
- Clasificación: Asesino
- Características: Violador - Robos
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 19 de diciembre de 1958
- Fecha de detención: 24 de noviembre de 1959
- Fecha de nacimiento: 12 de diciembre de 1940
- Perfil de la víctima: Veronica Murray, de 31 años
- Método del crimen: Golpes con una pesa de metal
- Lugar: Londres, Inglaterra, Gran Bretaña
- Estado: Fue condenado a cadena perpetua el 22 de enero de 1960. Posteriormente, en julio de 1975, obtuvo el permiso penitenciario tras la aparición de una grave enfermedad de la que murió en noviembre de 1976
La misteriosa «V»
Norman Lucas – Los asesinos sexuales
¿Robo, sexo o vudú?
Este fue el problema inicial al que se enfrentaron los detectives que investigaban el salvaje asesinato de una prostituta londinense, en diciembre de 1958. La primera de las tres posibilidades fue rápidamente apartada debido a que nada había sido sustraído del cuarto de la chica o del resto de la casa en Charteris Road, Kilburn. La ferocidad del ataque hacía pensar en el sexo como motivo probable, pero el diseño raro y aparentemente deliberado de una marca en el cuerpo mutilado no se adaptaba al patrón normal del asesino sexual. Se pensó que podría haber brujería de por medio y que el asesinato era parte de un ritual de sacrificio.
La víctima era una preciosa trigueña de treinta años, irlandesa de nacimiento, llamada Verónica Murray, conocida en el área de Soho y que había estado hospedada en Charteris Road desde hacía aproximadamente seis meses. Una amiga de ella se sintió preocupada al notar su ausencia de los lugares que normalmente visitaba en el West End y trató sin éxito de ponerse en contacto con ella. Finalmente telefoneó al yugoslavo, propietario de la casa, el señor Ratonir Tasic, el 19 de diciembre. El señor Tasic se asomó al cuarto de Verónica e inmediatamente llamó a la policía.
El equipo comandado por el detective de división superintendente Evan Davies encontró el cuarto en estado de caos. Los muebles estaban rotos, la ropa rasgada y esparcida por el suelo; había charcos de sangre en la alfombra y manchas extendidas de sangre en el papel tapiz de la pared.
La mujer estaba sobre la cama, desnuda, excepto por un suéter café que le cubría la cabeza parcialmente. Había sido asesinada a golpes; tenía 24 huesos rotos. Aparentemente, el arma utilizada había sido una pesa de metal pintada de color rosa que junto con otra igual era utilizada por la señorita Murray para hacer ejercicios y «mantenerse en forma».
La desconcertante marca de las heridas era una V repetida en distintas partes del cuerpo. Cada una de estas marcas estaba formada por un cierto número de pequeñas raspaduras circulares. El doctor Donald Teare, el patólogo, dijo que estas pequeñas heridas habían sido producidas después de la muerte y podían haber sido causadas por cualquier objeto manufacturado que tuviera una punta roma. Pensando que tal patrón de mutilación debía tener algún significado especial, la policía consultó a un profesor universitario londinense experto en vudú. El profesor no pudo proporcionar mucha ayuda aparte de informar que las marcas no correspondían a ningún signo conocido de vudú y que no eran parte de un ritual de asesinato.
Al quedar esta posibilidad eliminada, quedó claro para el equipo investigador que buscaban a un sadista pervertido que bien podría matar nuevamente. Tenían una vaga descripción de un hombre que había sido visto visitando el cuarto de la señorita Murray y una serie de huellas digitales que posiblemente pertenecían al asesino. Durante meses la búsqueda estuvo dirigida a encontrar un hombre que correspondiera a aquella descripción o que tuviera esas huellas. Parecía ser una labor imposible hasta que las mismas huellas digitales fueron encontradas en la escena de un robo en el West End de Londres.
Desde ese momento en adelante toda huella digital encontrada en los sitios de robo eran comparadas con las huellas vitales, una tarea fatigosa que produjo resultados positivos. La suite ocupada por el actor de cine George Sanders en el hotel Westbury, de Londres, fue robada. Varios artículos desaparecieron y el ladrón dejó sus huellas en una botella de whisky de la que tomó varios tragos. Las mismas huellas fueron encontradas en quince casas del área de Chelsea y en la casa de una enfermera en Holborn. Esta enfermera vio al intruso y pudo encerrarlo en un baño, pero el hombre escapó antes de que llegara la policía.
