Peter Kürten

El vampiro de Düsseldorf

  • Clasificación: Asesino en serie
  • Características: Sádico - Violador
  • Número de víctimas: 9
  • Fecha del crimen: 1913 - 1929
  • Fecha de detención: 24 de mayo de 1930
  • Fecha de nacimiento: 26 de mayo de 1883
  • Perfil de la víctima: Mujeres y niñas
  • Método del crimen: Arma blanca - Golpes con martillo - Estrangulación
  • Lugar: Düsseldorf, Alemania
  • Estado: Ejecutado en la guillotina el 2 de julio de 1931
Leer más

Peter Kürten

Última actualización: 14 de abril de 2015

Asesinatos monstruosos

En los años veinte Düsseldorf era una ciudad con miedo. En una horrible y larga lista de asesinatos, hombres, mujeres y niños habían sido víctimas de un sádico asesino, de un hombre que había aprendido a torturar desde la infancia.

En 1929, la ciudad alemana de Düsseldorf era el terreno de caza de un loco suicida que aparentemente elegía sus víctimas al azar, sin considerar el sexo o la edad.

El horror alcanzó su punto culminante el 24 de agosto de ese año, cuando dos niños, Gertrude Hamacher, de cinco años, y Luise Lenzen, de catorce, fueron encontrados en una parcela cerca de su casa. Los dos habían sido estrangulados y tenían seccionado el cuello. No fueron violados, y el único motivo posible del asesino parecía ser un simple anhelo de sangre. Comenzaron a circular rumores sobre los vampiros.

El hombre responsable de esta estela de muerte y horror vivía en un pequeño apartamento, en el 71 de Mettmanner Strasse, y obtenía un profundo placer de la contemplación de sus diabólicas acciones.

Peter Kürten era un hombre educado, apuesto y de buenos modales, incluso quisquilloso en lo referente a sus trajes y apariencia física. Él y su mujer vivían tranquilamente, siempre manteniendo un estilo de vida de respetable mediocridad.

Nació en 1883, en Köln Mulheim, en una familia pobre. Su padre, un moldeador de oficio, era un borracho violento. Abusó física y sexualmente de su mujer y de sus 13 hijos, y pasó varios años en prisión por estos delitos

La familia se trasladó a Düsseldorf en 1895. De acuerdo con los testimonios que dio a los psiquiatras, por entonces Peter ya era un asesino. Ahogó a dos de sus compañeros de juegos cuando jugaban en una balsa en el Rhin, a la edad de nueve años.

El chico se fue de casa y sobrevivió robando. Desde edad temprana tenía un gran apetito sexual y dio rienda suelta a su bestialismo con varios animales. Se dio cuenta que apuñalándoles aumentaba su placer. Se había iniciado en estas prácticas por el perrero local, que vivía en la misma casa que los Kürten. Fue él el que enseñó a Peter a torturar a los animales que atrapaba.

Con 14 años, se colocó de aprendiz como moldeador. Odiaba el trabajo y esa vida, y muy pronto empezó a robar dinero de su jefe. Huyó a Koblenz, donde vivió con una prostituta. Fue arrestado por robo y llevado a prisión. Liberado en 1899, estranguló a una mujer cuando estaban haciendo el amor en el bosque, y la abandonó moribunda. Como nunca se encontró el cuerpo, se presume que sobrevivió y que se recuperó posteriormente.

En 1900, regresó a prisión por cuatro años. Era un prisionero conflictivo que continuamente se negaba a trabajar y se burlaba de las normas de la cárcel para que le dejaran incomunicado. Allí pasaba el tiempo y se dejaba llevar por sus fantasías sádicas, obteniendo satisfacción sexual al imaginar actos de violenta venganza contra la sociedad.

Liberado en 1904, Kürten continuó su carrera criminal, añadiendo el incendio premeditado al robo. Prendió fuego a heniles y graneros, emocionándose con las llamas y con la idea de que un vagabundo pudiera estar durmiendo en el heno. Se le llamó a filas, pero la reglamentación estricta de la vida militar no era de su agrado.

Puesto en libertad en 1913, Peter sobrevivió desvalijando casas. El 25 de mayo, mientras estaba robando en un bar en Colonia, atacó y estranguló a Christine Klein, de trece años, a la que había descubierto durmiendo en la cama.

Dos veces, en 1913, Kürten atacó a extraños en la calle, hiriéndoles con un hacha y obteniendo placer de la contemplación de la sangre. Sin embargo, antes de que pudiera asesinar otra vez, fue arrestado por robo y pasó los años de la Primera Guerra Mundial en la cárcel.

Después de ser puesto en libertad en 1921, fue a la casa de su hermana en Altenburg, donde conoció a su futura esposa. Presumió de ser un prisionero de guerra, recién liberado por los rusos, y la cortejó con una mezcla de palabras cariñosas y francas amenazas de violencia.

La que iba a ser su mujer, con anterioridad había sido una prostituta y permaneció en prisión cuatro años por disparar a un hombre que la abandonó después de prometerle matrimonio. Ella creía que cualquiera que fuera su destino era su deber soportarlo, a fin de redimir su pasado pecaminoso.

Aceptó la propuesta de matrimonio de Kürten, y posteriormente también aceptó su infidelidad y su afición al delito, aparentemente sin quejarse. Por su parte, él nunca la trató mal. Posteriormente, dijo que sólo le había sido posible en su matrimonio realizar el acto conyugal imaginando que era un encuentro violento con otra persona.

Los recién casados vivieron en Altenburg hasta 1925. Kürten hizo un esfuerzo para reformarse. Trabajó como modelador, se hizo sindicalista y activista político. Pero alguna que otra vez buscaba mujeres con las que tenía brutales encuentros sexuales. Cuando, en alguna ocasión, llegaba demasiado lejos, su mujer intervenía para evitar que fuera acusado por estos ataques.

Altenburg era una ciudad demasiado pequeña para sus deseos, y se marcharon a Düsseldorf en 1925. Desde ese año hasta 1928 llevó a cabo cuatro o cinco ataques contra mujeres, estrangulándolas hasta dejarlas inconscientes. Volvió otra vez a los heniles, esta vez incendiando dos casas y varias dependencias.

Luego comenzó su reinado de terror. En la noche del 3 de febrero de 1929, se precipitó sobre una mujer que caminaba hacia su casa y le clavó 24 veces unas tijeras. Ella sobrevivió.

Diez noches mas tarde, apuñaló a un obrero de 45 años, Rudolf Scheer, 20 veces, y le dejó muriéndose en la carretera. El 9 de marzo atacó y estranguló a una niña de ocho años, Rose Ohliger. Luego se ensañó con el cadáver de la niña clavándole un cuchillo.

Más tarde, Kürten cambió su táctica de ataque, dejando medio muertas a cuatro mujeres, antes de volver a sus hábitos en agosto. Asesinó a dos niños, también a una niña llamada Maria Hahn, y la enterró en un prado del Rhin. Un día después, volvió y la desenterró. Intentó crucificarla en un árbol para que la encontrara cualquiera que pasara por allí, pero el cadáver pesaba demasiado para levantarlo. Así que lo arrastró a un nuevo lugar y lo volvió a enterrar.

A finales de septiembre cogió un martillo para utilizarlo como arma, asesinando a dos mujeres e hiriendo a otras dos en distintos ataques.

La última víctima de Kürten fue una niña de cinco años, Gertrude Albermann, que desapareció el 7 de noviembre. Escribió a los periódicos informándoles de dónde podían encontrar el cadáver, y también les proporcionó un tosco mapa que mostraba el lugar de la sepultura de Maria Hahn. Entre los miles de personas que se congregaron en el lugar, estaba él, que obtuvo placer sexual contemplando el terror de la escandalizada multitud.

Aunque no iba a haber más asesinatos, Peter continuó los ataques, medio ahogando o apaleando a más de diez mujeres en los primeros cinco meses de 1930.

A pesar de la presión pública, la frecuencia de los ataques, y las descripciones de Kürten dadas por los supervivientes, la policía no estaba cerca de resolver el caso. Interrogaron a nueve mil personas y se siguieron más de dos mil pistas, pero ninguna condujo a nada. Se habían dado cientos de miles de nombres a la policía, incluyendo el de Kürten. Una mujer a la que él atacó le denunció, pero los detectives consideraron que les estaba haciendo perder el tiempo y la multaron por ello.

El reinado del terror de Kürten finalizó en mayo de 1930. Otra mujer a la que también había atacado pero que no denunció el hecho a la policía, le reconoció, y él a ella en las escaleras de su casa.

Creyendo que se le encarcelaría por violación, no por asesinato, Peter se lo confesó a su mujer, que no sospechaba nada, de modo que pudiera ayudarle y recolectar dinero para la fianza. Ella no se lo podía creer, pero el detallado relato de sus crímenes (tenía una clara memoria de cada incidente, muchas veces revividos en su mente) finalmente la convenció. Kürten planeó un último asesinato antes de su arresto, pero, sin su conocimiento, su esposa se fue derecha a la Policía.

El 24 de mayo Kürten se encontró con su mujer fuera de la iglesia de Rochus. Un agente armado le estaba esperando cuando él llegó y “el monstruo de Düsseldorf” quedó bajo custodia. Hizo una confesión completa que incluía muchos crímenes de los que la policía no tenía noticia.

Durante el tiempo que pasó en prisión, Kürten recibió una gran cantidad de cartas. Muchas de ellas, lo que no resulta sorprendente, hablaban de los castigos que los remitentes querían infligirle. Pero, sin embargo, un número igual eran cartas de amor y peticiones de autógrafos. El asesino pasó gran parte del tiempo que estuvo bajo custodia hablando con psicólogos acerca de sus acciones y de los motivos, proporcionando una oportunidad sin precedentes para estudiar la mente de un sádico asesino.

El juicio empezó en el Tribunal de lo Criminal, en Düsseldorf, el 13 de abril de 1931, y duró diez días. La defensa se basaba en la locura, y los testimonios de los numerosos expertos en psiquiatría ocuparon la mayor parte del juicio.

El jurado se retiró a deliberar noventa minutos y volvió con nueve veredictos de culpabilidad. Kürten fue sentenciado a muerte. Su abogado, el doctor Wehner, apeló la sentencia, pero fue desestimada el 30 de junio. Se fijó la ejecución para el 2 de julio, a las seis de la mañana.

Al que menos le importaba todo esto era al propio reo. Sabiendo que, aunque sólo fuera por un momento, podría experimentar el placer de sentir su sangre saliendo a borbotones de su cuerpo cuando le cortaran la cabeza, no le importaba morir.

Peter Kürten aceptó su destino con ecuanimidad. Su última comida consistió en Wiener Schnitzel, patatas fritas y vino blanco. Fue a la guillotina harto y contento.

“No tengo remordimientos. En cuanto a si mis acciones me avergüenzan, le diré que recordando todos los detalles, no lo encuentro desagradable. La verdad es que disfruté”. (Peter Kürten al profesor Berg).

Fritz Haarmann

Kürten no era el único asesino que aterrorizó Alemania en el período de entreguerras. Fritz Haarmann fue ejecutado en Hannover en 1925 después de confesar el asesinato de 50 jóvenes, 28 de los cuales fueron identificados en su juicio. Nacido en 1879, Haarmann estuvo varias veces en prisión por abusar de menores, por hurto y por robo. Cuando fue puesto en libertad en 1918, trabajó en el mercado negro vendiendo carne de contrabando y actuando como soplón de la policía.

Él y otro homosexual, Hans Grans, acogían refugiados y jóvenes que llegaban a la habitación de Haarmann. Allí los asesinaba, según parece, mordiéndoles en el cuello y luego con su amigo desmembraba los cuerpos vendiendo algunas partes como carne y vertiendo al río Leine lo que no era comestible.

Aunque Haarmann fue uno de los sospechosos durante algún tiempo, su papel como soplón de la policía, detective «a su manera» y comerciante de carne actuó como tapadera de sus actividades hasta 1924. Entonces fue arrestado acusado de abusos deshonestos y en su piso se descubrieron varias prendas de los chicos desaparecidos. El cómplice de Haarmann, Grans, fue condenado a doce años de prisión.

Ejecuciones

El liberalismo de la Alemania de Weimar se hundió. A pesar de que la pena de muerte se mantuvo en los estatutos, se utilizó en muy raras ocasiones. Incluso la ejecución de Peter Kürten levantó una oleada de protesta. Iba a ser la primera ejecución desde que un hombre llamado Böttcher fuera guillotinado tres años antes por un doble asesinato en Berlín. La Liga Humanitaria Alemana protestó y muchas cartas llegaron a la prisión apoyando a Kürten.

MENTE ASESINA – Cerebros torturados

Neville Heath y Peter Kürten procedían de diferentes ambientes, aunque los dos obtenían placer infligiendo dolor.

Peter Kürten era un psicópata narcisista que sentía que la satisfacción de sus deseos pasaba por encima de cualquier otra consideración. Nunca expresó ningún remordimiento por sus crímenes, admitiendo que “recordar todos los detalles no resulta del todo desagradable. Disfruté mucho”.

Revivía sus crímenes mentalmente y sorprendió a la policía y a los psiquiatras por su extraordinaria memoria. Describió con todo detalle el dormitorio de Chistine Klein diecisiete años después de haberla asesinado.

Kürten se veía así mismo como un ángel vengador, dispuesto a librar al mundo de la injusticia. Dijo que entre sus fantasías estaba el ser festejado en las calles de Düsseldorf como el hombre que libraba a la ciudad del asesinato. La mayor parte del tiempo, sin embargo, era sincero sobre la motivación sexual de sus ataques. El profesor Karl Berg, que le interrogó en prisión, le describió como “el rey de los pervertidos sexuales”.

Por el lado paterno de la familia había una historia de alcoholismo y de debilidad mental, y una atmósfera de sexo y violencia que estuvo siempre presente en su hogar.

Kürten sentía que el vicio de su padre era bastante responsable de sus propios crímenes.

Los largos años en prisión alimentaron su resentimiento. La gratificación sexual, la dominación y la imposición de dolor se fusionaron de tal forma en su mente que no podía alcanzar ninguna gratificación sin la fantasía de la violencia. Podía llegar al clímax ante la visión de la sangre o simplemente contemplando la angustia física o emocional de otra persona.

Karl Berg

El profesor Karl Berg, médico y psicólogo, se ganó la confianza de Kürten durante el tiempo que estuvo en la cárcel. El asesino le habló con franqueza sobre sus actos y motivos.

Berg llegó a la conclusión de que a pesar de que bajo las leyes alemanas, Kürten era un hombre cuerdo, en realidad era un psicópata narcisista interesado sólo en su propia gratificación.

El libro de Berg sobre el caso. «Der Sadíst», sigue siendo uno de los textos más importantes sobre psicología criminal.

Conclusiones

El caso Kürten inspiró el clásico de Fritz Lang “M”, cinta totalmente Alemana y protagonizada por Peter Lorre. La película describía sobre todo la tregua que el submundo de la ciudad había pactado con la policía en un intento de encontrar al asesino.

Fechas clave

  • 11/1899 – Trata de estrangular a una niña.
  • 1900/28 – Tres periodos en la cárcel de casi 20 años. Ocho intentos de estrangulamiento. Dos ataques con martillo. Mata a Kristine Klein. 22 incendios de heniles.
  • 3/2/29 – Frau Kuhn atacada con unas tijeras.
  • 13/2/29 – Rodolf Scheer asesinado.
  • 8/3/29 – Rose Ohliger estrangulada.
  • 7/29 – Tres intentos de estrangulamiento.
  • 8/29 – María Hahn estrangulada y apuñalada. Ataques similares a dos niñas.
  • 8/29 – Anni, estrangulada y ahogada; intenta hacer lo mismo con Christine Heerstrase.
  • 8/29 – Anna Goldhausen, Frau Mantel, Gustav Kornblum y Gertrude Schulte, apuñalados.
  • 9/29 – Sofie Ruckl, atacada. Trata de estrangular a María Rad. Mata a Ida Reuter a martillazos.
  • 10/29 – Elisabeth Dorrier, asesinada con un martillo. Frau Meurer y Frau Wanders, atacadas con martillo.
  • 11/29 – Gertrude Albermann, estrangulada y asesinada con unas tijeras.
  • 2/30 – Trata de estrangular a Hilda.
  • 3/30 – Intento de estrangulamiento de María e Irma.
  • 4/30 – Intento de estrangulamiento de Sibilla, Hau y una chica desconocida.
  • 4/30 – Charlotte Ulrich y otras chicas, atacadas.
  • 5/30 – Intenta estrangular a Mara Budleis.
  • 5/30 – Trata de asesinar a Gertrude Bell.
  • 24/5/30 – Arresto de Kürten.
  • 23/4/31 – Es acusado de nueve asesinatos.
  • 2/7/31 – Kürten es ejecutado.

Los carniceros alemanes

Norman Lucas – Los asesinos sexuales

Una noche fría y oscura de principios de febrero de 1929, Apollonia Kühn, una mujer de cincuenta años, caminaba de prisa hacia su casa por un camino solitario del distrito de Flingen, en Düsseldorf, Alemania, cuando de pronto se dio cuenta de que alguien caminaba a su lado.

Antes de que pudiera contestar las «buenas noches» que le había deseado una agradable voz masculina, el extraño ya la había sujetado bruscamente por las solapas de su abrigo y la había punzado con unas tijeras. Nadie oyó los gritos de ayuda que daba mientras el atacante hundía ferozmente las tijeras en ella, veinticuatro veces, antes de dejarla tirada al lado del camino. Al ser dada la punzada final, una de las hojas de las tijeras se quedó incrustada en su espalda. Afortunadamente para frau Kühn, otro desconocido pasó por el camino y la encontró antes de que muriera. En el hospital al que fue llevada, los médicos ganaron la batalla por salvarle la vida.

Unos días más tarde, el 9 de febrero, algunos trabajadores de un sitio en construcción cerca de la iglesia de san Vicente, en Flingen, encontraron el cuerpo mutilado de una niña de nueve años, Rosa Ohliger, que también había sufrido múltiples heridas de tijeras. Rosa había desaparecido de su casa hacía tres días. Aunque no había sido violada, sí había habido ciertos intentos de agresión sexual. El cuerpo estaba parcialmente quemado.

El 12 de febrero del mismo año un mecánico de edad madura llamado Rudolf Scheer fue encontrado muerto en una zanja en el suburbio de Gerresheim, en Düsseldorf. Había sido punzado veinte veces – nuevamente parecía que habían sido utilizadas unas tijeras – cuando regresaba más bien tambaleante a casa después de una tarde de borrachera con amigos.

El reino del terror de Düsseldorf había comenzado.

En base a que el arma y el patrón de ataque habían sido similares en los tres casos, se supuso que un solo hombre era el responsable de los tres crímenes. Ahora bien, ¿qué tipo de criatura podría escoger como víctima en tres ocasiones distintas a un hombre, a una mujer de edad madura y a una inocente niña? La policía de Düsseldorf se vio obligada a creer que estaba tras un maniático homicida dispuesto a matar indiscriminadamente en el momento en que se presentara una oportunidad. Ninguna persona de la ciudad o de los alrededores, independientemente de la edad o del sexo, podía considerarse segura. El miedo comenzó a aumentar cuando se hizo obvio que no había ninguna pista para la identificación del asesino.

La perturbación creció y la crítica a la policía se intensificó cuando el 2 de abril, dos meses después del ataque a frau Kühn, una chica de dieciséis años, Erna Penning, fue perseguida por un hombre que tiró un lazo sobre su cabeza. Por fortuna la chica era fuerte y luchó con tanta fiereza y gritó tan fuerte que su atacante huyó. La noche siguiente, el asaltante, en busca de otra víctima, lazó por detrás a una joven mujer casada de apellido Flake que pasaba por un camino solitario y la tiró por un espacio áspero hasta un terreno donde habría sido asesinada de no haber sido por un hombre y una mujer que oyeron sus gritos y corrieron a investigar.

El atacante soltó a la mujer tan pronto como vio a la pareja que se acercaba. Estos únicamente pudieron decir a la policía que el atacante parecía ser un hombre joven debido a la rapidez con que se alejó.

La pista era muy leve, pero era mejor que nada. La policía, sin grandes esperanzas, entrevistó a Johann Staussberg, un epiléptico retrasado mental del área de Düsseldorf que se alejaba corriendo cada vez que alguien se le aproximaba en la calle. Cuando se le preguntó a este joven si sabía algo de los ataques o de los asesinatos respondió alegremente que sí. Se declaró responsable de todos los crímenes. Se jactó de ser el «monstruo de Düsseldorf», nombre con que los periódicos habían bautizado al maniático que había aterrorizado la ciudad. Para hacer más completa la escena también confesó ser el autor de algunos incendios premeditados de graneros y almiares que habían desconcertado a la policía en enero de 1929, un poco antes de que comenzaran los ataques asesinos.

Es de dudarse que la policía haya creído la totalidad de la historia de Staussberg pero no estaban para correr riesgos. Fue internado, debido a su inhabilitación absoluta para hacer frente a un juicio, en un hospital psiquiátrico y mantenido bajo fuerte custodia.

Los encabezados de primera plana de los periódicos fueron «El monstruo confesó»; y la gente de Düsseldorf, tranquila, creyendo que el atacante asesino estaba tras de las rejas, comenzó a disfrutar nuevamente de sus vidas normales.

Por un tiempo pareció que el presentimiento de la policía había sido acertado y que el sencillo Staussberg, quien además de sus otras incapacidades tenía un labio leporino y el paladar hundido, era de hecho el «Monstruo». Entonces, después de cuatro meses de ausencia de miedo, los habitantes de toda el área llegaron a un estado cercano a la histeria debido a una serie de asesinatos y de intentos de asesinatos.

A finales de agosto de 1929 una joven mujer casada fue apuñalada por la espalda cuando caminaba a su casa de regreso de una feria, en Lierenfeld, un suburbio de Düsseldorf. No fue herida seriamente, de manera que pudo darse la vuelta de inmediato en un intento por identificar a su asaltante. Todo lo que pudo ver fue una figura que se perdía rápidamente en la oscuridad.

Menos de doce horas más tarde hubo dos incidentes más de apuñalamientos. Una víctima fue una joven, Anna Goldhausen, atacada por la espalda mientras caminaba por una calle tranquila del mismo suburbio. La otra fue un hombre, Gustav Kornblum, apuñalado por la espalda mientras estaba sentado tranquilamente en un parque de Lierenfeld. Aunque ambas víctimas sobrevivieron, ninguna pudo dar una descripción de su asaltante.

La ola de terror aumentó más todavía cuando el 28 de agosto fueron encontrados en un lote cerca de Düsseldorf los cuerpos de dos niñas, Gertrud Hamacher, de seis años, y Louise Lenzen, de catorce, vistas por última vez dos días antes en una feria en Slehe. Habían sido estranguladas y sus cuellos habían sido cortados. No habían sido agredidas sexualmente.

El 27 de agosto, antes de que se descubrieran los asesinatos de las niñas, Gertrude Schulte, una joven sirvienta que caminaba a lo largo del margen de un río camino a una feria en Neuss, fue abordada por un hombre que la convenció que diera un paseo con él. Cuando llegaron a un bosque el hombre trató de tener relaciones sexuales con ella, pero Gertrude le dijo que antes que consentir moriría.

– Bien, ¡muere entonces! – dijo él calmadamente y le dio catorce puñaladas con un pequeño cuchillo.

La chica sobrevivió al ataque y pudo dar cierta descripción del hombre que no fue de mucha ayuda debido a que únicamente pudo decir que tenía ojos «encendidos» y que al verlo había pensado que estaba viendo la cara de un demonio.

Fraulein Schulte pasó casi seis meses en el Hospital Düsseldorf. Cuando se recobró aceptó un empleo como mecanógrafa en una oficina de la policía que se le había ofrecido con objeto de que estuviera siempre disponible cuando sospechosos fueran alineados para ser identificados. Esta resultó ser una buena medida por parte de la policía porque después de decir «no» ante la vista de algunas docenas de hombres que fueron hechos desfilar frente a ella durante tres meses, finalmente hizo una identificación positiva que ayudó a procesar al «Monstruo».

Sin embargo, antes de esta confrontación hubo tres asesinatos más y una serie de ataques sadistas a mujeres y jovencitas en el área de Düsseldorf.

A principios de septiembre hubo dos casos de intentos de estrangulamiento. En ambos casos el atacante se acercó a las jóvenes víctimas por detrás y las dejó inconscientes sin que éstas tuvieran oportunidad de ver a su asaltante. Hubo una tercera chica que se pensó se había fracturado el cráneo al caer de la bicicleta, hasta que se encontró que las heridas en la cabeza coincidían mucho más con lo que sería golpes de martillo.

