
La Tamalera
- Clasificación: Asesina
- Características: Parricidio - Descuartizamiento
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 19 de julio de 1971
- Perfil de la víctima: Pablo Díaz Ramírez, de 53 años (su marido)
- Método del crimen: Golpes con un bate
- Lugar: Ciudad de México, México
- Estado: Fue condenada a 40 años de prisión
Índice
María Trinidad Ramírez
Trinidadlatamalera.blogspot.com.es
Era el mes de julio del año 1971. En un pueblo perdido dentro de la Ciudad de México, cerca de la colonia Portales, se llevó a cabo una de las historias más perturbadoras y macabras de esta gran urbe.
En la calle Pirineos 15, vivía Trinidad Ramírez con su segundo matrimonio, el peluquero Pablo Díaz. Para mantener a sus hijos, Trinidad se veía en la necesidad de basar su economía familiar en la venta de tamales y atole, preparados por ella misma.
Pablo, era un hombre corpulento, «chapado a la antigua» que abusaba física y psicológicamente de su esposa e hijos adoptivos.
La tarde del 17 de julio, Pablo llegó alcoholizado para encontrarse con la sorpresa de que no había dinero para pagar las cuentas del mes. Esto, aunado al incesante ruido de los hijos menores de Trinidad, terminó por colmar con la paciencia del peluquero, llevándolo a la ya cotidiana violencia hacia su esposa e hijastros.
Ante su impotencia, Trinidad se dio cuenta que no quedaba más que esperar a que bajaran los influjos del alcohol para poder tomar cartas en al asunto. Fue aquí cuando decidió que no aguantaría un sólo maltrato más por parte de Pablo.
Ya entrada la madrugada, después de asegurarse de que Pablo dormía plácidamente, Trinidad tomó con sigilo un bate de béisbol. Cegada por el odio y el rencor que le había guardado a lo largo de tantos años, descargó numerosos golpes en su cabeza hasta que notó que su esposo ya no respiraba.
Trinidad supo de inmediato que tenía que deshacerse del cuerpo. La solución más rápida y que dejaría menos evidencia la encontró en su misma cocina. Con la sierra que usaba para cortar la carne de los tamales, Trinidad comenzó cortando las extremidades inferiores, luego las superiores y terminó cortando la cabeza.
Tomó la cabeza y brazos, los colocó dentro de dos ollas y los puso a hervir. Elaboró tamales con los brazos de su difunto marido con la intención de venderlos a la mañana siguiente, pero conservó la cabeza dentro de la misma olla, escondiéndola debajo de su cama. El resto del cuerpo, lo depositó en el carro que usaba para vender tamales y lo abandonó en un lote baldío, cerca de colonia Justo Sierra.
Ésta es una de tantas versiones de esta oscura historia. Cada vez que es contada, se le agregan detalles, distorsionándola del contexto original. Pero siempre queda la interrogante: ¿Dónde acaba la realidad y comienza la leyenda urbana?
Trinidad Ruiz Mares, «La Tamalera»
Mujeresasesinasweb.blogspot.com.es
7 de febrero de 2015
En el domicilio de la calle Pirineos Nº 15 en la colonia Portales (Ciudad de México) Trinidad Ruiz Mares vivía una verdadera pesadilla. Su pareja sentimental de nombre Pablo Díaz Ramírez (quien usaba otros seis nombres) era un peluquero de oficio que la golpeaba a ella y a sus hijos (descendencia de un matrimonio anterior). Pablo Díaz Ramírez también trabajaba irregularmente y padecía de alcoholismo.
El 19 de julio de 1971, hubo una discusión entre él y Trinidad por dinero. Él le quitó todo lo que ella había juntado para pagar las cuentas del mes, y en el pleito, Pablo golpeó a la mujer y a sus hijos, a quienes ella mantenía vendiendo tamales. Ese día Trinidad Ruiz Mares decidió poner fin al estilo de vida que llevaba. Con un golpe certero en la cabeza propinado con un bate de béisbol, acabó con la vida de Pablo.
Las piernas y los brazos del hombre fueron encontrados en un lote baldío al sur de la ciudad. El cuerpo había sido descuartizado para que las partes puderan [pudieran] entrar en la bolsa que utilizó para deshacerse del cadáver. Fue fácil identificarlo por sus huellas debido a que la víctima contaba con antecedentes penales (Pablo había estado preso por abuso y por golpear a otro hombre).
Cuando la policía llegó a la casa de La Tamalera, la sorpresa se la llevaron los investigadores al encontrar la cabeza de Pablo cocida en una olla. La mujer dijo que con el resto del cuerpo (el torso) había preparado los tamales de esa semana. Ante el juez, ella se echó toda la culpa del homicidio y del descuartizamiento de su pareja (quien aún estaba vivo mientras sus extremidades inferiores eran separadas del cuerpo), debido a que habían sospechas de que alguno de sus hijos y un yerno también eran cómplices.
La Tamalera fue condenada a 40 años de prisión y murió en la cárcel a pesar de todos los esfuerzos realizados para que quedara libre. Una parte de la justitica [justicia] quería declarar el caso como asesinato por defensa personal, pero las voces machistas de la época determinaron lo contrario.
No obstante, muchos mensajes en Internet discrepan con algunas versiones tomadas como «oficiales» y aclaran que esta historia tiene más de mito urbano que de realidad. Usuarios de redes sociales (e incluso algunos que provienen del mismo lugar donde vivió La Tamalera) aseguran que la discusión no fue por dinero, sino porque el esposo estaba golpeando a los hijos. Aseguran también que la cabeza no fue hervida y que tampoco se comprobó que llenara los tamales con carne humana.
Asimismo, también hay una confusión con el caso de Emilia Basil, una asesina libanesa radicada en Argentina que en 1973 estranguló, descuartizó y cocinó a un amante, con el cual sí rellenó las empanadas que servía en su restaurante.
Trinidad Ramírez, tamalera descuartizadora de la Portales
Necropsiadeley.blogspot.com.es
19 de mayo de 2014
«…El descuartizamiento es, sin duda, uno de los mayores puntos de horror y rechazo social que pueden alcanzarse, y porque la imaginación que se nutre de horror produce esa turbia apetencia denominada morbosidad, el descuartizamiento y los descuartizadores son siniestros reyes del crimen…»
La mañana del 19 de julio de 1971, una mujer llamada Esperanza Hernández encontró un costal de ixtle en un lote baldío de Iztapalapa. Parecían ser restos de pollos muertos, a juzgar por el pestilente olor.
