
- Clasificación: Asesino en masa
- Número de víctimas: 8 +
- Fecha del crimen: 13 de julio de 1966
- Fecha de detención: 17 de julio de 1966
- Fecha de nacimiento: 6 de diciembre de 1941
- Perfil de la víctima: Gloria Davy, 22 años / Mary Ann Jordan, 20 años / Suzanne Farris, 21 años / Valentina Pasion, 23 años / Patricia Matusek, 20 años / Merlita Gargullo, 22 años / Pamela Wilkening, 20 años / Nina Schmale, 24 años
- Método del crimen: Estrangulación - Arma blanca
- Lugar: Chicago, Estados Unidos (Illinois)
- Estado: Condenado de 400 a 1.200 años en prisión el 22 de noviembre de 1972. Muere en prisión el 5 de diciembre de 1991
Índice
Richard Speck
Última actualización: 17 de marzo de 2015
Asesino de ocho enfermeras en Chicago el 13 de julio de 1966. Condenado a 600 años de prisión. Se sospecha que cometió por lo menos ocho crímenes más, con violaciones, en los cuatro meses que precedieron a su matanza de Chicago.
Un día de julio de 1966, Richard se levantó de la cama y escuchó una noticia que le horrorizó: la noche anterior habían asesinado a ocho enfermeras. No podía imaginar que el culpable era él.
Baño de sangre
Speck estaba hecho un lío: divorciado, sin casa y sin blanca. En una bochornosa noche de 1966 cruzó el limite de la cordura con un cóctel letal a base de alcohol y drogas.
En julio de 1966 se alcanzó la cifra récord de setenta y dos personas asesinadas en Chicago. Ocho de ellas murieron en una sola noche y este crimen traumatizó a toda la nación.
Aquel verano la ciudad soportaba temperaturas superiores a los 90 grados Fahrenheit. Muchos habitantes buscaron refugio en los bares donde solían tomar copas habitualmente. Dentro, el aire acondicionado permitía soportar el calor de las calles.
Para Richard Speck, un marinero de veinticuatro años, hacía mucho que la barra de un bar era su puerto preferido… Hiciera sol, lloviese o nevase. Vivía en Texas, aunque desde su reciente divorcio había estado dando tumbos de aquí para allá y cambiando de trabajo. Su mujer, una adolescente, eligió separarse de él a principios de 1966. Finalmente, la «corriente» le había llevado hasta Chicago. Al principio se quedó en la casa de su hermana, Martha Tlornton; y se puso a buscar trabajo.
No tardó mucho tiempo en convertirse en cliente asiduo de los tugurios más mugrientos de Chicago. Al entrar era fácil toparse con su cara de carrillos hundidos y pómulos salientes; con otro rasgo que le diferenciaba: las numerosas marcas de viruela. Ante sus húmedos ojos azules se adivinaba con frecuencia la nube provocada por la adicción a las drogas. Prefería los barbitúricos, aunque estaba dispuesto a probar lo que cayese en sus manos; unas manos grandes y abombadas que solían estar aferradas a un vaso de licor.
Cada vez pasaba menos tiempo con su hermana, y prefería elegir pensiones de mala muerte de la zona de Skid Row. No obstante, todas las semanas se pasaba por las oficinas de contratación del sindicato de marineros para ver si había algún navío en el que embarcarse. Quería ir a Nueva Orleans, pero al enterarse el martes 12 de una vacante en un carguero de mineral que partía hacia Indiana no lo dudó, pago la cuenta de la habitación y abandonó el hotel.
Al llegar al muelle le comunicaron que se trataba de un equívoco: le habían dado el puesto a otro tipo. Speck regresó a Chicago. Le habían rechazado; no tenía ni un penique para comer; no sabía dónde iba a pasar la noche. Dejó las maletas en una gasolinera y buscó un rincón para dormir en una casa a medio construir que había en las cercanías.
Al día siguiente le ofrecieron un puesto en un buque transoceánico que soltaba amarras el lunes, y exultante de alegría llamó a su hermanastro. Este le prestó 25 dólares para que fuera tirando hasta el gran día. Cogió una habitación en el Shipyard Inn, un sórdido hotel del South Side de Chicago, y acto seguido se fue a jugar al billar. Tenía los dedos ágiles y ganó otro poco de dinero. Las cosas iban tomando otro cariz. Se tragó seis «redbirds» -píldoras de barbitúricos- y se fue a dar un paseo por el lago Michigan.
Desde que se había levantado no había parado de beber, tal como era su costumbre. La mezcla de la borrachera y las píldoras le aletargó agradablemente. Hacia las tres de la tardé volvió al bar y empezó a
charlar con tres tipos que dijeron ser marineros. Hacia las seis, los cuatro salieron del antro y se dirigieron a un lugar en el que Speck «jamás había estado antes».
Los marineros sacaron una botellita azul y se inyectaron un líquido de color claro. Speck no sabía lo que contenía la botella, ni le importaba. Se subió la manga y se «metió» un pinchazo sin pensárselo dos veces. Se recostó; el mundo empezó a difuminarse ante sus ojos.
El tiempo empezó a cambiar conforme avanzaba la tarde. Nubarrones de tormenta se arremolinaron sobre el Lago Michigan. La temperatura descendió algunos grados y la humedad aumentó. La pesada noche que se cernía sobre la ciudad se volvió más sofocante. La gente abría las ventanas de sus casas para aprovechar cualquier brizna de viento que aliviase el pegajoso ambiente nocturno. Las ventanas de la residencia de dos pisos situada en el barrio de Jeffery Manor -calle 100, 2319 East- también estaban abiertas de par en par.
Era una de las seis casas del bloque edificado entre Luella Avenue y Crandon Avenue. Tres de ellas las ocupaban enfermeras en período de prácticas que realizaban cursos de perfeccionamiento en Chicago. Cada apartamento albergaba a ocho inquilinas.
La mayoría eran estudiantes, pero también había tres enfermeras licenciadas de Filipinas que asistían a clases para posgraduados.
