gobierno, el duque se hallaba sumido en un estado de agitación e inseguridad. Durante las tres horas siguientes hizo varias llamadas de teléfono al comisario Erskine-Lindop de la policía de las Bahamas, y mantuvo una larga conversación telefónica con Christie. Luego tomó una extraña resolución.

A las 10, 50 de la mañana telefoneó al jefe de la policía de Miami, y le pidió que le cediera a dos de sus agentes «para aclarar la muerte de un importante ciudadano». Al jefe de policía le dio a entender que se trataba de un suicidio.

Los dos hombres solicitados por el duque eran los capitanes Edward Melchen y Barker. Melchen había sido su guardaespaldas durante sus visitas a Miami, pero no hay constancia de que conociera también a Barker. El duque habló personalmente con el primero e insistió para que ambos tomaran el avión esa misma noche. Él se encargaría de que no hubiera ningún problema para ello.

A las dos de la tarde, los policías de Miami llegaron a Westbourne y examinaron el cadáver que yacía sobre la cama, mientras que una multitud de curiosos se agolpaba en el jardín de la casa. La gente allí congregada y la policía de las Bahamas saludaron respetuosamente cuando el duque llegó al volante de su Buick y se apeó para inspeccionar el escenario del crimen.

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La isla bucanero

El asesinato era un oficio antiguo en Nassau, capital de las Bahamas, un lugar frecuentado por granujas desde tiempo inmemorial. Estratégicamente situada en la isla de New Providence, en medio de una trampa de corales que vigila el acceso al Caribe, el puerto empezó siendo la guarida de «Barbanegra» y otros piratas que abordaban los galeones españoles cargados de tesoros.

Una vez que los piratas atacaban los barcos, los nativos los atraían hacia los numerosos arrecifes y los saqueaban. Su prosperidad dependía de las guerras -la guerra de la independencia americana, las guerras napoleónicas y la guerra civil americana fueron buenos tiempos para la isla-. La última fue especialmente lucrativa, pues Nassau servía como base para el aprovisionamiento de barcos que burlaban el bloqueo del Norte al Sur sitiado. A estos acontecimientos le siguió una depresión de sesenta años, pero la fortuna volvió a sonreír a las islas durante la Prohibición, cuando los contrabandistas de bebidas alcohólicas de Nassau suministraban whisky, ginebra y ron a toda la costa Oeste americana, obteniendo así sustanciosas ganancias.

En 1933, cuando se puso fin a la Ley Seca en EE.UU., las gentes de Nassau necesitaron otra fuente de ingresos, y la encontraron en la difícil situación de los millonarios que tenían que pagar impuestos cada vez más elevados. Convirtieron la isla en un «paraíso fiscal».

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Los chicos de Bay Street

Un grupo de codiciosos blancos conocidos como «los chicos de Bay Street» eran tan populares en las Bahamas como en su tiempo lo fueron los piratas. Se congregaban en Bay Street, en Nassau, controlaban todo el dinero a través del dominio implacable que ejercían en la Asamblea, el parlamento local.

Como estos comerciantes ganaban la mayor parte de su dinero como importadores, y la Asamblea conseguía sus ingresos a través de los impuestos que recaían sobre estas importaciones, intentaban que la agricultura y la industria local no se desarrollasen, bloqueando todos los esfuerzos que se hacían para mejorar la suerte de la mayoritaria población negra.

Así, la comida en las Bahamas era cara, mientras que el trabajo, el champán, el whisky escocés y el ron eran baratos. A todo este panorama había que añadir la llegada masiva de millonarios que en los años treinta buscaron astro en las islas para no pagar impuestos.

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El sobornador

Harold Christie era el máximo y mejor representante de «los chicos de Bay Street» (una excepción en cuanto a su interés por los demás). Encarnaba el símbolo de las Bahamas y su oficina constituía el centro de toda la actividad de la isla. En ella la gente le consultaba sus problemas y se hacían tratos comerciales. Su red de información era única; en cada isla habla un «hombre de Christie».

A primera vista tenía una apariencia normal: cuarenta y siete años, soltero, menudo, con escaso pelo, mirada esquiva y una sonrisa muy atractiva. Todo el mundo sabía que era un fumador empedernido que adoraba a su madre y llenaba las mesas con sus fotografías.

Fue él el primero en darse cuenta del potencial económico de las playas y del clima de las islas y tuvo el empuje necesario para sacar provecho de estos recursos naturales.

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Una isla paradisíaca

La vida en las Bahamas durante la Segunda Guerra Mundial era una constante fiesta en la que se intentaba por todos los medios que la diversión sustituyera al aburrimiento.

En julio de 1943 Nassau era un remanso tropical sumido en el húmedo verano de las Bahamas, solamente agitado por una guerra distante y la intrigante presencia de un Gobernador real.

Los americanos ricos que pasaban aquí el invierno habían regresado ya a climas más fríos, pero su ausencia se veía compensada con los ingleses acaudalados que venían huyendo de los bombardeos, el personal de las fuerzas armadas y de las unidades aéreas de los bombarderos que, llegados desde los EE.UU., estaban de paso hacia el norte de África y Europa.

Nassau contaba con una población de 10.000 habitantes, y apenas se tardaban diez minutos en recorrerla de punta a punta, por lo que nadie podía evitar encontrarse con todo el mundo varias veces al día en la estrecha y populosa Bay Street.

Aquí se alineaban tiendas exóticas y curiosas tabernas, bajo la vigilancia de los llamados «chicos de Bay Street». De esta calle salían numerosas y estrechas callejuelas que olían a cloaca.

De día, chóferes negros vestidos con almidonados uniformes blancos esperaban junto al coche, mientras los militares y las mujeres paseaban por la comercial calle. En las terrazas de los hoteles las mujeres de los militares saboreaban cócteles mientras esperaban el fin de la guerra. En el muelle rezumaba el olor salado de las conchas de las caracoles.

De noche, la presencia del duque de Windsor imponía el baile y la música entre la mermada sociedad londinense, mientras que los ecos de los tambores y de los ritmos de Calypso llegaban desde las chabolas de Grant’s Town hasta el monte. En Cable Beach se refugiaban los ricos que intentaban alejarse del bullicio junto al mar.

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LA NOCHE DEL ASESINATO – Tormenta tropical

La noche en que ocurrió el asesinato de sir Harry parecía una secuencia de una película de Hollywood. A la misma hora en que tenía lugar el crimen, estallaba sobre la isla una tormenta tropical; y el yerno de sir Harry, conduciendo algo bebido tras salir de una fiesta, se convertía sin querer en el principal sospechoso.

El asesinato conmocionó a los habitantes de la isla. La imaginación dio pábulo a diferentes versiones; así, los blancos temían que hubiera sido un asesinato vudú, mientras que la comunidad marginada de color creía en un complot por parte de los blancos para acabar con las actividades filantrópicas de la víctima.

El año anterior la decisión de construir un campo de aviación había provocado tensiones entre blancos y negros a causa de los precios. Para ambas comunidades sir Harry representaba una esperanza, y su muerte parecía traer malos presagios.

Harold Christie había llevado a cabo una intensa campaña para atraer a los millonarios a las Bahamas, y en este sentido sir Harry había sido el pionero. A pesar de sus rudos modales, pronto se hizo muy popular: acaparó enormes extensiones de tierra, construyó una estación de bombas de agua, un campo de golf y jardines botánicos en Nassau. Plantó miles de árboles, e introdujo el deporte del polo en la isla, pagando de su propio bolsillo el terreno de juego, los ponis y el equipo.

Compró el hotel British Colonial, el más grande de la isla, y sorprendió a la comunidad blanca cuando contrató personal de color para trabajar en él. También proporcionó trabajo a cientos de negros para otras actividades. Creó una línea de autobuses para la ciudad de chabolas de la comunidad de color y suministró leche a los niños gratuitamente. También creó un servicio de asistencia médica con aviones que llegaban hasta las empobrecidas Out Islands.

Más tarde, sin embargo, su humor cambió y su temperamento se hizo más violento. Algo le preocupaba. Se le veía vagando por Nassau, vestido como un pordiosero, con unos calzones largos y una vieja camiseta, mientras hablaba consigo mismo o tarareaba alguna canción, para maldecir de pronto a todo aquel que le molestara. Incluso empezó a odiar los árboles, y quería remover la tierra con una excavadora y plantar palmitos, «todas ellas medidas urgentes para él», según anotó la duquesa de Windsor en su diario.

Guardaba una pistola automática cerca de la cama, y comenzó a hablar de trasladarse a otra parte, tal vez a Guatemala. También empezó a beber y a pasar mucho tiempo meditando a solas, echando a los sirvientes de su lado y refugiándose durante días en una de sus más remotas residencias de la isla. En estas ocasiones, sólo el apacible Christie parecía poder soportarle, y ambos pasaban mucho tiempo juntos.

Una preocupación mayor suponía la mina que Oakes poseía en Canadá, la mina de Lake Shore, que se hallaba a la sazón en declive. Sir Harry se mostraba cada vez más reacio a hablar de su fortuna, y se rumoreaba que estaba atesorando oro en Westbourne o en algún lugar de las Out Islands. Otro problema lo constituía su hija mayor, Nancy, que había abandonado los estudios para casarse con un nativo de la isla Mauricio, dos veces divorciado, llamado Freddie de Marigny. Ya por entonces existían problemas en el matrimonio.

La mañana del 7 de julio amaneció cubierta de nubes. Bay Street estaba medio desierta. La mayoría de los hombres de negocios había regresado ya a los EE.UU. huyendo de ese clima tan tórrido. Lady Oakes se encontraba en otra casa propiedad de la familia en Bar Harbor, Maine, con sus hijos más pequeños, mientras que su hija Nancy estaba en Vermont tomando clases de ballet.

Sir Harry estaba de buen humor y pasó la mañana plantando algunos árboles nuevos. Tenía que reunirse con la familia en Bar Harbor el siguiente fin de semana, así que fue a por un visado de salida, llegó hasta la oficina de Christie, en Bay Street, y llamó a la sede del Gobierno para confirmar la cita que tenía con el duque de Windsor para jugar al golf, ya que éste se hallaba fuera inspeccionando las fuerzas de defensa de las Bahamas. Luego fue con Christie a Westboume, donde jugaron al tenis, para después reunirse a tomar una copa con un grupo de amigos entre los que se encontraba Charles Hubbard, un millonario retirado procedente de Londres.

En la otra punta de Nassau, Freddie de Marigny era, como de costumbre, el centro de atención en el hotel Prince George, donde sus amigos brindaban para celebrar la fiesta que les iba a dar esa misma noche. Se estaban burlando de él por la nueva barba que lucía a lo Van Dyck, y por su escaso éxito en las regatas celebradas esa tarde. Luego De Marigny y sus amigos se dirigieron a su casa de Victoria Avenue. En el grupo estaban dos mujeres jóvenes, esposas de unos pilotos de las Fuerzas Armadas, y Betty Roberts, una rubia de dieciséis años que trabajaba en la taquilla de uno de los dos cines que había en Nassau. Era la novia de Georges de Visdelou, un amigo de Freddie que tenía un piso encima del garaje de De Marigny. La fiesta comenzó.

Mientras tanto, en Westbourne, el señor Oakes agasajaba a sus huéspedes: Christie, Hubbard y la señora Dulcibelle Henneage, una mujer joven y muy atractiva. Después de cenar, los cuatro jugaron a las damas. A las 11 de la noche, Hubbard, sintiéndose cansado, se excusó y llevó a casa a la señora Henneage. Oakes y Christie se quedaron charlando. Este no tenía que irse a ninguna parte; podía hacer uso de una de las habitaciones libres de la casa, como hacía a menudo.

Fuera comenzaba a hacer frío y el viento agitaba las olas del mar que chocaban contra las rocas. La fiesta se trasladó adentro y el anfitrión fue blanco de todas las burlas cuando se quemó una mano al intentar encender las velas.

Pronto comenzó a llover, cada vez con más intensidad, finalmente se desencadenó la tormenta. Era medianoche y el comisario Edward Sears, jefe de Tráfico de la isla, conducía por Bay Street cuando una furgoneta le adelantó; ambos coches iban despacio a causa de la lluvia. Sears juró -y lo haría muchas veces más- que vio a Harold Christie sentado en el asiento delantero de la furgoneta, aunque no pudo distinguir al conductor.

Los truenos y relámpagos, que llegaron incluso a quebrar las palmeras, apagaron los ánimos de los invitados en Victoria Avenue, que optaron por marcharse. De Visdelou, que se quejaba de un fuerte resfriado, se llevó a Betty al piso de arriba. Las dos mujeres de los pilotos ocuparon el asiento delantero del Lincoln Continental de De Marigny. Las llevó al chalé que compartían justo detrás de Westbourne, mientras escuchaban música de baile por la radio.

Al pasar por el hotel British Colonial, situado al final de Bay Street, miraron sus relojes. Era la una en punto de la madrugada. De Marigny rechazó la invitación a tomar un café en el chalé de las dos mujeres, y se puso en camino hacia Westbourne. Posteriormente recordó que había regresado a Victoria Avenue sobre la 1,45 de la madrugada, y que se llevó un susto al ver en su habitación a Grisou, el gato maltés de De Visdelou. Algo más tarde de las tres de la mañana, una vez que hubo llevado a Betty a su casa, De Visdelou recogió a su gato.

Todos estos detalles resultaron de extrema importancia al día siguiente, cuando los doctores testificaron que sir Harry había muerto entre la 1,30 y las 5,30 de la madrugada.

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Disturbios raciales

En Nassau la posición social se basaba en la raza, dependía de si se era blanco o negro. En la cima estaba la clase de los administradores coloniales británicos y los blancos más ricos entre los nacidos allí, después otros blancos o «Conchy joes», luego los «High Yellows» y así hasta descender a los negros. La discriminación se practicaba en todas partes, en los colegios, negocios, hoteles y áreas residenciales, aunque no existían leyes en este sentido. Las relaciones sociales entre las razas apenas existían.

Durante generaciones la gente de color había aceptado apáticamente su suerte, pero esta situación terminó con los disturbios raciales de 1942. Los trabajadores de color contratados para construir una base aérea durante la guerra cobraban cuatro chelines al día, mientras que los americanos que trabajaban con ellos ganaban mucho más. Una multitud de negros armados con palos y guadañas entraron a saco en Bay Street. Algunos de ellos fueron asesinados y otros resultaron heridos por los «Cameron Highlanders», una compañía que estaba en Nassau para proteger al duque de Windsor. Los salarios se elevaron a cinco chelines y se les dio una comida gratis. Los negros conservaron el botín y un nuevo sentimiento de poder.

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Una rubia explosiva

Existía una buena razón para ir a ver a Fred MacMurray y a Rosalid Russel en Flight for freedom en el Savoy en vez de ir al cine rival a ver la película de Cary Grant y Ginger Rogers. La razón era que Betty Roberts trabajaba en el Savoy.

El asesinato de Oakes proporcionó a Betty una popularidad efímera. Era una chica descarada de 16 años, aunque parecía mayor de lo que en realidad era. Se suponía que vivía con su madre, pero el asesinato confirmó lo que todo Nassau sospechaba, que pasaba temporadas con George de Visdelou, un hombre que le doblaba la edad.

Rubia, de ojos azules, con un bonito acento de las Bahamas, intentaba aparecer como la pobre víctima de los deseos de los hombres. Cuando los detectives le preguntaron por qué había dormido con George la noche del crimen, dijo con mucha desenvoltura que era sólo porque «esa noche tenía un resfriado».

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PRIMEROS PASOS – La fiebre del oro

La vida de sir Harry Oakes siempre estuvo dominada por una única pasión, el oro. En este sentido, se cumplieron todos sus sueños.

Sir Harry Oakes no era sólo un baronet. Para empezar, era americano. Nacido en el seno de una respetable familia de Nueva Inglaterra en 1874 -el mismo año en que nació Winston Churchill-, a los treinta años se dejó arrastrar, como muchos otros por entonces, por la «fiebre del oro», y marchó a una zona prohibida de Canadá llamada Klondike. Su anhelo de riquezas y el esfuerzo enorme que empleó para conseguirlas hizo que, a pesar de su baja estatura, destacase entre los otros buscadores de oro.

Llegó a la salvaje y próspera ciudad de Dawson en las primavera de 1899; allí entre las montañas se divisaban cientos de tiendas y chozas mugrientas, la tierra fue repartida y las propiedades estaban firmemente delimitadas con estacas. Harry vio cómo los primeros hombres que habían llegado allí se arruinaron y tenían poco o nada de lo que presumir después de haber vendido y malgastado todo su dinero. Dispuesto a aprender de sus errores, decidió que nunca dejaría escapar una oportunidad.

Se fue a Alaska, y allí en las montañas, a 80 grados bajo cero, se dispuso a delimitar sus nuevas propiedades clavando estacas entre las rocas y en sitios donde hasta un escupitajo se helaba antes de tocar el suelo. Llegó el verano y con él la plaga de moscas y mosquitos que obligaban a los hombres a untarse con un aceite viscoso y repugnante. Alimentándose sólo de bacon y judías, trabajó duramente y supo lo que era sufrir.

Aquel recién llegado se convirtió en un veterano duro de roer, excavó pozos y removió arena a lo largo de los riachuelos de Yukon.

Ya no quedaba nada de aquel hombre culto llegado de Nueva Inglaterra; ahora era un solitario brusco, rudo y temperamental.

Él y un compañero sueco encontraron el preciado metal por primera vez, pero aquella supuesta mina de oro resultó ser un filón sin apenas valor.

En aquellos parajes salvajes resultaba fundamental tener un compañero, pero Harry Oakes cambiaba de acompañante a menudo y nunca se permitió mantener una estrecha amistad con nadie. Cuando buscaba oro en las heladas tierras del estrecho de Bering, fue a parar, por equivocación, a Siberia, donde fue capturado por una banda de cosacos que pronto le dejaron marchar.

Trabajó para conseguir un pasaje a Filipinas y desde allí poder ir a Australia, donde siguió buscando oro en el desierto, con temperaturas ahora tan altas como bajas lo habían sido en Alaska.

La experiencia le endureció aún más, pero seguía sin encontrar nada. Trabajó como agrimensor y cultivó lino en Nueva Zelanda, pero sólo hasta que reunió el suficiente dinero para continuar su búsqueda durante un tiempo en África y después en el Death Valley, el «horno» de California donde en una ocasión, al levantarse por la mañana, descubrió que había dormido sobre un nido de serpientes de cascabel.

En 1906 volvió a Alaska. No resultó más acogedora que la primera vez, así que se dirigió hacia el Este, a Ontario y a la región minera de Swastika, donde se alojó en una casa de huéspedes regentada por una húngara llamada Roza Brown. Esta mujer le sugirió que probara en el lago Kirkland. Tan sólo tenía 2,75 dólares en su bolsillo, pero con ellos compró una concesión en una mina cercana al lago que en 1913 empezó a producir oro.

Esto hubiera satisfecho a cualquier hombre, pero no a Harry Oakes que, obsesionado, se apostó todo a que debajo del lago era donde realmente estaba todo el mineral. Los expertos le advirtieron que ningún buscador había conseguido nunca hacer frente a todos los problemas técnicos y financieros que una mina mayor -y llevada por un solo hombre- suponía. Pero Harry demostró ser la excepción a la regla y consiguió la ayuda de unas cuantas almas gemelas que preferían aceptar acciones a dinero.

En 1917 Harry comenzó a perforar en dirección norte y casi inmediatamente encontró un filón de oro de un metro y medio de ancho. El premio a sus casi veinte años de búsqueda incesante era la mina más rica que se ha encontrado jamás en Canadá. Las acciones que por 30 centavos había vendido con tanta dificultad tenían ahora un valor de 64 dólares cada una. Hacia 1921 su mina Lake Shore funcionaba a pleno rendimiento y Harry Oakes estaba amasando una fortuna con la que jamás había soñado.

Los años de privaciones habían terminado y el buscador de oro que finalmente consiguió triunfar se convirtió en un Jekyll y Hyde, siendo generoso con su familia y con los amigos que le habían ayudado, pero cruelmente vengativo con aquellos que se cruzaron en el camino. Había estado aislado demasiado tiempo y se sentía incómodo en compañía de otras personas, especialmente de las mujeres. Se construyó un palacio, aprendió a jugar al golf y se embarcó en un crucero alrededor del mundo, donde conoció a una amable australiana con la que se casó. Su nombre era Eunice McIntyre, tenía veinticuatro años -Harry le doblaba la edad- y era más alta que él. Y, por su educación, la antítesis de aquel palurdo que un día salió de Klondike.

Se convirtió en un hombre de familia y en un filántropo, aunque difícil y caprichoso. La parte amable de su naturaleza la reservaba para Eunice y para su otra gran afición: los árboles. Pero de cara a los demás se mostraba rudo y autoritario, era un tirano que no dudaba al despedir a sus empleados si no cumplían a rajatabla sus órdenes. Obtuvo la nacionalidad canadiense y estableció su hogar en una mansión reconstruida al estilo Tudor en las cataratas del Niágara. Pasaba los inviernos en Palm Beach, Florida, frecuentaba las estaciones invernales de moda europeas y mandó a sus cinco hijos a los mejores colegios. También coleccionaba obras de los grandes maestros -Rembrandts y Frans Hals.

A Harry le gustaba ser el ciudadano canadiense más rico, pero no pagar los impuestos. Esto le deprimía tanto que enfermó, y estando convaleciente en Palm Beach, un promotor, Harold Christie, le convenció de que vendiera su casa y se instalara en las Bahamas, donde no tendría que pagar impuestos. Allí comenzó a introducirse en el mundo de la sociedad londinense; compró casas en Kensington y Sussex, se hizo socio de los mejores clubs y legó generosamente el hospital St. George, en Hyde Park Corner. El 8 de junio de 1939 se le concedió el título de baronet.

