
El Dentista Asesino
- Clasificación: Asesino en masa
- Características: Parricida - Harto de «los oprobios y humillaciones» que habría sufrido por parte de su esposa, hijas y suegra
- Número de víctimas: 4
- Fecha del crimen: 15 de noviembre de 1992
- Fecha de detención: 16 de noviembre de 1992
- Fecha de nacimiento: 16 de junio de 1936
- Perfil de la víctima: Su esposa Gladys McDonald, de 57 años; su suegra Elena Arreche, de 86; y sus dos hijas, Adriana, de 24, y Cecilia, de 26
- Método del crimen: Arma de fuego (escopeta de cartuchos)
- Lugar: La Plata, Argentina
- Estado: Condenado a cadena perpetua el 17 de agosto de 1995. Recibió el beneficio de prisión domiciliaria el 3 de mayo de 2008. Puesto en libertad el 29 de marzo de 2011
Índice
Ricardo Barreda – Asesinadas a sangre fría
Rodolfo Lar – Clarin.com
13 de agosto de 2000
Ricardo Barreda eliminó a su familia el domingo 15 de noviembre de 1992. Todo terminó antes del mediodía.
Terminó en un sillón abrazado al caño frío y brillante de su escopeta española. Un rato antes había eliminado a toda su familia con nueve disparos furiosos. Ese domingo, 15 de noviembre de 1992, Ricardo Barreda se había levantado de buen ánimo, con la idea de hacer un intento por quebrar la indiferencia de su esposa, Gladys. «Voy a limpiar las telarañas del techo», comentó.
No tuvo éxito. «Andá a limpiar, que los trabajos de »conchita» son los que mejor hacés», llegó la respuesta como latigazo. Prefirió ir a podar la parra. Cuando llegó al armario para buscar un casco se encontró con la escopeta Víctor Sarasqueta, calibre 16,5, que su suegra, Elena Arreche, le había traído de Europa.
El arma recompuso su ego. La tomó casi con pericia. Cargó rápido. Y guardó más cartuchos en el bolsillo de su guardapolvo. Entonces inició la cacería. Fue hasta la cocina, donde estaban su mujer y su hija menor, Adriana. Primero le disparó a Gladys. «Mami, está loco», escuchó con nitidez a pesar del estruendo que rebotaba en las paredes. No se detuvo. Esta vez, los disparos fueron contra la chica.
Por las escaleras bajó Elena Arreche, la suegra, quien en la mente del dentista aparecía como «la desintegradora de la familia». Otra vez tuvo precisión. Su otra hija, Cecilia, saltó sobre el cadáver de su abuela y le gritó: «¿Qué hiciste, hijo de puta?». Era su preferida. También la mató.
Luego, con la prolijidad que utilizaba para acomodar su consultorio, comenzó a levantar los cartuchos usados. Los puso en una caja y los colocó en el baúl de su auto.
Barreda regresó al comedor, con un plan en la cabeza. Desacomodó algunos muebles, desparramó papeles y armó un escenario de robo. Al mediodía salió en su Ford Falcon. Tiró los cartuchos en una boca de tormenta del centro platense. Después, fue hasta un paraje cercano a Punta Lara y tiró la escopeta a un canal.
Ninguna evidencia podría cercarlo, pensó. Entonces, se fue tranquilo al zoológico. Tuvo tiempo para llegar al cementerio («para conversar con mis viejos», contó luego) y a las 16.30 entró a un hotel alojamiento con su amiga, Hilda Bono.
A la medianoche regresó a su casa y prendió las luces. Los cuatro cuerpos seguían ahí, desparramados.
Siguió su plan: fue a buscar un servicio de ambulancias. Y cuando llegó la Policía contó la historia de robo, fingió sorpresa y mantuvo su gesto de suficiencia.
Fue trasladado a la seccional 1. El comisario Ángel Petti tenía una sospecha, pero Barreda seguía haciendo su papel. Hasta que el policía probó una fórmula: le dio un Código Penal, abierto en la página donde el artículo 34 establece la inimputabilidad. Es decir, donde se indica que no son castigados aquellos que no entienden -por locura u otra causa- lo que hacen.
Leyó el texto. Se sintió más seguro. Entendió el mensaje. Había llegado el momento de cambiar de papel. Un rato después llamó a Petti y le contó la verdad.
