
- Clasificación: Asesina
- Características: Parricida - Envenenadora
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 3 de enero de 1840
- Fecha de detención: 26 de enero de 1840
- Fecha de nacimiento: 15 de enero de 1816
- Perfil de la víctima: Su marido, Charles Pouch-Lafarge
- Método del crimen: Envenenamiento (arsénico)
- Lugar: Corrèze, Francia
- Estado: Condenada a trabajos forzados de por vida el 19 de septiembre de 1840. Puesta en libertad en junio de 1852. Muere el 7 de septiembre de 1852
Índice
Marie Lafarge
Alain Monestier
La primera disputa de expertos de la historia (1840).
Acusada de haber envenenado a su marido con arsénico, Marie Lafarge tuvo el honor de ocupar las primeras páginas de los periódicos tras la disputa de expertos que provocó su juicio.
En 1840, la opinión pública estuvo muy alterada por un juicio espectacular que dio lugar a la primera gran batalla de expertos de los anales judiciales. Se trataba de saber si Marie Capelle había asesinado a su marido, Charles Pouch-Lafarge, haciéndole saborear algunos manjares con arsénico.
Toda Francia seguía el caso con tanta más pasión cuanto que la abuela de la acusada, Herminie Campton, esposa de Collard, era la hija adulterina de la Sra. de Genlis, preceptora de los niños de Orléans, y de Philippe Égalité, el padre del rey. En plena monarquía «burguesa», aquel detalle genealógico no podía dejar de interesar a unos cronistas judiciales siempre al acecho de los escándalos propicios para salpicar, aunque fuera de lejos, a la familia real.
La opinión pública, sobreexcitada, se dividió muy pronto en dos clanes opuestos: los «lafargistas» y los «antilafargistas», que no sólo intercambiaban insultos ante el tribunal, sino que tampoco habrían vacilado en llegar a las manos sin la intervención de la policía. Incluso con aquellas implicaciones políticas, podría sorprendemos la repercusión del caso.
En sí mismo, el asesinato de Charles Lafarge sólo fue, efectivamente, un drama muy mediocre de la vida conyugal, y, si las historias de envenenadoras siempre despiertan un misterioso interés entre la muchedumbre, la memoria colectiva podría haber retenido otras mucho más espectaculares.
Quizá todo el éxito que tuvo aquel juicio en los medios de información provino de la intervención de los más famosos médicos de la época y de las sucesivas idas y venidas que sus conclusiones contradiciorías provocaron. De cualquier modo, el crimen de la Sra. Lafarge, si es que lo cometió -pues la cosa es de lo más dudosa- permanecerá como uno de los grandes momentos de la historia judicial.
Pobre y mal casada
Marie Capelle nació el 15 de enero de 1816. Era la hija de un coronel barón de Imperio que la Restauración había reducido al estado de «media paga». En 1828, el padre y la madre de la niña murieron con algunos meses de intervalo, por lo que con apenas 12 años Marie se encontró huérfana y arruinada. Fue recogida por su tío Collard, un rico armero, y educada con sus primos en el espléndido castillo de Villers-Helon que poseía en las cercanías de Soissons. Aquella juventud relativamente feliz terminó en 1838. Al morir, el tío Collard nombró a su hijo heredero universal y sólo dejó a su pupila una dote muy modesta.
Marie se encontró por lo tanto de golpe en la obligación de dejar el castillo y buscar trabajo. Como, además, no era realmente guapa, el problema de su futuro se le planteó de un modo imperioso. Se vio obligada a aceptar las propuestas de matrimonio que le hizo, por medio de una agencia matrimonial, un caballero viudo de Corrèze llamado Charles Pouch-Lafarge. Físicamente, éste no era realmente nada agradable; con unas mejillas demasiado gordas y rojas, con su perfil torpe, tenía el aspecto de un campesino mal pulido, pero hizo valer que poseía el castillo de Glandier, cerca de Uzerche, y ejercía en Limousin el oficio de maestro herrero.
Marie Capelle, que no podía permitirse el lujo de hacerse la remilgada, se vio enseguida dueña de un castillo, esposa de un rico industrial, y empezó a perder el juicio. Para agradar al pretendiente, habló de su «parentesco con el rey», trampeó algo sobre la suma de su dote y olvidó decir que, recientemente, para salvarse de la miseria, había tenido que aceptar una modesta plaza de señorita de compañía en la familia Léautaud.
