
The Casanova Killer
- Clasificación: Asesino en serie
- Características: Violador
- Número de víctimas: 35
- Fecha del crimen: Julio - Noviembre 1974
- Fecha de detención: 17 de diciembre de 1974
- Fecha de nacimiento: 14 de abril de 1946
- Perfil de la víctima: Hombres, mujeres y niños
- Método del crimen: Estrangulación - Arma de fuego
- Lugar: Varios lugares, Estados Unidos (Alabama), Estados Unidos (Connecticut), Estados Unidos (Florida), Estados Unidos (Georgia), Estados Unidos (Nevada), Estados Unidos (Ohio), Estados Unidos (Texas), Estados Unidos (Virginia)
- Estado: Murió tiroteado por la Policía el 18 de diciembre de 1974
Paul John Knowles
Última actualización: 15 de marzo de 2015
Entre el 26 de julio y su detención el 17 de noviembre de 1974, vagabundea, asesina y viola a treinta y cinco personas. Al día siguiente de su captura, un agente del FBI lo mata cuando trataba de huir.
El asesino guapo
Una enfermera descubre los cadáveres mutilados de su marido y de su hija. Se produce entonces una masiva búsqueda policial. Ese mismo día, una chica vendía una grabadora a un apuesto joven que salía hacia Atlanta.
La mañana del 6 de noviembre de 1974 era agradable, pero más bien fresca. El aire otoñal tonificaba el rostro de la señora Carr mientras conducía hacia su casa, en Milledgeville, capital del condado de Baldwin, en Georgia (Estados Unidos). Había terminado su turno de noche en el hospital de la localidad donde trabajaba como enfermera. Y llegaba a tiempo para preparar el desayuno de su marido, Carswell, y de su hija de quince años, Mandy. La señora Carr aparcó en el garaje de dos plazas, recorrió un pequeño sendero que conducía hasta la casa y entró en ella.
El espectáculo con que se encontró la dejó horrorizada. La vivienda, siempre limpia y ordenada, aparecía totalmente saqueada: muebles y adornos volcados, y cortinas y tapicerías hechas jirones. Aterrada, entró en el dormitorio principal. La cama estaba sin deshacer. Buscó a su marido en el despacho, donde a veces dormía en un diván.
Y lo encontró allí, pero no precisamente dormido. Yacía boca abajo, desnudo y con las manos atadas a la espalda. Tenía el cuerpo cubierto de sangre. La señora Carr no tuvo que recurrir a sus conocimientos de enfermera para saber que su marido estaba muerto: era obvio. Temiendo por su hija, se precipitó al dormitorio de ésta. Mandy estaba en la cama, boca arriba. Igual que al señor Carswell, le habían atado las manos a la espalda; tenía una media de nylon alrededor del cuerpo y otra embutida hasta la garganta. Los gritos de la señora Carr atrajeron a los vecinos, que llamaron inmediatamente a la policía.
El oficial ayudante del jefe de policía, Charles Osborne, se quedó impresionado ante la escena de casa de los Carr. En aquella parte del mundo los asesinatos eran consecuencia de disputas familiares o del exceso del «claro de luna», un alcohol que se destilaba clandestinamente en las montañas. El forense dictaminó que las muertes se habían producido entre las once y media de la noche y las tres de la madrugada. En el cuerpo del señor Carr aparecían veintisiete heridas superficiales, causadas, al parecer, por unas tijeras. No podía asegurar si Carswell había muerto a consecuencia de las puñaladas o de un ataque al corazón causado por el pánico. La opinión del forense era que el asesino había usado las tijeras para divertirse torturando a la víctima, más que para herirle mortalmente.
No había dudas con respecto al motivo de la muerte de Mandy Carr. La habían estrangulado con una violencia terrible. El patólogo luchó durante quince minutos para extraerle la media que le habían embutido en la garganta. También descubrió que la habían violado, aunque no había huellas de semen.
Tampoco aparecían huellas dactilares del asesino en la vivienda. Los detectives encontraron las tijeras, pero estaban perfectamente limpias. Y en medio de aquel caos no había la menor huella. El criminal sabía actuar con método.
Faltaban algunos objetos de la casa. La mayoría de ellos pertenecían al armario de Carswell Carr. Se trataba de ropa llamativa: americanas de brocado, toreras, camisas floreadas con corbatas a juego, jerseys polo de cachemira, chaquetas de corte elegante y colores vivos, cinturones y zapatos de piel de marcas conocidas y un maletín de cuero moteado con un estuche de afeitar a juego. Habían descolgado un reloj digital con radio del cuarto de Mandy y a ésta le faltaba el reloj de Mickey Mouse de la muñeca.
Los vecinos no oyeron nada durante la noche y la policía llegó a la conclusión de que el crimen podía ser obra de dos personas. La señora Carr orientó a la policía hacia las tiendas donde su marido compraba la ropa y les entregó algunas fotos del álbum familiar donde aparecía el señor Carr, resplandeciente y vestido de fiesta en un restaurante con baile. Investigaciones posteriores llevaron a la policía al descubrimiento de que el señor Carr acudía alguna vez a un bar frecuentado por homosexuales, donde mantuvo una conversación con un individuo alto, de cabello rubio-rojizo. Sin embargo, nadie observó si se marcharon juntos.
El mismo día de los asesinatos, un hombre alto y de buena presencia llamado Paul John Knowles se trasladó a Macon, en Georgia, una ciudad próxima a Milledgeville, a través de sinuosas carreteras secundarias.
Era una zona de gran arbolado que Knowles conocía muy bien. Había crecido en la cercana Jacksonville, y en una ocasión pensó en casarse con una mujer llama da Jackie Knigh, que vivía allí con sus hijos. Pasó con ellos algunos días, pero no volvió nunca.