El 7 de agosto de 1995 reveló cada detalle del cuádruple crimen a los integrantes de la Sala I de la Cámara Penal Carlos Hortel, Pedro Soria y María Clelia Rosentock. Nunca se quebró.
Un perito, Bartolomé Capurro, aseguró al tribunal que el acusado padecía de «psicosis delirante». Si esa teoría hubiese sido aceptada por la Cámara, Barreda habría terminado en un manicomio. Para entonces, la opinión pública estaba dividida entre quienes lo creían loco y aquellos que veían un gran simulador en él.
Después de largas jornadas de juicio, el acusado fue condenado a reclusión perpetua por triple homicidio calificado y homicidio simple.
De los tres jueces, sólo Rosentock creyó que Barreda estaba loco. Y dijo en el fallo: «Era un fanático de la unión familiar que sucumbió cuando la vio desintegrarse». Hoy, en la cárcel, Barreda sueña con otro hogar que borre los fantasmas del pasado.
El crimen del odontólogo, diez años después
Leopoldo Mancinelli – La Plata
10 de abril de 2004
A pocas horas del hecho, lo visitamos en la Comisaría Primera de La Plata, junto con el Dr. Miguel Angel Maldonado, que me convoca como Perito de parte. Noviembre del 93, un domingo por la tarde. Ricardo Barreda tiene 57 años, es odontólogo y acaba de matar a toda su familia, incluida su suegra.
Nos recibe con toda amabilidad, con los gestos propios de un experimentado anfitrión. Mientras fuma sus Benson contesta con lujo de detalles nuestras preguntas. Sus respuestas son prolijas y excesivamente detalladas, dotando al discurso de un ritmo moroso y cansino. Ricardo quiere estar seguro de ser comprendido hasta en las mínimas expresiones. A pesar de esta pulcritud verbal exasperante sus relatos mantienen el interés porque se crea una atmósfera casi teatral.
Es un tipo muy elegante, tostado y de porte olímpico. Se muestra muy conocedor de los asuntos más refinados y está al tanto de todas cuestiones referidas al arte, el deporte y la política. No obstante lo comprometida de su situación, se conduce en la entrevista como si nos hubiera invitado a su living. Su capacidad de seducción y su tendencia a agradar a los otros se evidencia en una situación: En la entrevista del domingo, uno de nosotros estaba muy resfriado y con la voz tomada. Al día siguiente, antes de comenzar la entrevista, Ricardo pide al agente de guardia que traiga el paquete de pastillas de eucaliptos que había mandado a comprar para por ese motivo. -Créame que el eucaliptos le va a suavizar la garganta.
En este gesto paradigmático, el hombre que acaba de asesinar a sus dos hijas, a su esposa y a su suegra, se preocupa por el resfrío de uno de los peritos y encarga un paquete de pastillas. Cuando Barreda acude a la Asesoría Pericial, donde le practican veinte entrevistas psicológicas, uno de los peritos actuantes confiesa sin remilgos: Me hubiera gustado ser su amigo.
Después del juicio y la condena, Barreda sigue mostrando su disposición empática. En las dependencias donde le toca estar alojado, todos quieren pertenecer a su grupo, colaborar o trabajar con él. Cada vez que llega a la Facultad de Derecho para rendir algún examen recibe muestras de simpatía, discurre amablemente con los que se le acercan y acepta con humor las cargadas que le hacen con respecto a la justa muerte de su suegra. En la cancha de Estudiantes, Barreda es un pincha confeso, durante varios años se han mostrado carteles alusivos a su persona, siempre en términos elogiosos.
Comenta las circunstancias de su crimen, los gestos y movimientos que produjeron las cuatro muertes, con la misma elegancia y pulcritud que emplea para describir un buen vino, un perfume o un evento turístico. Interesados en conocer más íntimamente su respuesta emocional ante aquélla carnicería, preguntamos si alguna de sus víctimas, por diversos motivos, pudo merecer clemencia. Lo piensa un poco; está por decir que una de sus hijas, también odontóloga y que siempre lo acompañaba de niña, no hubiese merecido los escopetazos. Pero se retracta; ella, como las otras, merecía ese castigo.