Corazón Amurao, una de las ATS, acababa de meterse en la cama en la habitación del segundo piso que compartía con otra compañera, Merlita Gargullo. A las once en punto de la noche escuchó cuatro golpecitos suaves en la puerta de su dormitorio…
Pensó que era una de las chicas; se levantó, quitó el pestillo y abrió. Ante ella apareció un hombre de ojos agradables que la empujó y entró en la habitación. Se tambaleaba un poco y despedía una inconfundible peste a alcohol. En la mano llevaba una pistola. «No se preocupe, no voy a hacerle daño. Sólo necesito dinero para llegar a Nueva Orleans …»
Reunió a las seis enfermeras que había en la casa en el dormitorio principal de la parte trasera. Les dijo que se sentaran en el suelo y apagó las luces. «¿Dónde tienen el dinero?», preguntó. Una tras otra, las muchachas le entregaron el contenido de sus monederos. Seguramente no era una suma fantástica: muy probablemente menos de cien dólares en total.
A las 11,30 llegó otra chica a la casa: Gloria Davy. El hombre se la encontró al entrar en el dormitorio y la «aligeró» de otros dos dólares. Insistía en que no quería hacer daño a nadie, pero cogió una sábana, la cortó en tiras con una navaja de bolsillo y maniató a todas las enfermeras.
El tipo no daba muestras de querer irse. Se acuclilló al lado de las cautivas y empezó a charlar amigablemente con ellas. Entretanto, golpeaba el suelo con el cañón de la pistola y no paraba de mirar por la ventana de la habitación.
Desató los tobillos de una de las muchachas, Pam Wilkening, y se la llevó fuera del dormitorio. Las demás escucharon un profundo suspiro… Después, el silencio.
La última de las chicas que compartía el piso llegó hacia medianoche. Suzanne Farris venía acompañada por una amiga que también estudiaba enfermería, Mary Ann Jordan. Las dos entraron en el dormitorio principal. El hombre les siguió los pasos, las amenazó con la pistola y las hizo salir de nuevo.
Las jovencitas atadas oyeron algunos ruidos, gritos apagados y el agua de un grifo del baño.
Al cabo de veinte minutos, el hombre regresó para llevarse consigo a otra mujer. Le tocó a Nina Schmale. A estas alturas las chicas estaban aterrorizadas e intentaron ocultarse. Corazón Amurao fue rodando por el suelo hasta refugiarse bajo una cama.
La vez siguiente, el extraño sujeto se llevó a Merlita Gargullo y a Valentina Pasión. Corazón escuchó suspirar y protestar a las chicas. Merlita exclamó en español: «¡Ay, me hace daño!» Acto seguido volvió a imponerse el pesado silencio en el cuarto. Corazón procuraba no moverse ni un milímetro.
Patricia Matusek siguió la desconocida suerte de sus predecesoras. El hombre se inclinó sobre ella y la arrastró consigo. Patricia preguntó: «¿Por favor, podría desatarme antes los tobillos?» Ya sólo quedaban Amurao y Gloria Davv. La joven filipina procuro esconderse todo lo más posible bajo el somier.
Al cabo del intervalo habitual, unos veinticinco minutos, oyó los pasos del hombre acercándose a la puerta. Podía ver al sujeto desde su escondite. Le quitó los pantalones vaqueros a Gloria; se bajó la cremallera de los suyos, y se recostó sobre ella.
Corazón apartó la vista de la escena, pero el rítmico crujir de los muelles de la cama no ofrecía ninguna duda sobre lo que estaba pasando. De pronto, el intruso preguntó con desconcertante amabilidad: «¿Por favor, podrías poner tus piernas alrededor de mi espalda?».
El rechinar de muelles se detuvo. Amurao se atrevió a echar un vistazo fuera de su guarida: la habitación estaba vacía. Salió de su escondrijo y se metió bajo la cama de Gloria. Ella estaba encima, inmóvil, tapada por las sábanas. Se quedó totalmente quieta, intentando captar el más mínimo ruido. Pasarían unos 45 minutos… Entonces, el hombre volvió a entrar en el dormitorio. Encendió la luz. No quedaba nadie, aparentemente. Dio media vuelta y salió.
Amurao seguía escondida, agarrotada, nerviosa, sin atreverse a hacer ningún movimiento, sin hacer el menor ruido, sin respirar. A las cinco de la mañana sonó un despertador en uno de los dormitorios. Las chicas solían incorporarse a sus turnos en el hospital a las seis y media.
Hacia las seis se enfrentó a su miedo: salió de debajo de la cama, consiguió desatar las ligaduras y se encaminó por el pasillo a su dormitorio. Allí encontró los cadáveres de Mary Ann y Suzanne Farris. Al lado yacía Pamela Wilkening. Había sangre por todas partes.
Temía descender a la planta baja. Quizás el asesino seguía en la casa. Rompió la ventana de la habitación y saltó a una cornisa de sesenta centímetros de ancho que rodeaba todo el edificio, pero desde allí no podía alcanzar la acera; la cornisa estaba a tres metros del suelo. Se arrodilló. En sus manos agarraba con fuerza algunos trozos de cristal roto. Muerta de miedo, empezó a gritar: «¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! Todo el mundo está muerto. Soy la única que ha quedado viva.»
Una vecina, Betty Windmiller, se acercó para averiguar quién causaba el alboroto. Ella y un hombre que estaba paseando a su perro, Robert Hall, avisaron a la policía.
El primer agente en llegar al lugar de los hechos fue Daniel Kelly que había estado patrullando la zona durante su turno.
Descubrió que la puerta trasera estaba forzada y le faltaba uno de los paneles. Entró en la casa. En el salón se topó con el cuerpo desnudo de una muchacha; alrededor del cuello tenía un trozo de tela fuertemente anudado.
Le dio la vuelta al cadáver y reconoció inmediatamente a Gloria Davy. Charlene, la hermana de Gloria, había sido su novia.
