
- Clasificación: Asesina
- Características: Parricida - Dijo que "había matado por amor"
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 14 de febrero de 1998
- Fecha de detención: 14 de febrero de 1998
- Fecha de nacimiento: 1923
- Perfil de la víctima: Su marido Ricardo Domínguez, 60, enfermo terminal de cáncer
- Método del crimen: Arma de fuego (revólver calibre 22)
- Lugar: Necochea, Argentina
- Estado: Condenada a doce años de prisión en 1998. Puesta en libertad el 9 de abril de 2000
Índice
María Ofelia Lombardo
Jorge Omar Charras
9 de agosto de 2010
En la cocina de su casa, María Ofelia Lombardo echó un vistazo molesto a sus armarios. No tenían nada. Advirtió, sí, el deterioro constante de la madera, la pintura celeste saltada, un polvillo rojizo, raro, que no sabía si atribuir a hormigas o a cucarachas.
En los estantes que colgaban al lado de la heladera había un frasco con pimienta, una botella pegajosa de aceite de maíz, una latita de salsa de tomates. Miró el paquete de carne que habíadejado sobre la mesada. Un paquete chico; envuelto en papel de diario. Lo había comprado al volver del hospital Emilio Ferreyra, donde había ido para sacar a su marido enfermo y llevárselo a su casa.
No estaba acostumbrada a visitar hospitales, no estaba acostumbrada a la enfermedad. No estaba acostumbrada a vivir en Necochea. Se sentó a la mesa, donde todavía quedaban unas tazas con mate cocido del día anterior, y se puso a jugar con una cucharita de plata que había heredado de su madre. Pensó en sí misma, en que ya había cumplido 74 años. Cada vez que recordaba su edad sonreía y le venía el mismo pensamiento: «Tengo catorce años más que mi marido. Qué cosa increíble». En ese momento, lo escuchó toser en el dormitorio. «Por suerte, pudo volver a casa», pensó.
María Ofelia Lombardo nació en Lomas del Mirador, en el aula de una escuela primaria donde su padre era director y su madre maestra. Una partera enflaquecida ayudó a su madre, que no tenía ni la más mínima noción de las técnicas del parto. Sí sabía cómo quería criar a su hija: dentro de las más estrictas normas de la obediencia y la religiosidad. «Hay que tenerle miedo a Dios», solía decirle un par de veces por día. Ofelia, sin embargo,jamás creyó en esas historias y en su adolescencia las calificaría de supersúciones.
Mientras tanto fue recibiendo una educación más esmerada que la del resto de los chicos de su época. A los seis años le nació su primer hermano y más tarde la segunda. Le compraban disfraces nuevos en cada carnaval, le preparaban postres los viernes y sábados, le enseñaban canto y francés. Pero ella sabía que su madre no la quería ni la había querido nunca.
La falta de afecto era recíproca: Ofelia no sentía el mínimo cariño por esa mujer severa que se dedicaba a sus hermanos pero no a ella. y su padre, que parecía preferirla por sobre todas las cosas, había adquirido la manía de pegarle. «Entre los 8 y los 11 años, yo recibía una paliza todos los días, sin excepción.Era inexplicable. Pero dentro de ese desastre, fui una chica mimada, más o menos feliz».
Ofelia terminó la secundaria con un promedio destacado y decidió que iría a la universidad. A los 24 años se recibió de abogada. No era una chica atractiva pero el ambiente de la facultad le había provisto uno que otro candidato más o menos potable; podía pensar en casarse. Al final, se decidió por un hombre lleno de conflictos que, a la hora de la hora, se fue a vivir a Chile. Ofelia les aseguró a sus amigas y familiares que él le había mandado un pasaje para que se encontraran allá, pero nadie dio mucho crédito a esa versión triste y poética del final.
Cuando ya había cumplido 34 años, Ofelia empezó a sentirse sola ya demostrar preocupación por el futuro de solterona que se le venía encima. Una tarde de octubre de 1957 decidió ir a la casa de sus primos, en Santos Lugares. Ese día se habían reunido varios amigos y parientes. Las mujeres, después de tomar el té, salieron a conversar al sol. Ofelia las miraba con curiosidad: todas habían armado sus vidas con una soltura y despreocupación envidiables.