A finales de septiembre, una sirvienta doméstica de treinta y dos años, Aida Reuter, no regresó de su paseo dominical de la tarde. Su cuerpo fue encontrado al día siguiente en un prado junto al Rin, en las afueras de la ciudad. Tenía trece marcas distintas de golpes de martillo en la cabeza. Sus pantalones no aparecieron. Había sido violada.

En menos de diez días otra sirvienta, Elisabeth Dorrier, de veintidós años, fue golpeada con un martillo hasta producirle la muerte mientras caminaba a lo largo de la ribera del río Dussel, en Grafenberg. En este caso no hubo signos de violación sexual.

El 25 de octubre, frau Elisabeth Meurer, de treinta y cuatro años, caminaba sola por las inmediaciones de la ciudad cuando se le acercó un hombre joven.

-¿Me permite acompañarla en su camino de regreso, señorita? – le preguntó.

Ella vio la cara del hombre a la luz de los faros de un automóvil y pensó que era un «hombre joven bien parecido». A pesar de la publicidad dada a las actividades del «Monstruo», frau Meurer no tuvo miedo porque el extraño era muy agradable y se expresaba muy bien. Cuando el hombre señaló que se encontraban cerca del sitio en el que Rudolph Scheer había sido asesinado, ella pensó que simplemente se estaba refiriendo a la noticia más comentada del momento.

-¿No tiene usted miedo de ser atacada? – le preguntó el acompañante.

Frau Meurer le aseguró que no tenía miedo, pero comenzó a tener sus dudas cuando el hombre continuó hablando.

– No hay ningún policía aquí – dijo -. Ellos están bebiendo cerveza en una hostería alejada.

La mujer aceleró el paso mientras decía que su esposo iba a encontrarla y que sin duda estaba por aparecer. Sintió cierto alivio cuando el hombre se retrasó. No recordó nada más hasta que recobró la conciencia horas después en un hospital. Había sido golpeada en la cabeza con un martillo.

Unas horas más tarde, otra mujer, una camarera de apellido Wanders, fue encontrada inconsciente en un parque en el centro de Düsseldorf. También había recibido varios golpes de martillo.

La siguiente víctima fue otra niña, Gertrud Albermann, de cinco años, sobre quien se había dado parte como perdida el 7 de noviembre de 1929. A la mañana siguiente, un periódico de Düsseldorf recibió una nota que afirmaba que el cuerpo de la niña sería encontrado «cerca del muro de Haniel». Estaba, de hecho, entre ortigas y cascajo junto a un muro de una obra de ingeniería de Haniel y Luig, en Düsseldorf. La niña había sido estrangulada y apuñalada treinta y seis veces después de muerta.

Junto a este mensaje a los periódicos iba un boceto de mapa que hacía referencia al «asesinato cerca de Pappendell» (un estado a menos de dos kilómetros de la ciudad) y que tenía el propósito de mostrar el lugar en el que había sido enterrada otra víctima. Aunque no se daba ningún nombre, la policía recordó que el 11 de agosto se había informado de la desaparición de una sirvienta doméstica, María Hahn, y que un poco después un campesino había encontrado un sombrero de mujer, una bolsa de mano y un manojo de llaves cerca de Pappendell. Una primera búsqueda no reveló nada y este hecho fue debidamente informado a los periódicos. Al día siguiente la comandancia de policía recibió una tarjeta que llevaba un mensaje críptico: «Continúen cavando”. La policía regresó a Pappendell y ahí, después de cinco días, fue encontrado el cuerpo de María enterrado bajo casi dos metros de tierra dura. Estaba completamente desnuda, había sido apuñalada veinte veces y había sido víctima de ataques sexuales tanto vaginal como anal.

No es extraño que la policía y los periódicos reciban cartas anónimas durante la investigación de un asesinato. Desde el comienzo de los ataque a principios de 1929 se habían recibido más de 200 comunicados. Su volumen aumentó después del descubrimiento del cuerpo de María Hahn y aunque nunca se probó que hubieran sido escritos por el «Monstruo», aumentaron la alarma de los ya aterrorizados ciudadanos.

«Beban la sangre de la siguiente víctima», decía un mensaje; «¡Sangre, sangre, necesito sangre!», decía otro. El autor de una carta recibida por un periódico escribió en relación a las mujeres víctimas: «Todas eran chicas honestas. Yo sólo libré sus pobres almas de la pobreza». En otro comunicado, depositado en el correo a principios de diciembre, se leía: «Busquen más. Ven, dulce muerte. ¡Sangre, sangre, sangre! ¡Qué alegres los muertos! Recójanlos. ¡Regocijo de muerte!». Más adelante el corresponsal anónimo anunció que transferiría sus actividades a Berlín y que su primera víctima en esa ciudad sería el jefe de la Policía.

No pasó mucho tiempo para que todo crimen o asalto cometido en cualquier parte de Alemania fuera atribuido al «Monstruo». En Ratibor, una ciudad industrial de la parte norte de Silesia, un muchacho de quince años fue encontrado muerto con una herida de cuchillo bajo el corazón; un sastre fue acuchillado a muerte de igual manera; un comerciante atacado con un cuchillo y un viejo trabajador agrícola asesinado a salvajes golpes de martillo en el cráneo. Conforme la tensión disminuía en Düsseldorf, aumentaba en Ratibor, hasta que se descubrió que el muchacho se había suicidado y que se habían cometido tres arrestos separados en relación con los otros tres crímenes.

En Eschweiler, una ciudad situada a alrededor de 65 kilómetros de Düsseldorf, una joven costurera fue atacada y herida gravemente con un martillo; una chica de diecinueve años fue encontrada inconsciente, atada y amordazada y una mujer de edad avanzada informó haber sido abordada por un desconocido que había tratado de apuñalarla. Nuevamente se culpó al «Monstruo» y nuevamente los tres incidentes fueron rápidamente aclarados a satisfacción de la policía local. Lo mismo sucedió en Dortmund, donde se encontró el cuerpo de una mujer degollado con un cuchillo de cocina. Al igual que los anteriores, se probó que este asesinato no tenía relación con los ataques de Düsseldorf.

Conforme transcurrían los meses sin que el «Monstruo» fuera identificado, el pánico se extendió más allá de las fronteras de Alemania a Holanda, Bélgica y Polonia. En abril de 1930, una enfermera de hospital fue apuñalada a muerte y su compañera atacada cerca de Bennekom, en Holanda. La población se llenó de terror hasta que un hombre que acababa de ser puesto en libertad después de cumplir una sentencia por violación fue arrestado por los delitos. Una tía de Gertrud Albermann, la última víctima infantil en Düsseldorf, recibió una carta sin firma que describía, en repugnantes detalles, la manera como había sido asesinada la niña. Debido a que la carta llevaba un matasellos de «Dortmund Aachen-Express», y como Aachen es una ciudad fronteriza entre Alemania y Bélgica, la policía de Düsseldorf temió que su presa hubiera escapado a través de la frontera. No pasó mucho tiempo para que todo ataque en Bélgica fuera atribuido al «Monstruo».

Polonia entró en un estado de miedo cuando se sugirió la posibilidad de que siete asesinatos no resueltos, todos de mujeres entre los cinco y veinte años, cometidos en Warsaw en 1926, pudieran ser obra del «Monstruo» de Düsseldorf. De ser esto así, ¿regresaría a Polonia en busca de nuevas víctimas? Los rumores de que estaba en Polonia, listo para atacar nuevamente, fueron intensificados por las noticias de que grupos de la policía polaca registraban los bosques a lo largo de la frontera.

Mientras tanto en Düsseldorf la policía hacía frente a algo que se aproximaba a la histeria colectiva. El público había mandado ya más de trece mil cartas y la policía había seguido 2.650 pistas. 9.000 personas habían sido interrogadas, muchas de ellas hombres que habían sido acusados de ser el «Monstruo». Acciones inocentes de ciudadanos ordinarios, obedientes de la ley, eran con frecuencia malinterpretadas. Una tarde de noviembre de 1929, no mucho después de la muerte de la pequeña Gertrud Albermann, algunos estudiantes vieron a un hombre que caminaba con un niño hacia la zona en la que Gertrud había sido asesinada. Los muchachos comunicaron la noticia a algunos trabajadores y éstos informaron a la policía. El hombre fue llevado a la comandancia para ser interrogado. Pronto quedó en claro que se trataba de padre e hijo camino a casa. Sin embargo, la multitud reunida frente a la comandancia de la policía se rehusó a creer tal cosa. El pobre hombre tuvo que ser sacado por una puerta de atrás mientras cientos de personas llenaban el camino del frente gritando insultos a la policía y amenazando con linchar al hombre que creían era el «Monstruo».

Apareció entonces la historia de una mujer de voz profunda que se creía era un hombre disfrazado que había sido vista dando dulces a niños, incluyendo a Gertrud Albermann, un día antes de que ésta desapareciera. Tan pronto como fue publicada esta noticia, una mujer llamó a la policía para explicar que ella era quien había dado los dulces, por la inocente razón de que le encantaban los niños y quería que ellos la quisieran. Estuvo de acuerdo en someterse a un examen físico para probar que realmente era una mujer.

Edward Soermus, el violinista de fama internacional, fue el centro de otro incidente que mostró el grado que había alcanzado en toda la nación el pánico irracional. En una noche muy fría de diciembre conducía cerca de Colonia cuando se detuvo a un lado del camino y después de caminar rápidamente unos metros en cierta dirección agitó los brazos vigorosamente para mejorar su circulación. Una mujer que lo vio dio por hecho que estaba a punto de ser atacada y corrió rápidamente a la policía. El señor Soermus se vio así obligado a ir a la comandancia y demostrar su identidad.

Aunque la opinión popular sostenía que el responsable de todos los asesinatos y ataques en Düsseldorf era un solo hombre, la policía creyó por un tiempo que se trataba de dos o tres asesinos. Los crímenes no seguían un patrón único. Si bien la mayoría de las víctimas eran mujeres, no había ninguna relación que las vinculara. Eran de todas las edades y provenían de distintas clases sociales, a diferencia de, por ejemplo, las víctimas de Jack el Destripador – el asesino nunca atrapado que aterrorizó a Londres en 1888 – que eran todas prostitutas. Había también cuatro niños y un hombre. En algunos casos había habido violaciones o intentos de violaciones y en otros no. El arma, también, había variado. Se habían usado tijeras, un punzón, un martillo y una cuerda y por lo menos en un caso la víctima había muerto estrangulada con las manos.

La policía se preguntaba si era posible que un hombre fuera responsable de tal variedad de crímenes.

En los últimos meses de 1929 y principios de 1930 un cierto número de hombres fueron arrestados en relación con los ataques de Düsseldorf. En Berlín se detuvo a un jornalero que había trabajado en Pappendell y que había sido visto en compañía de María Hahn un poco antes de que desapareciera. Sin embargo, después de ser interrogarlo detenidamente durante unas horas, la policía determinó que no tenía ninguna relación con aquel asesinato o con ninguno de los otros atropellos.

En Checoslovaquia se pensó que un chófer detenido por cargos menores tenía mucho parecido con la descripción dada del asesino de Düsseldorf. Su letra parecía coincidir con los escritos de las notas mandadas por el «Monstruo» a los periódicos. Fue puesto en libertad cuando se descubrió que había estado en prisión en Praga durante el periodo de los primeros cinco asesinatos.

Un bailarín fue arrestado en su casa por detectives en base a un anónimo. Ahí se encontraron una serie de dibujos macabros, uno de los cuales mostraba a la dolorida madre de Gertrud Albermann viendo el cuerpo mutilado de su niña y otro que mostraba al bailarín apuñalando a la chica. Se comprobó que en este caso tampoco había relación con los crímenes.

Se sospechó de dos homosexuales al encontrarse en su casa ropa femenina que se pensó podía haber pertenecido a algunas de las víctimas. Los dos hombres fueron obligados a confesar que con frecuencia se ponían atuendos femeninos.

Un ayudante de carnicero checo que había sido acusado de uno de los crímenes de Ratibon fue interrogado detenidamente sobre los asesinatos de Düsseldorf después de que un vendedor de billetes de la estación de trenes de Ratibor dijo que lo había visto regresar en varias ocasiones de Düsseldorf. Los puntos de contactos entre ambos casos eran realmente pocos. El carnicero no tenía parecido con la descripción dada del «Monstruo» y hablaba tan poco alemán que no podía haber conversado, como lo había hecho el asesino, con varias de sus víctimas alemanas.

La búsqueda continuó. Se arrestaba y se ponía en libertad a los sospechosos. Toda pista, por pequeña que fuera, era seguida. Ningún indicio, independientemente de que fuera tan oscuro, era ignorado. Sin embargo, a principios de 1930, la policía seguía tan lejos de solucionar los crímenes como lo había estado doce meses antes.

Extrañamente, fue un antiguo hombre de Scotland Yard quien hizo la predicción más acertada sobre la manera en que probablemente sería resuelto el misterio.

El ex inspector en jefe, Gough, hizo sus propias investigaciones sobre el caso para un periódico británico. Al señalar que la policía de Düsseldorf no tenía bases sólidas en las cuales sustentar sus investigaciones, comentó:

«Yo he dicho con frecuencia que los detectives más exitosos en tales casos son el inspector Suerte y el sargento Azar. No veo cómo es posible pensar en alguna esperanza de aclarar el misterio en el futuro inmediato a menos que ocurra algo que por el momento es impredecible.»

El inspector Gough resultó estar en lo cierto. Finalmente fue la casualidad y un golpe de suerte imprevisto lo que permitió que los colegas de este detective en Düsseldorf pudieran encontrar al hombre que buscaban.

El 14 de mayo de 1930 una chica llamada María Budlich llegó a Düsseldorf. Había dejado su casa en Colonia para empezar un nuevo empleo como sirvienta. Cuando vio que su nuevo patrón no estaba esperándola en la estación del ferrocarril tal como había sido convenido, María, que había leído sobre las actividades del «Monstruo», se puso nerviosa. Su temor aumentó cuando un extraño, que le pareció de apariencia más bien siniestra, trató con insistencia de persuadirla para que le permitiera ser su guía. La intervención de un hombre bien vestido, de voz suave, que terció al oír sus protestas hizo que ella se tranquilizara.

– Hace usted bien en tener cuidado – le dijo este hombre de apariencia muy agradable y respetable.

Ella aceptó con gusto el ofrecimiento que se le hacía de ir a la casa del desconocido, en Mettmanner Strasse 71, a tomar un refrigerio. En la casa el hombre se comportó con absoluta propiedad. Ella tomó un vaso de leche y un sandwich de jamón antes de que salieran nuevamente para encontrar – pensaba ella – la casa de su nuevo patrón.

María comenzó a tener ciertas dudas cuando en lugar de tornar los caminos iluminados, el hombre la llevó al bosque de Grafenberger bajo el supuesto de que la casa que ella buscaba estaba cerca de ahí. Tan pronto como estuvieron fuera de vista el hombre la tomó por el cuello e intentó tener de pie una relación sexual con ella. María le suplicó que desistiera y el hombre la soltó.

-¿Recuerdas dónde vivo? – le preguntó.

– No – respondió María -. No tengo la menor idea.

Estas palabras casi seguramente le salvaron la vida. El hombre la empujó hacia un lado y corrió.

María, una chica un tanto sencilla, no pensó que debía informar a la policía del incidente. En lugar de esto, escribió a una amiga y le relató el suceso en tono un tanto de broma. La carta, sin embargo, nunca llegó a su destino porque María cometió un error al poner la dirección. Terminó en la oficina de correspondencia donde fue abierta por un empleado que inmediatamente la entregó a la policía.

María fue localizada con rapidez y llevada por detectives a Mettmanner Strasse. Como no podía recordar el número de la casa los llevó a una que parecía igual. Cuando la propietaria les mostró los cuartos que ocupaba un inquilino, María reconoció de inmediato el mobiliario del lugar en el que había tomado su leche y su sandwich.

El inquilino era un obrero de cuarenta y siete años, Peter Kürten, que no parecía candidato probable para el título de «Monstruo». Era considerado como un hombre tranquilo, de buenos modales, que daba la impresión de tener menos años y que, a pesar de su trabajo poco importante, ponía mucho cuidado en su aspecto. Aparentemente era amable con su esposa, una mujer desaliñada y delgada de cincuenta años, que parecía mayor. La propietaria los consideraba como los inquilinos ideales. Demasiado retraído como para ser popular entre sus compañeros, era considerado por sus jefes como un trabajador extremadamente bueno con una inteligencia muy superior de la que requería el trabajo.

¿Podría ser este hombre quien había estado aterrorizando a la ciudad?

La policía, que seguía creyendo que se trataba de más de un asesino, pensó que era improbable y que lo más que podría hacerse en su contra era acusarlo de intento de violación a María Budlich.

Fue detenido por este cargo y al igual que a todos aquellos que habían cometido aun el delito más leve durante el año en que el «Monstruo» había estado en actividad, se le preguntó si sabía algo de cualquiera de los asesinatos o de los otros ataques.

– Sí – respondió -. Yo soy el hombre que ustedes buscan.

Confesó entonces no sólo los crímenes que se conocían sino también una serie de ataques durante 1929 y 1930 sobre los que la policía no tenía conocimiento hasta ese momento. Como no era de ninguna manera la primera «confesión» que oía la policía – siempre hay cantidad de gente desequilibrada que gustan de ser objeto de la atención general confesando crímenes que no han conocido -, su larga declaración fue vista con cautela. Sin embargo, pronto quedó en claro por los detalles que estaba dando que por lo menos era responsable de algunos de los ataques.

Gertrude Schulte, la chica que había recibido un empleo en las oficinas de la policía una vez que se había recobrado del ataque sufrido reconoció al hombre. Fue llamada de la oficina en la que se encontraba y confrontada con Kürten.

-¡Oh, sí. Oh, Dios mío! ¡Este es el hombre! – gritó y cayó sin sentido ahí mismo en la oficina de interrogaciones.

Kürten también fue identificado sin lugar a dudas por frau Meurer, la otra víctima que había visto y hablado con su atacante.

Mientras estaba preso en espera de ser sometido a juicio, Kürten confesó muchos otros crímenes. Contó a los detectives que a los nueve años había empujado a un niño de una balsa a la orilla del Rin y que otro niño había saltado al agua para ayudar a su compañero pero que él los había mantenido bajo la balsa hasta que se ahogaron. En noviembre de 1899, a los dieciséis años, había estrangulado a una chica mientras tenían relaciones sexuales en el bosque de Grafenberger. En mayo de 1913 entró en una hostería con la idea de cometer un robo, pero encontró a una chica de 13 años, Christine Klein, dormida en uno de los cuartos. La estranguló, le cortó el cuello con una navaja de bolsillo y entonces la atacó sexualmente. Se le cayó un pañuelo con sus iniciales y esto trajo como resultado que el tío de la chica, Peter Klein, fuera arrestado y acusado del asesinato. Fue puesto en libertad por falta de evidencias y más tarde murió en la Primera Guerra Mundial. Mucha gente seguía creyendo que él había sido el culpable del crimen. Kürten también dijo que en agosto de 1929 estranguló a una chica a quien conocía sólo por «Anni» y que lanzó su cuerpo al río. En marzo de 1930 atacó a una chica llamada Irma y la lanzó a una barranca cerca del bosque de Grafenberger. Entre 1925 y 1929 había intentado estrangular a cuatro mujeres.

Kürten también admitió haber cometido fraudes y robos y alrededor de veinte incendios premeditados. Había prendido fuego a graneros y almiares y a dos casas.

Algunos de los incidentes fueron verificados, otros no. Los registros de la policía mostraron, sin embargo, que Kürten había pasado algunos años en prisión por fraude, robo, por el intento de disparo con rifle a una chica, por asaltar a sirvientas y por haber disparado un arma de fuego en un restaurante cuando un camarero intentó detenerlo en el momento en que pretendía iniciar una relación sexual con una mujer.

El examen del conjunto de evidencias era tan complejo que pasó casi un año a partir de la fecha de su arresto antes de que Peter Kürten hiciera frente a su juicio en Düsseldorf, en abril de 1931. Fue acusado de nueve asesinatos: el de Christine Klein en 1913 y los otros ocho en Düsseldorf o cerca de Düsseldorf entre febrero y noviembre de 1929. También se le hicieron otros siete cargos por intento de asesinato.

Este hombre singular – que antes de aparecer en la corte pidió ser rasurado, manicurado, que se le diera un masaje y que su mejor traje, uno de color azul, fuera cuidadosamente planchado – se mantuvo aparentemente inconmovible a lo largo de la declaración de casi doscientos testigos.

Mantuvo la mirada al frente cuando su padre, un viejo de setenta y un años que para caminar tenía que apoyarse excesivamente en un bastón, describió a su hijo como «un muchacho malo, echado a perder por la madre». No hubo ningún asomo de emoción cuando oyó que uno de sus hermanos y una de sus hermanas, llamados a declarar, se habían rehusado a testificar.

Cuando se leyó en la corte el testimonio de su mujer, quien se había divorciado de él un poco después de su arresto y quien no había asistido al juicio, su rostro mostró algo cercano al interés.

Frau Kürten dijo que durante los siete años que habían vivido juntos nunca había sospechado que su esposo llevara una doble vida. Iba con frecuencia a la iglesia, estaba muy interesado en su sindicato y prefería trabajar como obrero que recibir la ayuda gubernamental a los desempleados. Adoraba a los niños y le gustaba retozar y jugar con los pequeños del vecindario. Sin embargo, ella había sospechado que él estaba «enredado» con otra mujer. En una ocasión en que ella le preguntó sobre este punto, él la golpeó. Se disculpó y prometió entonces nunca más golpearla y cumplió su promesa.

En una ocasión Kürten había bromeado con ella sobre los asesinatos de Düsseldorf.

– La descripción del criminal – había dicho -, corresponde exactamente a la mía, con la excepción de que se dice que el asesino tiene alrededor de treinta años mientras que yo tengo cuarenta y seis.

Frau Kürten también dijo que su esposo tenía algo de dandy. Era un hombre más bien vanidoso que acostumbraba maquillarse con cosméticos antes de salir por las tardes. Cuando ella le dijo que la policía había llegado a su departamento a investigar, él la llevó a dar un paseo a lo largo de la orilla del río. Le dijo ahí que él lo había «hecho todo». Ella se quedó estupefacta.

-¿También mataste a los niños? – le preguntó.

– Sí, sentí que tenía que hacerlo – respondió él.

Después le pidió que mantuviera su secreto a menos que quisiera correr con la misma suerte que sus víctimas. Fueron entonces a un café, pero ella estaba demasiado impresionada como para comer algo. Su esposo se encargó de los platos de ambos.

La mayor sensación del juicio de nueve días fue la historia que hizo el acusado sobre su vida y sus crímenes, en detalles tan repugnantes que el público fue excluido parte de los dos días que pasó en el banquillo de los testimonios.

En base a esta evidencia y a información adicional dada al profesor Karl Berg, un destacado psiquiatra alemán que llegó a conocer bien a Peter Kürten -a quien consideraba extraordinariamente veraz – durante el tiempo que éste pasó en la prisión, es posible estructurar esta historia increíble de sexo y sadismo.

Peter fue el tercero de una familia de trece hijos y durante una época vivieron en un solo cuarto, de manera que difícilmente causa sorpresa pensar que el niño adquiriera una conciencia sexual a una edad muy temprana. El padre era un hombre violento, jactancioso y alcohólico que pasó un tiempo en la cárcel por la violación de una de sus hijas. Peter también intentó cometer incesto con esta chica e hizo que otra de sus hermanas participara en juegos sexuales con él. No era extraño que el padre, después de pasar la tarde en las cervecerías, obligara a su esposa a tener una relación sexual frente a toda la familia.

En el mismo edificio vivía un hombre que acostumbraba reunir animales extraviados para golpearlos. Este hombre enseñó al pequeño Peter la forma de masturbar a los perros. Con frecuencia el niño lo observaba torturar a los pobres animales. Poco después de cumplir los doce años, Peter importunaba a niñas de escuela para que tuvieran relaciones sexuales con él. En los primeros años de la adolescencia cometió bestialidades con animales de granja. Un desarrollo posterior de esta perversión fue apuñalar a la bestia en el momento de la relación sexual.

Para Kürten, el sexo estaba íntimamente relacionado al sufrimiento de los animales, particularmente si había un derrame de sangre. Contó al profesor Berg que había tenido un orgasmo ante la vista de un caballo herido en un accidente en la calle y que por el mismo motivo había degollado y bebido la sangre de un cisne que dormía.

Se fue de su casa a los ocho años y vivió agitadamente durante algún tiempo. Regresó y volvió a irse a los catorce. En esa época se mantuvo mediante robos; fue mandado a la cárcel por primera vez a los quince años, donde cumplió una condena de dos años por robo. Durante este periodo y otros en los que estuvo preso acostumbraba soñar con matar «para vengarse de la sociedad», y se dio cuenta de que estas visiones de violencia lo excitaban sexualmente.