Halló otros nueve cuerpos en el primer piso. Patricia Matusek estaba en el baño. Le habían dado fuertes patadas en el estómago y después estrangulado. Sobre el suelo del dormitorio que daba a la fachada de la casa se encontraban amontonados de cualquier manera los cuerpos de Merlita y Valentina. Nina Schmale estaba tumbada en una de las camas. Todas presentaban heridas de cuchillo en el cuello. Gargullo y Schmale habían sido estranguladas, además de apuñaladas.
En el cuarto situado más al este yacían Mary Ann y Suzanne Farris. Ambas acuchilladas antes de sufrir el estrangulamiento de rigor. Parece ser que Farris se defendió antes de morir, ya que tenía dieciocho incisiones y navajazos. Sobre otra cama encontraron a Pamela Wilkening con una herida de cuchillo en el pecho y varias ligaduras alrededor del cuello.
Andrew Toman, el juez de instrucción forense de Cook County, era un hombre curado de espanto, pero estos asesinatos le conmocionaron. Ante los periodistas declaró: «Nunca vi nada igual. Es el crimen del siglo. Es el peor crimen que he visto jamás.»
Desde luego, fue el múltiple asesinato más cruento de la historia de Chicago. Incluso la famosa «Masacre de San Valentín» quedó por debajo en número de víctimas. Aquel año de 1929 los asesinos liquidaron a seis personas de una sola vez.
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¿Por qué no gritaron?
Uno de los misterios del caso radica en la aparente pasividad de las víctimas. Ninguna fue amordazada, pero ninguna gritó pidiendo socorro. Las paredes del apartamento eran delgadas como papel de fumar, y aunque las chicas del piso de al lado estaban todas de vacaciones, es muy probable que alguien hubiera oído los gritos.
Corazón Amurao declaró que las enfermeras americanas les habían aconsejado pasividad; pensaban que aquel hombre no era más que un ladrón y nadie quería ponerle furioso. Incluso cuando empezó a llevarse a las chicas de la habitación, una a una, debieron pensar que se trataba de violarlas… Y resultaba poco probable que pudiese violar a las nueve.
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Las víctimas
- Gloria Davy, 22 años, originaria de Dyer, Indiana. Su padre trabajaba en una fundición de acero.
- Mary Ann Jordan, 20 años, vivía con sus padres y junto a sus cinco hermanos y hermanas.
- Suzanne Farris, 21 años, estaba prometida con el hermano de Mary Ann Jordan.
- Valentina Pasion, 23 años, era natural de Jones City, Indiana.
- Patricia Matusek, 20 años, era la hija de un comerciante en bebidas alcohólicas.
- Merlita Gargullo, 22 años, hacía un mes que había llegado a Chicago proveniente de Santa Cruz, Filipinas.
- Pamela Wilkening, 20 años, siempre quiso ser enfermera. Era de Lansing, Illinois.
- Nina Schmale, 24 años, fue profesora en una escuela dominical para niños. Era de Wheapon, Illinois.
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Mente asesina: Satanás borracho
Richard Speck más alcohol era igual a dinamita. Cuando bebía, todo el odio que sentía hacia las mujeres salía fuera.
El equipo de psiquiatras que redactó el informe médico sobre el estado mental de Richard Speck concluyó que poseía una personalidad psicopática asociada a la ingestión de alcohol; otros especialistas consideraron que en realidad estaba simulando la amnesia. Marvin Ziporyn, el psiquiatra de la prisión, mantenía una opinión diferente.
La negativa a aceptar ayuda, sus estrechos lazos sentimentales con la familia, su ansiedad y su sentido de culpabilidad no cuadraban con el perfil típico de un psicópata.
Ziporyn sostenía en cambio que Speck sufría una hostilidad casi innata hacia las mujeres. En parte se debía a su madre, la mujer que había sustituido al padre que Richard quería con locura por un hombre al que no podía aguantar. El resto de su animosidad hacia las mujeres se lo debía a su ex mujer, Shirley.
Speck, por regla general, conseguía mantener controlada su misoginia. Pero quizá le resultara más difícil a él que al resto del mundo, ya que durante un período de su vida había sufrido daños cerebrales debido a una sucesión de accidentes en la cabeza.
Esas lesiones le podían haber tornado impulsivo y agresivo. Otros síntomas que favorecen este comportamiento violento son los frecuentes y agudos dolores de cabeza, la irritabilidad, la escasa tolerancia respecto a la bebida y las drogas. Speck reunía todas las características.
Los problemas de inestabilidad emocional se acentuaban al beber y drogarse. El doctor Ziporyn sintetizó su opinión con una frase rotunda: «El motor de Speck es como el de todos nosotros. Lo que le fallan son los frenos.»
Lo que Richard necesitaba controlar urgentemente era su odio hacia las mujeres. Soba decir: «Me gustan las chicas. Yo no haría daño a una mujer.» Pero, de hecho, había herido y maltratado a varias después de atacar a su madre a los dieciocho años. La última vez, a principios de 1966, había asaltado a una prostituta de Dallas, y durante sus numerosos ataques de celos había pegado a su mujer, Shirley.
En Monmouth, un par de meses antes de cometer los crímenes, le había enseñado a uno de sus amigotes de copas la foto de Shirley a la vez que le comentaba: «Vuelvo a Texas para matarla… Aunque sea lo último que haga en la vida.»
Para Speck sólo había dos tipos de mujeres: la santa, la protectora, la que sólo deseaba lo mejor para él -las vírgenes-, como su madre, y «las chicas malas», las que se valían de su atractivo para excitarle, para atraerle, para atraparle -las prostitutas-. Para Richard, Shirley era la reina de las rameras. Al doctor Ziporyn le contó lo siguiente: «Me solía decir que quería que la amara más que a mi madre. Y yo le dije: ¡Eso nunca ocurrirá! Entonces se volvía loca.»