Ninguna se preguntaba por la felicidad, nadie parecía enfrentarse a temores existenciales. Los temas eran otros: recetas de cocina, técnicas de tejido, la crianza de los hijos, los cólicos de los bebés. Cuando todavía era estudiante, escuchaba esos diálogos con desprecio y hasta con cierto espanto. Pero esa tarde sentía que esas mujeres, al domesticarse a sí mismas, habían conseguido una tranquilidad que ella desconocía. y tenían hijos, y tenían maridos, y tenían casas con paños y tenían un resguardo para afrontar la angustia de la vida. De alguna manera, las empezó a envidiar.
Ese mismo día, antes de la cena, se quedó pensando, como ida, frente a la ventana. Enseguida vio llegar a su primo acompañado por un hombre que no había visto nunca. Los dos iban a caballo y parecían exhaustos. El desconocido era casi un chico. A ella le llamó la atención. Más tarde, mientras comían puchero de gallina, se enteró de que se llamaba Ricardo Domínguez y que apenas había cumplido veinte años. Nadie sabe bien qué pasó esa misma noche, pero dos meses después estaban parados frente al altar de la iglesia de San Antonio de Padua.
Escandalizados por la diferencia de edad, los padres de ella no fueron a la ceremonia. Ricardo Domínguez venía de una familia de españoles que, con esfuerzo, había instalado un bazar-ferretería en Constitución. A diferencia de la familia de Ofelia, los padres de él aceptaron a la nuera sin rencores. De hecho, la madre de Ricardo fue el sostén económico de la pareja durante más de treinta años.
Ofelia dejó poco a poco su trabajo de abogada para dedicarse a la docencia: enseñaba historia, filosofía e instrucción cívica. También dictaba clases de religión, siempre un poco apesadumbrada porque contaba con los conocimientos teóricos del catolicismo pero carecía del soporte básico de la fe. No tenía convicción,alguna acerca de la existencia de lo que no podía ser comprobado.
Su matrimonio, a pesar de todos los presagios, funcionó, y funcionó porque Ofelia tenía una teoría: estaba segura de que la mujer, si no quiere ser desdichada, moldea su ideal de hombre hasta que se parece al esposo que pudo conseguir. Eso hizo. «Además, yo estaba orgullosa de cómo él me quería. y al final, todo eso se convirtió en un gran amor».
Al principio, los dos vivieron con los padres de él y más tarde iniciaron una peregrinación por distintas casas prestadas o alquiladas hasta que pudieron comprar – siempre con la ayuda de la madre de Ricardo- una casa en Merlo. Ya habían tenido cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. Ofelia hubiera querido seguir con la rutina de los embarazos y los bebés, pero no lo consiguió. Ricardo había instalado una verdulería que le dio de comer a su familia, con ciertos altibajos, durante más de veinte años.
A principios de los años 90, un mecánico amigo lo llevó a Quequén a mostrarle su nueva casa de fin de semana. Los viajes se hicieron periódicos, aunque Ofelia nunca lo acompañaba. En el ’93, Ricardo se animó a pedirle a su mujer que se mudaran a Necochea. Había visto una casa cerca del mar, en una zona modesta pero. por eso mismo, accesible para ellos.Vamos a vivir en la costa y voy a poder nadar, ¿te das cuenta? A mí me encanta nadar. Además, la casa tiene un local al frente, podemos tener un negocio». Ella no lo pensó mucho.
La mudanza tendría sus ventajas, una de ellas fundamental para Ofelia: vivirían lejos de sus hijos, que ya estaban hartándola con sus peleas, divorcios y exigencias. Le dijo que sí. Al mes siguiente ya estaban instalados en la calle 71, en la casa 277, a dos cuadras del hogar de ancianos Alejandro Rairnondi.
