Marie Besnard

La envenenadora de Loudun

  • Clasificación: Asesina en serie
  • Características: ¿Envenenadora?
  • Número de víctimas: ¿13?
  • Fecha del crimen: 1927 - 1949
  • Fecha de detención: 21 de julio de 1949
  • Fecha de nacimiento: 1896
  • Perfil de la víctima: Familiares
  • Método del crimen: Veneno
  • Lugar: Loudun, Francia
  • Estado: Fue absuelta. Murió el de 15 febrero de 1980
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Marie Besnard

Wikipedia

Marie Besnard (1896-1980) fue acusada de ser una asesina en serie. Nacida Marie Davaillaud en Loudun, Francia, Marie se casó con Auguste Antigny en 1920. El matrimonio duró hasta la muerte de Auguste en 1927 de pleuritis (Antigny era conocido por padecer tuberculosis). En 1928, Marie se casó con Léon Besnard.

Cuando dos tíos adinerados de Léon mueren, dejando la mayor parte de la herencia a los padres de Léon, la pareja invita a los padres a mudarse con ellos. Poco después, el padre de Léon muere aparentemente a causa de ingerir setas venenosas. La madre de Léon le sigue tres meses después, aparentemente de pulmonía. La herencia de los padres le fue dejada a Léon y su hermana, Lucie, quien en teoría se suicidó unos meses antes. Alrededor de esa fecha, el padre de Marie también muere, probablemente debido a una hemorragia cerebral.

Poco después de esto, los Besnard alquilaron habitaciones a un rico matrimonio sin hijos, los Rivet. Monsieur Rivet murió de pulmonía, y Madame Rivet falleció poco después de tuberculosis. Los Rivet habían nombrado a Marie Besnard como su única heredera.

Pauline y Virginie Lalleron, primas de Marie, habían también nombrado a Marie como su única beneficiaria. Pauline murió tras confundir una noche un tazón de lejía con su postre, y Virginie cometió el mismo error una semana después.

Después de que Marie Besnard descubriera que Léon estaba teniendo una aventura, Léon le comentó a sus amigos más cercanos que creía que estaba siendo envenenado y les pidió que exigieran una autopsia si moría. Falleció poco tiempo después de esto, aparentemente de uremia.

Habiendo acumulado la mayoría de la riqueza de ambas familias, se levantaron sospechas de juego sucio. Marie fue arrestada, los cuerpos de sus presuntas víctimas fueron exhumados, y Marie Besnard fue acusada de 13 cargos de asesinato. Dos juicios terminaron sin que el jurado llegara a una conclusión, y un tercero acabó con la absolución, siendo Marie Besnard jamás condenada por crimen alguno.

Marie Besnard murió en 1980 a la edad de 83 años, llevándose el secreto a la tumba.


Marie Besnard, «La Viuda Negra de Loudun»

Última actualización: 29 de julio de 2015

Fue una de las más conocidas viudas negras de la historia del crimen por su espectacular proceso, que, seguido por todo el pueblo como si se tratase de un culebrón judicial, duró casi diez años y terminó de manera impredecible…

Marie Josephine Philippine Davaillaud, más conocida como Marie Besnard, nació en Francia el 15 de agosto de 1896.

Esta mujer fue acusada el 21 de julio de 1949 por doce asesinatos con arsénico, entre ellos el de su marido Aguste Antigny. Empezó a levantar sospechas de cara a las autoridades francesas cuando comenzó a heredar importantes cantidades de dinero de distintas personas de su entorno que iban falleciendo misteriosamente en el pueblo de Loudun.

Su vestimenta negra y sus malas maneras reforzaron su mala fama entre los vecinos, quienes la tenían por una mujer misteriosa, fría y cruel, capaz de haber asesinado a toda su familia.

Sospechando que las muertes se habían producido de manera extraña, la policía local dio orden que fuesen exhumados todos los cadáveres de los parientes de Marie en los cementerios de Angles-sur-Anglin y en Trois-Moutiers.

A principios de 1950, tanto jueces como expertos presentaron las mismas conclusiones: en doce de los cadáveres examinados se encontró suficiente arsénico para considerar la causa de muerte como envenenamiento. Los cuerpos pertenecían a su primer marido, a su tía, su abuela, su suegro, su suegra, su cuñada, su padre, su madre, dos primas, un vecino y una vecina.

A pesar de las graves acusaciones, Marie Besnard nunca se imputó las muertes y siempre hasta el final se declaró inocente de todas las acusaciones. Finalmente consiguió ser absuelta gracias a su constancia y a su equipo de abogados, que sin flaquear lo más mínimo, sacaron puntilla a todos los fallos del caso y sacándolos a la luz pública lograron enfrentar a los acusadores y a los consejeros de estos.

Durante el proceso acusatorio, casi todos los testimonios estaban fundados en rumores o confidencias inciertas. Todo el pueblo de Loudun parecía conocer lo ocurrido. Había cantidad de cuchicheos, murmullos y secretos, pero finalmente todo aquel testigo que decía saber algo, al día siguiente se retractaba de lo dicho.

Tampoco estaba muy claro el tema del arsénico. En todos los cuerpos exhumados se habían hallado cantidades de este veneno de entre 18 a 60 miligramos. Sin embargo, en el momento de las muertes ningún médico había diagnosticado un solo fallecimiento por envenenamiento, sino que se habían atribuido esas muertes a las más diversas enfermedades, como tuberculosis, etc. En la lista había aparecido incluso una expiración por ahorcamiento.

Cuando fueron expuestos a la acusada los análisis científicos de los resultados, que a ojos de todos la condenaban, respondió que no entendía nada de eso que le contaban y que estaba muy enfadada porque no le permitían volver a hacer otras nuevas autopsias a los cadáveres.

Mientras los distintos toxicólogos se turnaban para desvelar sus descubrimientos, ella decía que eso eran tonterías, que no sabían nada de nadie, que nadie mejor que ella para saber como habían muerto sus pobres difuntos:

«Son mis queridos desaparecidos, nadie reza tanto por ellos como yo, y nadie les ha cuidado tanto como yo cuando estaban con vida. Yo no necesito ninguna herencia y nunca la he necesitado».

Marie Besnard era toda una experta en evitar trampas y en poner vocecilla inocente al responder a las preguntas. Los psiquiatras encargados de diagnosticarla, la tratan de «mujer anormalmente normal». «Es hábil, fría, hipócrita y lúcida. Sus propósitos han sido premeditados, ha consumado lo que había estado planeando, el matar a esas personas, ocultando y disimulando cualquier indicio que hubiese llevado a que se sospechase de ella», opinaron.

El caso se convirtió en un culebrón mientras Marie Besnard estaba detenida en su celda de La Pierre-Levée, la prisión de Poitiers.

A veces se sentía abatida. A sus pocos visitantes les confesaba: «Es horrible el soportar una prueba como esta. Menos mal que mi fe y mi creencia en Dios me sostienen. Y decir que han cortado en trocitos a mi pobre marido y a todos los demás…»

Los acusadores esperaban en vano una confesión de los hechos, o por lo menos algún indicio de lo que pudiese parecer una confesión. A falta de confidencias, en el juicio se presentaron los análisis de M. Béroud, toxicólogo marsellés de buen renombre.

Las conclusiones de los informes de Béroud estaban en los periódicos locales, circulaban en los cafés y aumentaban las discusiones sobre el caso de Marie Besnard. A pesar de todo, todo se quedaba en esta reflexión: un buen informe no valdrá nunca lo que un buen testimonio.

La policía, sin que el juez de instrucción ordenase lo contrario, optó por introducir en la celda de Marie Besnard algunas personas infiltradas con la intención de ganarse la confianza de la dama, e incluso se procedió a contarle falsos testimonios de testigos inexistentes para arrancarle alguna confesión que la relacionase con la envenenadora que todos esperaban.