Más adelante, al descubrir que la vista al fuego podía tener el mismo efecto, provocó incendios intencionales. Escogió principalmente graneros y almiares porque imaginaba que en sus llamas ardían vagabundos hasta morir, una fantasía que incrementaba su excitación.

En relación a los asesinatos confesados dijo a la corte que aún después de muertos seguían fascinándole los cuerpos de sus víctimas y que con frecuencia había regresado varias veces para observarlos. La vista de la sangre le producía una gran satisfacción sexual. Cuando fue descubierto el cuerpo de Aida Reuter se las arregló para pasar el cordón de la policía haciéndose pasar por fotógrafo de prensa con el propósito de ver el cuerpo una vez más antes de que fuera retirado.

Dijo que la razón por la que había asesinado a las dos niñas, Gertrude Hamacher y Louise Lenzen, en la feria, había sido porque la exhibición de los fuegos artificiales lo había excitado sexualmente.

– Le pedí a la niña mayor que me comprara unos cigarros – dijo -. Cuando ya se había ido maté a la más pequeña y luego a la otra cuando regresó con los cigarros; después me fui a mi casa y cené muy bien.

Cuando pasó a relatar el asesinato de María Hahn, Kürten dijo que por un tiempo pensó que no podría matar a «esta despreocupada chica durante una noche estrellada», pero que finalmente se decidió a hacerlo.

– Después de matarla – continuó -, todo quedó en silencio. Canté y pensé que mi canción era hermosa. La noche estaba muy linda.

Dijo que después de haber enterrado a su víctima pensó en desenterrar su cuerpo y crucificarlo en un árbol, pero encontró que la chica era demasiado pesada como para poder levantarla. Durante los tres meses en los que el cuerpo permaneció oculto, regresó con frecuencia a su tumba y se masturbó sobre ella.

En una súplica final de clemencia, llena de pasión, este hombre monstruoso culpó de sus crímenes a la influencia de su vida temprana y a sus experiencias en la prisión.

– ¡Con qué ansias calladas veía frecuentemente durante mi juventud otras familias y deseaba que así fuera la mía – dijo – más feliz. Yo conozco tales días solo de oídas. Nunca los he vivido.

Cualquier sentimiento de simpatía que esta manifestación pudiera haber producido se acabó cuando continuó hablando.

– Quisiera decir – agregó – que muchas de mis víctimas hicieron las cosas muy fáciles para mí, no meramente con su disposición de entrar a bosques oscuros conmigo de noche sino también por su presteza en cuanto a satisfacer mis deseos en otros aspectos. Sin duda alguna, muchas pensaron que yo me convertiría en su esposo. La caza de maridos se ha convertido hoy en día en algo general y esto no puede tener buenos resultados. La persecución de hombres que llevan a cabo las mujeres ha asumido muchas formas…

Kürten entendió la elevación de la mano del juez, que tenía la intención de callarlo, de manera que cambió de táctica.

– Lo siento por mis víctimas – continuó -. Lo siento por sus familiares. Pido que me perdonen y estoy dispuesto a aceptar todas las consecuencias de mis actos. La pena de muerte sólo puede ser ejecutada una vez, pero créanme, he sufrido ya esa pena una docena de veces en mente y alma.

En conversaciones con el profesor Berg, el asesino de tanta gente confesó tener una gran admiración por Jack el Destripador.

Dijo que los relatos de los crímenes del Destripador lo habían fascinado.

– De haber tenido los medios – dijo al psiquiatra -, habría matado masas de gente. El impulso sexual siempre fue algo fuerte en mí, particularmente hacia los últimos años. Pero fue incrementado por los mismos hechos. Es por esto que tenía que salir una y otra vez en busca de otra víctima.

Aparentemente, su esposa era la única persona por quien él tenía sentimientos normales de afecto, pero le dijo al profesor Berg que tenía que imaginar violencia sadista para poder disfrutar de la relación sexual con ella.

El alegato de la defensa en cuanto a la demencia del acusado no fue apoyado por los muchos especialistas que examinaron a Kürten. Uno de ellos, el profesor Soili, dijo que ni el cerebro ni el cuerpo de Kürten mostraban signos de defectos orgánicos. Tenía una imaginación muy despierta y había podido cometer tantos crímenes sin ser identificados debido a su considerable inteligencia.

El doctor Reathert, director de una institución mental, describió al asesino como «un hombre capaz de permanecer perfectamente tranquilo en situaciones difíciles; un egoísta cruel y un sujeto neurótico que deseaba jugar un papel».

El 23 de abril de 1931, Peter Kürten fue sentenciado a muerte nueve veces. Después que el veredicto había sido pronunciado el abogado defensor dijo:

– La sentencia no me sorprende ni tampoco sorprende a Kürten. Hemos tenido una conversación prolongada al respecto y he llegado a la conclusión de que Kürten desea aceptar la sentencia. Esta declaración no es el resultado de una decisión impulsiva sino de una reflexión seria.

Aun así, durante algún tiempo hubo considerables dudas en cuanto a si la sentencia de muerte habría de cumplirse o no. En ese momento había un proyecto de ley en el Reichstag que recomendaba la abolición de la pena de muerte. La última ejecución en Alemania se había llevado a cabo en enero de 1928. La opinión pública, sin embargo, era tan fuerte que se decidió que Kürten muriera.

Fue guillotinado muy temprano la mañana del 3 de julio de 1913.

Disfrutó tanto su última cena de salchicha Schnitzel, papas y vino blanco que pidió que le sirvieran un segundo plato.

Los psiquiatras londinenses que estudiaron el patrón de los asesinatos relacionaron a lan Brady, el asesino de moros, con Kürten. Ambos hombres siempre habían tenido un enorme apetito de matar.

Al examinar el caso en el contexto de los avances hechos en la investigación psiquiátrica no deja de sorprender el hecho de que Kürten pudiera tener con su esposa una vida sexual razonablemente normal.

Una de las facetas psiquiátricas más interesantes de Kürten es la «externalización» de su pánico. Los especialistas lo ven hoy como un psicópata perverso que sentía un pánico interno que eliminaba de su mente creando pánico entre la gente de Düsseldorf y del distrito.

No hay asesino más peligroso que el del tipo de Kürten, aquel que experimenta una sensación de triunfo con los asesinatos, que goza con la humillación de sus víctimas, que es estimulado sexualmente ante la vista de sangre y que se siente gratificado con los actos de mutilación.

Afortunadamente, los seres con una urgencia incontrolable de matar sin ninguna necesidad de seleccionar a sus víctimas aparecen muy pocas veces.


El vampiro. El caso de Peter Kürten

Joe Lederer – Crónicas del Crimen

La habitación estaba en el primer piso, y la farola de gas que enviaba su luz desde la calle a través de la ventana recortaba en la oscuridad la silueta de los sólidos muebles. En el vestíbulo se oyó un leve crujido. El hombre se había incorporado y se restregaba ligeramente las manos en la sábana de la cama. Escondió el cuchillo y se dirigió a la puerta, quedándose unos instantes de pie y acechando.

Abajo, en la fonda, no se oía nada, y sólo de la cocina llegaba el ruido de los cacharros que lavaban. Sin hacer ruido, bajó la escalera y salió afuera. Eran las once de la noche.

Los dueños de la fonda, gente activa, estaban todavía trabajando. El propietario hacía el recuento de caja en la cocina y su mujer terminaba de recoger en una alacena los platos y los vasos.

Aquel domingo, el 25 de mayo de 1913, era la festividad del Corpus en Colonia-Mühlheim, y la fonda había estado más concurrida que de costumbre. El olor del vino y de la cerveza derramados por el suelo y del tabaco barato, llegaba a la cocina. La señora Klein levantó la tapa del depósito de agua y llenó unos cubos.

-Estoy listo -le dijo Peter Klein.

-Ve tú delante -le contestó ella-; yo voy en seguida.

Ella le oyó adelante del pasillo y cuando cerró la puerta. Diez minutos después la señora Klein se quitó el empapado delantal, apagó la luz de la cocina y subió al piso. Como hacía cada noche, fue a darle un beso a su pequeña, la cual dormía en la habitación que daba frente a la escalera.

Cristina tenía nueve años y dormía con tranquilo sueño; no se movía en toda la noche y a la mañana siguiente aún seguía en la misma postura de cuando se durmió. La madre no podía irse a dormir sin verla y contemplarla unos momentos. La niña era muy hermosa, de labios sonrosados, cabello claro y grandes y dulces ojos.

Sonriendo tiernamente, la señora Klein abrió la puerta de la habitación de su hija, a la que llegaba débilmente la luz de la farola de la calle. Cogió el edredón que había puesto sobre la cama de su hija hacía un par de horas, sorprendiéndola que estuviese en el suelo, y se acercó sigilosamente a la cama, la cual quedaba al lado izquierdo de la ventana.

Su chillido fue horrible. Peter Klein acudió rápidamente para ver qué ocurría; su mujer chillaba aterrada. En seguida llegaron vecinos despertados por los gritos de la señora Klein.

Cristina estaba muerta. Estaba tendida de través en la cama, llena de sangre y con las piernas separadas. La habían estrangulado, pues bastaba con ver cómo le salía la lengua, y había sido bárbaramente violada. Tenía dos cortes en la garganta y su cabeza colgaba por el borde de la cama.

Se inició la búsqueda del criminal. La policía creía que sólo había podido cometer el crimen una persona allegada a la familia y que tuviera libre acceso a la casa. El asesino debía de conocer bien las costumbres del matrimonio Klein y la habitación de Cristina. Un extraño no habría conseguido pasar inadvertido y desaparecer con tanta facilidad. Había un importante indicio: el criminal no sólo se secó las manos ensangrentadas en la sábana de la cama, sino que se le había caído un pañuelo, lleno de sangre. El pañuelo tenía un filete azul a un centímetro de sus cuatro bordes y en un ángulo había bordadas dos mayúsculas: P. y K.

El padre de la víctima se llamaba Peter Klein, pero como no era lógico sospechar de él, se pensó en Otto Klein, el hermano menor de Peter.

Otto Klein era matarife, una profesión que aparecía como un grave indicio. Entre él y su cuñada no eran muy cordiales las relaciones, hasta el punto de que hacía poco había amenazado a su hermano con un escarmiento del que no se olvidaría.

Muchas personas dijeron que habían visto, alrededor de la hora del crimen, a un hombre que salía de la casa y que llevaba un traje de color de pimienta. Otto Klein tenía un traje de ese color.

La policía estaba muy satisfecha del éxito de sus averiguaciones, y el carnicero, desesperado, gritaba a voces su inocencia, defendiéndose iracundo de las acusaciones con que lo acorralaban. Había, decía él, la posibilidad de que el asesino fuese un desconocido. No obstante, Otto Klein fue detenido y llevado a los tribunales.

Sus jueces procedieron con rectitud. In dubio pro reo. No pudo demostrarse su culpabilidad por falta de pruebas convincentes y se le puso en libertad.

Había salvado la vida, a pesar de que en aquel tiempo aún existía la pena de muerte en Alemania, y eso fue todo. Pero en la vecindad se le señalaba con el dedo. «Ahí va el criminal», decían al verle.

Otto se evadió de aquel suplicio cuando estalló la guerra de 1914. Se incorporó al ejército y cayó en 1916 en el frente ruso. Nadie derramó una lágrima por él.

Mucho más tarde -si Cristina hubiese vivido habría sido entonces una bella mujer de veinticinco años- se empezó a remover el caso.

En Düsseldorf, el 10 de febrero de 1929, se encontró el cadáver de Rosa Ohlinger, que tenía nueve años. La bestial crueldad con que se cometió ese crimen recordaba el caso de Mühlheim, el cual seguía siendo un misterio, pero a pesar de los dieciséis años transcurridos entre uno y otro crimen se consideró que podían deberse a una misma mano.

Posiblemente existía una relación entre el asesinato de la niña Ohlinger y otros anteriores. Exactamente una semana antes, el día 2 de febrero, se quiso matar a la señora Apollonia Kühn, a quien clavaron dieciocho puñaladas, llevándola rápidamente al hospital. Esos delitos sólo fueron el principio de una sucesión de crímenes que parecía no tener fin.

El 12 de febrero asesinaron a un tal Rudolf Scheer, con quien también se ensañaron apuñalándolo, y desde entonces un crimen siguió a otro crimen. El asesino no demostraba que obedeciese a ningún plan, o sólo a una inconmensurable sed de sangre, matando a niños, mujeres y hombres. El pánico se apoderó de Düsseldorf, y la policía ya no se dio un minuto de reposo hasta dar con la guarida del criminal. Sin embargo, no era fácil encontrar entre 500.000 habitantes al asesino, aparte los errores en que incurrió la misma policía, entorpeciendo sus esfuerzos.

La persecución duró quince meses, siguiendo las huellas más insignificantes e interrogando a todo ciudadano que pudiera aportar un detalle que orientase. Personas a las que atacó el mismo criminal informaban que tendría unos veinticinco o treinta años. Las señas que daban no coincidían. Para unos, su pelo era rubio, y para otros, oscuro; porte de obrero según éstos, de la buena sociedad, según aquéllos. Todos los días se añadían nuevos datos, facilitados por testigos, entre los cuales hubo algunos que señalaron a un tal Peter Kürten, cuyos delitos de tiempo atrás certificaban su brutalidad y el que tuviese una ficha muy expresiva en el registro penal.

La policía recurrió incluso a la colaboración de médiums y de astrólogos, a quienes pagaba con esplendidez para llegar al esclarecimiento de los vandálicos hechos.

Mientras, el criminal seguía libre y añadiendo más crímenes a sus sangrientos delitos.

El 24 de mayo fue, por fin, detenido, si bien por casualidad y no por habilidad de la policía. Los periódicos dieron al mundo entero y en grandes titulares su nombre: Peter Kürten, el mismo individuo que en una ya lejana noche de un mes de mayo se dejó el pañuelo en la cama de Cristina Klein.

Entre las fechas del 2 de febrero de 1929 y el día de su detención en el año 1930, Peter Kürten sació su sádico instinto agrediendo a veinticinco personas, matando a unas, malhiriendo a otras.

  • Apollonia Kühn: intento de asesinato.
  • Rudolf Scheer: asesinato.
  • Rosa Ohlinger, 8 años: asesinato.
  • María Wassmann: intento de estrangulamiento.
  • María Hahn: asesinato.
  • Anne Goldhausen: intento de asesinato.
  • Olga Mantel: intento de asesinato.
  • Heinrich Kornblum: intento de asesinato.
  • Gertrud Hamacher, 5 años: asesinato.
  • Luise Lenzen, 13 años: asesinato.
  • Gertrud Schulte: intento de asesinato.
  • Karoline Heertraas: intento de asesinato.
  • Sofie Rück: intento de asesinato.
  • María Radusch: intento de estrangulamiento.
  • Ida Reuter: asesinato.
  • Elísabeth Dórrier: asesinato.
  • Hubertine Meurer: intento de asesinato.
  • Klara Wanders: intento de asesinato.
  • Gertrud Albermann, 5 años: asesinato.
  • Hildegard Eid: intento de estrangulamiento.
  • Marianne del Santo: intento de asesinato.
  • Irma Becker: intento de asesinato.
  • Gertrud Ulrich: amenazas.
  • Charlotte Ulrich: intento de asesinato.
  • María Butlies: intento de estrangulamiento.

Cuando lo detuvieron, Peter Kürten tenía 47 años, estaba casado y su aspecto era de un empleado medio, al que nadie hubiera supuesto un criminal ni un sádico. Su rostro, su espesa barba, la viveza de sus ojos azules y el rubio cabello cayéndole sobre la frente, inspiraban confianza. Iba siempre cuidadosamente vestido y llevaba corbatas de moda, si bien el traje de inferior calidad le brillaba un poco de tanto sufrir la plancha.

A Kürten le preocupaba su aspecto externo. Cuando iba de paseo llevaba siempre un paño para poder limpiarse los zapatos cuando los tenía llenos de polvo. Sus amistades femeninas le suponían diez años menos de los que tenía, y por sus maneras igual se le podía creer un mecánico, que un ferroviario o un empleado de correos, pero era un simple obrero. Su cuidado lenguaje lo había adquirido en la biblioteca de la cárcel donde pasó unos años, leyendo todo lo que tenía a mano, sin orden alguno, y sin asimilar sus lecturas, pero se enfrascó con obras de Gustavo Freytag y de Sienkiewicz, con Lombroso, con Tolstoy…

Su atildado porte y sus buenos modales consiguieron que nunca recelase ninguna de sus víctimas. Se dejaban acompañar, paseando a veces por las afueras, entre los pinos, en algún pintoresco prado… Cualquier mujer se habría estremecido viéndose frente al delincuente sexual que sembró el terror en Düsseldorf, pero nadie podía temer a ese hombre distinguido y amable. Sólo esto explica que pudiese actuar tanto tiempo y cometer tantos atropellos.

El caso Peter Kürten no sólo es interesante desde el punto de vista criminal, pues nunca un asesino fue tan locuaz ni tan expresivo como él. Su extraordinaria vanidad se estudió a través de un derroche de recuerdos. Su poderosa memoria retuvo con una fidelidad asombrosa los detalles más pequeños de sus delitos. Durante los largos días del interrogatorio, Kürten fue más que convicto. No obstante, afirmaba que no había cometido muchos de los hechos que se le imputaban.

Él estableció tres puntos en su declaración. El primer punto se remite al papel que su mujer jugó en su detención, de lo cual nuestra narración trata más adelante. El segundo punto fue el de atribuirse tres muertes que no cometió, y el tercero declarar que el verdadero motivo de sus delitos fue el de «venganza contra la humanidad» por todo lo que sufrió en presidio.

Durante el arresto provisional y más tarde, cuando esperaba la ejecución de la sentencia, tuvo durante meses largos diálogos con el médico forense, el doctor Berg, confiándole sin reserva alguna que había asesinado por delirio sexual, que había matado a adultos y a niños, incluso a un cisne que encontró dormido, sólo para beberse su sangre.

El doctor Berg tuvo a Kürten en observación durante más de un año, y aun redactó un libro apoyándose en las revelaciones de Kürten, las cuales constituían un inapreciable material clínico además de ser un documento extraordinario sobre el curriculum vitae de un auténtico monstruo humano.

*****

Peter Kürten nació en Mühlheim el 26 de mayo de 1883. Pasó su infancia en la misma ciudad, en la que años más tarde, precisamente la noche anterior a su trigésimo aniversario, asesinó a Cristina Klein. Era el tercero de once hermanos. Su padre trabajaba de peón de albañil, buen trabajador pero desenfrenado bebedor, gastándose el escaso jornal y haciendo desgraciados a su mujer y a sus hijos, quienes vivían hacinados en una misma habitación, y todo se hacía ante los ojos de todos, sin idea del decoro. El padre de Kürten no sólo fue un beodo, sino también un erotómano. Acechaba a sus hijas adolescentes, y acabó en la cárcel por intento de violación de su hija mayor.

Peter Kürten huyó de su casa a los ocho años, y vivió durante tres semanas del pillaje, hasta que la policía le echó el guante. Lo que iba dando de sí como ejemplar humano era lógico, dado el ambiente en que había vivido, pero no podía suponerse que su camino hacia el patíbulo fuera tan directo. El punto decisivo que lo encaminó a ese final llegó cuando él, apenas cumplidos los nueve años, trabó amistad con un perrero.

«Usted quiere saber -le dijo Kürten al doctor Karl Berg, a quien nada le ocultaba-, cuándo descubrí mi inclinación a la crueldad. Viene de mucho tiempo atrás. Cuando vivíamos en Colonia, en nuestra misma casa vivía también un perrero, pues en aquel tiempo había varios en cada ciudad. A los perros los cazaban y los mataban. La grasa se vendía, y se empleaba principalmente para aplicar las telas de arañas sobre las heridas. Ese lacero atormentaba a los perros pinchándolos con una aguja saquera, o les cortaba el rabo, pues decía que cortándoselo se aseguraba la salud del animal. Yo veía esto con frecuencia y deseaba hacerlo. El lacero me enseñó también lo que había que hacer para lograr la mayor fidelidad de los perros. Los masturbaba, y así era seguro que siempre serían fieles.

»Tiempo después, cuando yo tenía trece años, pensaba a menudo en aquel lacero. Mi pasatiempo entonces era sacar las crías de los nidos y cazar ardillas y martas, y las vendía en el mercadillo. Tengo una cicatriz en un dedo por mordérmelo una ardilla, y tuve que estrujarle el cuello para que me soltara, pero me salió bastante sangre y entonces me di cuenta de que cada vez que veía sangre yo sentía una agradable sensación.

»En aquel tiempo, mucha gente mataba a los cerdos en su propia casa, y eso era un espectáculo que me gustaba mucho verlo. También, cuando aún iba a la escuela, los incendios me encantaban, y los gritos y las peleas de la gente me entusiasmaban. A los trece años tenía ya un instintivo conocimiento de los asuntos sexuales, y quería probarme. Lo intenté con una compañera de colegio, pero ella se resistió. Entonces se me ocurrió probar con animales.

»En aquel tiempo la gente tenía en los corrales ovejas y cabras. Usted me entiende, ¿verdad? Un día pinché a una oveja con un cuchillo, pues ver salir sangre me producía siempre un especial placer. Durante dos o tres años seguí con ese vicio.»

*****

Desde muy joven, Kürten tropezó varias veces con la ley. Después de que su familia se trasladó a Düsseldorf, en el año 1894, entró de aprendiz en la Düsseldorfer-Fabrik, donde también trabajaba su padre. Los aprendices sufrían una disciplina muy dura, y las palizas estaban a la orden del día. A esa edad y con la crueldad de un aprendizaje sin estímulo alguno, todos soñaban con aventuras y en la libertad. Y Kürten consiguió transformar sus sueños en realidad muy pronto. No tenía dieciséis años cuando robó cien marcos de la fábrica y huyó a Coblenza, donde se compró ropa y se hizo amigo de una muchacha de la calle, con la que hizo un viaje por el Rhin. Kürten siguió con ella hasta que se le acabó el dinero.

«A pesar de que era muy cariñosa -dijo más tarde-, no le puse ningún afecto.»

Por el robo de los cien marcos lo castigaron con dos meses de cárcel.

*****

Su siguiente amiga, Frau M., jugó un importante papel en su vida, repitiendo las aberraciones con que empezó el lacero. Frau M., que vivía en una buhardilla en Düsseldorf, se llevó a Kürten a su casa. Esa mujer tenía una hija de dieciséis años, por lo que él podía pasar también por hijo suyo. Frau M. era una mujer degradada, hasta el extremo de exigirle a Kürten que la pegase.

Mientras tanto, algunos inquilinos de la casa protestaron contra la vida en común de tan desigual pareja, y ella no tuvo más remedio que decirle que se fuera. Kürten marchó de la casa a regañadientes, y un día Frau M. lo sorprendió entrando por la ventana de la buhardilla que daba al tejado; entonces él la amenazó con matarla si ella no volvía con él y se quedó con la llave de la casa.

Frau M. no tenía nada contra Kürten, incluso vivía a gusto con él, pero ante sus amenazas cogió miedo y avisó a la policía. Kürten volvió de nuevo a la cárcel, esta vez por allanamiento de morada. Pero tan pronto recobró la libertad, repitió sus amenazas, pues él no podía olvidar fácilmente lo que un día había tenido: una casa, una compañera viciosa, un nido caliente…

Su violento carácter debía de ser la consecuencia de lo que había visto en su propia casa, y Kürten desde entonces fue de mal en peor. Robó una y otra vez, hasta que volvió a la cárcel, ahora por dos años.

En su celda pensaba a menudo en Frau M. y luchaba contra su soledad imaginando sádicos cuadros. Pensaba también en su compañera de colegio Elizabeth Breuner, prometiéndose volver a verla, y como Elizabeth era una muchacha decente, llegó a decirse que tendría que matarla.

Al volver a la calle, se dedicó a buscar a su ex condiscípula, pero cuando la encontró ella no quiso tener relaciones con él. La persiguió tan tenazmente, que los padres de la muchacha le prohibieron terminantemente que pusiera los pies en su casa y en los alrededores. A la noche siguiente, Kürten se fue a la casa de la muchacha, y desde el jardín vio como Elizabeth se desnudaba en su habitación. Cogió una piedra y la arrojó contra los cristales de la ventana, y cuando la gente de la casa salió para ver qué pasaba, sacó una pistola y empezó a disparar hacia donde le parecía ver a alguien, pero por fortuna no alcanzó a nadie. Huyó y se escondió en el valle de Grafenberger, pero lo cogieron. Resultado: otro año de cárcel.