La casa era chica, sencilla, con dos dormitorios, cocina comedor, un cuartito minúsculo en el que abandonaban las cosas viejas y un baño. Al frente estaba el local, donde pusieron una verdulería, el único ramo del comercio en el que Ricardo se sentía seguro, y en el que nunca prosperó. La decadencia económica del matrimonio era irreversible. Poco a poco el local fue vaciándose. No tenían dinero suficiente para comprar mercadería, salvo papas, cebollas y alguna que otra verdura barata que dejaba un miserable margen de ganancias. La gente miraba el negocio y solía irse sin siquiera entrar, ante la visión de esa verdulería desolada y cubierta de polvo. Ricardo vivía la debacle con un abatimiento que lo tenía rendido.
Su mujer, en cambio, no parecía advertir la gravedad de la situación. «Ricardo, acá nadie se muere de hambre, quedate tranquilo. Ya nos va a ir mejor». Ricardo sabía que Ofelia vivía en un mundo irreal, que no entendía de verdad dónde estaba parada. Sin embargo, como siempre, evitó apartarla de su fantasía privada. Era la mujer más importante de su vida, la única ala que había querido. Ya desde el primer momento había valorado en ella su capacidad para abstraerse de lo cotidiano y sobrevolar sus propios problemas, como si no le pertenecieran. Era exactamente lo contrario de lo que le habían enseñado sus padres y abuelos españoles, tan apegados al día a día. No iba a ser él quien a esa altura se dedicaría a cambiar la mentalidad de Ofelia.
A fines de 1997, Ricardo empezó a sentirse débil. Le dolía el cuerpo y tenía violentos accesos de tos. Pero seguía atendiendo la verdulería y ayudando a su mujer en la limpieza de la casa. Una tarde, Ofelia llamó a su médico, no por Ricardo, que negaba la posibilidad de cualquier enfermedad, sino por ella misma. Le dolía la cabeza y estaba mareada. El médico le advirtió sobre su hipertensión crónica y le aplicó una inyección. «Usted está como siempre y se tiene que cuidar. Pero me preocupa la tos de su marido. Dígale que me venga a ver». Ofelia intentó arrastrarlo a una consulta durante un par de días, y al final dejó de insistir. Su marido no estaba dispuesto a ver a ningún médico. Pasaron unas Navidades tristes. Frente a un par de vasos de sidra brindaron por, sus cuarenta y un años de casados.
Ricardo empeoraba día día. Ofelia estaba atónita ante los manejos inexplicables del destino. Ella, que tenía catorce años mas que su esposo, siempre se había imaginado un futuro distinto. En el mejor de los casos, una muerte tranquila y súbita, previa a la del esposo. En el peor, una larga enfermedad, o la simple postración de la vejez, ayudada por su hombre a soportar los últimos tramos de la vida. Y ahora, ella, la vieja, con sus 74 años, tenía que sostener a Ricardo, de 60, para que pudiera darse una ducha.
Ese mismo día, el día en que él no pudo mantenerse parado sin ayuda, aceptó que su mujer lo llevara al hospital. Lo dejaron internado para hacerle una serie de estudios, que empezaron con unas radiografías nefastas. Los médicos vieron, en el acto, que el hombre tenía un tumor en el pulmón derecho. Se lo dijeron a la mujer ese mismo día. No tenían más detalles necesitaban de otros estudios para determinar la gravedad del cuadro.
El médico le dijo a Ofelia que era mejor hablar con su marido. Fueron juntos al cuarto que él compartía con otro paciente. El médico, con cierta incomodidad le dijo que tenía cáncer, pero que nada estaba decidido. Había tratamientos, existía la posibilidad de una operación, había miles de casos como ese con final feliz. Ricardo tomó la noticia casi con indiferencia. En el fondo estaba avergonzado de su enfermedad, de su debilidad, de fallarle a su mujer, a quien le había prometído cuidarla hasta el final.
Ofelia volvió a su casa de noche. Era la primera vez que dormiría sola en esa casa que nunca le había gustado demasiado. Estaba asustada, acaso más asustada que el propio enfermo. Tenía miedo por él pero su propio futuro le resultaba aterrador. Los estudios siguieron. Mientras tanto, habían decidido que se trasladarían a Buenos Aires para hacer un tratamiento. El problema era el dinero. Ofelia fue pragmática. «Vendemos la camioneta y listo». Pero Ricardo, a pesar de todo, conservaba su optimismo: le decía a su mujer que no, que la camioneta era indispensable para ir a buscar la verdura y mantener provisto el negocio.
