
La Pompadour de la Tercera República
- Clasificación: Asesina
- Características: Parricida
- Número de víctimas: 2
- Fecha del crimen: 30 de mayo de 1908
- Fecha de detención: Noviembre de 1908
- Fecha de nacimiento: 16 de abril de 1869
- Perfil de la víctima: Su madre y su marido
- Método del crimen: Estrangulación y asfixia con dentadura
- Lugar: París, Francia
- Estado: Murió en Gran Bretaña en junio de 1954
El caso Marguerite Steinheil
Fred Lothringer – Crónicas del Crimen
Marguerite Steinheil
En junio de 1954 moría, en un castillo de Inglaterra, la venerable Lady Scarlett, de ochenta y cinco años de edad, esposa que fue del fallecido Muy Honorable Sir Robert Brook-Abinger, Lord y Par del Reino Unido.
Un gran duelo, a cuyo frente iban los más ilustres apellidos ingleses, acompañaba su féretro. Sin embargo, nadie sabía que la respetable señora tenía un asombroso parecido con aquella arrebatadora, hermosa y proscrita Margarita Steinheil que en el año 1909 era la protagonista de uno de los más sensacionales procesos de la historia criminalista francesa, acusada de haber asesinado deliberadamente a su madre y a su marido.
Tampoco después de su muerte se levantó el velo que se había tendido unos años antes sobre este hecho sangriento.
¿Culpable o inocente? Esta pregunta sigue en el aire y no es misión de los cronistas aventurar un juicio, culpando o absolviendo a esta mujer de innegable belleza. Sólo miraremos el caso objetivamente y prescindiremos de las numerosas leyendas que se forjaron a su alrededor, para ceñirnos, si puede ser, a lo lógico y a lo real. Acaso el lector llegue a una conclusión más o menos acertada, sin que, en rigor, pueda estar seguro de su juicio.
En el procedimiento judicial francés existen cláusulas que permiten recurrir contra una sentencia aunque ya se haya pronunciado el fallo.
En el caso de Margarita Steinheil hubo muchos puntos oscuros, y hay quien no rechaza la posibilidad de que la Steinheil salvara su cabeza de la guillotina gracias a la influencia del entonces presidente de la República, Félix Faure, con quien la unió una amistad íntima.
¿Se quiso pagar su silencio con una absolución?
Sobre esta posibilidad abundan las conjeturas, pues entre los que presenciaron el proceso hubo muchas alusiones de ese tipo. Se tenía la impresión de que entre la defensa y la acusación mediaban ocultos convenios.
Durante todo el proceso, el nombre de Félix Faure fue casi tabú. Sólo en una ocasión madame Steinheil nombró al político, pero apenas inició su frase «Cuando el presidente me regaló el collar de perlas … », su abogado defensor Maître Aubin, la atajó rápidamente, diciéndole: «Madame, vamos a dejar en paz a un gran patriota.» Y Margarita Steinheil, que nunca se dejaba interrumpir por nadie, enmudeció, se ruborizó y murmuró irritada: «Perdóneme mi olvido.»
Desde el primer día, este caso estuvo rodeado de los mayores secretos y de intrigas. Todo París, toda Francia, tomó parte apasionadamente, poniéndose de un lado o de otro. El pueblo en sí, la masa, no disimuló su repugnancia por la presunta asesina y pidió su cabeza; en las altas esferas, en cambio, se apoyaba a Margarita de una forma incondicional, pues se consideraba a la acusada como un ser que a fin de cuentas pertenecía a su mundo.
Margarita Steinheil fue un producto de la Belle Epoque, la brillante época de fin de siglo, en la que se concedía tanta importancia y «manga ancha» a las frívolas bellezas que llenaban los salones, pero una infracción contra la moral y las buenas costumbres en el seno del propio hogar se estimaba pernicioso e intolerable.
Margarita Steinheil no fue una cortesana que llegaba al lujo de los salones desde el anonimato, sino que descendía de una de las mejores familias de Francia. Era una Japy de nacimiento. Y una Japy no podía tener así como así las manos manchadas de sangre. La firma Japy-Fréres, de Beaucourt, no lejos de Belfort, estaba al frente de una de las más grandes industrias de Francia. Se la consideraba como la primera industria de máquinas de escribir de Francia y competidora directa de la Remington (hoy opera bajo el nombre Peugeot-Japy).