El tribunal quiere saber quién es este hombre, qué circunstancias lo llevaron a obrar de esa manera, y si al momento del hecho que se le incrimina se encontraba en condiciones de comprender su criminalidad.
Barreda es hijo único del matrimonio de su madre con un Capitán retirado del ejército; un hombre viudo con cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. El Capitán era un hombre mayor, que pasaba muchas veces por abuelo de Ricardo. Por otra parte se trataba de un señor imbuido del espíritu aristocrático propio de los militares de esa época, que contrastaba con el origen humilde de su esposa, hija de un carnicero de barrio.
La disparidad entre la pretendida alcurnia del Capitán y la sencillez de su esposa, motivaba reacciones temperamentales de parte del militar, que daba termino a las discusiones conyugales colocando la cabeza de su esposa bajo la canilla del lavadero, en un literal lavaje de cerebro.
Estas escenas dantescas, con un Ricardo de cuatro o cinco años tratando de proteger a su madre de los embates disuasivos del Capitán, lo visitan a menudo en sus noches sin sueño. Sus hermanastros no pueden ayudarlo en la protección de su madre, porque todos se confabulan con el Capitán y atacan a la señora por advenediza y simplona.
En realidad, las pretensiones aristocráticas del Capitán no eran más que secreciones ideológicas del Colegio Militar. El hombre no era culto y nunca supo lo que significaba vivir en casa propia. Se quejaba de que el nacimiento de su hijo Ricardo haya sido un desgraciado accidente que selló su unión con esta señora descalificada.
Barreda se encuentra en la frontera entre ambas familias. Tiene que agradar a unos y a otros. Quiere salir del silencio de radio que su padre y sus hermanastros han aplicado a su madre, sumiéndola en la marginación. Tiene que ser el mejor, el más lindo, el más inteligente, el más cumplidor, para convertirse en amalgama de la familia grande.
Se le han presentado desde el vamos algunos objetivos primordiales. En primer lugar, defender con uñas y dientes a su madre, que tiene a todos en contra. Por otra parte siente la necesidad de mantener unida a la familia, a pesar que no ve muchas esperanzas en ese sentido. Además se ha obligado a elaborar un patrimonio que lo aleje del fantasma de la pobreza y la incultura que ha victimizado a su madre.
Cuando muere el Capitán, Ricardo queda viviendo con su madre en la misma casa alquilada de su primera infancia. Allí mismo inicia su vida matrimonial con Beba y nacen sus dos hijas, Adriana y Cecilia. En una aparente armonía, los tres adultos de la casa distribuyen sus funciones; mientras el matrimonio parte para sus respectivos trabajos, la madre de Ricardo se encarga de las niñas y de la cocina.
Una serie de pequeñas desinteligencias y conflictos que Ricardo no percibe o no valora en toda su magnitud, culmina con una decisión sorpresiva de Beba: dejar el hogar y partir con sus hijas a la casa de su madre. Barreda comienza a acosar a su esposa, presionándola para reflotar el hogar, y después de varios meses de deliberaciones y propuestas, deciden volver a unirse, con la condición de no incluir a terceras personas.
Con su dinero y el de su madre, Barreda compra una casa para vivir con su familia, pero conserva su consultorio en el domicilio materno, pensando en los cuidados que la señora necesitaría en los últimos años de su vida. De manera gradual y silenciosa va tomando presencia la suegra de Ricardo, en principio convocada para cuidar a las niñas, después para otros menesteres y finalmente queda instalada con toda la potencia. La pareja que había acordado no convivir con terceras personas, estaba incluyéndola.
El papel de la tercera, la señora Elena, va tomando un tono cada vez más protagónico, hasta convertirse en un miembro familiar con derecho pleno. Vale decir que el papel que le fuera negado a la madre de Ricardo, la posibilidad de convivir con la familia de su hijo, le es otorgado con todos los honores a su suegra. Como ocurriera con su familia de origen, cuando las hermanastras de Barreda y el Capitán condenaban al silencio y al escarnio a su madre, otra vez la mandan al margen, pero ahora de manera más sutil y disimulada.