La mayoría de las cosas robadas eran de poco valor. Sin embargo, el ladrón siempre bebía de las botellas que encontraba y estaba claro que fumaba constantemente durante sus actividades merodeadoras.
Gradualmente, la policía fue construyendo un retrato del hombre que buscaban. Era conocido en los bares y en los clubes del West End como Mick y se pensaba que era un flautista o un batería de una banda. Tenía una larga cicatriz en su nariz y fumaba y bebía de manera excesiva. Desde las diez de la noche a las seis de la mañana escuadrones especiales de la policía recorrieron secciones del West End en operaciones esporádicas e interrogaban a todos los hombres que pasaban por el área. En una noche se interrogó a treinta y seis hombres y todos estuvieron de acuerdo en que se tomaran sus huellas digitales. Ninguna coincidió con las del hombre buscado, de manera que no sirvió de nada y fueron destruidas.
Entonces, diez meses después del homicidio de Verónica Murray, otra mujer fue atacada.
La señora Mabel Hill, madre de tres hijos y quien vivía separada del esposo, había estado celebrando su trigésimo primer cumpleaños, el 10 de octubre de 1959, con una amiga en Streatham. Camino a su casa de Ismalia Road, Fulham, cambió de trenes en Leicester Square. Estaba en la plataforma cuando fue abordada por un joven de cabello desordenado y expresión agradable que le pidió un cerillo para encender un cigarro.
El hombre entró al tren e insistió en caminar con ella al bajarse en Fulham. El hombre dijo llamarse Mick y trabajar en una banda. Al llegar a la casa de la señora Hill, Mick le preguntó a ella si podría invitarlo a tomar café. Después de dudar por un momento, la señora Hill accedió porque el hombre estaba bebido y pensó que le ayudaría para volver a la normalidad.
La señora Hill se sentó a la mesa mientras su visitante tomaba café y fumaba un cigarro. De pronto, Mick se quitó el suéter y la camisa. La señora Hill le pidió cortantemente que se vistiera y que se fuera.
– No recuerdo nada más – informó la señora Hill -. Mi siguiente recuerdo es en el hospital.
Fue llevada al hospital St. Stephen, de Fulham, en las primeras horas del 11 de octubre, después de que su hijo Alan, de trece años, la encontrase tirada e inconsciente en la cocina. Dos medias de nylon habían sido atadas alrededor de su cuello con tanta fuerza que un crucifijo y una cadena que llevaba habían penetrado en la piel de su garganta. De toda su cara y la parte superior del cuello fluían pequeñas hemorragias; sus labios y la lengua estaban hinchados y magullados y de todo el cuero cabelludo salía sangre.
Sobre el pecho, la cara, el cuello y el pie izquierdo había una serie de marcas perfectamente circulares hechas con algún objeto que tenía un borde dentado. Cada grupo de doce círculos de das centímetros de diámetro formaba un círculo mayor.
Este patrón misterioso de marcas hizo recordar algo al detective inspector Peter Vibart (posteriormente detective superintendente en jefe), jefe del DIC de Walham Green. Este oficial, junto con el detective inspector en jefe Basil Acott (posteriormente comandante delegado), se lanzó a la caza del atacante de la señora Hill. Vibart recordó las marcas encontradas en el cuerpo de Verónica Murray. Pensó que aunque en un caso los pequeños círculos formaban una V y en el otro un círculo mayor, era probable que un solo hombre fuera el responsable de ambos delitos.
Al compararse las huellas digitales encontradas en el departamento de la mujer asesinada con aquellas de la taza de café que había tomado el asaltante de la señora Hill se vio que la sospecha del oficial era correcta. Las dos habían sido hechas por el mismo hombre, quien para este momento había robado al menos veinticinco casas en el West End y en Chelsea.
Se formó un equipo de cien detectives para localizar al evasivo Mick, y mientras Mabel Hill se recuperaba lentamente de sus heridas se encontraron en dos ocasiones más sus huellas digitales.