En cuanto se compró un magnetófono salió para Atlanta. Llenó el tanque del Chevrolet en una gasolinera, compró un cartón de cigarrillos Kool y pagó con una tarjeta de crédito. El empleado no se fijó en la firma.
Al día siguiente, una dependienta de Zayre, unos grandes almacenes de Macon, leyó el relato de los crímenes en el Macon Telegraph, que publicaba también la descripción, proporcionada por la policía, del hombre al que estaba especialmente interesada en interrogar.
La mujer se puso en contacto con el jefe de policía Osborne para informarle que el 6 de noviembre por la mañana había vendido un magnetófono a un hombre joven, alto, de buena apariencia y bigote caído. Este tardó un buen rato en elegir el modelo adecuado y le explicó que quería usarlo en el coche. También compró cuatro cintas vírgenes y pagó todo con tarjeta de crédito. El nombre de la tarjeta era el de Carswell Carr.
Al dirigirse hacia el Norte, a Atlanta, por la Interstate Route 75, Knowles escribía el último capítulo de su historia. Cuando llegó a Atlanta, envió por correo una cinta a su abogado, Sheldon Yavitz, en Miami, Florida, en la cual le pedía que le preparara un testamento por el que dejaba todos sus bienes a sus padres y al propio abogado. Continuaba explicándole que estos bienes consistían en el contenido de unas cintas que le serían enviadas más tarde. Dichas cintas no podrían oírse hasta después de su muerte o con su autorización escrita.
Yavitz aceptó guardar a buen recaudo las cintas lacradas y cualquier otra información. Según Knowles, el contenido era tan sensacional que haría ricos a su familia y al abogado. El letrado se negó a entrar en conversaciones más detalladas con su cliente.
Durante el largo recorrido entre Macon y Atlanta, Knowles se entretuvo en hablar por el micrófono del nuevo aparato. Pensaba que un día el mundo entero conocería su nombre y se enteraría de sus proezas, que él consideraba absolutamente satisfactorias. Iba a ocupar las cabeceras de los periódicos. El coche grande y cómodo que había comprado en lima, Ohio -un modelo de 1974, cuya flamante tapicería de cuero negro aún conservaba el olor de la sala de exposición-, tragaba kilómetros. En la maleta había un guardarropa completo de vistosos trajes nuevos. Atlanta era una gran ciudad, divertida y de gente adinerada. Knowles se dirigía hacia allí con el propósito de causar sensación.
Knowles se dirigió al Holiday Inn, en el centro de la ciudad. Se registró y pidió al recepcionista un sobre fuerte de papel marrón, sellos y la dirección de la oficina de correos. Después de afeitarse y ducharse, se puso una suave chaqueta de ante y una camisa floreada con corbata a juego. Los pantalones de marca le sentaban perfectamente.
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Un amigo leal
Jackie Knight conoció a Knowles en 1967 cuando éste tenía veintiún años y acababa de salir de la cárcel. Ella y su marido, un músico que tocaba en un club, le invitaron a su casa y Knowles se encariñó con sus tres hijos. Pero volvió enseguida a prisión por intento de robo. Durante una de sus visitas, Jackie le contó que su matrimonio había fracasado, y Knowles, que soñaba con formar una familia, le propuso que se casaran. Ella comentaría más tarde: «Yo le quería, pero tenía el presentimiento de que volvería a la cárcel.»
En cuanto salió en libertad, Knowles continuó visitando a Jackie y la consoló cuando se deshizo su segundo matrimonio. En agosto de 1974 le regaló una televisión portátil que, como se supo después, había robado a una de sus víctimas. Volvió a visitarla en noviembre, pero ella se sintió incómoda por primera vez. La mañana del 6 de noviembre salió temprano para cubrir su turno de camarera en un café de carretera mientras Knowles estaba durmiendo. Y cuando al volver comprobó que se había marchado, experimentó un gran alivio.
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PRIMEROS PASOS – Buscando problemas
El menor de cinco hijos, Paul John Knowles, llamaba la atención por su mal comportamiento, y poco a poco sus travesuras se convirtieron en pequeñas raterías. Luego, toda su vida tomó un giro siniestro que desembocó en el crimen.
Lejos de ser el hijo preferido del adinerado propietario de un restaurante en Nuevo Méjico -como lo describió la periodista Sandy Fawkes-, Paul John Knowles creció en un miserable barrio blanco de Jacksonville, en Florida. Había nacido en Orlando, Florida, el 14 de abril de 1946, y era el más joven de tres hermanos y una hermana. Vivían escasos de dinero. En aquella época los ex combatientes de la Segunda Guerra Mundial volvían a casa y tenían prioridad para obtener trabajo. El padre de Knowles trabajaba en la construcción y se fue a buscar empleo con toda la familia a Jacksonville, una gran ciudad situada en la frontera entre Georgia y Florida.
Llegó un momento en que los tres hermanos trabajaban con su padre y la hermana se hizo esteticista, mientras que Paul John estudiaba en la escuela de la localidad.
Por entonces, en 1954, Dwight D. Eisenhower era presidente de Estados Unidos; Richard Nixon, vicepresidente, y Te quiero Lucy la serie más popular de la televisión. Acababa de estallar la primera bomba atómica y Paul John Knowles cometía su primer delito. Tenía ocho años y robó una bicicleta.