Es obvio que en este nuevo hogar el poder se ha desplazado de modo evidente. Cuando Beba planta bandera y se marcha con sus hijas, dibuja un nuevo panorama. Ella y sus hijas representan un bando que se ha enfrentado a Ricardo y le ha exigido condiciones. Barreda va deponiendo actitudes de autoridad; paulatinamente cede espacios de poder porque tiene en mente la unidad de la familia; no quiere que se vuelva a fracturar.
Hay que destacar que mientras Barreda hace esfuerzos por aglutinar su familia y seguir perteneciendo a ella de manera estable, se conduce fuera de su casa de una manera ciertamente trasgresora, manteniendo romances extramatrimoniales poco discretos y sin las elementales condiciones de reserva. Por un lado van sus proposiciones morales, con las arengas éticas del Capitán, y por otro sus escapadas amorosas. Incluso en las primeras etapas del matrimonio, aún sin hijos, Ricardo mantiene un affaire con una chica de quince años y debe ser rescatado por su esposa y por el padre de la joven.
Su posición enclenque dentro de la casa, a pesar de haber sido el socio capitalista, lo obliga a hacer algunas manifestaciones de poderío, embarcándose en múltiples proyectos, como comprar una casa en Mar del Plata, construir un inmueble en La Plata y adquirir la casa materna, donde todavía funciona su consultorio. Es evidente que estos movimientos patrimoniales vienen a resarcirlo de viejas heridas, por cuanto a pesar de su apariencia de playboy y de sus continuas referencias a la aristocracia del Capitán, nunca ha tenido casa propia. Este movimiento impetuoso de acumular ladrillos y de proyectar una casa faraónica en la calle 45, lo muestra ante las mujeres de su casa con renovada potencia, aunque en el fondo se trate de diseños que no se adecuan con la realidad económica del odontólogo.
La pertinencia de esos proyectos faraónicos, las adhesiones y rechazos, dieron pie a interminables discusiones con dos bandos que agudizaban sus perfiles y fortalecían sus posiciones. Las mujeres se oponían asistidas por el sentido común, mientras Barreda calificaba esta oposición como una animosidad particular hacia su persona. Pasa a sentirse incomprendido, víctima inocente del odio cerril de las mujeres. Entiende que ellas rechazan todo lo grandioso que él tiene para ofrecerles. Hay que tener en cuenta que este profesional que habla de inversiones millonarias y de casa suntuosas, que toma café en el Costa Azul con los platenses exitosos, es un hombre que se desplaza en un DKW o en un Falcon modelo 70, para vergüenza de su familia.
El vínculo entre Ricardo y las mujeres se deteriora rápidamente hasta llegar a una nueva separación. Esta vez él se retira de la casa. Ahora los ex cónyuges quedan junto a sus respectivas madres. Barreda puede desarrollar hacia su madre las conductas de cuidado e higiene que la involución senil de ésta necesita, maniobras propias de una enfermera. La cuida de manera solícita y persistente, de una forma que no hubiese podido cumplir estando con Beba.
Recordemos que en el proyecto faraónico, que Barreda llamó el «elefante blanco», había previsto para su madre un cuarto contiguo al destinado para consultorio, privilegiado con respecto al resto de las habitaciones, y que Beba vetó desde el principio con toda sus fuerzas. Ricardo quería asistir a su madre hasta en los mínimos detalles, hasta su último suspiro, y cumplió.
Barreda sigue visitando periódicamente la que fue su casa, para hablar con su ex mujer, para hablar sobre las chicas y para tratar de acercarse nuevamente a reflotar el matrimonio. A través de distintos amigos trata de crear puentes que lo acerquen a Beba y se pueda instalar la idea de la reconciliación. Ya ha muerto su madre y ha vendido el «elefante blanco», dividiendo el producido en partes iguales con su ex cónyuge; estos avatares lo sumen en una depresión que devendrá en un tratamiento psiquiátrico.
Los empeños de Barreda hacia la reconciliación tienen resultado, a pesar de estar ya legalmente divorciado, con la adquisición de una casa que será la morada definitiva del matrimonio y teatro del drama que se investiga en esta causa. El argumento de fuerza que motiva su inclusión en la casa, en medio del clan de las mujeres que le son adversas, radica en que al morir su madre, los dueños de la casa le piden el inmueble, por lo que Barreda no tiene donde vivir ni donde instalar su consultorio. En realidad parece una explicación banal, teniendo en cuenta la escasísima simpatía que su presencia suscita entre las mujeres de la casa. Como en los viejos tiempos, se encuentra otra vez entre mujeres amenazantes, como antes con sus hermanastras y el Capitán atacando a su madre; sólo que ya no hay una madre a defender.