Tomó como título baronet de Per Ardua y en señal de agradecimiento, y para responder al honor de haber sido nombrado aristócrata inglés, invirtió una importante cantidad de dinero en la fabricación de varios aviones Spitfire que después combatieron en la batalla de Inglaterra.

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El graduado

La leyenda sobre Harry Oakes le hacía parecer como un vagabundo que tuvo la suerte de encontrar por casualidad una mina de oro, pero esto no era verdad.

Había nacido en Sangerville, en Maine, una pequeña ciudad fabril que por lo único que se distinguía era por haber dado a Inglaterra dos baronets: sir Harry no era el primero. Sir Hiram Maxim, inventor de la ametralladora, había nacido en Sangerville en 1840, adquirió la nacionalidad británica y en 1901 la reina Victoria le concedió un título nobiliario.

Oakes cursó sus estudios en el Bowdoin College, una de las universidades más pequeñas, aunque excelente, del Este de los EE.UU. En ella estudió un presidente americano, Franklin Pierce, y varios escritores famosos, entre ellos Nathaniel Hawthorne y el poeta Henry Wadsworth Longfellow.

Oakes se graduó en Bowdoin y luego estudió medicina antes de irse a Klondike.

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Compraventa de títulos

Aunque este no era el caso de Harry Oakes, muchos títulos nobiliarios tenían su origen en una mera compra. Jacobo I vendía los títulos de baronet a 1.000 libras cada uno con el objeto de recaudar fondos para someter a los irlandeses. Pitt «el joven» fue probablemente el primer Primer Ministro que vendió la dignidad de par por dinero contante y sonante.

Durante el periodo eduardino, los títulos se habían convertido en una fuente importante de ingresos para el Estado. La dignidad de par costaba 50.000 libras y 10.000 libras la de baronet. Los precios subieron vertiginosamente durante el gobierno de Lloyd George (1916-1922) y también subió la oferta, hasta el punto que ocasionó la caída del propio Lloyd George.

El baronet es el título hereditario más bajo, a medio camino entre caballero y barón. Aunque no se han creado más títulos de baronet desde 1964, existen en la actualidad más de mil trescientos.

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LA DETENCIÓN – Cabeza de turco

En realidad no existía ninguna prueba auténtica que pudiera relacionar a Freddie de Marigny con el asesinato. Pero no contaba ni con la aprobación de la alta sociedad de las Bahamas, por la forma en que se comportaba con las mujeres, ni con la de las autoridades, con lo cual se convirtió en el perfecto cabeza de turco.

Los capitanes Barker y Melchen de la policía de Miami trabajaban juntos desde hacía mucho tiempo. De los dos detectives, Melchen era el más viejo, utilizaba gafas, era bastante fornido y tenía en su historial más de quinientas investigaciones de asesinato. Barker, contaba cuarenta años, había sido conductor de ambulancias y guardia municipal y tenía el aire de un héroe de Hollywood.

Cuando ambos llegaron a Westbourne para inspeccionar la escena del crimen, Barker se presentó como el experto en huellas dactilares, así que nadie dijo nada cuando decidió posponer la investigación después de explicar que el ambiente era demasiado húmedo y que en esas condiciones no podía trabajar. Pero omitió decir que no había llevado la cámara especial para fotografiar huellas.

Los oficiales de la policía inglesa permanecían en los alrededores y algunos acompañaban a los recién llegados, siguiendo las órdenes del duque de no interferir. Los agentes no buscaron el arma del crimen ni la automática de sir Harry que había desaparecido del lado de su cama. Tampoco mostraron especial interés por las pisadas que había en las escaleras, ni por el resultado de la autopsia, que revelaba la existencia de una sustancia negra y viscosa en el estómago de la víctima. Y fue imposible localizar a los dos guardas nocturnos que se suponía debían vigilar la propiedad de sir Harry. Estos nunca fueron llamados a declarar.

El caso se parecía cada vez más a una novela de Agatha Christie; se interrogó a todas aquellas personas que tenían alguna relación con sir Harry. De Marigny declaró que estuvo en una fiesta y que regresó solo a su casa. Tras su declaración, los policías de Miami decidieron someterle a un examen minucioso.

Le dijeron que habían encontrado restos de pelo quemado en sus manos y que su barba estaba chamuscada. Más tarde descubrieron que una de las cejas también estaba quemada. Sin embargo, el examen de Harold Christie no revelaba nada de esto.

A continuación buscaron en casa de De Marigny las ropas que llevaba el día anterior, pero no pudieron identificar la camisa color crema de Shantung; y ya habían limpiado la chaqueta marrón. «¡Usted no sabe cómo vive un caballero en Nassau! -gritó a Barker-. Mi mayordomo se encarga de tener toda mi ropa lavada y planchada a la mañana siguiente.»

A la mañana siguiente, Barker decidió comenzar la búsqueda de huellas dactilares, ya que la humedad había disminuido. La multitud de periodistas llegados de Nueva York y Miami empezaron a importunar con sus preguntas y no se dejaron impresionar por los dos detectives. E incluso Jimmy Kilgallen, del International News Service, comentó: «Estos dos inútiles no van a poder con este caso.» Mientras tanto, el duque esperaba impaciente las noticias sobre el caso, y de nuevo se trasladó a Westbourne.

Mientras continuaban los interrogatorios, Melchen llevó a De Marigny al piso superior y le ofreció un paquete de Lucky Strike mientras charlaban. Aquella tarde el duque mantuvo una reunión privada con sus detectives. De Marigny empezaba a sentirse atrapado.

A las 7,30 de la tarde del 9 de agosto, 36 horas después del descubrimiento del cadáver, De Marigny fue acusado del asesinato de sir Harry Oakes y conducido a una celda pequeña en los sótanos de la prisión de Nassau. Allí sólo disponía de un balde y de un camastro en el que apenas cabía. Confesó que hacía tres meses que no veía a su suegro. «Es una acusación ridícula», comentó con arrogancia.

Una multitud de negros encolerizada por la muerte de su benefactor se agolpaba frente a la cárcel. Los bomberos estaban preparados para evitar un posible intento de linchamiento. En Londres, el ministro para las Colonias recibió un telegrama del duque de Windsor elogiando el trabajo realizado por los detectives de Miami.

Un suceso macabro ocurrió a continuación. El cuerpo embalsamado de sir Harry iba ya camino de Bar Harbor, cuando Barker notificó que se le habían velado las fotos en el vuelo hacia Miami. El avión tuvo que dar la vuelta, y volvieron a fotografiar el cadáver.

Una semana después del asesinato, ambos detectives volaron a Bar Harbor para asistir al funeral, y se presentaron ante lady Oakes, que había tenido que guardar cama.

Barker la dejó horrorizada cuando le contó detalladamente cómo su yerno se deslizó en la mansión de Westbourne y golpeó repetidamente a su marido con un garrote, para luego rociarle con un insecticida y prenderle fuego. El detective aseguró a la desconsolada viuda que sir Harry había muerto en medio de una terrible agonía. Después le dijo que habían encontrado las huellas dactilares de De Marigny en la escena del crimen. «Ya tenemos a De Marigny en la silla eléctrica», aseguró el ayudante de campo del duque, el mayor George Wood.

Incluso con pruebas tan irrecusables como éstas, se hicieron ímprobos esfuerzos para incriminar a De Marigny hasta el fondo. Fueron a buscar a Curtis Thompson, el chófer del acusado, y le presionaron para que dijera que había llevado a su jefe a Westboume la noche del asesinato. Cuando insistió en que esa noche no le había conducido a ningún sitio, se le advirtió que las cosas se le pondrían muy difíciles cuando colgaran a su jefe. Un médico de la prisión examinó a De Marigny -aunque sin microscopio- y como no encontró nada que le implicase, fue destituido de su puesto. Este, un refugiado de la Alemania nazi, prefirió no mostrar su disconformidad por lo que pudiera pasar.

Sólo Nancy apoyaba a su marido. No quiso creer a Barker, y contrató los servicios de un detective privado americano muy conocido llamado Raymond Schindler, por 300 dólares al día más gastos extras. El detective voló desde California para encargarse del caso. Encontró a la policía buscando en las paredes de la casa de Westboume huellas que no fuesen las del acusado. Al menos eso fue lo que dijeron al recién llegado.

Escuchó rumores sobre gángsters. En particular sobre un extraño desembarco ocurrido la noche del asesinato. Un testigo al que intentó localizar había muerto ahogado en un desgraciado accidente. Las autoridades le negaron el acceso a los archivos que recogían las llegadas y salidas de la gente de la colonia, y no se le permitió examinar la agenda de teléfonos manchada de sangre que se encontró en la escena del crimen. La policía vestida de paisano le seguía la pista e interrogaba a todas las personas con las que tomaba contacto. Pronto se vio reducido a dar conferencias de prensa, que por lo menos sirvieron para recordar a los medios de comunicación que De Marigny todavía tenía que ser juzgado.

En la audiencia preliminar celebrada en agosto, el Estado presentó como prueba la huella del dedo meñique de De Marigny. Cuando Barker se disponía a señalar con un círculo la mancha encontrada en la pantalla de la lámpara china, se produjo cierta confusión entre la defensa. De Marigny les dijo: «Esto debe ser una maquinación.»

La expectación crecía a medida que avanzaba el juicio. Las tiendas, bares y hoteles de Bay Street se llenaron hasta los topes, lo que motivó la subida de los precios por encima de lo que era habitual en la temporada de invierno. Los periodistas estaban encantados, todas las noches se celebraban fiestas hasta la madrugada y se apostaban grandes sumas de dinero sobre el resultado del juicio, estando las apuestas cinco contra dos a favor de la condena.

Fue entonces cuando el duque de Windsor decidió que su mujer se fuera a América mientras durase el juicio. «Todo este asunto es francamente desagradable», comunicó al Ministerio para las Colonias.

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El detective privado

Raymond C. Schindler era el detective privado mejor pagado del momento. Se había ganado su reputación combatiendo la corrupción en San Francisco y en otras ciudades americanas y, ahora, a sus sesenta y un años, era toda una celebridad por derecho propio. Sus contactos con poderosos clientes del famoso Stork Club de Nueva York le brindaban aún mayor popularidad. Vivía al lado de Rockefellers, en «The cottage» una mansión de cuatro pisos con su propia sala de fiestas, que un cliente rico le había cedido gratis, como anticipo de sus honorarios.

Schindler fue uno de los primeros en utilizar el dictáfono, precursor de la grabadora, para atrapar a los ladrones. En Nassau tuvo como ayudante al profesor Leonard Keeler, un pionero en la investigación científica del crimen y cabeza del Police Crime Laboratory de la Universidad de Chicago. Keeler era un experto en huellas dactilares y uno de los que desarrolló el detector de mentiras.

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El dilema de Whitehall

El Ministerio inglés para las Colonias no fue informado hasta después del arresto de De Marigny de la heterodoxa decisión del duque de Windsor de emplear a detectives americanos para el caso. «Debo confesar que no me agrada mucho la idea», telegrafió uno de los oficiales al duque. Pero otro comentó: «Debía haber pedido antes nuestra aprobación. Ahora ya no podemos hacer nada».

El duque telegrafió diciendo que había actuado «con la aprobación del comisario de policía, cuyo cuerpo local carecía de detectives con la habilidad y experiencia necesarias para investigar la muerte de una persona que debido a sus negocios tenía una proyección internacional».

En realidad, el comisario de la policía de las Bahamas, Erskine-Lindope, no apoyaba la actuación del duque. Se le trasladó inmediatamente a Trinidad, a 500 kilómetros de distancia y se le mantuvo completamente al margen de todo lo relacionado con el asesinato de Oakes, con gran disgusto del juez y la defensa.

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El crimen del siglo

La prensa del mundo entero hablaba «del crimen del siglo». Los personajes de la realeza, los millonarios, los aventureros disolutos y las bellas herederas, los indicios de vudú o algo peor, las tormentas tropicales…, todo esto resultaba un antídoto perfecto contra la cruel realidad de la guerra.

En unos años en que aun no existía la televisión, los protagonistas eran perseguidos sin pausa por los fotógrafos de prensa, incluso Grisou, el gato que había molestado a De Marigny la noche del asesinato, se convirtió en una estrella de cine. El Journal American de Nueva York dedicaba todos los días cuatro páginas al caso, e incluso estando como estaba el papel racionado, a Fleet Street se le permitió dedicarle todo un periódico al crimen.

Bay Street se vio inundada de periodistas que se jactaban de que allí no dormía nadie excepto los borrachos. Se organizaban fiestas todas las noches, y una de ellas culminó con un concurso de rumba que terminó en empate entre el detective privado Ray Schindler y Betty Roberts.

Erle Stanley Gardner, el abogado que creó al detective de ficción Perry Mason, cubrió la información del juicio para la cadena Hearts. Los corredores de apuestas seguían con sumo interés sus análisis diarios sobre el desarrollo del juicio.

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PRIMEROS PASOS – El casanova de la isla

A la mayor parte de la sociedad de las Bahamas, Freddie de Marigny le parecía un insolente, un desvergonzado y un hombre de pésima reputación. Nada les hubiera gustado más que verlo entre rejas.

El conde Marie Alfred Fouquereaux de Marigny, Freddie para los amigos, tenía la misma facilidad para atraer a las mujeres como para ganarse enemigos. Galanteador, libertino y gigoló eran algunos de los adjetivos que se aplicaban, a los que ahora se añadía el de asesino.

A los 33 años, De Marigny, un hombre alto, atractivo y arrogante, ya se había divorciado dos veces. El marqués Georges de Visdelou Gimbeau le acompañaba en todas sus juergas. Mientras De Marigny era acusado de ser un sinvergüenza, Visdelou tenía toda la pinta de serlo. Su pelo oscuro y ondulado, su bigote recortado y sus maneras un tanto afeminadas y extravagantes le daban un aire decadente y sospechoso.

Ambos, De Marigny y De Visdelou, habían nacido en Mauricio, una isla del océano Índico a la que seguía acudiendo la élite francesa. Mientras que el segundo sacaba todo el provecho que podía de su heredado título, el primero se aprovechaba del suyo en contadas ocasiones. Hijo único de padres divorciados, De Marigny siguió a De Visdelou a París y luego a Londres. Allí alquilaron una habitación a la viuda de un diplomático, y se dedicaron a la buena vida hasta que se les acabó el dinero y tuvieron que dormir en el suelo de la casa de un amigo.

De Marigny tuvo que vender lo último que le quedaba, su colección de sellos, para comprar el billete de vuelta a casa. Su padre se negó a verle, pero heredó de su abuela algún dinero que gastó en irse a pescar a Reunión, una isla al suroeste de Mauricio.

Los beneficios que le proporcionó la pesca le permitieron volver a Londres con De Visdelou. Esta vez se puso a trabajar como vendedor de acciones y descubrió que su encanto también le abría muchas puertas en el mundo de los negocios. Ganó dinero haciendo uso de información privilegiada y lo celebró casándose con la hija de un banquero francés llamada Lucie-Alice. Pero las cosas se complicaron cuando ella se convirtió en la amante de su amigo.

Los tres, De Marigny, De Visdelou y Lucie-Alice, se dirigieron a Nueva York a bordo del Normandie, y de allí partieron hacia Miami para obtener el divorcio.

Luego De Marigny entró a trabajar en Fahenstock y co., una sociedad de valores de Wall Street, y cautivó a Ruth Fahnenstock Schermerhorn, una rica pariente del socio fundador. Ruth se divorció de su marido y se casó con él el mismo día. De vuelta de su luna de miel por Europa la pareja se quedó un tiempo en las Bahamas y con el dinero de ella se construyeron una casa en la playa de Eleuthera.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Ruth descubrió que debido a las leyes británicas aplicadas en tiempo de guerra, y como mujer que era de un súbdito británico, no podía cambiar su dinero en dólares. Su marido le propuso un «divorcio de conveniencia» para que ella pudiera desbloquear su cuenta; y mientras tanto él se estableció en Nassau, convirtiéndose en el líder de los jóvenes galanteadores que iban «de caza» al Dirty Dick y al hotel Prince George. Presumía de su nuevo Lincoln y sobresalía en todas las fiestas, a las que acudía siempre acompañado de atractivas mujeres.

Se compró un yate al que llamó Concubine con el que participó en regatas y consiguió victorias por todo el Caribe, e incluso por la costa Oeste americana. Después se metió en un negocio de hostelería. Cuando consiguieron el divorcio, él y Ruth siguieron viviendo juntos, y pronto se les unió De Visdelou, formando un trío de lo más «original».

Tal vez la sociedad de Nassau no hubiera sido tan dura con De Marigny si se hubiera tratado de un conquistador más; pero él nunca disimuló su desprecio por la indolencia que le rodeaba y por lo que él llamaba «la mentalidad pirata». Sin embargo, él mismo demostró ser el más pirata de todos al fugarse con la hija adolescente del residente mas rico de las Bahamas.

Nancy Oakes era una pelirroja muy guapa. Adoraba a Freddie, se sabía de memoria todos los éxitos conseguidos por la Concubine e investigó todo lo que pudo acerca de sus dos ex mujeres. Se conocieron en un baile de caridad, al que siguieron meriendas campestres a la luz de la luna y románticas travesías en el barco. Juntos hicieron un viaje a California, y se casaron dos días después de que ella cumpliera dieciocho años.

Lady Oakes se desmayó al conocer la noticia, y sir Harrv bramó aunque se sentía fascinado por aquel intruso, al que llamaba «Frenchy», que se había llevado a su hija, y que rechazaba las ofertas de trabajo que reiteradamente le hacía.

Los dos hombres se mostraban cautelosos el uno con otro, hasta que un día se pelearon porque De Marigny se negó a ir a una fiesta ofrecida por el duque de Windsor. «¡Al diablo con el duque!», comentó entre risas, lo que provocó la cólera de sir Harry. A esto siguieron palabras mayores que provocaron la ruptura definitiva.

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La mujer despreciada

Ruth Fahenstock consiguió casarse con Alfred de Marigny. Mujer de mundo, se enamoró locamente de él, le dijo que iba a divorciarse de su marido y que se suicidaría si no se casaba con ella. Como era una rica heredera, De Marigny no lo dudó dos veces.

Tres años más tarde él la dejó para casarse con Nancy Oakes y su despecho no conoció límites. Le amenazó con ponerle un pleito para recuperar 125.000 dólares y corrió el rumor entre sus amistades de que su marido le había robado otros 40.000. Esta situación contribuyó, aún más, a dañar seriamente la reputación de De Marigny.

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EL JUICIO – La maquinación

El juicio de De Marigny se reveló como una farsa. Las pruebas de la acusación eran obra de los detectives contratados por el duque de Windsor. Cuando el acusado abandonó la sala, era un hombre libre.

El juicio de Freddie de Marigny por el asesinato de sir Harry Oakes comenzó el 18 de octubre de 1943. Los ánimos del público se habían calmado un poco, el clima de odio que se respiró durante los meses de julio y agosto había desaparecido, junto con la humedad, y las apuestas a favor de la condena habían bajado a cinco contra cuatro.

Era un día caluroso, desde primeras horas de la mañana multitud de personas aguardaban a que se abriera la puerta del Tribunal Supremo. Muchos eran criados que llevaban sillas para sus patronos, ya que todos querían tener un buen sitio para presenciar el acontecimiento. Había también una gran cantidad de policías vestidos con relucientes cascos blancos e impecables uniformes. De Marigny había perdido peso, pero no su arrogancia. Vestido con un traje azul y una corbata clara, se repantingó en el banquillo de los acusados, mascando una cerilla, sonriendo y guiñando el ojo a los amigos. La prensa le apodó «El conde tranquilo».

El jurado, compuesto solamente por hombres, lo formaban: negociantes, contables, un comerciante de esponjas, el propietario de una heladería y un capataz. Todos ellos escucharon el testimonio de un médico de Palm Beach que manifestó que De Marigny había amenazado «con romper la cabeza a sir Harry»; otros testigos declararon haber oído palabras mayores entre los dos hombres.

La tranquilidad de Harold Christie desapareció cuando subió al estrado. Al agarrarse a la barandilla, sus nudillos se pusieron blancos, se movía inquieto en la silla y miraba de un lado a otro. Le transpiraba tanto la frente que humedeció su pañuelo, y una mancha de sudor le recorría por la espalda. Dudaba al contestar y dos de sus silencios duraron treinta y siete y cuarenta y dos segundos. Pero no se vino abajo. Insistió en que estaba durmiendo cuando ocurrió el asesinato. No abandonó Westbourne en toda la noche, y desde luego no había salido a dar una vuelta por la ciudad.

Los detectives de Miami no fueron llamados a declarar hasta el 25 de octubre. Sólo entonces abandonó De Marigny su aire de despreocupada indiferencia. Se inclinaba hacia adelante para escuchar con atención los testimonios de aquellos que podían sellar su destino. Geoffrey Higgs, el abogado de la defensa, no había permanecido ocioso. Primero había ido a Nueva York a investigar sobre el método de conseguir huellas dactilares, y allí encontró expertos que se mostraron extremadamente críticos con el método de Barker de «levantar» una huella con cinta adhesiva. Le dijeron que sólo se podían tomar las huellas de objetos inmóviles y sólo después de que se hubiera hecho una fotografía en presencia de testigos. Este era un caso en que la huella y el objeto -la pantalla de la lámpara china- se presentaban por separado. Sólo la palabra del detective garantizaba que la huella encontrada correspondía a la lámpara.

Higgs tenía una copia exacta del trozo de la lámpara en el que se veía la huella del dedo meñique de De Marigny y la fotografió. Pero curiosamente no conseguía la misma claridad que la que había obtenido Barker.