Pidió a su empleada doméstica que se deshiciera del bulto, quien al tocarlo descubrió que se trataba de restos humanos.
Cuando llegó la policía y descosió el costal, lo primero que encontraron fue un pie humano cercenado, aún con el calcetín puesto, y después los demás fragmentos del cuerpo de un hombre.
Algo hacía falta: la cabeza.
Desmembrado vivo
Desmembrar el cuerpo de un hombre y deshacerse de él sin que nadie se diera cuenta no era fácil. Esto llevó a los investigadores del Servicio Secreto a creer que el homicida había tenido cómplices.
Durante semanas la prensa de la época reprodujo las posibilidades y contradicciones de los investigadores sobre los aspectos sangrientos del caso.
Pero el forense llegó a la conclusión de que el responsable actuó solo, dado que el hombre se desangró mientras le eran cortadas las extremidades (proceso que lleva tiempo si lo hace una sola persona).
De haber recibido ayuda, los miembros inferiores habrían sido separados del cuerpo en menos tiempo, la cabeza habría sido cercenada poco después y la hemorragia se habría detenido al dejar de funcionar el corazón.
Incluso el médico legista Enrique Márquez Barajas llegó a la conclusión de que el hombre fue desmembrado cuando todavía estaba vivo. Inconsciente pero vivo.
Las huellas dactilares de la víctima, pero sobre todo sus antecedentes criminales, fueron las que ayudaron a peritos e investigadores a descubrir su identidad. Se trataba de Pablo Díaz Ramírez.
El arresto
María Trinidad Ramírez Poblano estaba en su hogar de la colonia Portales la tarde del lunes 19 de julio de 1977, escuchando la radionovela «Los Huérfanos» junto a sus tres hijos pequeños, cuando el Servicio Secreto llegó a buscarla.
Esa misma noche confesó ser culpable de haber matado y descuartizado a su esposo. Dijo estar arrepentida del crimen y que su motivación no fue otra más que defender a sus hijos.
La policía acusó de complicidad a su yerno, Mario Reséndiz Pacheco, y a su hijo, Pedro Martínez Ramírez, quien había sido carnicero.
María Trinidad siempre negó haber recibido ayuda, y tanto el hijo como el yerno afirmaron enterarse del crimen de la mujer hasta el momento en que fueron aprehendidos por la policía.
Las conclusiones del forense y la falta de pruebas obligaron a las autoridades a liberar a Mario y a Pedro.
El homicidio
Un bate de béisbol era el arma más cercana. Trinidad se acercó a Pablo y lo golpeó en la cabeza.
«Le asesté el primer golpe y comenzó a quejarse. Le pegué otra vez y oí como que se ahogaba, continué golpeándolo», dijo a la policía cuando la interrogaron.
Una vez que el hombre perdió el conocimiento, fue con la dueña de la vecindad, María Teresa Ruedo, para pedirle un hacha.
Cortó las dos piernas al cuerpo de Pablo e intentó meterlo en el costal de Ixtle, pero aun así no cabía.
Una vez más empleó el hacha y separó la cabeza del cuerpo para después meterla en un bote alcoholero. Llevó el recipiente a un pequeño cuarto que empleaba como bodega y le puso otro bote encima para que los niños no lo vieran.
El tronco y las extremidades de Pablo quedaron en el costal, que después cosió con un lazo de ixtle y ocultó debajo de su cama mientras pensaba cómo deshacerse de él.
El macabro paquete permaneció debajo de la cama donde dormía la noche del sábado y todo el domingo, hasta la madrugada del lunes 19 de julio, cuando lo llevó a tirar al lote baldío de la Justo Sierra.
Cuando la interrogaron, dijo que continuó con todas sus actividades diarias aún con el cadáver en su casa. Incluso el domingo volvió a salir para realizar su venta.
Existen versiones donde se señala que Ramírez Poblano utilizó trozos del cadáver de su marido para elaborar tamales y que los vendió al día siguiente.
Sin embargo, los periódicos de la época no mencionan el hecho. Tampoco una narración del caso en el libro Nota Roja 70’s publicada en 1993.
Mal esposo, cruel padrastro
La noche del sábado 17 de julio de 1971, María Trinidad y su esposo Pablo Díaz Ramírez preparaban los tamales para la venta del día siguiente en su departamento de vecindad en la colonia Portales.
Trinidad vendía alrededor de 200 tamales diarios, por los que ganaba 120 pesos, de los cuales sólo le correspondían 15 para el sustento de sus hijos, pues todo lo demás se lo quedaba Pablo Díaz.
«Se iba a la calle a ver las luchas, según me decía», explicó María Trinidad en ese entonces.
La mujer, además, estaba segura de que Pablo tenía relaciones con otras mujeres, pero no tenía manera de confirmarlo.
Pablo nunca fue muy afectuoso con los 5 hijos de Trinidad. Ese sábado, la golpiza que el hombre le propinó a sus niños, Mario y Guillermo, por jugar en la cama sobre la ropa limpia, fue la gota que derramó el vaso.
A las 8:30 de la noche Trinidad salió a comprar pan y cuando regresó Pablo le anunció que se iba a separar de ella: «si no quieres que les pegue a tus hijos, vete con ellos», le dijo.
Ella continuó preparando tamales hasta las 22:30 de la noche, cuando sus hijos se fueron a acostar, mientras Pablo veía la televisión en camiseta y calzones.
De repente recordó los moretones que el hombre le había hecho a sus hijos, se inundó de rabia y tomó la determinación de matarlo.
La víctima y el victimario
En 1968, Pablo conoció a María Trinidad cuando ella llevó a su hijo Pedro a cortarse el cabello en una peluquería que él tenía en aquel entonces en la calle Emiliano Zapata, de la colonia Lomas de Zaragoza, en Iztapalapa.
El peluquero preguntó a la mujer si conocía a alguien que pudiera lavar la ropa utilizada en la peluquería, así como sus filipinas.
Ella se ofreció a hacer el trabajo y le dio su dirección. Dos meses después, Pablo llegó con la ropa y ese fue el inicio de la relación.
María Trinidad se casó con un hombre que había sido detenido en 1937 por «sospechoso», lo estuvo de nuevo en 1936 por lesiones y estupro, y una vez más en 1938 por los mismos delitos.
Pablo, además, cambiaba de nombre y apellidos: también se hacía llamar Pablo Díaz Rincón, Pablo Díaz Gallegos y Rafael Díaz Ramírez.
En julio de 1972, cuatro años después de iniciada la relación, María Trinidad era quien vivía una cárcel.