La boda fue acordada en un tiempo récord y celebrada igual de rápido en la iglesia Notre-Dame-des-Victoires, en París, el 11 de agosto de 1839. Tras ello, la joven pareja tomó la primera diligencia y fue a instalarse en sus tierras.
Qué grande fue la decepción de la joven al llegar a Glandier. Marie descubrió una realidad muy distinta de la que esperaba. Lafarge la había engañado. La fábrica que según él debía producir unos 46.000 francos al año era sólo una ruina. Con toda evidencia, la empresa de la cual era amo estaba al borde de la quiebra. El magnífico castillo era un antiguo convento destartalado, mínimamente transformado para servir de vivienda y lleno de gallineros y de cochiqueras. En cuanto a la acogida que recibió de los habitantes del lugar, estuvo a la altura del decorado: glacial. Su suegra apenas le dirigió la palabra, y los esposos Buffière, la hermana y el cuñado de Charles, casi ni se dignaron mirarla.
Del suicidio al crimen
Marie pensó primero en huir, luego se atrincheró en su habitación amenazando a su marido con «suicidarse con arsénico» si intentaba seguirla. Aquella amenaza del veneno debió de influir gravemente en el destino de la joven.
Una vez pasados los primeros instantes de desesperación, Marie se volvió más conciliadora. Después de unos días de enfado, aceptó ver a su esposo, visitar con él la fábrica, y acabó por proponerle que su dote sirviera para hacer las inversiones necesarias. Charles hizo el paripé de rehusar y luego aceptó la propuesta. Los dos esposos sellaron su reconciliación intercambiando, ante notario, unos testamentos que les hacían heredero uno del otro.
Charles se fue inmediatamente a París con el propósito de negociar un préstamo. Allí recibió un paquete que contenía un pastel que su mujer, decididamente muy obsequiosa ahora, había hecho para él. Charles comió el pastel con amorosa solicitud, y se puso enseguida tan enfermo que tuvo que hacer venir a un médico y regresar a Glandier unos días después. Llegó allí el 4 de enero en un estado espantoso y, quejándose de terribles ardores de estómago, tuvo que guardar cama. Marie demostró ser entonces una esposa ejemplar. Pasando sus días y sus noches a la cabecera de su marido, le cuidó con suma abnegación, preparándole tisanas una tras otra.
Aquel tejemaneje no impidió que su suegra tuviera algunas sospechas. Para matar a las ratas del «castillo», ¿no había comprado Marie una cantidad impresionante de arsénico? ¿No contenían los caldos que hacía beber a Charles un extraño polvo blanco? ¿No era después de haber comido el famoso pastel cuando su hijo se había puesto enfermo? Todas aquellas cosas eran realmente sospechosas. La Sra. Lafarge acabó confiándoselas a un médico de sus amigos.
El médico analizó las pócimas preparadas por Marie y constató que efectivamente contenían arsénico. Inmediatamente, para salvar al desdichado Charles, que estaba agonizando, corrió a su despacho a buscar un contraveneno. Y allí sobrevino el fatal accidente: en su precipitación, se confundió de frasco y administró a su cliente una fuerte dosis de óxido de hierro que, lejos de curarle, le hizo morir el 14 de enero de 1840 con atroces sufrimientos.
¿Robo o crimen?
Enseguida, Marie Lafarge fue acusada por su suegra de haber envenenado a su marido. A pesar de una primera autopsia, que, practicada diez días antes sobre el cadáver, no había revelado ninguna huella de arsénico, fue detenida el 26 de enero de 1840. Los policías efectuaron un primer registro en su habitación.
En lugar del veneno que se disponían a encontrar, se llevaron la sorpresa de descubrir un pequeño lote de joyas de un gran valor. Se hizo una rápida investigación y se supo que aquel pequeño tesoro había sido robado en casa de la Sra. de Léautaud, la antigua patrona de la acusada. Marie intentó torpemente defenderse, pero, pronto confundida, fue acusada de robo. El 2 de julio de 1840, el tribunal correccional de Brive la condenó una primera vez a dos años de cárcel. Aquella sanción acabó de poner en su contra a la opinión pública.
Así, fue ante un jurado hostil, convencido a priori de su culpabilidad, ante el que Marie Lafarge tuvo que responder del asesinato de su marido. El juicio se abrió el 20 de septiembre en la Audiencia de Tulle. Los locales del tribunal habían sido invadidos por una muchedumbre más preocupada por asistir a un escándalo propicio para mancillar la corona que deseosa de ver resplandecer la verdad.