Estos métodos, lejos de inculparla, serían los medios para hacer bascular la opinión pública a su favor…

Cuando comenzó el juicio, el 20 de febrero de 1952, estas irregularidades todavía no eran sabidas por la opinión pública, pero en seis días todo basculó y los actuaciones poco éticas de la policía salieron a la luz.

Además, el examen del toxicólogo Béroud fue destrozado por una audaz defensa de la supuesta asesina. Al parecer, los restos que éste examinó fueron etiquetados con falta de rigurosidad absoluta. Las dosis de arsénico que mencionaba en su informe medida en miligramos, se encontraba definida en gramos en la página siguiente.

Ese día todo el mundo empezó a pensar que se estaba abusando un poco de la pobre señora con mantilla negra que sollozaba en silencio en el banco de los acusados.

Finalmente, después de tres aplazamientos, termina el complicado juicio y Marie, en libertad desde 1954 fue absuelta el 12 de diciembre de 1961 por falta de pruebas.

Marie Besnard murió el 14 de febrero de 1980 con ochenta y ocho años, después de dar su cuerpo a la ciencia.


Marie Besnard

Última actualización: 29 de julio de 2015

Enemistades hereditarias

Loudun, una pequeña y pintoresca localidad perdida en la zona rural francesa, no era ningún ejemplo de vida campestre. Sus habitantes estaban inmersos en el rencor, la malicia y los cotilleos; y sus acciones, motivadas por la envidia y la codicia. Una viuda rica se convirtió en el blanco de sus frívolas especulaciones.

Esta es la clásica historia del mundo claustrofóbico propio de una comunidad pequeña; la historia de unos campesinos muy trabajadores, pero con pocos medios para evadirse de la implacable rutina de la agricultura. En este mundo, cualquier drama emocional se vive intensamente y pronto se ve rodeado de discusiones y cotilleos sin fin. Los acontecimientos toman forma en la memoria de la comunidad y los resentimientos raramente se suelen olvidar, sino que pasan, como las herencias, de generación en generación.

La tragedia de Marie Besnard ocurrió precisamente en un lugar así: Loudun, un pueblecito francés. Su familia, al igual que otras de la localidad, llevaba décadas viviendo en el mismo distrito. Marie Besnard era hija única y su pequeño universo se reducía a sus tías, tíos y primos. Hasta su primer marido era primo suyo.

A los treinta y tres años Marie Besnard se casó con su segundo marido, Léon. Fue su prima, Pascaline Vérité, quien presentó a la pareja. Los chismosos aseguraban que Léon era el amante de Pascaline y el padre de su hijo. Como Pascaline estaba casada con otro hombre y no quería poner en peligro su matrimonio, planeó que Léon entrara «en la familia» -por así decirlo- casándolo con una de sus primas.

Al año de la muerte del marido de Marie, Pascaline animó a Léon para que le hiciera una proposición de matrimonio, aunque antes intentó emparejarlo con otra prima: la cuñada de Marie, parentesco que le venía a ésta de su primer matrimonio. Dicha prima escribió a Pascaline una serie de cartas llenas de resentimiento hablándole de la boda de Marie Besnard.

En aquella comunidad, Léon Besnard se podía considerar un buen partido: comparativamente, su familia era rica y él poseía tierras y caballos, además de una próspera cordelería en el mismo Loudun. Marie dejó su casa, situada en la granja de sus padres, para trabajar junto a su nuevo marido, aunque continuaba viendo con frecuencia a su familia.

A pesar de que, al parecer, Marie aceptó tranquilamente el hecho de que Pascaline tuviera un hijo de Léon, su reacción no fue tan pacífica cuando se enteró de que su marido se había peleado con su propia familia a causa de aquel asunto. Y, como cualquier recién casada, decidió arreglar las cosas, de manera que se reveló su fuerte y decidido carácter: logró arrinconar a su prima y rival al tiempo que reforzaba sus propios lazos familiares.

Después le escribió lo siguiente a Pascaline: «Cuando una tiene un amante no intenta casarlo con alguien de su familia. Pensaste que yo era una boba y una pueblerina y que podrías hacer conmigo lo que quisieras. Y ahora a ti no te quedan más que penas, mientras que yo tengo un hogar feliz.» Esta brutal sinceridad, unida a su posición de esposa rica y segura de sí misma, le hicieron granjearse la enemistad de muchos convecinos.

Como no tenía hijos, pareció asumir perfectamente su papel de «cuidadora» de varias tías mayores y de otros parientes, algunos de los cuales, a su muerte, la nombrarían su heredera. Estas herencias se sumaron a los considerables bienes de Léon, lo cual proporcionó a la pareja una sólida situación económica. Todos los parientes del matrimonio tenían las tierras en arriendo e, inevitablemente, muchos de ellos experimentaron un fuerte resentimiento hacia aquellos grandes propietarios, mucho más ricos que ellos.

En Loudun había alguna persona que albergaba un odio profundo hacia sus vecinos porque en 1946 varios matrimonios comenzaron a recibir anónimos en los que se acusaba de adúltero a uno u otro cónyuge. Léon y Marie fueron una de aquellas parejas, pero el asunto no pareció molestarles.

A pesar de su lengua afilada y de sus maneras algo bruscas, Marie podía considerarse una persona amable y, además de su familia, eran muchos los que disfrutaban de su hospitalidad. Louise Pintou, una viuda que trabajaba como administradora de Correos, solía refugiarse en casa de Marie y cenar allí prácticamente todos los días. Al dejar el trabajo, y con ello el derecho a alojarse en una vivienda del Estado, Léon le alquiló una de sus casas de campo.

A la madre de Marie, Marie-Louise Davaillaud, no le gustaban esas confianzas con la viuda y sospechaba que su yerno tenía una aventura con ella. Pero a Marie aquello no le preocupaba demasiado. Declaró que eso no podía estropear su matrimonio «más de lo que el viento que hace girar una veleta estropea un tejado».

Entre la gente que entraba y salía constantemente de casa de los Besnard se incluían los arrendatarios y peones de Léon. Uno estos últimos era un prisionero alemán, Alfred Dietz, a quien las autoridades penitenciarias permitían que le pagara un salario mucho más bajo que el de cualquier otro obrero.

A madame Davaillaud, quien desde la muerte de su marido vivía con su hija y con su yerno, no le parecía bien la intimidad que aquel joven disfrutaba en el hogar de sus hijos y no vaciló en hacer públicos sus reparos.

Louise Pintou y algunos otros chismosos hicieron correr el rumor de que Marie Besnard mantenía relaciones con Dietz, veinte años más joven que ella. Según la viuda, Léon le había comentado que él «ya no mandaba en su casa».

Louise satisfacía su afición al cotilleo en compañía de Auguste Massip, quien, junto con otros dos hermanos -uno de ellos retrasado mental-, vivía en una casa solariega de su propiedad, aunque su incapacidad para mantenerla de manera adecuada era patente. A Auguste le divertía su dudosa fama de pueblerino excéntrico. De hecho, algunos habitantes de Loudun tenían bien formada su idea de Massip: estaba completamente loco, murmuraban a sus espaldas.

En los pueblos siempre han existido cotilleos y rumores, pero en la Francia de 1947 la gente había comprendido que la murmuración podía convertirse en un arma mortalmente eficaz. Durante los cuatro años de ocupación alemana, finalizada en agosto de 1944, resultaba muy sencillo deshacerse de los vecinos contra los que se albergaban viejos resentimientos.

Para ello no había más que poner en conocimiento del comandante de los nazis que una persona pertenecía al movimiento de la Resistencia o que traficaba en el mercado negro. Los nazis le complacerían de inmediato quitando de en medio al vecino en cuestión; y así se saldaban cuentas. Loudun, un pueblecito situado en el departamento de Vienne, al oeste de Francia, pertenecía a la zona ocupada, y madame Keck, la dueña de la armería, perdió a su marido a causa de ciertos maliciosos rumores deslizados en los oídos de los alemanes. Los acontecimientos pronto iban a demostrar que en Loudun aún no se había olvidado el poder de la murmuración.