El fiscal del caso pidió una condena de entre 20 y 40 años para la mujer por las agravantes de alevosía y ensañamiento.
Los tres hijos pequeños de María Trinidad fueron enviados a una casa de protección social, en Azcapotzalco.
La leyenda
El imaginario público que convirtió la historia de María Trinidad en leyenda urbana y la canción «La Tamalera» de Las Víctimas del Doctor Cerebro puede ser el origen de las versiones donde la mujer vende tamales con carne humana:
«Esa tarde Doña Macabra sin imaginar,
salió como siempre a vender el tamal.
Los de dulce, los de nata, los de rajas también,
pero nadie sabía que no estaban tan bien.
Pero nadie sabía que no estaban tan bien:
eran de carne humana.
Ella vendía a su marido hecho pedazos
por portarse mal y no darle para el gasto.
Yo comía los de dulce sin preocupación
cuando pasó algo que me causó horror:
me comía yo la mano de un pobre señor…
¡Y nos fuimos asustados a la Delegación!»
El terrorífico caso de La Tamalera de Portales
La Prensa – La-prensa.com.mx
7 de septiembre de 2016
Todo comenzó cuando María Trinidad Ramírez Poblano, tamalera de oficio y madre soltera de cinco hijos, unió su vida con el peluquero Pablo Díaz; pensó que ahora sí estaba completo su hogar, se sintió protegida, pero pronto sus sueños se esfumaron, pues vivió un verdadero infierno.
Hace años, La Prensa publicó un caso estremecedor, que quedó registrado en nuestros Archivos Secretos y que inspiró incluso a productores de cine y televisión. Para dar a conocer esta historia, en la que la pobreza, carencias afectivas, abusos y maltrato infantil jugaron predominante papel, rescato para usted algunas líneas que en su momento se publicaron en este diario.
Una noche, como ya era costumbre, Pablo golpeó brutalmente a sus tres pequeños hijastros y les prohibió cenar en castigo porque mancharon unas cuantas prendas limpias al saltar sobre la cama. Y fue tanto el rencor que en ese instante sintió María Trinidad, que decidió matar a aquel hombre, mientras escuchaba los apagados lamentos de sus vástagos, en cuya piel se marcaron los cinturonazos que les propinó su padrastro. Golpes que ella sentía en el alma.
Después de la cueriza vino la calma, pero la decisión ya estaba tomada. Los niños agredidos dormían en otra habitación cuando su madre tomó un bate de beisbol y lo descargó en el cráneo de su esposo, quien dormitaba frente al televisor.
El padrastro de los niños no tuvo tiempo de reaccionar, un segundo batazo lo hirió de muerte y comenzó a convulsionarse, lo que asustó a la señora y, temerosa de ser asesinada si fallaba en el homicidio, propinó otros dos impactos. Los niños seguían dormidos.
Pablo era muy fuerte, demasiado corpulento y sin vicios; no fumaba ni bebía alcohol, tenía afición por los deportes y no tenía mucho desgaste de energía porque prefería descansar en cama mientras lo mantenía su mujer.
Cuatro golpes soportó sin morir, en cuestión de segundos pasó al estado de coma, mientras la vendedora de tamales se angustiaba por instantes y daba paso a la desesperación: sus hijos podrían sorprenderla, el hombre se recuperaría y con seguridad la mataría, eran pensamientos que le causaban pánico. María Trinidad aún tenía miedo y su mente estaba nublada.
Las ideas de cómo estar segura de que Pablo ya no se levantaría y deshacerse de su cadáver la atormentaban, buscaba opciones. Se decidió por una: salió lentamente de su vivienda y pidió prestada un hacha a la dueña de la casa, explicándole que la necesitaba para partir el ocote que iba a utilizar para encender el brasero.
Probablemente cegada por un gran desequilibrio emocional, decidió descuartizar a su hombre para poder trasladar sus partes dentro de un costal, en varios viajes, y abandonarlos por diferentes rumbos.
Tensa por el rencor y satisfecha por haberse transformado de mujer sumisa en madre osada y defensora, la vendedora de tamales dejó escapar el llanto, mientras se asomaba al cuarto de sus hijos y comprobaba que seguían dormidos.
Eran las 11:30 de la noche del sábado 17 de julio de 1971. El hombre golpeado quedó casi desnudo y los primeros hachazos le separaron las piernas, provocándole la muerte en 3 minutos y asustando más a la señora al ver los últimos y casi imperceptibles movimientos de su marido.
María Trinidad no había dirigido el instrumento cortante hacia la cabeza porque era evidente el resultado de los batazos, pero se decidió y otros golpes culminaron el descuartizamiento. Los niños, acostumbrados al ruido que hacía su progenitora cuando trabajaba la masa por las noches, no se dieron cuenta que esta vez la actividad era muy diferente.
En la madrugada del domingo terminó su obra la tamalera y aunque laboró a la luz de la televisión, pudo asear casi perfectamente la habitación y lavar sus propias prendas de vestir. El paso siguiente fue retirar las partes que no cupieron en un costal de la Conasupo; la señora supuso que pedir un recipiente grande, en plena madrugada, la convertiría automáticamente en sospechosa y, por las circunstancias, guardó la cabeza de su esposo en el bote tamalero. Con enorme preocupación de la comerciante, el bote con la cabeza quedó debajo de la cama, seguramente los niños tardarían poco en descubrirlo.
Ya no había oportunidad para abandonar el bote en la calle; el tiempo se le pasó en ir a tirar por distintos rumbos los restos del cuerpo. Tenía que disimular y a toda prisa desocupó otra lata similar y aquel domingo, como todos los fines de semana, la mujer vendió tamales frente a una panificadora en Ermita Iztapalapa casi esquina con Emiliano Zapata.
El lunes 19, por la mañana, estalló el escándalo: parte de los restos fueron encontrados a un costado de la casa 508, calle Sur 71-A, Colonia Justo Sierra, al sur de la ciudad.
La investigación
El general Daniel Gutiérrez era jefe de la Policía capitalina y tuvo la satisfacción de comprobar que la aclaración del crimen en la Colonia Justo Sierra, estuvo a cargo del Servicio Secreto, que al terminar ese sexenio empezó a dejar de ser lo que era, cuando se le cambió el nombre por el de División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia, la temible DIPD y el negro recuerdo de Arturo Durazo Moreno.
