
Martha Lowenstein
- Clasificación: Asesina en serie
- Características: Envenenadora - Para heredar y conseguir el dinero de los seguros de vida
- Número de víctimas: 4
- Fecha del crimen: 1932 - 1937
- Fecha de detención: 1938
- Fecha de nacimiento: 1904
- Perfil de la víctima: Su marido Emil Marek / Su hija Ingeborg Marek / Suzanne Lowenstein / Felicitas Kittenberger
- Método del crimen: Veneno (talio)
- Lugar: Viena, Austria
- Estado: Ejecutada por decapitación el 6 de diciembre de 1938
Martha Marek
Colin Wilson y Patricia Pitman – Enciclopedia del crimen
Martha Lowenstein, nacida alrededor de 1904, era una niña inclusera adoptada por un matrimonio pobre de Viena. Su padre había emigrado a América y no volvió a oírse de él. A los quince años consiguió un empleo como dependienta de una tienda de modas de Kirtnerstrasse.
Un día de 1919, Moritz Fritsch, hombre maduro y de gran fortuna, propietario de unos grandes almacenes de Viena, habló con ella unos momentos e, inesperadamente, la ofreció encargarse de su tutela y educación.
Martha, entonces una muchacha muy atractiva y aficionada a vestir bien, aceptó encantada. Poco después se había convertido en la amante de Fritsch, quien la envió a un colegio inglés para que recibiera cierta cultura y a pasar varias vacaciones en Francia. Se encariñó de tal modo con ella que alteró su testamento, dejándola heredera de su lujosa residencia de Modling.
Un año después (exactamente a los cinco de haberse encargado de la tutela de Martha), Fritsch murió a la edad de 74 años. Sus parientes, especialmente su antigua esposa, despechados porque hubiese dejado una parte de su fortuna a la muchacha, reclamaron la exhumación del cadáver, sin éxito.
Unos meses más tarde, Martha contraía matrimonio con un joven estudiante de ingeniería, Emil Marek, con el que mantenía relaciones amorosas desde algún tiempo antes de morir su protector.
Martha Marek llevaba una vida de lujos extravagantes y pronto se encontró sin dinero y cargada de deudas. El matrimonio determinó entonces llevar a la práctica un plan casi increíble para hacerse con una importante suma: Marek aseguraría su vida contra accidentes y poco después sufriría uno importante.
La compañía aseguradora pidió informes del muchacho, averiguando que era honrado y trabajador y que el Gobierno estaba muy interesado en un proyecto que había preparado sobre la electrificación de Burgenland. Finalmente, sin tener conocimiento del estado financiero de su esposa, decidieron asegurarle por tan importante cantidad.
Poco después sucedía el accidente; aparentemente, cuando se ocupaba en cortar un árbol con un hacha muy afilada se hirió en la pierna, de tal forma que tuvieron que amputársela por la rodilla. El doctor que examinó la herida encontró en ella tres cortes diferentes, lo cual negaba la posibilidad de que se tratase de un accidente.
La policía llegó a la conclusión de que su esposa había sido la autora del hecho con su consentimiento. Ambos fueron acusados de fraude.
Frau Marek, entonces, sobornó a un enfermero del hospital en que había sido atendido su esposo para que declarase haber visto al doctor extendiendo la herida; la noticia fue publicada en la prensa y causó gran impresión.
Pero la policía logró obtener del enfermero la confesión de que había sido sobornado. Poco después el matrimonio era juzgado y condenado a cuatro meses de cárcel, aceptando de la compañía una liquidación de 3.000 libras, que emplearon casi totalmente en cubrir los gastos ocasionados por el juicio.
Los años siguientes fueron desgraciados para los Marek, que vendieron su casa y se trasladaron a Argelia, donde Emile instaló un negocio que pronto fracasó. Allí tuvieron dos hijos. En la miseria, regresaron a Viena, dedicándose Martha a vender verduras en un puesto callejero de uno de los barrios más pobres de la ciudad.
En julio de 1932, Emil Marek murió de tuberculosis. Ni su fallecimiento ni el de su hija, que sobrevino un mes más tarde, despertó ninguna sospecha.
Martha se convirtió entonces en la dama de compañía de una anciana pariente, frau Susanne Lowenstein, que vivía en Kuppelweisergasse.
Por entonces tenía poco más de 30 años y era todavía muy atractiva. Al poco tiempo frau Lowenstein fallecía con síntomas similares a los de Marek -calambres en las piernas y dificultades para tragar- y Martha heredaba su dinero, que tardó poco en gastar.