La clave que transformó a Speck en un asesino salió a la luz al mostrarle las fotografías de sus víctimas. En principio parecía estar viéndolas a todas por primera vez en su vida, hasta llegar a Gloria Davy. Esa foto le trastornó profundamente, la separó cuidadosamente con la mano y dijo: «¿Sabe qué … ? Es la viva imagen de Shirley.»
Por lo tanto, quizá no fuera una coincidencia el haber seleccionado a Gloria para un tratamiento «especial». Fue la única que desnudó, la única que llevó a la planta baja, la única que sufrió un brutal asalto sexual.
Richard era además enormemente vanidoso. Quedaba patente en su atención a los pequeños detalles y la Empieza exquisita de su celda. Insistía en cambiarse de ropa dos o tres veces al día, y ponía especial cuidado al acicalarse. Se negaba a llevar las gafas en público, aunque sin ellas no veía más que bultos.
Ya era un bebedor habitual a los quince años. El «trago» le ayudaba a soportar las jaquecas, pero también le producía un efecto alarmante: «Empecé a pensar que la gente me maltrataba sin ton ni son. Cuando estoy sobrio me aguante. No me importa tanto. si bebo no aguanto que se salgan con la suya.»
El psiquiatra de la prisión, Marvin Ziporyn, llegó a la siguiente conclusión: si Speck estaba sobrio podía resultar una persona encantadora, cortés, agradable e ingenioso. Con unas copas de más, los demonios de su cerebro se apoderaban de él y explotaba. Necesitaba acción, acción impulsivo. El 14 de julio de 1966 esas manías transformaron a un vulgar borrachín en un salvaje asesino.
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Daños cerebrales
A los cinco años Speck tuvo el primer accidente en la cabeza cuando se golpeó con un martillo de carpintero mientras jugaba en la arena. A los diez se cayó de un árbol y permaneció inconsciente durante 90 minutos. A los once, mientras corría, se dio un golpetazo en la cabeza con una barra de acero que sustentaba el toldo plegable de una tienda. A los catorce se volvió a caer de un árbol y tuvo un percance en la bicicleta. Ambos accidentes le dejaron inconsciente,
A todo ello hay que añadir las heridas sufridas en innumerables peleas. Sus jaquecas comenzaron un año después de que un policía le diera un fuerte golpe en la cabeza con una porra. Durante un intento frustrado de robo, le golpearon en el cráneo siete u ocho veces con una barra de hierro.
Pero no todo el daño se debía a accidentes o heridas: sufrió una neumonía y la enfermedad le cortó el flujo sanguíneo hacia el cerebro a los tres añitos. Además, sufrió una insolación durante su estancia en la granja-prisión de Texas. Y, por supuesto, era un bebedor empedernido.
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Amnesia
Richard Speck se había olvidado de las atrocidades cometidas durante la noche. Su única realidad eran los vahos del alcohol. Después escuchó su nombre por la radio. Decían que era un asesino múltiple. Intentó matarse… Pero la policía le encontró.
Los agentes rescataron a la desesperada Corazón Amurao de la cornisa y la llevaron al Community Hospital del sur de Chicago, donde la sedaron y pudo contar a la policía todo lo sucedido. A las 8,30 de la mañana disponían de un informe completo y detallado.
Al equipo de expertos en huellas no le faltó trabajo en la casa de East Street, ya que había pruebas por todas partes. De las puertas, paredes y muebles se obtuvieron huellas dactilares de las palmas de las manos. Asimismo, hallaron una camiseta de hombre empapada en sudor en el cuarto de estar y otra revuelta con los pantalones vaqueros de Gloria.
Los detectives no tardaron en averiguar que un hombre que encajaba con la descripción dada por Amurao había dejado sus maletas el martes por la noche en la gasolinera situada justo enfrente de la calle 2319. Le había contado al encargado que esperaba encontrar trabajo a bordo de un barco.
La oficina de la Unión Marítima Nacional (NMU) se encontraba a pocos metros de distancia, en el 2335 de la calle 100, y confirmaron que, efectivamente, un sujeto había ido durante los dos o tres días anteriores para solicitar un puesto en algún barco en dirección a Nueva Orleans.
Los despachos no se limpiaban todos los días, y en una papelera la policía encontró un formulario arrugado con un nombre: Richard Franklin Speck.
A las once de la mañana el inconsciente asesino se despertó en la cama del Shipyard Inn, vistiendo la camisa y los pantalones oscuros que se había puesto el día anterior. Se acercó al lavabo y se mojó la cara para despabilarse; entonces se fijó en que su mano derecha estaba manchada de sangre. Sin embargo, su ropa no tenía ninguna mancha.
No conseguía recordar cómo había llegado esa sangre hasta allí; no podía recordar nada tras el «chute» que se había «pegado» con los marineros. Supuso que se debía a algún corte, pero aún quedaba otro preocupante: tenía una pistola, pero no sabía cómo había llegado a sus manos.
Se encogió de hombros, ya que la vida de un alcohólico está llena de pequeños misterios. Bajó al bar para comprar una botella de vino y en ese momento en la radio daban la noticia de los asesinatos. Speck señaló el aparato y comentó con el camarero: «Espero que cojan a ese hijo de perra.»
El Servicio de Guardacostas de Estados Unidos tenía una ficha de Richard Speck. Enviaron su fotografía al hospital y la policía la entremezcló con las de unos cien violadores. Corazón Amurao sufría un estado de shock. Los médicos que la atendían estaban muy preocupados, se mostraban inflexibles e impidieron que los detectives interrogaran a la enferma o le enseñaran las fotos. No obstante, la policía ingenió una trampa para el supuesto asesino. Solicitaron de la NMU que le ofreciese un trabajo a bordo de un buque ficticio con destino a Nueva Orleans. A las 3,10 de la tarde, Speck telefoneó a la Unión para ver si había algún puesto libre y le dijeron que sí. El contestó que se pasaría por las oficinas, pero esa tarde no apareció.