Cumplida la nueva condena, volvió otra vez a Frau M., la cual, a pesar de lo que había ocurrido, lo aceptó. Pero el interés que antes sintió por ella lo borró el interés que sintió ahora por la hija. Esas relaciones, sin embargo, ya no le satisfacían casi, pues había descubierto una variante que despertaba su sexualidad. Se convirtió en incendiario, y empezó a encender montones de heno y de grano. El crepitar de las llamas en la oscuridad de la noche y la violencia de las sirenas de los bomberos eran para Kürten un feliz acontecimiento. El rostro aterrado de la gente, el miedo que paralizaba a las mujeres y hacía temblar a los niños era su mayor placer.

*****

Cuando había cometido uno de sus crímenes, se mezclaba siempre entre los curiosos, gozando con su terror. Cuando el fuego no era tan grande como él quería, tenía pocos espectadores, entonces buscaba sitios más a propósito, hasta que lograba una hoguera que estremeciese.

«Yo echaba al fuego brazadas de heno -dijo Kürten-, para que las llamas fuesen mayores, pero una vez fue pequeña la alarma, y la policía obligó a los curiosos a desparramarse. Entonces me fui a Hohenzollern-Siedlung y fue una gran idea, pues casi ardió todo Siedlung. Mi satisfacción fue completa.»

*****

Por aquel entonces Kürten tenía veintiún años, pero hacía tiempo que había rebasado la mayoría de edad en lo que se refiere a su experiencia de delincuente: era ladrón, incendiario y asesino. Su carrera estaba definida. A medida que puso años, mejoró considerablemente su técnica. En el año 1904 su futuro ya no ofrecía ninguna duda.

Su formación criminal se interrumpió durante un período de siete años, cuando tuvo que cumplir el servicio militar. Estuvo en el Regimiento de Infantería 98, en Metz, pero cuando vio la ocasión propicia desertó y volvió al lado de Frau M., en Düsseldorf.

El día de San Silvestre de 1904 fue arrestado, y a los siete meses de arresto provisional, el 13 de septiembre de 1905, fue juzgado por un consejo de guerra en Metz, condenándolo, por deserción y por numerosos robos, a siete años de trabajos forzados.

Siete largos años, durante los cuales Kürten intentó suicidarse, sufriendo una grave depresión nerviosa; siete años, que fueron los suficientes para poder pensar. Siempre aparecía correctamente vestido y limpio, lo que en aquellas circunstancias no dejaba de tener su mérito. Desde el primer día hasta el último no dejó que descansara su diabólica fantasía. Fueron siete largos años que habrían desmoralizado a cualquiera, pero no a Peter Kürten.

En el otoño del 1912 se abrieron las puertas de la cárcel para Kürten, pero no por mucho tiempo. Un año después se vio nuevamente entre gruesos muros, pero a pesar de lo poco que le duró la libertad agregó un nuevo capítulo a su vida.

Empezó con su habitual táctica de invadir hogares que no eran el suyo. Casi siempre buscaba casas en las que hubiera en la planta baja alguna taberna o comercio de vinos, con lo que, según su experiencia, le era más fácil el botín. En uno de esos intentos de robo, se metió en la vivienda de una taberna llamada Ecke Münster, y en una de las habitaciones encontró a dos muchachas durmiendo. La mayor tenía dieciséis años. Se le echó encima, y mientras con una mano le tapaba la boca, con la otra trataba de estrangularla. La muchacha no pudo chillar, pero se defendió, y en el mismo momento sonó el despertador, despertando a la hermana, la cual, al ver a un hombre en la habitación, se puso a gritar desesperadamente. Peter Kürten huyó y ella sólo pudo ver una sombra que saltaba por la ventana.

A la semana siguiente se fue a Colonia-Mühlheim porque la ciudad estaba de fiesta. A través de la oscuridad llegaba la estridente música del carrusel y el estampido de los disparos en el tiro al blanco.

«¿Quién no ha subido a … ? ¿Quién quiere otra vez … ?»

La rueda de la noria giraba, y Kürten no tomaba parte en la diversión. Estaba nervioso, buscando dónde poder robar. Anduvo algún tiempo por las calles y llegó a una taberna donde vio mucha animación. Después de varias tentativas consiguió subir, sin que le viese nadie, al primer piso, y abrió algunas puertas, pero no encontró lo que deseaba, y entonces se fijó en la habitación que había frente a la escalera.

«Yo quería registrar los cajones de la cómoda -declaró Kürten-, pero en una cama grande que había cerca de la ventana dormía una niña.»

Kürten había tenido contactos sexuales con animales, amenazado y maltratado a las mujeres y, aunque sólo con el pensamiento, había atravesado la última frontera. Ahora se le ponía delante una víctima destinada al sacrificio. Fue su primer asesinato.

«La niña dormía teniendo la cabeza hacia la ventana; me acerqué a ella y le apreté la garganta, y al despertarse se defendió arañándome. Ya no me contuve. Le abrí la garganta de un tajo, y vi cómo manaba la sangre, llenándome las manos, goteando … »

A las once de la noche salió de la casa y se dirigió a la estación ferroviaria. Se lavó las manos en una fuente y limpió la navaja. Poco después de las once y media estaba sentado en el tren que lo llevaba a Düsseldorf.

Un extraño entró en una casa, mató y desapareció. El destino había unido al asesino y la víctima. Fue el crimen perfecto.

Al día siguiente volvió Kürten a Mühlheim y entró en una casa de huéspedes que había frente a la casa del crimen. Vio a unos hombres que bebían cerveza y hablaban horrorizados del crimen; escuchó trémulo de emoción. Más tarde visitó la tumba de Cristina Klein; le bastaba remover el césped que la cubría para que se le despertasen los instintos.

Estos hechos ocurrieron el día 25 de mayo del año 1913. En la primavera del mismo año, Kürten conoció a una muchacha de servicio que se llamaba Margarita Scháfer. Se hicieron amigos y la tarde del domingo siguiente la llevó a un baile de Gerresheim.

«Durante el camino -confesaría Kürten-, dos veces traté de ahogarla. Al ver que me miraba aterrada, le dije: «Así es el amor, pero no tengas miedo, que no te mataré.» Fue en un banco donde la poseí.» La brevedad de su relato hace suponer que Margarita Scháfer no le despertó mayores sensaciones, y él las quería fuertes.

*****

Años después, en 1931, cuando el proceso contra Kürten, Margarita explicó su aventura con él. «Estuvimos toda la noche paseando por el bosque. Él no me quería dejar volver a casa y me había quitado el monedero en el que tenía la llave. Me quiso besar y me pegó, y después me tumbó en un banco y yo me resistí; me rasgó el vestido y me eché a llorar. Entonces fue más amable. Yo tenía un aspecto deplorable, y no podía de ninguna manera coger el tranvía para volver a casa en aquel estado. Nos sentamos en un banco, y Kürten puso el abrigo sobre los dos y nos dormimos. Al llegar la mañana, quiso que siguiésemos juntos, y al decirle que me quería ir, me arrancó los pendientes, me besó y otra vez quiso ahogarme, incluso me arrancó un mechón de pelo. Tenía el aspecto de un demonio. Traté de calmarlo, pero no lo conseguía. Después empezó a pasar gente y a mirarnos, por lo que nos fuimos en seguida. Kürten me hizo prometer que no le contaría a nadie nada de lo sucedido. Nos fuimos a un café y mientras él encargaba el desayuno, me fui al lavabo, pero al salir vi que él no me veía, y entonces huí. No hice ninguna denuncia, y ya no volví a verle.»

Durante el mismo verano, en una de sus salidas, Kürten consiguió apoderarse de un hacha pequeña, y la llevaba con el mango metido en el interior del pantalón. En Gerresheim Park atacó a un hombre que estaba sentado en un banco, dándole en la cabeza. El hombre huyó, y Kürten prendió fuego a unas cuantas ramas que había amontonadas.

En el mes de junio, y en Gerresheim, un sábado por la tarde merodeaba alrededor de una fábrica de cristal cuando vio a una muchacha que se dirigía al edificio. La siguió, y al entrar en un oscuro corredor le asestó un duro golpe en la cabeza, y la muchacha cayó al suelo sin sentido. La misma noche Kürten provocó tres incendios.

«En julio me metí en una casa de la Münsterstrasse, en la que ya había estado otra vez, intentando robar. Una muchacha de dieciséis años dormía en su cama, y en el mismo momento en que le iba a pegar un hachazo entró un hombre en la habitación. Tiré el hacha sobre la cama y huí.»

Ante el tribunal, el padre de esta muchacha confirmó su declaración, agregando que salió corriendo tras él, pero con la oscuridad de la noche lo perdió en seguida. Al volver a casa encontró el hacha en la cama de su hija.

Sobre sus criminales arranques, Kürten da una explicación, según él, convincente, asegurando que la culpa era de aquellos siete largos años que pasó en la cárcel.

«Otros penados pensaban en mujeres desnudas, lo que a mí no me bastaba. Durante mi reclusión, cometía faltas adrede para que me encerraran, y solo en la oscuridad, poder dejar libre el pensamiento. Y mi mayor placer era imaginar las escenas más morbosas. Si me ensimismaba pensando en herir o matar, mi satisfacción era inmensa. Si no hubiese visto que había la posibilidad de fugarme, me habría ahorcado. Después de haberme acostumbrado a estos desvíos de mi fantasía, no es de extrañar que al recobrar la libertad procurase llevar mis pensamientos a la realidad.»

En el año 1921, después de otros siete años de cárcel en Brieg, condenado por robo, Kürten se convirtió en un hombre completamente normal, a raíz de conocer a una mujer diligente y dócil, y a la cual él nombró hasta en sus últimos momentos. Una mujer que se sacrificó por él, que se lo perdonó todo y que siempre trató de conseguir su bienestar. Y esa misma mujer fue la que al final lo entregó a la policía.

Augusta Kürten tenía tres años más que su marido y había nacido en Silesia. Hija de un sastre acomodado, creció en un ambiente de paz y seguridad. Cuando Kürten fue detenido, la curiosidad pública se lanzó sobre esta mujer, de cuya vida no pudo saberse mucho.

Cuando tenía dieciséis años, Augusta se fue a Berlín y entró de sirvienta en una casa de la clase media, pero se dejó llevar de malas compañías, y por ser menor de edad, la policía la devolvió a su casa. Entonces fue obrera de una fábrica.

Nos preguntamos por qué razón esa adolescente, nacida en el seno de una familia de algunas posibilidades, fue enviada a Berlín para ganarse su pan. ¿Por qué llegó a extraviarse? ¿Por falta de inteligencia o por irreflexión? ¿Por inclinación? Por mezclarse en riñas y escándalos, la devolvieron a su casa. Ella pertenecía a una familia honrada. ¿Se la perdonó o se la repudió? ¿Hemos de pensar en los acontecimientos berlineses como en una seria advertencia?

A los veintitrés años conoció a un jardinero, quien le prometió casarse con ella. Sus relaciones duraron ocho años, hasta que él la abandonó, rompiendo su palabra. Ciega de celos y de ira, Augusta esperó la ocasión y lo mató. Fue condenada a cinco años de reclusión y puesta en libertad en 1915. En ese mismo año Otto Klein caía en el frente ruso, y al verdadero asesino de Cristina lo encerraban en la cárcel de Brieg, condenado por sus numerosos robos y otros actos delictivos.

El mundo seguía su marcha. El canal de Panamá fue abierto, Friedrich Löffler descubrió el bacilo de la difteria, Italia guerreaba junto con los aliados y perdía batallas… Augusta marchó entonces a Leipzig, donde tenía un hermano, y se empleó de sastresa. Cinco años después, en Altenburg, se puso al frente de una bombonería, donde conoció a una hermana de Kürten, y en mayo de 1921 le conoció a él. Kürten había salido de la cárcel hacía dos semanas y estaba muy flaco, muy débil. En aquel tiempo había escasez de víveres debido a la guerra, y en la cárcel era donde más se sufría el hambre, que fue lo peor para Kürten, pues la buena mesa era una de sus debilidades, de tal suerte que incluso antes de su ejecución comió con tanto apetito que aún pidió que le sirviesen otra ración.

Cuando se fue con su hermana a Altenburg, dijo que había estado prisionero en Rusia, y como su aspecto era lastimoso y tenía, además de afición, una gran habilidad para mentir, su hermana creyó todo lo que decía, lo mismo que le creyó siempre Augusta, a pesar de que al principio ella no sintió el menor interés por él, sino todo lo contrario. Su presencia la desagradaba y lo veía superficial, aparte de que había observado que todas las mujeres le gustaban.

Pero a Kürten sí le interesó ella, y se le declaró con un lenguaje casi desconocido: «Si no me quieres, te mataré.»

Augusta sabía por propia experiencia hasta dónde podía llegar la amenaza, y cedió, más que por comprensión, por miedo. Y poco a poco empezó a quererle, a pesar de que sabía que era un vulgar perseguidor de mujeres. Y Kürten, que nunca sintió nada por nadie, también quiso a esa mujer, decente, bondadosa y enérgica, consiguiendo hacer de él un hombre nuevo hasta parecer que su vida anterior hubiese sido irreprochable. Durante tres años y medio trabajó en la misma fábrica, y cada viernes le entregaba a Augusta el sobre de la paga completo, y aún llegó a ser el presidente del consejo obrero.

Todo, pues, estaba aparentemente en orden. Kürten era decente e inofensivo, y había encontrado un sitio respetable en una sociedad respetable, y todo habría seguido en orden si a él no le hubiera atraído tanto la ciudad, terminando por volver a Düsseldorf.

Desde sus tiempos escolares, Kürten había correteado por las calles de Düsseldorf, y conocía muy bien cada esquina, cada rincón, las puertas y las farolas. Las praderas del Rhin y el bosque de Grafenberger eran sus sitios preferidos, y los bancos de los arrabales fueron muchas veces su hogar. Hoy el nombre de Peter Kürten está ligado para siempre al de la ciudad, una fama que él no habría sospechado nunca.

Encontró trabajo en seguida, y lo hacía con seriedad, y diligencia, y los domingos salía a pasear con Augusta, cuidadosamente vestido, con calzado bien lustrado y el cabello reluciente de brillantina. Cuando se miraba al espejo, veía a un hombre que no parecía que tuviese cuarenta años.

Kürten estaba convencido de que no se le podía confundir con el hombre-masa. El afán de destacarse empezaba a atormentarle y le irritaba no verse en primer término, y el sitio que ocupaba como trabajador le parecía que estaba muy por debajo de sus merecimientos.

Corrigió en su documentación la fecha de su nacimiento, quitándose diez años y puso que su oficio era el de mecánico.

*****

Augusta sabía que él la engañaba, aparte de que él mismo se lo confesó un día, y cuando él perdió su empleo, vivieron exclusivamente de lo que ganaba ella. Los últimos doscientos marcos que Augusta tenía ahorrados se evaporaron entonces. Él seguía con sus devaneos amorosos y tuvo varias amigas: María Kiefer, Anni Ist, María Wack. Se presentaba a ellas como mecánico o ferroviario y con otro nombre; también les decía que era soltero, y su porte, sus atenciones y el trato con que las distinguía hacían el resto para que ninguna le rehuyese. Pero sus amabilidades no duraban. Cuando la intimidad ya era un hecho las insultaba y les pegaba, y más de una vez quiso ahogarlas. Algunas, entonces, desaparecían, y otras, por el contrario, soportaban sus malos tratos.

También tuvo amores con dos muchachas de servicio llamadas Thiede y Mech, sin que la una supiese de la otra, y él jugaba con el amor de cada una, las cuales no sólo le entregaron su cariño, sino que le llevaban lo que más le gustaba comer, «requisitos que me venían muy bien», diría él más tarde. Cuando Thiede se enteró de que Peter era un hombre casado, cortó por lo sano y lo denunció a la policía, y Mech, al descubrir de qué manera la había engañado, también lo denunció, pero añadiendo que la había violado. Cuando la policía investigó, vio las correcciones que él había hecho en sus documentos, y le condenó a cinco meses de reclusión.

El odio que Kürten sentía contra la sociedad aumentó con esta nueva detención, pues no comprendía que la policía hubiese podido creer a dos «rameras» en vez de creerle a él.

Augusta estaba tan asqueada de su conducta, que quería divorciarse, y se lo escribió, pero él le suplicó que no lo hiciese y la amenazó con suicidarse. Augusta le creyó capaz de hacerlo, y ya no volvió a pensar en el divorcio.

«Quise siempre expiar mis pecados de joven -dijo Augusta más tarde-, y creí que el seguir viviendo con Peter podía redimirme. Y sabía que él sin mí era un hombre perdido.»

Durante su estancia en la penitenciaría de Ulmerhöh, Kürten trabó amistad con un preso al que le hizo muchas confidencias. Algunas eran gratas de oír, como la bondad de su mujer, y otras repulsivas, como las que se referían a su sadismo y a las vejaciones a que sometía a las mujeres que se le entregaban. Esto fue un gran placer para él. El amigo le echó en cara su degradación, y Kürten replicó que a esa degradación debía sus momentos más felices. Y le confesó que entre su relajada sensualidad y su pasión por provocar incendios, a veces se imaginaba como si fuera el doble de «Jack el destripador», sobre el cual había leído mucho. La excitación mental y física en que vivía le impulsaba a desear vehementemente vengarse de una sociedad que le mantenía encerrado entre cuatro muros.

Aquel febrero del año 1929 era extremadamente crudo. El termómetro marcaba diecisiete grados bajo cero, y al atardecer las calles estaban desiertas.

El 2 de febrero, Apollonia Kühn, una mujer de cincuenta y cinco años, fue inesperadamente atacada cuando se dirigía a su hogar, en una solitaria y mal alumbrada calle. Cuando la recogieron le contaron dieciocho puñaladas. El autor del crimen no dejó rastro.

El día 10 de febrero encontraron el cadáver de una niña de ocho años detrás de una valla, junto a la iglesia de san Vicente. Era la colegiala Rosa Ohlinger. Tenía una puñalada en la sien de un centímetro de profundidad y trece heridas por todo el cuerpo, una de las cuales le llegaba al corazón. El cadáver había sido rociado con petróleo y encendido, sin huella alguna que guiase a la policía para la captura del asesino.

El 12 de febrero, martes de carnaval, en los periódicos de la mañana que se publicaban en Düsseldorf aparecía en un recuadro una esquela mortuoria.

A nuestra querida hijita, hermana, sobrina y prima,

ROSA OHLINGER,

asesinada a la edad de 9 años. Ese hecho revela cuánta es la tristeza de la familia Josef Ohlinger y sus allegados.

El entierro tendrá lugar el próximo jueves, 14 de febrero, a las once de la mañana, en la capilla del cementerio Stoffeler, adonde se invita particularmente.

Posiblemente el inválido Rudolf Scheer, de cincuenta y cuatro años de edad, vio también la esquela sin imaginar que aquella misma noche él sería la víctima del terrible asesino.

Su ensangrentado cadáver, al que encontraron a la mañana siguiente en la zanja de una calle, tenía una puñalada de once centímetros en la sien derecha y doce en el occipucio, tres detrás de la oreja derecha y cuatro en la espalda. El asesino no dejó ninguna huella.

La policía determinó que el arma homicida era un cuchillo en forma de estilete. Todo indicaba que las heridas de la señora Apollonia Kühn y las que habían causado la muerte de Rosa Ohlinger y la de Rudolf Scheer habían sido hechas con la misma arma. Se dedujo que el autor de tan bárbaros asesinatos forzosamente tenía que ser un demente, lo cual se convertía en un terrible peligro para el público. Se trató de localizar a un peligroso loco que se llamaba Emil Schwitzer, quien ya en el año 1925 había agredido a varias personas, especialmente niños. Últimamente estuvo recluido en el manicomio de Grafenberg, pero en el año 1928 se escapó. La policía dio con él, pero no se encontró ninguna prueba acusatoria y los que le vieron de cerca aquellos días testificaron a su favor. Lo devolvieron al manicomio.

Ante la alarma que se apoderó de la ciudad de Düsseldorf, el jefe de policía dirigió una llamada de socorro a la policía de Berlín, desde donde enviaron refuerzos a cuyo frente iba el comisario de la brigada de asuntos criminales, doctor Wätcher. Semanas después tuvieron que volverse a Berlín sin haber encontrado ninguna pista.

En abril, la policía creyó que había atrapado al verdadero criminal en el muchacho de dieciséis años Johann Stausberg. Ese joven era un anormal, el cual se atribuyó delitos imaginarios, afirmando que había estrangulado con una cuerda a dos mujeres y que las había arrastrado, y convino en que él era el autor de los crímenes de febrero.

«¡El estrangulador detenido!, ¡Los sucesos de febrero aclarados!», publicaban con grandes titulares los periódicos locales.

Stausberg había acometido a dos mujeres con una soga, pero de ahí no pasó. Respecto a los crímenes de febrero, había oído lo suficiente sobre ellos para comprender muchas de sus particularidades. Cuando su exposición de los hechos de que se acusaba era insuficiente, la policía, como era habitual en esos casos, ayudaba al sospechoso a «cantar» como debía. El fuego ejercía también en este demente una gran fascinación. Por eso podía describir con los mejores detalles cómo había rociado de petróleo el cadáver de Rosa Ohlinger.

-¡Las llamas me llegaban a las rodillas!

-¿Y el cuchillo?

-Perdido -silabeó Stausberg.

En virtud del párrafo 51 del Código Penal, el idiota no fue enjuiciado, sino recluido en el manicomio. Pero la policía de Düsseldorf saboreaba su triunfo, recreándose en los laureles. Sólo necesitó tres meses para detener al asesino.

Más tarde Kürten confesó:

«Cuando ataqué a Kühn, yo había pasado un día de mucho nerviosismo. Cuando mi mujer se fue a la Graf Adolfstrasse, donde trabajaba de asistenta en una tienda, yo cogí unas tijeras y salí a la calle en busca de alguna víctima. Mi tensión era tan fuerte que lo mismo habría atacado a un animal. Fui de un lado para otro de los alrededores del Hellweg. Serían las nueve cuando vi que una mujer se acercaba por una calle pobremente alumbrada. Me eché encima suyo y le grité «¡Alto!», y le dije: «¡Sin gritar!»»

Kürten sacó las tijeras y le clavó una hoja en el cuerpo con una rapidez extraordinaria, y en la cabeza y en el brazo con que se protegía. La señora Kühn se desplomó gritando socorro, y entonces él la apuñaló en el pecho varias veces. Después huyó.

La señora Kühn había perdido el conocimiento, y cuando lo recobró se arrastró unos cien metros para llegar a su casa. Su esposo llamó inmediatamente a un médico, el cual la hizo llevar al hospital. Más tarde la señora Kühn se quejaba de fuertes dolores en la cabeza, y al hacerle un reconocimiento se descubrió que la punta de la tijera se había roto, localizándose en la bóveda craneana.

Kürten vio al limpiar las tijeras que una de las cuchillas no tenía punta, y fue al afilador para que las vaciara, comprándole al mismo tiempo un puñal.

La mujer de Kürten no se extrañó de que las tijeras estuvieran en el afilador, pues ya casi no cortaban y varias veces había pensado en que tenían que afilarse, y para el uso casero tenía otras mayores, llamadas Tijeras del Kaiser porque en las dos hojas había grabada la cara del emperador.

La tarde del día nueve de febrero Kürten salió de su casa con ese terrible instrumento. Durante algunas horas anduvo y desanduvo sin éxito alguno, pero hacia las diez de la noche, vio en las proximidades de la iglesia de san Vicente a una pequeña que lloraba porque había confundido una calle y se había perdido. Kürten le preguntó dónde vivía, y ella le dijo el nombre de la calle, y él le prometió que la dejaría en la puerta de su casa. La cogió de la mano y cruzaron la plaza donde está la iglesia. La pequeña le contó que había ido a ver a una amiguita, y le seguía hablando confiadamente sin pensar que aquel hombre la llevaba a una muerte segura. Poco más allá de la iglesia, había una piscina pública separada de las calles por el muro que la rodeaba; estaba tan oscuro que no se veía a nadie, nada.

«Allí la cogí por el cuello -le dijo Kürten al doctor Berg, a quien ya no le callaba nada-, y traté de ahogarla, pero al ver cómo forcejeaba, le clavé las tijeras en la sien y en el pecho. Pero era demasiado poco para lo que yo pretendía.» Kürten dejó a la criatura muerta en una esquina de la tapia y se fue a su casa, no muy lejos de la piscina. Hacía ya rato que su mujer se había ido al trabajo.

«Repasé la ropa que llevaba puesta, por si la sangre de la niña me hubiese salpicado, pero no tenía ni una gota encima. Lavé las tijeras y luego me fui a un cine, pues mi buena Augusta me había dejado una entrada.»