La audiencia ordenó dos nuevas autopsias. Al igual que las primeras, demostraron la ausencia de arsénico en las vísceras de Charles Lafarge, y la culpabilidad de Marie pareció al principio totalmente descartada. Sin embargo, la acusación no se dio por vencida. Como el jurado seguía convencido de que aquella ladrona era realmente responsable de la muerte de su marido, se decidió continuar con los debates.
Los balbuceos de la toxicología
A pesar de las protestas de los tres abogados de la acusada, se exigió entonces una cuarta autopsia. A petición de la defensa, su encargo fue confiado a una autoridad indiscutible en cuestión de toxicología, el profesor Orfila, decano de la facultad de medicina, que se había hecho famoso por sus estudios sobre los venenos. Confiando en el resultado de aquel análisis, que sólo podía confirmar los precedentes, Marie y sus defensores esperaron con calma el veredicto de aquel sabio, cuyo prestigio, pensaban, debía acabar con todas las sospechas.
Y fue el segundo acto del caso. Tras haber examinado el cadáver, Orfila volvió al estrado y afirmó con una seguridad categórica: «Estoy capacitado para demostrar que hay arsénico en el cuerpo del Sr. Lafarge.»
Marie estaba perdida. En las conclusiones de la parte civil no hubo indulgencia. Todo el mundo dio la causa de la joven por perdida. Los abogados, derrotados de antemano, la defendieron con la energía de la desesperación. Solicitaron que se hiciera otra autopsia por Raspail, otro sabio no menos prestigioso que Orfila. Pero el veredicto se produjo antes de que éste tuviera tiempo de llegar.
El 18 de septiembre, Marie Lafarge fue reconocida culpable del asesinato de su marido. Beneficiándose de circunstancias atenuantes, salvó su pellejo de milagro y fue condenada a trabajos forzados a perpetuidad.
Raspail provocó en vano una polémica contra las conclusiones de su ilustre colega. Según él, la muerte de Charles Lafarge era debida al «contraveneno» administrado por error. «La cosa estaba juzgada».
La pena de Marie fue pronto conmutada por la de prisión perpetua. Pasó diez años en la cárcel, y más tarde, afectada por una tuberculosis incurable, fue finalmente indultada por el emperador Napoleón III. Murió algunos meses después, el 7 de septiembre de 1852, tras haber jurado a su confesor, el abad Brunel, que era inocente.
– La envenenadora y la novela.
A pesar de la disminución de los crímenes cometidos por envenenamiento, la imagen de la mujer que se deshace socarrona y pacientemente de su prójimo haciéndole absorber veneno ha quedado muy anclada en lo imaginario. Ha inspirado obras literarias como «Thérèse Desqueyroux», de François Mauriac.
– Un crimen en vías de extinción.
En la época de Marie Lafarge, como en el siglo de Luis XIV, los crímenes cometidos con la ayuda del veneno eran aun algo muy generalizado, y las estadísticas han probado que los autores eran en su inmensa mayoría mujeres. Hoy en día, y sin duda gracias a los progresos de la medicina, que permiten descubrirlos más fácilmente, los homicidios obrados por este medio se han vuelto relativamente escasos.
– Autora de memorias.
En la cárcel, Marie Lafarge escribió un libro de memorias titulado «Horas de prisión», cuya publicación causó escándalo. Ya podría tratarse de Lacenaire, de Peytel o de Marie Lafarge, los condenados por delito común tenían desde luego unos éxitos de librería excesivos.
– Jules Janin.
El 20 de septiembre de 1841, Jules Janin, escandalizado por la fama literaria de la envenenadora, hizo publicar un artículo en el Journal des débats: «Es indigno y cubre la frente de rubor que el último recogido en el fango y la sangre, un Lacenaire, una Lafarge, un Peytel, tenga derecho a coger la pluma y a emprender, ahora mismo, bajo la horrible protección del crimen, el noble oficio de las letras…»
– Un peritaje… tardío.
En 1979, un grupo de médicos examinó de nuevo el caso Lafarge. Su conclusión fue que Charles decididamente no había muerto por envenenamiento de arsénico. Entonces, ¿error judicial?
– Los maestros de la toxicología.
Mathieu Orfila (1787-1853)
La peritación de Orfila y su declaración acusatoria fueron determinantes en la condena de Marie Lafarqe. Tanto químico como médico, se había dado a conocer en 1815 con la publicación de su Tratado sobre los venenos sacados de los reinos mineral, vegetal y animal, se había convertido en el maestro indiscutible en cuestión de toxicología.