Tres días después, en una tarde caliente de febrero, uno de los médicos la llamó para darle el diagnóstico. Le dijo que el tumor del pulmón tenía metástasis en el hígado. Las perspectívas eran pésimas, pero todavía faltaban otros nuevos estudios. El médico se ofreció para hablar otra vez con su paciente. Ofelia fue terminante. Nadie hablaría con él. Él no tenía por qué enterarse de nada. Ofelia deambuló un rato por los pasillos del hospital hasta que se decidió a entrar en la habitación donde estaba su marido. Lo miró. Estaba consumido, con el clásico color arcilla del cáncer. Ricardo la miró de reojo y volvió la vista en dirección a la ventana. Ella forzó el tono para decirle que venía de hablar con el médico. Su marido no le hizo ninguna pregunta; le pidió que le pasara un vaso con agua. Ella decidió protegerlo. «La semana que viene nos vamos a Buenos Aires. Me llegó un dinero de mi hermana, así que no hay problema. Te vamos a tratar allá», dijo, sorprendida por la naturalidad de su voz. Ricardo sonrió, por primera vez un poco animado. Ella estaba en estado de pánico.
Una única frase le ocupaba la cabeza. «Se muere y no sabe que se muere. Se muere y no sabe que se muere». No tuvo más dudas: iba a protegerlo. Le pareció que no podía haber algo más brutal que decirle al hombre que había estado con ella toda su vida que se estaba muriendo.
Una hora más tarde se despidió de él. Cuando estaba saliendo del cuarto, advirtió que la familia del que compartía la habitación con su marido, la miraba con compasión. Fue esa mirada la que le quitó toda esperanza. Ahí, en ese momento, supo que todo estaba perdido.
Esa noche llegó a su casa, tomó el viejo revólver calibre 22 que tenían desde hacía años para defenderse, y fue con él a la casa de una vecina. Se llamaba Sandra Garby y era policía. «Sandrita, ¿me ayudás a cargar el revólver? Ricardo está internado y tengo miedo de quedarme sola de noche». La mujer policía cargó el arma y le recomendó que si escuchaba algún ruido tirara hacia el piso. Ofelia envolvió el revólver cargado en un pañuelito a cuadros de su marido y fue a la casa de sus otros vecinos, un matrimonio al que veía con cierta frecuencia. Tenía una buena relación con la mujer, basada en un tema que les interesaba a las dos: el análisis de la Biblia.
Entró a la casa, les contó la situación («mi marido está perdido») y se fue. El 14 de febrero Ofelia y sus vecinos fueron a buscar a Ricardo al hospital. Lo llevaban a su casa. Él estaba convencido de que a los dos días irían a Buenos Aires para hacer un tratamiento de quimioterapia. De hecho, los médicos le habían explicado a Ofelia que era lo único que quedaba por hacer: el método quirúrgico estaba descartado.
Ricardo seguía débil pero no tenía ningún dolor. Entró al auto de los vecinos, se sentó adelante con el hombre, y Ofelia y la otra mujer fueron atrás. En el camino Ofelia se dio cuenta de que no tenía nada para el almuerzo. «Lorenzo, ¿no pararía un minuto en la carnicería así compro algo para comer? Creo que voy a llevarme unos bifes». Ofelia bajó, hizo su compra y volvió al auto. Enseguida llegaron a la casa. El vecino ayudó a Ricardo a caminar hasta su cuarto, y se despidió.
Ofelia le pidió a la vecina un par de cebollas y unos tomates. Se había olvidado de comprarlos en el camino, y en la verdulería propia apenas quedaban unas papas mohosas y llenas de raíces. Ya sola, en la cocina, Ofelia se entretuvo con el paquetito con la carne. Estaba sola con su marido, y su marido se moría. Lo escuchó toser. Fue al cuarto. Lo vio en la cama y recordó que, en algún momento, hacía ya más de veinte años, le había encontrado un cierto parecido con Alain Delon. «Qué increíble, y ahora se está consumiendo como una velita», se dijo a sí misma. Lo tapó con la sábana y le dijo que se durmiera, que no se inquietara. «Es que estoy ansioso por el viaje a Buenos Aires», explicó él. Ofelia buscó un Alplax y un vaso de agua. «Tomate esto así te calmás, mientras tanto yo preparo el almuerzo, que casi es mediodía».