Para poder vivir, alquiló unas habitaciones a un agente de seguros, herr Neuman, y a una tal frau Kittenberger, que murió poco después dejando a Martha la cantidad de 300 libras.
Hacia 1937, frau Marek decidió llevar a la práctica un nuevo fraude; durante la noche hizo sacar de la casa todos los cuadros que había asegurado previamente y al día siguiente declaró haber sido víctima de un robo. La policía descubría la verdad y no obtuvo dinero alguno de la compañía.
Mientras tanto, el hijo de frau Kittenberger comenzó a sospechar que su madre había sido envenenada e hizo exhumar el cadáver, en el que se halló una dosis de un compuesto de talio.
Como consecuencia, se llevó a cabo la autopsia de los cuerpos de Marek, Ingeborg Marek (la hija del matrimonio) y frau Lowenstein, obteniéndose el mismo resultado. La policía averiguó que Martha había adquirido el veneno en una farmacia de Florisdoff.
Fue localizada por su hijo que, interno en una escuela de Hitzing, se hallaba gravemente enfermo; su madre le visitaba frecuentemente, llevándole comida preparada por ella. Fue arrestada a tiempo de que su hijo pudiese salvarse.
Con el advenimiento de Hitler se había instaurado de nuevo en Austria la pena de muerte; Martha Marek fue decapitada el 6 de diciembre de 1938.
Un hacha para Frau Marek
Ignatz Peters, ex comisario de policía de Viena, Austria
Estoy profundamente convencido de que la suerte a menudo puede presentarse disfrazada con la capa de la desgracia, y si esto no fuese cierto yo no les contaría ahora la historia de Martha Lowenstein. Ella, más que nadie en el mundo, tuvo muy buenas razones para maldecir aquel día en el que se creyó persona afortunada.
Muchos la recordarán como a una bella muchacha, siempre elegantemente vestida, cuando tomaba el eléctrico en Ottakring, uno de los lugares más desaseados y sucios de Viena, para Kirtnerstrasse donde trabajaba en una tienda de modas. Era un distrito de casas bajas y gentes deprimidas, y Martha fue una de las raras flores que allí crecieron. Los hombres en el eléctrico siempre abandonaban la lectura del periódico en cuanto ella aparecía, y Martha siempre tenía una sonrisa a flor de labios para sus compañeros de viaje.
Valía la pena mirar a la chica, rubia, esbelta y con una finísima tez que ciertamente no procedía de un bote de cosmético. Cada día llevaba puesto algo diferente, y su elegancia picaba a las mujeres que la conocían de vista. Entre ellas murmuraban que ninguna muchacha de aquel distrito tan pobre podía vestir tan elegantemente a menos que… Bien, eso era lo que ellas decían, pero no era verdad. Martha era una muchacha virtuosa y todo tenía una explicación muy sencilla.
Confió la verdad a Moritz Fritsch, propietario, de unos grandes almacenes de Viena, hombre rico y culto. Moritz tenía sesenta y tantos años, pero parecía mucho más joven. Tuvo oportunidad de hablar con Martha una noche en que ella se dirigía a su casa. Le dijo que la había visto y admirado muy a menudo y que la felicitaba por la forma en que vestía. Martha dijo que pertenecía a una familia muy pobre y que trabajaba en una tienda de modas. La propietaria siempre había mostrado hacia ella una gran bondad y la trataba casi como a una hija.
-Le gusta verme bien vestida -dijo Martha- y dice que así soy una espléndida propaganda para su comercio. Si no fuera por ella yo tendría el mismo aspecto desaliñado y pobre que la inmensa mayoría de las chicas que aquí tienen necesidad de trabajar para vivir.
Herr Fritsch inmediatamente le ofreció un empleo bien remunerado en sus almacenes, pero la joven no quiso siquiera oír hablar de aquello. Quería mucho a su patrona y no pensaba dejarla.
-Debo confesar que admiro su lealtad -dijo Fritsch-. Pero, por supuesto, ¿me permitirá que la lleve a casa?
Martha subió al coche que conducía un chófer y de camino hacia Ottakring explicó que ella y su madre vivían solas. Su padre había emigrado a América muchos años antes y no habían tenido noticias suyas desde entonces.
Aquella misma noche, de regreso en su villa de Modling, Moritz Fritsch no pudo apartar a la muchacha de su pensamiento. La casa que había visto era deplorable y lo mismo era su madre, una mujer gruesa, voluminosa, vulgar e ineducada. La mujer le dijo todo cuanto era preciso saber sobre la familia y finalmente Moritz supo que Martha era una muchacha afectuosa y que era su hija por adopción.