Es difícil comprender las decisiones de este hombre instalado en una casa sitiada, con la imposibilidad explícita de reestablecer el vínculo amoroso con Beba, con una nula relación con su suegra y contactos esporádicos y superficiales con sus hijas, que preferirían verlo lejos. Hay que admitir que una clara patología familiar permite que las cosas sigan su curso a pesar del clima de hostilidad y descalificación recíproco y persistente; patología que se manifiesta patente cuando la familia recibe invitados y celebra reuniones sociales donde Ricardo oficia de pater familis como en los mejores tiempos.
La inclusión de Barreda en la que fuera su última finca familiar era de casi aislamiento, ya que disponía de una pequeña habitación y el consultorio que utilizaba para atender sus pacientes y para recibir sus visitas personales. Los lugares oficiales de la casa le estaban taxativamente vedados, salvo cuando la familia recibía invitados en un agasajo a familia completa, y todos se ponían la sonrisa social.
Barrera no encontraba la forma de tomar algún rol protagónico en una casa donde no había sido invitado. Sólo recuperaba su rol masculino cuando aconsejaba a las mujeres que ahorren, que no carguen las cuentas del teléfono o de electricidad. También el arreglo de pequeños desperfectos hogareños lo hacía sentir nuevamente útil, valioso.
La vivencia de segregación, de apartamiento total en la vida de la familia, se hace cada vez más espesa y asfixiante, y toca su punto más alto con una intervención de hernia inguinal que Barreda tiene que someterse, con una reoperación posterior. El período de recuperación, con el consiguiente reposo absoluto y las necesidades de la curación, mostraron a las mujeres con una actitud de franco fastidio, sin bien cumplieron con los servicios asistenciales mínimos. En esos momentos surge un sentimiento que se anida en una frase reiterada: ya no tengo familia.
Un esfuerzo desesperado para recuperar la familia, para que las mujeres de una vez por todas consientan en aceptarlo en la casa con su status de esposo, lo lleva a la consulta con un parapsicólogo, que le sugiere unas prácticas para limpiar la casa de ondas negativas. Como las maniobras del brujo no dieran el resultado esperado, empiezan a escucharse con más frecuencia las frases que hablan de su desesperanza final: «esto ya no tiene solución» «ya no tengo familia» «esto es simple: o ellas o yo».
Un nuevo aporte de lo parapsicológico o mágico puede resultar clave para el desarrollo de los acontecimientos espeluznantes que sobrevendrán. Entre los amoríos de Ricardo se encuentra Pirucha, una vidente con quien el acusado en esta causa tiene una prolongada amistad – romance. En el largo devenir de las confidencias, ella comienza a interpretar lo que le ocurre a su amante con una perspectiva particular, de donde se desprende que ellas representan una entidad cuyo objetivo es terminar con el hombre, aniquilarlo con mezquindades, descalificaciones y otras injurias. En una palabra, ellas representan la maldad. La consigna se cae de madura: O terminás con ellas o terminan con vos.
Un diagnóstico ofrecido por el que se supone poseedor de un saber superior, con más razón cuando proviene de un ser amado, debe tener una fuerza de ley, enfatizado con continuas reafirmaciones a través de sueños y otras señales más o menos difusas que van dando cuerpo al mensaje diabólico. Un hombre que se siente acorralado, alejado definitivamente de los que quiere a pesar de los intentos más heroicos y disparatados, y que ha perdido los mínimos blasones del prestigio, se aferra con uñas y dientes a la versión alocada de su amiga.
Este aporte desde el más allá lo convence de que hay una sola solución. Empieza a decir a sus amigos, incluso al médico que lo trata, que «un día de estos agarro una escopeta y las mato a todas.» Una frase que todos escuchan con cierta displicencia, con un oído de entendido que trata de interpretar el mensaje para ver «qué habrá querido decir». Nadie escucha la frase patética, por lo tanto nadie puede ayudarlo, disuadirlo, permitirle una sana confrontación de esa decisión.