En octubre de 1947, Léon Besnard, acompañado de su mujer y de Dietz, el peón alemán, se trasladó a Les Liboureaux para inspeccionar una de sus tierras arrendadas. Ambos hombres trabajaron duro toda la mañana y luego se sentaron a despachar un almuerzo improvisado por Marie Besnard a base de sopa y pollo; en ese momento se les unió otro arrendatario, el cual traía sus propias provisiones.

Cuando acabaron de comer, Léon les dejó solos para ir a arreglar el coche. Dietz lo siguió, pero volvió de inmediato y muy alarmado a avisar a Marie. Encontraron Léon vomitando y sufriendo fuertes dolores. Sin embargo, logró recobrarse lo suficiente como para regresar a casa conduciendo su automóvil los 80 kilómetros que le separaban de ella. Una vez allí, se desmayó y su mujer lo metió en la cama. Luego llamó al médico de cabecera y al día siguiente hizo venir a otro doctor para que examinara a su marido. Ambos diagnosticaron una angina: una enfermedad que provoca espasmos y problemas respiratorios.

Marie Besnard cuidó a su marido con ayuda de su madre y de Louise Pintou, pero Léon Besnard acabó falleciendo el 25 de octubre de 1947. Aunque la viuda estaba desconsolada, la pena no modificó para nada su competencia en asuntos económicos. No se dejó engañar por algunos arrendatarios que estrechaban su mano con excesivo calor; y a uno de ellos, que la visitó «demasiado pronto» después de la muerte de su esposo, lo trató con patente brusquedad. También Louise Pintou fue víctima de la inflexible decisión de la viuda. Marie deseaba vender algunas de las propiedades que acababa de heredar y Louise se vio obligada a abandonar la casita de campo que Léon le había alquilado. Cosa que no le gustó nada.

La señora Pintou fue a quejarse a Auguste Massip. ¿Sabía Auguste que Marie Besnard no sólo la había echado de la casa, sino que además se había quedado con todo lo que ésta contenía, propiedad de Louise? Y además -comentó- en su lecho de muerte el pobre Léon le contó que, antes de servirle la sopa en Les Liboureaux, su mujer le había puesto «un líquido» en el plato.

Poco después, Auguste Massip se encargó de escribir a la oficina del fiscal de Poitiers. En la carta decía que la esposa de Léon Besnard lo había envenenado. El comisario Nocquet acudió de inmediato a Loudun acompañado de un colega, pero nada más llegar topó con el primer obstáculo: Louise Pintou se negó a confirmar su historia.

Nocquet, sin embargo, estaba decidido continuar la investigación. ¿Por qué acusaban a la viuda de asesinato? Y resolvió quedarse en el pueblo para reunir pruebas en su contra. Alguien le entregó una copia de los anónimos; otro le hizo notar que aquellas cartas dejaron de recibirse cuando Dietz comenzó a trabajar para Léon. Y Pascaline Vérité puso a disposición del comisario las rencorosas cartas familiares escritas hacía veinte años.

El policía pudo observar también cómo se disparaban las malas lenguas cuando Alfred Dietz, quien después de la muerte de Léon había viajado a Alemania, regresó a Loudun para trabajar junto a Marie Besnard. Bien sabían ellos que la viuda se había estado escribiendo con el peón. Y -añadieron- Alfred Dietz había vuelto cuando la madre de Marie, que no sentía por él ninguna simpatía, estaba convenientemente enterrada en su tumba desde febrero de 1949.

El comisario Nocquet se puso en contacto con un especialista para analizar la caligrafía del obsceno anónimo. El doctor Edmond Locard, de Lyon, confirmó que la escritura pertenecía a Marie Besnard. Nocquet citó de nuevo a Louise Pintou y esta vez la mujer accedió a repetir lo que Léon le había dicho en su lecho de muerte.

Louise contó a la policía que, cuando estaba cuidando al enfermo, éste le preguntó qué le habían dado. Como ella no sabía a qué se refería, Léon le explicó: «Fue en Les Liboureaux; íbamos a tomar la sopa. Vi un poco de líquido en mi plato y Marie echó la sopa encima. Me lo comí y lo vomité casi inmediatamente.»

Por fin, en mayo de 1949, la policía de Poitiers se convenció de la culpabilidad de Marie Besnard. Estaban decididos a encontrar la prueba que les permitiera acusar de asesinato a la «viuda negra».

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Las brujas de Loudun

La histeria colectiva no era algo del todo desconocido en Loudun. En 1634, el pueblo fue víctima de una famosa epidemia de posesión diabólica. Las monjas de un convento de ursulinas comenzaron a retorcerse y a blasfemar como si estuvieran poseídas por el demonio.

Más tarde acusaron al padre Urbain Grandier, el sacerdote encargado de exorcizarlas, de ser un enviado de Satanás. Grandier, un hombre conocido por sus numerosas aventuras, fue quemado vivo en la hoguera.

El sacerdote responsable de la ejecución, el padre Lactance, también acabó volviéndose loco y falleció al poco tiempo.

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Muerte y dinero

El comisario Nocquet, después de escuchar atentamente los chismes de los vecinos, redactó una minuciosa lista de todas las muertes ocurridas en la familia. La investigación abarcaba un periodo de veinte años.

– Auguste Antigny. Primer marido de Marie Besnard. Muerto en junio de 1927.

– Toussaint Rivet, sesenta y cinco años. Muerto el 14 de julio de 1929.

– Louise Lecomte. Tía abuela de Léon. Muerta el 22 de agosto de 1938, a la edad de ochenta años, poco después de testar en favor de Marie Besnard y de Lucie, la hermana de Léon.

– Marie-Louis Gouin, noventa y un años. Abuela de Léon. Muerta el 2 de septiembre de 1940 dejando a su nieto como único heredero.

– Pierre Davaillaud. Padre de Marie Besnard. Muerto el 15 de mayo de 1940. Marie heredó la granja.

– Marcellin Besnard. Padre de Léon. Muerto el 19 de noviembre de 1940. Léon y Marie Besnard heredaron 227.734 francos.

– Marie-Louis Besnard. Sesenta años. Madre de Léon. Muerta el 16 de enero de 1941. Les dejó 262.325 francos a Léon y a Marie y la misma cantidad a Lucie.

– Lucie Besnard. Cuarenta y cinco años. Hermana de Léon. La encontraron ahorcada el 27 de marzo de 1941.

– Pauline Lalleron. Ochenta y tres años. Prima de Léon. Ella y su hermana Virginie vivieron con Marie y Léon desde mayo de 1940. Muerta el 1 de junio de 1941.

– Virginie Lalleron. Ochenta y seis años. Heredó todos los ahorros de Pauline y murió ocho días después que ésta, el 9 de julio de 1941, dejando unos pocos miles de francos a Marie y a Léon.

– Blanche Rivet. Esposa de Toussaint, que se convirtió en arredantaria de los Besnard y recibía una renta vitalicia a cambio de la propiedad. Muerta el 27 de diciembre de 1941.

– Léon Besnard. Marido de Marie Besnard. Muerto el 25 de octubre de 1947.

– Marie-Louis Davaillaud. Ochenta y siete años. Madre de Marie. Fallecida el 16 de enero de 1949.

A raíz de estas dos defunciones Marie heredó bienes y tierras.

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DEBATE ABIERTO – La ley del miedo

Los habitantes de una nación conquistada pueden llegar a comportarse de un modo innoble y extraño cuando los ocupantes ejercen su poder cruel y despóticamente; hasta tal punto el miedo, bajo cualquiera de sus formas, rebaja a quien se convierte en su víctima.

La ocupación por parte de una nación extranjera crea entre los ciudadanos derrotados una atmósfera en la que se combinan la conspiración y el desprecio; y la Francia víctima del poder alemán durante la Segunda Guerra Mundial padeció exactamente esta mezcla de sentimientos.