Fritsch estaba divorciado y sus dos hijos casados. Vivía con los criados y aquella noche se dio perfecta cuenta de lo sola que estaba su casa. En suma, era un hombre muy rico, pero esa riqueza no le compensaba la soledad.
Pocos días después llevó a Martha a cenar y no solamente le enseñó lo que era el auténtico lujo, sino que le sugirió se convirtiera en su pupila, bajo su tutela. Dijo que le proporcionaría todo cuanto su belleza merecía: vestidos, joyas, educación, viajes y la compañía de personas inteligentes.
Martha no lo dudó mucho y muy pronto la hermosa villa se convirtió en su nuevo hogar. Fritsch mantuvo su palabra. La envió a un colegio de señoritas y durante los períodos de vacaciones, a Inglaterra y a Francia. A los dieciocho años Martha era una mujer encantadora y había adquirido ya un espléndido barniz social.
Cuando regresó a la villa de su benefactor fue presentada a sus amigos en fiestas y cenas. Jamás le negaba nada y muy pronto Martha llegó a poseer más joyas y vestidos de los que nunca había soñado. Sin embargo, cuando el esplendor de todo aquello comenzó a empañarse un poco, Martha también comenzó a mostrar el temperamento que se apodera de las jóvenes sin madurar. Siempre que se enfadaba, Fritsch le compraba alguna joya nueva y realmente parecía comprender por qué su fascinadora pupila se comportaba como lo hacía.
La devoción de Fritsch hacia la chica, por supuesto, era objeto de comentarios desde hacía tiempo, particularmente entre los criados. Una doncella dijo que había visto a Moritz abrazar en el jardín a su protegida en forma que no tenía nada de paternal. En otra ocasión, otro criado manifestó que ambos estaban en el dormitorio de Martha, adoptando un desenfadado proceder, y un tanto alegres por el champaña que habían bebido.
Pasaron tres años y hacia el fin de este período comenzó otro, durante el cual era realmente difícil suprimir el mal humor y modales de Martha, a pesar de todos los regalos que le hacía Fritsch. El viejo creía, y así se lo decía a sus íntimos amigos, que quizá estaba exigiendo demasiado a la muchacha y que estaba seguro de que ella temía el día en que él no viviese ya para seguir protegiéndola.
Fritsch probablemente tenía razón ya que cuando comunicó a Martha que había hecho un nuevo testamento en el que no la olvidaba, la chica lloró un poco y abrazó al viejo. Aquél era el final de su infelicidad. Fritsch, por imperativo de la ley, tenía que dejar una tercera parte de sus bienes a su ex esposa y tampoco en el testamento olvidaba a sus hijos. Martha se quedaría con el resto de su fortuna, incluyendo la casa.
Un año después de tomar estas disposiciones, Fritsch fallecía a la edad de setenta y cuatro años. A su cabecera se hallaban Martha, la familia del anciano y el doctor Pollack, su médico.
Cuando se procedió a la lectura del testamento, Betty Fritsch se puso furiosa.
-No lo comprendo -dijo-. Cuando nos divorciamos, Moritz prometió solemnemente que esta propiedad sería heredada por la familia.
-Señora, yo no hago más que leer el testamento en el que consta el último deseo de herr Fritsch -replicó el abogado secamente.
Pero era muy difícil persuadir a Betty.
-Mi esposo era viejo, pero gozaba de buena salud. Creo que esta muchacha sabe algo acerca de su muerte. Hay una sola forma de averiguarlo. Debe ser exhumado el cuerpo de mi marido.
Todo el mundo quedó horrorizado ante aquella sugerencia, particularmente los hijos de Fritsch.
-Mamá siempre mostró unos terribles celos hacia la pupila de papá -manifestó el joven Fritsch-. De ninguna manera ha de molestarse más al pobre papá.
No se celebró ninguna encuesta y Martha recibió su herencia, que consistió en mucho menos dinero del que ella creía.
Aunque no salía mucho, un hombre joven y apuesto comenzó a visitarla en la villa y tres meses después de la muerte de Fritsch se supo que se había casado con dicho joven. Se llamaba Emil Marek y estaba estudiando ingeniería. Durante casi un año Martha se había estado entrevistando con él secretamente.
Pasó cierto tiempo hasta que oí por primera vez citar el nombre de Martha Lowenstein Marek y sucedió en la siguiente forma: Un día recibí una llamada telefónica de herr Möller, vicepresidente de una compañía de seguros. Dijo que se encontraba en el hospital Billroth y me rogó que me reuniese con él allí en cuanto me fuese posible. Cuando llegué al hospital, Möller me estaba esperando, y juntos entramos en una de las pequeñas salas donde, sobre una mesa, yacía la pierna de un hombre, cortada justamente bajo la rodilla. Ni siquiera le faltaban el calcetín ni el zapato.