Las autoridades decidieron que el muchacho vivía sin ninguna disciplina y lo enviaron a una institución para delincuentes juveniles. Fue el principio de toda una vida de rechazo. Es posible que en su interior no perdonara nunca a su padre -un hombre tosco y rudo- por permitir que lo enviaran fuera del hogar. Sin embargo, el cariño del chico por su madre, Bonnie, no disminuyó jamás y creció deseando hacerse un hombre para poder ayudarla.
Al salir del reformatorio era un desarraigado que disfrutaba paseando en coches robados y cometiendo pequeños delitos por los que solía pasar cortos períodos en prisión.
En 1965 cometió su primer delito serio. Un agente de patrulla armado lo detuvo cuando conducía un coche robado. Knowles le arrebató el arma y lo secuestró; no le hizo ningún daño y al cabo de dos horas lo dejó en libertad. Fue sentenciado a cinco años de cárcel. La pena le fue remitida por buen comportamiento, y con veinte años volvió de nuevo a las calles de Jacksonville.
Poco después de su puesta en libertad conoció a Jackie Knight en un bar y se hicieron íntimos amigos. Cuando nuevamente cayó en manos de la ley y fue encarcelado, Jackie le escribía y le visitaba con frecuencia. Su matrimonio se estaba deshaciendo y la amistad acabó transformándose en amor. Knowles aprovechó su estancia en prisión para seguir unos cursos por correspondencia que le permitieran trabajar como soldador. Pidió a Jackie en matrimonio, diciéndole que llevaba toda la vida trabajando y que ahora quería cuidar de ella y de sus hijos.
Al salir de la cárcel, se fue a vivir con ella, pero enseguida volvió a dejarse llevar por su afición a la bebida y las malas compañías. Aún estaba en libertad vigilada cuando Jackie se trasladó a Macon con sus hijos y se volvió a casar. Mientras cumplía sentencia en la Penitenciaría de Rainford, Knowles empezó a mantener correspondencia con Angela Covic, cuyo nombre había encontrado en los anuncios de personas solitarias de una revista. Angela viajó a San Francisco en septiembre de 1973 para conocerlo en la prisión y le sugirió que podía ponerse en contacto con un abogado de Miami, Sheldon Yavitz, que obtendría su rápida liberación. Y le insinuó además que debían casarse.
Yavitz se encargó del caso, pero no consiguió la libertad del joven hasta mayo de 1974. Mientras tanto, Angela Covic había consultado a una médium, que le dijo que veía junto a ella a un hombre muy peligroso. La mujer supuso que se refería a su marido, Bob, pues sus relaciones se estaban agriando y pensaban solicitar el divorcio. En el mes de julio de 1974 le envió a Knowles un billete de avión. Pero cuando llegó a su casa descubrió que se trataba de un compañero incómodo y le insistió para que se alojara en una vivienda cercana que pertenecía a su madre. A los cuatro días le comunicó que había cambiado de idea a propósito del matrimonio. «Tuve el raro presentimiento de que algo no iba bien -recordaría más tarde-. Quizás fue la intuición femenina.» Y le pagó el billete de vuelta a Jacksonville. Tres semanas después, Knowles ya se había embarcado en una nueva carrera: la de asesino en serie.
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LA ESCRITORA – La historia de su vida
Para la escritora británica Sandy Fawkes, un viaje de trabajo a Estados Unidos suponía una gran oportunidad. Pero conocer a un americano guapo y rico era aún mejor. Tuvo suerte: salió con vida de la cita. Por lo general él prefería asesinar a simples conocidos.
A primeras horas de la tarde del 7 de noviembre, la periodista británica Sandy Fawkes entraba en la penumbra del bar del Holiday Inn de Atlanta. Estaba haciendo un viaje de trabajo para el periódico Daily Express y acababa de llegar de Washington enviada por el National Enquirer, un semanario de poca tirada. En la semioscuridad observó la habitual colección de hombres obesos y corpulentos, con camisas de cuello desabrochado, solitarios buscando compañía.
También observó a un hombre alto y joven, de espaldas anchas y mirada lánguida, pelo rubio rojizo y bigote del mismo color. La sacó a bailar, pero ella se negó diciendo que tenía que ir a visitar el periódico local, el Atlantic Constitution, aquella misma tarde para buscar información sobre un reportaje en el que estaba trabajando, y él se mostró muy interesado por el trabajo de Sandy.
Cuando volvió, el joven seguía allí y se fueron a comer juntos. Le dijo que se llamaba Daryl Golden y que estaba en Atlanta para solucionar un pleito relacionado con una mujer de la localidad que había tenido un accidente en uno de los restaurantes de su padre. Después pensaba ir a Miami. Entonces Sandy comentó que tenía el proyecto de volar a Palm Beach, en Florida, y Daryl se ofreció a acompañarla en coche para que pudiera conocer algo del país.
La comida era buena y, cuando él pagó la cuenta, Sandy miró cortésmente hacia otro lado para no ver la suma. Así que no pudo observar la firma en la nota de la tarjeta de crédito. Sintiéndose tranquila en su compañía y en vista de que ambos eran libres, volvieron juntos al hotel. Después de todo, bromeaba ella, por lo que sabía de él, podía muy bien ser otro estrangulador de Boston. Él cerró la broma con un beso y se retiró rápidamente porque no se había afeitado el bigote.
Bebieron y bailaron hasta la madrugada y luego subieron al cuarto de Sandy, donde él, galantemente, se puso a afeitarse. Este gesto complació a la joven de tal manera que aceptó pasar la noche con él, aunque al final la relación fracasó y fue decepcionante.