La llamada fue localizada; provenía de una posada, el Shipyard Inn, que no estaba ni a un kilómetro de distancia. Cuando la policía se presentó en el hotel, el conserje les informó que el tal Speck acababa de salir después de hacer una llamada. Richard se pasó el día de taberna en taberna acompañado de su amigo Robert «Red» Gerrald, y poco después, en el Ebb Tide, alguien le mencionó el caso de las enfermeras. Gerrald recordaba la contestación de Speck: «Quien quiera que lo haya hecho tiene que ser un maníaco sexual.»
Al atardecer se separaron y Richard dijo que iba a buscar algo de «acción» a la zona norte de la ciudad. En realidad, le preocupaba el inusual despliegue policial; todos los permisos habían sido revocados nada más someterse los asesinatos. A Speck le quedaban un par de penas por cumplir en Dallas y no quería atraer las sospechas de los agentes por nada del mundo. Cogió un taxi y se dirigió a otra parte de la ciudad para quitarse de en medio. Ganó otro poco de dinero al billar, se ligó a una prostituta y tomó una habitación.
El viernes 15 de julio, a las 8,15 de la mañana, el dueño de una fonducha de North Side llamó a la policía para informar que una prostituta le había dicho que uno de sus clientes tenía una pistola.
Los agentes encontraron al hombre aún en la cama y éste les dijo que se llamaba Richard Speck y dio la dirección de Martha Tornton. Insistió en que la pistola era de la prostituta. La policía confiscó el arma y por el momento, ahí quedó la cosa. El nombre del asesino de las enfermeras aún no había llegado a conocimiento de los agentes que vieron por primera vez al marinero.
Tras leer el parte de los patrulleros, los detectives se apresuraron para alcanzar a su hombre, pero les acompañó la mala suerte, ya que el tipejo había abandonado la fonda hacía quince minutos. Entretanto, Corazón Amurao se había repuesto lo suficiente como para identificar a Speck en la fotografía del Servicio de Guardacostas.
La policía comprobó los ficheros del FBI en Washington y confirmó que el historial criminal de Speck en Texas era más que nutrido. A las 7,30 de la tarde, Chicago disponía de una descripción completa del sospechoso, incluyendo sus tatuajes y sus huellas dactilares.
Los expertos trabajaron hasta altas horas de la madrugada. A las 4,30 del 16 de julio se llegó a la conclusión de que tres de las huellas recogidas en el lugar de los hechos eran iguales a las del marinero. A las 2,40 de la tarde el inspector Orlando Wilson anunció públicamente la identidad del criminal: «El asesino de las ocho enfermeras del South Chicago Community Hospital, cometido el 14 de julio de 1966… responde al nombre de Richard Franklin Speck; varón, blanco, marinero, de veinticuatro años. Las huellas dactilares obtenidas en el lugar de los hechos concuerdan plenamente con las del asesino.»
Este anuncio levantó una verdadera oleada de críticas, dado que sólo podía perjudicar el desarrollo del juicio. Pero la policía consideró que facilitaría la rápida detención del criminal. La opinión pública y la imaginación de la gente estaban invadidas por un terror cada vez más ciego. Había que resolver el caso cuanto antes.
Richard Speck estaba sentado en la barra de un bar, cuando oyó su nombre por la radio y se quedó atónito. No se había reconocido en el retrato robot que Otis Rathel, el dibujante de la policía, había confeccionado, ya que la piel era demasiado suave y lisa, y los contornos de la cara demasiado finos.
Como era un fatalista por naturaleza, nunca pensó que la policía podía haberse equivocado. Se le ocurrió escapar, pero… ¿Adónde? No conocía ningún lugar seguro. Jugó con la idea de entregarse, pero esta posibilidad le aterrorizaba. Compró un poco de vino barato y se fue del local.
Hacia la medianoche estaba tumbado en la cama de una mugrienta pensión, el Starr Hotel. La sangre fluía de su brazo izquierdo y su muñeca derecha. Se había rajado las venas con la botella de vino.
Ya muy debilitado, levantaba la voz para hablar con quien quisiera oírle: «Venid y verme aquí… Tenéis que venir y verme. He hecho algo malo… »
George Grigorich, un vagabundo, ocupaba la habitación contigua, pero le importaba un comino. «Déjame en paz -le gritó a Speck-. Eres un peleón que te quieres meter conmigo. Yo no confío en los tíos como tú.»
El marinero siguió chillando y Grigorich siguió ignorándolo. Speck llegó a levantarse para golpear la puerta del vagabundo, pero alguien le vio allí, de pie, sangrando y pataleando, y avisó al conserje.
Los policías que llegaron a la fonda no le reconocieron. Se había inscrito con el nombre de B. Brian y éste es el nombre que dieron tras dejarle en la sección de urgencias del hospital de Cook County. En los hoteluchos de Skid Row los intentos de suicidio estaban a la orden del día.
Alas 12,30 vino a examinarle un médico de urgencias, LeRoy Smith, y la cara del paciente le resultó familiar. Bajo la sangre, en su brazo izquierdo, apreció lo que parecía un tatuaje. Limpió la sangre y apareció la palabra «BORN» (Nacido). El doctor se inclinó sobre él y le preguntó su nombre.
El sujeto susurró: «Richard… Richard Speck.» Smith avisó a la policía antes de coser las heridas del suicida y hacerle una transfusión. Cuando Speck salió del quirófano, los agentes le estaban esperando; le sujetaron a la camilla con barras y le metieron en una ambulancia con dirección al Hospital Penitenciario de Bridewell. La caza había terminado.
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Marcas
Richard Speck tenía los brazos cubiertos de tatuajes. En el antebrazo izquierdo, justo debajo del codo, llevaba la siguiente inscripción en mayúsculas, que se hizo en Dallas a sugerencia del especialista: «NACIDO PARA TRAER EL INFIERNO.» En la prisión de Texas la intentó borrar quemándola con un cigarrillo. El intento le costó treinta días en una celda de aislamiento por «destruir propiedad del Estado». Pretendió borrar otros tatuajes: <Richard y Shirley» y «R. L.» (Richard Lindbergh). El antebrazo derecho estaba decorado con una serpiente enroscada alrededor de un puñal y sobre el codo izquierdo se podía ver una calavera sonriente con un casco de piloto.