La primera fue en una casa, en Skinner Place, Pimlico, en donde la señora Annie Belcher, una viuda de setenta y un años fue golpeada en la cabeza con un atizador por un intruso a quien ella encontró en su recámara. Entonces, a finales de noviembre de 1959, se introdujo en la casa del señor William Sloane y de su esposa en Markham Street, Chelsea, mientras los dueños estaban en una fiesta. Sus huellas fueron encontradas en botellas de ginebra y de vermouth italiano de las que había bebido. Al salir de la casa se llevó consigo algunas joyas, una cierta cantidad de dinero y un encendedor de cigarros bastante singular. A solicitud de la policía los periódicos nacionales publicaron una fotografía de una réplica exacta de este encendedor, regalo de la Texas Golf Sulphur Company, al señor Sloane. La réplica también llevaba grabado el nombre de la compañía y su símbolo. Fue entregado a la señora Sloane. Se pidió que quien viera a un hombre con ese encendedor llamara a la policía de inmediato.
A la búsqueda de este hombre que llevaban a cabo detectives hombres se unieron mujeres policías seleccionadas por su aspecto atractivo. Estas mujeres caminaban por el West End de noche, se mezclaban con la gente en cafés, bares y clubes. Tenían instrucciones de ponerse en contacto con el equipo especial de detectives en caso de ver a alguien que correspondiera a la descripción de Mick, el hombre de la cicatriz en la cara.
Un poco después de aparecer en la prensa la fotografía del encendedor llegó el momento que la policía había estado esperando. Una llamada telefónica de un oficial del campo de los Guardias Galeses, en Pirbright, Surrey, hizo que Basil Acott y Peter Vibart se trasladaran con toda rapidez a la comandancia de policía de Woking para interrogar a un guardia que había sido retirado del campo por la policía de Surrey.
Este hombre, Michael Douglas Dowdall, de diecinueve años, había sido visto por un compañero en el momento en que utilizaba el encendedor robado. Fue llevado a la comandancia de policía de Chelsea en donde fue acusado de haberse introducido a la casa de Markham Street y de robar el encendedor y otros artículos. Se le mostraron un cierto número de artículos tomados de su alojamiento, en Pirbright, entre ellos un tubo de pasta de dientes.
– Me gusta el sabor de esa – dijo Dowdall señalando la pasta de dientes -. Era del actor George Sanders. Iba a mandarle su pulsera de regreso pero la tiré al río.
El inspector en jefe Acott dijo a Dowdall que además de los robos de casas, la policía estaba investigando una serie de delitos serios que se creía que él había cometido.
– Todo el mundo está en contra de mí – dijo el joven guardia -. Yo hago estas cosas cuando bebo. Cuando estoy sobrio estoy bien. Esto me ha preocupado desde hace mucho y yo he querido ir a ver a un médico. Qué bueno que ya terminó. Les diré lo que recuerdo.
Dowdall hizo una larga declaración.
– Quiero contarles ahora de algo que creo que es serio – dijo -. Un poco antes de la navidad de 1958 estuve bebiendo en el West End y me puse muy borracho. Conocí a una prostituta en Trafalgar Square. Ella llamó un taxi y dio su dirección en Kilburn. En su casa tuvimos relaciones sexuales y yo me dormí. Cuando me despertó discutimos por alguna cosa y ella me llamó cochino galesito. Le arrojé un jarrón que creo que se rompió.
Dowdall continuó diciendo cómo la mujer lo golpeó y le arañó la nariz. Él se abalanzó sobre ella, la tiró al suelo y le pegó en la cabeza.
– La subí a la cama y recuerdo haber puesto algunas ropas sobre ella. Tomé una botella de whisky y me fui. Volví al Unión Jack Club y me fui a dormir. Cuando me desperté encontré sangre en mis manos, en mi camisa y en mi traje. Traté de lavar la camisa pero como no pude quitarle la sangre la tiré a un bote de basura en el campo. El traje lo mandé a la tintorería. Un día o dos después leí en el periódico que una prostituta había sido encontrada muerta en Kilburn y supe que yo había matado a esa mujer.
En relación a sus hábitos de bebida, Dowdall dijo que una vez que había comenzado a beber se había dado cuenta de que le gustaba y que había continuado haciéndolo, en ocasiones hasta perder el sentido.
– Cuando estaba borracho, muy borracho, podía hacer cualquier cosa… Mis compañeros piensan que yo soy un marica. Les he tratado de demostrar que no lo soy.
En enero de 1960, Michael Dowdall afirmó en el Old Bailey no ser culpable del asesinato de Verónica Murray, sobre la base de responsabilidad disminuida. Esta opinión fue apoyada por evidencia médica.