Möller explicó a continuación por qué me había llamado a la comisaría de policía.
-La pierna pertenece, o pertenecía, a un joven llamado Emil Marek. Vive con su esposa en una villa de los suburbios. Una doncella me telefoneó diciendo que el señor Marek se había herido gravemente al cortar un árbol del jardín. Se le trajo inmediatamente aquí y el cirujano que ha realizado la amputación me ha dicho que la pierna estaba casi cortada en dos, que solamente la sostenía un tendón.
-¿Por qué se le comunicó a usted el accidente, herr Möller?
-Porque Marek está asegurado con nosotros por una suma considerable de dinero.
Möller continuó dándome detalles. Hacía una semana que Marek le había llamado para contratar una póliza de 30.000 dólares, póliza que cubriría toda clase de accidentes. Marek le dijo que estudiaba para ingeniero en el Instituto Técnico de Viena y que no hacía mucho contrajo matrimonio con una joven rica.
El Gobierno estaba interesado en un proyecto de electrificación para Burgenland que él había preparado, y creía que contratar una póliza de seguros contra accidentes era precaución noble en favor de su esposa. No quería convertirse en una carga para ella en el supuesto de que algo malo le ocurriese.
-Aun cuando dudé un poco ante la propuesta -dijo Möller- de todas formas me impresionó el joven Marek. Me pareció un muchacho decente, honrado y muy inteligente. Más tarde llegué a preguntarme si habría hecho bien, y al efecto realicé algunas indagaciones. Averigüé que se respetaba su nombre en el Instituto y que me había dicho la verdad sobre el proyecto de electrificación que había presentado al Gobierno. De hecho, me convencí de que era un buen riesgo y tomé todas las disposiciones necesarias para contratar la póliza. Volvió Marek a mi despacho, firmó los documentos, y pagó la prima.
Estábamos todavía charlando cuando el doctor Rudolf Kuster entró en la habitación y Möller me presentó a él.
-Marek ha escapado por los pelos -manifestó el cirujano-, y si su esposa no hubiese usado varios torniquetes se hubiese desangrado hasta morir antes de que hubiéramos podido hacer algo por él. Está muy postrado y ha perdido mucha sangre, pero es joven y goza de buena salud. Creo que le sacaremos adelante.
Pregunté al cirujano por el ángulo de la herida y el hombre me miró con curiosidad.
-Es un tanto extraño -dijo-. El corte es casi recto y es difícil decir exactamente cómo ocurrió; pero este tipo de accidentes a veces muestra tales características.
-Si fue un accidente -comentó Möller.
Era mucho exigir pensar que una persona fuera capaz de cortarse una pierna para cobrar un seguro, pero la naturaleza humana es algo imprevisible y a veces misteriosa. Marek se hallaba demasiado enfermo para ser interrogado, pero Martha también se hallaba en el hospital, ya que se había desmayado cuando llevaron a su esposo al quirófano.
Se le había administrado un sedante y una vez recuperado el conocimiento ya era capaz de hablar. Lloró al explicarnos que su esposo se encontraba cortando un árbol, cuando el hacha se deslizó. Había oído los gritos de su esposo al igual que los vecinos. Luego le encontraron tendido en un gran charco de sangre y todo el mundo ayudó a sujetarle en la pierna unos torniquetes mientras se esperaba la ambulancia.
A pesar de su palidez y disgusto, Martha aparecía en la cama del hospital tan encantadora y llena de atractivo como siempre. Murmuró que siempre amaría a su esposo, y a continuación se quedó dormida como una criatura.
Mientras tanto, envié al detective Carl Huber a la villa para que echara una ojeada a la misma, y muy pronto regresó con sorprendentes noticias. En el jardín había un árbol medio derribado, una gran mancha de sangre y un hacha tan afilada como una navaja de afeitar.
-Alguien ha limpiado meticulosamente el hacha -dijo Huber-. No hay en ella ni una sola huella digital ni mancha de sangre.
Por supuesto, era muy posible que el hacha hubiese sido limpiada inocentemente por una criada o por otra persona, pero no era posible explicar las pruebas de los expertos, que Möller y yo presenciamos a la mañana siguiente en el Instituto Médico de Viena, a donde se había enviado la pierna para someterla a examen.