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El juicio
Richard Speck se enfrentó al proceso con sombría resignación. Seguía sin poder recordar lo que habla hecho en la noche de la masacre. Su abogado defensor estaba desesperado, ya que no había nada que contrarrestar a las mortales acusaciones de la única superviviente.
La policía no consiguió sacar nada de Speck durante los interrogatorios, ya que daba la misma respuesta a todas las preguntas: «Yo no sé más que usted sobre el tema … » No negaba el haber estado involucrado; simplemente no conseguía recordar nada desde el encuentro con los marineros hasta el momento en que se despertó en la habitación del hotel.
Tampoco importaba mucho. La policía tenía pruebas suficientes. Corazón Amurao, vestida de enfermera, fue a ver al hospital al presunto asesino, y le reconoció.
La primera aparición pública de Speck tuvo lugar con ocasión de la inculpación oficial el 1 de agosto. Las medidas de seguridad eran excepcionales, ya que la policía temía por su seguridad. Los ánimos estaban tan exaltados, que quizás alguien intentase atentar contra su vida. El tribunal fue rodeado por un pequeño ejército de agentes y alguaciles. En la sala del juicio se llevó a cabo un registro para detectar posibles atentados y los periodistas fueron cacheados a conciencia.
El acusado tenía un aspecto pálido y macilento. Aún no se había repuesto del todo de su intento de suicidio que le dejó como secuela una inflamación del corazón. Al mismo tiempo, sufría los efectos típicos del síndrome de abstinencia, dado que le sometieron a un proceso para dejar el alcohol y las drogas.
Speck no tenía medios económicos para pagar su defensa y el tribunal nombró a Gerald Getty abogado de oficio. Este alegó la no culpabilidad de su defendido.
El psiquiatra de la prisión, Marvin Ziporyn, comprobó si el acusado seguía albergando intenciones suicidas. Le encontró deprimido y resignado a su suerte. Al preguntarle si había matado a las enfermeras, Richard respondió: «Todo el mundo dice que lo hice. Pues así debe ser. Si dicen que lo hice, es que lo hice.» Ni siquiera le aterrorizó la posibilidad de acabar en la silla eléctrica. «Si me asan, arderé … ».
Tras recuperar la salud por completo, Speck fue trasladado a un bloque de máxima seguridad de la cárcel, y el doctor Ziporyn fue obteniendo poco a poco resultados. Se convenció de que debía sufrir algún tipo de lesión cerebral. Había soportado durante muchos años terribles jaquecas asociadas a una especie de neblina blanca que se le formaba ante los ojos, como cuando uno mira fijamente al sol.
El tribunal nombró un equipo de ocho psiquiatras independientes para evaluar la capacidad mental del acusado, pero a éste parecía importarle muy poco lo que pensasen los especialistas. El exasperado Ziporyn le preguntó por qué no les había dicho nada de los numerosos golpes recibidos en la cabeza o sobre el hábito de inyectarse droga, pero la contestación de Richard era invariable: «Ellos no me lo preguntaron…»
Los psiquiatras concluyeron que Richard Speck estaba capacitado para asistir al juicio. El psiquiatra de la prisión estaba de acuerdo, pero sospechaba que en el momento de producirse los hechos Richard sufría una demencia transitoria, ya que sólo necesitaba beber unas copas o drogarse para despertar su psicosis.
Pero Speck siguió resistiéndose a que le salvaran la vida. Se sugirió que podía haber quedado citado con una de las chicas -esto explicaría sus huellas en la casa-, pero su respuesta fue categórica: «No».
Debido a la gran expectación suscitada por el proceso, se trasladó la vista a Peoria, una pequeña ciudad a unos doscientos kilómetros al suroeste de Chicago. A Speck no le agradó el cambio. Había transformado su celda de máxima seguridad en un lugar acogedor y a instancias del doctor Ziporyn se había puesto a pintar. Por primera vez en su vida encontró una actividad que sabía desempeñar razonablemente bien.
La defensa interpuso no menos de treinta y cinco mociones prejudiciales, en su mayoría para excluir pruebas de la acusación. La pistola que la policía de North Side había confiscado al acusado era «una prueba inadmisible» y la navaja encontrada en el río Calumet era «otra prueba inadmisible». El tribunal decidió asimismo procesar a Speck por los ocho primeros crímenes en conjunto, contra la opinión de la acusación de enjuiciarlos por separado.
A las 12 de la noche del 14 de febrero Richard fue trasladado a Peoria en un convoy de coches civiles atestado de agentes armados. Le permitieron llevar consigo sus pinturas, una radio que el doctor Ziporyn le había regalado y un traje azul hecho a medida para asistir a las sesiones.
El juicio comenzó el 20 de febrero con la selección del jurado. El acusado pasó el día como todos los demás del proceso, sentado ante la mesa de la defensa, como petrificado, con la mirada perdida, mascando nerviosamente chicle. Conforme pasaban los días, se relajó un poco, pero jamás miró al jurado.
Tanto el abogado defensor Gerald Getty como el ayudante del fiscal que dirigió la acusación, William Martin, se anduvieron con mucho cuidado a la hora de seleccionar a los integrantes del jurado. Se interrogó exhaustivamente a cada candidato; la defensa no deseaba que se colase nadie con las ideas preconcebidas acerca de la culpabilidad de Richard, y el fiscal quería que ningún miembro se arredrase en el momento de recomendar la silla eléctrica. Bajo la ley de Illinois no se podía sentenciar a muerte a nadie si el jurado no lo recomendaba unánimemente.
La selección se prolongó hasta el final del mes de marzo; se interrogó a 610 personas antes de elegir a doce -siete hombres y cinco mujeres-. Una vez admitidos, se inició el juicio propiamente dicho.