El detective subió al estrado y la defensa, en su interrogatorio, insinuó que las huellas podían haber sido falsificadas. Aunque el juez admitió la huella como prueba, Barker empezaba a ponerse nervioso.

Se descubrió que no había informado a nadie, ni siquiera a su colega Melchen, de la existencia de la huella dactilar hasta una semana después de haberla descubierto, y sorprendió al tribunal admitiendo que no podía decir con exactitud de dónde la había tomado. Manifestó que pertenecía de la pantalla de la lámpara pero no exactamente a la parte que él había señalado con un círculo. Comentó que había tomado huellas sin fotografiarlas antes cientos de veces. Pero cuando Higgs le pidió que citara un ejemplo, no se le ocurrió ninguno. Admitió que había olvidado llevar una cámara para tomar huellas dactilares y que tampoco se había molestado para que le mandaran una ni había tomado prestada la que había en la estación local de las Fuerzas Armadas.

La declaración de Melchen sobre De Marigny fue reveladora. Este había manifestado que llevó al acusado al piso superior a las tres de la tarde del 9 de julio, inmediatamente después de que su compañero tomara las huellas. Dos detectives locales habían corroborado esto. Pero Higgs pudo demostrar que De Marigny fue conducido al piso superior a las 11 de la mañana, antes de que Barker procediera con las huellas. La defensa insinuó que la huella que incriminaba a De Marigny podía haber sido tomada del paquete de Lucky Strike que Melchen le había ofrecido, ya que de un objeto así se podía obtener una huella muy clara.

El detective pareció sentirse mal y abandonó la sala precipitadamente. Le encontraron fuera apoyado sobre una pared, sudando y respirando con dificultad. Dijo jadeando: «A ese Barker voy a ajustarle las cuentas cuando vuelva a Miami, aunque sea lo último que haga.»

Barker metió la pata durante los tres días que duró su interrogatorio. No fue muy convincente al explicar que había ignorado una huella dactilar de la pared del dormitorio porque «no hubiera aportado nada interesante». Admitió: «No puedo decir si espolvoreé la cama de sir Harry en busca de huellas… Creo que no; ni los termos, ni el vaso de agua, ni la pantalla de la lámpara ni las escaleras del hall… Vi las huellas ensangrentadas en la puerta de la habitación de Harold Christie. Espolvoreé parte de esas huellas.»

El letrado Geoffrey Higgs era conocedor de que al hacer esto las había destruido, ya que no se podía espolvorear sobre la sangre, y así lo expuso. El detective completó el capítulo de las huellas declarando que encontró de cincuenta a setenta huellas en la pantalla de la lámpara china y que la única identificable era la del acusado.

Barker se contradijo al hablar del pelo quemado de De Marigny y no pudo enseñar las muestras que había tomado. «No sé donde están», dijo al Tribunal. Cuando le preguntaron si las quemaduras que presentaba el acusado en la cara podían ser consecuencia del sol, dijo bruscamente que podía ser, pero que era evidente que «era de piel muy blanca». (De hecho, cuando se le arrestó, De Marigny estaba muy bronceado.)

Lady Oakes estaba viviendo una tragedia. Con el rostro demacrado, rompió a llorar varias veces. Declaró al Tribunal que «Alfred de Marigny no era aceptado en la familia porque era un irresponsable». Esa noche, después de asistir al juicio, volvió a Bar Harbor, en Maine, dejando sola a su hija en espera del resultado del juicio.

De Marigny subió al estrado vestido con un traje marrón, zapatos marrones y blancos y una corbata multicolor. El acento francés aportaba un aire teatral a sus maneras arrogantes y la forzada sonrisa no contribuyó a inspirar en los presentes ninguna simpatía. Insistió en que había visto a Christie en un coche la noche del crimen. Pero el testigo clave para su coartada era Georges de Visdelou, que apareció exquisitamente vestido y visiblemente nervioso. Explicó que era francés y que por eso era tan emotivo.

Este contó al tribunal que había hablado dos veces con De Marigny la noche del asesinato de sir Harry Oakes, a la una y media y a las tres de la mañana, cuando su amigo le llamó para que fuera a recoger a su gato Grisou. La acusación insistió en el hecho de que el testigo no había visto realmente a De Marigny en esas ocasiones y logró ponerle aún más nervioso. Otros invitados a la fiesta celebrada la noche del crimen recordaron el incidente de las velas que, según ellos, podía explicar que se hubiera quemado.

En su discurso final, Higgs dijo que todo el caso se basaba en «las mentiras deliberadas de unos oficiales de policía». El juez habló durante más de cinco horas. Dijo que la actuación de Barker era impropia de un experto y aconsejó al jurado: «Tengan en cuenta que el caso plantea muchas dudas.» La policía tuvo que contener a la multitud que se agolpaba en la plaza mientras el jurado deliberaba durante una hora y cincuenta y cinco minutos. Cuando el presidente del jurado, John Sands, se levantó para pronunciar el veredicto ya era de noche y el calor en la sala era sofocante. El veredicto era «No culpable». El jurado había votado nueve contra tres.

Se armó un enorme alboroto. De Marigny corrió a abrazar a su mujer y fue sacado a hombros de la sala; esa noche invitó a todos a champán.

Al día siguiente Schindler sometió a De Marigny a un detector de mentiras, un nuevo invento americano que no se admitía en los tribunales británicos. La aguja no saltó cuando negó haber matado a sir Harry Oakes. Freddie de Marigny no era el asesino.

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La huella del sospechoso

«La Prueba J» era la famosa huella del dedo meñique de la mano izquierda. En términos técnicos era una «huella latente levantada», lo que quiere decir que era una mancha transparente que se hacía visible gracias a unos polvos que en los años cuarenta estaban normalmente compuestos de tiza de mercurio.

Una huella latente se compone del 98 al 99,5 por 100 de agua, y el resto es sudor formado por una mezcla compleja de aminoácidos, cloruros, urea, amoníaco, ácidos lácticos, sulfato, azúcares, fosfatos y ácido úrico, en cantidades que varían de persona a persona y de día en día.

«La prueba J» había sido «levantada», lo que significa que ha sido revelada por los polvos, después «despegada» de la superficie con una cinta adhesiva, y posteriormente colocada sobre un soporte para preservarla. «Levantar» huellas era algo corriente en los EE.UU. pero ilegal en Gran Bretaña hasta 1970, el año en que Scotland Yard adoptó este método para economizar.

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Petición de ayuda

El fiscal general Eric Hallinan menospreciaba a De Marigny por «pasarse la vida en yates de lujo en vez de estar en la guerra». Desempeñó su trabajo con rigor. Pero veintiocho años después, tras una brillante carrera como juez de las islas Windward y Leeward, admitió haber tenido dudas, y reveló que había buscado la ayuda del FBI cuando se sintió alarmado por la actuación de Barker, el detective de Miami.

El FBI respondió demasiado tarde a su llamada, diciendo que no podía involucrarse en esa investigación porque la policía de los EE.UU. ya había intervenido.

Hallinan comentó que el hecho de que Barker no hubiera tenido en cuenta las huellas dactilares de la pared de la habitación fue «uno de los aspectos más siniestros y misteriosos del caso».

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Exilio real

Los duques de Windsor odiaban tener que ocuparse del «gobierno» de las Bahamas y anhelaban un puesto más importante.

Mientras que a los duques de Windsor les deprimía estar en las Bahamas, los habitantes de las islas estaban encantados con su presencia. Al duque no le gustaban las islas; y mientras fue príncipe de Gales y luego Eduardo VII no se molestó en visitarlas. «El nombramiento como gobernador de las Bahamas es un completo error», comentó en privado.

Para la duquesa las Bahamas eran un «poblacho», y encima estaban muy cerca de Nueva York, ciudad que a ella le encantaba y adonde se solía escapar a menudo.

A pesar de que el duque tenía 49 años, aun conservaba la figura y el aire juvenil que había cautivado a sus súbditos; pero ahora no podía ocultar una expresión de cansancio y hastío creciente. Una desafortunada amistad con algunos simpatizantes nazis y una visita a Hitler antes de la guerra habían causado cierta preocupación, y Whitehall se alarmó cuando tuvo noticias de un complot nazi para secuestrar a los duques de Windsor y retenerles como rehenes, con la esperanza de convertir al duque en un rey británico marioneta en el caso de que Alemania ganara la guerra.

Mientras los espías británicos y alemanes jugaban al escondite alrededor de los duques, éstos paseaban por las calles de Lisboa hasta que el primer ministro Winston Churchill se las arregló para enviar al duque como gobernador y comandante en jefe de las Bahamas. Se trataba de un puesto que nadie hubiera pedido nunca.

«Cada día odio más este lugar», escribió la duquesa poco después de su llegada en un caluroso agosto de 1940. «Sería mejor estar en Londres, a pesar de las bombas, y no enterrados vivos aquí», se quejaba un mes más tarde. Comparaba las Bahamas con la isla de Santa Elena, donde estuvo prisionero Napoleón. Y se consoló llamando a un decorador de Nueva York para restaurar la sede del Gobierno (lo cual se salía del presupuesto). Mientras se realizaban las obras, sir Harry y lady Oakes les acogieron en su casa de Westbourne.

La sociedad de Nassau estaba encantada de tener a los duques en las islas. En su afán de acercarse a ellos olvidaban la economía de guerra y la necesidad de conservar los dólares. Los mejores peluqueros, sastres y decoradores de Palm Beach se trasladaron desde Florida a las suites del hotel British Colonial para ocuparse de sus huéspedes. Desgraciadamente para el duque, la distinción social no se traducía en influencia política. Los blancos del lugar nunca acogieron bien a los gobernantes. Y cuando los negros intentaron utilizar la presencia del duque para atraer la atención sobre su desesperada situación, los chicos de Bay Street no tuvieron en cuenta sus propuestas de reforma.

El duque se refugió en el golf, y practicando este deporte se forjó una curiosa amistad entre el que una vez fuera rey y el viejo buscador de oro, sir Harry Oakes. Como a su abuelo Eduardo VII, al duque le fascinaban los hombres que se habían hecho a sí mismos y que habían amasado una gran fortuna; y estaba cautivado por las historias de sir Harry sobre sus aventuras en los lejanos lugares de lo que una vez había sido su imperio.

Esto no disminuía su deseo de librarse del yerno de sir Harry, Freddie de Marigny, hacia el que sentía un intenso desprecio. Hizo todo lo que pudo para desprestigiarle en los telegramaas confidenciales que enviaba a las autoridades de Londres, y confiaba en que sus investigadores de Miami harían todo lo posible para que le condenaran.

De Marigny, por su parte, nunca ocultó su desprecio por los Windsor; al contrario, disfrutaba demostrándolo. «No es mi ex rey favorito», le gustaba decir. Una vez se las arregló para humillar públicamente al duque. La estrella de cine Madeleine Carroll iba a ser la invitada de honor en una cena real; pero no se presentó, y pasó la noche con De Marigny y De Visdelou. Más tarde, cuando el duque declinó la invitación del yerno de Harry para asistir a una cena de caridad alegando que estaba muy ocupado, Freddie contestó, en voz lo suficientemente alta para que le oyera el interesado, que éste nunca estaba demasiado ocupado para jugar al golf.

Algunos observadores han querido ver en la actitud del duque algo más que el desprecio hacia un súbdito irrespetuoso. Se ha hecho notar que la apariencia y el estilo de De Marigny le recordaban a un elegante diplomático argentino, alto y moreno, llamado Felipe Espil, que fue un antiguo amor de la duquesa. Si esto era así, entonces el desprecio del duque hacia Freddie podía deberse en parte a los celos.

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Las sospechas de la duquesa

Enjoyada, muy maquillada y vestida con trajes largos de Schiaparelli o de Mainbocher, la duquesa de Windsor no revelaba nunca sus pensamientos. Pero se desahogaba en las cartas que escribía a su tía Betty (una tal señora D. Buchanan Merryman de Washington).

En sus memorias recordaba la impresión que le causó oír al duque y a su caballerizo hablar sobre el asesinato.

Estaba firmemente convencida de que se trataba de algo más que de una pelea doméstica como sostenía el fiscal. «Estamos intentando mantenernos al margen de todo este horrible asunto», le comentó a su tía. «Me temo que hay muchos trapos sucios en todo esto. Y creo que los nativos tratan de protegerse para que no salgan ciertos negocios a la luz. Me pregunto adónde irá a parar todo esto.»

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CONSPIRACIÓN – La Mafia entra en escena

Aunque fue declarado inocente, De Marigny fue desterrado de las Bahamas. En 1945 el duque abandonó las islas indignado. Sólo el jefe de la mafia, Meyer Lansky, iba a beneficiarse de la muerte de sir Harry Oakes.

La celebración de De Marigny fue breve. Debido al griterío que siguió al veredicto, no se pudo escuchar la recomendación del jurado en el sentido de que se deportase a De Marigny y a De Visdelou. El Gobierno actuó en seguida. Desde Nueva York el duque de Windsor telegrafió al Ministerio para las Colonias. Decía: «Si no se les deporta, la reputación de la colonia en el mundo entero sufrirá un duro revés.» En Nassau el gobernador pidió un avión de transporte de las Fuerzas Armadas para llevar «a estas dos bellezas» a Mauricio.

Probablemente Whitehall pensó que lo que realmente le preocupaba al duque era su propia reputación y que la aviación oficial tenía asuntos más importantes entre manos, porque cuando el duque regresó, De Marigny estaba aún en la isla. Se puso furioso y amenazó con llevar el asunto ante Churchill. De Marigny fue arrestado de nuevo, esta vez por tener en su garaje gasolina obtenida en el mercado negro, y multado con 100 libras.

El 6 de diciembre, Freddie y Nancy de Marigny embarcaron en un barco de pesca alquilado. El Yacht Club de Nassau dio una cena en honor de su campeón, que se había marchado dejando solamente sus trofeos. La finca y otras propiedades fueron vendidas para pagar los gastos de la defensa porque, de acuerdo con la voluntad de su padre, Nancy no disfrutaría de su herencia hasta cumplir los treinta años. El yate de De Marigny, Concubine, pasó a manos de la mujer de Higgs por 125 dólares.

Los EE.UU. les negaron el visado, pero Cuba les ofreció asilo temporal (aunque muy a regañadientes). Mientras tanto, De Visdelou tuvo que despedirse de Betty, que no quiso irse con él. Después de una temporada en Haití y Jamaica se unió a la Armada británica y se estableció en París.

Las expulsiones cerraron el caso, por lo menos en lo que se refiere a las autoridades de las Bahamas. Los periodistas que preguntaron al fiscal del Tribunal Supremo sobre el siguiente paso sólo consiguieron esta respuesta: «Nada. Den el caso por cerrado.» Cuando Schindler escribió al duque de Windsor ofreciéndole gratuitamente sus servicios recibió una áspera respuesta y a su regresó a las Bahamas fue amenazado con la expulsión si trataba de reabrir el caso. Le siguieron, su teléfono fue intervenido y escucharon todas sus conversaciones.

De Marigny se convirtió en un vagabundo sin hogar, pues Nancy le dejó para regresar a los EE.UU. Nunca se pudo librar de la sospecha de que sólo una incompetente actuación de la policía le había librado de la horca.

Pero en vez de apagarse con el tiempo, el misterio de Oakes renacía, a pesar de lo que algunos veían como una conspiración de silencio. Circulaban rumores entre la población penitenciaria en América en el sentido de que se habían contratado matones, y lady Oakes recibía llamadas anónimas de personas que se ofrecían a desvelar la identidad del asesino de su marido a cambio de dinero. Una de las que llamaron fue arrestada y murió en la cárcel de Nassau.

En 1950 una mujer llamada Betty Renner fue asesinada y su cadáver, desnudo, fue descubierto en el fondo de un pozo. Había estado cenando antes con uno de los administradores de los Oakes. También en 1950 reapareció De Marigny para decir que «ni el Gobierno de las Bahamas ni la familia Oakes tienen el más mínimo interés en que se vuelva a hablar del asesinato de sir Harry».

Dos años después, el detective del duque, James Barker, fue asesinado por su hijo, con su propio revólver 38. Por esa época Barker estaba loco a causa de las drogas y se consideró como un «homicidio justificable». Después de su muerte se descubrió que había estado en la nómina de la Mafia durante años.

En 1959 la Asamblea de las Bahamas pidió que se reabriera el caso e invitó a Schindler a testificar. Este murió de un ataque al corazón seis semanas después, y no se sacó nada en claro del interrogatorio; para ese año el autor Geoffrey Bocca escribió un libro, La vida y la muerte de sir Hany Oakes, en el que decía que Oakes fue asesinado por un sindicato de financieros aventureros involucrados en un complot para hacerse con su fortuna.

Pero la teoría de una conspiración no arraigó hasta 1972, veintiocho años después del crimen. Marshall Houts, un profesor americano de Derecho y agente secreto del FBI durante la guerra, escribió un libro titulado King’s X, que intentaba demostrar que la Mafia asesinó a Oakes y que detrás de todo esto había un intento de legalizar el juego en las Bahamas. El propósito era que Christie y sir Harry hicieran uso de su situación privilegiada en la isla y de su influencia sobre el duque de Windsor a fin de negociar una concesión para un casino. Christie veía en esto una fuente de prosperidad para las islas una vez terminada la guerra; pero Oakes no estaba nada convencido.

De acuerdo con las «informaciones confidenciales» de Houts, un crucero con cinco hombres a bordo atracó en el puerto de Nassau la tarde del 7 de julio de 1943. Después de que los invitados a comer en casa de sir Harry se hubieran marchado, él y Christie fueron en coche hasta el embarcadero y se metieron en el barco para reunirse con el lugarteniente del jefe de la Mafia, Meyer Lansky.

Sir Harry perdió los estribos y uno de los hombres le golpeó con una manivela. Pero el golpe resultó más fuerte de lo que se pretendía y no sobrevivió; le llevaron de vuelta a Westbourne, donde le prendieron fuego después de esparcir las plumas de la almohada sobre su cuerpo. De este modo consiguieron su objetivo: aterrorizar a Christie para que no hablara, y alarmar al duque mediante una llamada anónima de teléfono.

Christie, ahora sir Harold Christie, amenazó con demandar a Houts y a sus editores. Aunque el libro se imprimió varias veces y una segunda edición apareció en 1976, después de su muerte. Luego, en 1983, el autor James Leasor utilizó material cedido por los archivos de la US. National en Washington para demostrar que la Mafia había obtenido documentos confidenciales del Gobierno de los EE.LTU., que pretendía utilizar para hacer chantaje.

En ¿Quién asesinó a sir Harry Oakes? Leasor decía que el arma del asesinato fue una manivela de 40 centímetros que se utilizaba para abrir la tapa de los bidones de gasolina. De acuerdo con esta versión, drogaron al obstinado sir Harry para que no se resistiese, y su muerte fue el resultado imprevisto de una pelea a bordo del crucero.

Se dijo que el intento de chantaje tenía que ver con el movimiento de grandes sumas de dinero, quizá también oro, contraviniendo las regulaciones británicas de tiempos de guerra sobre el control de cambios. Era muy duro para la gente rica que se les negasen los dólares. El puesto de gobernador del duque no le proporcionaba mucho dinero y las extravagantes compras de la duquesa en Nueva York eran legendarias.

También se dijo que el intermediario era Axel Wenner-Gren, un industrial sueco que había vivido a lo grande en Hog-Island, cerca del puerto de Nassau, antes de que se sospechase que era un agente nazi. Wenner-Gren controlaba un banco mexicano y poseía el yate privado más grande del mundo, el Southern Cross, un palacio flotante en el que los Windsor habían viajado alguna vez.

Lo que el duque y sus amigos nunca supieron fue que EE.UU. tenía un agente a bordo del Southern Cross, y que los censores en Miami abrían secretamente el correo de Christie. Incluso la llamada de teléfono del duque a la policía de Miami fue registrada por los agentes de EE.UU.

En 1963 se concedía una licencia a un casino en Grand Bahama, la isla más cercana al continente americano. El 5 de octubre de 1966 The Wall Street Journal hablaba de la relación de la Mafia con el casino, y sugería que Meyer Lansky o era el que lo controlaba o al menos se llevaba parte de los beneficios. El periódico decía que se habían pagado generosas sumas de dinero a ciertos policías y políticos de las Bahamas. Los jefes del casino dimitieron y una Comisión Real de investigación obligó a adoptar un control riguroso. Pero el escándalo aceleró la caída de los «chicos de Bay Street» y del poder de los blancos.

El caso de sir Harry Oakes continúa sin estar resuelto. Lo que sí es cierto es que el juego, estuviera o no controlado por la Mafia, echó raíces en las Bahamas después de su muerte. Incluso Westbourne, donde murió, fue demolido y en su lugar se construyó un casino y ahora en su adorada playa la ruleta gira día y noche.

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El rey de la Mafia

Meyer Lansky era el cerebro de una formidable alianza de familias criminales de origen siciliano (Mafia), italiano (Cosa Nostra), judío y americano.

Los años de la Ley Seca, cuando el alcohol estaba prohibido en los EE.UU., proporcionaron fabulosos beneficios a la Mafia, «el Equipo» o «La organización», como también se la llamaba. Y cuando en 1933 se levantó la prohibición los mafiosos empezaron a buscar nuevas oportunidades en el juego. Lansky negoció un contrato con el dictador cubano Fulgencio Batista, pero debió pensar que las Bahamas tenían más posibilidades, y además conocía bien Nassau desde los días de la Prohibición, cuando los mafiosos eran tan bien recibidos allí que muchos se establecieron definitivamente.