Un paso más en la dirección que le sugiere su amiga adivina, consiste en comprar cartuchos para la escopeta española que su suegra le regalara hace tiempo. Ahora está mejor pertrechado para lo que vendrá. Se mantiene algunos meses en este clima de sospechosa calma, donde sus pensamientos van y vienen, todavía con algunos levísimos resplandores de mejores tiempos pasados en familia, repasando los poquísimos momentos de dicha y atisbando la absurda idea de la reconciliación.
Un nudo más en la cuerda de este drama. Cecilia, la que en un tiempo había sido compañera de viajes, compinche en las salidas de compras, y la que eligió su misma profesión, anuncia su mudanza hacia el Gran Buenos Aires, donde instalará su consultorio y vivirá con un divorciado algo mayor que ella. Demás está decir que Ricardo no está de acuerdo con una cosa ni con la otra, pero su hija se va sin escucharlo. Como al descuido Barreda mira de reojo la mudanza y observa que Cecilia se está llevando una mesita. Es una mesita común, no tiene nada de exquisito ni valioso. Pero es el único elemento que quedaba del que fuera su hogar de origen; la mesita del dormitorio de sus padres. La actitud de Cecilia constituyó la última gota; ya en otro momento se había animado a tener una confrontación física con su padre, y ahora se atreve a hurtar la preciada mesita de su dormitorio. Fue la señal para iniciar la cuenta regresiva.
Una versión de terceros afirma haber visto a Barreda en un Seminario sobre «Homicidios» que daba un conocido especialista, dos meses antes del evento fatal. El imputado no lo niega, pero ofrece unas explicaciones pueriles para justificar su presencia en el lugar. En realidad se estaba probando el traje. Así como había comprado los cartuchos y los acariciaba, también necesitaba hundirse transitoriamente en el clima que luego lo tendría como protagonista. Ya estaba armado el escenario de la tragedia: los cartuchos, el curso sobre Homicidios y la debida participación a sus amigos, incluso a su médico de cabecera: «Un día de éstos las mato a todas con la escopeta».
La llegada de Barreda a esta casa y su nueva inclusión en la familia representaba a todas luces un desatino, y cualquiera que hubiese tanteado el clima de la convivencia podría vaticinar el violento final. Las mujeres no aflojaron ni un paso en su reivindicación frente al hombre, al que dejaron entrar porque había ayudado económicamente y porque sellaba el hogar con una pátina de normalidad; él tampoco aflojó en sus pretensiones de reivindicar lo que aquéllas mujeres del pasado le hicieron y por amasar el hogar que nunca pudo tener. En esa confrontación entre bandos tan obstinados y tozudos un vencedor habrá afirmado su propia libertad, su propia existencia. Por eso la sensación de plenitud y serenidad que coronaron la tarea fatal.
Los jueces quieren saber quién es este hombre, porqué se comportó de esta manera y si comprendió la criminalidad del acto juzgado. Los Peritos hacen su trabajo de acuerdo al lugar que ocupan en el proceso. Es probable que los que han sido designados por la defensa armen sus posiciones de acuerdo con esa perspectiva y seleccionen los datos guiados por su cometido central. Los que representan al Particular Damnificado utilizarán el sesgo que favorezca a su posición. No es fácil hablar de objetividad en estos exámenes, y finalmente el sano criterio del tribunal cortará el nudo gordiano de este drama.
El juicio oral movilizó a la opinión pública y a los medios nacionales e internacionales. Las cadenas más prestigiosas, como CNN transmitieron en vivo partes del proceso y el veredicto final. A las 8 de la mañana, un camión del Servicio Penitenciario frena violentamente junto al cordón del edificio de Tribunales. Baja una maraña de guardias y en medio sobresale la cabeza de Ricardo Barreda. Lo llevan casi en vilo hacia las escalinatas. De repente la marea humana se detiene. Se escuchan órdenes confusas y cabezas que se vuelven como buscando algo. ¡Un cigarrillo! ¡Un cigarrillo! ¡El Dr. pide un cigarrillo! Las manos apuradas de los gendarmes buscan en los bolsillos de sus casacas, y aparecen siete ú ocho cigarrillos que apuntan hacia Barreda. Ricardo los mira casi con displicencia y con sus manos esposadas escoge uno. -Prefiero un Benson, se disculpa. Mientras, el oficial a cargo del operativo se apresura a encenderle el cigarrillo.