Sandy continuaba teniendo intención de volar a Florida al día siguiente, pero Daryl repitió su ofrecimiento de llevarla en coche y añadió una atrayente proposición: cuando estaban tomando la última copa, le comentó que le gustaría que escribiera un libro sobre él porque no iba a vivir mucho tiempo. También dejó caer, como de pasada, que iba a ser asesinado pronto por algo que había hecho en el pasado y continuó diciendo que tenía grabado el relato de los acontecimientos que le podían llevar a la muerte. La confesión estaba cuidadosamente guardada en la oficina de su abogado, en Miami.
Este tipo de insinuaciones iban encaminadas a despertar el interés periodístico de Sandy; y ésta, aun en contra de su sentido de la prudencia, aceptó el ofrecimiento. Así pues, al día siguiente la pareja salió temprano de Atlanta para iniciar un largo viaje hacia el Sur.
El joven se mostró misterioso y callado durante la mayor parte del trayecto, negándose a darle más detalles sobre su sensacional pasado, y al poco tiempo ella estaba convencida de que la había engañado.
Por otra parte, si hubiera sabido dónde se metía, la periodista podría haber detectado un gran número de huellas. En primer lugar, el relato de un espantoso doble asesinato en Milledgeville que Daryl arrancó de un periódico matutino. Luego, sus ropas de fantasía -las camisas de seda y las chaquetas de brocado-, que no parecían encajar con el saco de dormir y el montón de pertenencias del maletero del coche. Y, por último, el reloj de Mickey Mouse que el joven le regaló y le abrochó en la muñeca.
Cuando llegaron a West Palm Beach, Sandy estaba deseando separarse de Daryl. Pero no era fácil. Él insistió en acompañarla a reunirse con sus colegas del National Enquirer, aunque entre aquel bullicioso grupo de reporteros estaba absolutamente fuera de lugar. También la llevó hasta Miami, donde ella -irónicamente- entrevistó al fiscal general, William Saxbe, sobre el sistema americano de libertad condicional.
Y llegó el momento de la despedida. El 13 de noviembre por la tarde, Sandy le dijo que tenía que preparar su vuelta a Londres y que le agradecía sus atenciones de la última semana. Cuando vio salir del aparcamiento el Chevrolet Impala y la espalda del joven, experimentó una profunda sensación de alivio.
A las dos de la tarde del día siguiente, Sandy recibió una llamada en el periódico. El sargento detective Gabbard, de West Palm Beach, estaba muy interesado en hablar con ella sobre Daryl Golden. Se negó a tocar el tema por teléfono y Sandy comprendió enseguida que las premoniciones de su amante se habían cumplido. Quizá se había estrellado con el coche o se había suicidado.
La verdad era mucho más sorprendente: Daryl había vuelto la noche anterior al hotel de Sandy y, mientras estaba esperándola, se encontró con dos colegas de ella que pensaron que le había dejado plantado. Jim y Susan Mackenzie sintieron lástima de su aspecto solitario y le invitaron a acompañarles aquella noche. Al día siguiente, Daryl se ofreció a dejar a Susan en la peluquería. Ella aceptó encantada, pero en el trayecto él sacó un revólver e intentó violarla. Afortunadamente, Susan consiguió escapar y subir a un coche que pasaba por allí cerca.
Sandy se quedó atónita al escuchar el relato y su confusión aumentó cuando el policía le mostró un expediente con sus hechos criminales. Bajo la foto de su joven y apuesto amigo aparecía un nombre desconocido para ella. A regañadientes tuvo que aceptar que había pasado una semana con Paul John Knowles, un ratero que había violado la libertad condicional en Jacksonville. Sandy le repitió la historia de las cintas y el misterioso abogado de Miami, pero el policía lo consideró carente de sentido y la dejó marchar.
A las nueve de la noche volvieron a buscarla y la llevaron de nuevo a la comisaría.
Ahora se mostraban abiertamente hostiles. Aquella tarde, Knowles había estado muy ocupado. Se introdujo en casa de una señora confinada en silla de ruedas y abusó de la hermana, Bárbara Tucker.
Y aún más: habían recibido el aviso, procedente de la Oficina de Investigación de Georgia (GBI), de que Knowles estaba bajo sospecha por los asesinatos de Milledgeville. Aún los creían obra de dos personas y ya no veían en Sandy a una extranjera crédula y excéntrica, sino a la cómplice del asesinato.
Afortunadamente, Sandy conservaba la cuenta del hotel de Nueva York donde había dormido la noche en que Carswell Carr fue asesinado. Aun así, la esperaba una nueva sorpresa. Alrededor de la medianoche el Chevrolet apareció abandonado. Pertenecía a William V. Bates, de Lima, Ohio, quien había desaparecido el 3 de septiembre con toda su documentación y tarjetas de crédito. La policía confirmó enseguida que Sandy y Knowles se habían inscrito como el señor y la señora Bates en los hoteles donde se alojaron durante su romántica aventura.
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Secretos íntimos
El relato de Sandy Fawkes sobre las relaciones íntimas que mantuvo con Knowles sin saber que se trataba de un asesino, no es el único en su género. En 1980 se publicó «Un extraño junto a mí», de Ann Rule, una escritora norteamericana especialista en crímenes. En él describe su amistad con un asesino en serie de los años setenta llamado Ted Bundy.
Rule entabló con Bundy una amistad que duraría alrededor de tres años. Afirmó que durante todo ese tiempo siempre se mostró encantador, amable y considerado con ella; y, en su opinión, era cortés y agradable con los demás. Sus sospechas comenzaron a despertarse cuando oyó por casualidad una descripción del sospechoso que coincidía con la de Bundy extraordinariamente. Y comprendió que había mantenido una gran amistad con un maníaco asesino.
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¿Sanar o matar?