El doctor F. Brisby, principal funcionario médico de la prisión Brixton, dijo que Dowdall era un psicópata. Sin embargo, a pesar de poder hablar con libertad sobre los hechos del caso, no pudo arrojar ninguna luz sobre las marcas circulares encontradas en los cuerpos de la señorita Murray y de la señora Hill.
– Creo que esta amnesia relativa a ciertos hechos es genuina – dijo el doctor Brisby.
Dowdall era un tipo mentiroso que creía que la gente se reía de él y que lo despreciaban. Esto es típico de la personalidad de un psicópata. En caso de no haber bebido, de cualquier manera habría tenido una anormalidad mental que habría hecho que su responsabilidad por sus acciones se viera disminuida de manera substancial.
Esta opinión fue apoyada por el doctor A. D. Leigh, un psiquiatra del Hospital Bethlem, quien dijo que las características de un psicópata eran agresividad, conducta impulsiva, tendencia a mentir, perversión sexual y con frecuencia alcoholismo. Tampoco sentían ningún remordimiento o culpa por el daño que le habían ocasionado a otros.
El señor Desmond Trenner, el defensor, interrogó al doctor Leigh.
– No tengo ninguna duda de que Dowdall es un pervertido sexual – respondió el médico a una pregunta.
Dowdall fue declarado culpable de homicidio no premeditado y sentenciado a prisión perpetua.
– No hay duda de que sería poco seguro sentenciarlo a usted por un número de años determinado, al final de los cuales sería puesto en libertad. La sentencia debe ser tal que permita a las autoridades detenerlo hasta que estén seguras de que usted puede mezclarse nuevamente con la demás gente.
El muchacho que cometió un asesinato tres días después de cumplir dieciocho años había sido desde el principio un niño problemático. Tenía 2 años cuando su padre, un capitán del ejército, murió en servicio activo en 1942. Seis años más tarde, al morir su madre, junto con su hermana mayor y su hermano menor dejó su casa en Uckfleld, Sussex y se fue a vivir con una tía, la señora Alice Jenkins, a la villa minera de Llanhilleth, en Monmouthshire. Antes de este cambio importante en su vida ya había sido descrito por su maestra de escuela como «bastante incontrolable». Cuando tenía seis años y medio su situación ya había sido discutida como un caso problemático en una reunión de la escuela. En una ocasión había atado con una cuerda a un gato y lo había lanzado por las escaleras. En dos ocasiones había estado frente a cortes juveniles: en una por robar propiedad de los ferrocarriles y en otra por introducirse en una escuela y causar daños. Durante un breve periodo había estado internado en una casa municipal.
Al dejar la escuela entró a trabajar como repartidor de una panadería. Sin embargo, como siempre había querido seguir la carrera de su padre como soldado, a los quince años se alistó como tambor en los Guardias Galeses.
Dos de sus tíos, que declararon para la defensa en el juicio, admitieron tomar licor en exceso y tener accesos de violencia bajo la influencia del alcohol. El joven Dowdall también había comenzado a beber desde una edad temprana. Dijo a un funcionario médico de la prisión que durante algún tiempo antes de su arresto había estado yendo a Londres los fines de semana, en donde se tomaba hasta dos botellas de licor con gran contenido alcohólico. Dijo que se alegraba de que la policía lo hubiera detenido porque pensaba que en seis meses estaría bebiendo «alcohol metílico».
Celebró su cumpleaños número dieciocho con otros guardias en un hotel en Guildford, Surrey. Se dice que en esa ocasión bebió cuatro o cinco copas de ginebra que había vaciado a un tarro de cerveza. Hubo necesidad de cargarlo para sacarlo del hotel y de tomar un taxi para llevarlo al cuartel. No pudo participar en el desfile de la mañana siguiente por estar todavía parcialmente borracho. Fue llevado a dar un paseo para que pudiera volver a la normalidad.
En cuatro ocasiones Dowdall había estado en problemas por ausentarse sin permiso. Estando detenido había tratado de colgarse con el cinturón de una bata, diciendo que no quería enfrentarse más a la vida.
El teniente coronel John Mansell Miller, comandante del primer batallón de los guardias galeses dijo en la corte que siempre supo que Dowdall era «extraño». Su rareza era un hecho bien conocido del que se le informó al tomar el comando del batallón.