El régimen alemán era muy duro y contaba además con la ayuda del gobierno francés de Vichy, el cual no sólo sucumbió ante la victoria de los nazis, sino que colaboraba con ellos. Dicho gobierno no impedía ni el encarcelamiento ni la deportación de judíos; ni tampoco luchaba contra la prestación de trabajo obligatoria. Existía una orden de las autoridades de ocupación por la que todos los franceses con edades comprendidas entre los diecinueve y los treinta y dos años debían registrarse para ser enviados a trabajar en las fábricas alemanas.

Dichas pretensiones de las «autoridades» hicieron que en todos los hogares franceses se viviera en medio del fraude y del engaño. Los padres ayudaban a sus hijos a confeccionar falsos certificados de nacimiento para evitar los trabajos forzados; las familias ocultaban a sus amigos judíos con el fin de librarlos de los campos de concentración; y los campesinos empleaban sus tierras y graneros como refugio donde esconder a los miembros de la Resistencia.

En la vida de todo el mundo acechaban el miedo y la sospecha. Nadie podía confiar ya en sus conocidos, porque éstos quizá fueran capaces de entregar a un hijo o a un marido a las autoridades. La supervivencia dependía de los caprichos del comandante alemán que controlara la ciudad o el distrito de turno. Hasta los individuos más orgullosos se convertían en obsequiosas y serviles criaturas ansiosas de no caer en desgracia ante dicho personajes. Sin embargo, esta actitud acarreaba un peligroso equilibrio, porque la aprobación por parte de los alemanes implicaba el desdén de sus compatriotas franceses.

Este mundo de oscuras mentiras pronto se vio repleto de sombrías oportunidades y esperanzas secretas. Los resentimientos familiares podían saldarse murmurando algo al oído de los alemanes acerca de un joven que se había zafado del trabajo obligatorio. El comerciante judío con el que se tenía contraída alguna deuda sería eliminado en cuanto los alemanes se enteraran de su paradero.

Además de ejercer un poder tan cruel sobre la gente, los alemanes ofrecían ciertas recompensas económicas para quien les pasase información. Y en una época en que los alimentos y el combustible estaban racionados, la tentación de conseguir comida para la familia a expensas de otros era terriblemente fuerte. Hasta las jovencitas coqueteaban con los soldados extranjeros a cambio de comida.

La ocupación alemana de la nación francesa duró solamente cuatro años (1940-1944), pero dejó tras de sí un legado de desconfianzas que aún subsistiría durante mucho tiempo. La hermana se volvió contra la hermana; el hermano, contra el hermano, y la liberación del país reveló los nombres de quienes se aprovecharon del poder de los nazis. Los tribunales desautorizados ejecutaban a los colaboradores; y las enemistades personales se dirimían acudiendo a las autoridades.

En contrapartida, existía un valiente movimiento de resistencia francés; pero, aun así, la Segunda Guerra Mundial supuso un período vergonzoso de la historia de Francia.

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EL VENENO – Graves acusaciones

Las monjas tuvieron que consolar a una viuda anegada en lágrimas e incapaz de soportar el espectáculo de la exhumación de los restos de su marido. Pero la policía estaba muy satisfecha: el examen del cadáver iba a probar su culpabilidad y su hipocresía.

La policía creía haber encontrado una relación entre Besnard y las cartas anónimas. También hallaron cierta conexión entre la llegada del joven y varonil alemán y la muerte de su marido, ocurrida seis meses después. Todo -pensaban- señalaba a la viuda como culpable de asesinato, pero no habían podido encontrar ninguna prueba en su contra.

El 29 de mayo de 1949 el comisario Nocquet obtuvo el permiso para exhumar el cadáver de Léon Besnard y practicar un examen forense. La policía condujo a Marie Besnard al cementerio; pero cuando sacaron el ataúd, la viuda se puso a llorar con tal desconsuelo que tuvieron que llevársela de allí.

Nocquet estaba en lo cierto. Georges Beroud, director del laboratorio de la policía de Marsella, que practicó la autopsia, anunció que había encontrado una dosis elevada de arsénico: 39 mg por kg, cantidad más que mortal.

La exhumación del cuerpo de madame Davaillaud, la madre de Marie Besnard, (fallecida en 1949 durante una epidemia de gripe; el padre, Pierre Davaillaud murió de un ataque al corazón en 1940) obtuvo un resultado aún más sorprendente: la cantidad de arsénico era mayor que la hallada en el cadáver de Léon. El 21 de julio de 1949 la policía arrestó a Marie Besnard.

La detenida fue trasladada a Poitiers y puesta a disposición del juez de Instrucción, Pierre Roger, de veinticinco años de edad, el cual había decidido no dejarse intimidar por la energía y crueldad de la mujer a la que debía interrogar. Solicitó de Marie Besnard una confesión, pero ella se negó; entonces Roger ordenó al comisario Nocquet que investigara el pasado de la acusada.

Este, que conocía las numerosas herencias recibidas por Marie y estaba convencido de su culpabilidad, se puso a trabajar. En 1950 había exhumado los cadáveres de siete familiares más, el del primer marido de Marie, su padre y dos amigos. En todos encontraron arsénico.

La cerrada comunidad de Loudun ardía de curiosidad. ¡Cómo! ¿La Besnard, esa mujer orgullosa y antipática, era una envenenadora? ¿Envenenó a su marido con sólo veinticinco años? «Y nosotros que pensábamos que el pobre había muerto de tuberculosis … », murmuraban. Todo ello aderezado con algunos comentarios acerca de Lucie, la cuñada de Marie Besnard, quien -según el certificado de defunción- se había quitado la vida ahorcándose. Y no había que olvidar a sus tías, muertas todas ellas de viejas o víctimas de alguna enfermedad. A esos parientes tan ancianos ¿no podía haberlos dejado morir de muerte natural? Las malas lenguas hablaban y hablaban…

Los vecinos estaban divididos. La familia de Marie Besnard, sus arrendatarios y sus criados se negaban a creer que la viuda fuera una envenenadora. Madame Keck llegó a mostrar su apoyo por escrito: comprendía perfectamente la situación porque había perdido a su marido a causa de simples rumores.

El 20 de febrero de 1952, fecha del comienzo del juicio en el Palacio de Justicia de Piotiers, Marie Besnard tenía que enfrentarse a doce acusaciones de asesinato. Varios abogados se sentaron alrededor de las mesas, mientras que la acusada, a quien pronto se empezó a conocer como «la viuda negra de Loudun», tomó asiento en el banquillo custodiada por un gendarme. Los jueces, con sus togas rojas, ocuparon sus respectivos puestos.

Marie Besnard fue acusada del asesinato de todas las personas que habían exhumado, excepto del de su primer marido (la ley impedía que se le acusara de una muerte ocurrida hacía tanto tiempo) y ella negó todos los cargos.

Las autoridades sabían perfectamente que los rumores jamás podrían condenar a Marie Besnard, así que intentaron forzarla para que confesara. La policía trató de hacerle creer que Alfred Dietz había admitido estar al tanto del asesinato de su patrón, pero la acusada no se dejó engañar.

No se había encontrado ninguna prueba capaz de confirmar que Marie Besnard hubiera comprado arsénico o lo hubiera administrado. Los médicos que durante dieciocho años estuvieron tratando a sus amigos o parientes y que firmaron sus certificados de defunción no recordaban un solo síntoma de envenenamiento por arsénico, sino que atribuyeron dichas muertes a la avanzada edad, apoplejías, tuberculosis neumonías u otras enfermedades comunes.

Por otra parte, en contra de sus testimonios estaba la larga lista de cadáveres exhumados, todos los cuales presentaban una sorprendente cantidad de arsénico; aparte del hecho de que dichas muertes beneficiaban económicamente a Marie Besnard.

El 23 de febrero, el doctor Georges Beroud, citado por la acusación, subió al estrado para testificar. Explicó cándidamente que las pruebas de arsénico presentaban cierto margen de error y que cualquier tipo de suelo contenía arsénico de forma natural. Pero se mostró inflexible al asegurar que en el terreno que rodeaba la tumbas la cantidad de arsénico existente no era mucho menos que la hallada en los cadáveres.