La sentencia se expidió por la imputabilidad de Ricardo Barreda, en una votación de dos a uno. La única mujer del Tribunal se inclinó por la inimputabilidad del acusado. Fue condenado a reclusión perpetua.
Ricardo Barreda
Wikipedia
Ricardo Alberto Barreda (n. La Plata, Provincia de Buenos Aires, 16 de junio de 1936), es un odontólogo argentino de la ciudad de La Plata, quien se hizo conocido en 1992 por asesinar a su esposa, Gladys McDonald, a su suegra, Elena Arreche, y a sus dos hijas, Cecilia y Adriana Barreda.
En 1995 fue condenado a prisión perpetua. A principios de 2008 le concedieron el beneficio del arresto domiciliario, por su buena conducta y por ser mayor de 70 años, revocada luego por violarla con la excusa de necesitar ir a una farmacia. El 11 de febrero de 2011, el beneficio de prisión domiciliaria le fue devuelto. Luego de violar el arresto domiciliario en marzo de 2011, volvió a la prisión, al final de ese mismo mes le fue otorgada la libertad condicional.
Crimen
El 15 de noviembre de 1992, en la casa de Calle 48 entre 11 y 12 de la ciudad de La Plata, con una escopeta marca Víctor Sarasqueta mató a su esposa, Gladys McDonald (de 57 años), a su suegra Elena Arreche (de 86 años) y a sus dos hijas Cecilia (de 26) y Adriana (de 24), quienes eran odontóloga y abogada respectivamente.
Según contó Ricardo Barreda, esa mañana se despertó y le dijo a su mujer que iba a limpiar las telarañas del techo. Ella le respondió, despectivamente, «Andá a limpiar, que los trabajos de conchita son los que mejor hacés».
La mala relación ya llevaba un tiempo y Barreda recuerda siempre «los oprobios y humillaciones» que habría sufrido por parte de su esposa, hijas y suegra.
Decidió podar la parra, al ir a buscar un casco encontró la escopeta Víctor Sarasqueta que su suegra le había traído de Europa. Tomó la escopeta, la cargó y se llevó cartuchos adicionales en los bolsillos. En la cocina de la casa se encontraban su mujer y su hija menor, Adriana. Primero mató a Gladys, y luego a Adriana. Por las escaleras bajaba su suegra, a la que le disparó, y por último mató a su hija Cecilia, quien bajaba detrás de su abuela.
Luego de esto recogió los cartuchos y los guardó en el maletero del coche. Con la intención de hacer pasar esto como un robo, Barreda desacomodó los muebles y tiró papeles. Al mediodía tomó su auto y se deshizo de los cartuchos (arrojándolos en una alcantarilla) y de la escopeta (que tiró en un canal en un lugar cercano a Punta Lara, Ensenada a pocos kilómetros de La Plata). Se sintió tranquilo y se fue al zoológico, luego al cementerio y más tarde a un hotel alojamiento con su amante, Hilda Bono.
Al regresar a medianoche a su casa, llamó a un servicio de ambulancias. Al llegar la policía se mostró tranquilo y contó la historia del robo. Al ser trasladado al destacamento policial, el comisario Ángel Petti le dio un ejemplar del Código Penal abierto en la página que contenía el artículo 34, que establece la inimputabilidad de aquellos que no entienden lo que hacen, por locura u otra causa. Barreda al parecer se sintió seguro con este dato, y poco tiempo después le confesó todo al comisario.
Juicio en 1995 y prisión
Declaró los días 7 y 14 de agosto de 1995, donde con mucha serenidad contó cada detalle del crimen a los jueces que integraban la Sala I de la Cámara Penal (Carlos Hortel, Pedro Soria y María Clelia Rosentock).
Bartolomé Capurro, perito, declaró que Ricardo Barreda padecía de «psicosis delirante». Esta teoría solo fue aceptada por uno de los tres jueces (Rosentock), y Barreda fue condenado a reclusión perpetua, por triple homicidio calificado y homicidio simple.