– Sabía que era algo especial – dijo el oficial a la corte -. Mi impresión es que le gustaba exhibirse y que tenía lo que puede ser descrito como ilusiones de grandeza. Yo creo que esto se debe a que es pequeño, débil e insignificante. Tenía el deseo de impresionar a la gente y pretender ser más importante de lo que en realidad era.
La oficina del comandante no había sido informada del hecho de que Dowdall había consumido tal cantidad de ginebra el día de su cumpleaños. Cuando el juez preguntó al coronel Miller si permitiría que un joven recluta de los Guardias Galeses bebiera con tal exceso, la respuesta fue que no. El oficial habría tomado medidas para acabar con ello.
– Eso espero – dijo el juez.
Un sargento de los Guardias Galeses informó que siempre había tenido dificultades con Dowdall. Este era hosco y difícil de manejar y en ocasiones mentiroso. En una ocasión, Dowdall había tratado de estrangularlo.
El joven tambor apenas alcanzaba la altura mínima de los Guardias Galeses y esto, unido a su apariencia frágil y un tanto femenina, hacía que fuera importunado por sus compañeros. También lo molestaban porque únicamente hablaba con las mujeres casadas del campo y parecía no tener amigas.
En su taberna favorita de Chelsea, en la que lucía siempre la ropa de última moda, siempre era visto con bastante dinero. Tomaba exclusivamente ginebras dobles y brandy. Era excesivamente generoso y en ocasiones insistía en invitar a todos los que se encontraban en el bar. Los clientes habituales lo apodaban «el universitario».
En esta taberna conoció a una chica que sentía simpatía hacia él. Ella era una estudiante de enfermería que después del juicio dijo que visitaba a Dowdall en la prisión porque él había sido amable y generoso con ella.
– Parecía tener cierta tristeza que me hacía querer actuar como su madre – dijo -. Se jactaba de haber conquistado a docenas de chicas, pero yo sabía que estaba mintiendo. Se alejaba de mí cuando estábamos solos y se ponía rojo cuando nos besábamos.
«Le gustaba mezclarse con la gente de Chelsea porque se sentía a gusto en su compañía», continuó. «Me dijo que era un clarinetista y batería de bandas de jazz en clubes del West End. En ocasiones me llevó a bailar a clubes y con frecuencia lo detuve antes de que ofreciera pagar copas para todos en el lugar. Creo que gastaba el dinero de manera tan pródiga porque quería impresionar a la gente.
Con frecuencia, Dowdall se emborrachaba cuando salía por las tardes con su amiga enfermera. Ella entonces lo llevaba a su departamento hasta que se recuperaba.
Aunque muchas veces se encontraron solos en el departamento de la chica, Dowdall siempre se comportó con la mayor propiedad. Este hombre de pasiones perversas que al menos atacó a tres mujeres (la policía creía que tal vez fuera el responsable de otros ataques y crímenes de tipo sexual, oficialmente no resueltos) únicamente tuvo atenciones y un respeto tímido para la chica que lo oía sin reírse de él.
Hay una clara similitud en la «firma» que Dowdall dejaba en sus víctimas con la impresión de labios que aparecían en las víctimas asesinadas en la película No Way to Treat a Lady. En el caso de Dowdall la marca era sin duda un acto de triunfo, pero también un intento en favor de su parte dividida para ser detenido.
Dowdall vino a ser un ejemplo de lo que cada vez es más evidente para los psiquiatras: los individuos con tendencias asesinas beben grandes cantidades de alcohol con el propósito de cometer el crimen que llevan en sus fantasías y que los molesta por dentro. El estado de responsabilidad y control disminuido que trae consigo el alcohol les permite realizar el crimen en el mundo externo y deshacerse de los impulsos asesinos aunque sea únicamente por un periodo corto. Por desgracia, la situación interna vuelve a aparecer de manera que siempre existe la tendencia a repetir el crimen.
Con frecuencia, la persona que finalmente se convierte en asesino es aquella que goza de pocos privilegios, aquella un tanto impotente, pequeña o deforme.
Es muy posible que el alistamiento de Dowdall en los Guardias Galeses fuera un intento vano por situarse en una posición que le proporcionara controles adecuados y que le permitieran mantenerse alejado de sus impulsos homicidas.