Quitando la pinza que iba unida a un cordón de seda, el profesor Meixner señaló la prueba A y dijo:
-Caballeros, no hay la menor duda de que estas heridas fueron causadas deliberadamente. La amputación parcial precisó de tres golpes de hacha seguidos. Las huellas en el miembro son claramente visibles. Cada una de ellas profundiza más que la anterior.
Involuntariamente exclamé:
-¡Pero eso es imposible… ¡Es increíble!
Pero en el acto recordé que era precisamente lo increíble el motivo de empleo para todos los policías.
-Lo que es inconcebible -comentó Möller- es que Marek haya podido mutilarse a sí mismo.
-¿Se refiere acaso a su esposa?
-Sí; creo que ella podrá contarnos algo más de lo que ha declarado.
Hubo que hacer muchas indagaciones antes de que los Marek pudiesen ser detenidos por la acusación de fraude frustrado, y en cualquier caso, Emil Marek no pudo moverse del hospital durante algún tiempo. Aprendí muchas cosas acerca de Martha y cómo se había convertido en el capricho de aquel anciano. El caso era tan poco corriente que muy pronto fue tema de casi todas las conversaciones de la ciudad, y la misma Martha fue lo suficientemente astuta como para tomar parte en la controversia.
Poco después de haber sido puesta en libertad bajo fianza, me invitó a que la visitara en su villa. Una pequeña y elegante doncella me abrió la puerta y me precedió a un salón donde encontré a Martha tumbada en una chaise longue estilo Recamier…, y rodeada de público. El salón, magníficamente amueblado con raras piezas, estaba lleno de periodistas. Martha me ofreció su mano para que se la besara, como si yo fuese un cortesano en lugar de un policía.
-Tiene usted que perdonarme por no levantarme, pero todavía me encuentro muy débil. He invitado a todos estos señores periodistas, para decirles que mi esposo y yo estamos siendo acusados por instigación de una compañía de seguros, que trata de evadir abonarnos el dinero que nos debe.
Martha se detuvo y me lanzó una fija mirada. Inmediatamente me di cuenta de que se había ganado las simpatías de todos los presentes.
-Verá usted -continuó diciendo Martha-, he recibido cierta información de la que, estoy segura, la policía no tiene la menor idea. Esta información me la proporcionó una persona que trabaja en el hospital. Me dice que ha visto a herr Möller hablando muy confidencialmente con uno de los cirujanos. Más tarde, y esto lo sé cierto, esa misma persona vio cómo el tal cirujano extendía el área de la herida sobre la pierna amputada al pobre Emil.
Aquélla era una noticia «sensacional» para la Prensa. Uno de los periodistas preguntó:
-¿Puede usted damos el nombre y ocupación de ese testigo?
Martha sonrió tristemente y añadió:
-No, no puedo decir quién es por razones que usted mismo debe comprender. Fue lo suficientemente amable como para darme dicha información, y eso es todo cuanto puedo decirle por el momento.
Me mantuve durante cierto tiempo en la oscuridad y me costó mucho trabajo sacar a Martha el nombre de la persona que al parecer había sorprendido aquella «íntima» conversación entre Möller y el cirujano. Era un feo alegato y por mi parte no lo creí ni por un solo momento.
La persona en cuestión era un mozo de limpieza del hospital llamado Karl Mraz. Se trataba de una criatura muy frágil y muy poco inteligente. Cuando se le interrogó por vez primera apoyó las declaraciones de Martha, pero no soportó un largo interrogatorio y acabó por confesar que Frau Marek le había ofrecido 10.000 chelines si repetía a todo el mundo la historia que ella había inventado.
Y así se unió a la primera acusación otro cargo más, por obstrucción a la justicia, cuando se juzgó a los dos detenidos, pero ninguno de ellos resultó gravemente perjudicado.
El delito tiene un rostro muy feo y nadie tenía aspecto más inocente que Emil Marek, entonces ya un apuesto inválido, y su encantadora esposa. Tenían a la Prensa de su lado también y la acusación de fraude frustrado se suprimió en el atestado por falta de pruebas suficientes. Por la segunda acusación fueron sentenciados a cuatro meses de prisión, pero como habían estado detenidos durante tal período de tiempo esperando el juicio, la ley estipulaba que tal condena ya había sido cumplida.
Tomando café con Möller veía que el hombre estaba seriamente preocupado ante la perspectiva de que su compañía tuviese que pagar la póliza a Marek. Si yo no hubiese estado totalmente convencido de que aquello era un fraude no le hubiese ofrecido cierto consejo. Yo conocía la historia de Martha y las dudas de Betty Fritsch acerca de la muerte de su marido, o lo que era igual, sus dudas de que hubiese fallecido de muerte natural. Insinué pues a Möller, que Martha no tendría inconveniente quizá en que se aireara su pasado, pero que una conversación privada con ella podría persuadirla para que aceptase un arreglo económico más modesto.