François-Vincent Raspali (1794-1878).
Las obras de divulgación médica que publicó para el uso de los medios obreros lo habían hecho muy popular. Si hubieran solicitado antes su peritación quizá Marie Lafarge habría sido declarada inocente, Contribuyó indudablemente a obtener una disminución de su pena. Raspali sostenía en contra de Orfila que el arsénico se encuentra naturalmente esparcido en el cuerpo humano.
James Marsh (1794-1846).
En 1836, este químico inglés perfeccionó un aparato para detectar el arsénico.
La Toxicología, el arsénico y el caso Marie Lafarge
Cristina Amanda Tur – Territoriocat.wordpress.com
Ningún arma implica tanta premeditación como el veneno. Y la Historia ofrece memorables y múltiples ejemplos de envenenamientos y envenenadores célebres.
En la Grecia clásica, el veneno era un arma de ejecución de la pena capital. La cicuta es el veneno oficial del Estado, la llamada «muerte fría». En Roma, el veneno se convierte en el arma de los más poderosos; emperadores y patricios tienen sus propios envenenadores profesionales como parte del servicio doméstico. Tanto se abusó de los tóxicos como arma criminal que el gobierno se vio obligado a dictar la Ley de Lucio Cornelio -más conocida como Lex Cornelia-, que castigaba con la muerte el envenenamiento. Y mucho tiempo después, en la Inglaterra victoriana de Jack el Destripador, se publicó el Decreto sobre Arsénico para evitar el fácil acceso a esta sustancia y que obligaba a los fabricantes a mezclarlo con hollín para que se volviera negro y fuera más difícil su «camuflaje» en cualquier comida o bebida.
Es en la Italia renacentista, la Italia de Brunelleschi, Miguel Ángel o Botticelli, donde el envenenamiento adquiere proporciones monstruosas. Y es que también es la Italia de las ambiciones de los Borgia y las confabulaciones de los Medici. Se crean pócimas y compuestos de venenos cada vez más sofisticados, que se camuflan en perfumes, flores, guantes o en las clásicas copas de licor. Compuestos venenosos como el Acqua di Toffana (con arsénico blanco) o el Acqua di Peruzzia son tan conocidos como mortíferos. Ahora ya no sólo hay envenenadores profesionales sino también catavenenos profesionales, unos desgraciados cuyo trabajo consiste en probar primero lo que van a comer o beber en las cortes de los poderosos.
El arsénico blanco llega a ser conocido como «poudre de succession» (polvos de sucesión) por su extendido uso entre las clases políticas y nobles para quitarse obstáculos de en medio. Todos sabían que era una sustancia sin olor y sin sabor, fácilmente miscible en bebidas y comidas. Además, los efectos de su envenenamiento apenas se distinguían de los que producía una de las enfermedades más comunes de la época: el cholera nostras.
El veneno no sólo es hasta este momento un arma o instrumento en manos de nobles, sino que ya se puede extraer una conclusión que hoy en día es conocida y aceptada por cuantos se dedican a investigar el crimen en cualquiera de sus aspectos, y es el hecho de que el veneno es arma preferida por mujeres.
En el siglo XVIII, el conocimiento de los tóxicos y su empleo como venenos se extiende a todas las clases sociales. A fines de ese siglo existen aún supersticiones que aseguran que el fuego no puede destruir el corazón de un muerto por envenenamiento y hasta los profesores de Medicina Legal confunden en sus estudios determinados fenómenos de putrefacción del cadáver con signos de envenenamiento.
Los nombres de los envenenadores famosos son muchos a lo largo de los años: Catalina, reina de Francia; la marquesa de Brinvillers, ajusticiada en 1679; La Voisin, implicada en un intento de envenenamiento a Luis XIV; el Papa asesino Alejandro VI, de los Borgia, una familia conocida precisamente por su afición a envenenar a todo aquel que le molestara.
Hay muchos más, y de ellos destaca Madame Lafarge, cuyo caso marcó, en 1842, un hito judicial en la Toxicología al darla a conocer como una ciencia.
En este caso se planteó que no era prueba suficiente el hallazgo de la sustancia tóxica en un cadáver, sino que también era preciso cuantificar ese veneno. El médico menorquín Mateo Buenaventura Orfila, considerado el padre de la Toxicología y rector de la facultad de Medicina de París, era perito de la acusación. Encontró arsénico en el cadáver de la víctima de Lafarge, y, utilizando los más modernos avances de la ciencia, logró probar que había arsénico en los órganos cuya presencia no podía explicarse sino con un envenenamiento; hay arsénico natural en el cuerpo humano, pero sólo cierta cantidad mínima es justificable así.