Durante la misma hora del crimen, el pastelero Josef Ohlinger buscaba desesperadamente a su hija, y llamó a muchas puertas preguntando si la habían visto, sin explicarse por qué no había regresado al hogar.

Cuando hacia las once Kürten volvió del cine, llenó de petróleo una botella de cerveza y fue de nuevo al sitio donde dejó a la pequeña con la intención de quemar el cadáver y darle un desahogo distinto a la morbosidad que le consumía; también quería horrorizar más aún a la ciudad. Pero el miedo de que pasase alguien por allí le detuvo, dejando la botella al lado del cadáver, y se fue directo a su casa, acostándose en seguida.

El pastelero Ohlinger, rendido de tanto buscar, se fue a la policía, donde explicó la desaparición de su hija.

Hacia medianoche, cuando Augusta volvió de su trabajo, Kürten dormía como un tronco, como siempre, sin que él la oyese al entrar en la habitación para coger la lámpara de petróleo y las cerillas. Tampoco la luz le despertó. La mujer de Kürten, con sus cuarenta y ocho años, era una desdichada que sólo había trabajado y sufrido. Únicamente le quedaban arrugas y aquel gesto de fatiga con que lo miraba todo. Se sabía vieja y agotada, y sabía que Kürten ya sólo veía en ella su vejez prematura, su carne marchita. Al acostarse, oyó, claras y lentas, las doce campanadas del reloj de la iglesia cercana. A las seis de la mañana se levantó Kürten y se vistió silenciosamente, yendo al lavabo, en un rincón de la buhardilla. No clareaba aún el día cuando salió a la calle. El frío le quemaba la piel mientras iba hacia la iglesia de san Vicente. El pequeño cadáver seguía allí, tal como lo había dejado. Lo roció de petróleo, y sólo cuando vio altas las llamas regresó a su casa, sintiéndose como si hubiese colmado todas sus apetencias. Augusta seguía durmiendo, sin que se hubiese dado cuenta de que había salido.

Hacia las nueve llegaron a aquel lado de la iglesia dos trabajadores que debían reparar la piscina, y vieron cerca de la tapia un bulto que parecía vestido, yendo hasta él para saber de qué se trataba. Rosa Ohlinger estaba boca arriba, con el cuerpo casi quemado y el abrigo medio carbonizado; las piernas, el cabello y las mejillas ya no tenían color, y la boca, totalmente abierta, parecía que aún lanzase su último grito de terror.

El martes de carnaval, entre la una y las dos de la madrugada, se tambaleaba Rudolf Scheer por el Hellweg, acompañado de otro hombre, quien, sin mediar palabra entre los dos, le pegó una bofetada que lo tumbó. Unas tijeras cayeron al suelo, y mientras el agredido trataba de levantarse, el agresor se lo impidió echándosele encima. Scheer estaba bebido y era un bravucón que iba siempre armado, y a pesar de los brazos que lo amarraban, se sacó un cuchillo, pero antes de que pudiera abrirlo, su enemigo ya lo había acuchillado, en la sien, en el occipucio y en la nuca.

Kürten le dijo al doctor Berg: «La sangre salía a borbotones de la herida de la nuca; yo la oía caer. Tendido sobre Scheer, traté de beberme un sorbo de su sangre. Pero no pude, pues estaba demasiado excitado. Seguidamente arrastré el cuerpo hasta una zanja de la calle y allí lo dejé. Cuando me iba hacia casa pensé que quizás había dejado las huellas de mis dedos en sus botas ensangrentadas. Retrocedí para limpiar las posibles huellas. Todo había ocurrido en poco tiempo. A la mañana siguiente volví a la zanja, donde ya estaba la policía. Había mucha gente, estremecida, y preguntándose unos a otros qué había sucedido … »

Kürten volvía siempre al sitio donde había asesinado. El recuerdo de cómo lo había cometido y el terror de la gente se convertían en su mayor placer.

Cuando llegó a unos pasos del cordón policíaco, quiso informarse con un policía.

-¿Quién es la víctima?

-¿Cómo sabe usted que hay una víctima? -le preguntó el policía, observándolo con recelo.

-Me lo han dicho por teléfono -contestó Kürten, sin vacilar, demostrando cierto interés y fingiendo inocencia.

*****

Una de las habilidades de Kürten era tener siempre, sin dudar nunca, una rápida respuesta, lo que causaba buena impresión, sobre todo en las mujeres.

«No sé qué era lo que impulsaba mis actos -dijo Kürten en su confesión-. El instinto me gobernaba. No puedo explicar el porqué de mi violencia, de ese demonio que ha habido en mí, el cual al llegar la noche se apoderaba de mis sentidos. Cuando no podía salir porque mi mujer se quedaba en casa, me enfurecía interiormente, consumido por la impaciencia. Yo tenía que salir. Aunque sólo fuese al bosque, donde ya no me sentiría como si estuviese enjaulado y recordaría mis crímenes.»

Mientras Kürten, casi cada noche, salía a la caza de una nueva víctima, Düsseldorf vivía en una intranquilidad que se había adueñado de todas las clases sociales.

En el mes de agosto, a pesar de que Johann Stausberg carecía de libertad para dar un paso, en el espacio de pocos días se cometieron otros cinco delitos sangrientos. Kürten no daba reposo a sus ansias de sangre y buscaba continuamente nuevas víctimas. El método era ahora distinto, pues ya no se valía de las tijeras, sino del estrangulamiento. Siempre escogía el mismo ambiente y las mismas oportunidades, singularmente los domingos y en fiestas callejeras. Hablaba con cualquier muchacha y le ofrecía dulces y pasteles; al anochecer la acompañaba a su casa buscando el camino más solitario. Entonces las atacaba por sorpresa y las ahogaba. Algunas de sus víctimas lograban zafarse defendiéndose desesperadamente, y podían huir.

*****

En julio conoció a una criada que se llamaba María Witthaupt. La encontró cuando ella sacaba a pasear al perro de la casa donde servía.

«Nos vimos varias veces, y a ella, como a mí, le gustaban nuestras conversaciones. Un domingo la fui a buscar para que diésemos un paseo y le propuse la campiña Golzheimer. Las Tijeras del Kaiser las llevaba en el bolsillo. De repente vi que mi mujer nos seguía. La Witthaupt no tenía ni idea de que yo estuviera casado. Augusta vino hasta nosotros y dijo: «¡Muy bonito, ya veo que te has buscado una nueva esposa!» Yo tenía en la mano una rosa que había cogido en el jardín de la casa donde trabajaba María, y con la rosa le arreé un golpe a mi mujer en la cara. Y les volví la espalda a las dos, sin decir una palabra.»

Poco después se hizo amigo de otra muchacha llamada Wassman. La llevó a la feria de Heerdt, y luego, solos y en la oscuridad, trató de ahogarla; los gritos de ella hicieron que de una tienda de campaña que había cerca saliesen algunos individuos, para saber qué ocurría. Kürten huyó metiéndose en el bosque.

De todo esto, la policía no sabía nada, y el mismo asesinato de María Hahn no se descubrió hasta el mes de noviembre.

María Hahn tenía veinte años y era una bonita y esbelta muchacha. Los que la conocían declararon que era muy afectuosa y de carácter alegre, y algunos dijeron que tenía varios amigos, y salía con ellos si la invitaban, sin sospechar a lo que se exponía. La familia dueña de la casa donde estaba colocada era muy buena, apellidada Roloff. María solía ir a la Hansaplatz, y allí fue donde conoció a un joven muy agradable y bien vestido, quien le pidió que pasearan juntos aquella tarde. Al separarse convinieron en que volverían a verse el domingo siguiente.

Para ese día, 11 de agosto, María Hahn no sólo se había citado con el nuevo amigo, sino que también se había comprometido con otros tres. Dudando por cuál decidirse, terminó por preferir al nuevo. Según le contó a una amiga, era el más simpático y, sobre todo, el que le pareció que tenía más dinero.

El nuevo amigo acudió puntualmente a la cita, con un magnífico y bien planchado traje. María Hahn ignoraba que en el bolsillo interior de su chaqueta escondía unas tijeras. La pareja cogió un tranvía que iba a la estación; luego fueron en tren a la estación de Neandertal, y desde allí fueron paseando hasta Erkrath; en un bar tomaron un refresco y después se sentaron en el jardín del restaurante. Era un día de cielo despejado, y en el jardín había mucha gente. Por casualidad, estaba también allí un amigo de María, el cual vio, quizá con cierto despecho, que el desconocido pedía vino y se mostraba muy afectuoso y atento con la joven. Él tenía cogida la mano de ella, y después le ofreció un paquetito de bombones de chocolate. Hacia las siete se los veía hablar muy animados. María Hahn podía estar contenta de su elección: el nuevo amigo no era tacaño.

En Erkrath entraron en otro bar. Comieron embutido de hígado con ensalada de patata y se bebieron una botella de cerveza. Luego emprendieron el regreso a Herresheim, para ir después a Pappendelle. Aquellos alrededores eran bastante solitarios, divididos por un arroyo que se perdía en un valle.

«Las relaciones íntimas se iniciaron allí -dijo Kürten durante un debate que se celebró a puerta cerrada-, pero no me satisfizo. Sentía fluir en mí el nerviosismo, la necesidad de matar. No obstante, me dije que no lo haría. Me dolía terminar con una criatura tan llena de vida. Pero no lo pude remediar, y se desmandó la bestia que hay en mí. Conseguí lo que me había propuesto.»

Llevó a la muchacha a un extremo del valle, lindante con un pequeño bosque. Había decidido matarla.

«Le apreté la garganta, hasta dejarla sin conocimiento, pero se recobró. Entonces le clavé una hoja de las tijeras en el cuello; perdía mucha sangre, pero aún veía y razonaba. Con débil voz me rogó que no la matase. Bebí sangre suya y repetí los golpes, ensanchando las heridas. Probablemente le había atravesado el corazón. Su agonía creo que duró cerca de una hora. Cuando vi que estaba muerta, la arrastré hasta una acequia y le puse ramas encima, cubriéndola totalmente. El sombrero de ella, el monedero y un llavero con cuatro o cinco llaves los arrojé a un campo de avena. Después emprendí el camino de vuelta a mi casa, cantando…»

La señora Kürten estaba todavía despierta cuando su marido regresó, quien le dijo que había ido a una fiesta. A la mañana siguiente, al ver ella en su camisa y en la chaqueta salpicaduras de sangre, le preguntó qué le había pasado, y él inmediatamente improvisó una historia sobre una hemorragia nasal que había sufrido. Pero en el pantalón había también manchas sospechosas, y Augusta le gritó acusándole de que seguramente había andado con alguna muchacha.

La discusión fue tan acalorada, que Käthe Wimmer, una vecina del piso de abajo que en aquel momento llegaba al pasillo, aguzó el oído para saber qué le ocurría a la pobre señora Kürten, que tanto sufría con aquel repugnante individuo. La señorita Wimmer era la única persona del 71 de la Mettmanner Strasse a quien Peter no había podido engañar, mientras los demás vecinos le tenían por un hombre normal y correcto. Mientras estaba en su trabajo, Kürten pensaba en su crimen de la noche anterior, y decidió enterrar a María allí mismo, abriendo un hoyo, al que podría ir las veces que quisiese, para entregarse a los recuerdos y dejar que vagase su morbosa imaginación.

María, se dijo Kürten, debía tener una tumba, pues además de los motivos por los que la había planeado, si se descubría su cadáver demasiado pronto, Augusta podría relacionar su asesinato con las ropas que le vio manchadas de sangre, y había que preverlo todo.

Cuando Kürten volvió aquella tarde a su casa, le dijo a Augusta que a la noche volvería al trabajo, pues tenía, que sustituir a un compañero que estaba enfermo del turno que seguía al suyo.

Entre el bosque y el valle, Kürten excavó hasta conseguir un hoyo de más de un metro de profundidad; luego fue a buscar el cadáver de María Hahn, cubierto por las ramas, y se lo llevó a hombros. Le sorprendió notar que el cuerpo no estaba rígido, sino flexible. A Kürten, entonces, según sus propias palabras, le invadió una gran ternura, y limpió la cara de la muerta, llena de sangre seca. Luego la metió en el hoyo, viendo que tenía las ropas desgarradas, enseñando los muslos y el pecho. Recordó cómo la había matado y se estremeció. El instinto seguía atormentándole bestialmente.

«Apisoné la tierra con la azada, asegurándome de que nadie sospechase que era una tumba. Como otra vez me había manchado de sangre la camisa, la lavé en el riachuelo y me la puse estando aún mojada, y la azada la escondí en el bosque; el barro de los zapatos lo quité frotándolos con hierba. Cuando terminé estaba casi amaneciendo.»

Hacia las siete, Kürten llegaba a su casa. Augusta estaba despierta y le preguntó por qué se le habían ensuciado y humedecido tanto los zapatos en la fábrica. Sin contestarle se acostó. Atrás quedaban dos noches de una agitación insoportable. Durmió una hora y volvió al trabajo.

A la semana siguiente fue otra vez a Pappendelle, sacó la azada de donde la había escondido y plantó en la tumba unas matas para que no se viese un trozo de tierra pelada. Cuando volvió, semanas después, vio secas las matas que había plantado, y entonces buscó una piedra para que tapase aquel espacio donde nada arraigaba.

Los señores Roloff, en cuya casa servía María, se acostumbraron a la idea de que no volvería. Quizá se había ido a Bremen, donde vivían sus padres, aunque era muy extraño que hubiera dejado sus ropas y sus cosas en la casa. Pero los Roloff dejaron de preocuparse por ella ante un comportamiento tan grosero. No obstante, no podían evitar que de cuando en cuando se preguntasen si no había un misterio en su desaparición, y terminaron por informar a la policía, la cual no le dio importancia a la denuncia. «Está a la orden del día en toda gran ciudad la desaparición de muchachas que obedecen a su propio capricho. Suelen irse con sus amantes, y mientras dura el amor o el dinero no vuelve a saberse de ellas, pero al final reaparecen.»

Sin embargo, un policía tomó los datos personales de María y anotó el día en que los dueños de la casa la vieron por última vez.

-Es de esperar -dijo él- que esa muchacha aparecerá pronto.

En cierto modo, tenía razón.

Con el crimen de María Hahn, Kürten había franqueado la última barrera, y no hubo nada que lo detuviese. La pasividad de los meses anteriores llegó bruscamente a su fin, y llegó el mes de agosto, mes de muchas fiestas, fiestas que serían sombrías por la sangre y el horror que traerían consigo.

La policía, mientras, no lograba explicarse cómo, una vez detenido el criminal Johann Stausberg, un crimen seguía a otro crimen.

20 de agosto: Alrededor de medianoche dos muchachas regresaban de la fiesta mayor de Lierenfeld: Ana Goldhausen, de dieciocho años, y Margarita Patten. Se despidieron al llegar a una casa de la Gumberstrasse, donde vivía Margarita. Ana Goldhausen continuó su camino, y apenas había andado unos cien pasos surgió de la oscuridad un hombre que le cerró el paso y se le echó encima, clavándole una cuchillada en el costado izquierdo. Sangrando mucho y entre fuertes dolores, la muchacha llamaba a su madre, y se arrastró hasta casa de su amiga, donde la recogieron. Estaba gravemente herida, pues la puñalada le había atravesado el diafragma, llegándole al hígado y perforándole el estómago.

20 de agosto: Poco después de este ataque, la señora Olga Mantel se vio sorprendida por un desconocido que quiso conversar con ella.

-¿Puedo acompañarla?

Ella no contestó al intruso, y para esquivarle, cruzó la calle, pasando a la otra acera, pero observó que él la seguía, y tuvo miedo, y echó a correr. Segundos después sintió un fuerte golpe en la espalda, se cayó al suelo y sintió otro golpe.

«Gritaba como una condenada -dijo Kürten-, y me fui rápidamente de allí.»

Los inquilinos de la casa frente a la cual había sido atacada la mujer se despertaron al oír sus desesperados gritos. Uno de los vecinos era enfermero y le hizo la primera cura, y en seguida la llevó a un médico. La internaron en el hospital.

La señora Mantel describió a su agresor como un hombre de unos treinta a treinta y cinco años, de baja estatura y traje marrón oscuro. Ella sólo lo vio correr y desaparecer en la oscuridad.

20 de agosto: Apenas habían transcurrido diez minutos de cuando se consumó esa nueva agresión cuando sufría otra el comerciante Heinrich Kornblum.

«Yo venía de una reunión de mi peña deportiva y para llegar antes a mi casa, me metí por un atajo que atraviesa el campo. De repente vi a mi lado un hombre como si hubiese brotado de la tierra. «¡Espera, pollo!», me gritó, queriendo sin duda intimidarme. En vez de esperarle eché a correr, y cuando me volví creyendo que lo había dejado atrás, me quedé helado al verlo detrás de mí. Intenté saltar la verja de un jardín, y aún no había levantado un pie que ya el individuo me amarraba por el hombro y me pegaba un golpe en la espalda, casi en la columna vertebral, pero pude saltar al otro lado del jardín, y el tipo entonces desapareció. Con dificultad, pues sentía un dolor muy fuerte, llegué a los primeros puestos de una verbena y entré en una barraca de tiro al blanco, donde caí desvanecido. Antes de que me llevasen al hospital, oí que decían que aquella misma noche habían asaltado a dos mujeres. El hombre que me atacó tendría unos veintidós o veinticinco años, era ancho de hombros y tenía la cara de un perro dogo y los pómulos en extremo salientes. Llevaba un traje de color marrón.»

Kornblum estuvo en el hospital unas tres semanas, y cuando los médicos le dieron de alta ya no se quejaba de nada. La señora Mantel tenía una lesión de gravedad en un pulmón, y Ana Goldhausen estuvo durante meses entre la vida y la muerte.

Kürten había empleado para estos ataques el puñal que compró cuando hizo afilar las tijeras. El primer ataque, el que casi le costó la vida a Ana, no proporcionó a Kürten ninguna satisfacción sexual, que era la obsesión suya cuando decidía un ataque. La segunda vez, asustado por los gritos de la señora Mantel, tampoco pudo lograrla, buscando en seguida una tercera víctima, sin importarle que fuese niña, mujer u hombre. Y fue al apuñalar a Kornblum cuando sació su deseo.

Para saborear hasta donde le fuese posible sus ataques, volvió a la feria, y anduvo de un lado a otro gozando con la animación que había, y terminó mezclándose con los grupos que sólo hablaban de lo mismo, de aquel desalmado que tanta sangre estaba vertiendo. Y allí estaba Kürten, gozando más cuanto mayores eran el miedo y la ira con que hablaban de él, sobre él. Sabía que cuando toda aquella gente durmiese, su sueño sería una terrible pesadilla, y todo, todo se le debería a él, únicamente a él. Al volver a su casa, Kürten estaba más contento que nunca.

Noche del 24 de agosto: En Flehe se celebraba una fiesta con desfiles de antorchas y fuegos artificiales. Kürten estaba allí, viendo y escuchando. Se acercó a una mujer, pero ella lo rechazó. Por encima de las cabezas de la gente veía cómo se descoyuntaban los muñecos de los tiovivos. De todas partes llegaban disparos y músicas verbeneras.

Kürten estuvo un buen rato dando vueltas alrededor del carrusel, donde todo era iluminación y alegría. Le ponía de mal humor el que la gente se divirtiese tanto… Entonces invitó a dos muchachas para que subieran con él a las montañas rusas, pero también le volvieron la espalda. Hacía mucho calor y él estaba que ardía de ira y de despecho. Volvió a la carga al ver a una joven que iba sola, y la muchacha quiso seguir yendo sola.

Durante más de una hora estuvo rodando, mortalmente aburrido. Los fuegos artificiales empezaron y los cohetes reventaban y estallaban despidiendo en el aire una lluvia de chispas de color violeta, y estrellas rosadas, blancas y rojas. Luego una rueda de fuego empezó a girar y a centellear, con todos los colores del arco iris.

Kürten seguía acechando, tras la caza que no acababa de localizar. Se fue del parque de atracciones y se agregó a la muchedumbre que se divertía y gritaba siguiendo el desfile de las antorchas. Pero él seguía fijo en sus trece, mirando a un lado y a otro. Su excitación era ya tan aguda como el puñal que apretaba en el bolsillo.

«Vi a dos niñas que doblaban la esquina de un callejón que salía a las afueras, y las seguí. Antes de que llegasen a donde había luz, me acerqué, y a la mayor le di veinte pfennigs pidiéndole si quería irme a comprar un paquete de cigarrillos. Cuando ya no la veíamos, cogí a la otra y en un abrir y cerrar de ojos le apreté el cuello con una cuerda y cerré el nudo…»

La niña Gertrudi Hamacher tenía cinco años, y perdió en el acto el conocimiento. Se la llevó por el otro extremo del callejón, y salió a un huerto, donde abusó vilmente de la criatura, degollándola después. Inmediatamente volvió al callejón, donde ya debía esperar la otra niña, Luisa Lensen, de trece años, quien al ver a Kürten corrió hacia él. Kürten se metió los cigarrillos en el bolsillo y en el acto repitió con Luisa Lensen la misma hazaña de la cuerda. Ella se defendió pataleando, pero él pudo más y la arrastró hasta donde había dejado a la otra criatura. Kürten creyó que Luisa estaba sin sentido y la dejó en el suelo, pero cuando sacó el puñal ella empezó a volver en sí, quizá debido al dolor, y gritó «¡Mamá! ¡Mamá!». Sus gritos se perdían en la extensión del huerto, y Kürten la arrastró más adentro del sembrado y de un zarpazo la tiró de bruces al suelo. Esto fue el fin. De las cuatro puñaladas que le clavó en la espalda, una atravesó el pulmón y otra la aorta.

Serían las diez cuando Kürten subió a un tranvía y volvió a su casa. A la misma hora, Johann Hamacher, el padre de la pequeña Gertrudi, preguntó a sus vecinos si habían visto a su pequeña y a su ahijada Luisa Lensen, pues fueron a la feria y todavía no habían regresado. Hamacher vivía a unos doscientos metros del huerto aquel, el cual era propiedad de la familia Frendenberg, que también vivía muy cerca. Los Frendenberg no las habían visto, pero otros vecinos dijeron que habían visto a las pequeñas en la feria, montando en el tiovivo, y una mujer dijo que hacia las diez oyó que alguien chillaba, y agregó que quizás era una criatura, pues el chillido fue muy agudo.

Seguidamente toda la vecindad se dedicó a buscar, gritando el nombre de las dos criaturas, por calles y callejones y plazuelas. Se registró todo, y allá donde se movía algo, allá corría la gente, y aquí era un gato que huía y allá era el viejo tronco de un árbol lo que les engañaba. Pero ni rastro de las niñas. ¿Se habrían perdido, o quizá dormido en el parque de atracciones? Las casetas y las barracas estaban ya cerradas y apagadas las luces.

Eran ya las cuatro y media de la mañana cuando los extenuados hombres renunciaron a seguir buscando, y Johann Hamacher fue a dar parte a la policía. Los dos ensangrentados cadáveres los encontró a las seis de la mañana la señora Frendenberg, al ir a misa, pues, como hacía siempre, había seguido el camino que atravesaba el huerto. Inmediatamente se avisó a la policía, y todo el pueblo acudió al lugar del crimen, donde se descubrió la huella del pie de un hombre, del cual sacaron el molde en yeso.

Entre la gente que se desahogaba en lamentos y amenazas, estaba Kürten, diciendo lo mismo que los otros, y más que los otros.

-Es como si en medio de un día tan brillante y hermoso como hoy hubiese caído un rayo… ¿No les parece?

Observaba la indignación de la gente contra el asesino y las ineficaces medidas que tomaba la policía. Se organizaron grupos policíacos para que registrasen todos los alrededores, y todas las viviendas de los suburbios; detuvieron a muchos vagabundos. Pero, como se reconoció más tarde, todos los esfuerzos fueron inútiles. Sólo se tenía un indicio, la huella de aquel pie.

Hacia la una, Kürten se fue a comer, pues en cuanto a puntualidad era un modelo. Y una hora después salía otra vez a vagabundear por las calles.

El día era espléndido, y después de recoger el puñal, el cual nunca llevaba a su casa, se fue a Oberkassel, con la intención de encontrar a una mujer que le gustó desde el primer momento que la vio, tiempo atrás. Fue inútil lo que anduvo, pero el puñal que aquella semana había agredido a cinco personas entraría nuevamente en acción.