Möller se dejó caer por una fiesta que daban los Marek para celebrar su libertad, y el vicepresidente de la compañía de seguros dijo lo suficiente como para convencer a Martha de que, dadas las circunstancias, sería prudente admitir el abono de solamente 10.000 dólares, cosa que ella aceptó inmediatamente. Después de todo, había que pagar aún a la defensa, y la pierna amputada de Emil no había sido gran negocio.
Habían tenido una suerte enorme al escapar de una larga condena, y fue a causa de estar yo tan seguro de su culpabilidad por lo que no les perdí de vista. El escándalo del juicio arruinó todos los proyectos de electrificación de Emil, ya que el Gobierno retiró inmediatamente su apoyo y no pudo encontrar a nadie que le respaldara. Trató luego de hacer dinero con una flotilla de taxis que compró, pero la aventura fue un fracaso y el matrimonio tuvo que hipotecar la villa para hacer frente a las deudas.
Los Marek desaparecieron durante algún tiempo y uno de mis detectives descubrió que habían ido a Argelia a fabricar aparatos de radio para mercados extranjeros. La mano de obra era allí mucho más barata y no cabía duda de que la pareja consideraba aquel viaje como el inicio de un nuevo comienzo en su vida.
La próxima vez que vi a Martha apenas pude creer se tratara de ella. Estaba vendiendo verduras en una carretilla y en una de las calles más míseras de Viena. Aún no había perdido del todo su belleza, pero en su rostro se advertía la amargura y la decepción. Detuve mi coche para charlar con ella.
-Sí -dijo amargamente-, somos tan pobres como… como usted ve. Nada nos ha salido bien. El negocio de Emil fracasó en Argelia y eso significó el final de la villa que ya estaba hipotecada. A esto he quedado reducida también yo. Una vez escapé de la miseria y de la suciedad, pero ahora soy su prisionera de nuevo.
Martha estaba vestida con un sucio vestido de algodón y calzada con unos zapatos que le estaban demasiado grandes. Su aspecto hubiese horrorizado a Moritz Fritsch. Me di perfecta cuenta de lo antipático que yo era para ella, pero al menos yo era alguien con el que podía hablar.
-Tengo que hacer esto -añadió- para poder llevar un poco de pan a la boca. Mi marido ya no puede trabajar y tenemos que mantener a una hija y un hijo.
Los Marek habían sido muy maltratados por el Destino, pero Martha era tan viperina que se hacía difícil sentir simpatía hacia ella. No la volví a ver durante algún tiempo, pero en el mes de julio de 1932, leí en un periódico el fallecimiento de Emil. Comencé a pensar en todo ello e hice algunas indagaciones entre los vecinos. Decían que Emil había estado enfermo desde hacía tiempo. Parecía sufrir cierta parálisis, pérdida de visión y otros dolorosos síntomas. Se me dijo que Martha le cuidó e hizo por él todo lo posible, hasta que los vecinos hicieron una colecta entre ellos para pagar la consulta de un especialista. La enfermedad de Emil se diagnosticó como una tuberculosis muy avanzada y fue admitido en la sala de caridad del Calvay Hospital donde murió poco después.
Pude confirmar todos estos hechos, pero no me hubiese convencido de que la muerte de Marek se debía a circunstancias normales si yo hubiese sabido que poco después de la muerte de Emil también falleció su hija Ingeborg. A causa del intenso trabajo que por entonces teníamos en la comisaría, la noticia escapó a mi atención.
Era el año 1933 y Hitler ya estaba en el poder. Acababa de comenzar una larga noche para Europa. Llegaron a continuación cinco años de oscuridad y cambios, y en marzo de 1938 los nazis entraron en mi país y nadie, ni incluso los que daban la bienvenida al Anschluss, podían predecir lo que les reservaba el mañana. El pasado parecía haberse borrado completamente y con él todo el trabajo y la vida anterior. Quizá eso explique un tanto mi asombro cuando de nuevo oí el nombre de Frau Marek.
Según un informe dejado sobre mi mesa de despacho, había sido víctima del robo de cierto número de valiosos tapices y cuadros. Vivía en Kuppelweisergasse, uno de los mejores puntos de la ciudad, lo cual era ciertamente una mejora tras vender zanahorias, cebollas y patatas a los desheredados de la fortuna, como lo estaba haciendo la última vez que yo la había visto.