Se trataba de un tema de importancia vital para la acusación. Pero en ese momento el presidente de la sala, monsieur Favart preguntó al testigo si era capaz de confirmar que el arsénico había sido administrado por una mano asesina.

«Oh, no. Jamás podría asegurar tal cosa -contestó-. De todo cuanto he dicho únicamente se puede concluir que he hallado arsénico en los cadáveres.»

El abogado de Marie Besnard, Albert Gautrat, de sesenta y cuatro años, era uno de los letrados más astutos de París. «Estoy convencido -le dijo al forense- de que usted actúa siempre con las debidas precauciones; que cuenta todas las muestras y confecciona listas de todo lo que manda a los laboratorios de Marsella.» El testigo asintió inmediatamente.

Gautrat explicó que obraban en su poder varios documentos que mostraban ciertas diferencias entre las muestras enviadas a Loudun por Beroud y las recibidas en los laboratorios de Marsella. Así que ¿podía el tribunal estar seguro de que no se habían traspapelado las muestras del caso Marie Besnard con las de otro asunto?

El testigo era demasiado íntegro como para proporcionar una respuesta inmediata. Cuando la defensa insinuó: «En un laboratorio como el suyo, estas cosas pueden pasar … », el doctor Beroud, abatido, se puso a mirar a su alrededor.

Albert Gautrat sembró aún más dudas acerca de la competencia del forense, quien había informado del hallazgo de arsénico en el cabello del cadáver perteneciente a una víctima que en el momento de su muerte estaba completamente calva. Por otra parte, en uno de sus informes el doctor Beroud aseguraba haber examinado el ojo de un esqueleto, cuando es imposible que el cuerpo de alguien muerto hace once años conserve aún alguno de los ojos.

La defensa indujo al testigo a asegurar que era perfectamente capaz de distinguir a simple vista la diferencia entre los restos de arsénico y los de otro veneno llamado antimonio. Entonces Gautrat le entrego seis frascos y le pidió que dijera cuál de ellos contenía arsénico. El forense los estuvo examinando y seleccionó tres; después de una pausa, el letrado declaró triunfante, que ninguno contenía arsénico.

«He aquí la prueba de que el doctor Beroud es un especialista que no hace honor a su fama», gritó Gautrat. Beroud, que no era más que un hombre honrado a quien el abogado había conseguido manipular a su antojo, se derrumbó en una silla.

Aunque era imposible que la acusación saliera victoriosa como el abogado defensor señaló ante el Tribunal, éste no pidió la absolución de su cliente, ya que sabía que lo que la había salvado no eran las pruebas, sino su habilidad teatral; y acató la decisión de los jueces, hecha pública el 26 de febrero, de aplazar el juicio para que testificaran otros cuatro especialistas.

La policía, no obstante, había resuelto no dejar que su prisionera se le escapara. Marie Besnard volvió a la cárcel para cumplir una sentencia por supuesta falsificación de la cartilla de pensionista de una anciana.

El juicio no se reanudó hasta el 15 de marzo de 1954. Aunque técnicamente se trataba del mismo procedimiento, éste se trasladó a Burdeos, en cuyo Palacio de Justicia se celebró la audiencia ante un nuevo presidente, Porquery de Boisserin.

Steck, el nuevo fiscal, renunció a siete de los cargos, alegando que la prueba de una dosis mortal de arsénico en otros tantos cadáveres era incierta; pero continuaban en pie siete acusaciones de asesinato. La acusación, consciente de que los especialistas no eran fiables, presentó una serie de testigos para que declararan en contra de Marie Besnard. Las conversaciones que el comisario Nocquet mantuvo con los habitantes del pueblo no resultaron en balde y por el tribunal desfiló una auténtica tropa de testigos procedentes de Loudun.

Una tal madame Baraudon declaró haber visto a Marie Besnard besando a Alfred Dietz.

«¿Dónde ocurrió eso?», preguntó el juez.

«En la calle, señor presidente», contestó ella. El tribunal estalló en carcajadas, ya que resultaba más fácil aceptar la idea de que Marie Besnard fuera una envenenadora que imaginarla besándose en público con un ex soldado alemán lo suficientemente joven como para ser su hijo.

Auguste Massip tomó el estrado por un teatro y causó la hilaridad del público. Los jueces cortaron en seco su declaración y se le expulsó de la sala.

Madame Pintou, la administradora de Correos, era la única habitante de Loudun cuyo testimonio podía resultar mortal para la acusada; pero al prestar declaración se mantuvo todo el rato agarrotada, como si hubiera ensayado las respuestas. Y eso fue lo que resaltaron los periodistas en sus reportajes, leídos por toda la nación.

Durante el interrogatorio del fiscal general Steck, madame Pintou se deshizo en insinuaciones. Creía haber visto a Marie Besnard en compañía de Dietz comportándose de modo indecente; y había oído comentar que Léon Besnard asesinó a su hermana Lucie en el sótano y luego la ahorcó. Luego repitió las quejas de Léon acerca del líquido derramado en su plato de sopa.

Albert Gautrat intentó relajarla empleando los mismos suaves modales con que había conseguido engañar a los especialistas durante la primera audiencia.

« … Cuando Léon aún vivía y usted iba todas las tardes a casa de los Besnard, ¿lo pasaba bien?», le preguntó amablemente.

«Sí», contestó madame Pintou.

La defensa le preguntó en tono tranquilizador, si en el funeral de Léon le había dicho a Marie que le gustaría poder consolarla.

<Oh, sí», respondió ella.

« … Una actitud muy noble por su parte; es usted muy bondadosa», comentó Gautrat y la testigo sonrió. Entonces el abogado mostró una carta de madame Pintou dirigida a Dietz en la que le declaraba su apoyo cuando éste se encontraba detenido en la cárcel bajo sospecha.

Gautrat manifestó que aquello era una prueba más de sus buenos sentimientos «Pero ¿habría usted actuado con Marie de la misma forma si creyera que era una asesina y que había envenenado a su esposo?», preguntó.

«¡Oh, no! -respondió madame Pintou entre los murmullos de sorpresa del tribunal-. Yo no lo creía así.»

El letrado replicó que había hecho bien en no creerlo porque por entones los informes acerca del hallazgo de arsénico aún no eran del conocimiento público.

«¿Cree usted que su amiga Marie Besnard es culpable?», preguntó por último.

«No, no lo creo», dijo ella tranquilamente.

Albert Gautra se volvió hacia el Fiscal General y comentó: «¿No tiene usted la impresión de que la acusación se está viniendo abajo?»

La acusación se apresuró entonces a llamar a cuatro expertos forenses con una impresionante colección de títulos a sus espaldas. Las cadáveres habían vuelto a ser exhumados para que éstos los examinaran y el jurado pudo oír que dos de ellos, que habían empleado simultáneamente los métodos tradicionales y otros más modernos, confirmaban la tesis del doctor Beroud acerca de la existencia de elevados niveles de arsénico en cinco de los cadáveres.

La defensa trató con suavidad a estos dos testigos, pero echó el resto con el tercero, Henri Griffon. Gautrat procuró desconcertarlo, se metió con él y llegó incluso a insultarlo. Presentó vanas declaraciones de dos prestigiosos expertos franceses y dos físicos británicos en las que se ponía en duda la fiabilidad del método empleado por Griffon. Entonces la defensa citó a sus propios expertos; pero la presentación de pruebas había alcanzado tal grado de complejidad, que el 31 de marzo de 1954 los jueces aplazaron la audiencia hasta que los toxicólogos pudieran ofrecer evidencias de que había sido el arsénico lo que causó la muerte a las cinco víctimas.

*****

El peón alemán

Alfred Dietz, el mozo de labranza alemán, fue apresado en el campo de La Chauvinerie, cerca de Loudun, al finalizar la guerra. Marie Besnard declaró que su marido lo contrató después de enterarse que el padre de Alfred se había enfrentado a los nazis, falleciendo poco después en un campo de concentración. La razón más plausible, sin embargo, era que el peón suponía mano de obra barata.