Fue a la cocina y volvió a mirar el paquete con la carne. Ya ni se acordaba qué había comprado. Tiró el papel de diario que oficiaba de envoltorio, rompió la bolsita de plástico y sacó de adentro dos trozos rojos y sangrantes, dos bifes de tamaño considerable. «Ya sé. Iba a preparar bifecitos a la criolla, eso es lo que iba a preparar». Sacó las cebollas que le había traído su vecina y se puso a picarlas. Encontró dentro del horno una sartén mal lavada, le puso aceite y la llevó al fuego. Tiró adentro la cebolla y revolvió todo de una vez con su cuchillo tramontina. Cortó los tomates en rodajas y los puso con la cebolla. Cuando buscaba la sal, se acordó de que no podía usarla. Los médicos le habían dicho que le preparara a su esposo comidas que no tuvieran nada de sal. «Casi me olvido», se recriminó. Para compensar, agregó pimienta y orégano a la sartén, y después colocó encima los dos bifes. Movió la sartén con desgano, como para acomodar el contenido, y se quedó mirando la preparación. La carne empezaba a cambiar de color, se volvía gris, amarronada. Bajó el fuego, fue al dormitorio y sacó el revólver de un cajón. Se acercó a la cama y vio que su marido estaba quedándose dormido. Le apuntó a la cabeza y tiró tres tiros. Estaba demasiado cerca como para fallar. La sangre la paralizó. Siempre le había espantado la sangre humana. Pero, a la vez, no podía dejar de mirar. Se sacó su vestido, lo dobló y lo puso sobre la cabeza destrozada del marido. Fue al ropero y buscó otro para ponerse. Salió y fue directo a lo de sus vecinos. Les dijo, sin más explicaciones, que se quería dar un baño.
Cuando salió de la ducha les explicó que acababa de matar al marido. Era el 14 de febrero de 1998, Día de los enamorados. María Ofelia Lombardo fue condenada a doce años de prisión. Los jueces la encontraron «plenamente responsable» de la muerte de su marido. Estuvo un año y medio detenida en la comisaría de Necochea.
El 28 de agosto de 1999 la trasladaron a la cárcel de Los Hornos, de donde salió el 9 de abril de 2000. Su abogado logró que, por haber superado los 70 años, la beneficiaran con el arresto domiciliario, que cumple en Merlo, en la casa de uno de sus hijos. «Acá estoy mucho mejor, la vida en la cárcel es una vida miserable. Es raro eso de matar, ¿no? uno no es normal cuando mata a una persona. Pero yo lo quería proteger a mi marido, por eso lo maté. Después de haberlo matado pensé que yo también me iba a morir. No quería vivir más. Pero en el hombre hay una inexplicable inercia de supervivencia. Yo me di cuenta que iba a superar todo esto cuando empecé a tomar los remedios, porque los remedios marcan una rutina, un horario. y cuando uno sigue una rutina puede sobrevivir. Al principio tenía a los psicólogos encima de mí todo el día, sobre todo cuando estaba en la comisaría. Ahí no lo pasé mal, dentro de todo, había una comisaria mujer, encantadora. Tenía tiempo para leer, para escribir, esas cosas.
Me acuerdo que una de las psicólogas me dijo que yo no tenía ni angustia ni arrepentimiento. Y es así, qué quiere que le diga. Mi marido se estaba apagando como una velita, era terrible. En realidad él no sufría, porque todavía no había llegado a ese estado de la enfermedad en donde se empieza a sentir dolor. Pero yo sabía que lo que venía después iba a ser espantoso. Y no sé, yo debo haber pensado que le tenía que evitar eso, que era mi deber evitarle eso. Mi abogado me hizo decir que él ya sufría y que me pidió que lo matara. Pero la verdad es que no fue así. Él no sabía que iba a morirse. Él sabía que tenía cáncer de pulmón pero no sabía que ya tenía metástasis. Él creía que íbamos avenir a Buenos Aires a hacerle un tratamiento. Pero no había posibilidades, estaba todo muy tomado, tenía el hígado destruido por el cáncer. Mi marido se murió sin saber que se moría.