El fiscal lo tuvo fácil: tenía un testigo ocular y las huellas dactilares, y ambas cosas parecían confirmar que Speck era el asesino y merecía ser sentenciado a muerte.
La labor de Getty era algo más peliaguda. Había descartado la idea de la demencia dado que el acusado decía no haber cometido los asesinatos. Por otra parte, sabía que ningún jurado había mandado nunca a un asesino múltiple a una institución para desequilibrados mentales.
Martin empezó con las pruebas circunstanciales: dos marineros identificaron a Speck como el hombre que se paseaba por los alrededores de la casa del crimen, y el propietario de la gasolinera recordó que le vio dejar allí sus maletas. Algunos clientes del Shipyard Inn declararon haberle visto en posesión de una navaja y una pistola pocas horas antes de los asesinatos. Al tercer día, el fiscal llamó a su testigo de excepción: Corazón Amurao, y le pidió que señalase al hombre que había visto en la casa. Sin decir una palabra, la muchacha se levantó, bajó del banquillo, atravesó la sala hasta la mesa de la defensa y levantó la mano a pocos centímetros de la mejilla del acusado, señalando a Richard Speck.
«Este es el hombre», exclamó con voz firme. Richard la miró un instante y volvió a su estado cataléptico.
Martin le pidió que relatase los hechos de la noche del crimen, cosa que la testigo hizo durante tres horas. Mientras Corazón describía las muertes, interrumpida por un par de desfallecimientos nerviosos, el fiscal dramatizaba los acontecimientos con la ayuda de un modelo a escala del apartamento de las enfermeras.
Cada vez que la chica decía que una de sus amigas salía del dormitorio, Martin cogía una figurita de madera y la colocaba en la habitación donde apareció muerta. La defensa admitió más tarde que su testimonio resultó «devastador» para su cliente.
Getty interrogó a la testigo con amabilidad, tratando de hacer planear una sombra de duda sobre su identificación. Ella había declarado ante el juez que el hombre que entró en su dormitorio tenía la cara «marcada». Pero la primera vez que describió el intruso a la policía no mencionó ninguna marca en la cara, y además añadió que llevaba el pelo cortado a cepillo. Otis Rathel, el dibujante de la policía, tampoco había añadido al retrato robot una piel picada de viruela ni pelo largo. Sin embargo, Speck tenía el pelo más bien largo y su cara presentaba signos de haber sufrido la enfermedad de niño.
La señorita Amurao permaneció firme y mantuvo que le dijo a la policía lo de las marcas de viruela y jamás habló de un corte de pelo a cepillo. La deducción era evidente: dado que sólo hablaba inglés a medías y que se encontraba en estado de shock, era muy probable que la policía la hubiera comprendido mal. Se trataba de un malentendido fortuito.
La defensa tuvo que conformarse con pequeñas victorias. Consiguió introducir cierto grado de confusión respecto a algunas pruebas, pero la testigo jamás vaciló en relación con la identificación del acusado.
El cirujano que realizó la autopsia describió las heridas de las víctimas. A pesar de las insistentes protestas de la defensa, se hizo circular entre el jurado fotografías de las enfermeras muertas.
Expertos en huellas confirmaron que tres de las tomadas en la casa casaban perfectamente con el índice derecho, el mayor derecho y el mayor izquierdo de Speck.
Getty intentó demostrar que las huellas -él las llamaba «borrones»- no estaban lo suficientemente claras, pero los peritos fueron inflexibles.
La defensa no pudo hacer mucho en estas circunstancias. Speck no fue llamado a declarar. Getty, su letrado, no lo consideró necesario y el acusado no hubiera subido al banquillo aunque se lo hubiesen pedido. Tenía un profundo complejo y no quería hablar en público ante gente «desconocida», ya que le producía verdadero terror convertirse en el centro de atención.
Su madre, su hermano y sus cuatro hermanas actuaron como testigos de la defensa describiendo su carácter, y el monstruo que había creado la acusación recibió de esta manera un aspecto más humano. El punto fuerte de la defensa consistía en una coartada. Richard, claro está, no tenía la más mínima idea de dónde había estado a la hora del crimen, pero su abogado presentó dos testigos: Murrill Farmer, el barman de la Kay’s Pilot House del South Side de Chicago, y su mujer, Gerdena, que trabajaba de cocinera en el establecimiento. Ambos recordaban haber visto entrar al acusado en el bar hacia las 11,30 de la noche el 13 de julio. Salió una hora más tarde, justo cuando Corazón decía que había empezado a matar.
También se acordaban de que vestía una camiseta de manga corta negra y los tatuajes quedaban a la vista. Bebió Bourbon con Coca Cola y a medianoche se comió una hamburguesa. Pudieron detallar tan exactamente la hora porque era cuando solía presentarse en el lugar un grupo de trabajadores que tenían el turno de noche.
Al interrogarlos, el fiscal sugirió que se equivocaban. Pero no dio resultado, ambos testigos insistieron en la hora y la defensa centró su argumentación en lo ocurrido ese 13 de abril. Sin embargo, el testimonio de los Farmer no bastó para borrar la vívida e impactante impresión dejada por la identificación de la enfermera Amurao. El jurado sólo necesitó 49 minutos para considerar a Speck culpable y recomendar la sentencia de muerte.
El siguiente paso fue una vista para mitigar la pena. Gerald Getty sacó a relucir las pruebas psiquiátricas, pero el juez Paschen permaneció inconmovible, y el 6 de junio de 1967 fijó la fecha de la ejecución para el mes de septiembre. El abogado defensor, que nunca había «perdido» a uno de sus defendidos y jamás había encajado una condena a muerte, inmediatamente apeló para aplazar la ejecución. Pero no fueron sus habilidades de jurista las que salvaron la vida de su cliente; fue la moratoria para todas las ejecuciones dictada por el Tribunal Supremo de Estados Unidos que duró de 1966 hasta 1976.