Dietz regresó a Alemania después de la muerte de Léon Besnard, pero al año siguiente ya estaba de nuevo en la granja. Le arrestaron en julio de 1949 y poco después le pusieron en libertad al negar que era amante de Marie Besnard. Entonces regresó definitivamente a Alemania, donde residió el resto de su vida.

*****

Compañeras de celda

La acusada continuaba insistiendo en su inocencia y durante su estancia en prisión a la espera del juicio, la policía colocó a otras tres presas en su celda para que intentaran sonsacarle una confesión. Pero o bien Marie Besnard era efectivamente inocente, o bien demasiado inteligente para caer en la trampa, y jamás admitió ser la autora de los asesinatos.

Las tres chivatas se llamaban Simone Coupier, Marie-Louise Garnier y madame Boursier.

*****

PRIMEROS PASOS – Enraizados en la tierra

Nada en la joven Marie hacía presagiar una naturaleza asesina. Perteneciente a una familia de campesinos, trabajó toda la vida en la agricultura.

Marie Josephine Philippine Davaillaud nació en Saint-Pierre-de Maillé el 15 de agosto de 1986. Era la única hija de Pierre Eugène y Marie-Louise, un respetable y trabajador matrimonio de campesinos propietario de una pequeña granja en las cercanías de Saint-Pierre-de-Maillé. Antes del nacimiento de Marie Besnard habían perdido a otros dos hijos, por lo que la pequeña les era especialmente querida.

«Mi padre me tenía muy mimada y jugaba conmigo como si yo fuera su juguete preferido. Era él quien me arropaba todas las noches y me contaba un cuento después de acostarme», escribiría Marie Besnard años más tarde. Cuando creció, sus padres la enviaron a un internado dirigido por monjas.

Ella decía que le aburría estudiar y que era más feliz trabajando en la granja. Le enseñaron a bordar y a hacer encaje, cosa que le resultó de mucha utilidad cuando se encontró demasiado mal de salud para trabajar en la granja.

A los doce años de edad, sin haber terminado aún sus estudios, contrajo el tifus. Sus padres decidieron que «los libros» no le iban a servir para nada y la niña, de buen grado, abandonó el convento y regresó a la granja.

Poco se conoce sobre la adolescencia de Marie Besnard, aunque, como la mayoría de los niños de su época, se esperaba de ella que ayudara a sus padres en lo que hiciera falta: ocuparse de los animales o bien de la cosecha.

Su propio relato acerca del perfecto equilibrio que alcanzó con la naturaleza y con sus padres es demasiado idílico para ser creído. Después del arresto, el juez de Instrucción recibió informaciones bastante contradictorias acerca de aquellos años. Mientras que algunos elogiaban su respetabilidad y su carácter obediente, otros pensaban que era una mentirosa empedernida y sin ningún tipo de principios morales.

No hay ninguna duda de que Marie Besnard, tal y como suele esperarse del hijo de un campesino, estaba acostumbrada a un trabajo físico bastante duro y que no intentaría escurrir el bulto en este aspecto.

Años más tarde ella misma explicaría que en la cárcel lo que le resultó más difícil de soportar fue el paro forzoso a que se veían sometidas las reclusas. A las vigilantes les pedía que le dieran trabajo y de vez en cuando se le permitía ayudar en las cocinas.

A los diecisiete años se comprometió en matrimonio con un joven llamado Alfred Gonneau, quien falleció poco después del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Al terminar ésta, Marie Besnard ya tenía un nuevo prometido: su primo Auguste Antigny, un joven que no gozaba de buena salud.

Después del matrimonio, celebrado en 1919, los recién casados se establecieron en la granja de los padres de Marie Besnard. Fue por aquella época cuando ella tuvo un aborto, al tiempo que la salud de su marido empeoraba cada vez más. Tras sufrir él un ataque agudo de pleuresía, ambos se colocaron en el Castillo des Martins al servicio de unos grandes terratenientes. Auguste trabajaba como jardinero y Marie Besnard ayudaba en las tareas de la casa; pero, como el dueño del castillo sólo visitaba sus posesiones de vez en cuando, las tareas no resultaban demasiado penosas ni para ella ni para su frágil esposo.

Al poco tiempo de finalizar las Navidades de 1926, Auguste Antigny comenzó a sentir con frecuencia escalofríos y picores. Atendido por un doctor por Marie Besnard y en ocasiones por su propia madre, el enfermo se consumió lentamente para acabar falleciendo en el verano de 1927.

De vuelta a su pueblo, la joven viuda se estableció en una casita situada en las tierras de sus padres. Por entonces tampoco ella gozaba de buena salud y no se le podía encargar ningún trabajo pesado. Cosa que no la hizo permanecer ociosa, sino que se dedicó a confeccionar bordados que vendía «a los americanos».

En 1928 conoció a Léon Besnard; se casaron el 12 de agosto de 1929, después de un corto noviazgo. La pareja no tuvo hijos, pero Marie Besnard satisfacía su instinto maternal gracias a sus numerosos sobrinos. Sentía ciertas preferencias por la hija de su prima: la misma que se convirtió en su cuñada al casarse Marie Besnard con su primer marido.

Esta sobrina se quedó embarazada cuando no era más que una niña y, siguiendo los consejos de su tía, se casó inmediatamente con el padre de la criatura. Dicho incidente provocó un enorme malestar en toda la familia y la madre de la jovencita culpaba a Marie Besnard del desliz de su hija.

Marie Besnard tenía la habilidad de exasperar a cuantos trataban con ella. Su fuerte temperamento y su seguridad en sí misma despertaban cierta antipatía y su desahogada posición económica, la envidia de los vecinos.

*****

LA LIBERTAD – Libertad bajo sospecha

Marie Besnard salió de la cárcel, pero no era una mujer libre. Los expertos continuaban discutiendo las pruebas y la gente seguía disfrutando con la historia de la «Viuda negra», una envenenadora profesional. Pero Marie Besnard no se dio por vencida y luchó contra la justicia durante catorce largos años.

El 12 de abril de 1954 Marie Besnard salió en libertad previo pago de una fianza de 1.200.000 francos. El dinero se lo proporcionaron los hijos de sus primos. Cuando volvió a Loudun se encontró la casa saqueada por los ladrones y los curiosos; pero, según los periodistas, la gente del pueblo le dio la bienvenida. Excepto madame Baraudon, quien -de acuerdo con el relato de Marie Besnard- se daba media vuelta cuando veía a «la adúltera».

Marie Besnard no podía reanudar su vida de granjera: durante la estancia en prisión su salud se había debilitado bastante. Pero en el departamento de Vienne había muchos trabajadores deseosos de arrendarle las tierras; así que se trasladó a una de sus propiedades más pequeñas para explotarla en calidad de minifundio. Se encontró con viejas amistades y contaba con los cuidados de su familia, que intentaba protegerla del asedio de periodistas y curiosos.

Sus primos y sobrinos tenían mucho que contarle de cuando la policía merodeaba por allí en busca de «historias» acerca de su tía; así, Marie Besnard se enteró de que, después de la muerte de Léon, monsieur Baraudon se puso furioso cuando ella le pidió a Dietz que le ayudara a llevar sus asuntos económicos y sus tierras; de hecho, Baraudon albergaba la esperanza de que le encargaran a él aquel trabajo.

La policía, decidida a entregar a la justicia a quien creían era una asesina, continuó buscando alguna prueba irrefutable de su culpabilidad.

Por fin, el lunes 20 de noviembre de 1961, siete años después del segundo juicio, se citó de nuevo a Marie Besnard en el Palacio de Justicia de Burdeos. Una inmensa muchedumbre aguardaba en la calle y los abogados defensores tuvieron que zafarse de las molestas preguntas de algunos curiosos, pues la prensa seguía publicando historias espeluznantes sobre la mujer autora del envenenamiento de doce miembros de su familia.