También me vinieron a ver otros psicólogos… me dijeron cosas increíbles. Según los informes yo soy sadomasoquista, no tengo piedad, armo relaciones enfermizas y simbióticas, soy neurótica, posesiva, narcisista. La verdad es que yo llevé una infancia normal, dentro de todo, tuve un matrimonio feliz. ..menos mal que no me enteré antes de todo eso que soy, porque me hubiera vuelto loca.
Otra de las cosas que me acuerdo es que algunos periodistas decían que cómo yo no había errado ningún tiro si nunca antes había agarrado un arma. Hay que ser tarados…¿Cómo iba a errar si le tiré a quemarropa, yo estaba casi encima de él? No había forma de errar. También decían que le podía haber pegado un tiro y no tres. Pero me acuerdo que mi padre siempre me decía que alguna gente que se quería suicidar se pegaba un tiro en la cabeza, y que si no fallaba y quedaba vivo, podía quedar ciego. Me decía papá que lo más seguro era un tiro en el corazón, como Favaloro. Pero yo no sabía bien donde estaba el corazón, y yo no quería que él quedara vivo,por eso tiré tres tiros, para estar segura. Los psicólogos también dijeron que haberlo cubierto con mi vestido después de muerto tenía una connotación sexual. ..Yo lo cubrí porque me impresiona la sangre, nada más. No quería ver sangre. y no lloré, después de matarlo no lloré. Yo nunca lloro, no lloré ni siquiera cuando murió papá.
En la cárcel tampoco. Aunque tengo que decir que la cárcel de Los Hornos es muy linda, no vaya a creer. Yo estaba en una celda individual con ventiluz, una repisa y una mesa, adheridos al piso para que uno no se los tire en la cabeza a nadie, un inodoro muy bonito en acero inoxidable y otra mesada con lavatorio donde usted aprieta la canilla y el chorro de agua sale y después se corta solo. Tecnología de punta. A mí me gustaba estar sola. Yo estaba todo el tiempo en la biblioteca, y comía ahí, también sola. Pero a la noche comía en los pabellones comunes. Comía mucho, engordé treinta kilos en la cárcel. Mi hijo también me llevaba comida, una exageración de comida, que yo después le daba en parte a otras, son como códigos de la cárcel, el que tiene cosas, tiene más poder, es así. Pero a mí me trataban bien, todas. Me respetaban por la edad, me imagino, y había mujeres encantadoras. Ahí dentro una no pregunta por qué están las otras, ellas cuentan si quieren, y si no, te enterás por otro lado. Una vez una presa me dijo: ‘Yo me pasé toda la vida fileteando pescado en Mar del Plata y un día lo fileteé a mi marido’. Pero era muy simpática, simpatiquísima. Había otras más dificiles… Una, por ejemplo, quería mandar a las otras, se arman esas cosas en las cárceles. Esa mujer había atado a un árbol a los tres hijitos del marido y les prendió fuego. Uno de ellos se pudo escapar, el mayor, y loS ootros se murieron carbonizados. Paula, se llama la mujer. Debe tener para un rato largo ahí adentro. Yo no andaba muy bien con ella así que pedí que me cambiaran, y me pasaron al pabellón de las evangelistas, unas locas muy simpáticas. Yo rezaba con ellas pero no entendía nada.
Tenían una Biblia espantosa, mal traducida. Mi Biblia, tiene belleza,conserva poesía. A la de ellas le falta la parte más linda, la que parece una novela. Todo lo que pasaba en la cárcel me hacía pensar en los límites, en hasta dónde uno puede llegar. Papá siempre me decía que en las guerras, por ejemplo, se llegaba a cualquier Cosa, que por ahí se podían comer unos a otros. ¿Se acuerda de lo que había pasado cuando cayó ese avión en la cordillera, y se comieron entre ellos? Yo a eso no llegaría, canibalismo no, yo tengo mis límites. Pero siempre, siempre, en la cárcel y ahora mismo, yo a mi marido lo extraño. No me arrepiento de»lo que hice pero sufro porque no está. Un psiquiatra me preguntó por qué lo maté, si igual se iba a morir. Pero yo no soportaba ese deterioro constante. Él me dijo que yo lo maté por mí, para no sufrir yo, y no para ahorrarle sufrimientos a él. A lo mejor tiene razón».