La misma noche ingresó, en el hospital María Theresien, Gertra Schulte, una muchacha de veintiséis años que trabajaba de ayudante de cocinera. El médico de guardia, el doctor Frischen, dijo que estaba casi exangüe y que sufría un fuerte shock. El certificado del médico forense fue éste:

«Un corte de diez centímetros de largo en la bóveda craneal, con tendencia a rasgarse hacia delante; profundos cortes en la oreja y, en el lado derecho del cuello, una herida de seis centímetros; tres heridas más, también por arma blanca, en la nuca; un profundo corte en el hombro izquierdo y, en la parte interior del brazo, una herida también de cuchillo; en la cavidad axilar, dos puñaladas; la pierna izquierda estaba entumecida, y en la segunda vértebra hay la punta de un cuchillo o de un puñal de cincuenta y cuatro milímetros de largo.»

Los médicos no creían que esa mujer viviese, pero Gertra Schulte se salvó como de milagro.

Kürten había hablado con ella en la Burgplatz de Oberkassel presentándose como un empleado de correos que se llamaba Baumgart. Un empleado del Estado siempre producía una inmejorable impresión. Llevó a la joven a la feria de Neuss y le compró coco, pan alpestre, como le llaman al pan de los Alpes, y melocotones.

Se pararon delante de una barraca de feria, donde unos carteles muy chillones invitaban a pasar dentro y anunciaban la presentación de artistas ligeramente vestidas. Al leer lo de «ligeramente vestidas», Kürten se indignó mucho, exclamando:

-Mire usted a estas mujeres. ¡Cómo se presentan! «Esta cualidad moral me inspiró confianza», diría más tarde la muchacha.

Por la tarde, cuando regresaban a Düsseldorf, persuadió a la muchacha para que se apeasen del tren una parada antes y hacer el último trecho a pie. Eran las nueve y media, y el camino se fue alargando tanto que a ella empezaron a dolerle los pies, y se quitó los zapatos. Una hora después estaban junto a la orilla del Rhin, desde donde se divisaban nítidas las luces de la ciudad. Kürten le hizo creer a la agotada Gertra que no conocía aquel paraje, ni el puente de Oberkassel sobre el Rhin. Había un camino que iba a Damm a través de un tupido matorral, y a medida que seguían adelante a ella le entró miedo, pues el camino no terminaba nunca. Él la tranquilizó, diciéndole que ya no podía faltar mucho para llegar.

Gertra Schulte se fue tranquilizando, y luego se sentó para ponerse los zapatos. En el mismo momento Kürten se lanzó sobre ella tirándole fuertemente del suéter. Gertra se defendió bravamente, pues era joven y fuerte.

-Aquí puedes luchar todo lo que quieras; nadie te va a oír.

-¡No, por favor! ¡Antes preferiría morir! -gritó ella con el mayor desespero.

-Precisamente tienes que morir -le replicó él al mismo tiempo que le clavaba la primera puñalada.

Gertra Schulte pidió socorro con gritos que estremecían, hasta que perdió el conocimiento. Kürten siguió ensañándose, sin herirla mortalmente, y cuando ella volvió en sí y trató de levantarse y huir, él se le echó encima, y al apuñalarla otra vez, la punta del puñal se rompió, quedando incrustada en la columna vertebral. Gertra aún anduvo unos pasos hasta que se desplomó, pero Kürten no la siguió, pues acababa de oír voces y ruido de pasos. No se había dado cuenta de que no lejos de ellos acampaban unos jóvenes excursionistas, los cuales oyeron los gritos de la muchacha.

Kürten arrojó en el acto el puñal entre la maleza y agachado se alejó de allí, cogiendo poco después el camino de su casa. También tiró lejos el bolso de Gertra, quedándose sólo el reloj de pulsera que la joven llevaba.

Entre las vigas del techo de su casa había escondido Kürten el reloj de María Hahn, y ahora enriquecería el escondite con un nuevo souvenir.

Se sentó en el banco de la Lueg-Platz y esperó ansioso el paso de la ambulancia, pues estaba seguro de que habrían recogido a Gertra. Seguramente que los que fueron a socorrerla habrían avisado a la policía. Por otra parte, estaba tranquilo, ya que estaba seguro de que Gertra Schulte no vería la luz del día siguiente.

Pero Kürten se equivocó, pues no sólo consiguió restablecerse, sino que, antes de que amaneciese, su última víctima pudo dar la descripción de su persona. Rubio, de cara redonda y unos veinticinco años de edad; traje de un gris claro y agradable de trato y correcto. Al fin la policía tenía un testigo en quien apoyarse, pues ella había estado con el asesino durante unas horas y sus declaraciones eran valiosas.

Ciertamente, Kürten siempre había parecido más joven de lo que era, debido al esmero con que cuidaba su ropa, a su afeitado diario y al cosmético que empleaba para el cabello antes de empezar sus «excursiones». Aquel domingo llevaba un traje gris, como siempre, impecable. Verdaderamente sorprendía que un hombre de cuarenta y seis años cumplidos representase muchos menos, hasta atribuirle algunas de las mujeres que le conocieron sólo veinticinco.

A la mañana siguiente, Kürten compró en seguida todos los periódicos. Cada uno informaba sobre el misterioso asesino que merodeaba por las calles de Düsseldorf y sus monstruosos hechos. La lectura de unos diarios que se referían a él le causó una especie de voluptuosa sensación. La prensa de aquel lunes publicaba artículos que llenaban algunos una página. Describían con mucho detalle el asesinato de la pequeña Flehe y el intento contra Gertra Schulte, y recordaban los tres ataques de Lierenfeld. Kürten no cabía en sí de gozo: la policía estaba atareadísima por culpa suya. Materialmente se había quedado sin aliento en las últimas veinticuatro horas.

El jefe de policía de Düsseldorf hizo circular la siguiente nota a fin de tranquilizar a la atemorizada población: «Han sido movilizados todos los policías disponibles. Esperamos tener éxito.»

Pero no llegó el éxito esperado, y no por culpa de la voluntariosa policía, sino por las deficiencias de las averiguaciones. Aquella sangrienta semana de agosto demostró que el supuesto culpable, Johann Stausberg, recluido todavía en un manicomio, era inocente de los crímenes del mes de febrero.

La ciudad vivía en medio de un constante terror, pues el sádico asesino de Rosa Ohlinger, de Rudolf Scheer y de las dos niñas de Flehe, era idéntico al criminal que intentó matar a frau Kühn, a Heinrich Kornblum y a Gertra Schulte, además de las otras ya sabidas víctimas suyas.

Mientras la policía activamente, pero sin resultado alguno, vigilaba en los sitios más oscuros, se sucedían los criminales ataques.

A Carolina Heerstraas la abordó cerca de la estación un agradable caballero. Primero la invitó a tomar un vaso de cerveza y luego dieron un corto paseo por los alrededores de la estación; era ya cerca de la una de la madrugada y había muy poca luz en las calles por donde iban. Cuando menos lo esperaba la muchacha, él se le echó bruscamente encima e intentó ahogarla. Ella trató de defenderse y consiguió desprenderse de él y huir, pero Kürten la alcanzó y ahora le atenazó la garganta hasta que vio que no se movía; después la arrastró hasta el río, del que estaban muy cerca. Kürten declaró más tarde que su intención no fue matarla, pues el instinto sexual que le empujaba se había saciado cuando la alcanzó al huir ella.

«Yo estaba seguro de que en aquella parte el río era poco profundo, siguió diciendo, por eso la empujé. Mi único deseo era verme libre de aquella ramera.»

Sofía Rück iba en bicicleta por la Rosstrasse a última hora de la tarde. De pronto, de un lado de la calle, saltó sobre ella un hombre, cogiéndola tan bestialmente del cuello que cayó al suelo, y le golpeó la cabeza con un objeto pesado. Ella quiso gritar pero se desvaneció al segundo golpe.

María Radusch, hacia medianoche, iba por la Dreherstrasse, cerca del Hellwegs, donde en febrero último habían caído la señora Kühn y Rudolf Scheer, y de pronto la atacó un desconocido con la intención de estrangularla. Kürten dijo posteriormente, refiriéndose a este ataque:

«Ella gritó pidiendo socorro, y muchos que la oyeron corrieron hacia mí, pero no pudieron alcanzarme. Era la primera vez que se me perseguía.»

La policía estaba desconcertada. Evidentemente, se trataba del mismo individuo, aunque siguiera diversos métodos para realizar sus fechorías. Según un viejo aforismo policíaco, «el ladrón y el asesino reincidentes siguen siempre los mismos métodos».

Quizá si se hubiese prestado al caso mayor atención, se habría llegado a conclusiones muy interesantes. Por ejemplo: revisando los ficheros de la policía, e investigando todos los antecedentes de algunos de los presos ahora en libertad, se habría visto que un tal Peter Kürten, condenado por varios delitos, había atacado a algunas mujeres intentando estrangularlas. Y, comparando unos hechos con otros y el procedimiento que se seguía, seguramente que se habría llegado al resultado que pedía la ciudad. Pero la policía tenía casi la convicción de que aquellos delitos se debían a dos individuos que actuaban independientemente el uno del otro. El que estrangulaba y el que apuñalaba.

Y no tardó mucho tiempo en añadirse un tercer criminal a los dos sádicos que suponía la policía. El procedimiento era otro. Ahora apareció el «hombre del martillo».

La buhardilla donde vivía el matrimonio Kürten estaba en la misma planta donde había un desván, y entre una de las vigas y el techo, Kürten tenía escondidos el reloj de María Hahn y el de Gertra Schulte. En la noche del 9 de septiembre agregó a la colección una nueva alhaja: un anillo de oro de mujer.

La mañana del lunes, un empleado de la luz se alarmó al ver manchas de sangre en un sendero cercano al Rhin. Las siguió y vio que un trecho adelante y luego en otro no eran manchas, sino charcos, a pesar de que se hubiese casi secado la sangre. Fue avanzando hasta llegar a la orilla del río, y allí hizo el macabro descubrimiento: sobre la hierba pisoteada había el cadáver de una mujer. Tenía el vientre desnudo casi y la cabeza machacada, al parecer a martillazos, deduciendo, además, por las señales del cuello, que la habían estrangulado.

Detuvieron a varios individuos, la mayoría vagabundos. Uno de ellos, por carecer de hogar, fue el que despertó más sospechas, pues confirmó que la noche del crimen había dormido cerca del río. No obstante, días después lo dejaban en libertad al llegar a la conclusión de que era inocente.

Se pidió la ayuda de la policía de investigación criminal de Berlín, y el comisario Gennat se personó inmediatamente en la ciudad de Düsseldorf. La policía se dirigió a la opinión pública, pues quizás haciendo un llamamiento al pueblo se consiguiera su ayuda.

¿QUIÉN CONOCE EL CADÁVER?

Aproximadamente cuarenta años de edad, un metro cincuenta y cinco centímetros de estatura, delgada, cabellos y ojos castaños, dientes desiguales.

Ropa: abrigo azul oscuro, falda plisada también azul, blusa de seda del mismo color que la falda. Ropa interior: faja color rosa, camisa blanca con encajes y combinación de un tono lila claro. Medias grises, zapatos de color marrón de piel de becerro, en los que hay grabada esta marca: S. Hirsch. Barmen, con la cifra 3615. Asimismo se encontraron junto al cadáver un sombrero de paja con cinta azul y unos guantes amarillos de imitación piel.

El primer indicio lo proporcionó un zapatero remendón al declarar que hacía poco había puesto medias suelas a los zapatos de piel de becerro. Dijo que la dueña de los zapatos se llamaba Ida Reuter, y que le parecía que trabajaba de sirvienta en una casa de Barmen. No tardó mucho en llegar a la comisaría el informe de la desaparición de la muchacha, dado por la familia de Barmen que la tuvo a su servicio durante catorce meses.

El jefe de la familia declaró que Ida Reuter tendría poco más de treinta años y que era trabajadora y muy de confianza. Quizás era un poco coqueta, pues se gastaba el dinero que ganaba en ropas costosas y cosas superfluas. Su orgullo mayor era su bonito vestuario. Desde luego, ella compraba siempre las prendas más caras. El día del crimen llevaba un bonito jersey, más propio de una mujer de otra clase social. Sin embargo, el jersey no se incluyó en la de descripción de la policía, pues nadie lo vio cuando la recogieron. Kürten se había lavado las ensangrentadas manos en el Rhín y se las secó con el jersey de ella, tirándolo luego al agua.

Se supo que Ida cruzó algunas cartas con un amigo que trabajaba en los talleres ferroviarios, y se le detuvo inmediatamente, pero después de muchas averiguaciones se le puso en libertad, pues su coartada no ofrecía la menor duda.

El comisario Gennat, enviado por la Dirección General de Berlín, descubrió que Ida Reuter llevaba una doble vida. Mientras durante la semana hacía con diligencia su trabajo, los domingos iba a ciertas zonas de la ciudad, frecuentando establecimientos de mala nota. Tenía muchos amigos, y se supo de un tal Rudi, de un tal Paul y de un tal Wilty. En seguida se trató de localizarlos, lo mismo que a un holandés, del que tuvieron noticias por unas cartas que encontraron en la cómoda que había en la habitación de Ida. Ese holandés iba a menudo a Düsseldorf, y casi siempre se veía con ella.

¿Fue asesinada Ida Reuter a causa de los celos de alguno de sus amigos o la asesinó un hombre al que casualmente había conocido? ¿Se trataba, acaso, del crimen de un loco sádico o fue víctima de una vulgar riña entre gente del hampa?

La gente no paraba de hacer preguntas a las que la policía no podía contestar. Pero el 11 de octubre, en una localidad cercana, en Flingern, fue descubierto un segundo cadáver que aclaró en parte el misterio del primero. Para ese nuevo crimen, el procedimiento fue el mismo que se siguió con el anterior, a golpes de martillo. La víctima se llamaba Elizabeth Dörrier y era conocida en los bajos fondos como prostituta.

Elizabeth Dörrier, antes de caer en la abyecta vida de los lupanares, fue criada de servicio, pero el empedrado de las calles de Düsseldorf lo encontró muy duro, y no fue ella la única muchacha pueblerina que siguió aquel camino poco después de llegar a la ciudad.

Una vida que al principio le pareció cómoda y con ciertos lujos, la fue arrastrando cada vez más abajo, hasta que a la vez que su dignidad lo fue perdiendo todo, acabando en un lastimoso guiñapo al que sólo le quedaba la mísera ropa que llevaba encima. En verano solía dormir en las laderas del Rhin, y cuando llegaban los primeros fríos, recurría a los bancos públicos o pedía a alguna conocida de su mismo ramo que la recogiese, a lo que se resistían la mayoría de sus antiguas amigas.

El día en que se encontró con su asesino, estaba más desamparada que nunca y viviendo en la calle, sin un pfennig en el bolsillo ni nada que perder.

Aquella tarde de un viernes, 11 de octubre de 1929, Kürten decidió abandonar momentáneamente su habitual distrito de la estación, por creerlo poco provechoso, y escogió un barrio más concurrido, yéndose hacia la Graf-Adolf Strasse.

Eran las nueve de la noche y las sesiones de los cines estaban terminando. Kürten pensó que sería fácil encontrar entre la gente que paseaba una nueva víctima. Recorrió varias calles, hasta que vio el perfil de una esbelta muchacha parada en el vestíbulo de un cine. Se la veía decaída, apoyándose con abandono entre una y otra vitrina comercial; llevaba un raído abrigo gris y zapatos viejos; en la cabeza, un sombrero de paja azul impropio del otoño.

Estaría esperando a algún amigo, pensó Kürten. Él era un buen observador y fácilmente acertaba, pero esta vez se equivocó; la Dörrier esperaba que se le presentase un plan. A Kürten, extraño en un hombre de sus aberraciones, le repugnaban las mujeres que comerciaban con su cuerpo; si él hubiese sabido de qué clase de mujer se trataba, quizá la habría rechazado, pero el ansia de matar era en él irresistible.

La Dörrier, acostumbrada al trato con los hombres, se comportó con habilidad cuando él la abordó. Antes de aceptar la invitación de Kürten vaciló unos momentos, como dudando si debía o no acompañarle para que tomasen un vaso de cerveza. Luego, cuando roto ya el hielo del principio estaban sentados en un cafetucho, ella le confió su desgraciada vida y su desesperada situación. Sin empleo, sin un techo propio, sin nadie en quien confiarse… Verdaderamente la vida era muy difícil. Incluso aquella noche no tenía donde dormir.

Kürten no dudó en aconsejarle que fuese con él a su casa, aunque, naturalmente, no era la de la calle Mettmanner Strasse la casa en que pensaba. Una habitación imaginaria, sin otro techo que las estrellas ni otra cama que la dura y húmeda tierra.

Hicieron un largo trayecto en el tranvía, hasta llegar casi extramuros de la ciudad, allá donde se habían levantado algunas fábricas y las pequeñas y apiñadas viviendas humildes daban al ambiente un tinte sombrío y gris. Una mísera zona donde nada era agradable. Pero eso le daba igual a la Dörríer, pues sólo le quedaban dos miserables marcos, y seguramente que aquella noche, de no ser por el desconocido, habría tenido que dormir en la calle.

Kürten la llevó al parque del Este, y al llegar a espaldas de la Sulzbacher Strasse, se metieron en un sendero bordeado de matas. Para tener más libres los brazos y poder sujetar con más rapidez, Kürten se puso a la derecha de ella, tentando continuamente el martillo cuyo mango llevaba metido en el pantalón. Poco habrían andado cuando bruscamente, en seco, le pegó el primer martillazo, justo en medio de la frente, cayendo la Dörrier sin decir ni ay. Entonces Kürten la cogió de la muñeca y la arrastró hasta más allá del prado, donde había un soto muy espeso. Y allí, protegido por la soledad y la noche, le pecó otros martillazos en la cabeza. La Dörrier apenas se movía, y sólo de vez en cuando emitía un débil gemido. Después ya no la oyó más.

Kürten se levantó creyéndola muerta. Cogió el viejo abrigo, el sombrero y el monedero de la Dörrier para tirarlos en otro sitio, y se fue a su casa.

Elizabeth Dörrier quedó abandonada en el soto de Torfbruch. La hierba estaba húmeda de sangre, pero ella respiraba todavía… A la mañana siguiente la encontraron en estado comatoso y la llevaron al hospital. Tardó treinta y seis horas en morir, sin haber recobrado el conocimiento.

Como en el caso de Ida Reuter, el indicio principal para descubrir la identidad de la Dörrier fueron sus gastados zapatos de charol negro, pues tres semanas antes la desdichada los había comprado a una gitana por un marco.

La policía comenzó a investigar la vida de Elizabeth Dörrier, pero también, como en el caso de la Reuter, no se hallaba luz alguna que ayudase a descubrir al autor de tan misteriosos y aterradores hechos. Se registraron los lugares que frecuentaba la víctima y se interrogó a mucha gente. Todo en vano. Hasta que dos días después del asesinato de Elizabeth Dörrier se recibió en la comisaría de policía de Düsseldorf una carta anónima, encabezada con un extraño dibujo que representaba un sitio entre la maleza de algún bosque. Lo habían hecho con lápiz azul, y debajo escribieron esto en mayúsculas:

CRIMEN

En Pappendelle, en el lugar señalado con una cruz, en el cual no hay vegetación, está enterrado un cadáver, aproximadamente a un metro y medio de profundidad.

La policía no concedió crédito a esta carta, pues estaba demasiado ocupada con los casos Reuter y Dörrier. Aparte de esto, no se había recibido en los dos últimos días ninguna denuncia de desaparición en aquella comisaría. No obstante, y como medida preventiva, se cursó la orden a los puestos de policía de Pappendelle de que se procediese a un minucioso registro de aquellos alrededores, pero la policía local buscó, sin hallar absolutamente nada; y con esto terminó el asunto.

Poco tiempo después la policía tomó declaración a cierto individuo que se presentó en la comisaría espontáneamente. Era el compañero de celda que Kürten tuvo en la prisión de Ulmerhöh, y dio un informe detallado de las confidencias que le hizo Kürten durante su reclusión.

La policía interrogó hábilmente a los vecinos de la Mettmanner Strasse sobre la vida y la conducta de Kürten, y todos dieron los mejores informes, aunque no se interrogó a la señorita Wimmer, asegurando que era un hombre muy correcto y de buenas costumbres, y pendiente siempre de su esposa, a la que acompañaba todos los días a su trabajo.

La policía fue entonces al hospital, donde aún seguía grave Gertra Schulte, y le enseñó una fotografía algo antigua de Peter Kürten, y Gertra, viendo un rostro distinto del que ella recordaba, sin pensar que cuando Kürten se hizo el retrato se teñía el cabello y llevaba una barba muy corta, contestó con voz débil:

-No; no fue ése.

Lo mismo que toda la ciudad, Frau Kürten vivía aterrada ante los crímenes del asesino, y esto, el que hasta su mujer temblase sólo de pensar en él, colmaba el orgullo y la felicidad que experimentaba después de cada crimen, y lo que más le envaneció fue ver que la recompensa fijada para su captura era de siete mil marcos. El anuncio fue para él el resorte que le impulsaría a dar otros pasos que le destacarían del vulgo, lo cual era una de sus obsesiones: que se le viera, que se le conociese, y para conseguirlo le bastaba con lanzar a los cuatro vientos la noticia de que él sabía por dónde andaba el criminal de Düsseldorf. La gente le adoraría. Y ya no dudó, viendo, antes ya de dar el primer paso, manifestaciones en honor suyo de miles de ciudadanos dándole las gracias por haberlos salvado del asesino. Efectivamente, no tardó en imaginar mucha gente estacionada frente a su casa, deseando verle; aquella casa de la Mettmanner Strasse, donde en una viga del desván tenía escondidas varias prendas que él consideraba sus trofeos.

El alcalde y el comisario de policía hablaron largamente con él, y le dieron las gracias en nombre de la atemorizada población.

Todo eso, ese juego al que se entró, no fue obstáculo para que Kürten siguiese asesinando. Poco después tuvo un día de trabajo pesado, y al regresar a su casa caminaba sin casi darse cuenta de su cansancio. Siempre que le asaltaba el afán irrefrenable de matar, se sentía ágil como si acabase de levantarse de la cama, y ya no había nada que lo contuviese, y cuanta más sangre vertía, más sangre necesitaba.

A la larga lista de sus atentados, el veinticinco de octubre agregó otros dos. Atacó con el martillo a la señora Hubertine Meurer, de treinta y cuatro años, a quien encontró en el Hellweg y a la que acompañó diciéndole: «¿No tiene usted miedo con esta oscuridad? Aquí se han cometido delitos…» Y atacó a la ramera Klara Wanders, la cual se le acercó antes de que atentase contra la señora Meurer. Las dos mujeres quedaron gravemente heridas, pero no murieron.

*****

Refiriéndose a su ataque contra la prostituta, dijo Kürten:

«Con ésa se me rompió el mango del martillo; tenía la cabeza más dura que la piedra.»

Seguramente que fue por eso por lo que volvió a las Tijeras del Kaiser, pues también era más fácil esconderlas y más seguro el golpe.

Es en un día frío del mes de noviembre cuando la niña de cinco años Gertrudi Albermann encuentra a la muerte en su camino.

Según declararon muchos testigos, la pequeña iba con un desconocido, pero nadie le dio importancia, pues vieron que estaba contenta y llevaba la dirección de su casa. Parece que los últimos que la vieron fueron unos trabajadores que volvían a su casa por la Hans-Sachs-Strasse.

-Mira a aquel hombre -dijo uno de ellos- que acompaña a aquella niña. No sé, pero a lo mejor es el asesino de Düsseldorf.

En aquel momento la pequeña Gertrudi sonreía ingenuamente a su acompañante.

-Estás loco -le respondió un compañero-; seguramente que es su padre.

Y siguieron andando. Pero el que insinuó su recelo no se quedó muy tranquilo; miró atrás y ya no vio a nadie en la calle aquella. Los nubarrones oscurecían el cielo por encima de los tejados y poco después empezó a llover.

Detrás de las fábricas de Haniel y Lueg, apagadas las luces desde hacía ya rato, sucedió el crimen. Después Kürten arrastró el pequeño cadáver hasta un muro de la fábrica, cuyo suelo estaba lleno de ortigas, y lo abandonó al frío y la oscuridad de la noche.

Al día siguiente, embriagado todavía por el gorgoteo de la sangre de la tarde anterior, Kürten hizo un diseño del lugar donde había dejado el cadáver de María Hahn, pero con más detalles que la última vez.

Al pie del dibujo hizo la descripción siguiente:

CRIMEN EN PAPPENDELLE

En el lugar señalado con una cruz está el cadáver.

Luego, a manera de postdata, agregó:

El cadáver de la desgraciada Gertrudi Albermann está al lado del muro Haniel.

La policía recibió el anónimo, dirigido a la redacción del periódico Die Freiheit (La libertad), y lo pasó en seguida al departamento de lo criminal.

La indicación de Kürten respecto a Gertrudi Albermann no era necesaria, pues el pequeño cadáver se encontró en las primeras horas de la mañana.