En el acta de acusación se incluían otra vez los doce cargos de asesinato del primer juicio. El nuevo fiscal general, Guillemain, estaba convencido de que en esta ocasión ni siquiera Albert Gautrat sería capaz de echar por tierra las pruebas halladas.

A la acusada le desconcertó mucho el interrogatorio a que la sometió el presidente del tribunal, Nussy Saint-Saéns, quien abrió el juicio con una serie interminable de preguntas acerca de Léon; sus disputas en torno al dinero y las herencias de su familia; y sus aventuras amorosas, entre las que se incluían los coqueteos -de esto hacía veinte años- con su prima, Pascaline Vérité.

«(Ahora) no había más que un monstruo en todo aquel asunto: mi pobre marido… y ahora yo aparecía como una mujer acorralada por sus vecinos y bondadosa, que un día sintió miedo e intentó defenderse a sí misma», escribía Marie Besnard.

La viuda sospechaba que los jueces intentaban forzarla -una vez más-, a confesar que el asesino era Léon y que ella lo había matado para salvarse a sí misma. Les obsesionaba obtener una confesión porque no disponían de ninguna evidencia científica.

Marie Besnard no era estúpida y se negó a manchar el nombre de su marido o a confesar crimen alguno. Así que el caso dependía nuevamente de la capacidad de los expertos para convencer al jurado de que era una mano humana, y no los componentes biológicos del suelo, la que había puesto el arsénico en los cadáveres.

Por entonces el terreno del cementerio de Loudun había sido objeto de más atención por parte de biólogos y toxicólogos que ninguna otra superficie de la tierra de una extensión similar. Aparte de una tercera exhumación de las supuestas víctimas, se desenterraron cabellos de animales y de personas fallecidas después de 1954 para comprobar la cantidad de arsénico absorbida por éstos. Y se construyó una maqueta del cementerio con el fin de estudiar el movimiento de las aguas subterráneas.

La sorpresa de los asistentes al juicio fue mayúscula cuando la acusación citó testimonios de físicos atómicos y premios nobel; por el estrado pasaron varios profesores del Instituto Pasteur y de la Universidad de París. La defensa, por su parte, sentó una serie de prestigiosos toxicólogos.

La conclusión común a que se llegó se puede resumir así: los conocimientos sobre el arsénico y su comportamiento en el suelo eran demasiado escasos como para zanjar de forma definitiva el asunto.

Desde el estrado, el profesor Lempoigne, testigo de la acusación, admitió la ignorancia de los científicos con una escueta afirmación: «Es imposible juzgar o afirmar si el arsénico se disolverá o no en un terreno determinado.»

«Aquí se acaba el asunto Marie Besnard», exclamó Gautrat, poniéndose en pie. Pero no era así: la acusación tenía aún su tropa de testigos reclutados en Loudun y dispuestos a declarar. Faltaba Auguste Massip, el primero en acusar a Marie Besnard de asesinato. Massip había huido de Francia después que le pusieran una cuantiosa multa por verter ciertas calumnias en contra del general De Gaulle; murió en el extranjero y, cuando regresó a Loudun, lo hizo «dentro de un ataúd», tal y como señaló Marie Besnard con cierta satisfacción.

Luego la acusación llamó al comandante de policía Jaunet, involucrado en aquel desgraciado asunto desde sus comienzos, quien admitió que en 1949, antes de que se hubiera formulado cargo alguno contra ella, había arrestado a Marie Besnard. Los cargos se habían producido después del arresto. «La carreta delante del caballo», murmuró el abogado defensor.

Las historias de monsieur Baraudon eran aún más extravagantes que las relatadas por su esposa durante el juicio anterior; cuando le preguntaron por qué estaba tan seguro de que Marie Besnard tenía una aventura con Dietz, contestó que le habían convencido de ello «ciertos gestos». «¡Puro cotilleo!», replicó la defensa.

A madame Pintou le fue algo mejor. Ya se le habían olvidado las amables cartas que le escribiera al alemán y se quedó desconcertada cuando las presentaron ante el tribunal. Su teoría de que Marie Besnard envenenó a su marido porque estaba enamorada del joven peón alemán no se sostuvo mucho rato. Después de interrogarla, la abogada Favreau-Colombier se dirigió al jurado: «He aquí una víctima de los rumores -dijo-. Estoy convencida de que la testigo siempre odió a Marie Besnard porque ésta supo conservar el amor de su marido. (Madame Pintou) es viuda y -según se dice- neurótica… Siento curiosidad por interrogar a su familia. Sé que se han producido en ella muchas muertes extrañas, casi tantas como en el caso que nos ocupa: una madre, un marido, un yerno, etc. ¿Por qué a madame Pintou no se le ha pedido ninguna explicación?»

Sin embargo, de los testigos de la acusación fue el comisario Nocquet quien salió peor parado. Uno de los abogados del equipo de la defensa, Hayot, acusó al policía de haberse inventado aquel asunto con el fin de escalar puestos y ganarse una reputación.

El letrado le hizo recordar -a él y al tribunal- cómo las compañeras de prisión de Marie Besnard intentaron sonsacarle una confesión; le preguntó a Nocquet por qué la policía había robado las cartas que madame Besnard escribiera a su abogado; y le acusó de haber hecho uso de amenazas para obtener una confesión.

El comisario Nocquet lo negó todo. «Es usted un mentiroso», gritó Hayot para rematar el ataque. «No hay duda ninguna», ratificó el presidente. Y expulsó al policía de la sala.

No todos los habitantes de Loudun estaban dispuestos a declarar por la acusación. Ahora fue la defensa quien hizo desfilar a un montón de vecinos y granjeros para que atestiguaran sobre la integridad de Marie Besnard y el cálido efecto que demostró siempre hacia su familia y hacia su marido.

Tal era el caso de monsieur Cuau, arrendatario de una de las tierras de los Besnard, quien aludió a una discusión habida entre Léon Besnard y Dietz que madame Pintou había empleado para ilustrar el resentimiento existente entre el joven amante y el marido engañado.

Cuau declaró haber sido testigo personal de aquel concreto intercambio de opiniones, el cual tuvo lugar cuando Léon reprendió al peón por poner poco cuidado en el trabajo. Cuan manifestó que el enfado del patrón estaba justificado porque Dietz se había tomado sus tareas a la ligera.

Luego subió al estrado monsieur Strasser, un antiguo amigo de Marie Besnard, quien informó que, tras un interrogatorio policiaco, Dietz le visitó en su casa terriblemente angustiado. El joven le contó que la policía estaba tan ansiosa de hallar algún testigo que declarara en contra de Marie Besnard, que no paró de intimidarlo y proferir amenazas.

En ese momento el presidente Nussy Saint-Saëns, muy enfadado, le advirtió que no insultara a la justicia francesa.

De nuevo se aludió a los conocido anónimos y la defensa presentó a un funcionario de prisiones que mencionó otros casos en los que el «especialista en grafología», monsieur Locard, se había equivocado en los análisis. Según el testigo, que conocía perfectamente la escritura de la acusada porque la había vigilado estrechamente durante su estancia en prisión, la pretensión de Locard de que Marie Besnard había escrito esas absurdas cartas parecía dudosa.

La acusación formuló entonces sus conclusiones y el fiscal, Decaunes, estuvo hablando alrededor de tres horas. Estaba convencido de que la acusada era una mujer ambiciosa y avara capaz de envenenar a cualquiera cuya muerte le proporcionara tierras o dinero. No pidió para ella la pena de muerte porque opinaba que la tortura mental a que estaba sometida era suficiente castigo.

Hayot habló luego por la defensa. Examinó pacientemente las pruebas científicas presentadas ante el tribunal, haciendo que el jurado recordara que ni siquiera los propios especialistas podían estar seguros de las pruebas relativas al arsénico. Su siguiente argumento se refería al testimonio de los vecinos, testimonio que la acusación consideraba una prueba de la culpabilidad de su cliente.