Pero el caso de «La Tamalera», amable lector, fue realmente un trabajo de excelencia. Los investigadores Raúl Mendiolea Zerecero, subdirector de la Policía; mayor José de Jesús Gracia Jiménez; comandante Ángel Godínez y los agentes Gonzalo Balderas, Juan Ayala Ángeles y José Cabrera, solucionaron el crimen en sólo ¡seis horas!
Este caso inició con una orden a la sirvienta de la señora Esperanza Hernández, dueña de la casa 508, de Sur 75-A, Colonia Justo Sierra, quien creyó que dentro de un costal abandonado estaba un cargamento de pollos muertos, procedentes de una granja cercana, cuyos propietarios no esperaban el paso de los camiones de la basura para deshacerse de las aves sin vida. Le dijo Esperanza a su sirvienta Paula Martínez, que lanzara el bulto a un sitio alejado.
Cuando la empleada doméstica tuvo el costal en sus manos se percató que no contenía pollos, sino restos de un ser humano. Ante los gritos de Paula se solicitó la intervención de los uniformados Juan Oliva y Miguel Romero, quienes avisaron al agente del ministerio público, Carlos Durán y su secretario Ives G. Lelevier, de la Delegación Iztapalapa. Los peritos del Servicio Secreto trabajaron duramente y lograron identificar las huellas dactilares de los restos como las de Pablo Díaz Ramírez, de 53 años de edad, de oficio peluquero, y quien se cambiaba el nombre para eludir las frecuentes investigaciones de que era objeto, por sus antecedentes de ladrón.
Se supo que vivía en Pirineos 15 Bis, Colonia Portales y cuando los agentes se presentaron en el domicilio, encontraron a tres niños. No estaba Pedro Martínez Ramírez, el hermano de 17 años de edad que con frecuencia se quedaba a cuidarlos, ni otra hermana mayor, María Elena, que estaba casada y vivía aparte. Se detuvo entonces para investigación al esposo de ésta, Mario Reséndiz Pacheco.
Y se supo que Pedro Martínez Ramírez se había enfrentado a su padrastro en varias ocasiones, ante las arbitrariedades que realizaba contra los pequeños, sin que protestara la progenitora de ellos. A pesar de esto el peluquero con frecuencia corría a la señora e hijos porque le molestaban los juegos de los niños.
Tres años duró la vida de infierno que soportó María Trinidad, originaria de Tequisquiac, Estado de México. Tres años en que esperó un milagro que nunca llegó: que Pablo cambiara de carácter y les diera la protección hogareña que había prometido cuando conquistó a la señora. La vendedora de tamales llevaba una rutina que pocas veces alteraba: comprar la masa, cocer la carne, preparar las salsas y el dulce, adquirir manteca de cerdo, envolver los tamales y luego el traslado a la panificadora, en un carrito de madera con ruedas de resistente hule.
Doscientos tamales vendía María Trinidad diariamente; los domingos le iba mejor en la venta y casi todo el dinero iba a parar a los bolsillos de Pablo, quien «administraba» los ingresos, soltaba unos centavos para la subsistencia de «su familia» y no se perdía las funciones de box o lucha libre en la Arena Coliseo.
Se afirma que le sobraban billetes para apostar y cuando ganaba, rebosaba de satisfacción y regalaba algunas monedas a los niños, lo que mantenía viva la esperanza de María Trinidad: «algún día seré feliz con Pablo y mis hijos»… No pudo ser, la policía encontró bajo su cama el bote con la cabeza.
Se aprecia a los detectives, legista, peritos, periodistas y curiosos que observan cuando el cuerpo era sacado del costal en el que lo abandonaron en un baldío de la calle Sur 71-A, de la Colonia Justo Sierra, al sur de la ciudad.
Mario Reséndiz Pacheco, yerno de la autoviuda, quien fue detenido para investigación. Negó haber participado en el crimen.
El martes 20 de julio de 1971, el médico legista Enrique Márquez comentó en el Servicio Médico Forense del Distrito Federal, que la cabeza del peluquero infortunado parecía macerada -ablandada-. Cómo no iba a estarlo, con cuatro batazos y aplicación abundante de agua fría.
Cuando Gonzalo Balderas Castelazo le preguntó, directamente, por qué había matado a su marido, María Trinidad dejó escapar algunas lágrimas de arrepentimiento y confesó que todo tuvo su origen en un rencor imposible ya de contener.
La vendedora de tamales lamentaba la destrucción de su hogar que, muy modesto y con grandes carencias, creyó suyo por tres años, «desde que había unido su destino al de Pablo Díaz Ramírez».
Explicó que hacía 36 meses había llevado a su hijo mayor a una peluquería de la calle Emiliano Zapata y conoció a Pablo, quien le preguntó si conocía a alguna lavandera que se ocupara de mantener blancas las filipinas necesarias en el negocio. María Trinidad se comprometió a lavarlas y plancharlas y Pablo comenzó a enamorarla y compitió con un vecino de nombre Jesús Ávila Luna, quien para agradar a la dama le compraba muchos tamales cada día.
El pretendiente Ávila perdió la competencia y se retiró cuando María Trinidad le dijo que «había encontrado nuevo esposo y nuevo hogar».
Al principio, la señora estaba conforme porque su flamante marido no tenía vicios.
Cuando Pablo se dio cuenta que María Trinidad ganaba más dinero en la venta de tamales, que él con todo y su negocio de peluquería, decidió vivir a costa del trabajo ajeno y pasaba las horas frente a la televisión.
La policía supo que el hombre desaparecido tenía antecedentes penales desde 1937, por distintos delitos que iban desde lesiones hasta estupro.
Pablo también presumía haber estado preso en el temible «Palacio Negro» de Lecumberri hasta en tres ocasiones. El agente Gonzalo Banderas volvió a hacer preguntas a María Trinidad y ella aseguró que nadie más era responsable del crimen, «yo lo planeé, lo realicé sin más ayuda que mis propias fuerzas».
-Nosotros creemos que se utilizaron un bate, un hacha, una segueta y un cuchillo de carnicero -insistió el investigador.
-Pueden creer lo que quieran, pero eso es mentira. Usé el hacha y luego la lavé con cuidado, nada de segueta o cuchillo; luego saqué el carrito de madera y llevé el costal hasta la Avenida Plutarco Elías Calles, más tarde por Emiliano Zapata y llegué hasta San Andrés Tetepilco, frente al depósito del Servicio de Transportes Eléctricos.
Además, María Trinidad confesó: Pablo comentaba que ya estaba harto de nosotros y que conseguiría otra mujer. Su anterior esposa, tengo entendido, lo abandonó porque la engañaba en su propio domicilio con una vecina.