El sistema carcelario plantea complejos problemas morales. Los partidarios de la línea dura acucian a la sociedad para que encierre a los criminales violentos y tire la llave; mientras que los liberales apoyan su rehabilitación.
A mediados de los años setenta -cuando Knowles y Carignan andaban ocupados en sus actividades criminales- en Estados Unidos se cometían anualmente alrededor de 20.000 homicidios. El pueblo americano sentía miedo en las calles y en las casas. Surgió una protesta en contra del gobierno, apoyada por los medios de comunicación y la policía, para que éste reconsiderara su programa de rehabilitación, según el cual los condenados por delitos menores quedarían en libertad condicional para dejar espacio a criminales más importantes. La opinión pública afirmaba que ahora había más criminales rondando por las calles que detrás de las rejas. Las presiones sobre el gobierno fueron muy intensas. A los ciudadanos respetuosos con la ley no les interesaban las condiciones de las cárceles, que habían dado lugar a motines como los de Attica de 1971.
El sistema penitenciario ha sido siempre muy duro en los grandes centros de América, construidos muchos de ellos a principios de siglo y siempre atestados. Los convictos estaban desnutridos a causa de una dieta que costaba exactamente cincuenta centavos diarios. Pero el país, agotado por la guerra del Vietnam, por la depresión económica producida tras la administración del presidente Nixon y por la creciente cifra de crímenes, no estaba de humor para tolerancias. La gente quería seguridad para sí y para sus familias.
El fiscal general del Estado, William B. Saxbe, un antiguo liberal, se vio obligado a ceder. Reconoció que era obvio que algunos criminales no estaban dispuestos a cambiar de vida y el dejarles en libertad antes de que hubieran cumplido sus sentencias pondría en peligro la calidad de vida de los ciudadanos americanos. Esta concesión abrió paso al argumento en favor de la restauración de la pena de muerte y reforzó el derecho a «tirar a matar» de policías y particulares.
Knowles fue el primer caso en el enfrentamiento del pueblo americano. Permaneció en prisión durante años, pero -al contrario de Carignan- sus delitos no habían sido violentos. Sólo se odiaba a sí mismo. Había seguido programas de rehabilitación, hecho cursos por correspondencia, aprendió soldadura para poder encontrar trabajo al salir y asistió a clases de arte, donde fabricó máscaras africanas de papel maché.
Aunque se dijo que Knowles tenía un coeficiente de 128 -bastante superior al término medio-, no constaba que en la prisión hubiera recibido asistencia psiquiátrica. Quizá no lo consideraran lo suficientemente peligroso como para tratar de ayudarle.
Seguramente en la cárcel conoció a criminales más hábiles. Quizás aquellos lugares llegaron a ser su mundo y crearon sus patrones de éxito. O quizá formaba parte del porcentaje de delincuentes que parecían predestinados a volver a prisión una y otra vez. El hecho de ser enviado a un reformatorio con sólo ocho años pudo afectar a su sentido de la propia estimación.
Los reformadores liberales están convencidos de que la cárcel es más propicia para corromper a criminales potenciales que para asegurar su vuelta a la sociedad como ciudadanos respetuosos de la ley. Para quienes tienen que tomar la decisión es difícil saber si la sentencia, corta o severa, va a reformar al maleante o bien a convertirlo en un antisocial resentido. En el caso de Knowles se podría pensar que la exclusión del contacto con la sociedad real durante sus años de formación pudo desequilibrar su mente. No soportaba una sociedad que le había rechazado. Había vivido demasiado sujeto al reglamento para ser capaz de establecer relaciones o para ser independiente.
Es imposible adivinar si las personas como Knowles habrían optado por el camino recto en caso de haber recibido la ayuda apropiada dentro y fuera de la prisión. Aunque en ella la disciplina es dura, no supone un entrenamiento suficiente para adquirir el control necesario que permita desarrollar un trabajo o aprender a ganarse el respeto de parientes y vecinos. En una sociedad que mide a las personas por lo que tienen, los marginados se ven obligados a tomar lo que desean. Hasta que se reconozca que la rehabilitación debe incluir reeducación, los delincuentes seguirán muriendo ejecutados o en tiroteos con la policía.
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LAS CINTAS – Documental de la muerte
Ante la posibilidad de que Knowles estuviera en Georgia, la policía lanzó sus redes por toda la frontera de Florida. Al verse atrapado en un control, el fugitivo hizo un último y desesperado intento por escapar. Pero… ¿dónde estaban los rehenes?
La persecución de Paul John Knowles se desarrollaba a buen ritmo. Bárbara Tucker apareció ilesa el 15 de noviembre. Knowles se había limitado a atarla y a robarle el coche. Fue un alivio efímero, ya que enseguida se supo que había tomado dos rehenes más. Un policía montado, Charles E. Campbell, había desaparecido cerca de los límites de Florida; y el Gran Cortina azul de James E. Meyer era el vehículo que usaba en la huida.
A última hora del día, el propietario de un garaje de Lakeland, en Georgia, informó que un coche que respondía a la descripción del noticiario se había detenido allí y que el conductor compró un cartón de cigarrillos Kool. La caza se trasladó de Florida a Georgia, pero el fugitivo parecía haberse esfumado.
A las 10,10 del sábado 17 de noviembre, el Gran Cortina azul fue detectado cuando adelantaba velozmente a dos ayudantes del sheriff en la autopista 42. Montaron varios controles y Knowles destrozó el coche al intentar saltárselos. Comenzó a disparar indiscriminadamente y consiguió adentrarse en un bosque cercano. La policía registró el coche, pero no encontró ni rastro de los rehenes.