En la casa de su hijo, María Ofelia Lombardo pasa sus días leyendo, estudiando, soportando la mirada acusadora de su nuera, aunque parece no registrarla. El lugar es modesto, con un almacén chico en el frente, pero Ofelia se desplaza con actitudes de reina, como si la cocina comedor a medio terminar fuera el salón de su propio palacio. De vez en cuando intenta algún acercamiento con la nuera, que no disimula en absoluto su incomodidad. «Ella tiene dos hijos preciosos, divinos», dice Ofelia en tono conciliador, señalando el rincón donde la mujer lava ropa. El efecto es el contrario. «Tengo tres hijos. Tres. Dos tuve con su hijo, pero yo tenía otro». Impasible, Ofelia retruca: «Pero los que tuviste con mi hijo son los más lindos». y sigue su relato, recordando al marido muerto que se parecía a Alain Delon. » ¿Quiere saber si el crimen fue premeditado? En el juicio se habló mucho de eso. Sandra, la cabo de policía que me cargó el revólver, declaró en contra de mí. Dijo que yo le llevé el revólver para que lo cargara y que además le dije que una de esas tardes, si la tenía libre, viniera a casa porque la iba a necesitar. Por favor, yo jamás te dije eso. ¿Mire si yo iba a necesitarla para matar a mi marido? Pero si fue premeditado o no… Yo estaba muy alterada cuando lo maté, tenía una especie de desvarío. No me quedó claro si fue premeditado o no. Y tampoco voy a estar preguntándomelo todo el tiempo, Virgen Santa!».
Mientras habla, mira la Biblia, y la frota con las manos. » Si yo creyera…si tuviera fe…No soy religiosa, pero me gusta el ecumenismo. Yo conservo las oraciones, me serenan. Todas las noches antes de dormir invoco a mi padre. O rezo, directamente. Pero mientras rezo me digo, ¿a quien le estoy hablando? Y nunca, nunca, me lo puedo contestar «.
Fuente: Libro Mujeres Asesinas, de Marisa Grinstein.
María Ofelia Lombardo – La historia de una mujer que asesinó por amor
Orlando Barone – Especial para La Nación
13 de abril de 2000
Esta es una historia personal entre un periodista -yo- y una mujer de 77 años que mató a su marido hace más de dos y que fue condenada a 12 años de cárcel. Ahora, al fin, acaba de ser excarcelada y vive en la casa de su hijo Juan Ramón, su nuera y sus dos nietos, en Merlo.
Recuerdo que cuando la visité en la celda el otoño último, mi intención era escribir una nota que despertara la atención de su caso. Nunca proclamó su inocencia: decía que «había matado por amor», y quienes la conocían creían que era cierto.
El director de una editorial, enterado de la historia, me incitó a escribir un libro; pero desistió cuando vio la fotografía de esa mujer mayor y demasiado robusta en la revista Noticias. El marketing exigía otra estética: el retrato de una mujer joven y bella en la que se justificara el descontrol de la pasión. Aquella asesina era vieja.
El 5 de mayo de 1999, María Ofelia Lombardo, presa en la subcomisaría de la Villa Díaz Vélez, en Necochea, me envió a La Nación la última de sus cartas. Era su respuesta a la publicación en la revista Noticias del diálogo que mantuvimos en la cárcel. La carta empieza con una cita del apóstol Pablo a los corintios: «Nos sobrevienen pruebas de toda clase, pero no nos desanimamos; estamos ante problemas, pero no desesperados, nos sentimos perseguidos, pero no abandonados por Dios; derribados, pero no fuera de combate». Y termina con una posdata: «Ni yo, ni nadie en mi lugar, hubiera errado los tiros; le disparé a quemarropa». Se permitía esta ironía a raíz de una frase de la nota un tanto folletinesca.