Tras una disputa de familia, monsieur Edouard Japy, padre de Margarita, exigió de su hermano la separación de sus bienes, constituyéndose entonces en dueño y señor de sus fincas rurales, y renunciando totalmente a ninguna participación en la industria familiar. Llevó una vida de gentilhombre y fue una especie de rey destronado.
Era una visita obligada, al ir a Beaucourt, ver a monsieur Japy.
Tanto él como su esposa Emilic, nacida Rau, eran fervientes protestantes. El matrimonio tuvo un hijo y tres hijas; Margarita fue la segunda. Nació en el año 1869 y era la hija predilecta de monsieur Japy. Creció rodeada de lujos, aprendió a tocar el piano y tuvo una institutriz inglesa; montaba a caballo muy bien y acompañaba con frecuencia a su padre a la cercana Basilea para oír conciertos o ver alguna función.
Monsieur Japy estaba orgulloso de ir con su hermosa hija y era un celoso guardián de su belleza. Al cumplir quince anos, Margarita asistió a un baile de beneficencia, y su padre no dejó que se le acercase ni un solo galán; sólo podía bailar con él la bella Margarita.
Monsieur Japy era un hombre de sanas costumbres, y la rara precocidad de su hija le inquietaba mucho, pues Meg, como él la llamaba, era una colegiala muy coqueta y temperamental y a pesar de la vigilancia y las reprimendas flirteaba descaradamente con el primero que se le acercaba.
Cierto día conoció a un apuesto joven, compañero de su hermano Robert, que se llamaba Scheffer y era teniente del Regimiento de Infantería de la guarnición de Belfort. Empezó a tener algunos secretos encuentros con él, hasta que un día su padre descubrió en el escritorio de ella un paquetito de ardientes cartas de amor escritas por Scheffer. Monsieur Japy reaccionó vivamente y en seguida tomó las precauciones que creyó pertinentes.
«Meg debe romper inmediatamente sus relaciones con el teniente Scheffer», ordenó. «He dispuesto que vaya a Bayona con su hermana mayor, Juliette, que se casó hace poco con monsieur Herr.»
Parece poco admisible que las relaciones de Margarita con el teniente fueran sólo platónicos, tal como ella afirma en su libro, escrito en el año 1912, My Memoirs. Pero no pueden estimarse como veraces las relaciones íntimas con otros hombres que le achacan sus numerosos enemigos. Esas relaciones pertenecen sin duda al imperio del folletín callejero.
Dos meses después, en noviembre de 1888, moría monsieur Japy. Margarita fue a Beaucourt para unirse al duelo familiar, pero en seguida volvió a Bayona, seguramente que para escapar de la tutela de su tirana madre.
Margarita tiene ahora casi veinte años y su hermana se empeña en casarla cuanto antes.
No fue difícil para esta hermosa y extraña muchacha encontrar pretendientes. Lo extraño es que Margarita no se decidiera por uno de los jóvenes comerciantes que la rondaban y sí por un pintor llamado Adolphe Steinheil, de cuarenta años y buen amigo de la familia Herr.
Steinheil vivía en París, muy cerca de la Torre Eiffel, en el pasaje Ronsin, donde tenía un bonito chalet. Era sobrino del famoso Meissonier, llamado el «Beethoven de la pintura». De este genio no heredó Steinheil nada. Sus miniaturas, sus retratos y sus cuadros no fueron precisamente coronados por el éxito. Pero era agudo y vivo, y se admiraba tanto a sí mismo, que si carecía de genio no carecía de petulancia. No se dejaba anular por nadie, y seguramente fue por eso por lo que no se quedó en un pobre diablo.
En Bayona le encargaron que restaurase los frescos de la Catedral, y pasaba grandes ratos en la casa de los Herr, que él aprovechaba para hacerle la corte a Margarita.
Es difícil creer que ese hombre encarnase el ideal de Margarita, pues ni siquiera físicamente hacían pareja; era más bien bajo, rechoncho y bastante grosero.
¿Qué fue entonces lo que impulsó a Margarita a casarse con Adolphe Steinheil?
Veinte años más tarde, después del doble asesinato del pasaje Ronsin, esta pregunta la repitió varias veces la Prensa. Surgieron las más temerarias conjeturas, hasta asegurar que por aquel entonces Margarita ya llevaba una vida disoluta y viciosa.