Doscientos policías con perros amaestrados y helicópteros lo buscaron durante dos horas a través de los bosques de Henry County, en Georgia. Finalmente, el fugitivo, deslumbrado y exhausto, apareció en manos de un joven llamado David Clark. La policía tenía en su poder al asesino, pero no la pista del paradero de los rehenes.
Provocativamente, Knowles afirmó que una sola palabra suya y podrían localizarlos. Pero se negó a pronunciar aquella palabra.
Entonces pensaron que el mejor modo de avanzar en las pesquisas sería por medio de las cintas. En el Chevrolet abandonado encontraron el testamento del asesino con la dirección de su abogado, Sheldon Yavitz, y se pusieron en contacto con él para que se trasladara a Macon.
Sin embargo, la cooperación de Yavitz no fue mucho mayor que la de su cliente: dio instrucciones a éste para que guardara silencio y se tomó dos días para llegar a Macon por carretera en lugar de ir directamente en avión. Luego, en la audiencia del 19 de noviembre, se negó a entregar las cintas o a admitir oficialmente su existencia y fue encarcelado por desacato.
En una segunda audiencia, el juez Wilbur Owens ordenó a dos oficiales del juzgado que escoltaran al obstinado Yavitz a su casa y registraran la caja fuerte donde éste guardaba las cintas. La búsqueda exhaustiva, que duró cuatro horas, no obtuvo resultado; aparte de que la empleada de hogar se negó a dejarles entrar en su cuarto. Mientras tanto, Patsy Yavitz, que desempeñaba el papel de secretaria de su marido, al que había acompañado a Macon, era citada para comparecer ante el juez al día siguiente. También ella estaba encarcelada por desacato.
El martes 21 de noviembre aquel punto muerto se rompió con un trágico descubrimiento. Unos perros policías encontraron los cuerpos de los dos rehenes en medio de un espeso bosquecillo de pinos de Pulaski County, a unos sesenta kilómetros al sur de Macon. Estaban atados a un árbol y habían muerto de un tiro en la nuca. La palabra que Knowles se negó a decir a la policía era «Pabst», el nombre de una fábrica de cerveza cercana al lugar donde aparecieron los cadáveres.
Dándose cuenta por fin de la gravedad de la situación, el abogado proporcionó a las autoridades la localización y combinación de la caja fuerte. Estaba escondida tras un tabique falso en el cuarto de la criada. Así, el día 22 de noviembre, a las 5,30 de la tarde, los dos paquetes que contenían las cintas decisivas estaban en poder del juez Owens.
Tras escucharlas y confrontarlas con las cuentas de las tarjetas de crédito robadas, los detectives pudieron encajar todas las piezas del itinerario destructor de Knowles. El terrible recorrido cubría 32.000 kilómetros a través de veinticinco Estados.
La espantosa serie de robos, violaciones y asesinatos empezaba pocos días después de que Angela Covic lo despidiera. Una noche del año 1974 amenazó con una navaja al camarero de un bar y fue acusado de atraco. Cuando le conducían a la prisión de Jacksonville Beach, tuvo un golpe de suerte. Sin que le vieran dio una patada a la puerta del coche celular y escapó.
El 27 de julio, aún en Jacksonville Beach, Knowles irrumpió en casa de la señora Alice Curtis, de sesenta y cinco años, una maestra jubilada que vivía sola, y al día siguiente apareció ahogada con su propia dentadura postiza. La habían atado y robado, y su coche, un Dodge Dart blanco, había desaparecido.
El 1 de agosto secuestró a dos niñas pequeñas llevándoselas de su casa cuando la madre había salido a atender a un pariente enfermo. Los cuerpos de Mylette Josephine Anderson, de siete años, y de su hermana Lillian Annette, de once, aparecieron enterrados en un pantano en enero de 1975. La madre era amiga de la familia del asesino.
Al día siguiente, en Atlantic Beach, Florida, apareció estrangulada la señora Marjorie Howie, de cuarenta y nueve años, con una media anudada alrededor del cuello y la compañera hundida en la garganta. Le habían robado la televisión portátil. La noche del 23 de agosto, en Musella, Georgia, la señora Kathy Sue Pierce fue estrangulada con el cable del teléfono en el cuarto de baño de su casa. Su hijo, de tres años de edad, fue testigo del asesinato, pero no sufrió daños físicos.
En August, cerca de Lima, Ohio, William Bates, de treinta y dos años, conoció a Knowles en Scottls Inn. Tres meses después de su desaparición, encontraron su cadáver en el bosque, maniatado y estrangulado. El asesino se había hecho con el coche, un Chevrolet Impala blanco. El Dodge de Alice Curtis apareció en la vecindad.
Paul John Knowles viajó entonces desde Lima a Sacramento, en California. A continuación hacia el norte, a Seattle; de vuelta a Missoula, en Montana, y después a Utah, en el sur. Alrededor del 12 de septiembre estaba en Ely, Nevada. Seis días después fueron descubiertos en una caravana los cuerpos de Emmett y Lois Johnson, una pareja anciana que estaba disfrutando de sus vacaciones. Los cuerpos aparecieron atados; habían muerto de un disparo detrás de la oreja izquierda. Las tarjetas de crédito habían desaparecido.
El 16 de octubre fueron asesinadas en Marlborough, Connecticut, Karen Wine y su hija de dieciséis años, Dawn. A ambas las habían maniatado, violado y estrangulado con medias de nylon anudadas al cuello. Cheryl, la hija mayor de la señora Wine, descubrió los cadáveres unas horas después. En la casa sólo faltaba un magnetófono antiguo.