Pensé que sería interesante visitarla y al principio Martha no me reconoció. Con gracioso gesto señaló a las desnudas paredes de su grande y magnífico apartamento.
-Fueron robados durante la noche -dijo calmosamente. Luego se fijó mejor en mí y exclamó al reconocerme: -¡Vaya!… ¡Me alegro mucho de volver a verle!
-Parece que la suerte ha cambiado para usted -comenté yo.
-Sí, efectivamente. Esta casa me la dejó la señora Lowenstein, una parienta de mi padre. Por favor, haga lo que pueda por recuperar los tapices y cuadros robados.
Tuve que reconocer que Martha era mujer que se dominaba maravillosamente bien. Le dije a guisa de pregunta:
-Supongo que tendría todo asegurado, ¿no?
-Naturalmente; herr Neumann, que incidentalmente es uno de los inquilinos de aquí, me vendió la póliza.
Me tocó a mí sorprenderme una vez más y me pregunté si la mujer había vuelto a sus viejos trucos. Seguramente, pensé yo, debió aprender la dura lección, pero invariablemente los que defraudan siempre repiten sus delitos. Decidí que valía la pena hacer unas cuantas visitas. Si aquello era un simulacro de robo, entonces Frau Marek debía haber trasladado sus tapices y cuadros a alguna otra parte. Muy pronto encontré la forma en que había hecho el trabajo. Martha había dado órdenes para que se los llevaran alrededor de la medianoche y todos los cuadros y tapices desaparecidos se hallaban a salvo en un depósito de Ottakring.
Por segunda vez detuve a Martha por el delito de fraude frustrado. Los periódicos no habían olvidado aquel otro juicio celebrado once años antes, y desde el momento en que su nombre volvió a ocupar las primeras páginas de la Prensa, comenzaron a suceder cosas. Mientras se elaboraba su expediente, me visitó un joven llamado Herbert Kittenberger y me aseguró que estaba convencido de que Frau Marek había envenenado a su madre. Deseaba que se exhumara el cadáver.
Explicó que su madre, Felicitas Kittenberger, había alquilado una habitación en la casa de apartamentos de Martha y que luego había muerto tras una breve enfermedad. No se había comunicado dicho fallecimiento al hijo hasta después del funeral.
-¿Por qué? -pregunté yo.
Herbert Kittenberger dijo que ni siquiera estaba enterado de la enfermedad de su madre. Admitió que siempre andaba de un lado a otro buscando trabajo, pero aseguró que Frau Marek pudo ponerse en contacto con él si ella lo hubiese deseado.
-Traté luego de que me lo explicara todo y ella dijo que intentó buscarme. Pero estoy seguro de que mentía.
Aunque el doctor de Frau Kittenberger mantenía que su paciente había muerto por causas naturales, pensé que era aconsejable solicitar una orden para exhumar el cuerpo. Durante los últimos años parecía ser que la muerte había seguido a Frau Marek por todas partes. Yo tenía la impresión de que se podrían explicar muchas cosas. Todo ello significaba montañas de trabajo y volver a retroceder en un largo camino, pero pronto averigüé que después de la muerte de su esposo, Martha se había mudado a la casa de Kuppelweisergasse, propiedad de una parienta ya anciana, llamada Frau Susanne Lowenstein. En la vecindad había todavía quienes recordaban a la bonita compañera de la vieja. Para empezar, Martha la había visitado un día y más tarde la persuadió en el sentido de que necesitaba a alguien que cuidase de ella.
Una vez más Martha pudo huir de la pobreza. Todavía era joven, poco más de treinta años de edad, y la anciana debió comprarle algunas ropas, ya que vestía bien y al parecer había salvado del naufragio algunas joyas de las que le había regalado años antes Fritsch.
Cocinaba para Frau Lowenstein, le leía, y según un testigo, cuando la anciana en cierta ocasión le dijo que pensaba dejarle todo cuanto poseía, Martha replicó:
-Todo lo que hago por usted es por cariño. No por dinero.
Frau Lowenstein no vivió mucho tiempo y en su última enfermedad los síntomas fueron parecidos a los del fallecido esposo de Martha; parálisis en las piernas, mala visión y dificultad para tragar. Cuando murió Frau Lowenstein dejó a Martha la casa y un buen paquete de billetes de Banco.
Una de las personas con las que hablé acerca de Martha fue herr Neumann, su agente de seguros, y a la vez ocupante de un par de habitaciones en su casa. El hombre se mostró excesivamente locuaz, pero también con ganas de cooperar.