¿Qué vida nos esperaba pues si con frecuencia golpeaba a mis hijos pequeños y yo no me atrevía a protestar siquiera?
-¿Cómo explica que ninguno de los vecinos escuchara ruidos extraños, durante la agresión a batazos? -inquirió Balderas.
-Yo no me acuerdo si provoqué algún ruido fuerte, pero si mis hijos no despertaron, quiere decir que no fue como para alarmarlos, menos a los vecinos, con pared de por medio.
Y según las hipótesis policiacas, los investigadores fortalecían la sospecha de que María Trinidad trataba de exculpar a su hijo y a su yerno. El hijo de la vendedora de tamales, durante mucho tiempo trabajó en una carnicería, por ello estaban seguros los detectives que él bien pudo ayudar a cortar los restos humanos con la segueta encontrada.
Al principio de la investigación se creía que la mujer había hervido la cabeza del peluquero, versión que luego fue desmentida, y como en aquellos años se publicaba cada día en este diario un epigrama, bajo la autoría de Irene G. de Lanz, haciendo referencia a la nota del día, fue la ocasión para mencionar este caso y que a su letra rezaba:
«La tamalera asesina hirvió la cabeza en el bote de tamales… Lo que hacen los criminales con sus horrendos afanes: desde ayer en restoranes nadie prueba los tamales».
Cabe apuntar que cuando María Trinidad fue detenida por los agentes del octavo grupo del Servicio Secreto, estaba en su hogar, con sus hijos, oyendo la radionovela «Los Huérfanos», que se transmitía en aquella época. «Nunca pensé escapar», dijo a los agentes.
Los tres pequeños hijos que vivían con ella fueron enviados a una casa de protección social en Azcapotzalco. Pedro Martínez Ramírez declaró que él nada sabía del asesinato y que cuando regresaba de pagar un documento en unos almacenes, su hermana María Elena le dijo que su madre estaba detenida. Negó haber participado en el crimen.
Y el 29 de julio de 1971 llegó María Trinidad a la cárcel de mujeres, consignada ante el juez penal Eduardo Neri, quien pronto le dictó auto de formal prisión por homicidio, violación a la Ley General sobre Inhumaciones y Profanación de Cadáver.
Luego de estudiar el expediente, la sentenció a 40 años de prisión, de los cuales pagó 20 en el Centro de Reclusión Femenil de Tepexpan, Xochimilco y luego en Santa Martha Acatitla.
Se ignora mucho de su vida en los penales, pero se dice que fue dramática; sus hijos la visitaban con frecuencia y ella derramaba lágrimas de alegría al verlos.
En su trabajo, dentro del penal, destacó por la seriedad con que emprendía sus tareas y era de las primeras en llegar, cuando los sacerdotes daban misa en prisión.
María Trinidad nunca distorsionó su versión de los hechos y al cumplir el tiempo legal para pedir su libertad, abandonó el cautiverio para ir directamente a la Basílica de Guadalupe y luego a Tequisquiac, Estado de México, donde sus parientes la apoyaron para pasar allí el resto de su existencia.
Trinidad Ruiz Mares: «La Tamalera»
Escrito con Sangre – Escritoconsangre1.blogspot.com.es
Los vecinos de la calle Sur 71-A de la Colonia Justo Sierra, por el rumbo sur de la Ciudad de México, notaron que de un lote baldío aledaño a la casa 508, emanaba un pestilente olor que hacía irrespirable el ambiente. Supusieron que eran pollos en descomposición, por la cercanía de una granja, situada a unos trescientos metros. El terreno, como muchos predios de la capital, se hallaba abandonado hacía tiempo y era utilizado por vendedores ambulantes y gente que iba de paso, para solventar sus necesidades corporales y de vez en cuando servía de basurero. Antes de las nueve de la mañana del 19 de julio de 1971, el empleado de limpia pública encargado de recoger la basura en las diez cuadras que le tocaba barrer desde las cinco de la mañana, se disponía a retirarse cuando los vecinos le pidieron que echara un vistazo en el lote baldío y se llevara el enorme costal de donde parecía provenir el hedor. Dos mujeres acompañaron al trabajador de la Dirección de Limpia. Entró en el terreno con las dos mujeres que abrieron sus bolsos para dar un par de pesos al barrendero.
En eso estaban, cuando una fuerte corriente de aire putrefacto penetró en sus narices haciéndolos retroceder. El trabajador, empuñando su escoba y tapándose la nariz con un pañuelo, se acercó hasta el costal pestilente, mientras las dos amas de casa observaban la escena desde la entrada del lote baldío. Acostumbrado a los malos olores, desprovisto de careta y guantes protectores o mascarilla, el barrendero tocó con sus manos el costal de más de un metro de largo y 60 centímetros de ancho, en el que se leía a un lado: «Conasupo. Maíz y frijol. Capacidad: 90 kilogramos». Esperaba tocar un pico o unas patas de pollo, pero nada de eso ocurrió. Al intentar abrir el costal que estaba cosido por los cuatro costados, el hedor se recrudeció. No pudo ver lo que contenía, sólo sintió que algo raro estaba ahí dentro y, presuroso, salió del terreno. Les dijo a las mujeres que llamaría a la policía porque algo andaba mal y así lo hizo.
Cubiertos con bufandas, los policías preventivos placas 8235 y 4471, procedieron a descoser el costal del que brotaron moscas verdes. La filosa navaja de uno de los uniformados entró sin dificultad en la tela del costal, que se aflojó dejando salir un pie humano protegido con un calcetín azul. Sorprendidos por el contenido del costal, pensaron que lo mejor era comunicar todo a sus superiores, quienes encabezados por el Subdirector de Policía y Tránsito, el general Raúl Mendiolea Cerecedo, arribaron antes que los agentes judiciales al lugar de los hechos. Dos piernas separadas del tronco decapitado fue el macabro hallazgo. El fotógrafo de la entonces Jefatura de Policía tomó decenas de fotografías; buscó y rebuscó la cabeza sin resultado. Mendiolea ordenó a los agentes que inspeccionaran el predio y removieran un poco la tierra y los montículos de basura, sospechando que la cabeza podría estar enterrada la cabeza en algún otro sitio. La búsqueda resultó inútil. Los peritos dactilógrafos tomaron las huellas digitales de las manos del muerto, que por su gran tamaño correspondía a un hombre corpulento. Introdujeron los restos en bolsas de polietileno y lo trasladaron en una ambulancia de la Cruz Verde al Servicio Médico Forense.