Estando en la cárcel comenzó a estudiar Derecho, y formó pareja con una mujer que conoció por carta.
Barreda manifestó estar «tremendamente arrepentido» por lo sucedido y que siente «una angustia y un dolor muy hondo».
Prisión domiciliaria
El 23 de mayo de 2008, Ricardo Barreda salió de la Cárcel de Gorina bajo el beneficio de prisión domiciliaria, para vivir con su novia Berta Pochi André en el barrio de Belgrano de Buenos Aires. El 21 de enero de 2011, Barreda salió sin autorización de su domicilio ubicado en el barrio de Belgrano, acompañado de su pareja, Berta André. Más tarde Barreda declaró qué salió por una «urgencia» ya que se había «descompuesto» y salió a la farmacia para tomarse la presión.
El 10 de febrero de 2011 Barreda regresó a la prisión domiciliaria por disposición de la Sala I de la Cámara Penal platense, que conforman los jueces Pedro Soria y María Oyhamburu, al hacer lugar a una presentación efectuada por Eduardo Gutiérrez.
Libertad condicional
El 29 de marzo de 2011, la Sala I de la Cámara Penal de La Plata le otorgó ese beneficio al cuádruple homicida por considerar que el cómputo de tiempo transcurrido en prisión «excedía» el de la condena impuesta. «Ahora voy a poder salir a la calle para caminar, ya que el arresto domiciliario me limitaba mucho», dijo Barreda tras conocer la noticia en los tribunales platenses junto a su abogado defensor Eduardo Gutiérrez.
Barreda hoy
En el libro Conchita, Ricardo Barreda, el hombre que no amaba a las mujeres, el periodista y escritor Rodolfo Palacios cuenta la vida del odontólogo después de los crímenes: la cárcel, el enamoramiento de su ex-novia Berta y la extraña idolatría que el asesino sigue despertando entre hombres y mujeres. También cuenta cómo, por primera vez, Barreda se muestra arrepentido. -¡Cómo pude haberlas matado! ¡Por qué lo hice! ¡Yo era un buen tipo! ¡Soy un desgraciado! ¡No puedo vivir así!, confiesa.
Barreda en la cultura popular
En televisión
- En 1995 en el ciclo Sin Condena emitido por Canal 9, Norman Briski interpreta al odontólogo Barreda, Silvina Rada a Gladys McDonald, Margara Alonso a Elena Arreche, Lara Zimmermann a Cecilia, y Leticia Brédice a Adriana. La historia comienza narrando la infancia del odontólogo y su vida familiar. El papel del padre de Barreda fue interpretado por el actor Ulises Dumont. El tango Reminiscencia del compositor argentino Astor Piazzolla fue la música utilizada para la escena en la que Barreda sale de paseo luego de cometer los asesinatos.
En literatura
- Ricardo Canaletti y Rolando Barbano escribieron El caso Barreda (2006).
- En No somos ángeles, de Liliana Caruso, Florencia Etcheves y Mauro Szeta, tratan el caso Barreda.
- Guillermo Barrantes y Víctor Coviello citan al caso de Barreda en el capítulo «La Sonrisa Perfecta» de su tercer libro sobre mitos urbanos de Buenos Aires, Buenos Aires es Leyenda 3 (2008). El mito trata de un dentista psicótico y asesino, y Barreda es citado como ejemplo de agente disparador del mito, o de parte de éste.
- Rodolfo Palacios escribió Conchita. Ricardo Barreda, el hombre que no amaba a las mujeres (2012). Editado por Libros de Cerca.
En música
- El grupo argentino de punk-rock Attaque 77 le dedicó la canción «Barreda’s Way» del álbum Antihumano (2003). Fue el primer corte de difusión del disco y se trataba de un homenaje al odontólogo Barreda.
- Se lo menciona en la canción «La Argentinidad Al Palo» de Bersuit Vergarabat, (2004).
- Horacio Fontova, músico argentino, compuso un tema que llamó «Milonga Para Barreda».
- El grupo Sometidos Por Morgan, de Argentina, con Pablo Marchetti en voz, compuso el tema «La Cumbia Del Odontólogo». El tema fue publicado en su disco Ludomático (1995).
VÍDEO: ENTREVISTA A RICARDO ALBERTO BARREDA