Mientras tanto, Knowles se dirigía hacia el sur. El 18 de octubre llegaba a Woodford, Virginia, y llamaba a la puerta de una casa. Le abrió la señora Doris Bruce Homey, de cincuenta y tres años; la empujó y entró en la casa. La encontrarían más tarde, muerta de un disparo en la cabeza que procedía de un rifle del marido, que el asesino sacó del estudio. Las cintas enumeraban hasta catorce muertes, incluida la de una autoestopista adolescente inidentificada. A ellas había que añadir las de Carswefl y Mandy Carr y los dos rehenes.
En aquella lista mortal no había un modelo fijo. De las dieciocho víctimas, once eran mujeres, dos o tres adolescentes, cinco hombres y dos niños. De las pobres mujeres el asesino violó o intentó violar a seis. Diez de las víctimas fueron maniatadas antes de morir. Más tarde le dijo a su ahogado que tenía que hacerlo para poder escapar y que no quería asustarlas con su destino.
Nunca se supo el número total de víctimas. Paul John Knowles tal vez fue también responsable de las muertes de Edward Willard y de su novia, Debbie Griffin, dos jóvenes universitarios que estaban haciendo autoestop en Gainesville, Florida. La última vez que se les vio con vida fue el 2 de noviembre de 1974. El cuerpo del joven Willard apareció trece días más tarde en un bosque próximo a Macon con cinco disparos. El cadáver de la chica no se encontró hasta agosto de 1975. El 2 de noviembre, Knowles estaba en la zona de Gainesville.
La prensa calculó un número aún mayor de crímenes. Un reportaje lo elevaba hasta treinta y cinco mientras el asesino disfrutaba con la celebridad. Cuando lo llevaban detenido por los crímenes de Carswell y Mandy Carr, las calles estaban atestadas de gente que se empujaba tratando de echarle un vistazo. Knowles, con grilletes y esposado al agente del GBI, Ron Angel, vestía un mono anaranjado -el uniforme de preso-. Saludó a las cámaras y sonrió en la sala cuando la joven que le había vendido el magnetófono afirmó que se acordaba de él porque «era alto, de buena apariencia y parecía simpático».
Pero su diversión terminó pronto. El 18 de diciembre por la mañana había que trasladarle desde Bibb County hasta la prisión de alta seguridad de Douglas County, en Georgia. Lo escoltaban el sheriff Earl Lee y el agente del GBI Ron Angel. Según sus declaraciones, Knowles se ofreció a enseñarles el lugar donde había escondido el revólver del policía Campbell. Los dos agentes aceptaron su proposición, subieron al automóvil particular de Earl Lee y se sentaron delante; Knowles, esposado y con grilletes, ocupaba el asiento trasero.
Siguiendo las instrucciones del prisionero, tomaron las carreteras secundarias que el asesino conocía tan bien. El sheriff Lee iba al volante, cuando, de repente, Knowles se abalanzó sobre él y le arrancó el arma. El preso había conseguido abrir el cierre de las esposas con un clip. Mientras forcejeaban por la pistola, el coche, incontrolado, iba dando bandazos y una de las balas atravesó el suelo.
En la lucha, el agente Ron Angel disparó tres veces contra el acusado, alcanzándole dos veces en el pecho y una en la sien. Murió instantáneamente. Durante la pelea el automóvil se salió de la carretera y quedó destrozado.
Aunque durante la investigación el jurado calificó el homicidio como de defensa propia justificada, la controversia sobre el caso no acabó allí. Un día después de la muerte de Knowles, su abogado, Yavitz, convocó una rueda de prensa en Miami; a lo largo de ella manifestó que algunos oficiales de policía le habían informado anónimamente de que la vida del preso corría peligro y que le habían advertido que no intentara huir.
Sheldon Yavitz afirmó también que su cliente estuvo drogado mientras permaneció detenido y solicitó que se le hicieran las pruebas al cadáver. Se denegó la petición y Paul John Knowles fue enterrado en el cementerio de Jacksonville. El ministro baptista que celebró el funeral se negó a incluir las palabras «Y que su alma descanse en paz».
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Las víctimas
- 27-7-74. Alice Curtis encontró la muerte en su domicilio de Jacksonville, en Florida.
- 1-8-74. Las hermanas Lillian y Mylette Anderson, secuestradas en Jacksonville; los cadáveres aparecieron cinco meses después.
- 2-8-74. Marjorie Howe, estrangulada en su casa de Atlantic Beach, en Florida.
- 23-8-74. Kathy Sue Pierce, estrangulada en su hogar de Musella, en Georgia.
- 8-74. Una adolescente autoestopista sin identificar, violada y estrangulada cerca de Macon, Georgia.
- 3-9-74. Wíliam V. Bates desaparece cerca de Lima, Ohio; su cuerpo apareció tres meses después.
- 12-9-74. Emmet y Lois Johnson, muertos a tiros en su caravana en Ely, Nevada.
- 23-9-74. Charlyn Hícks, violada y estrangulada cerca de Seguin, Texas.
- 10-74. Ann Dawson, desaparecida en Birmingham. Alabama.
- 16-10-74. Karen Wine y su hija Dawn, violadas y estranguladas en su casa de Marlborough, Connecticut.
- 18-10-74. Doris Bruce Hovey, asesinada por arma de fuego en su domicilio de Woodford, en Virginia.
- 6-11-74. Carswell Carr y su hija Mandy asesinados (Mandy además violada) en su casa de Milledgeville, en Georgia.
- 16-11-74. El patrullero Charles E. Campbell y James E. Meyer, tomados por rehenes; aparecieron muertos a tiros una semana después en el condado de Pulaski, en Georgia.