En 1943 ningún contratiempo hubiera tenido mucha importancia. A través del jefe Lucky Luciano, que estaba en la cárcel, la Mafia ayudaba con sus contactos a facilitar la invasión americana de Sicilia, asegurándose a cambio un futuro «lugar de operaciones». Después de la guerra, Lansky fue el primero en descubrir el potencial de Las Vegas, que pronto se distribuyeron las familias. El genio criminal de Lansky se basaba en su previsión, en su habilidad para corromper a los funcionarios públicos y en su gran ingenio para mover y blanquear el dinero de un país a otro. Sólo una vez estuvo en prisión, durante dos meses, en 1953. Murió en Miami en 1983, a la edad de ochenta y un años.

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El acusado acusa

En junio de 1990, Alfred de Marigny, tras cuarenta años de silencio, publicó su libro La conspiración de la Corona (A conspirarcy of crowns), En él acusa a Harold Christie de matar a Oakes, y al duque de Windsor de participar en la conspiración contra él. Según De Marigny, sir Harry había descubierto que Christie le engañaba y que pensaba trasladar su fortuna a México, arruinándole en el camino. Christie entonces tuvo que tomar medidas drásticas. El duque, por su parte, temía que una investigación a fondo del caso podría llegar a relacionarle con Oakes y Christie en el asunto de las operaciones de evasión de divisas de un hombre, Axel Wenner-Gren, del que se sospechaba que era un agente nazi. Necesitaban un chivo expiatorio y De Marigny era la persona ideal.

Según el autor, él se enteró de todo esto por el FBI y por los propios Oakes y Christie. La prueba que relacionaba a este último con la muerte de sir Harry la obtuvo algunos años después, cuando un día, por casualidad, se encontró con uno de los guardas nocturnos que habían desaparecido la noche del asesinato. Aquel hombre contó a De Marigny que los asesinos llegaron hasta la casa de la víctima en un coche que les había proporcionado Christie. Este había pasado la noche con su amante y al regresar a su casa el lunes por la mañana se enteró de que los asesinos habían intentado simular un incendio. En su libro, De Marigny explica que, al igual que los guardas, guardó silencio porque temía por su vida.

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Los secretos que se llevó a la tumba

Cuando se realizó la autopsia al cadáver de sir Harry, los médicos encontraron en su estómago una sustancia líquida, pegajosa y oscura. Pero, aunque parezca increíble, ésta nunca se analizó. Tampoco se hizo un análisis detallado de las heridas que presentaba en la cabeza. Y tan sólo se dijo que tenían forma triangular y que «fueron hechas con un instrumento contundente».

El cuerpo de sir Harry Oakes fue enterrado en un sencillo mausoleo en Dover Foxcroft, Maine. En varias ocasiones se ha propuesto desenterrar el cadáver para examinarlo; en 1973, una de estas propuestas fue apoyada por la Academia Americana de Ciencias Forenses, sin embargo, todas fueron rechazadas. En una ocasión Marshall Houts se dirigió personalmente a la señora Oakes, pero únicamente recibió la respuesta de uno de los administradores, en la que se informaba que no existía ningún motivo para exhumar el cadáver.

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Conclusiones

El duque de Windsor renunció a su cargo como gobernador de las Bahamas el 30 de abril de 1945; el mismo día en que Hitler se suicidaba en Berlín. En sus memorias la duquesa escribió que nunca pudieron olvidar el horror causado por el asesinato de sir Harry Oakes. Los Windsor pasaron el resto de su vida entre París, la Riviera, Nueva York y Palm Beach, e hicieron más de un viaje privado a las Bahamas.

Alfred de Marigny encontró durante algún tiempo refugio en el ejército canadiense; trabajó luego en una zapatería y finalmente acabó vendiendo su sangre a los hospitales para sobrevivir. La gente terminó por olvidarse de él.

Nancy regresó a Nassau y se enamoró de un piloto alemán al que luego mataron en la guerra. Se casó con un aristócrata alemán, pero el matrimonio fracasó. Posteriormente se casó por tercera vez.

El Partido Liberal Progresista, con mayoría negra, llegó al poder en las Bahamas en 1967. El 10 de julio de 1973 terminaban los años de dominio inglés sobre las islas.

Harold Christie se mantuvo al margen de toda polémica y vivió para ver sus sueños realizados, en lo referente a las islas. En 1964 se le concedió el título de sir, y murió en Alemania en 1973, cuando las Bahamas ya se habían convertido en lugar de residencia de las familias más ricas, con más de 400 bancos a su servicio, y en uno de los lugares turísticos más importantes.


¿Quién mató a Sir Harry Oakes?

Última actualización: 22 de marzo de 2015

En un determinado momento de las horas que van del oscurecer hasta el amanecer, horas a las que en las Islas Bahamas se da el apelativo de «carnales», en Nassau, capital de Bahama, tuvo lugar en junio de 1943 un asesinato; un asesinato que ha quedado encasillado como uno de los misterios más indescifrables de los anales del crimen. Desde el secuestro del pequeño Lindbergh no hubo otro crimen que por sus extrañas y desorientadoras características pueda compararse con el asesinato de sir Harry Oakes.

Aunque el caso Oakes oficialmente está dormido, muchas y prestigiosas autoridades encargadas de hacer cumplir la ley, entre las que se cuentan Homer S. Cummings, antiguo Procurador General de los Estados Unidos, opinan que sigue despierto todavía y que la mente que lo concibió acaso esté hoy en día paseando por las calles de Nassau, si no ha desaparecido para ocultarse en alguna de las islas más ignoradas, sólo civilizada a medias, entre las que forman el archipiélago. Del mismo modo que la policía del Estado de Nueva Jersey, que entonces era una organización preocupada principalmente de la regulación del tráfico que echó a perder con sus chapucherías el caso del secuestro del pequeño Lindbergh, el caso Oakes lo desbarató un departamento de policía que ni siquiera poseía un equipo moderno para identificar huellas dactilares.

Existen varias teorías acerca de quién asesinó a sir Harry Oakes, y cada una tiene un motivo que la respalda. Pero la única que se ha discutido abiertamente en Nassau, incluso ahora, a tantas fechas de distancia, es la que se aceptó oficialmente. En todo caso, si algo se habla de las otras teorías es de un modo reservado. En Nassau no es recomendable expresarse demasiado libremente sobre algunos aspectos, que no se han dado por entero a la publicidad, del misterio de la muerte de sir Harry Oakes. Se acusó y se juzgó oficialmente a un hombre por este crimen. La acusación se demostró más llena de agujeros que un tamiz, pero por todo lo que parece concernir a las autoridades locales, el caso terminó ahí de todos modos. Por lo visto, si no lo hizo aquel hombre no lo hizo nadie.

En el crimen de las Bahamas, lo mismo que en el de Nueva Jersey, intervino un distinguido y polícromo reparto de personajes. El mismo sir Harry Oakes, el protagonista del drama que tuvo en vilo a Nassau y acaparó la atención de los lectores de periódicos de todo el mundo, era un hombre de pecho robusto y temperamento belicoso, que contaba sesenta y ocho años de edad y tenía más enemigos por pie cuadrado del territorio de las Bahamas que ningún otro habitante de las islas.

Oakes era un individuo notable no sólo en las Bahamas, sino también en los Estados Unidos, en Inglaterra y en América del Sur. Una auténtica celebridad internacional. Era uno de los hombres más ricos del mundo: los cálculos más aproximados de su fortuna la cifraban en unos doscientos millones de dólares. Se movía únicamente en las esferas más rarificadas de la buena sociedad y se trataba familiarmente con figuras tan ultraencumbradas como el duque y la duquesa de Windsor, con los cuales le unía una muy estrecha amistad. De ahí que su muerte, provocada con premeditada malicia, causase gran sensación en todo el mundo, aun hallándose éste enzarzado en una guerra cruenta.

Con todo, el relieve de la figura de la víctima fue uno nada más de los dos factores que hicieron que el asesinato de Oakes intrigara al mundo entero. Para cometerlo, el criminal utilizó un arma peculiar, que todavía hoy sólo se supone cuál podría ser. Después de la muerte, el cadáver de sir Oakes fue chamuscado con fuego y sembrado de plumas. Todo lo cual contribuyó a formar una combinación de factores única y singular, que continúa inigualada, por lo que los anales demuestran, en la historia del crimen moderno.

El crimen tuvo lugar en la vivienda que poseía sir Harry en Westbourne, una casa fastuosa que en otro tiempo perteneció a la célebre artista americana Maxine Elliott y que tenía veintidós dormitorios. La finca estaba enclavada en la parte oeste de Nassau y miraba al mar. La noche que se cometió el crimen, en la casa no había ningún criado. La única otra persona que se encontraba en ella era uno de los más íntimos amigos de sir Harry, Harold Christie, una de las autoridades supremas de Nassau y uno de los ciudadanos más ricos y conocidos de la isla. Christie, que había pasado la noche con sir Harry para ultimar ciertas transacciones de negocios en los que participaban estrechamente unidos, descubrió el cadáver a eso de las siete de la mañana. En seguida llamó por teléfono a la policía y al doctor Hugh Arnley Quackenbush, distinguido médico de Nassau. El doctor llegó a Westbourne a las siete y media, poco más o menos.

Sir Harry estaba tendido cara al cielo sobre una cama de una habitación del segundo piso. Detrás de la oreja izquierda presentaba cuatro heridas de forma triangular y de media pulgada por su parte más ancha. El doctor Quackenbush dio por seguro que se las hablan hecho con la punta de algún instrumento, fuese el que fuere. El que lo manejó había de ser una persona dotada de una fuerza poco común. Todas las heridas tenían más de un cuarto de pulgada de profundidad.

Evidentemente, las cuatro heridas habían sido las causantes de una muerte rápida. Oakes había fallecido entre las dos y media y las cinco horas, lo cual indicaba, claro está, que el crimen había sido cometido en el espacio de tiempo antes citado.

La atmósfera del dormitorio estaba cargada de humo. Una alfombra seguía humeando. La cabecera de la cama y parte del colchón se habían quemado. El mismo sir Harry había sufrido los efectos de una llama intensa, especialmente alrededor de los ojos y en la región genital. Le habían quemado antes y después de morir. Porque su cuerpo presentaba ampollas húmedas, que sólo se levantan cuando una persona está viva todavía, y otras secas, que se producen únicamente después de la muerte.

Y como si todo esto no fuera bastante, el cadáver, colocado encima de la cama, lo habían rociado con plumas sacadas de los almohadones. El hecho de que las plumas no estuvieran quemadas, demostraba claramente que las habían esparcido después de haberse apagado el fuego.

El superintendente de Policía, coronel R. A. Erskine-Lindop, que llegó al lugar de la escena poco después que el doctor Quackenbush, comprendió a la primera mirada que se enfrentaba con un criminal genuinamente adepto a ciertas normas rituales. La intensa llama aplicada alrededor de los ojos y en las partes genitales revelaba un odio salvaje. El detalle de las plumas daba al crimen un toque de brujería. Las islas de los alrededores de Nassau estaban densamente pobladas de negros que no habían perdido el contacto, ni mucho menos, con los diversos ritos corrientes en la jungla.

A las once, aproximadamente, unas cuatro horas después de que Harold Christie diera aviso de haber encontrado el cadáver de sir Harry Oakes, su alteza real el duque de Windsor, gobernador de las Bahamas, habiendo tenido noticia de la muerte sufrida por su íntimo amigo, se encontraba en la Casa del Gobierno tratando de llegar a una grave decisión. El duque se resistía un tanto a tomar decisiones, habiéndose visto libre de la necesidad de adoptar ninguna de verdadera importancia desde que renunció a la corona unos seis años atrás. El problema que se le planteaba ahora era el de si dejaba las formalidades relativas al óbito de un ciudadano de categoría confiadas a la policía local, o si llamaba a detectives de fuera del país.

Con muy pocas excepciones, los policías de Bahamas habrían hecho las delicias del antiguo productor de películas de Hollywood, Mack Sennett, cuyos «Keystone Kops» arrancaban estentóreas carcajadas a los espectadores de los cines baratos de hace un tercio de siglo. Casi, casi la única estupidez que no se les había podido atribuir, y no a todos, era la de haber confundido su identidad y haberse detenido los unos a los otros. Por fin, el duque decidió que no estaría de más proporcionar un poco de refuerzo a los agentes locales. Cogió, pues, uno de los aparatos de la instalación real y puso una conferencia a Miami, donde, según dijo luego el Daily Tribune de Nassau, en un editorial en que sostenía que el caso Oakes había sido una comedia de errores, su alteza real consiguió, por lo visto, el número equivocado. El número equivocado en cuestión era el del Departamento de Policía de Miami. Allí, el duque entró en contacto con el capitán Melchen, jefe del Departamento de Homicidios. El duque conocía personalmente al capitán Melchen, que en tiempos anteriores, al pasar él por Miami, había organizado servicios especiales de guardia para protegerle.

-Ha muerto aquí un ciudadano muy destacado y podría tratarse de un suicidio -le dijo el duque a Melchen-. ¿Puede venir usted al momento?

Parece que, por razones que hasta este día siguen sin explicar, cuando habló por teléfono, el duque no estaba en posesión de informaciones muy claras acerca del hallazgo del cadáver de sir Harry, porque, obviamente, no se trataba de un suicidio. El capitán Melchen respondió que tomaría el primer avión que saliese.

El error del duque al definir la muerte de sir Harry como un suicidio más bien que como un asesinato, tuvo como más tarde declaró él mismo, funestas consecuencias. Un policía emprende el viaje con mucho más instrumental para investigar un asesinato que para un suicidio. La mayoría de los suicidios se cometen mediante el gas, el veneno o un disparo. Así, pues, cuando el capitán Melchen, acompañado del capitán James Barker, jefe del Departamento de Identificación de la Policía de Miami, salió en el avión de las once cincuenta, sólo llevaba consigo material para investigar estos tres métodos de autodeterminación. Como se había de ver luego, las huellas dactilares tenían una importancia primordial en el caso, pero el capitán Barker se había procurado únicamente un pequeño equipo portátil para investigarlas, y no tenía ninguna cámara fotográfica.

Melchen y Barker aterrizaron en Nassau a la una y treinta y cinco, y fueron llevados inmediatamente a Westbourne. Por supuesto, en cuanto vieron el cuarto donde había ocurrido el crimen, se dieron cuenta de que el mensaje del duque les había hecho salir con el pie izquierdo. Y esto no era todo. Aunque el cuarto del crimen y sus proximidades estaban llenos de señales de dedos y manos manchados de sangre, la fuerte tempestad de la noche anterior lo había humedecido todo de tal manera que no había ni que pensar en descifrar ninguna huella. Porque una huella dactilar se compone de un uno por ciento de grasa del organismo y un noventa y nueve por ciento de agria, pero en condiciones de extrema humedad, la grasa del organismo no aparece. Barker decidió aguardar hasta el día siguiente, confiando en que entonces las condiciones le permitirían investigar las huellas.

Los policías de Miami examinaron detenidamente el cadáver de sir Harry, que no había sido dejado en el mismo sitio esperando su llegada, y sacaron la conclusión de que alguien habría derramado sobre el mismo un líquido altamente inflamable, por lo cual se figuraban que, debido a la proximidad de las llamas, el autor del crimen era muy probable que hubiera sufrido también algunas quemaduras. Como posibles delincuentes pensaban tan sólo en individuos del sexo masculino. La fuerza con que habían sido dados los golpes, contra el cráneo, les vedó desde el principio el pensar en la posibilidad de que hubiera perpetrado el crimen una mujer.

Siendo el único ocupante conocido -además de la víctima- de la mansión de Westbourne en el momento del crimen, y siguiendo el proceder corriente y normal, la policía sometió a Harold Christie a un examen microscópico para averiguar si en su cabeza, en su cara o en sus manos aparecían cabellos chamuscados. No, no tenía ninguno.

En el curso del examen, Christie les informó de la situación en Westbourne. Lady Oakes y los cinco hijos del matrimonio estaban en algún lugar del norte de los Estados Unidos, desde hacía algún tiempo, siguiendo su costumbre en aquella época del año para librarse del calor que hacía en Nassau. Aceptando una invitación de sir Harry, Christie había venido a Westboume a residir con él, aprovechando la ocasión para poner en claro algunos asuntos de negocios, hasta que sir Harry estuviera en disposición de trasladarse a América del Sur, viaje que había proyectado emprender aquella misma mañana precisamente.

La noche anterior, sir Harry había dado una fiesta en honor a sí mismo. Era, por una ironía del destino, una fiesta de despedida. Fue una reunión de un corto número de amigos, entre los que se contaban el duque y la duquesa de Windsor, y se disolvió más o menos pacíficamente a las doce de la noche, aproximadamente. Entonces, sir Harry y Christie bebieron un par de copas más, en mutua compañía, mientras los sirvientes limpiaban los restos de la celebración. A la una terminaron los criados de poner la casa en orden y se retiraron a los pabellones cercanos, donde vivían. Poco después, Christie y sir Harry se dieron las buenas noches y se fueron a sus respectivas habitaciones.

Los policías de Miami, revestidos de los poderes de la policía local, emprendieron la tarea de ver sobre quién podían recaer las sospechas. Y pronto estuvieron al corriente de todas las habladurías locales. Así se enteraron de que sir Harry Oakes tenía enemigos suficientes para poblar una isla de buena extensión.

Oakes había considerado el mundo entero como una ostra de su propiedad y se había lanzado a ella con el apetito de un Gargantúa. Era un hombre de puño de hierro, y a pesar de su edad, tenía el empuje de un descargador del puerto. Parecía divertirle en extremo hacer sentir su superioridad a los más débiles que él. Una especie de instinto deportivo le hacía mirar a los negros, que constituyen la masa más numerosa de la población de Nassau y de las demás islas Bahamas, como una forma de vida muy indicada para utilizarla como sacos de entrenamiento de boxeo o pelotas de fútbol. Si un tendero hacía algo que le desagradase, solía carraspear, limpiándose la garganta, y le escupía a la cara. Su servidumbre, tanto blanca como de color, cambiaba con gran frecuencia.

Por otra parte, parecía que el organismo de Oakes disponía de un afrodisíaco de fabricación propia. Solía bajar a los muelles luciendo unos pantalones blancos y una gruesa chaqueta deporte y echar una mirada como un taladro al material que descendía por las pasarelas de los barcos de turistas. Y cuando divisaba algo selecto, emprendía la caza al momento. Apenas era un secreto en Nassau que más de una hermosa turista, después de haber fijado el ojo en ella aquel viejo cazador, vivió experiencias que la literatura turística no menciona.

Por Nassau circulaba la especie de que sir Harry había dispensado favores así financieros como amatorios a ciertas damas que residían permanentemente en la isla. Y algunos de tales bombones con faldas estaban casados con hombres menos comprensivos que ellas. Si a muchos de los moradores de Nassau les habría gustado tener una mano en la cuerda que colgase a sir Harry, alguno de los maridos traicionados hubieran querido cogerla con ambas manos a la vez. De atenernos a la lógica, cualquiera de dichos maridos podía ser considerado un sospechoso.

Cuantas más noticias recogía la policía más se daba cuenta de que si querían realizar una tarea completa, metiéndose con todas las personas que quizá tuvieran motivos para eliminar del mapa a sir Harry no terminarían ni en todo el resto de sus vidas. Aparte la abundancia de motivos, tampoco había escaseado la oportunidad. Virtualmente fue ilimitada. A pesar del carácter palaciego de la mansión de Oakes, el trabajo de guardarla lo había confiado a un par de vigilantes de la localidad que por la noche iban de vez en cuando a darse una vuelta por allí. La seguridad que tal disposición proporcionaba era tan limitada, que prácticamente hablando, un merodeador nocturno habría tenido que darse cita con el vigilante si hubiese querido que le atrapase en el momento de penetrar en la vivienda. Sir Harry, que habría podido permitirse el lujo de sostener un ejército de guardianes, jamás se había preocupado. Nunca dudó ni por un momento que sabría defenderse bien por sí mismo.

Sin embargo, en el curso de sus investigaciones, no le faltó a la policía un sospechoso providencial en quien había de fijarse casi forzosamente. Era éste el conde Marie Alfred Fonquereaux de Marigny, guapo individuo de treinta y siete años, alto y delgado, yerno de sir Harry. Menos de un año antes de someterse el asesinato, se había casado con Nancy Oakes, que a la sazón tenía dieciocho años y era la mayor de los cinco hijos del matrimonio Oakes al mismo tiempo que la predilecta de papá. El conde, un francés nacido en la isla de Mauricio, en el Océano Indico, no había gozado nunca de las simpatías de sir Harry. No era su tipo en modo alguno. Nancy Oakes era su tercera esposa. Antes de que su segunda esposa consiguiera el divorcio, él le había tomado prestada una crecida suma -se calculaba que pasaba de los cien mil dólares- y no se había dignado devolvérsela. A los ojos de la policía, el conde era un cazador de fortunas nada recomendable.

En la época en que ocurrió su muerte, Oakes se había dedicado con ahínco a estudiar una forma de que Marigny no pudiera pescar jamás ni uno sólo de sus doscientos millones de dólares. Naturalmente, semejante proyecto no contribuyó a inspirar al conde un gran cariño hacia su padre político. El conde y Oakes habían pasado varios meses sin dirigirse la palabra. En la fecha en que se perpetró el crimen, De Marigny vivía en una villa a unas cinco millas de Westbourne. En otra parte de la isla tenía una granja en la que criaba pollos.

Los dos policías de Miami estudiaban, cada vez más excitados, los datos relativos a De Marigny. Pero su excitación no llegó en ningún momento al punto que alcanzó luego, cuando se enteraron de un comentario que hizo el conde la mañana en que la noticia del asesinato corrió por todo Nassau.

-Ya era hora de que alguien matase al viejo bribón -le dijo el conde al vecino que le informó de que habían asesinado a sir Harry.

Desde aquel momento en adelante podríamos decir que el conde De Marigny tuvo el pato en el horno y que los policías tanto locales como importados, se disponían a encender el fuego. Y no sólo ignoraron todo lo demás que pudiera haber en el horno, sino que lo arrojaron al cubo de la basura.