El 22 de noviembre de 1972, el tribunal condenó a Richard Franklin Speck a cuatro penas consecutivas de entre 50 y 150 años de cárcel. El total de la sentencia, de 400 a 1.200 años, fue la más larga jamás dictada en Estados Unidos hasta aquel momento.
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Testigo ocular
Corazón Amurao nació y creció en San Luis Batanga, Filipinas. Se tituló como enfermera en Manila y viajó a Estados Unidos para continuar especializándose. En junio de 1966 contaba veintitrés años y era una mujer pequeñita, de 1,47 centímetros de estatura, pero de mucho aguante.
Ella fue en gran medida la responsable de que Richard Speck fuera acusado y condenado. Su testimonio estuvo entrecortado por lloros y suspiros, pero uno de los asistentes la consideró «el perfecto testigo de la acusación; seria respecto a los hechos sin ser fría y deshumanizada en lo concerniente a su implicación personal». Tras el juicio, Corazón Amurao continuó sus estudios de enfermera.
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La casa de muñecas
Uno de los elementos más impactantes de todo el juicio fue la maqueta del piso utilizada para escenificar el crimen. La defensa protestó insistentemente por considerar que las figuritas de madera que representaban a las enfermeras tenían una acusada forma de ataúd.
La maqueta medía 1,52 de ancho, 0,91 de alto y 0,91 de profundidad, y fueron necesarios cuatro bedeles del juzgado para izarla sobre la mesa de pruebas. La prensa la bautizó «La casa de muñecas». Costó 5.609 dólares, y cuando Speck supo el precio, comentó: «¡Vaya, me quieren de veras!».
Tras el juicio se especuló con la posibilidad de que él fuera el culpable de la desaparición de tres chicas jóvenes en Sand Dunes. También se pensó que podía ser el asesino múltiple de Boston Harbour, en Michigan. Sin embargo, nunca se le interrogó al respecto ni se le acusó de estos crímenes.
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Primeros pasos
Richard Franklin Speck nació en Kirkwood, Illinois, el 6 de diciembre de 1941. Fue el séptimo de ocho hermanos -tres chicos y cinco chicas-, cuyo padre se llamaba Benjamín Speck y era alfarero. A finales de 1947 Benjamín murió, dejando a Mary, la madre, sola en el mundo.
En 1950 se casó en segundas nupcias con un vendedor de seguros, Lindbergh. Los dos hijos más jóvenes adoptaron el apellido del padrastro. Mary, sus hijos Carolyn y Richard, y su nuevo padre se trasladaron a Dallas, en Texas. Pero el futuro marinero odiaba a su padrastro. Lindbergh bebía mucho y tenía frecuentes riñas con su mujer, que algunas veces terminaban a puñetazos. Finalmente, siendo Richard aún un adolescente, el padrastro abandonó a la familia.
El muchachito empezó a meterse en líos desde pequeño. Uno de sus profesores recuerda que <parecía como perdido y daba la impresión de que no se enteraba bien de lo que ocurría a su alrededor. No fui capaz de enseñarle nada de nada. Creo que jamás le vi sonreír. Nadie podía llegar hasta él… Era un solitario. Parecía estar siempre en la niebla, resentido y triste. No tenía amigos en la clase». El chico llegó a ingresar en la Escuela Técnica Superior, pero tras el primer curso abandonó los estudios.
Richard Speck no poseía ningún título escolar; en cambio, sí que se había ganado a pulso un interesante historial policial y estaba destinado a pasar toda su vida desempeñando trabajos sin porvenir. Se empleó de granjero, de basurero, de conductor de camiones y de carpintero. Bebía desde los doce años y poco después empezó a drogarse.
En 1962 se casó con Shirley Malone, de quince años, y se cambió el apellido de Lindbergh a Speck. El 2 de julio de ese año, su joven esposa tuvo una hija, Robbie. El padre estaba orgulloso de la pequeña y la trataba bien, pero decía que él no era su padre natural. No obstante, un año después del nacimiento, Speck estaba entre rejas.
Tras salir de la prisión regresó con su mujer. Las riñas eran continuas, y en enero de 1966 ella se divorció y él se metió en una serie de peleas callejeras de borrachos. Le detuvieron; huyó estando bajo fianza y encontró trabajo en una barcaza del Lago Superior. Al cabo de dos semanas tuvo que dejarlo por un ataque de apendicitis. Mientras estuvo convaleciente quedó citado con una de las enfermeras, Judy Laakaniemi, y a la chica le impresionaron sus amables modales. Poco después se dirigió a Chicago y llegó a finales de junio.
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Mal camino
Richard Speck no era un desconocido para la Policía. En su ficha constaban treinta y seis arrestos, la mayoría siendo menor de edad, y tres estancias en la cárcel. Las primeras detenciones se debieron sobre todo a peleas, robos, excesos y alcoholismo; entre ellas no había ningún delito serio.
La condena más larga, tres años, llegó en 1963 por falsificación de la firma en un cheque. En la penitenciaría de Huntsville reinaba una férrea disciplina y todos los prisioneros sanos recogían algodón en la granja de la cárcel durante el verano. Speck sufrió una insolación y fue hospitalizado. Le soltaron a finales de 1965.
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Conclusiones
Marvin Ziporyn escribió, junto con el periodista Jack Altman, el único relato completo del caso Speck: Nacido para traer el infierno (1967). Gerald Getty también lo mencionó en su autobioqrafía: Abogado de oficio (1974). Richard Speck admiraba a ambos hombres y les estaba muy agradecido por todas las molestias que se habían tomado.
A pesar de su larga condena, Speck fue incluido entre los presos con derecho a salir en libertad bajo palabra en 1976. Richard dijo entonces, y de nuevo en 1981, que no estaba interesado en esa posibilidad. Sigue pasando el tiempo pintando en la penitenciaría de Stateville. No obstante, en 1987 cambió de idea acerca de la libertad. Los familiares afectados han formado una asociación para impedir su liberación.