-Conocí a Frau Marek en el año 1935-. No le quedaba a uno más remedio que sentirse impresionado por ella…, era muy bonita y exteriorizaba unos modales soberbios. Nos vimos mucho y muy pronto confió en mí. Era un tanto gastadora y dijo que se le había acabado el dinero de la herencia de Frau Lowenstein. La casa de Kuppelweisergasse era grande y costosa en su mantenimiento y me pidió consejo.
»Le sugerí que me alquilase un par de habitaciones para poder ayudarla y más tarde Frau Kittenberger se unió a nuestra pequeña familia. Frau Marek en seguida lo tomó afecto.
-¿De verdad…?
-¡Oh, sí! Eran muy buenas amigas. No puede usted creer una sola palabra de lo que diga ese Herbert, el hijo de Frau Kittenberger. Siempre fue para ella motivo de grandes disgustos. Se lo aseguro. Era incapaz de trabajar mucho tiempo en el mismo sitio y parecía que tenía un agujero en las manos en cuanto a dinero se refería.
»Frau Kittenberger dijo a Martha que el poco dinero que tenía desaparecería en un abrir y cerrar de ojos si Herbert ponía en él sus manos, y ni siquiera le quedaría lo suficiente para que la enterraran con decencia. Martha me consultó el problema y yo contraté una póliza para Frau Kittenberger. El dinero iría a parar a manos de Martha, y no fue una equivocación, pues a la pobre señora, cuando murió, se la enterró muy decentemente.
-¿A cuánto ascendía la póliza?
-A muy poco. Mil dólares.
Parecía lógico suponer que si Martha había asesinado a Frau Kittenberger quizá no fuese la primera vez que lo había hecho. Por lo tanto se hizo necesario abrir las tumbas de Emil Marek, Ingeborg, su hija, y la de Frau Lowenstein.
Mientras esperaba el resultado de cada una de las cuatro autopsias, volví a pensar en algo que desde hacía tiempo me traía de cabeza. ¿Qué habría sido del otro hijo de Marek… del pequeño muchacho? A su regreso de Argelia, Marek y su esposa habían vivido en Hitzing y fue en aquel distrito de Viena donde los detectives encontraron al pequeño Alfons, que se hallaba alojado con unos vecinos. Al parecer estaba muy enfermo.
La mujer que le cuidaba me dijo que temía que el pequeño Alfons padeciese una tuberculosis, enfermedad que ella creía habría heredado de su padre. Los síntomas eran muy parecidos. Frau Marek, dijo la mujer, le visitaba constantemente y a menudo llegaba a tiempo para darle la cena. Frecuentemente le traía algo especial para comer.
-Frau Marek es una mujer muy valiente -dijo mi informante, con lágrimas en los ojos-. Un día le oí cómo decía a su pequeño que muy pronto estaría con su padre. Frau Marek me pareció un verdadero ángel.
-¿No lee usted nunca los periódicos? -pregunté.
-Nein, herr Peters, somos muy pobres.
Llevamos al pequeño al hospital y durante el juicio de su madre, los médicos tuvieron que luchar duramente para salvarle la vida.
Martha fue acusada de los asesinatos de su esposo e hija y de los de Frau Lowenstein y Frau Kittenberger. Todos habían muerto como consecuencia de haber ingerido un compuesto venenoso de talio. Un farmacéutico de Florisdorf mostró los registros de venta del veneno a Martha en una fecha anterior a cada una de las muertes. Allí estaba otra prueba que demostraba la culpabilidad de la acusada mucho más allá de toda duda.
Pálida y tensa, Martha escuchó cómo el fiscal la señalaba como una criatura más vil que la propia Lucrecia Borgia. Con el advenimiento del nazismo se había restaurado la pena de muerte en Austria, y así Martha fue condenada a ser decapitada.
El día 6 de diciembre de 1938 fue trasladada desde la celda al bloque de ejecución. Con ambas manos atadas a la espalda se inclinó para recibir el golpe final. Su cabeza quedó separada de su cuerpo al primer golpe de hacha del verdugo.
No puedo decir cuáles serían sus pensamientos durante el corto tiempo que esperó a que se ejecutara la sentencia. Por supuesto tenía toda la razón del mundo para haber pensado en los días en que su belleza había atraído a Moritz Fritsch y en cuán afortunada se habría imaginado ser entonces al disfrutar de la oportunidad de dar la espalda a la pobreza. Aun cuando últimamente aquello precisamente era lo que la había enfrentado con la muerte.
Quizá aun cuando desde niña hubiese poseído instintos asesinos, es probable que si hubiese seguido siendo pobre todavía viviría.
¿Quién puede asegurarlo?