Melchen y Barker destinaron un par de agentes a que se ocupasen exclusivamente del conde. Querían saber qué sabía éste acerca de la muerte de su suegro. El conde respondió que no sabía nada. Y replicó con una pregunta: ¿por qué había de saberlo? Los policías quisieron averiguar entonces dónde había estado el conde durante el intervalo de tiempo dentro del cual se cometió el crimen, es decir, entre las dos y media y las cinco de la mañana. De Marigny contestó que en su villa, durmiendo.

Uno de los policías advirtió que el pelo de una mano del conde parecía chamuscado. Entonces ordenaron a De Marigny que se subiese las mangas de la camisa. Cuando se hubo arremangado se vio claramente que el pelo de los brazos también aparecía chamuscado. El conde llevaba una barbita puntiaguda, de esas que algunos petimetres consideran muy elegantes. También la punta de la barba se veía chamuscada. ¿Tendría De Marigny la bondad de explicar cómo había ocurrido que se chamuscara las manos, los brazos y la barba? Y al mismo tiempo, ¿tendría la bondad de presentar una coartada -una que pudiera ser comprobada- acerca de dónde estuvo durante aquel intervalo de tiempo vital? De Marigny dedicó a los policías lo que uno de éstos definió luego como una mueca de burla. De todos modos él explicaría gustoso todo lo que los agentes le pidieran con tan enojosa insistencia. He aquí la explicación que dio De Marigny:

Mediada la tarde del día anterior al asesinato, no habiendo sido invitado a la fiesta de sir Harry, De Marigny se ocupaba de los preparativos de una pequeña fiesta que quería dar él por su cuenta. Él y un huésped que tenía -un hombre de treinta años, ídolo de las muchachas que asistían a fiestas nocturnas, un marqués llamado Maxim Louis Georges de Videslou-Guimbeau, amigo de De Marigny y nacido como él en aquella isla del Océano Índico- agasajarían con una comida íntima a unos cuantos amigos que el conde se había hecho en Nassau. Entre los invitados habría dos señoras casadas con ingleses que se estaban adiestrando en Nassau para incorporarse a la Royal Air Force. La esposa de De Marigny (de soltera, Nancy Oakes) estaba en los Estados Unidos con su madre y sus hermanos.

La fiesta se daría sobre el césped de detrás de la villa del conde, y para prepararla salió éste a encender unas lámparas a prueba de vendavales. Realizando esta tarea fue como se chamuscó la punta de la barbita y el pelo del dorso de las manos y de los brazos; chamuscóse ambas manos y ambos brazos porque era ambidextro. Pero después de encender las lámparas observó que los mosquitos resultaban particularmente molestos, y decidió dar la fiesta en el interior.

Tres huéspedes se quedaron después de la media noche: las dos esposas de pilotos de la R.A.F. y una taquillera de cine, joven y rubia, llamada Betty Roberts. El amigo del conde, el marqués, dedicaba sus atenciones a miss Roberts, la cual, se la mirase, desde el ángulo que se la mirase, merecía sobradamente que se fijaran en ella. Era un auténtico bombón.

Los cinco comensales estuvieron pues sentados a la mesa, hablando y bebiendo unos tragos, hasta la una y diez minutos. Entonces las esposas de los pilotos dijeron que tenían que marcharse. De Marigny se ofreció a llevarlas a casa con el coche. Tenía tres: un «Lincoln», un «Packard» y un «Chevrolet». Sacó el «Chevrolet» del garaje situado detrás de la vivienda y se fue, transportando a las esposas de los aviadores, y dejando a miss Roberts y al marqués solos en la villa.

Las damas que acompañaba el conde vivían a unos diez minutos, en automóvil, de la villa de éste y muy cerca de Westbourne, Precisamente el conde tenía que pasar por delante de Westbourne para llevarlas a su residencia. Al pasar por delante de la finca de Oakes, las dos damas se fijaron en que se encontraba totalmente a oscuras.

De Marigny dejó a las pasajeras a la puerta de la casa en que vivían y regresó a su villa, adonde llegó a la una y media o quizá un poco más tarde, es decir, unos veinte o veinticinco minutos después de haber salido. Al marqués y la rubia no se les veía por ninguna parte.

El marqués era dueño de un gato persa, negro y de aire muy inteligente, que le había regalado el conde. El gato andaba suelto por la casa en aquellos momentos, habiendo abandonado las habitaciones del marqués, donde solía pasar el tiempo, fuese por propia decisión, fuese a requerimiento de alguien. El conde se retiró a su cuarto, pero el gato le siguió y empezó a molestarle. Y como continuó molestándole, a las tres de la mañana el conde llamó a la puerta de las habitaciones del marqués y le pidió que cogiese el gato. Miss Roberts estaba allí. El marqués dijo que había descabezado un sueño y que entonces se disponía a llevar a la joven a la casa en que estaba alojada.

-Utiliza el «Chevrolet» -le dijo el conde-. Lo encontrarás en el paseo.

Esto ocurría a las tres y media, aproximadamente. Cuando el marqués regresó, poco antes de las cuatro, dejó el coche junto al edificio, delante de una puerta que daba acceso a un tramo de escaleras que conducían al segundo piso.

El conde dijo que el marqués de Videslou-Guimbau confirmaría su declaración. Pero el marqués no la confirmó, cuando menos por entero. No mencionó a la rubia para nada al dar cuenta de lo que hizo y lo que observó la noche anterior. Dijo que De Marigny había regresado a la una y media, poco más o menos, después de haber llevado a las dos damas a su casa, y que no le volvió a ver hasta que se marchó otra vez con el «Chevrolet» a eso de las siete de la mañana. Teniendo en cuenta que el crimen fue perpetrado entre las dos y media y las cinco de la madrugada, la declaración del marqués dejaba al conde sin coartada de ninguna clase para el intervalo de tiempo más importante. Lo cual, sumado al hecho de tener chamuscado el pelo de las manos, antebrazos y barbita, hacía que la cosa se le pusiera bastante fea.

En la combustión del cabello pueden apreciarse cinco fases o grados. En la primera fase el cabello se pone más brillante que de costumbre. Esto se debe a que los aceites naturales salen a la superficie. En la segunda fase el cabello se riza. En la tercera fase la punta, más delgada que la base, se chamusca ya, mientras que la parte cercana a la base se pone rizado o brillante. La cuarta fase, provocada por una temperatura muy elevada, hace que el cabello arda, dejando sólo una ceniza de carbón.

En la barba, las manos y los antebrazos, el conde presentaba los cuatro grados de combustión del pelo.

Para reforzar el alegato de que las chamuscaduras se habían producido en circunstancias que no tenían nada de criminales, De Marigny dijo que alguna de las superficies chamuscadas quizá se le hubiese puesto de aquel modo mientras manipulaba con agua hirviente en la granja. Los policías le hicieron notar que esta explicación difícilmente serviría para el pelo de la barba. El conde pareció atónito, pero sólo por unos momentos. Sonriendo animadamente, dijo luego que había mandado al barbero que le quemase un poco la barbita a lo Van Dyk. ¿A qué barbero precisamente? ¿Y cuándo le hicieron el servicio que decía? De Marigny no lo supo recordar. Entre unas cosas y otras, era un hombre muy ocupado, y no llevaba una relación de las visitas a los barberos.

Desde este momento en adelante, los mandos superiores asignaron a un policía local -el subteníente John Douglas- la misión de no perder de vista al conde en las veinticuatro horas del día. Los policías de Miami volvieron a la carga contra Marigny. Habían hablado con todos los barberos de Nassau, y ninguno de aquellos artistas de las tijeras recordaba haber chamuscado nunca la barba del conde.

-Esto va tomando mal aspecto para usted -le dijo el capitán Melchen.

El conde no estaba en situación de replicar.

Entretanto, Westbourne bullía de policía. Las paredes se habían secado un tanto y el capitán Barker se atareaba tratando de recoger huellas dactilares dentro y fuera del cuarto del segundo piso. A De Marigny le ordenaron que se sentara en un salón del primer piso, aguardando a que los policías pudieran dedicarle otro rato de atención. El subteniente Douglas, el hombre al cual habían asignado la misión de vigilar al conde, no se apartaba un momento de su lado, excepto, claro está, para hacer algún que otro viaje al cuarto de aseo. A medida que el día seguía su curso, en Westbourne aumentaba el ajetreo cada vez más, y las cosas empezaron a perder un poco de rigidez.

En el dormitorio donde habían cometido el crimen había un biombo plegable de cinco paneles que sir Harry utilizaba frecuentemente para protegerse de las corrientes de aire. La noche en que le asesinaron le había dado el mismo empleo. El biombo, hecho de papel con un dibujo de flores, aparecía manchado por el humo del fuego que hubo en el cuarto.

Por la tarde, De Marigny hubo de subir con el capitán Barker a una habitación del segundo piso -no la del suceso- para que le tomaran las huellas dactilares. Poco después el capitán anunciaba que la huella del dedo meñique del conde había sido descubierta en el biombo del dormitorio de sir Harry. Explicó que había recogido la huella del biombo aplicando a éste una tira de esparadrapo y luego transfiriéndola del esparadrapo a una superficie idónea. Después de recoger la huella -siguió explicando el capitán- señaló con un círculo trazado con lápiz el punto del biombo -el punto «aproximado» tendría que reconocer más tarde- en el cual había encontrado la huella en cuestión. Para De Marigny la situación empezaba a ponerse comprometida.

En aquellos momentos los dos policías de Miami estaban convencidos de que el conde había asesinado a su suegro. Y decidieron que acaso le hubiera impulsado un odio feroz contra sir Harry. O quizá hubiese cometido el crimen a fin de salvaguardar sus derechos a los bienes de Oakes, antes de que éste hubiera completado las medidas legales para asegurarse de que su hijo político no cogía ni una sola libra de su dinero.

Los sabuesos de Miami no lograron encontrar el arma con que se había cometido el crimen, un elemento de prueba bastante importante en un homicidio como el que les ocupaba. Ni siquiera estaban seguros de cuál hubiera sido el instrumento empleado para causar la muerte a la víctima. De ningún modo podía considerarse que el caso hubiera quedado abierto y cerrado. Si la relación de sus movimientos en la noche del suceso que había dado el conde era fidedigna, habría tenido que ser un mago para trasladarse desde su villa a Westbourne y cometer el crimen.

Por lo demás, ¿un individuo como él era el tipo indicado para haber matado y quemado a sir Harry y luego quedarse allí a rociarle de plumas, mientras el íntimo amigo de la víctima, Harold Christie, dormía en otro cuarto no lejano? ¿Qué decir, además, del detalle de las plumas? El tal detalle revelaba indudablemente en el criminal un carácter tétrico, mientras que el conde tenía un carácter alegre.

No obstante, los policías de Miami se presentaron ante el superintendente de Policía, coronel Erskine-Lindop y le expusieron los hechos; los hechos que ellos habían reunido. El coronel Erskine-Lindop ordenó el arresto en nombre de Su Majestad el rey, del conde Marie Alfred Fouquereaux de Marigny bajo la acusación de haber asesinado a sir Harry Oakes.

Al recibir la noticia de la muerte de sir Harry, su esposa, su hija Nancy Oakes de Marigny y el resto de la familia del infortunado baronet regresaron a Nassau para encontrarse entre amigos. Lady Oakes hizo trasladar el cuerpo de su marido a los Estados Unidos, donde recibiría sepultura. A Nancy Oakes le permitieron que hablase, en la cárcel, con su esposo, el conde de Marigny. Este la convenció de que era inocente. La muchacha se encontraba en un verdadero dilema. Amaba a su padre y amaba a su marido, y he aquí que a uno de sus seres amados le acusaban de haber quitado la vida al otro. Ella no podía creer que su esposo fuera culpable, ni que hubiera tenido la más leve noticia de que iba a cometerse el monstruoso crimen.

El doctor Paul Zahl, un médico de Nueva York conocido de Nancy, se presentó en las oficinas de Raymond C. Schindler, de Manhattan, el detective privado más sobresaliente del país, y le pidió que interviniese en el caso en favor de De Marigny.

Schindler, un hombre rollizo y suave, de poco más de sesenta años, con una barriga muy desarrollada a consecuencia de la buena vida, era la persona más indicada y recomendable para el caso, dados los círculos en que se movía Nancy Oakes. En los círculos profesionales se conoce a Schindler como el detective de la buena sociedad. El título no es del todo inexacto. Aunque Ray Schindler se encarga de cualquier clase de investigaciones, con tal que sean estrictamente legales y le paguen bien, prefiere actuar en las esferas elevadas de la buena sociedad, del deporte o del teatro. Una de sus pasiones predilectas consiste en coleccionar celebridades. Haciendo excepción quizá del ex director general de Correos, Jim Farley, es probable que no exista en los Estados Unidos nadie que pueda llamar a un mayor numero de personas célebres por sus nombres de pila que Schindler. No tuvo pues nada de particular que el conocido al cual acudió Nancy Oakes solicitando ayuda le recomendase sus servicios.

Schindler, que había leído las noticias del asesinato en los periódicos, no se apresuró a aceptar la proposición que le hacía el doctor Zahl, obrando en nombre de la hija de la víctima.

-Primero -le respondió al médico-, tengo que recibir una carta de Nancy de Marigny diciendo que, si al realizar indagaciones relativas al caso descubro que su marido es culpable, en vez de poder probar su inocencia, estoy autorizado para poner los resultados de mis pesquisas a disposición de las autoridades de Nassau.

El doctor Zahl volvió en avión a la isla y regresó con la carta que solicitaba el detective. Luego discutieron con el hermano de Schindler, el difunto Walter Scott Schindler, la cuestión de los honorarios. Ray Schindler cobra caro, pero Nancy tenía el dinero suficiente. El detective, que en el ínterin se había trasladado a la Costa del Pacífico para ocuparse de otro caso, voló entonces hacia Nassau y se puso a la tarea.

*****

Al contrario de lo que mucha gente creía, Harry Oakes no era inglés. Era yanqui, de Sangerville, Maine, e hijo de un agrimensor de posición modesta. Le nombraron baronet -una categoría más que caballero y una menos que barón-, después de haber pasado a ser súbdito de la Gran Bretaña, cuando le incluyeron en la Lista del Cumpleaños del Rey en 1937, a la edad de sesenta y dos años.

La carrera de Oakes hasta aquel momento había consistido en una serie de tropezones más o menos afortunados al estilo de los protagonistas de Horatio Alger. Pero con una excepción: los héroes de Alger que trepaban desde el fondo hasta la cima, reuniendo una bonita suma durante el ascenso, eran gente ruda, y hasta en ocasiones grosera; jamás malvada. En cambio, Oakes se parecía más que ligeramente al solterón del cuento que estaba malhumorado porque no tenía una hija a quien arrojar en medio de una furiosa tempestad de nieve. Oakes no perdonaba un atropello o una humillación ni al cabo de muchos años de haberlos sufrido.

Cuando entró en la adolescencia -siendo un muchacho de esqueleto recio y pecho abombado- decidió que Maine no era para él; no le gustaban las patatas ni el bogavante, y no sentía una afición especial a cazar ni a pescar. Vio una posible escapatoria adquiriendo una sólida instrucción en el Bowdoin College, donde se ganaba los gastos practicando el béisbol en plan semiprofesional y trabajando de camarero en Mount Pleasant House, Bretton Woods, durante las vacaciones de verano.

Consiguió el título en 1896, a la edad de veintiún años, pero la mejor oportunidad que se le ofreció para iniciar su carrera fue un empleo de escribiente de última categoría. Su salario era tal que, de continuar allí, por la época en que habría podido entrar en un restaurante y pedir una comida sin inquietarse por el precio le habrían caído ya los dientes. Al cabo de dos años de doblar el espinazo sobre un escritorio, abandonó el empleo.

Como todas las demás personas del mundo civilizado que sabían leer o tenían oídos para escuchar, Oakes se interesó vivamente por las fortunas que amasaban en Klondike los buscadores de oro. Con ello dijo adiós a Maine y se puso a quemar etapas hacia el norte, hasta llegar a un terreno en comparación con el cual el Maine parecía, aun en invierno, una estación veraniega. Y encontró todo lo que Klondike y Alaska podían ofrecer… excepto oro. Los perros que tiraban del trineo en que llevaba las provisiones murieron en medio del blanco desierto, y Oakes tuvo que pisar la nieve por espacio de innumerables días. Se le helaron los pies. Perdió la cartera. Hombres de menos reaños se habían derrumbado al sufrir pruebas mucho menos severas. Oakes salió de la ordalía con la mirada de pedernal y levantando el mentón. Había llegado al norte demasiado tarde para cosechar su parte del metal brillante, pero, por Dios, él había de encontrarlo en otro sitio. Era joven, y el mundo, ancho.

Por los campamentos circulaba la especie de que las Filipinas estaban cargadas de mineral y no esperaban sino a los buscadores inteligentes con o sin varillas detectoras. Con el aspecto y el olor de un hombre escapado de un pozo de basura, Oakes se trasladó a estilo de vagabundo hasta San Francisco, y luego embarcó para Manila como cocinero de un barco. Lo mismo que en Alaska, aquí llegó también demasiado tarde; el tren de la fortuna había llegado ya y había partido otra vez de las Filipinas. Próxima escala: África Occidental. Y la misma historia de siempre: los campos auríferos de verdadero valor ya tenían dueño.

Harry Oakes tenía veintiocho años cuando, en 1903, apareció en Australia, todavía a la caza del metal amarillo. Tampoco ahí lo encontró, pero encontró otra cosa. En Sidney, donde hacía los más diversos trabajos para ganarse la vida, se hospedaba en una pensión en la que una hermosa muchacha empezó a hacerle perder el tino. Oakes se preguntaba por qué sería. Al final se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, el astuto muchachito del arco y la flecha le había acertado de lleno en el corazón.

La chica, casi diez años más joven que Oakes, era una atractiva muñeca que llevaba el nombre de Eunice McIntyre, y trabajaba en una joyería. Era una niña amable y dulce, la cual, apresada por la ley de atracción de los polos opuestos, se prendó locamente de aquel aventurero implacable con pecho de barrica.

El único factor negativo era el hecho de que Oakes no poseyera el dinero necesario para formalizar un lazo. Por primera vez en su vida el muchacho de Maine se sintió asaltado por la indecisión. Quería casarse con Eunice McIntyre y quería al mismo tiempo amasar una bonita fortuna en oro. No era posible conseguir las dos cosas a la vez, porque en Australia no había oro, al menos para él.

Mientras estaba pensando qué partido debía tomar, la cuenta de la pensión empezó a recargarse en exceso. Y en ninguna parte de Sidney encontraba trabajo. Oakes tenía el apetito de un leñador, y la dueña de la pensión, adivinando que aquel hombre era capaz de devorar todos sus recursos hasta llevarla a la bancarrota, se decidió a cortar por lo sano. Y le dijo que, o pagaba, o tendría que tomar el trillado camino de la calle.

Miss McIntyre pagó por él; más aún, le prestó dinero para regresar a América.

-Nunca olvidaré el favor que me haces -le aseguró Oakes-. Cuando me sonría la fortuna regresaré y me casaré contigo.

Habían de pasar veinte años y él había de tener casi cincuenta antes de que volviera a pisar el suelo de aquel país.

Después de salir de Australia, Oakes estuvo todavía varios años persiguiendo fuegos fatuos. Luego, en 1911, cuando contaba treinta y seis y estaba más lejos que nunca de haber alcanzado la cima del arco iris, le llegó el rumor de que en el Ontario septentrional, cerca de Porcupine Lake, había depósitos de oro. Como por aquel entonces se encontraba en Nevada y con los bolsillos completamente limpios, vagabundeó hasta el Oeste Medio y luego puso rumbo norte, hacia el punto de destino.

Ya en Ontario había subido a un tren cansino, sin dinero y sin billete, camino de Porcupine Lake. Cuando llegó el revisor y le pidió el billete, Oakes hizo como que lo buscaba por todos los bolsillos.

-¡Vaya! ¿Qué le parece a usted? Se ve que lo he perdido.

El revisor no tenía pelo de tonto. El viajero debía pagar en moneda contante y sonante. Pero el viajero no tenía moneda de ninguna clase. El revisor estudió a Oakes con todo el entusiasmo de un prestamista avaro hacia un fiador insolvente, salió del vagón y regresó luego con un par de guardafrenos. El tren paró, y el hombre que un día había de ser armado caballero por el rey de Inglaterra fue arrojado del convoy sin contemplaciones. Oakes se quedó en mitad de aquellas inmensas extensiones de Ontario, viendo cómo desaparecía el tren y haciendo comentarios en voz alta sobre los ascendientes directos de los tres empleados que le habían expulsado.

Muchas millas tuvo que recorrer andando hasta llegar al campamento minero, una población llamada Kirkland Lake. Allí obsequió a la dueña de una pensión con una canción y un baile, se acomodó en la casa y en seguida salió a recorrer la ciudad en busca de algo, lo que fuese. Trabó conversación con unos nativos y escuchó rumores según los cuales se calculaba que en los alrededores había oro. Oakes se frotó la barbilla. ¡Dios mío, quizá había dado por fin con el lugar preciso! Entonces se fue a la tienda de ferretería de la población y empezó a sondear al dueño tratando de que le vendiese a crédito aperos para abrir excavaciones. El propietario del establecimiento, hombre corpulento y vigoroso, le echó a la calle de un empujón… Era la segunda vez en el mismo día que expulsaban de un sitio al futuro baronet.