La criatura había sido asesinada con ensañamiento, presentando señales de estrangulamiento. En la sien izquierda tenía profundas heridas de puñal, y en el abdomen y en el pecho. En total, el cadáver presentaba treinta y cuatro heridas de arma punzante; nueve habían atravesado el corazón, dos la aorta, cinco el hígado y cuatro el estómago; tenía también tres en el brazo, tres en el riñón izquierdo y una en el derecho. Tenía las piernas abiertas y llenas de sangre. Todo demostraba que había sufrido la más monstruosa de las violaciones.

La autopsia la hizo en el Instituto Patológico el profesor Karl Berg.

Era la fiesta de san Martín, y los niños de Düsseldorf van ese día en procesión por las calles de la ciudad, con lamparitas encendidas y entonando alegre canciones:

« … Déjanos ser felices, alegres y sanos … »

El papel blanco en el que se había diseñado el lugar de Pappendelle donde estaba el cadáver de la mujer, lo sometieron a vapor de yodo a fin de descubrir las posibles huellas digitales que tuviera, pero sin resultado alguno, pues el anónimo había llegado a la policía a través de diferentes manos.

La policía ordenó un minucioso registro de los alrededores de Pappendelle, llamando a seis de sus mejores hombres. El capataz de una finca vecina proporcionó una valiosa pista. Había encontrado a finales de agosto, en un campo de avena cercano, un sombrero y un bolso de mujer, entregándolos a los agentes.

Seguidamente, y ya con una base, prosiguieron las investigaciones. Las fotografías del sombrero, del bolso y del manojo de llaves que llevaba la muerta se publicaron en todos los periódicos de la localidad. A las pocas horas se presentó en la comisaría de policía el señor Roloff, quien dijo que aquellas llaves eran de su casa, agregando que las tenía su sirvienta María Hahn, de quien no sabía nada desde el día 11 de agosto, lo que en su momento había denunciado a la policía.

En los diversos anónimos que recibió la policía desde el mes de octubre, se señalaba la existencia de una piedra que marcaba con exactitud donde estaba enterrada la víctima. Cuando se iniciaron los registros en Pappendelle, no se encontró esa piedra, pero después de las declaraciones del señor Roloff, se reanudó la búsqueda en los espesos bosques, y entonces la encontraron, y con la piedra el sitio del anunciado enterramiento.

Al correr la noticia del encuentro, hubo una avalancha de curiosos. En aquella hora de la mañana, sobre la calle caía el sol de otoño, y los rayos solares teñían de amarillo la campiña, destacando la verde mancha de los bosques. Mientras, los trabajadores removían la tierra.

Hacia las dos de la tarde la fosa tenía ya más de un metro. Uno de los obreros, un tal Hermann Reske, notó un penetrante hedor, y a los pocos azadonazos tropezaron con algo blando. A las cuatro y media se levantó el cadáver. El cuerpo se hallaba relativamente bien conservado, y sólo la cara empezaba a descomponerse. La tierra de debajo de su cabeza era negruzca por haberse secado la sangre, y el vestido, de seda de color fresa, estaba roto y podrido, y el cadáver medio desnudo.

María Hahn, desaparecida en el mes de agosto, fue desenterrada en el mes de noviembre. Su asesinato se unió a la lista de delitos inexplicables y terribles que tenían en vilo a la ciudad de Düsseldorf. ¿Quién era el asesino de esa pobre infeliz? ¿Sería el mismo que había matado a la pequeña Albermann, a Elizabeth Dörrier, a Ida Reuter, a Luisa Lenzen, a Gertrudi Hamacher, a Rudolf Schecr, a Rosa Ohlinger?

Todavía Augusta Kürten no presentía nada. Ella, igual que los demás, se estremecía de terror al leer los informes del periódico. «¡Observa en tu ambiente! ¡El criminal se encuentra entre nosotros! Ayuda tú con tus informes o tus sospechas a la policía.»

Augusta Kürten no trató de indagar ni de proporcionar informe alguno a la policía. Ella no concebía que alguien fuera capaz de cometer crímenes tan horribles, a pesar de que se cometían. Seguía yendo sin el menor miedo a su trabajo todas las noches, tenía limpia su buhardilla y a punto siempre la comida para su marido.

Aquel invierno él estaba empleado en unos talleres, donde el trabajo era muy duro y poco pagado. En el jardín de una residencia vecina a su casa, en el mes de diciembre, encontraron a uno de los cisnes del estanque con el cuello cortado. Nadie, y mucho menos la mujer de Kürten, pensó que se hubiese matado al cisne para beber su sangre. El año 1929 llegó a su fin y Kürten tenía todavía cinco meses de libertad por delante.

La evolución de Kürten y el cuadro de sus costumbres indicaban los habituales caminos seguidos por los criminales sádicos. Según elementales principios psicológicos, se desprende que fue la sombría infancia de Kürten la principal causa de su posterior degradación. Recibió más palos que pan, vio cómo el padre pegaba a su madre, y la abyecta promiscuidad de la familia ejerció en él la misma fascinación que las sangrientas prácticas del lacero que él empezó a ver desde los nueve años. La primera excitación la sintió cuando, para librarse de la mordedura de una ardilla, apretó el cuello del animal. Estas imborrables experiencias hicieron de él un ser de mente retorcida, en la que se asociaba el recuerdo hostil hacia su brutal padre. Estos complejos de origen psicológico le llevaron a una evidente inferioridad orgánica. Sin casi contacto con el mundo que le rodeaba, en lucha continua contra la sociedad a la que odiaba, vivió en absoluta soledad, concentrado consigo mismo. Era huraño por naturaleza y se encontró casi siempre en inferioridad de condiciones frente a los demás.

Su inteligencia, no obstante, superaba el promedio normal, y supo utilizarla para encubrir sus defectos cuando le convenía. Sabía presentarse como un ser inofensivo ante los demás, y es indudable que fue un excelente actor. Su personalidad queda bien definida como caso típico de delincuencia sexual; pero no podemos incluirlo en la serie, pues entre esos mismos anormales, él resulta una gran anormalidad.

Mientras que muchos anormales de ese tipo siguen casi siempre un inevitable curso patológico, ajustándose a un único modus operandi, Kürten, contrariamente a todas las reglas científicas, obtenía su satisfacción sexual de modos diversos. Prendía fuego, maltrataba animales… Tan pronto atacaba a hombres como a mujeres, según las víctimas que se le pusieran delante. Sus métodos recorrieron todas las escalas, desde el más sencillo ultraje hasta el asesinato con estupro.

En estos ataques, las relaciones sexuales juegan un papel secundario. La mayoría de las veces se abstenía de todo acto sexual. Pero a veces se movía impelido por el instinto, y entonces ahogaba a sus víctimas, las golpeaba bárbaramente o les asestaba una puñalada tras otra.

Del número de martillazos o de la cantidad de puñaladas que presentase la víctima, se desprendía cuánto tiempo necesitaba Kürten para llegar al orgasmo. El aliciente más fuerte y que jamás rehusó, que le ayudaba a conseguir la satisfacción del instinto, fue la sangre. La muerte de las víctimas no representaba nada para él; la verdadera coronación para su necesidad era la sensación viscosa y caliente que se deslizaba por sus manos.

A fines del año 1929 se dieron más de doce casos en Düsseldorf de mujeres que habían podido escaparse del terrible asesino. La idea de que ellas volvieran a encontrarle y reconocerle, no inquietaba en absoluto a Kürten; él se tenía por invulnerable. Nadie le había descubierto hasta entonces, y nadie sospechaba de él.

Kürten anduvo el último trecho de su camino con una ciega seguridad en sí mismo. El que la lista de sus víctimas se cerrase con el nombre de Gertra Albermann no quiso decir que se hubiera apaciguado su instinto brutal. Su agresividad no había disminuido, pero se encontraba en una fase en que, para llegar a la meta de sus deseos, se administraba estimulantes.

A esta circunstancia se debía el que las mujeres a las que él atacó a principios del año 1930 no perdieran la vida. Algunos de los nombres de estas mujeres nos son conocidos. Hildegard Eid, de veinticuatro años, muchacha de servicio; Marianne Del Santo, planchadora de oficio; Irmgard Becker, de veintitrés años; Gertrud Han, de treinta años, muchacha de servicio; Charlotte Ulrich, ladrona de oficio y buscada por la policía; María Butlies, Butlich a veces, una rubia platino sin un gramo de seso en la cabeza.

El cierre del primer acto del drama comenzó con Hildegard Eid. Kürten, como tenía por costumbre, había hecho amistad con ella en la calle. La invitó a pasear, yendo al prado Grafenberg. Allí la asaltó violentamente e intentó ahogarla, pero satisfizo su deseo casi en seguida, y por eso no la agredió más y volvió a ser un amigo simpático y agradable.

La acompañó a su casa y acordaron una nueva cita para el domingo siguiente. En la próxima salida fueron a un baile donde estuvieron toda la tarde, y luego Kürten la invitó a que le acompañase a su habitación de la Mettmanner Strasse.

El instinto de destrucción del delincuente actúa contra sí mismo, por lo que él, inconscientemente, llevaba su enemigo consigo.

Era evidente que el mayor peligro para él era romper su anonimato, pero la inteligencia le empezó a fallar. Así tuvo que caer en el error de llevar a su casa a Hildegard Eid, olvidando que Augusta era una mujer rabiosamente celosa. La infidelidad de Kürten fue siempre motivo de violentas disputas, por las que ella había llorado amargamente. Esta vez fue distinto: cuando Augusta llegó y vio la escena en su propia habitación, no dijo nada ni armó escándalo alguno. La propia Hildegard Eid declaró más tarde que Augusta se quedó quieta, y sin levantar la voz le rogó que se levantara y se vistiese, esperando que terminase, y cuando se hubo puesto los zapatos, Augusta le preguntó:

-¿Dónde vive usted? La llevaré a su casa.

Cuando regresó, no dijo palabra alguna sobre el suceso, y siguió callada y con los ojos secos; su marido la había engañado varias veces, pero en su propia cama y ante sus propios ojos, nunca.

Él no había sido jamás demasiado exigente en su vida matrimonial; por eso cuando él se reconcilió con ella y volvió a dormir en la misma cama, Augusta no tuvo la suficiente fuerza para negarse. Pero el desengaño le llegaría repentinamente. No hace falta ninguna complicada hipótesis psicológica para comprender su silencio y su perplejidad ante la postura de su marido. Aquel domingo representó para Augusta el momento crítico de su vida conyugal. Todo lo sucedido antes de ese domingo, en la primera época de su matrimonio, la presenta a ella como una mujer enamorada de su marido y dispuesta a los sacrificios que fuesen, pero después de lo que pasó el día 2 de marzo, entra en escena una nueva Augusta, más egoísta y menos dispuesta a seguirse sacrificando; el amor había llegado a su fin.

Considerado bajo ese aspecto, el comportamiento posterior de Augusta no es de ningún modo un enigma, sino lógico y comprensible.

Con paso despreocupado, Kürten emprendió el camino hacia su propia destrucción. Después de Hildegard Eid aparece la planchadora Marianne Del Santo, iniciando su amistad con ella en la estación central, e invitándola también a pasar la noche en su casa, diciéndole que era muy bonita y que vivía en el valle de Grafenberg.

Cuando ya iban adentro del valle, Kürten se le echó encima con la intención de ahogarla, pero ella se defendió y consiguió zafarse y huir, inútilmente porque Kürten la alcanzó en seguida.

«Era muy ágil y muy fuerte -informó más tarde esa mujer-. Me tiró al suelo y se echó sobre mí, y yo lo rechacé con todas mis fuerzas, y conseguí huir gracias a la oscuridad. Corrí hasta perder el aliento, y temblando de miedo me escondí en el bosque, donde pasé toda la noche. Así que se hizo de día, volví a huir.»

También a Irina Becker, de veintitrés años, la conoció Kürten en la estación. Llevaba las tijeras consigo. La invitó a tomar una cerveza, y luego la llevó al valle de Grafenberg. Allí la tiró contra un banco y le rasgó la blusa. Al defenderse ella, él la cogió de la garganta, y la joven, al no poder gritar, se revolvió clavándole el paraguas en el vientre. La bravura de ella, y los mismos golpes con que le replicaba, consiguieron que Kürten, satisfecho el instinto, no tuviese necesidad de las tijeras y de derramar sangre.

La siguiente fue Gertra Han. Kürten trabó relación con ella en la Königsallee. Salieron un viernes, y además día 13, pero a pesar del presagio la aventura les salió bien a los dos. Gertra Han fue a la jefatura de policía e hizo las siguientes declaraciones:

«El hombre se me presentó como un tal Franz Becker que trabajaba como obrero en la construcción. Lo encontré muy agradable. Me invitó a tomar un café y fuimos a pasear por un parque. Eran entre las diez y las once de la noche, pero aún pasaba mucha gente. De repente empezó a ponerse pesado. Trató de levantarme la falda y yo le solté un bofetón, y él me replicó con un fuerte puñetazo en la boca. «¿Así me agradeces el haberte invitado?», me dijo. Yo tenía los labios hinchados y me salía sangre de la boca y de la nariz. De pronto, me estrechó entre sus brazos y me lamió la sangre de la cara. Quiso que siguiese con él, pero yo me fui corriendo. Cuando ya estaba lejos, me gritó: «Puedes felicitarte porque no estamos solos en el parque.»»

*****

El día primero de mayo a medianoche descargó una gran tormenta sobre la ciudad. Charlotte Ulrich, una ladrona de oficio buscada por la policía, se dirigía a la estación para coger el tren que iba a Duisburg. Kürten la invitó a cerveza, y aceptó para guarecerse de la lluvia, pero se negó a ir con él a su casa. Entonces Kürten le aconsejó que buscara un alojamiento para aquella noche, pues la muchacha había perdido el tren. Y se ofreció para acompañarla, llevándola en dirección al valle de Grafenberg, pero inesperadamente la tiró contra un banco. Charlotte Ulrich se defendió enérgicamente, y vio que él se desabrochaba el abrigo y buscaba febrilmente en uno de sus bolsillos. En el acto recibió un golpe en la cabeza y notó que le caía sangre por la cara. Se llevó las manos a la cabeza y sintió otro golpe en la sien derecha…. cayendo desvanecida. Cuando volvió en sí, vio que estaba sola. Tenía las manos hinchadas y le salía mucha sangre de la cabeza. Con su ropa interior se hizo una venda para la frente, y tambaleándose anduvo unos pasos, viendo entre el arbolado una luz no muy lejos.

Llegó a la parada del tranvía y pidió auxilio al primer hombre que vio, que le aconsejó que fuera a la policía, pero esto no interesaba a Charlotte Ulrich, y entonces el desconocido la llevó a casa de unos amigos, con quienes se quedó durante unos catorce días. No llamaron a ningún médico, pero le curaron las heridas de la cabeza.

Más tarde, cuando la policía la detuvo, vieron que tenía en la cabeza roturas interiores a causa de los martillazos con que la derribó Kürten.

El mismo día en que Charlotte Ulrich abandonaba la casa de sus protectores, estaba en la estación de Düsseldorf una rubia de ojos ligeramente oblicuos que sonreía a un hombre. El drama se aproximaba a su fin. Un drama que parecía un fantástico juego de torpezas. Todos los actores, empezando por el propio Kürten, se comportaban como marionetas manejadas por una mano inexperta.

La estación de Düsseldorf era un lugar muy apropiado para que campase la chusma. Por allí pululaban criminales, holgazanes, profesionales del delito, eventuales prostitutas… Y allí se hicieron amigas una muchacha de servicio que estaba sin empleo y una tal señora Brückner, quien le prometió a la criada alojamiento para aquella noche, pero la señora en cuestión, a las ocho de la noche, hora que habían convenido, no aparecía. María Butlies, que así se llamaba la sirvienta, dudaba de si ir a la dirección que tenía en el bolsillo o seguir esperando. En aquel momento sus ojos volvieron a tropezar con aquel desconocido, quien hacía unos momentos le sonrió, y él se le acercó, empezando la conversación.

El hombre era muy amable y le ofreció encontrarle una habitación para aquella noche.

-La llevaré a casa de mi hermana -le dijo-, y allí podrá pasar la noche.

Por el camino siguieron charlando y atravesaron el parque municipal, donde él intentó besarla, pero en el mismo momento la pareja fue interrumpida por un hombre de buen porte que se encaró con él en tono áspero.

-Soy policía. Les vengo observando desde la estación, y creo que usted molesta a esta muchacha.

El individuo que había ofrecido alojamiento a la Butlies murmuró unas palabras acerca de su inofensivo paseo y se despidió.

El policía le dijo a la perpleja muchacha:

-Tengo que advertirla. ¿No sabe usted que en esta ciudad hay un criminal que se dedica a perseguir muchachas? Vaya con cuidado, jovencita.

La Butlies seguía perpleja, y el policía se ofreció para acompañarla. Retrocedieron y atravesaron otra vez la ciudad. Pasaron por delante de la estación y María no tenía ni idea de dónde se encontraba, pero la última calle que acababan de dejar era la Mettmanner. Allí, en el tercer piso de una casa con amplias ventanas, vivía su protector, junto al desván. Lo apropiado para un agente de la policía.

María Butlies era, desde luego, tonta, pero inofensiva. Y en cuanto a hombres ya no tenía nada que aprender. Se comió los bocadillos de embutido que le preparó él mientras escuchaba sus requiebros, y esperaba que de un momento a otro quisiera cobrarse.

Las cosas se desarrollaron como María había sospechado, pues apenas se comía el último bocado, el hipócrita protector varió de proceder. Ella se dejó besar y acariciar, pero cuando él se puso más exigente, ella le preguntó si no sabía de algún alojamiento para ella. Asombrada, vio que él no trataba de seguir con su besuqueo, sino que en seguida le ofreció llevarla a un hogar para huérfanas llamado Betania que había en el valle de Grafenberg.

Se había hecho muy tarde, pues eran más de las once cuando subieron al tranvía, y el policía, lo que él siempre deseó ser, fue otra vez la amabilidad en persona. No paró de hablar durante el trayecto, pero la Butlies estaba tan agotada que ni siquiera le oía. Intencionadamente, él le preguntó si se acordaba de la dirección de su casa, y ella respondió que la había olvidado.

La circunstancia de que en el mismo tranvía iba un conocido de Kürten, quien recordaría después haberlo visto con la Butlies, hizo que dudase si abandonar a su presa; no obstante, la llevó hasta el valle de Grafenberg, y al llenar al Monte de los Lobos no pudo resistir más y se echó contra ella. La muchacha se defendió con todas sus fuerzas, y él intentó ahogarla hasta casi hacerle perder el conocimiento.

«Finalmente la cogí por la nuca, obligándola a levantar la cara -declaró Kürten, refiriéndose a la Butlies-; la besé y le pregunté si sería más obediente. Y lo fue, sin negarse a lo que quise, pero la lucha sostenida con ella me irritó, y la acompañé hasta la parada del tranvía y volví a la ciudad por otro camino.»

El 17 de mayo la Butlies escribió a la señora Brückner, la conocida de la estación, diciéndole que todavía seguía sin encontrar un dormitorio. También le explicaba sus «aventuras», las cuales «estuvieron a punto de costarle la vida».

La letra de la Butlies era irregular y torcida, como la de un niño, aunque el sobre estaba muy bien escrito. El cartero, distraído y sin fijarse bien en la dirección, dio la carta a una tal señora Brüggemann, que también vivía en la Bilkerallee, como la señora Brückner.

Si la carta dirigida por la Butlies a su conocida de la estación hubiese llegado a su destino, no era probable que hubiese llegado a la policía, pero la señora Brüggemann la llevó inmediatamente al primer puesto de policía.

Lo que María Butlies escribió se cotejó con las declaraciones de otras mujeres atacadas, y el sitio donde se perpetraron los ataques y el método que se seguía indicaban que se trataba del mismo criminal.

La policía buscó activamente a esa María Butlies, que tantos informes podía dar. Cuando se consiguió dar con ella, la interrogaron durante horas, y ella no se cansó de hablar, halagada ante la importancia que daban a su persona.

-Por un bocadillo quería que me acostase con él… Al principio se portó correctamente, y espantó al hombre que me acompañaba, y me hizo coger miedo con lo del criminal de Düsseldorf…, ¡y luego intentó matarme!

-¿La obligó a actos sexuales?

-Oh, eso no valió la pena -contestó ella, experta en ese campo-; para mí fue como si nada.

Sus informes fueron extensos y detallados, pero lo único que no sabía con exactitud era la vivienda de su agresor.

-Creo que está cerca de la estación, pero no estoy muy segura; yo no conocía mucho la ciudad, y era muy oscuro. Quién piensa en esos momentos en fijarse en la dirección…

Dos policías acompañaron a María Butlies a la calle que ella vagamente recordaba y se pasearon durante algunas horas arriba y abajo, pero sin resultado.

Días después se acordó la muchacha de que había leído aquella tarde la placa de la calle, que decía Mettmanner Strasse. Acto seguido se dedicó a buscar esa calle. ¿Fue en esta casa o en aquélla? A cada momento se encogía de hombros, desconcertada. Finalmente, se acercó a la casa número 71, aunque no estaba muy segura, pero subió al primer piso, en el que vivía la señorita Wimmer. Y mientras las dos hablaban en el primer piso, se abrió la puerta de la vivienda del tercero y salió Kürten con un cubo, yendo a buscar agua al lavabo, y metiéndose en seguida otra vez dentro.

-¿Es ése el hombre que usted busca? -preguntó la señorita Wimmer, algo alterada.

-No lo sé -dijo María Butlies-; no estoy muy segura, y creo que no lo es.

La señorita Wimmer fue de otra opinión. Escribió en un papel el nombre de Peter Kürten y le dijo a la muchacha que era un hombre capaz de todo.

La Butlies dio el papel a la policía, y ahora estaba segura de que la casa de la Mettmanner Strasse era la que buscaban, pero en cuanto a Kürten, ya no lo estaba tanto, pues ella no lo había reconocido.

*****

En una de sus confesiones, dijo Kürten:

«El miércoles veintiuno de mayo vi desde la baranda de la escalera a una mujer acompañada de un policía. Creí que era la Butlies, pues es fácil de reconocer: rubia, ojos vivos y piernas bien hechas. Observé que miraba mucho, y luego salió de la casa con el policía. Al poco rato la volví a ver, hablando con la señorita Wimmer en el pasillo. Ella me miró, y tuve la seguridad de que me había reconocido.»

Kürten llevaba algunas semanas sin trabajo, y se metió en el bolsillo la libreta de ahorros de su mujer y se fue a sacar ciento cuarenta marcos, paseando después todo el día; por la tarde fue a buscar a Augusta donde trabajaba.

«Le dije a mi mujer que yo tenía que abandonar rápidamente la casa. Le expliqué la historia de la Butlies, pero a medias. Le dije que posiblemente ella quisiera fastidiarme debido al despecho y quizá me denunciase a la policía, lo que podría ser peligroso por mis antecedentes penales. Después de decirle eso, insistí en abandonar la casa.»

Augusta le dejó marchar. Kürten vagó durante toda la noche de un lado a otro de la ciudad. Estaba inquieto. Muy de mañana volvió a su casa y recogió un par de prendas de vestir y dejó preparada la maleta. Aquella noche durmió en su casa, y el día siguiente no salió a la calle, pero se había tranquilizado.

La policía le dio tiempo. La justicia de Düsseldorf no tenía sólo una venda en los ojos, sino también pies de plomo.

En la mañana del veintitrés de mayo se presentaron en la casa de la Mettmanner Strasse los agentes de la brigada de lo criminal Fütterer y Struck. Llamaron insistentemente en la puerta de los Kürten, pero nadie contestó. Fueron al café donde Augusta trabajaba en la limpieza y volvieron a la casa con ella.

Los policías explicaron a Augusta el accidente con María Butlies, y registraron el armario y la cómoda donde Kürten tenía guardadas sus cosas, pero no encontraron ni rastro de ropa suya. Sonsacaron a Augusta para que les dijese dónde estaba él en aquellos momentos, y ella les dijo que seguramente en el Ministerio de Trabajo, donde debía ir aquella mañana.

La policía dejó para el presunto asesino Peter Kürten una orden de comparecencia en la Jefatura Central de Policía.

Kürten estaba en la acera de frente a su casa cuando los policías salieron a la calle. Esperó unos segundos hasta que los vio desaparecer. Subió en seguida, y vio la citación de la policía y Augusta le dijo que los agentes habían salido para el Ministerio de Trabajo, donde ella les informó que había ido. Augusta le conminó para que abandonase inmediatamente la casa.

-Lo más seguro es que vuelvan. No quiero que te encuentren aquí.

Pero ella aceptó esperarle en el parque a las dos y media.