- Knowles es también sospechoso del asesinato de los estudiantes Edward Hilliard y Debbie Griffin, muertos cuando hacían autoestop desde la Universidad de Gainesville, en Georgia, a primeros de noviembre de 1974; confesó haber asesinado a tres personas en San Francisco la noche en que Angela Covic lo rechazó. El número total de víctimas se eleva a treinta y cinco.
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Apoyo a las víctimas
Se ha discutido frecuentemente el método de castigo de los criminales y las tentativas por lograr su rehabilitación, pero ahora las familias de las víctimas también están dispuestas a hacerse oír y se unen con fuerza en la lucha contra el delito.
Harvey Carignan y Paul John Knowles no sólo dejaron tras ellos un rastro de cadáveres, sino también un gran número de desconsolados familiares y amigos. Mary Miller fue una de esas personas desoladas por la pérdida de un hijo. Su angustia aumentó cuando la policía le comunicó que, aunque Harvey Carignan era el asesino de su hija, carecía de pruebas suficientes para acusarle. Además del esfuerzo por conservar su trabajo en el banco de Seattle, Mary encontró tiempo para estudiar el asunto en profundidad y descubrió que había miles de condenados como Carignan en libertad condicional. Este convencimiento la incitó a organizar un grupo de apoyo para las personas que, como ella, eran allegados a las víctimas de crímenes violentos.
Su nombre apareció en los periódicos y comenzó a recibir cartas de gente que se encontraba en sus mismas circunstancias. Investigando en la prensa llegó a descubrir otros nombres, se puso en contacto con ellos y formó un grupo que podía presionar para cambiar la ley. «No todos nuestros diputados estaban dispuestos a los cambios -afirmaba Mary-, pero algunos nos escucharon. Deseábamos que los legisladores supieran lo que estaba ocurriendo. Queríamos leyes más estrictas para las sentencias de libertad condicional. Pedíamos que tomaran en cuenta a las víctimas de los crímenes y a sus familias, también víctimas.»
El pequeño núcleo que reunió Mary Miller se convirtió en una agrupación llamada Familias y Amigos de las Personas Desaparecidas y de las Víctimas de Crímenes Violentos. En 1982, Mary estaba considerada como una experta en la materia. Aquel otoño había testificado ante la Organización Presidente Reagan para los Derechos de las Víctimas. Su agrupación tiene ahora docenas de delegaciones en los distintos Estados de la nación. Además de viajar por todo el país para ofrecer aliento y consejo, Mary defendió la causa en numerosas apariciones en televisión.
En Gran Bretaña se han creado organizaciones parecidas. Una de las más conocidas es la de Suzy Lamplugh Trust, fundada por los padres de Suzy Lamplugh, una agente inmobiliaria de veinticinco años que desapareció tras una cita con un misterioso hombre llamado «Mr. Kipper». El propósito de la asociación es evitar que otras mujeres sucumban ante hechos semejantes y «capacitarlas, cualquiera que sea su edad, para cuidar de su seguridad personal, haciendo especial hincapié en las empleadas».
Desde que se fundó la asociación, Diana Lamplugh, la madre de Suzy, llevó a cabo una campaña incansable, con entrevistas en televisión, participación en coloquios y un libro publicado en 1988 bajo el título de Beating Aggression. La organización ha producido películas y cintas de vídeo, y en mayo de 1988 publicó un reportaje, Estudio sobre delitos sexuales, instando al gobierno británico a que reconsiderara su política sobre tales delincuentes y proponiendo alternativas a la cárcel, tales como unidades de terapia o centros de libertad vigilada. La asociación recaudó también los beneficios de un libro de Andrew Stephen, La historia de Suzy Lamplugh, a pesar de que los padres de la chica no estaban de acuerdo con parte del contenido.
En 1986, después de que su hijo fuera asesinado a navajazos por un joven que contaba con treinta y cinco condenas anteriores, Bill Dennison creó una asociación llamada «¿Por qué?» Después del crimen consiguió reunir alrededor de noventa navajas, propiedad de los hijos de sus vecinos. Ante tal despliegue de instrumentos visitó escuelas y bibliotecas del East End londinense para disuadir a los niños de «salir por la mañana hacia la escuela comprobando si llevan en el bolsillo el dinero, el pañuelo y la navaja».
Algunas veces son las mismas víctimas quienes toman el asunto en sus manos y crean asociaciones. Una de sus actividades ofrece ininterrumpidamente las 24 horas del día un teléfono para atender a las víctimas de acciones violentas. Muchos de los consejeros también han sido víctimas con anterioridad.
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Conclusiones
En 1977 Sandy Sakes publicó el relato de sus relaciones con Paul John Knowles. El libro se titulaba Tiempo de matar y daba a conocer algunos detalles íntimos de los días que pasaron juntos. Más tarde, en algunas entrevistas, Sandy manifestó que había sido tan explícita sobre la insuficiencia sexual de Knowles porque la gente suele atribuir a los criminales violentos un voraz apetito sexual.
La batalla por las cintas continuó después de la muerte de Knowles. Yavitz insistía en que eran propiedad suya y de la familia del muerto. Pero los tribunales estaban dispuestos a obstaculizar cualquier explotación comercial de los salvajes crímenes. Por tanto, retuvieron las cintas y dieron a conocer solamente un índice de su contenido al abogado y a la familia del asesino. Según el Acta de Libertad de Información norteamericana, las cintas no se podrían hacer públicas hasta el año 2005.
Bibliografía
Última actualización: 15 de marzo de 2015
– J.H.H. Gaute and Robin Odell, The New Murderer’s Who’s Who, 1996, Harrap Books, London
– Sandy Fawkes, Killing Time, 1977, London
– Georgina Lloyd, One was not enough, 1976, London