El dueño del lavadero local, un chino -que llevaba el celebrado nombre oriental de Lee-, pasó casualmente en el momento en que Oakes salía disparado y daba de bruces contra el suelo. El chino le ayudó a ponerse en pie y le preguntó cuál era el problema en que se hallaba. La narración de la larga cadena de acontecimientos que terminaban en el acto de haber sido echado Oakes de un empellón de la ferretería fascinó al oriental, quien ofreció correr con los gastos de sostenimiento del buscador. Oakes aceptó.

En las orillas del lago Kirkland, Oakes encontró oro. Casi de la noche a la mañana se vio transformado de un vagabundo en un hombre que valía más de trescientos mil dólares. Entonces vendió sus derechos sobre la mina, se embolsó el dinero y sin pérdida de tiempo hizo tres cosas.

En primer lugar fue a ver al chino que le había sostenido, le pagó con creces lo que le debía y luego le preguntó qué era lo que le gustaría tener más que ninguna otra cosa. Por alguna oscura razón, propia de la mente de un oriental, lo que el chino había deseado ardientemente poseer era una sala de cine. Acaso a Oakes le dejara un tanto pasmado escuchar tan singular anhelo, pero no quiso que esto fuera obstáculo para satisfacerlo. Ordenó que las obras comenzasen al instante, y cuando estuvo terminado el edificio se lo regaló, pura y simplemente, libre de todo gasto, a su bienhechor.

En segundo lugar construyó una tienda de ferretería contigua a la del hombre que le había arrojado a la calle y siguió la política de venderlo todo por debajo de su coste. A los tres meses poco más o menos, su enemigo había quebrado.

En tercer lugar buscó al revisor del tren, y como quien le proporciona un apartadero, le pagó una pensión para toda la vida. Según el modo de razonar de Oakes, si aquel revisor no le hubiese arrojado del tren en el lugar en que lo hizo, él habría dejado atrás la ciudad en que halló su primer oro. Como los arrabaleros de Londres habían de decir un día con su acento especial al oír la historia del nuevo haronet, «Sir Harry era un gran muchacho».

Vengados sus resentimientos y pagadas sus deudas, Oakes se puso en marcha de nuevo en busca de un golpe de fortuna nuevo y más importante. Halló oro en otro punto del Canadá, imponiendo a la mina el nombre de Costa del Lago, y casi antes de que él mismo se diera cuenta era multimillonario. La Lake Shore vino a ser pronto la segunda mina productora de oro del mundo.

Por fin, en 1923, a la edad de cuarenta y ocho años, Harry Oakes embarcó para Australia. Una vez en Sidney fue sin pérdida de tiempo en busca de Eunice McIntyre, la muchacha que veinte años atrás le dio el dinero suficiente para abandonar la casa de pensión y el país. Se habían escrito todo el tiempo. Como en las novelas, Eunice le había esperado. Y se casaron.

Como regalo de bodas, Oakes presentó a su esposa un palacio de medio millón de dólares en la parte canadiense de las cataratas del Niágara. Pero Harry Gakes no se daba por satisfecho con un regalo sólo, aunque se tratara de una mansión señorial. Por ello construyó una casa en Newport y otra en Palm Beach, y empezó a moverse entre la gente opulenta. Pronto aprendió a sorber el té con el dedo meñique de la mano derecha bien tieso y perpendicular, a sostener una conversación sin proferir palabrotas y a ceder su asiento a una dama. En el fondo seguía siendo un hombre basto, pero resultaba un caballero muy aceptable en círculos en los que el dinero importaba más que toda otra cosa, porque por aquellas fechas su fortuna ascendía a varios millones de dólares.

En 1935, después de doce años de matrimonio y cuando contaba sesenta de edad, Harry Oakes había engendrado cinco hijos: dos muchachas, de las cuales Nancy era la mayor, y tres chicos, todos más jóvenes que las muchachas. Aunque Oakes, mirándolo bien, era un padre amante y cariñoso para todos sus hijos, tenía un afecto especial por su hija mayor, Nancy.

Ahora, con los millones de la mina amontonándose unos sobre otros, con una esposa amantísima y una familia sin par, a más de los detalles suplementarios de una casa en Canadá y dos en los Estados Unidos, Harry Oakes, el hombre que nunca se daba por satisfecho, decidió, por razones que nadie más que él sabía, marcharse a Inglaterra. Allí compró una magnífica casa en Londres, una finca rústica, y unos terrenos de caza en Escocia. Y empezó a hacer generosos donativos a las instituciones benéficas inglesas. Luego, en junio de 1937, a la edad de sesenta y dos años, la Lista de Honor del Cumpleaños del Rey le nombraba baronet. De este modo el que había sido un rústico muchacho :de la región más solitaria de Maine se convirtió en sir Harry Oakes.

A primeros de 1938, sir Harry recibió a un visitante en su casa de Londres. Era un hombre de ojos negros y cara ancha, ni joven ni viejo, que llevaba el nombre de Harold Christie. Christie, que por aquellas fechas se dedicaba con extraordinario éxito a la gestión de compra-venta de fincas en las Bahamas, se jactaba de poder proporcionarle a un comprador de tierras desde una parcela pequeña hasta una isla entera. La entrevista de Christie y Oakes había de ser el comienzo de una excelente y lucrativa amistad.

Para hablar de fincas rústicas era por lo que el primero había ido a ver al segundo. De fincas rústicas y de impuestos sobre la renta. La Segunda Guerra Mundial se dibujaba claramente en el horizonte. En Gran Bretaña los impuestos sobre la renta eran ya muy gravosos y lo más probable era que fuesen en aumento. Los ingresos de sir Harry ascendían a casi unos tres millones de dólares al año, y como súbdito inglés estaba expuesto a unos pagos que prácticamente se lo llevarían todo. Aunque por aquellas fechas sir Harry tenía quizá cincuenta millones de dólares desperdigados acá y allá, se ponía morado cada vez que pensaba en la cantidad de dinero que proporcionaba todos los años al canciller del Exchequer.

Como si sir Harry no se diera ya sobrada cuenta y no le pesara en el alma, Christie se lo hizo notar con todo detalle. El multimillonario preguntó qué ideas tenía en reserva el visitante.

-¿Por qué no trasladarse a Nassau y avecindarse allí, beneficiándose de que el impuesto sobre las rentas es prácticamente inexistente en la isla? -sugirió Christie; y sir Harry se sintió al momento interesado en extremo.

Precisamente Christie tenía la finca que debía comprar el baronet, una vivienda con veintidós dormitorios que había pertenecido a Maxine Elliott, la famosa actriz americana. Estaba facultado para hacerle entrar en posesión de aquella maravilla por una miseria; una miseria equivalente a medio millón de dólares. Sir Harry y su esposa salieron para Nassau con objeto de ver la finca. Quedaron prendados de la misma, y la compraron pagando al contado. Esto fue en 1939.

Ya en Nassau, sir Harry y lady Oakes se convirtieron pronto en las figuras directoras de la vida de sociedad en un rincón estratégico del mundo donde se daba mucha importancia a etiquetas y formulismos sociales. Daban opíparas fiestas, con cubos de champaña, platos de caviar y todo lo demás en consecuencia. Sin embargo, los años no habían mitigado el espíritu combativo de sir Harry. Una noche fue al «British Colonial Hotel», el mayor de Nassau, y se enfureció contra el camarero principal porque éste, nuevo en el establecimiento y desconocedor de las peculiaridades del carácter del millonario, hizo sentar a sus invitados a una mesa de categoría inferior.

Según contó luego lady Oakes, entonces sir Harry tomó una medida que a muchos hombres les gustaría poder tomar para satisfacer un resentimiento: a la mañana siguiente telefoneó a la «Munson Steamship Company» de Nueva York, propietaria del hotel, y negoció la compra del mismo por un millón de dólares al contado. Aquella noche volvió al hotel deliberadamente tarde a fin de que las mejores mesas estuviesen ocupadas ya, y se dirigió al mismo camarero de la noche anterior.

-Acomódeme en aquella mesa -le ordenó, señalando una de las mejores.

-Pero aquella mesa está ocupada, sir Harry -respondió el camarero.

-¿Qué importa? -replicó el potentado-. Eche fuera a los que la ocupan.

El jefe de los camareros dijo que no podía hacerlo.

-Con que no, ¿eh? -exclamó Oakes-. Pues bien, esta mañana compré este establecimiento, ¡y usted queda despedido!

Cuanto más vivía en Nassau más le gustaba su nueva residencia a sir Harry Oakes. Si bien salía del país de vez en cuando, pasaba todo el tiempo posible en Westboume, incluso los calurosos meses del verano. Entretanto, y siempre con la colaboración de Harold Christie, emprendía negocios diversos, principalmente con fincas rústicas. Habiendo adquirido cada vez más poder e importancia, Christie asumíó un alto cargo en la gobernación de las Bahamas. Con el tiempo los dos hombres -sir Harry con sus inmensas riquezas y Christie con su cargo oficial y su conocimiento del terreno- fueron los que, prácticamente, rigieron toda la vida de las islas.

Fue pues la cosa más natural que cuando el duque de Windsor, acompañado de su esposa, la que antes de casarse se llamó Wallis Warfield Simpson, de Baltimore, llegó para hacerse cargo de sus deberes como gobernador general de las islas, trabase una estrecha amistad con sir Harry. Tan camaradas se hicieron el duque y sir Harry que el primero y la duquesa se alojaron en Westbourne mientras les restauraban la Casa del Gobierno, su residencia oficial. Mientras vivieron allí, se dieron en Westbourne grandes bailes. Su Alteza Real lo pasaba en grande, excepto en aquellas ocasiones en que la duquesa, clavando una fría mirada en la copa de champaña de su marido al ver que la llenaba por décima vez, le decía:

-¡Has bebido ya bastante, David!

En una de tales fiestas apareció en Westbourne un individuo alto y esbelto que contaría, dos más, dos menos, unos treinta y cinco años. Cuando la algarabía llegó a su más alto grado de ruidosidad, sir Harry señaló al desconocido y le preguntó a lady Oakes:

-¿Quién diablos es aquel sujeto?

-De veras que no lo sé -respondió lady Oakes-. Pensé que quizá «tú» le conocías.

-No lo había visto en mi vida -replicó sir Harry–. Y pasa muchos ratos con Nancy. Averigua quién es.

Nancy, que a la sazón contaba diecisiete años y había de heredar más dinero del que podría contar en toda su vida, no faltándole sino un año para llegar a la edad en que podría contraer matrimonio sin el consentimiento de sus padres, tenía los ojos brillantes como dos estrellas. Le dijo a su madre que su amigo era Freddie, o, para ser más explícita, el conde Marie Alfred Fouquereaux de Marigny. Freddie vivía con unos amigos de Nassau. La joven aseguró a su madre que se lo habían presentado según las normas de rigor, pero ella, simplemente, no había encontrado el momento oportuno para presentarlo a sus padres.

El azar quiso que Freddie tuviese una voz asombrosamente parecida a la del actor cinematográfico Charles Boyer, tanto por el timbre como por el acento; poseía una hermosa figura, y en conjunto daba la impresión de un mozo que conocía el arte de conquistar a las mujeres y estaba enterado de su habilidad. Cuando lady Oakes transmitió estos informes a su marido, el baronet estaba completamente decidido a expulsar al conde de la casa. Su esposa le refrenó.

-De acuerdo -replicó sir Harry-, pero mañana lo primero que haré será enterarme bien a fondo de quién es ese truhán.

No todo lo que supo sir Harry del conde Alfred de Marigny fue de su agrado. Enteróse de que se había divorciado dos veces, y también del centenar de billetes grandes que le había dado su segunda esposa cuando todavía les ataba el lazo del matrimonio.

Lady Oakes informó a su hija de estas particularidades. A Nancy no le causaron ninguna impresión.

-Tu padre quiere que no vuelvas a ver jamás a ese hombre -dijo la madre.

Nancy seguía sin impresionarse.

Luego la joven dijo que pensaba hacer un viaje a Nueva York para visitar a unos amigos, y aseguró a su madre que no esperaba volver a ver al conde. Y emprendió el viaje a Nueva York. El conde se marchó un par de días después.

Sir Harry puso a unos detectives sobre la pista de ambos. Los sabuesos localizaron a la pareja demasiado tarde. Nancy y De Marigny habían salido para California como acompañantes de unos recién casados. Por la fecha en que los seguidores llegaron a California, el cuarteto había salido ya para Méjico. En la ciudad de Méjico, Nancy tomó algún alimento que resultó contaminado y contrajo una fiebre tifoidea que la llevó al borde del sepulcro.

Cuando se hubo restablecido, ella y De Marigny se fueron a Nueva York. Allí, en enero de 1943, al día siguiente de cumplir Nancy los dieciocho años, un magistrado los unió en matrimonio.

No mucho después de casarse, Nancy de Marigny descubrió que estaba embarazada. No era una muchacha particularmente robusta, y después de la larga enfermedad pasada en Méjico se encontraba terriblemente decaída. Varios médicos dictaminaron que si el embarazo seguía su curso la vida de la madre podía correr grave peligro, y recomendaron una rápida intervención quirúrgica. El conde se trasladó a Florida acompañado de Nancy, la cual ingresó en el Good Samaritan Hospital de West Palm Beach.

De Marigny ocupó un cuarto contiguo al de su esposa y decidió que, como de todos modos tenía que pasar algún tiempo en el hospital, le extirparan las amígdalas. Al día siguiente de haber sufrido la operación el conde, sir Harry y lady Oakes llegaban de Nassau para ver a su hija. Al dirigirse al cuarto de Nancy, sir Harry se detuvo en el contiguo para expresar al conde la opinión que le merecía el haber puesto a su hija en estado interesante luego de haber salido ella de una grave enfermedad.

No era, que digamos, una opinión muy halagadora.

-Y si no se marcha de este cuarto, lejos de Nancy -le dijo al terminar-, le echaré yo ni que sea al infierno.

El conde se marchó a la callada. Ardiendo de coraje, escribió una carta a Sydney Oakes, el hijo mayor de sir Harry, que contaba solamente quince años; una carta que no se ha dado a conocer al público, pero que más tarde lady Oakes describía como «la más diabólica que un hombre podía escribir a un niño de quince años hablándole de sus padres».

Durante su estancia en West Palm Beach, sir Harry consultó a su procurador, un abogado famoso y de una honorabilidad intachable, llamado Walter Foskett. Foskett redactó un testamento nuevo. Lo que contuviera precisamente el tal testamento no se ha sabido nunca, pero lady Oakes había de decir un día que el documento estaba concebido para «proteger a Nancy de sí misma hasta que llegase a la edad de la discreción».

Por un conducto o por otro, De Marigny tuvo noticia del cambio. Entró como una tromba en el despacho de Foskett y exigió que le enterase de lo que ocurría. Por supuesto, Foskett no se lo quiso decir.

De Marigny había descubierto todavía algo más. Su segunda esposa, Ruth Fahnestock, de la Compañía del «New York Horse Show», al enterarse de que De Marigny se interesaba por Nancy Oakes, escribió una carta a sir Harry y a su mujer, poniendo al conde de vuelta y media. Y no sabiendo dónde se encontraban los destinatarios en el momento de escribir la carta, la envió al procurador Foskett,  el cual, como estaba autorizado para abrir el correo de los Oakes, abrió la carta, la leyó y se la remitió a sir Harry.

Naturalmente, el abogado tampoco quiso revelar el contenido de esta misiva al conde. Más tarde se supo, sin embargo, que, entre otras cosas, miss Fahnestock había hecho mención especial de la costumbre del conde de derrochar grandes sumas de dinero. Todo lo cual no sirvió para mejorar los sentimientos de sir Harry hacia De Marigny.

No obstante, la enfermedad de Nancy cambió la situación, al menos por un tiempo. Profundamente enamorada de su marido, hizo prometer a sus padres que si se restablecía darían lo pasado por pasado. Y así fue como al cabo de un tiempo regresaron todos juntos a Nassau, formando casi una familia feliz.

Sir Harry le preguntó al conde qué sabía hacer, aparte de cazar muchachas con dinero. El conde respondió que tenía una granja de gallinas. Estaba situada a cinco millas de Westbourne, y él y Nancy fijaron su residencia en ella.

Sydney, el hijo mayor del matrimonio Oakes, había cobrado mucho afecto al conde. Visitaba a menudo la granja y se quedaba a pasar la noche en la villa de su cuñado y su hermana. Sir Harry, que se oponía violentamente a la afección que manifestaba su hijo mayor por aquel hombre tan mundano, fue una noche a la villa mientras Sydney estaba allí, y le ordenó que saliese al momento.

-¡Y si vuelves a poner los pies en esta casa, te desheredaré! -bramó-. Con uno de la familia que tenga algo que ver con ese tipo, hay de sobras.

Esto remachó el clavo para mucho tiempo.

*****

Por las fechas en que el detective Schindler estuvo al corriente del pasado de sir Harry Oakes, y habiendo quedado ultimados los preparativos para entrar en Nassau, se fue a Miami, tomó un «Clipper» y sentó el pie en la posesión británica, a los seis días de haberle encargado Nancy de Marigny que se ocupara del caso. Esa especie de antena interior que poseen todos los buenos detectives -y que les permite recoger datos hasta del aire- le hizo notar que, en ciertos círculos por lo menos (especialmente en los círculos oficiales), era tan bienvenido a Nassau, como una epidemia de peste bubónica. Schindler lo tomó con mucha filosofía. Los detectives privados están habituados a cosas así.

Se instaló en unas lujosas habitaciones de la casa de la baronesa de Trolle y su marido, que eran amigos de Nancy, y se puso a leer las noticias que el periódico local había publicado del caso. Lo que decía el diario no pintaba de color de rosa la situación del conde. Después, Schindler hizo una visita al despacho de un apuesto sujeto llamado Godfrey Higgs, uno de los abogados más destacados de Nassau.

Nancy de Marigny había encargado a Higgs la defensa de su marido. Desde el momento en que se vieron, Schindler simpatizó con Higgs, y Higgs simpatizó con Schindler. Terminase como terminase el asunto, los dos colaborarían con excelente acuerdo.

Higgs estaba ya en posesión de la mayoría de datos recogidos por la policía antes de colgarle el sambenito al conde; datos que revelaban que eran muchos los moradores de la isla que tenían algún motivo para matar a sir Harry. Según el modo de ver de Higgs (y luego Schindler había de ver la cuestión de la misma manera) la policía se había puesto en campaña a la caza de un sospechoso al cual adaptar después las pruebas, en lugar de buscar primero las pruebas y ver a continuación de encontrar al sospechoso que aquéllas señalasen.

Higgs le explicó al detective que, según veía él el panorama, la reputación del conde era un factor que le perjudicaba más bien que favorecerle. En pura lógica la reputación de De Marigny, fuese la que fuere, no había de influir para nada en la investigación del caso. Pero influía, evidentemente. Los chicos de la policía habían emprendido la tarea de recoger madera para construir un patíbulo adecuado al conde, echando a un lado toda la que acaso habría servido para levantarlo con destino a otras personas.

Higgs le enseñó a Schindler las fotografías del cadáver de sir Harry. Los retratos reafirmaron al detective en la convicción de que no se trataba de un asesinato cometido por afán de lucro. Cuando un hombre mata por dinero, que era el delito del cual acusaban ahora a De Marigny, comete el crimen del modo más rápido y sencillo que se le ocurre, y luego se marcha.

En cambio, esta vez el asesino no llevaba prisa; se había tomado el tiempo necesario para procurarse una llama viva y aplicarla a los ojos y a las partes genitales de Oakes. Esto parecía indicar un odio profundo, quizá por causa de una mujer. El haber derramado plumas sobre el cadáver después de muerto sugería la idea de que se trataba de un rito religioso, fuese de la religión que fuere.

Aquello, lo mismo podía ser obra de algún indígena de las Bahamas, enloquecido, como de otra persona que se hubiese propuesto que el crimen pareciese perpetrado por un indígena. De todos modos, tanto en uno como en otro caso, resultaba evidente que no era un trabajo que se pudiera realizar en dos segundos.

Acto seguido, Schindler dedicó su atención al elemento tiempo en la coartada alegada por De Marigny. Si todo lo dicho por el acusado era cierto, fue casi inconcebible que pudiera encontrarse en Westbourne entre las dos y media y las cinco de la madrugada.

Según las declaraciones del conde, el solo lapso de tiempo que habría tenido para dejar su villa, cometer el crimen y regresar sin ser visto por nadie, o cuando menos observado por el marqués, habría sido la media hora, poco más o menos, invertida por éste en llevar a la rubia a su casa. Sin embargo, a criterio de Schindler, el conde habría necesitado bastante más de media hora para hacer todo lo que había hecho el asesino.

Durante la noche del crimen rugió una fuerte tempestad; no era admisible que un automóvil hubiese podido correr a grandes velocidades. Pero incluso suponiendo que el conde hubiese necesitado diez minutos nada más para cubrir las cinco millas de distancia desde su villa a Westbourne, el viaje de regreso hubiera requerido otros diez. Con ello le habrían quedado solamente diez minutos para perpetrar el crimen.

Schindler opinaba que para llevar a cabo todo lo que habían hecho en la morada de Oakes se necesitaba más de diez minutos, seguramente mucho más. Suponiendo que el delincuente hubiese sido el conde, habría tenido que moverse con una rapidez pasmosa para aprovechar aquella media hora, y aun así habría contado con una escasez de tiempo desesperante.

El conflicto estaba en que la versión del marqués acerca de lo ocurrido aquella noche difería de la del conde. De Marigny afirmaba que miss Roberts había pasado más de dos horas en las habitaciones de su galán. El marqués no dijo nada de ello. Schindler se figuraba que, llevado por un impulso caballeresco, el marqués procuraba proteger el buen nombre de la rubia, y le planteó la cuestión en términos perfectamente claros. ¿Qué importaba más, el buen nombre de una rubia o la vida de un amigo? El marqués decidió que la vida del amigo importaba más, y corroboró todo lo que el conde había declarado con respecto a sus movimientos en la noche del crimen.