«La Marie Besnard que han intentado mostrarles -afirmó Hayot al jurado- fue creada por el comisario Nocquet. Si resultara culpable, ¡qué carrera tendría por delante el comisario!» El elocuente discurso de la defensa subrayó también el que, después de tanto tiempo, no hubiera ni una sola prueba concluyente acerca de los asesinatos.

El jurado se retiró para deliberar el veredicto. A Marie Besnard la trasladaron a una sala de espera con sus abogados y los gendarmes encargados de su custodia durante este tercer juicio. Estuvieron bebiendo vino y comiendo galletas mientras aguardaban el regreso del jurado.

Este se había retirado a las cinco de la tarde del 12 de diciembre de 1961; a las 6,15 sonaba la señal que indicaba que habían decidido los veredictos. De acuerdo con la tradición, pasó un cuarto de hora más antes de que se reanudara la sesión.

Hacía catorce años que Léon Besnard había -o no había- insinuado a madame Pintou que su esposa intentaba envenenarlo. Desde entonces las sospechas se habían dirigido primero contra su mujer, luego contra él y por último contra los dos juntos; de modo que el juicio desembocó en el más amplio debate público sobre toxicología jamás visto en los tribunales franceses.

Por fin, a las 7,15, el presidente Nussy Saint-Saéns, con voz firme, leyó los veredictos ante una sala en absoluto silencio. Había doce cargos y en doce ocasiones el presidente pronunció la palabra «no». En cuanto los hubo leído, uno a uno, estas escuetas absoluciones echaron por tierra todo el poderoso y secreto mundo de enemistades familiares, odios y mentiras que se ocultaba tras la serie de muertes de Loudun. Marie Besnard escuchaba, sentada en el banquillo, sin levantar la mirada ni esbozar una sonrisa.

*****

Una investigación vital

La habilidad de Albert Gautrat, abogado de Marie Besnard, a la hora de estudiar los trabajos de los expertos, ya de por si enrarecidos, fue vital y salvó a su cliente de la guillotina. Antes de celebrarse la audiencia de Burdeos, el letrado sabía que necesitaba a los mejores especialistas posibles para hacer ese trabajo.

Después de pasarse varios meses leyendo, se encontró con una investigación reciente efectuada por biólogos de la talla de Henri Olliver, de la Universidad de Paris, y se enteró de las relaciones existentes entre el arsénico y el cabello de los restos humanos. Gautrot se alegró mucho al descubrir que dicha investigación ni era completa ni estaba aceptada universalmente. Lo cual le permitió basar la defensa en varios especialistas independientes que -por honestidad, y no por interés alguno- testificaran que el comportamiento del suelo era un tema prácticamente desconocido.

*****

MENTE ASESINA – Un arma femenina

La muerte de las personas de edad avanzada rara vez despierta sospechas. Su final es un hecho esperable y siempre se puede atribuir a los muchos años, que acarrean una lógica vulnerabilidad a enfermedades y lesiones.

Las circunstancias que rodeaban los casos de Marie Besnard y Louisa Merrifield eran semejantes en cuanto a la avanzada edad de las víctimas, por lo que sus fallecimientos no trajeron consigo acusación alguna de asesinato. Lo que motivó la investigación policial fueron los rumores que circularon acerca de las dos mujeres.

Los vecinos de Marie Besnard la tildaban de avara, codiciosa y asesina. Louisa Merrifield se encargó ella misma de comentar con todo el mundo sus esperanzas de obtener ciertos beneficios económicos de la muerte de una anciana, lo cual estimuló las especulaciones de sus vecinos acerca del crimen.

Ninguna de las víctimas sufrió una muerte violenta, pero los chismosos estaban convencidos de que los asesinatos se cometieron empleando métodos más sutiles. Ambas mujeres fueron acusadas de envenenar a sus víctimas y, aunque el público aseguraba que las asesinas les administraron dosis mortales, las conclusiones de los toxicólogos diferían bastante de los rumores. Los exámenes efectuados por los forenses no lograron probar la culpabilidad ni de Marie Besnard ni de Louisa Merrifield.

Las semejanzas entre uno y otro caso no se extendían a sus respectivas personalidades. Marie Besnard era una mujer inteligente. Poseía una situación económica desahogada y los años de matrimonio le proporcionaron una posición de cierto privilegio dentro de su comunidad.

Su arrogancia y su seguridad en sí misma asustaban y resultaban algo molestas a quienes la rodeaban, especialmente a los más pobres y débiles, entre los que se encontraba la viuda Louise Pintou. Al decir de todos, Louise era la amante del esposo de Marie Besnard y seguramente sentía cierta envidia hacia ésta.

Madame Pintou se hallaba en la curiosa situación de ser buena amiga de la esposa de su amante. Y, como no era rica, le mortificaba la condescendiente hospitalidad de Marie Besnard. Pero, ¿realmente creía que Léon había sido envenenado por su mujer, o más bien se sintió aterrada al perder a su amante y benefactor?

Es un hecho que Marie Besnard heredó buenas cantidades de dinero y tierras de cierto número de personas, pero sus muertes ocurrieron en el transcurso de veinte años. ¿Era realmente tan «complicada» como para envenenar a su primer marido y ser libre de casarse con un partido mejor? ¿Estuvo esperando pacientemente a que cada una de sus tías y amigas llegaran a «cierta edad» antes de acelerar su final con una dosis mortal de arsénico?

Los tribunales decidieron que Marie Besnard no era ninguna envenenadora. La prueba del arsénico en trece cadáveres no revelaba un crimen premeditado; simplemente constituía un dato desconcertante para los expertos.

Louisa Merrifield no disfrutaba de ninguna de las ventajas que la vida le regaló a Marie Besnard. Louisa nació en una ciudad industrial en el seno de una familia pobre. Era una mujer de escasa inteligencia, con una visión del mundo totalmente infantil. Pasó una temporada en la cárcel por hacer uso fraudulento de unas cartillas de racionamiento. Su torpe codicia y su comportamiento hicieron que llegara a perder hasta a sus propios hijos.

A medida que iba cumpliendo años y veía aproximarse una vejez de pobreza y soledad, Louisa comenzó a sentir auténtico pánico. Contrajo matrimonio con personas de edad avanzada con la ingenua esperanza de que «cuidarían» de ella. Pero fue un empleo en el servicio doméstico lo que acabó proporcionándole cierta seguridad, cuando Sarah Ricketts la contrató para trabajar en su casa.

Louisa estaba abrumada por su buena suerte y se lo contaba a todo el mundo. Y era tal su excitación que se imaginaba a la anciana muerta y a ella como feliz propietaria de la casa. Quizá fue incapaz de resistirse a la tentación de deslizar «algo» en la bebida de la señora Ricketts. Era anciana y no le quedaba mucho tiempo de vida. Además, ¿quién echaría de menos a aquella viuda solitaria?

Probablemente Louisa Merrifield era tan necia que ni siquiera llegó a formularse tales razonamientos. Simplemente se metió en la cabeza la idea del veneno y, sin pensarlo más, se lo puso en la bebida. Y probablemente el señor Merrifield fue quien lavó el vaso con la esperanza de proteger a su pobre y tonta mujer.

El jurado encargado del caso Merrifield no encontró concluyentes las pruebas presentadas por el forense en contra de la acusada; pero, al revés de lo que ocurrió con Marie Besnard, decidió que la ambición la había impulsado a matar a Sarah Ricketts y pronunció el veredicto de culpable de asesinato.

*****

Conclusiones

Marie Besnard continuó viviendo en su granja. Falleció el 15 de febrero de 1980 a la edad de ochenta y tres años y fue enterrada al lado de Léon en el cementerio de Loudun.

En La guerra de los sexos (1973), Rayner Heppenstall dejó patente su convicción de que los cargos en contra de Marie Besnard habían sido un grave error de la justicia y que ninguna de las muertes podía atribuirse a un homicidio.

Las memorias de Marie Besnard se publicaron en 1962. «Quería demostrar que una cosa así puede pasarle a cualquier mujer como yo en cualquier pueblo tranquilo y provinciano… que a ustedes podría pasarles lo mismo».

 


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