-La policía me aseguró que tú atacaste a esa mujer.

Kürten calló.

-Te has metido en alguna dificultad, ¿verdad? -preguntó Augusta.

Kürten se fue hacia la puerta y sin volverse casi gritó:

-¡Sí; yo lo he hecho todo!

Se encontraron, como habían convenido, a las doce y media en el parque. La conversación que tuvieron duró horas, yendo de un extremo a otro del parque, sin pensar más que en sí mismos, ajenos a todo lo que los rodeaba. Luego llegaron a la orilla del Rhin, y anduvieron kilómetros y kilómetros, hasta que atardeció. Finalmente regresaron a la ciudad donde estaban ya encendidas las farolas.

Augusta estaba anonadada, y no encontraba ninguna palabra de compasión. Su amor había muerto en pocas horas. Cuando se aproximaban a su casa, el reloj de la torre de la iglesia de san Vicente señalaba las once de la noche. Era ya demasiado tarde para todo…

Cuando por la mañana se había encontrado con su marido, ella sólo sabía lo del ataque a María Butlies. Luego, paso a paso, él fue explicándole a su manera todo lo demás. Le habló solamente del caso Schulte, pues él sabía que ella no murió. Le dijo patéticamente que aquel hecho significaba para él una larga condena, una separación para muchos años, quizá para siempre.

Pero Augusta estaba ya cansada de todo, y su respuesta dejó perplejo al hombre.

-¿Y qué será de mí? -dijo, volviéndose irritadamente hacia su marido.

Todo su cuerpo temblaba de indignación. Hablaba atropelladamente de sus años perdidos, de que ya tenía cincuenta; de su vida futura, ahora que ya se sentía acabada y deshecha.

«No pude tranquilizarla, dijo Kürten más tarde. Ella se enfurecía cada vez más. Sólo hablaba del miserable cuadro que se le presentaba, todo pobreza y soledad.»

Su desesperación no era, considerada desde un plano completamente objetivo, propia de una mujer cariñosa, ni, por lo menos, compasiva. Antes de que Augusta perdiese la serenidad, él estaba convencido de tenerla todavía en sus manos, y trataba de tranquilizarla, de consolarla. Al mediodía entraron en una fonda, y Augusta no comió nada. Luego reemprendieron su abrumador camino. En pocas horas, Kürten se había convertido en un hombre acabado, con los ojos enrojecidos.

-¿Has encontrado ya alojamiento?

-Sí, he alquilado una habitación y he dado un nombre falso.

-Todo es inútil -dijo Augusta, con tono cansado-; lo mejor sería suicidarse. Acaba de una vez contigo. Yo también me mataré. ¿Qué puedo esperar ya de esta vida..?

Ella siguió hablando de su triste futuro.

-La policía volverá, ¿y qué pasará? Te buscarán, te hallarán y te meterán en la cárcel.

De pronto se detuvo, y encarándose con él, le preguntó: -¿Qué has querido decir esta mañana cuando has dicho «Yo lo he hecho todo»?

Kürten llegaba al final de sus fuerzas.

-Júrame que no me traicionarás -dijo, cogiéndole un brazo.

Ella levantó con cansancio la mano y juró.

-¡Si rompes tu palabra, haré, contigo lo que hice con las otras!

-¿Con las otras? -preguntó Augusta perpleja.

-¡Soy el asesino de Düsseldorf!

Allí, en la orilla del Rhin, en el cañaveral donde atacó a la Schulte y mató a la Dörrier, le hizo su gran confesión. Describió a Augusta detalladamente cómo y dónde llevó a cabo los hechos. Augusta supo de tijeras, de martillo y de puñal. Estaba aterrorizada, y gritó:

-¡No, no puede ser!

Kürten citó todos los nombres, empezando por el de Cristina Klein. Ya no podía callar; necesitaba hablar y gritarlo a los cuatro vientos. Le reveló los delitos del mes de febrero, los del verano anterior: Ohlinger, Scheer, Hahn, Leuzen, Hamacher, Schulte, Reuter, Dörrier, la pequeña Albermann…

-¿Tú has hecho eso?

-Sí.

-¿También los inocentes niños?

-Sí.

-¿Por qué lo hiciste?

-No lo sé; es algo que puede más que yo.

Su confesión duró horas. Se acercaba la noche, y Augusta quería irse a casa.

Desesperadamente buscaba él la ayuda de Augusta.

-Por favor…, no te vayas, quédate, Augusta; hoy he llorado por primera vez en mi vida. ¡No me dejes solo, te lo suplico; escúchame…!

La salvaje crónica prosiguió. Incendios, ataques, estrangulamientos, apuñalamientos o martillazos. Le dijo también que hacía catorce días que había vuelto a la tumba de la Hahn, que de joven había echado a dos compañeros de la escuela al agua sólo para ver cómo se ahogaban.

Augusta dijo más tarde:

«Era como si tuviera que hablar aunque no quisiese. Jamás le había visto en aquel estado. Parecía un demente.»

Después de todo lo que le confesó a su mujer, no pareció que estuviese más calmado. Era ya de noche y emprendieron el camino de su casa.

En las declaraciones de Kürten aparece lo siguiente:

«Mi mujer volvió a insistir en que me suicidase; sólo así recobraría ella la tranquilidad, me dijo con el mayor desespero. Entonces se me ocurrió una idea. Le dije que sólo tenía que ir a la policía a denunciarme para que la recompensa que ofrecían por mi captura fuese para ella. Serían quince mil marcos.»

Pero no era probable, pues la recompensa la cobraría seguramente María Butlies.

El estado de ánimo de Augusta en aquellos momentos era alarmante, por los celos que aún sufría, por su miedo al futuro… Es difícil penetrar en los sentimientos de una mujer en aquellas condiciones. Ella pensaba que lo mismo si huía que si lo detenían, lo había perdido para siempre. Su destino era la soledad que le esperaba.

Al despedirse, él le dijo:

-Si quieres verme por última vez, ve mañana a las tres a la Rochuskirche.

Kürten nunca se había confiado a nadie; la primera confidencia de su vida fue para Augusta.

Quince meses después de incontables errores y negligencias de la policía, hasta dejar que pasara el plazo de la citación para que se presentase Kürten, se empezaron a tomar enérgicas medidas, haciendo lo que ya se debió hacer desde el principio. Se confrontaron las declaraciones de los testigos y se tomaron en consideración los antecedentes penales de Kürten, quien de los cuarenta y siete años de su vida, había pasado la mitad entre rejas, y la mayoría de sus condenas se debieron a la perpetración de actos bestiales. Se llevaron toda la ropa que Kürten tenía todavía en su casa, para revisarla en el laboratorio. A Augusta la detuvo la policía, conduciéndola a la comisaría, y después de declarar se la tuvo en prisión preventiva.

Al día siguiente, 24 de mayo de 1930, había en los alrededores de la Rochuskirche unos veinte agentes de policía, repartidos entre las torres de la iglesia y las casas vecinas. Augusta había dicho:

-Me acercaré a él y le daré la mano.

Su indicación era innecesaria, pues la policía tenía ya muchos retratos de Kürten.

Era domingo y las calles estaban muy animadas. Cuando el reloj señalaba las tres en punto, Kürten pasó mezclado con los transeúntes, y Augusta se le acercó con la mano tendida. Uno de los que vieron la escena dijo lo siguiente:

«De todas partes salieron policías y rodearon a la pareja cuando estaba frente a la Rochuskirche. Uno de los policías que tenía a mi lado dijo: «Ya tenemos al asesino de Düsseldorf.» En seguida empezó a agolparse la gente.»

Kürten estaba sitiado, y el comisario Fritz Reibel se le acercó encañonándole con el revólver.

-No llevo armas -dijo Kürten con voz tranquila.

No ofreció resistencia alguna y se lo llevaron a la comisaría, donde se le tomó declaración inmediatamente. Kürten lo confesó todo. No obstante, la policía actuaba con mucho tacto, pues la población estaba muy alterada por sus continuas equivocaciones, por lo que todo el mundo desconfiaba. Una hora después de la detención se revisaban uno a uno los sitios donde atacó Kürten, y se le obligó a reconstruir las escenas. Desde los primeros momentos se fueron acumulando las pruebas de su culpabilidad, viendo que no se trataba de un fanático, como en el caso Stausberg. Kürten precisó particularidades que solamente el auténtico asesino podía conocer. Sorprendía que fuese tan explícito, tan comunicativo. Dijo sin que le costase declararlo que su meta principal era la de cometer crímenes y más crímenes y tan terribles como le fuese posible.

«El mundo se quedará asombrado cuando sepa todo lo que yo he sido capaz de hacer.»

Cuando la policía y él terminaron las macabras reconstrucciones, lo condujeron otra vez a la Jefatura de Policía. Allí le esperaban María Butlies y Gertra Schulte, y él palideció al verlas. Luego empezó el interrogatorio.

El sumario duró meses, pero Kürten no perdió la serenidad en ningún momento. Muchos médicos lo tuvieron en observación, estudiando su estado psíquico. Ni una vez se resistió a contestar, lo mismo a los médicos que a la policía y que a los jueces.

El juez instructor, doctor Hartel, deseaba presentar al fiscal un completo informe sobre el caso, y cuando la policía y los testigos no pudieron aportar más detalles, fue Kürten quien reveló lo que nadie hubiera descubierto, como el escondite donde guardaba los relojes de pulsera y el anillo de sus víctimas, a pesar de los innumerables registros hechos en la casa de la Mettmanner Strasse, y también dijo el sitio, cerca del pabellón de deportes Fortuna, donde escondió otros martillos para futuros ataques. Después de estas declaraciones, el sumario ya no ofrecía dificultades.

Sin embargo, hubo algunos extremos que Kürten rechazaba. Para él, la culpa de su derrumbamiento psíquico se debía exclusivamente a su mujer. Ella le había traicionado. Otro de los extremos a los que se agarraba tenazmente era su seguridad de que sus crímenes obedecieron a su deseo de vengarse de la sociedad, a la que tanto odiaba. La sociedad, según él, siempre lo había tratado como a un paria.

Más tarde, ya ante el tribunal y refiriéndose a su hundimiento moral y psíquico, dijo: «Llega un momento en que el delincuente no puede seguir más.» Después hizo otra confesión: «El verdadero motivo que me impulsaba fue mi relajamiento sexual.»

Estas declaraciones se ajustaban a la verdad, pues el instinto sádico de Kürten, era irrefrenable. Los legajos de actas crecían, pero el curso del sumario no ofrecía dificultades, hasta la mañana del día 27 de junio de 1930, en que Kürten repentinamente se retractó en sus confesiones, sosteniendo que sólo provocó los incendios y cometido aquellos atropellos en que hirió levemente a sus víctimas, pero de ningún modo los crímenes con ensañamiento que se le atribuían.

¿Intentaba Kürten un último esfuerzo para salvar la cabeza? Sin embargo, muchas veces había afirmado que prefería la pena de muerte a la cadena perpetua, pues la libertad le llegaría cuando ya sería muy viejo.

Pero en el mes de agosto volvió a declarar, rectificando sus últimas confesiones y declarándose culpable de todos los delitos que se le imputaban. Y el sumario volvió a adelantar sin mayores tropiezos

*****

Kürten, en su celda, se dedicaba a escribir sus impresiones; se le veía tranquilo y no se quejaba nunca. Sin embargo, sus carceleros lo miraban con desprecio.

El doctor Alex Wehner, eminente abogado, se encargó de su defensa.

Kürten preguntaba siempre por su mujer, queriendo saber cómo se la había tratado y si había percibido la recompensa prometida. Al llegar las Navidades envió felicitaciones a sus jueces y al presidente del Ministerio de Justicia. Se mantenía en forma. Se debía esperar, pues, un proceso en el que ya de antemano se sabía la sentencia, por lo que no producía un gran impacto en la opinión pública. Pero la práctica demostró lo contrario; lo inevitable resulta más dramático precisamente porque no se ignora la sentencia inexorable.

Un proceso por crímenes monstruosos, en el que el acusado no tiene posibilidad alguna de salvación, ejerce sobre la masa la misma fascinación que una corrida de toros, en la que el animal puede defenderse, pero debe dejar la vida en el ruedo.

Düsseldorf no poseía una sala de audiencias que fuese lo suficientemente grande para la enorme expectación que despertó el proceso de Kürten. Por esa razón, se habilitó el pabellón de gimnasia de la residencia Schupo, y para estructurar dignamente el marco donde se vería el juicio, se reedificó el atrio y parte de la sala, llamando albañiles, carpinteros y pintores. Derribaron algunas paredes y todo olía a pintura fresca. La tribuna de los jueces era de madera de roble. Todo en honor de Kürten, aquel desdichado que había nacido en un cuchitril y que, lo mismo que sus diez hermanos, nunca pasó de una vida de privaciones. Para su patológica vanidad, aquello debió halagarle como si le concediesen una extraordinaria personalidad. Tribuna de roble, paredes nuevas, decoración nueva… Sus hermanos, sus padres, sus condiscípulos y sus compañeros de trabajo seguían siendo desconocidos, sujetos ignorados, pero él era observado por el mundo entero, elevado a la más trágica fama.

Al proceso acudieron más de noventa corresponsales extranjeros, y en la tarde anterior al juicio se concentraron centenares de personas dispuestas a pasar la noche en la calle, para poder tener sitio en la sala. Durante las primeras horas de la mañana era ya tal el gentío, que la policía tuvo que intervenir para evitar aglomeraciones y desórdenes.

En el juicio, que comenzó el 13 de abril de 1931, el tribunal estuvo formado por los siguientes letrados: el presidente del Tribunal Supremo, Rose; dos consejeros del juzgado de primera instancia y seis miembros del jurado. Las acusaciones las llevaron el fiscal doctor Eich y el consejero fiscal Jansen. El defensor fue el doctor Alex Wehner.

Entre el público no solamente había muchos abogados y eminentes psiquiatras, sino también numerosas mujeres, deseando ver al temido asesino de cerca y sin ningún peligro.

Kürten apareció, como siempre, impecable, con un traje oscuro y el cabello cortado al rape.

La acusación comenzó. Cuarenta incendios, nueve casos de muerte y varios de asesinato frustrado eran el trágico balance presentado ante el tribunal.

El doble crimen cometido por Kürten a los nueve años, asesinando a dos muchachos a quienes ahogó, no entró en la acusación por considerarse que a esa edad se está exento de responsabilidad criminal.

A la pregunta que le hizo el tribunal respecto a si se consideraba culpable de los hechos que se le imputaban, respondió con voz humilde:

-Sí.

Cuando se le preguntó sobre su juventud, Kürten vaciló. Trató un par de veces de comenzar por el principio, pero hablaba incoherentemente.

«Nací en Colonia-Mühlheim. Mi padre era un borracho empedernido, un hombre violento. Sus palizas eran tremendas. Mi infancia fue un continuo martirio … »

El proceso iba por buen camino.

Al día siguiente sólo se autorizó la presencia de los médicos y los abogados, pues la vida sexual del acusado sería tema de debate. Sólo se admitieron dos docenas de periodistas.

El tercer día empezó el desfile de testigos, desde el comisario que detuvo a Kürten hasta la infeliz María Butlies, cuyas necedades y locuacidad aburrieron al tribunal, por lo que se la interrumpió a menudo y se abrevió lo posible su declaración.

Las mujeres que habían escapado con vida de las manos de Kürten desfilaron una tras otra. El público aguardaba en vano ver a la mujer de Kürten. Augusta atravesaba una terrible crisis nerviosa y hubo que internarla en un hospital. Había solicitado el divorcio, y se le acababa de conceder. Dado su delicado estado de salud, se evitó el molestarla, por lo cual no se la citó a declarar.

Los jueces deliberaban. Kürten, sentado en el banquillo de los acusados, permanecía con los ojos bajos, mirando al suelo.

Se presentaron pruebas. Los dos relojes de pulsera, el anillo, ropas manchadas de sangre, armas homicidas, cabezas destrozadas, cuerpos apuñalados… Los grafólogos demostraron que los anónimos enviados a la policía los escribió Kürten.

Cuatro médicos, los doctores Karl Berg, Sioli, Hübner y Raether, entregaron al tribunal cuatro largos estudios sobre la mentalidad del procesado. Los cuatro coincidían en numerosos puntos.

«La pasión de Kürten se manifestó desde muy joven, con todos los síntomas del sádico. Sus hechos fueron perpetrados en cierto modo como una venganza contra el género humano, pero con plena facultad de los sentidos. Queda demostrado que él padecía una cierta anormalidad psíquica, la cual se manifestó en su extremadamente activa fantasía, con abierta tendencia a la crueldad.»

A pesar de todo, estas consideraciones no anulaban su responsabilidad, y no se le pudo aplicar el párrafo 51, dedicado a estos casos.

El degradado sexual puede, lo mismo que un hombre normal, reprimir sus instintos o sus impulsos.

Cuando las declaraciones de los testigos llegaron a su fin, el presidente del tribunal le preguntó si estaba arrepentido de sus crímenes.

Kürten: «Puedo asegurar que he sido víctima del bajo ambiente en que nací. Mi infancia fue muy triste, y me asusta pensar en el terrible estado moral en que entonces me encontraba.»

Presidente: «Su respuesta no se atiene a mi pregunta. Quisiera saber si usted, después de cometer sus crímenes, sintió alguna clase de arrepentimiento.»

Kürten: «Realmente, no.»

El fiscal, doctor Eich, comenzó su discurso con estas palabras: «Sin duda alcanzó la meta que se había propuesto, la de ser el rey de los criminales sexuales.» Y terminó con estas otras: «Si un criminal se ha ganado la pena de muerte, sin duda es éste.»

Se pidió la pena de muerte por asesinato, violación, impúdicos actos e intentos de asesinato.

El doctor Wehner, su defensor, vio desde el primer momento la inutilidad de sus esfuerzos. No tenía ninguna probabilidad de vencer, pero elaboró su defensa con el mayor ahínco. Entre muchas otras cosas, sostuvo que si se creía en las confesiones del acusado, también se le debía creer cuando hablaba de su estado anímico, pues obró, en la mayoría de los casos, sin propósito determinado y bajo una irrefrenable excitación.

«La culpabilidad humana no hay que medirla por lo terrible de los hechos. Lo que judicialmente es tenido como culpable, visto desde el lado humano, es simplemente suerte o destino.»

Le llegó el turno a Kürten. Cuando él habló, el silencio de la abarrotada sala fue absoluto.

«No intento disculpar mis hechos, y estoy dispuesto a sufrir las consecuencias, pero creo tener derecho, a que se me crea. Mis declaraciones las he hecho voluntariamente y no he ocultado nada; y aseguro que mis víctimas no se me resistieron; es más, me seguían voluntariamente, incluso cuando yo insistía en ir por sitios oscuros. Suele ser siempre así, pues la mujer va a la caza del hombre…»

Presidente, interrumpiéndolo: «Limítese usted en sus comentarios.»

Kürten: «Bien; entonces sólo me resta decir que estoy dispuesto a expiar mis culpas. No tengo miedo a la muerte, pero sí a los terribles tormentos de esperarla, a esos instantes que preceden a su llegada. Les ruego que no tarden en cumplir la sentencia, pues así mi muerte será menos cruel. ¡Señor juez, le ruego que sea usted benevolente!»

El jurado se retiró a deliberar, y una hora después dictó la sentencia al tribunal.

Wehner: «La sentencia no es en modo alguno sorprendente ni para mí ni para el acusado. Ya antes hemos hablado él y yo sobre esto muy detalladamente. Kürten quiere aceptar el fallo, sabe que es el producto de una madura reflexión.»

Presidente: «¿Acepta usted la sentencia, acusado?»

«Sí.»

Cuando Kürten fue llevado fuera de la sala, el público se levantó para verlo desaparecer.

Un actor había acabado su actuación.

*****

Tras la conclusión de este proceso, volvió a entablarse la lucha que en Alemania hacía ya tiempo se había entablado entre los partidarios y los detractores de la pena de muerte.

El caso Kürten representaba para ambos partidos un ejemplo apropiado para su teoría. Kürten renunció a todo derecho de apelación contra la sentencia y si conservaba alguna esperanza, la disimuló. Exteriormente se mostró distanciado, como si no se tratara de su propia vida. Al profesor Berg, en quien confiaba ciegamente, le dijo:

«No se conseguirá nada con mi ejecución, pues la sangre que yo he derramado no se puede limpiar con mi sangre. Esto no es más que un acto de venganza de la sociedad humana.»

Después dijo:

«Si me dejaran hoy en libertad, no puedo garantizar que no volviera a repetir lo que hice.»

La última pregunta que le hizo al profesor Berg fue si él vería que manaba la sangre de su cuerpo cuando le cortasen la cabeza. Esto sería «el placer de los placeres».

En la misma semana, mientras Kürten esperaba en la prisión de Düsseldorf-Derendorf la decisión del Ministerio de Estado, un periódico publicaba esta breve noticia:

«Según una información oficial, la señora Augusta Kürten debe recibir como recompensa la cantidad de nueve mil marcos.»

Como es costumbre, no se le comunicó al preso el día de su ejecución y se hicieron los preparativos para el cumplimiento de la sentencia.

La prisión de Düsseldorf no tenía ningún patio que se pudiera habilitar para la guillotina, y el miércoles día uno de julio, a las tres de la tarde, Kürten fue trasladado a la prisión de Klingelputz, de Colonia. Él no sospechaba que era su último viaje. A última hora de la tarde llegó a la prisión el fiscal doctor Eich, quien le dijo a Kürten que eran inútiles las peticiones de indulto: sería ejecutado a la mañana siguiente.

Durante un largo rato Kürten estuvo perplejo. Luego pidió que llamasen al cura de la prisión y al padre franciscano Albrecht, de Düsseldorf, y pidió que le dejasen oír misa. Deseaba escribir algunas cartas. Aquella noche comió filete a la vienesa. Al fin llegó la noche, que encontró larguísima y que en realidad fue muy corta.

Los dos sacerdotes y su abogado siguieron a su lado, pareciendo que su presencia lo tranquilizase. Escribió varias cartas. ¿Arrepentimiento? ¿Corrección? Cartas a los familiares de sus víctimas: María Hahn, Elizabeth Dörrier, Gertra Albermann, Rosa Ohlinger, Cristina Klein, Ida Reuter, Rudolf Scheer, Luisa Linsen y Gertrudi Hamacher. También escribió a Anni Goldhausen y a Gertra Schulte. En cada carta sólo unas palabras, un par de frases. Cortas líneas, copiándose, y pidiendo perdón por sus crímenes. «No sabía exactamente lo que hacía, pero mi muerte me ayudará a expiar mis delitos.»

Finalmente, escribió la última carta:

Colonia, 2 de julio de 1931

Mi querida Augusta:

En estos momentos estarás en Leipzig (El abogado defensor y el juez instructor le buscaron un empleo en Leipzig. En aquella ciudad vivía el hermano de Augusta). Sí, así es…. querida; yo mismo me he cavado mi fosa. Ahora son las tres de la madrugada; a las seis aproximadamente acabaré de expirar. ¡Querida Augusta…! Ha sido todo terriblemente pesado, sobre todo las últimas horas. He de agradecer al padre Albrecht, al abogado Wehner y a otros señores de aquí, de Colonia, que me hayan hecho mis últimos momentos menos pesados, más soportables. Me han consolado mucho.

Querida Augusta, esta noche he escrito también a los familiares de las víctimas, rogándoles su perdón. Querida, a ti también te pido que me perdones todo el daño que te he hecho. Que Dios no te abandone nunca. Les ruego también a tus familiares que me perdonen y les envío un último saludo.

¡Augusta querida, reza por mí! En el cielo nos veremos de nuevo.

Kürten estuvo despierto toda la noche. A las cinco oyó misa, confesó y comulgó. Media hora más y todo habría terminado. Se le preguntó si deseaba alguna otra cosa. ¿Qué podía pedir él…? ¿La vida? La pregunta era obligada por la ley, como un rito, y la respuesta también fue la de ritual. Kürten murmuró: «No.»

Le ataron las manos a la espalda y lo llevaron al patio.

La guillotina regía en Alemania desde los tiempos de la Revolución francesa. El verdugo de Magdeburg estaba dispuesto.

Kürten parecía emplear sus últimas fuerzas, pero no se desplomó.

En el patio había un grupo de hombres vestidos de negro.

Kürten subió los peldaños del patíbulo.

Asistieron a la ejecución varios miembros de la audiencia, el fiscal doctor Eich, un consejero ministerial de Berlín, el presidente del jurado y, como la ley ordenaba, doce ciudadanos sin antecedentes penales, de la ciudad de Colonia.

 


MÁS INFORMACIÓN EN INGLÉS


Uso de cookies.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies.

ACEPTAR
Aviso de cookies