La conclusión es, desde luego, totalmente absurda, pues Steinheil tuvo que luchar con la serie de pretendientes que asediaban a Margarita, lo cual quiere decir que ella pudo elegir libremente entre los mejores partidos. Pero repitamos la pregunta: ¿Por qué se casó precisamente con él?
La misma Margarita se encarga de respondernos cuando en cierta ocasión se sinceró con unos amigos:
«Me casé con mi marido sólo por lástima; me conmovió la forma con que él me cortejaba y me faltó valor para herirlo.»
Esta versión tampoco es demasiado fiel. Es más verosímil que Margarita quisiera evadirse, uniéndose con el pintor, del ambiente provinciano que la ahogaba. Su boda con Steinheil era en cierto modo un medio para zafarse de la cursi atmósfera que la envolvía; además, para su temperamento inquieto y ambicioso París era el centro de la vida.
La boda se celebró el 9 de julio de 1890 en Beaucourt, y la pareja vivió su luna de miel en Venecia y en Florencia.
Pero si hay que dar crédito a lo que después afirmaría Margarita, el viaje representó para ella un recorrido sumamente instructivo, pero en modo alguno un auténtico viaje de bodas. De todas maneras, Steinheil no era bajo ningún aspecto el auténtico ideal de Margarita.
Tampoco la residencia del pintor en París resultó un palacio, pero ella no se dejó abatir. Pronto empezó a embellecer lo que era viejo, pues ella se había trasladado con la secreta ilusión de conquistar París. Reformó la vivienda y le añadió lujos muy costosos. En el comedor principal podían sentarse más de cien comensales. A Margarita se le había metido en la cabeza que su hogar debía ser el centro de la vida social parisiense.
Le dio por celebrar brillantes fiestas y pronto frecuentaron los salones del pasaje Ronsin todos los que disfrutaban de un rango y un nombre. Zola, Massenet, el viejo Lesseps, constructor del canal de Suez, el político Clemenceau, el viejo compositor Gounod, y, por descontado, grandes hombres del mundo de las finanzas, fueron asiduos invitados de Margarita.
Todos acudían sólo por la bella Meg, la cual debió de tener una gran personalidad y ejercer un fascinante poder entre los hombres.
Se la cortejaba sin cesar, y el pobre y malhumorado Steinheil se convirtió en un fastidioso acompañante.
Tan costoso modo de vida rebasó, como era natural, los escasos medios económicos de que disponía Steinheil, aunque Margarita también dilapidase su propia dote. Durante el proceso, el presidente del juzgado, De Valles, la amonestó con esta frase:
«Su difunto esposo tuvo muchas preocupaciones por culpa de su prodigalidad.»
Y ella le contestó:
«Me permito decirle al señor presidente que, en los últímos tiempos, tenía muy pocos compradores para sus cuadros. Yo sólo le quise ayudar, y por eso traté de que frecuentasen nuestra casa las más ilustres personalidades, para que entre las relaciones que le proporcioné encontrase posibles compradores.»
No está muy claro cuándo fue que Margarita Steinheil engañó por primera vez a su marido. Probablemente despues de los tres primeros años de su matrimonio.
Según algunos testigos, Margarita pensó divorciarse cuando se enteró de que su marido tenía relaciones íntimas con cierta modelo y siguió en la misma idea aunque Steinheil renunciase a esas relaciones en bien de su hijita Marthe, nacida a los diez meses de su matrimonio.
Si estas afirmaciones eran ciertas o no, no se pudo demostrar. En sus declaraciones, Margarita desmintió muchos rumores que carecían de base.
Pronto acabó su vida matrimonial, cuya relativa felicidad duró muy poco. Margarita se dedicó entonces a divertirse en grande. A menudo se la veía en locales nocturnos de toda índole, acompañada de algún hombre y pronto corrió la voz de que mantenía relaciones amorosas con el procurador general. Pero Mar-arita se cansaba pronto de sus admiradores, y así al procurador le siguió un conde, después un ministro… El poco dinero que le quedaba se le fue rápidamente de las manos y los cuadros de su marido siguieron el mismo camino. Margarita había presionado a sus eventuales «buenos amigos» para que prestaran a su marido considerables sumas, con la garantía de sus cuadros.
Sin embargo, hasta julio de 1897, su matrimonio se diferenció poco de muchos otros matrimonios, en los que los cónyuges buscaban su propia felicidad independientemente, menospreciando a su compañero o compañera.