Por las huellas se logró la identificación. Era peluquero, tenía 53 años y utilizaba varios nombres: Pablo Díaz Ramírez, Pablo Díaz Gallegos, Rafael Díaz Ramírez, Pablo Díaz Rincón y Pablo Ramírez Gallegos. En 1937 golpeó a un hombre, siendo enviado a la cárcel por el delito de lesiones. Seis años más tarde, en 1943, ingresó en prisión y fue procesado por lesiones y estupro. Atacó a una niña a la que causó serias lesiones. Pretendió darse de alta como policía, pero fue rechazado por sus antecedentes, y en 1968 trabajó un tiempo como peluquero del Departamento del Distrito Federal. La media filiación de Pablo Díaz Ramírez, que aparecía en los archivos, precisaba que era un tipo atlético, 1.80 de estatura, moreno claro, semicalvo, tipo mongol, facciones duras y toscas, con estudios hasta tercero de primaria, abstemio, no fumador y gran aficionado al boxeo y a la lucha libre. Los peritos dictaminaron que había sido asesinado con una segueta, un hacha y un cuchillo. De acuerdo con los exámenes practicados, dedujeron que las piernas le fueron desprendidas del resto del cuerpo cuando aún estaba vivo. Apoyaron su tesis en las infiltraciones sanguíneas que encontraron en las piernas, las que no se presentan cuando la persona ha muerto. En opinión de los legistas Enrique Márquez Barajas y Oscar Lozano González, por lo menos dos personas habían participado en el descuartizamiento del peluquero. Es la primera vez que veo un asesinato como éste, dijo uno de los peritos. Los judíos y aztecas los practicaban para castigar el homicidio, el robo y el adulterio. Y qué paciencia de los verdugos para serrarles las piernas
Contando con el archivo más completo en cuanto a delincuentes, los agentes de la División de Investigaciones acudieron a la calle de República número uno, en la Colonia Portales, en busca de la familia del occiso. El peluquero, en su ingreso por lesiones en 1937, había informado que ese era su domicilio. En este sitio los vecinos les indicaron que Pablo se había mudado seis meses antes y que, al parecer, su esposa era una mujer que expendía tamales (un alimento hecho de masa cocida con trozos de carne y verdura, envuelto en hojas de plátano o de maíz), en la vía pública. Los agentes indagaron que la mujer del peluquero respondía al nombre de María Trinidad Ruiz Mares, y vendía su mercancía frente a la panadería La Tapatía en la esquina de Ermita Ixtapalapa y Emiliano Zapata, en la Colonia Portales, y que vivía en la calle de Pirineos número 15.
Hasta este lugar, una casa semiderruida situada en una calle con poco tránsito y repleta de niños que jugaban con su mochila bajo el brazo para ir a la escuela, arribaron los agentes Gonzalo Balderas Castelar, Juan Ayala Ángeles y José Cabrera, dirigidos por el mayor Jesús Gracia Jiménez. En el interior se hallaba una mujer de pie junto a una mesa de madera, planchando ropa. Al toquido de los agentes, ésta salió.
-¿Qué se les ofrece? -preguntó secamente, sin mirarlos.
-¿Es usted Trinidad, la esposa del peluquero Pablo Díaz Ramírez?
-Sí, señor.
-¿Dónde se encuentra él?
Trinidad palideció. Tenía 45 años, morena y usaba gruesas trenzas largas; era una india otomí. Con su voz cortante, seca, nerviosa, les dijo:
-No sé, se fue a trabajar desde el sábado y no ha regresado.
-¿Tiene idea de dónde lo podemos localizar?
-No señor, con frecuencia deja de venir a la casa. Tal vez no dilate.
Los investigadores se miraron entre sí. No sabían si debían comunicarle a Trinidad la infausta noticia ni cómo podría reaccionar. Pero por la rigidez y frialdad de «La Tamalera», supusieron que estaba en condiciones de soportar la información.
-Señora, su esposo está muerto.
Trinidad no se movió, no masculló palabra ni se inmutó. Cerró los ojos, sus párpados y sus labios temblaron. El rictus de su boca fue más notorio. Los policías esperaban que la mujer estallara en llanto, se conmoviera o se pusiera histérica al saber lo ocurrido. Todo lo contrario, permaneció impasible, indiferente y sus ojos brillaron de pronto. Como declaró después un agente: «Malignamente, reflejando un rencor de siglos». Intuyendo que Trinidad tenía conocimiento del suceso, el agente Gonzalo Balderas le dijo:
-Acompáñenos a la Jefatura de Policía.
Trinidad guardó silencio; no preguntó a los investigadores por qué debía ir a ese lugar. Sumamente nerviosa pidió permiso para ponerse un suéter, ya que el viento comenzaba a soplar. Se despidió de su hija que, recostada en la cama, leía un cuento y se disponía a apagar el radio, que anunciaba el fin de la novela Los Huérfanos por la estación XEW. La niña se asustó al conocer la muerte de su padrastro, y se preocupó sobremanera al ver que su progenitora era conducida a la jefatura.
En la oficina del comandante Godínez, La Tamalera fue interrogada.
-Cuéntenos si su esposo tenía enemigos.
-Sí, señor. En las últimas semanas lo noté bastante nervioso. Me dijo que en tres ocasiones lo habían detenido por vender marihuana, y cuando se quiso retirar del negocio lo amenazaron.
-¿Sabe los nombres de esos hombres?
-No señor, me dijo que lo citaban en la Arena Coliseo durante las luchas. Pablo era muy aficionado.
-¿Tenía usted pleitos frecuentes con él, señora?
Trinidad enmudeció por unos momentos. Pensó lo que iba a decir y con voz entrecortada repuso:
-Sí, señor. Sabe, Pablo fue mi segundo esposo. Me separé del primero porque me engañaba en mi propia casa. Conocí a Pablo en la peluquería donde trabajaba, en la calle Emiliano Zapata, cerquita de donde vendía yo los tamales. En una ocasión que llevé a mis hijos a pelar, Guillermo, Reina y Mario, de 6, 10 y 11 años, me dijo que le buscara a alguien para que le lavara su ropa y las filipinas del negocio.
Relató Trinidad que durante un tiempo le lavó la ropa, que iba a dejarle cada semana el peluquero hasta Pirineos 15, y de estas frecuentes visitas nació entre ellos una estrecha amistad, hasta que se fueron a vivir juntos.
-¿La aceptó con sus tres hijos?
-Sí, señor.