La Justicia, que la había declarado culpable del asesinato de Ricardo Domínguez, desoía los argumentos de su defensa: que hubiera matado por piedad. A mí me dijo aún más; «maté por amor. Lo amaba a él más que a nadie. Mi hijo lo sabe. Nos quisimos mucho y era injusto ver degradada la vida con su sufrimiento».
Según ella, Domínguez le había rogado que lo acabara. Se refería a los tres disparos a la cabeza con los que lo mató, mientras él dormía bajo calmantes que ella le había dado: tenía cáncer terminal. Después había tapado su cabeza con un vestido de ella, color rosa. Así lo halló la policía. Vivían en una modesta y decadente verdulería de las afueras de la ciudad.
Cuando conocí el lugar no podía entender cómo había llegado hasta ahí aquella mujer de la cual llegué a saber era abogada y había enseñado letras. En los toscos estantes del calabozo, y mientras al lado otras presas oían cumbia, ella iba acomodando la biblia, libros de Borges, Marechal, Guillén y Lorca.
Marcado en varias páginas tenía «Diálogos Borges-Sabato», uno de los motivos de nuestro posterior intercambio de correo. Mi vínculo epistolar, y después personal, con María Ofelia Lombardo nace de una primera carta que me enviara a la sección Puerto Libre, del suplemento Enfoques, poco tiempo después de la tragedia. Se refería a algunas de mis crónicas con una caligrafía y una redacción que revelaban un conocimiento dialéctico y literario. Recuerdo que me sorprendió el remitente: una subcomisaría. Averigué y me enteré de su caso, que había movilizado a Necochea.
A partir de allí, ella, cada tanto, me enviaba a La Nación cartas extensas, a mano. No pretendía concitar conmiseración y elegía en su carteo mantener su posición de lectora y de erudita. Sorprende a cualquiera una asesina anciana de este perfil cultural y psicológico. Cierta vez hablé con su hijo y su nuera y les pedí la aprobación para ocuparme aunque sea una sola vez del caso de María Ofelia. Ellos querían ayudarla, aunque reconocían su carácter distinto; tienen un negocio de almacén y están lejos de especulaciones literarias o filosóficas. Con el defensor Carlos Lamberti coincidimos en que había que llamar la atención de los jueces: ella no era capaz de hacer daño a nadie; ya se lo había hecho a sí misma. Y a su edad no era irrazonable un arresto domiciliario del que gozan otros asesinos menos emocionales que ella sólo por el hecho de ser viejos.
En esa última carta ella me escribe: «Antes que nada tengo que darle las gracias por su nota en Noticias. Ha puesto usted su tiempo, su trabajo, su talento al servicio de una cuestión poco interesante, sin ‘gancho’.
«Conozco muchas historias de fracasados más cautivantes que la mía.» Parecía el comienzo de un libro de Arlt. Estaba desilusionada: la excarcelación amenazaba desvanecerse ante posiciones tajantes que argumentaban que la excusa de la eutanasia era un antecedente socialmente riesgoso. Pensé, con candor, que mi nota atraería la atención febril de la televisión, pero Necochea está lejos y el crimen de una verdulera sonaba poco escalofriante.
No advirtieron el detalle banal de que ella era una mujer culta y que su discurso les hubiera dado material docente a no pocos cronistas y movileros. Releo este otro párrafo de la última carta: «Como dice un policía de los que me custodian: ‘Esta señora es un pedazo de pan’; como dicen otros: ‘Es una vieja degenerada'». Está satirizando sobre sí misma.
Ella, cuando charlamos toda una tarde en su calabozo, sabía quién era y cuál había sido su infortunio. No sé si el haber escrito aquella nota sirvió para este nuevo aire de residencia familiar y presente piadoso. Yo me siento culpable de no haberle seguido escribiendo. Tuve miedo -ella debió presentirlo porque nunca más me escribió- de quedarme pegado a esta historia. Los periodistas son como los cirujanos: no pueden meterse en el corazón del paciente. Sólo operarlo.
Un saludo para María Ofelia Lombardo.