Puestas las cosas así, cada vez parecía menos probable que el conde hubiese podido asesinar a su suegro. Si no había cometido el crimen mientras el marqués llevaba a la rubia a su casa, de ocurrírsele salir con un coche después del regreso de su amigo se exponía a que éste le descubriese. Schindler se enteró de que el marqués tenía un sueño muy ligero.

Schindler, ansiando reunir todos los datos posibles antes de hablar con De Marigny, decidió que habla llegado el momento de realizar una indagación en Westbourne. Las leyes de Bahamas exigían que le acompañasen varios policías. El detalle le hacía tanta gracia como encontrar un ratón en su vaso, pero no podía escoger. Los policías rondaban a su alrededor como mosquitos indígenas.

Toda el área del crimen le dio la impresión de que allí no se habían limitado a encender fuego simplemente, sino que se habían servido de la llama de una antorcha. Concretamente, la cama en la que hallaron al baronet había estado sometida a los efectos de una llama tan intensa que sólo una lámpara de soldador pudo producirla. En las alfombras, en el suelo, en las puertas y en la madera que había entre el cuarto del crimen y el primer piso aparecían señales con todo el aspecto de haber sido producidos por una lámpara de aquella clase, llevada por el asesino.

Cada vez que Schindler volvía la cabeza descubría huellas ensangrentadas de dedos y de manos, ora intactas, ora borradas. Hasta el teléfono francés del dormitorio de sir Harry (el que había utilizado Christie para pedir socorro) y una guía telefónica que había allí cerca estaban manchados de sangre. En la puerta que daba acceso al cuarto de Christie, un dedo ensangrentado habla dejado una extensa huella. Por supuesto, esto era muy comprensible. Christie había tocado el cuerpo de su amigo deseando comprobar si realmente estaba muerto y, con el nerviosismo que hubo de sufrir, se manchó de sangre.

En una pared de la habitación que no interesó particularmente a la policía había señales de manos ensangrentadas. Estas señales estaban cerca de dos ventanas, como si el asesino, después de la primera fase del crimen, se hubiese acercado a las ventanas para ver si había alguien por los alrededores, apoyando las manos en la pared en el momento de asomarse. Era indudable que aquellas huellas provenían de una mano corta y gruesa. El conde las tenía largas y delgadas.

Había llegado el momento de que Schindler hablase con el hombre cuya inocencia o cuya culpabilidad había de demostrar. Schindler había tenido ocasión de aquilatar durante su vida profesional a muchos asesinos. La tendencia al asesinato se presenta en ciertos tipos determinados. La primera impresión que el conde le causó a Schindler fue la de que no pertenecía al tipo de hombre que recurre al asesinato. Quizá hubiese sido un matador de damas, pero no le daba la sensación de ser un matador de hombres. Estaba demasiado enamorado de la vida para que, por ningún motivo, cometiera una acción a consecuencia de la cual la suya corriese el menor riesgo. Más aún, sus palabras le parecieron sinceras a un hombre que llevaba un tercio de siglo aquilatando sinceridades.

Schindler se había enterado de que el conde preguntó a uno de los policías que le guardaban en Westbourne si a uno podían colgarle basándose en pruebas circunstanciales. Schindler le preguntó qué había de aquello. El conde se limitó a sonreír y encogerse de hombros. Considerando su situación, ¿no era natural que lo preguntase?

¿Y el pelo chamuscado de las manos, los antebrazos y la barbita a lo Van Dyk? Su amigo el marqués confirmaría la declaración del conde de que se lo había hecho al encender las lámparas y al soflamar pollos, o quizá sólo en este último menester. ¿No recordaba que ningún barbero le hubiese chamuscado la barba? Pues, quizá no. Acaso se la hubiese soflamado la última vez, y aturullado a preguntas por la policía no lo hubiese recordado. ¿La huella dactilar encontrada por el policía de Miami? Él no había estado en el dormitorio ni durante el crimen ni después. Era posible que la huella de su dedo meñique en el biombo del cuarto de sir Harry la hubiesen imitado. Sí, «imitado». Aquellos dos agentes americanos, y la mayoría de los de allí, habían manifestado un desmesurado afán por hacerle responsable del delito. ¿Por qué no habían mirado un poco en otras direcciones? El conde podía nombrar una docena de personas que tenían mucho que explicar y que ni siquiera habían sido interrogadas.

Schindler se volvió a su hotel y conferenció consigo mismo, decidiendo pedir consejo a fin de orientar sus ulteriores pasos. En consecuencia regresó en avión a los Estados Unidos, se fue a Washington y visitó a un antiguo amigo, Homer S. Cummings, procurador general de los Estados Unidos.

Schindler deseaba el consejo de Cummings en relación con todo lo que había averiguado. Cummings era precisamente el hombre que podía orientarle. Años atrás, siendo fiscal de Connecticut, se encontró en una situación única. Habían acusado de homicidio a un joven. Y aunque Cummings había de actuar de fiscal, estaba convencido de que aquel hombre no había cometido el crimen. De modo que, en vez de acusarle, Cummings emprendió la tarea de demostrar que era inocente. Y en efecto, demostró su inocencia: el acusado había sido víctima de una confusión, le habían tomado por otra persona. De aquel caso sacaron luego una película de mucho éxito: Boomerang.

Cuando hubo escuchado el relato que le hizo Schindler, Cummings dijo:

-Ray, yo creo que el conde de Marigny es inocente. Si en algo puedo serte útil no tienes que hacer más que avisarme.

De regreso a Nassau, después de haber conferenciado con el procurador general, Schindler se enteró de que la policía local se había señalado el programa de no dejarle solo ni un momento, desde que se levantase por la mañana hasta que se acostase por la noche.

Comprendiendo la importancia que las pruebas basadas en las huellas dactilares asumirían en la investigación, Schindler hizo varios viajes a Nueva Orleans y a Chicago a fin de procurarse el mejor experto que pudiera encontrar. Entonces aparecieron en Nassau dos caballeros a los que, igual que en el caso de Schindler, la policía local recibió tan a gusto como se recibe a las hormigas que invaden las empanadas de una merienda. Eran el capitán Maurice B. O’Neil, jefe de la Oficina de Identificación del Departamento de Policía de Nueva Orleans, y el profesor Leonard B. Keeler, director ejecutivo de la Oficina del Crimen del Estado de Illinois.

En los círculos oficiales de los Estados Unidos se tenía al capitán O’Neil por uno de los mejores expertos en huellas dactilares de todo el país. Keeler, un hombre guapo y callado, de poco más de cuarenta años, dotado de una elegancia innata, era el inventor del detector de mentiras y una reconocida autoridad en el campo de la investigación científica del crimen. Ambos eran viejos amigos de Schindler.

El detective estudió una reproducción de la fotografía, tomada por Crown, de la huella hallada y recogida por el policía de Miami, y se dio cuenta de que la habían puesto de manifiesto sobre un fondo de círculos. Estos le dieron la impresión a Schindlér de proceder de una superficie de cristal más bien que de una de papel. El biombo del cual se decía que había salido la citada huella tenía la superficie lisa. Schindler no sabía distinguir, al menos a simple vista, ningún círculo en el biombo. Entonces enseñó la fotografía de la huella dactilar al profesor Keeler y al capitán O’Neil. El primero dictaminó:

-No hay ni una posibilidad entre diez millones de que esa huella proceda de aquel biombo.

O’Neil coincidió en la misma apreciación.

Nada más que por asegurarse, Keeler tomó una fotografía de la parte del biombo en la que el policía de Miami afirmaba haber descubierto la huella del conde. A veces una fotografía revela algo que a simple vista no se apreciaba; pero en este caso no fue así.

-Tráigame una pila de Biblias -le dijo Keeler a Schindler-, y sobre ellas juraré que esa huella no salió de aquel biombo.

Y por todo lo que Schindler pudo averiguar, la huella en cuestión constituía la prueba física más importante que la Corona tenía contra el conde. Schindler lo celebró tomándose un par de vasitos de whisky escocés.

El día en que se descubrió el crimen, y el siguiente, alguien lavó las paredes del cuarto donde había ocurrido, borrando de este modo las huellas de dedos y manos. La guía telefónica del dormitorio de sir Harry no la habían quitado, y estaba cubierta de manchas de sangre. Pero antes de que Schindler llegase y empezara sus indagaciones, decenas de personas la habían tenido en sus manos, de modo que no era posible sacar de la misma huella ninguna que significara nada.

Reuniendo más noticias a medida que proseguían sus pesquisas, Schindler supo que cuando la policía de Nassau llegó por primera vez al escenario del crimen encontró un revólver cargado sobre una pila de facturas, en una cómoda. A partir de aquel momento, el arma desapareció. Por todos los informes que Schindler logró conseguir, sir Harry no poseía revólver ninguno. Quiso entonces hacer un intento por obtener el arma, con objeto de ver si averiguaba de dónde había salido. Pero un funcionario del Departamento de Policía le informó de que la habían hecho desaparecer.

-Guardarla sólo habría servido para enredar toda la investigación -le dijo el empleado-. Al fin y al cabo, sir Harry no recibió ningún disparo.

¡Ciertamente! ¡Si no toda la investigación, habría estropeado al menos su desenlace!

Schindler se figuraba que quizá Oakes llevase el revólver como parte de su equipo personal. De ser así, ello habría indicado acaso que el baronet tenía algún motivo poderoso para temer por su seguridad personal, puesto que todavía era un adversario temible con los puños. Muy interesante. ¿Temía Oakes lo suficiente a alguna persona -hombre o mujer- para pensar que su vida corría un peligro inmediato? Y si temía, ¿a quién? Schindler habría pagado un precio elevado por aquella arma. Por su número de serie habría podido averiguar su origen, y de este modo habría podido poner en claro dónde, cuándo y en qué circunstancias Oakes había entrado en posesión de la misma. En caso de que la hubiera adquirido recientemente, ello indicarla con toda seguridad la existencia de una amenaza definida.

La noche del crimen, cualquier persona podía llegar con suma facilidad al dormitorio de sir Harry. Una lluvia violenta, acompañada de un vendaval furioso con su cortejo de rayos y truenos, se desató durante la mayor parte de la noche. Las escaleras exteriores daban acceso a los porches del piso que prácticamente rodeaban la casa. Todo lo que uno habría tenido que hacer era subir las escaleras y abrir la puerta. Nadie habría podido oír sus pasos, y las puertas no estaban cerradas.

Los dormitorios tenían sus muebles correspondientes, pero los colchones y las sábanas no estaban puestos sobre las camas. Schindler jamás supo por qué causa, en dos o tres ocasiones durante la semana anterior a la fecha en que fue asesinado, sir Harry recorrió el porche del piso para entrar en uno de aquellos dormitorios y dormir en un colchón sobre el suelo. Los criados habían encontrado las ropas de su cama en cada uno de aquellos dormitorios. Sir Harry las había llevado allí por sí mismo sin que lo supiera nadie. Para Schindler resultaba obvio que aquel hombre vivía acosado por un miedo mortal y que se escondía para el caso de que alguno entrase en su cuarto.

Por lo demás, estaba en el campo de lo posible que a sir Harry lo hubiesen administrado una droga antes de acostarse. Suponiendo lo contrario y que el atacante le hubiese despertado, a pesar de sus sesenta y ocho años, sir Harry estaba en condiciones de presentar batalla y dar muchísimo trabajo. Entretanto, habría podido gritar llamando a su amigo y asociado, que dormía en la habitación vecina. También Christie era un hombre fuerte y vigoroso.

Pero no había ocurrido así. El intruso había llegado a la cama sin despertar a la víctima y la había matado, quedándose luego para aplicarle la llama de un soldador y sembrarla de plumas.

Schindler habría dado un alío de vida por haber podido examinar bien el cadáver de Oakes inmediatamente después del crimen. La autopsia y el examen científico de los órganos genitales de Oakes le habrían permitido saber con certeza si había ingerido alguna droga antes de morir o no. También habría mirado con detención la cabeza del baronet, y especialmente las cuatro heridas que presentaba. Sin embargo, las cosas habrían podido estar peor. La policía había tenido una precaución acertada: habían tomado unas fotografías excelentes de la parte de la cabeza de la víctima en que estaban las heridas. Schindler consiguió unas reproducciones de las fotografías y copias de los informes médicos.

Las cuatro heridas dibujaban un polígono rectangular, de unas dos pulgadas de anchura y algo más de longitud. La policía no tenía idea de cuál fuese la clase de instrumento utilizado por el asesino. Tampoco la tenía Schindler. Aunque las heridas formasen un rectángulo, no era posible determinar si procedían de cuatro golpes separados, dejando cada uno la señal correspondiente, o si venían de dos golpes nada más, dados con un instrumento de dos puntas.

Un extremo del soporte de un teléfono de tipo europeo, abatido cuatro veces contra la cabeza de un hombre, podría haber producido aquellas heridas mortales. Aunque en el dormitorio había uno como el que describimos, estaba demasiado lejos de la cama del baronet para que lo hubiesen utilizado para tal propósito. Schindler revolvió todo Westbourne por si descubría que alguien hubiese arrancado de una pared un teléfono francés. Fue inútil.

En el garaje de la parte posterior de la mansión encontró una pila de largueros de madera de dos por dos pulgadas de espesor, y de labios de un criado de Oakes supo que un larguero de aquellos lo habían encontrado la mañana siguiente al asesinato apoyado contra un automóvil de sir Harry que su dueño había dejado aparcado en un camino detrás de la casa. Movido por la curiosidad, el criado había conservado aquel trozo de madera. Schindler lo examinó. No se descubrían en él trazas de sangre. Schindler preguntó concretamente y con insistencia de qué modo estaba apoyado el larguero cuando lo encontraron. Estaba apoyado contra una de las ruedas del coche.

Schindler imaginó que lo del larguero podía explicarse mediante esta hipótesis: El asesino, al entrar en el garaje en busca de algo que le sirviese de arma -un arma que no le delatase- había cogido un par de piezas de aquellas. Al dirigirse a la vivienda propiamente dicha, decidió que con una tenía bastante para su propósito, y por ello se desprendió de la otra. Al dar el larguero contra el suelo, había chocado con la rueda del coche estando todavía en posición casi vertical y se había quedado de aquel modo hasta que el criado lo encontró a la mañana siguiente.

Aunque en un aspecto el larguero le parecía instrumento adecuado, (utilizando cuatro veces una de sus puntas), en otro sentido no se lo parecía. El investigador de categoría posee un aparato digestivo singular. No es capaz de tragarse un elemento de prueba, por muy atractivo que se lo presenten, si no le parece apetitoso. Lo más probable sería que un asesino armado con un trozo de larguero lo utilizase como un palo, en vez de asestar golpes a la víctima con la punta, manejándolo como una espada. Schindler no desechaba en absoluto el trozo de larguero, aunque tampoco lo tomaba como el instrumento probable.

Entretanto, Keeler, el criminalista de Chicago, se dedicaba a la indagación de pistas científicas. Cogió unos trozos de alfombra del cuarto de la víctima y unos pedazos de la madera quemada de la cabecera de la cama y se puso a realizar experimentos en casa de la baronesa de Trolle. De ellos sacó la conclusión definitiva de que el asesino había empleado una lámpara de soldador para su macabra labor.

De Marigny no poseía ninguna, ni tenía motivo para emplearla en la granja de pollos. A pesar de su ansiedad por ver cómo Schindler y Keeler reunían todas las pruebas favorables al conde, es posible que la baronesa de Trolle contemplase los descubrimientos de los dos policías agitada por sentimientos contradictorios. Keeler, experimentando con diversas clases de llamas producidas por combustibles distintos, le llenaba la casa de humo y de mal olor. Para colmo, una llamarada que escapó a su control destruyó un mueble valiosísimo. A estas horas, Schindler todavía está presentando excusas por haber introducido a Keeler en su casa.

Dado que en la comisión del crimen habían utilizado una lámpara de soldador, Schindler quiso indagar por toda la isla para saber quién poseía tales objetos. Descubrió que en la isla era raro encontrarlos, excepto en un sitio donde levantaban unas construcciones para la guerra. El detective pidió permiso para interrogar a los obreros que trabajaban en dichas construcciones. Y se lo denegaron. Schindler empezó a morderse las uñas y a salpicar sus expresiones con más palabrotas de lo que solía.

En los registros oficiales se tomaba nota de todas las personas que entraban o salían de Nassau, especificando su nombre y dirección, la fecha de llegada y la de partida, así como la causa que motivaba una y otra. Schindler quiso echar un vistazo a los registros mencionados. Y le denegaron el permiso.

El detective rechinaba los dientes. Entre las nuevas declaraciones del marqués y las conclusiones a que él mismo y O’Neil habían llegado en relación a la huella dactilar, Schindler confiaba en que la acusación contra De Marigny se derrumbaría al primer empuje en cuanto se celebrase el juicio. Y como para esto era para lo que le habían contratado, había justificado ya sus honorarios. Pero quería hacer algo más. Habiéndose convencido, apoyado en una serie de realidades probables, de que De Marigny no había cometido el crimen, ahora se proponía descubrir al verdadero responsable.

En este punto se enteró de que Oakes poseía otra vivienda en otro sector de Nassau, aunque no tan grande ni tan lujosa como Westbourne. En algunas ocasiones, sir Harry la había utilizado para agasajar a lindas muñecas.

A sir Harry le gustaba manejar herramientas. En la parte trasera de esa segunda residencia tenía un almacén de ellas. Schindler encontró una lista detallada de todo el material que tenía que haber en el almacén. Todo lo relacionado en la lista se encontraba allí, excepto una cosa: un pico de buscador de minerales.

Ahora bien, un pico de buscador de minerales es un apero pesado, de mango corto y con una punta rara, de forma triangular. Los buscadores lo utilizan para recoger muestras de las vetas de mineral. Un pico de buscador pudo ser muy bien el instrumento utilizado para acabar con el hombre que tanto lo había empleado. Su punta triangular habría producido exactamente el tipo de heridas que se descubrieron en sir Harry.

El multimillonario no ocupaba con frecuencia aquella segunda vivienda, que, cuando no estaba él, quedaba completamente abandonada. Un vigilante le echaba un vistazo por las noches. Pero a cualquier persona le habría sido muy fácil, observando previamente las idas y venidas del vigilante, entrar en la casa y llevarse el pico.

Para trasladarse por Nassau, Schindler utilizaba unas veces las piernas y otras un automóvil alquilado que conducía por sí mismo. Y notaba que le seguían, tanto si iba a pie como en coche. A veces veía materialmente a sus seguidores, otras sólo adivinaba su presencia, pero siempre los tenía cerca.

Durante largos años, Schindler había sido muy aficionado a gastar bromas. Semejante afición le venía en principio a causa de su amistad con Joe Cook, un cómico, cuya finca de Lake Hopatcong, en Nueva Jersey, acertadamente bautizada con el nombre de «Rincón sin Sueño», tenía fama desde largo tiempo como campo de ensayo de las bromas más pesadas. De ahí que decidiera divertirse un poco con los policías de Nassau. Una noche paró el coche en el centro de la ciudad, corrió hacia una callejuela, se puso a estudiar una pared lisa con una lupa, trazó un círculo con yeso en un determinado punto, salió corriendo, subió al coche y se marchó a toda prisa. Un agente de la policía de Nassau se pasó una semana en la callejuela tratando de adivinar qué diablos indicaría el círculo en la pared.

Schindler llegó a ser una figura bien conocida en Nassau. Era precisamente lo que él quería. Decíase que con el tiempo habría alguien en la ciudad que, comprendiendo la jugada execrable de que se quería hacer víctima a De Marigny, se pondría en contacto con él y le proporcionaría informaciones altamente interesantes. Y en efecto, una noche, mientras daba un paseo, una mujer que andaba siguiéndole se le adelantó, y haciendo como que topaba un poco con él, deslizó un billete en su mano y aceleró el paso.

Schindler, sabiendo que le seguían pero ignorando si sus guardianes habían visto que la mujer le ponía un papel en la mano, no quiso confiarse en exceso. Estuvo todavía una hora larga vagando por la ciudad y luego subió al coche y regresó a la villa de la baronesa. Sólo entonces atrevióse a leer la nota que le habían entregado. Procedía de una mujer de elevado rango en Nassau, cuyo nombre había llegado a conocer el detective. Le decía que fuese a su casa la noche siguiente a las diez.

La noche siguiente, Schindler dio esquinazo a sus seguidores y de este modo llegó a su destino sin que le observaran. Pudo notar en seguida que la autora del billete era una persona conservadora, muy inteligente, y por lo que le pareció, nada propensa a tomar medidas precipitadas.

-¿Sabía usted que sir Harry tenía oro escondido en la isla de Eleuthera? -le preguntó a Schindler su interlocutora.

El detective había oído algo acerca de un escondrijo de oro, pero no sabía los detalles, muy en particular el de la isla precisa en que se suponía escondido el metal. El oro era una mercancía comprometedora. El Gobierno británico y el de los Estados Unidos habían ordenado su recogida.

-Sí -continuó diciendo la mujer-. Sir Harry tenía varios millones enterrados en Eleuthera.

Eleuthera es una de las islas más extensas de las Bahamas y está situada a unas setenta millas al este de Nassau. Schindier quiso saber cómo había tenido conocimiento su informante de aquel dato.

-¡Bah! -respondió ella-. En Nassau lo sabe casi todo el mundo.

El detective privado no se encontraba en situación de poder comprobar la veracidad de aquella noticia. Pero de pronto se dio cuenta plenamente de que aquella mujer le estaba diciendo que Oakes había tenido oro escondido en Eleuthera. Y le pidió que fuese más explícita.

-Saque usted mismo las conclusiones, mister Schindler -replicó ella-. Pero me figuro que si hace un viaje allá encontrará a los indígenas vendiendo monedas de oro a la mitad poco más o menos de su valor nominal.