Hasta ese momento, los agentes pretendían saber algo más sobre el peluquero. Sospechaban que había sido asesinado por cuestiones sentimentales y su intención era aclarar esta situación.
-Le pregunté si sostenía frecuentes riñas con él, señora.
Trinidad se puso más nerviosa. Era originaria de Tequisquiac, Estado de México, un paupérrimo caserío por donde circulaba un canal de aguas negras. Contestó que a menudo, peleaba con el peluquero. Indicó a los investigadores que Pablo no quería a los niños y por cualquier cosa les pegaba con lo que tuviera a la mano. Dijo «La Tamalera» que en la última discusión que tuvieron, el sábado 17 de julio, el peluquero le manifestó que se separaría y se iría con otra mujer.
-Eso me dio mucho coraje. Después de que casi no trabajaba y se pasaba el día en casa acostado, me quitaba los 120 pesos que ganaba diariamente con la venta de los tamales y sólo me dejaba 15 pesos para el gasto. Por las noches se iba al cine, al box o a las luchas, y además les pegaba a mis hijos, me dio mucho coraje.
-¿Por eso lo asesinó?
La mujer no dudó más. Miró al policía y respondió:
-Sí, señor, por eso lo maté. Lo merecía.
Cuéntenos cómo sucedió todo -terció el mayor Gracia.
Un poco más tranquila, Trinidad narró que el sábado los niños estuvieron brincando sobre la cama y ensuciaron la ropa limpia, lo que molestó a Pablo, quien tomando un palo los golpeó salvajemente, dejándoles huellas en todo el cuerpo. Además los mandó a dormir sin cenar.
-Eso me dio mucho coraje. Le reclamé el por qué no me dio a mí la queja y me dijo: «Ya estoy fastidiado de estos escuincles latosos. Lárgate con ellos. Me conseguiré otra mujer y nos separaremos».
Trinidad le pidió un hacha prestada a la dueña de la vecindad donde vivía: María Teresa Rueda. Agregó «La Tamalera» que Pablo estaba en calzoncillos; cenó y se puso a ver la televisión. Transmitían el boxeo. Indicó a los investigadores que se acordó de la golpiza propinada a sus hijos y, al verlo medio dormido, sacó un bate que tenía guardado y le asestó un golpe en la cabeza.
-Oí que se quejaba; como que roncaba, pero ya no se pudo mover. A continuación le di otro golpe en la cabeza y quedó como muerto. Yo estaba como loca. Le di otro pensando que ya estaba muerto. Al verlo sobre la cama me dio miedo y pensé en desaparecer el cuerpo. Recordé que tenía un costal grande de la Conasupo y traté de meterlo allí, pero no pude. Cogí entonces el hacha que me había prestado un día antes la dueña de la casa para partir la leña, y comencé a cortarle las piernas. Él se seguía quejando.
-¿Quién la ayudó?
-Nadie, señor, yo sola hice todo. Nadie me ayudó.
-¿Qué hizo después?
-Luego quise meter al costal el cuerpo y me fijé que la cabeza no cabía, por eso también se la corté. Cosí el saco con ixtle. La cabeza la puse a hervir.
-¿Quién la ayudó?
-Nadie, señor, nadie. Esa es la verdad. ç
-¿En qué tiempo hizo todo esto?
-No sé, señor, tal vez en dos horas, no sé muy bien.
En su declaración a la policía, «La Tamalera» les dijo que tenía dos hijos mayores de edad: María Elena, casada con Mario Reséndiz Pacheco, y Pedro Martínez Ramírez, de 17 años, ex carnicero y de oficio carpintero. Luego de escuchar la breve confesión de Trinidad, el jefe policiaco ordenó de inmediato la detención de los dos muchachos que, horas más tarde, fueron presentados en la jefatura. Conducidos a la oficina del comandante, mirándolos éste fijamente a los ojos les inquirió:
-Jóvenes, estamos investigando un homicidio, les suplico se conduzcan con verdad.
A continuación ordenó el comandante que Mario permaneciera afuera mientras era interrogado el hijo de la acusada. Negó haber participado en el descuartizamiento de su padrastro y afirmó no haberse dado cuenta de cómo y cuándo sucedieron los hechos. El yerno de la ex vendedora de tamales también rechazó los cargos y sostuvo que cuando ocurrió el crimen, él se encontraba en otro lugar, situación que podía demostrar plenamente. La policía interrogó más estrechamente a Trinidad, a la que presionaron diciéndole que si confesaba y delataba a sus cómplices, el juez le impondría unos veinte años de cárcel; de lo contrario le podría aplicar la pena máxima que regía en la Ciudad de México: cuarenta años de encierro. «La Tamalera» no se dejó intimidar. Ante los periodistas, repetía sin cesar:
-Yo soy la única responsable. Que me castiguen con cuarenta años o los que sean. Mi hijo y mi yerno nada tienen que ver en esto.
Los detectives del Servicio Secreto dijeron a los periodistas que Pedro, el hijo mayor de «La Tamalera», había confesado haber asesinado a un hombre en Chalco, Estado de México, y que en distintas ocasiones amenazó al peluquero con matarlo y decapitarlo. Por su parte, al ser interrogado por los reporteros policíacos, el muchacho dijo haber sido torturado para confesar su intervención en el truculento homicidio. La policía amenazó a «La Tamalera» diciéndole que su hijo Pedro había ya confesado su participación en el descuartizamiento y que le esperaban cuarenta años de cárcel, pero ella lo podía ayudar si confesaba su contribución en la mutilación del peluquero. Trinidad, indiferente, repetía que nadie la había ayudado y que ella sólo respondería ante la justicia. Ante esta contundente declaración, el yerno y el hijo fueron puestos en libertad. El quebrantado cadáver de Pablo Díaz Ramírez aún estaba en el Servicio Médico Forense. Los peritos médicos deseaban vehementemente rendir un informe sobre la muerte del peluquero y su descuartizamiento, que eran comentados en todo el país.
El doctor Fernández Pérez, jefe del laboratorio de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal, rechazaba la afirmación de que Trinidad había consumado por su propia mano el descuartizamiento, invirtiendo solamente dos horas en realizar su macabra tarea.
-¡Miente esa mujer! -comentó el criminalista al procurador Sergio García Ramírez.
El interrogatorio a Trinidad seguía:
-¿Qué hizo después de descuartizarlo? -le preguntaron.