Lo más importante es que la disputa científica quedó planteada -el proceso, de hecho, se conoció como «la batalla del arsénico»- y la Toxicología se dio a conocer a través de las crónicas del juicio.
La acusada fue condenada a trabajos forzados de por vida y a la exposición pública en una plaza de Tulle, pero el hecho de ser pariente lejana del rey Luis Felipe (Alejandro Dumas explica esta relación en «Historia de Luis Felipe») permitió que se librara de lo segundo y que lo primero se transformara en una simple pena de cárcel. Tras diez años de reclusión, enferma de tuberculosis, fue trasladada a un centro de salud. Napoleón III le concedió la gracia en mayo de 1852 y pocos meses después murió jurando que era inocente.
Marie Lafarge inició el envenenamiento paulatino de su marido, Charles Lafarge, con un pastel de arsénico. La primera toma no lo mató, pero siguió administrándole el veneno en diferentes comidas hasta que el hombre estuvo irremisiblemente enfermo y en cama. El médico pensó que se trataba de cólera. La mujer, mientras, y de forma sorprendente, pedía recetas para comprar arsénico supuestamente para acabar con las ratas.
Un día, Marie intentó administrar el arsénico en polvo en un vaso de vino con agua. Una amiga de la familia lo observó y sospechó, así que, antes de que el enfermo lo tomara, cogió el vaso y observó unos grumos blancos mal disueltos flotando en el líquido. Lo mostró al médico, pero éste, inocente, pensó que podía tratarse de trozos de cal que se hubieran desprendido del techo. La vecina no pensaba lo mismo y avisó a la familia, que intentó evitar que Marie siguiera dando de comer a Charles. Un segundo médico constató que los síntomas del enfermo podían ser los de un envenenamiento con arsénico y, por si acaso, le administró peróxido de hierro como antídoto. Ya era tarde para salvarle.
El 16 de enero de 1840, el juez de instrucción ordenó buscar el arsénico que pudo haber matado a Charles Lafarge. Los cinco doctores encargados de hallar el tóxico señalaron en su informe que en muestras de leche, sopa de pan y agua azucarada habían descubierto una considerable cantidad de la sustancia que buscaban. Afirmaron que los jugos estomacales y el estómago contenían ácido arsénico. Pero ni rastro del tóxico en la pasta que Marie colocaba para las ratas; sólo tenía carbonato de sodio.
Orfila se convirtió en protagonista del juicio, después de que tres expertos analizaran de nuevo los líquidos del estómago de la víctima y otros restos y declararan que, con los medios de comprobación más recientes, no podía probarse que hubiera arsénico ni para envenenar a un roedor. Nada.
Orfila, sin embargo, calificó de negligentes a esos expertos porque parecían haberse olvidado de un método que en esos momentos era casi revolucionario y demostró que había arsénico en el cuerpo de Lafarge y que no podía proceder de los reactivos utilizados ni de la tierra que rodeaba el féretro; el descubrimiento de que la tierra de los cementerios podía tener la sustancia provocó dudas sobre no pocas condenas anteriores en casos de cadáveres exhumados para la autopsia. El químico menorquín se hizo famoso por usar el método de James Marsh, uno de los que posteriormente serán más usados a lo largo de la historia de la Medicina forense para detectar arsénico de modo irrebatible. Marie Lafarge, Cappelle de soltera, fue declarada culpable.
El fiscal destacó, durante su alegato, que, «por fortuna, la investigación de los casos de envenenamiento ha contado en los últimos tiempos con la revolucionaria ayuda de la Química. Tal vez la acusada no estaría ante este tribunal si la ciencia, casi milagrosamente, no hubiese dado con la posibilidad de descubrir el veneno en lugares hasta hoy ocultos para nosotros: en las mismas víctimas, en los cadáveres».
Quizás, esta frase refleja mejor que ninguna otra cosa la relación existente entre la investigación criminal y la Química o los avances científicos, que en esa época empezaba a hacerse patente.
El juicio Lafarge inició el siglo de la Toxicología forense y consiguió que París se llenara de químicos aficionados que acudían con la intención de ser discípulos de Orfila o de los otros toxicólogos que participaron en el proceso.