Más tarde, Schindler había de enterarse en Nassau de que Oakes, poco antes de su muerte, había hecho varios viajes a Eleuthera. Tratándose de un hombre tan relevante como él, tales viajes habían de despertar sospechas así en Nassau como en la misma Eleuthera.

Era muy posible que los negros de esta última isla -gente astuta y semisalvaje, aunque algunos hablaran con acento inglés- hubiesen sentido curiosidad con respecto a las visitas del baronet y le hubieran seguido. Y que al descubrir el escondrijo del oro, su pobre cabeza hubiese concebido la idea de apoderarse del amarillo metal.

Luego, habiendo sido descubiertos, quizá, por sir Harry, era posible que temiesen que éste utilizara su influencia para hacerlos encerrar en la cárcel, a pesar de que el baronet había violado la ley al no declarar su oro cuando el Gobierno británico ordenó que lo entregasen. Temiendo la venganza de Oakes, era posible que los culpables hubiesen cruzado hasta Nassau en un bote durante la noche, se hubiesen deslizado en el interior de Westbourne, y hubiesen quitado la vida a sir Harry.

El ensañamiento con que se habían cebado en la víctima -el hecho de quemarle los ojos y los órganos sexuales- tenía un marcado carácter de ceremonia ritual primitiva. Por lo tanto, el círculo de posibles sospechosos crecía por momentos.

Schindler se enteró también de que de la Isla del Diablo, la conocida colonia penal de la costa de la Guayana francesa, se habían escapado cinco reclusos, tres de los cuales se creía que se habían escondido en una de las islas Bahamas. Era muy posible que aquel grupo de sentenciados hubiese descubierto el escondrijo de oro de Eleuthera, lo hubiesen robado y luego hubiesen sabido que sir Harry les seguía la pista. Sabiendo el poder que tenía aquel hombre en las islas, no les faltarían motivos para acabar con él.

Schindler localizó a los tres fugitivos, se reunió en secreto con ellos y les planteó el caso sin rodeos. ¿Sabían algo del asesinato de sir Harry Oakes? A través de una larga experiencia, Schindler se cree en condiciones de decidir si lo que le dice una persona es cierto o es falso. En este caso decidió que los fugitivos de la Isla del Diablo no tenían nada que ver con aquel crimen.

A últimos de agosto -varias semanas después de haberse trasladado a Nassau y poco antes de que empezara el juicio contra el conde De Marigny-. Schindler se puso a recapitular lo que había descubierto desde su llegada. Se había convencido de que De Marigny no había cometido el crimen. Se había convencido, además, de que el autor pudo ser uno cualquiera del gran número de enemigos que sir Harry se había ganado antes y después de establecer su residencia en Nassau. Era posible que lo hubiesen perpetrado individuos de color de las islas vecinas.

Entretanto, Schindler se había enterado de las habladurias que circulaban por la localidad. Por ellas supo el nombre de los maridos de algunas mujeres a las que sir Harry había hecho requerimientos, coronados o no por el éxito. Incluso conoció, en ciertas fiestas a las que había sido invitado gracias a su relación con el barón y la baronesa de Trolle, a algunos de estos maridos. Ninguno de ellos, sin embargo, parecía reunir las condiciones pertinentes para que se le tuviera por sospechoso.

Ahora, Schindler decidió retroceder hasta el comienzo, o a unos cuantos días antes del comienzo. Si consideraba las cosas paso a paso quizá topara con algún factor o hecho al que antes no había prestado la menor consideración. En las investigaciones ocurre de este modo.

Una semana antes del asesinato, Christie, el amigo de sir Harry, se instaló en Westbourne con objeto de hacer compañía al millonario. De noche, cuando los criados dormían, los dos hombres se quedaban solos en aquella enorme vivienda. Christie ocupaba una habitación del segundo piso distante unos dieciocho pies de la pared más cercana del cuarto de sir Harry. Los dieciocho pies correspondían a otras dos dependencias, un tocador pequeño y un cuarto de baño. De modo que era posible pasar de la habitación de Christie a la de sir Hárry cruzando una puerta que comunicaba la del primero con el tocador, otra que comunicaba el tocador con el cuarto de baño y una tercera que comunicaba el cuarto de baño con el cuarto de sir Harry.

Había también otro medio de pasar del cuarto de Christie al de su amigo: una puerta vidriera daba acceso de la habitación del corredor de fincas a una galería que corría a todo lo ancho de la casa; una puerta similar daba salida de la habitación de sir Harry a la misma galería. Los dos hombres tenían la costumbre, cuando se quedaban solos en la casa, de salir por las mencionadas puertas y reunirse en la galería por la mañana, para desayunar.

La noche del sexto día, sir Harry y Christie estuvieron sentados en la galería tomando un vaso de una bebida compuesta con ron del país, azúcar y zumo fresco de limón, un agradable refresco nocturno. Luego ambos se retiraron a sus respectivas habitaciones.

Por la mañana -la del séptimo día- desayunaron también en la galería. Luego estuvieron todo el día muy ocupados, preparando la partida de sir Harry en viaje de negocios para América del Sur.

Regresaron a Westbourne a las cinco de la tarde, aproximadamente, jugaron un par de partidas de tenis, bebieron unos vasitos, y se bañaron y se vistieron para la fiesta de despedida que sir Harry daba aquella noche. La reunión se disolvió a eso de las doce, y después de haber puesto cada cosa en su sitio los criados abandonaron Westbourne y se fueron a dormir. Christie y sir Harry tomaron otro par de copitas y se retiraron a sus respectivas habitaciones. Toda la noche rugió una tormenta infernal. Por la mañana, al no salir sir Harry a la galería a tomar el desayuno, Christie entró en su cuarto y descubrió el cadáver.

Schindler se preguntaba una y otra vez qué había ocurrido en el intervalo de tiempo que mediaba entre el momento en que Christie y Oakes se separaron para descansar y el instante en que Christie pasó de la galería al cuarto del baronet, por la mañana.

Desde su llegada a Nassau, Schindler se había encontrado en varias ocasiones con Christie en la calle y de vez en cuando en alguna reunión. Jamás se habían dirigido la palabra, limitándose a saludarse reservadamente con un movimiento de cabeza. Al fin y al cabo se encontraban en costados opuestos de la valla oficial. Christie actuaría de testigo de la Corona, y Schindler trataría de echar por el suelo la acusación de la Corona. Pero aunque no hubiese sido ésta la situación, es probable que no hubieran simpatizado. Era un caso de afinidad química, simplemente, aquellos dos hombres no congeniaban.

Y ahora, Schindler empezaba a formularse unas cuantas preguntas acerca del otro. En la isla, todo el mundo tenía una palabra de elogio para Christie… o al menos así lo parecía. Sin embargo, nadie parecía muy enterado de sus circunstancias y su procedencia. Por lo visto se había presentado inopinadamente en Nassau, y con los años se había convertido en una potencia de aquella localidad. Pero a oídos del detective empezaban a llegar susurros velados. Algunos residentes de la isla que habían venido de puntos lejanos y comprado fincas a Christie no estaban satisfechos de sus adquisiciones. Si, en verdad, algunos de los clientes de Christie en materia de fincas rústicas estaban muy descontentos de las compras que éste los había recomendado. Sin embargo, no se quejaban en voz alta. Fuese por el motivo que fuere, ciertas personas parecían tenerle miedo a Harold Christie. El detalle iba interesando a Schindler.

Precisamente por aquellas fechas, un hombre acudió al despacho que tenía Schindler en Nueva York y se presentó bajo el nombre de Harry Phillips, antiguo agente de policía del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. Phillips habló con Walter Schindler y dijo que había leído en los periódicos que su hermano Ray se ocupaba del caso Oakes.

-Es cierto, ¿y qué? -inquirió Walter.

-Mire usted -respondió Phillips-, he pensado que quizá les gustaría saber algo acerca del sujeto llamado Christie.

¿Qué sabía Phillips de Christie? Pues para empezar Christie distaba mucho de ser el hombre inofensivo que veían en él los ciudadanos de posición de Nassau. Phillips explicó que Christie tenía un pasado feo. Había sido contrabandista de licores en tiempos de la Ley Seca, y, según opinión corriente, se le creía relacionado con la pandilla de Al Capone de Chicago, y en Boston, allá por el mil novecientos veinte y tantos, había tenido algún conflicto con los federales. Según Phillips recordaba, hubo una orden de detención contra Christie, pero la orden no llegó a cumplirse.

La oficina de Boston de la organización Schindler examinó las estadísticas federales, sin conseguir ningún resultado. Walter Schindler le dijo a Phillips que debía de estar equivocado.

-Ni pensarlo -contestó Phillips-. Iré a Boston y buscaré la nota por mí mismo.

Phillips había de llevarse una sorpresa. En los índices federales de Boston no había nada que indicase que Harold Christie hubiese sido acusado en ningún momento de la infracción de una ley federal. Simplemente, aquello no concordaba. Phillips estaba perfectamente seguro de que poco después del 1920 se había dictado una orden de arresto contra Harold Christie.

Todos los registros federales llevan números, los cuales quedan recopilados en los índices que llevan el nombre de las personas acusadas, Así, pues, Phillips emprendió la prolija tarea de repasar todos los índices, empezando por el de 1920. Lo que esperaba averiguar era que en dichos índices faltaba un número. Y en efecto, era así.

Entonces pidió que le dejasen ver los informes a que se refería el número que faltaba. Dichos informes daban cuenta de que Harold Christie había violado una ley federal. Incluida en ellos estaba la orden de detención que no se cumplió. Alguien había eliminado de los índices el número que hacía referencia al informe y a la orden antedicha, similar a las órdenes judiciales. De no haber sido por la intervención de Phillips, el informe del caso Christie podía haber quedado olvidado hasta el Día del Juicio.

Phillips hizo sacar una copia del informe federal y se la llevó a Nueva York, desde donde Walter Schindler la envió por correo a Raymond, en Nassau. La copia del informe federal podía jugar un papel importante en el juicio. Si poniendo al descubierto su pasado, se demostraba que Christie, el testigo de la Corona, no era precisamente un caballero con toda su armadura, la acusación quedaría sensiblemente debilitada.

Cuando el juicio estaba a punto de empezar, el coronel R. A. Erskine-Lindop, superintendente de Policía -uno de los primeros que habían llegado al escenario del crimen y que se creía tenía sus dudas acerca de la culpabilidad del conde- fue trasladado a la isla de Trinidad. Alli había de ser Comisario Ayudante de Policía. Aunque el traslado estaba en proyecto desde antes del asesinato de sir Harry Oakes, ciertos observadores de lo que estaba ocurriendo opinaron que era un tanto raro que no le llamaran como testigo en el juicio.

Schindler no esperaba precisamente recibir el sobre conteniendo el informe sobre Harold Christie en cuanto llegara a Nassau. Como toda la correspondencia que llegaba a la isla, estaría sujeto a la censura de guerra. Pero no sospechaba que no lo recibiría a tiempo para utilizarlo en el juicio.

Por otra parte, sabía que sería una infracción de las normas establecidas tratar de ponerse en contacto directamente con los censores. Habría podido solicitar de Harold Christie que le hiciera este favor, puesto que Christie, que era prácticamente quien gobernaba la isla, tenía cierto poder sobre los encargados de la censura. Pero pensar en pedirle que averiguase lo que había sido de un sobre conteniendo acusaciones contra su persona era pensar en lo excusado.

De modo que el juicio contra Alfred de Marigny por el asesinato de sir Harry Oakes, que empezó en octubre, y había de durar veintidós días y ocupar más espacio en los periódicos que otro ninguno desde el de Bruno Hauptmann por el secuestro y asesinato del hijo de Lindbergh, se celebró sin que Schindler estuviera en posesión de aquellos interesantes datos sobre la persona de Christie. No era posible pasar por todos los formulismos legales y otras medidas que requerían bastante tiempo para obtener en fecha oportuna una segunda copia certificada de las actividades de Christie. Schindler no tuvo la información deseada sino hasta después de haber terminado el juicio.

En la sala del juzgado todo el mundo se preguntaba cómo se desenvolvería Harold Christie. Se desenvolvió perfectamente. Hizo un sencillo relato de cómo descubrió el crimen. Si hubo alguna conmoción en Westbourne mientras lo cometían, él no la oyó porque estaba profundamente dormido. De todas formas, la tormenta tropical habría ahogado todos los ruidos que se produjesen en el cuarto de su antiguo amigo y asociado.

La defensa, tratando de contradecir la afirmación de Christie según la cual luego que sir Harry y él se retiraron a descansar, ya no salió de Westbourne, puso en el estrado de los testigos a un oficial de policía que conocía a Christie desde que ambos eran muchachos, el capitán Edward Sears.

El capitán Sears atestiguó que había visto a Christie conduciendo una furgoneta no lejos de Westbourne a eso de las doce de la noche en que se cometió el crimen. Este dato, recogido por un oficial de la policía, causó mucha extrañeza. El oficial había visto a Christie cuando la furgoneta que él mismo conducía se cruzó con otra que iba en dirección opuesta. Sears sostenía haber visto a Christie en esa segunda furgoneta. Según los cálculos del policía, ambos vehículos corrían a unas quince millas por hora. Los vehículos se cruzaron precisamente al pasar por debajo de una farola del alumbrado público.

La declaración de Sears puso en ascuas a Christie. Por lo visto, el oficial de policía había incurrido en un error. Aunque parezca curioso, nadie hizo notar el hecho de que Christie tenía un hermano que se le parecía mucho. Se le parecía tanto, en realidad, que en las condiciones en que el policía vio al hombre de la furgoneta, se les podía confundir fácilmente.

El marqués de Videslou-Guimbau y la rubia Betty Roberts manifestaron que el conde no había estado fuera durante el intervalo de tiempo en que se había perpetrado el asesinato. El jurado, compuesto únicamente por hombres, empezó a concebir ideas singulares. Se pasaban las noches encerrados en un hotel, y las horas les parecían muy largas. Uno de ellos envió una petición por escrito al fiscal. «Envíenos seis rubias», decía.

Cuando el capitán Barker, el policía de Miami, ocupó el estrado de los testigos, Godfrey Higgs, abogado director de la defensa, abrió fuego con municiones proporcionadas por Schindler, el capitán O’Neil, del Departamento de Policía de Nueva Orleáns, y Keeler. La principal prueba acusatoria contra el conde era la huella dactilar revelada por Barker. La defensa convenció al jurado de que aquella impresión, que afirmaban haber obtenido de un biombo del dormitorio de la víctima, no era posible que hubiese salido de dicho biombo.

El citado biombo era de una substancia granulosa, y la fotografía no mostraba aquel grano en el fondo. Higgs convenció al jurado de que Barker había falsificado la huella, de que la habría recogido mediante esparadrapo escocés de algo que De Marigny había tocado después de su detención.

Con esto, Alfred de Marigny fue absuelto rápidamente. Barker, que resultó ser un aficionado a las drogas, regresó a los Estados Unidos y murió de un tiro.

Esto no significa que el conde estuviera ya libre de quebraderos de cabeza, por lo menos en Nassau. El jurado recomendó que fuese deportado. El conde se dio prisa a escapar. Parece que, entre otras cosas, era culpable de haber violado las normas del racionamiento de la gasolina en tiempo de guerra. Él y su esposa partieron para Cuba. Pero antes de marchar asistió a una reunión intima en la finca del barón y la baronesa de Trolle. Allí estaba también Keeler con su polígrafo.

-Oiga -le dijo el conde al profesor-, ¿qué le parece si me sometiese a una prueba con el detector de mentiras en relación con el asesinato de sir Harry Oakes? Me gustaría ensayarla. No sé si sabe que cuando estaba detenido pedí a la Corona que me sometieran a esa prueba, pero se negaron.

La prueba tuvo lugar en presencia de un taquígrafo. He ahí las preguntas y las respuestas:

P.-¿Se llama usted Alfred de Marigny?

R. – Si.

P. -¿Conocía a sir Harry Oakes?

R. – Sí.

P. – ¿Sabe usted quién mató a sir Harry Oakes?

R. – No.

P. – ¿Ha comido usted algo hoy?

R. – Sí.

P. – ¿Fue usted el que mató a sir Harry Oakes?

R. – No.

Las respuestas de De Marigny a las preguntas trascendentales no produjeron más reacción en el mecanismo del detector de mentiras que las que dio a las preguntas sin importancia. Desde hace tiempo, el detector de mentiras es un instrumento de toda confianza en lo tocante a registrar las reacciones culpables. El hecho de que las respuestas de De Marigny no produjeran en el aparato ninguna reacción indicadora de culpabilidad convenció a muchas autoridades en el campo de la investigación criminal de que aquel hombre no sabía nada del asesinato de Oakes.

En este punto, todo el mundo hizo las maletas y se marchó a su casa. Pero Raymond Schindler, sentado en su despacho de Nueva York, todavía no había terminado con el caso Oakes, sino que repasó el asunto por entero en colaboración con el Procurador General, Cummings. Después de meditar detenidamente el caso, el Procurador General le escribió la siguiente carta:

«De lo que veo por el informe recogido, la policía de Nassau incurrió en un error común a los agentes sin experiencia de todas partes del mundo. Primero buscaron a la persona que lógicamente podía parecerles sospechosa, y luego se pusieron a la tarea de reunir datos que se conjugaran para demostrar su culpabilidad. Desde este primer paso es muy fácil caer en un estado mental en el que el investigador cierra los ojos a todos los datos e indicios que se le ofrecen, excepto a aquellos que parecen confirmar la teoría preconcebida que se ha formado en su mente.»

Luego, Schindler dirigió la siguiente carta al duque de Windsor:

«Sabiendo lo mucho que se preocupa por el bienestar de los ciudadanos de las Bahamas, me tomo la libertad de dirigirme a usted sobre una cuestión de gran importancia. Tengo la firme opinión de que es posible hallar al asesino de sir Harry Oakes, identificarle, demostrar su culpabilidad y entregarle a la justicia.

Durante el encarcelamiento y el juicio de Alfred de Marigny no hubo lugar para llevar a cabo una investigación adecuada. Se pasaban por alto todas aquellas declaraciones que no se referían concretamente al acusado. No sería preciso decir que tanto yo como mi asociado, Leonard Keeler, aceptaríamos gustosos la oportunidad de trabajar en el caso. Estaríamos dispuestos a ofrecer nuestros servicios sin recibir ninguna compensación.»

*****

El caso Oakes lo había seguido un personaje de la talla del Presidente Franklin D. Roosevelt, aficionado de antiguo a las intrigas detectivescas. Tanto es así, que incluso se había formado sus propias teorías sobre el misterio que rodeaba la muerte de sir Harry, y, definitivamente, De Marigny no era su hombre. El Presidente, como prácticamente todas las personas enteradas de los hechos más destacados, tenía la idea concreta y definida de que la investigación sobre el asesinato del baronet había sido llevada del modo más indicado para oscurecer los hechos.

El Procurador General, Cummings, discutiendo un día el caso con el Presidente, recibió un tácito consentimiento, expresado con una inclinación de cabeza, al indicar que la Oficina Federal de Investigación, a pesar de lo atareada que estaba desenmascarando espías, podría arreglárselas para enviar unos cuantos agentes suyos a Nassau a desentrañar el misterio. Scotland Yard hubiera podido hacer lo mismo. Pero su alteza real el duque de Windsor no quiso nada parecido. Uno de sus secretarios envió a Schindler una carta formularia dando las gracias y la negativa.

Sin embargo, el duque hizo una cosa. Ordenó una investigación acerca de cómo se hacía cumplir la ley en las islas. Las indagaciones dieron aproximadamente los mismos resultados que las que se podrían llevar a cabo acerca del problema del juego en casi todas las ciudades americanas.

El Daily Tribune de Nassau hubo de decir lo que sigue:

«Ahora Nassau puede descansar después de haber vivido durante un mes las emociones más tensas, engendradas por el juicio de Alfred de Marigny.

»Antes de haber llegado a una fase avanzada, el juicio recibió adecuadamente la denominación de «La Tragedia de Errores». El error primero -y quizá el más grande- se cometió cuando su alteza real el gobernador telefoneó a larga distancia, y, evidentemente, obtuvo el número que no le convenía. Pero al opinar sobre el hecho, hay que reconocer que su alteza real obraba de buena fe, tomando la medida que le parecía mejor en interés de la Colonia.

»Nos satisface que en el capítulo de cierre de este caso, la nube que amenaza oscurecer la actuación de toda la vida y la carrera del honorable Harold Christie fuese despejada por completo por la defensa, la acusación y los miembros del jurado. Míster Christie ha servido bien a este país y sus ciudadanos le deben un inmenso tributo de agradecimiento.»

Hoy en día, Harold Christie, cuya actuación de toda la vida y cuya carrera quedaron temporalmente oscurecidas, sigue siendo una potencia en la isla. El conde y Nancy Oakes de Marigny hace tiempo que se divorciaron. El conde, por su parte, frecuenta los balnearios de moda, lo mismo que antes. Raymond Schindler se sienta en su despacho de Nueva York después de un día de gran ajetreo, reflexionando sobre los misterios del caso Oakes. Él todavía sigue creyendo que si pudiera trasladarse a Nassau y tener carta blanca, pondría el misterio a plena luz. Pero el tiempo pasa. Aunque ninguno de ustedes lo adivinaría fiándose de la vista nada más, Raymond Schindler ha rebasado hace ya días los setenta años.

Con todo, una cosa es cierta, oficialmente hablando: Marie Alfred Fouquereaux de Marigny no era culpable del asesinato. Otra cosa es igualmente cierta: Los altos cargos de Nassau han demostrado que no quieren que Schindler, ni ninguna otra persona, ponga de manifiesto la culpabilidad del verdadero asesino de sir Harry Oakes.

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