Trinidad declaró que lavó muy bien la sangre que se derramó del cuerpo de Pablo. Escondió su ropa bajo el colchón de la cama, limpió cuidadosamente el hacha y el cuchillo que utilizó. Depositó la cabeza en un bote alcoholero con capacidad para veinte litros y la hirvió. Guardó en el costal el resto del cuerpo, ocultándolo debajo de la cama para que no lo vieran sus hijos y su yerno. Tratando de aprovechar el cuerpo, le arrancó trozos de carne de las piernas. Utilizó esa carne como relleno de los tamales que vendió en los días siguientes, ahorrando así un poco de dinero. Mucha gente comió la carne humana sin saberlo. Cuando se supo este detalle, comenzó a circular en México un chiste, en el cual se afirmaba que Trinidad vendía tamales en los cuáles los clientes podían encontrase un dedo; pero aunque muchos tomaron el chiste por cierto, este detalle no era verdad.
Una mujer, que se negó a proporcionar su nombre a los periodistas, se presentó en el Servicio Médico Forense a reclamar el cuerpo del peluquero y sus pertenencias. Dos compadres suyos testificaron que, efectivamente, se trataba de Pablo Ramírez, al que calificaron como «un hombre taciturno, no adicto al alcohol y tranquilo». Sus anteriores ingresos a prisión señalaban exactamente lo contrario. Empero, su pasión era la lucha libre. No se perdía ningún combate de sus preferidos, los «Hermanos Shadow», de los que lamentó su separación en 1963. «Mil Máscaras» y René Guajardo, de los que decía ser amigo, eran también sus predilectos.
Trasladada le aseguró a la policía que su marido tenía otra mujer, con la que se gastaba el dinero que, con sacrificios, ganaba ella en la venta de tamales, de los que vendía poco más de 200 diariamente. Relató que entre sus clientes había un hombre llamado Agustín, que se comportaba muy cortésmente. Dijo «La Tamalera» que en tres ocasiones, el hombre le ofreció matrimonio, pero que ella lo rechazó.
-Cuando los inspectores o los policías se acercaban para pedirme su «mordida», él me defendía y les pagaba uno o dos pesos. Se portaba bondadoso conmigo. Tal vez con él me hubiera ido mejor.
Dos agentes fueron comisionados para realizar una inspección en la casa de Trinidad; allí encontraron la cabeza. Pese a que la mujer negó haber estrangulado a su marido, la policía aseguró que así lo hizo, porque el cuerpo tenía signos claros de asfixia. Trinidad fue consignada ante el Juez doce, Eduardo Neri Acevedo, e internada en la Cárcel de Mujeres, en el kilómetro 16.5 de la carretera a Puebla, en Iztapalapa. Los delitos por los que «La Tamalera» fue consignada, fueron homicidio calificado, inhumación clandestina y profanación de cadáver. Al día siguiente de su arribo a la cárcel, el jueves 29 de julio de 1971, rindió su declaración ante el juez. Dijo estar arrepentida y en todo momento alegó que mató a su marido por el maltrato que le daba a sus hijos. El fiscal, Raúl Muñoz Landeros le preguntó si su intención era asesinarlo y desaparecer el cadáver o simplemente privarlo de la vida.
-Deseaba matarlo, pero después no sabía qué hacer con el cuerpo y me dio miedo. Por eso le corté las piernas y la cabeza para que cupiera en el costal y el lunes a las cinco de la mañana lo llevé hasta afuera, lo subí al carrito que utilizo para vender los tamales y caminé hasta la colonia Justo Sierra, llegando a un lote baldío donde lo dejé.
-¿Nadie la vio en el trayecto?
-Se cruzaron en mi camino algunas señoras que iban a comprar leche a un expendio de la Conasupo, pero ninguna se me hizo conocida.
El sábado 31 de julio se le decretó la formal prisión y se le designó un defensor de oficio para defenderla. En sus conclusiones, el abogado Ángel Lima Morales pidió al juez aplicara la pena mínima a su defendida. Por su parte, el fiscal solicitó se le condenara por homicidio con todas las agravantes. El juez no tuvo problema al dictar su resolución. El juicio duró casi dos años. Al dictar sentencia, el juez la condenó a cuarenta años de prisión como responsable de homicidio cometido con premeditación, alevosía, ventaja y traición, así como por inhumación clandestina y profanación de cadáver. Trinidad no se inmutó al escuchar la condena de labios del licenciado Ponce de León. Apeló ante los magistrados del Tribunal Superior de Justicia y tras un año de estudiar el expediente, le confirmaron la sentencia.
A su llegada al reclusorio, Trinidad fue mirada con recelo por sus compañeras. Aun a las más desalmadas les parecía anormal el hecho de asesinar a un individuo, quitarle las piernas aún vivo, cortarle la cabeza, arrojar el cuerpo a un terreno baldío después de mantenerlo escondido más de 24 horas, usar su carne para rellenar sus tamales y venderlos en la vía pública como si nada hubiera pasado. Las autoridades de la prisión supusieron que Trinidad debía estar trastornada de sus facultades mentales. Su penetrante introversión y su dureza al hablar denotaban ciertas perturbaciones, por lo que fue recluida con las internas consideradas como dementes.
Por instrucciones del procurador García Ramírez, los hijos de Trinidad fueron enviados a una casa de protección, para arreglar con posterioridad la conveniencia de que pudieran ser albergados en la guardería que funcionaba como anexo en la citada prisión. En un oscuro calabozo, insalubre y falto de aire, quedó Trinidad. Los peritos médicos que la examinaron habían determinado que estaba sana mentalmente y que el crimen lo había cometido en un instante de «coraje maternal».
Ante la denuncia del periódico La Prensa, las autoridades ordenaron que «La Tamalera» fuera sacada del insalubre calabozo y que compartiera la prisión con el resto de las demás reclusas. Sentenciada a una larga condena, se acentuó su introversión. Con nadie hablaba y no quería comer. Se dedicaba a bordar y a fabricar flores artificiales y no tenía amigas. Tras su muerte en prisión, su leyenda creció y se convirtió en parte del imaginario macabro de la Ciudad de México. A veces se confundía su historia con la de «Las Poquianchis», diciendo que ellas vendían tamales de carne humana. Pero fue Trinidad Ruiz Mares la dueña de tan dudoso honor. El cineasta Juan López Moctezuma filmó la cinta El alimento del miedo en 1994, un año antes de su muerte; esta película es muy difícil de conseguir y fue protagonizada por Isaura Espinoza, el mismo Juan López Moctezuma, Jorge Russek, Andaluz Russell, Salvador Sánchez, Sergio Sánchez y Jorge Victoria.