En París no era extraño que una elegante y bella mujer tuviera amantes que la cubriesen de joyas.
En el verano de aquel mismo año, Margarita entra en el difícil y complicado mundo de la política.
Se trasladó con su marido a los Alpes saboyanos porque la guarnición empezó algunas maniobras y realizó ejercicios, y Adolphe Steinheil se había especializado en cuadros bélicos.
Cierto día, mientras él montaba su caballete y se ocupaba en llevar al lienzo a los valientes cazadores alpinos, pasó muy cerca de ellos un coche de caza en el que iban dos generales y un caballero en traje civil. Al estar a unos pasos de Margarita, el caballero se colocó el monóculo, sonrió y saludó levantando la mano. Margarita correspondió al saludo con una profunda reverencia. Se trataba nada menos que de Félix Faure, el presidente de la República.
Aquella noche, un oficial les trajo una invitación del presidente expresando su deseo de cenar con el señor y la señora Steinheil la noche siguiente. Aquello significaba un gran honor.
Félix Faure no era sólo el primer ciudadano del país, sino también el presidente más elegante que Francia tuvo hasta entonces. Para él, su alto cargo representaba una misión que debía cumplir; por eso, más que presidente se consideraba a sí mismo como la auténtica encarnación de la República.
«El Imperio Británico será personificado en la historia futura por la reina Victoria, y yo… yo soy en Francia lo que la vieja reina en Inglaterra.» Esta frase la repitió varias veces.
Era amantísimo del protocolo y decretó las más estrictas órdenes para su mantenimiento. Faure era un auténtico autoididacta, pues antes de llegar a la cúspide del país fue pellejero, abogado, ocupó un escaño en el Parlamento y llegó a ministro de Marina. Mientras duró su estancia en el Elíseo,mantuvo una pompa que le valió el apodo de «el Presidente Sol», pues pareció que quisiera emular a aquel Luis XIV que por la pompa y el lujo de su palacio de Versalles fue llamado el «Rey Sol».
Abundaron las mujeres que se desvivieron por lograr el cariño del presidente, pero desde el primer momento Margarita Steinheil le produjo una profunda impresión.
Al día siguiente de la cena en la prefectura, Adolphe Steinheíl recibió el encargo de pintar para el Estado francés una serie de cuadros. Y apenas de regreso a París, el presidente rogó a la hermosa madame Steinheil que le visitara alguna vez en el Elíseo.
Por los allegados al presidente, por su secretario Blondel y por el jefe del Gabinete, Le Gall, se sabe que Félix Faure esperaba con verdadera inquietud la hora del té para disfrutar con su adorada Margarita. Ella ejercía una gran influencia sobre él, pues no sólo era su ferviente amada, a la que él llenaba de joyas, sino también su inteligente consejera, sin la cual no tomaba decisión alguna.
Si bien mantuvieron en el mayor secreto sus relaciones, pues el prestigio y la reputación del presidente se hallaban en peligro, pronto trascendieron y fueron del dominio público.
Pero «la Pompadour de la Tercera República» (llamada así irónicamente) tenía plena libertad y era honrada y halagada.
Adolphe Steinheil continuaba ignorante de un secreto que circulaba por la ciudad, pero aquellas relaciones debían llegar pronto a su final.
Era la tarde del 16 de febrero de 1899 cuando Margarita Steinheil entraba por una puerta privada del Elíseo para verse con su amante en el «Salón Azul» del palacio. Media hora después se abrió bruscamente la puerta del salón.
-¡Socorro, monsieur Blondel! -gritó Margarita-. ¡El presidente se muere!
Cuando Blondel acudió, vio al presidente desvanecido en el diván. Félix Faure tenía los ojos cerrados y el pulso muy acelerado.
-Margarita… -suspiró apenas el moribundo-. Coja usted los documentos, Blondel. Nadie tiene que encontrarlos.
Después de expresar esta última voluntad, Félix Faure fallecía.
Madame Steinheil, según confirmó Blondel algo más tarde, se metió un paquetito de cartas en el manguito; luego se inclinó sobre el cuerpo inerte y le acarició durante unos segundos el cabello. Después, con unas tijeras, le cortó un mechón y soltó despacio la mano, fría ya, del presidente.
En el momento en que el médico de guardia entraba en el salón, Margarita, deshecha en lágrimas, desaparecía por la pequeña puerta que daba al corredor, desde el cual se salía a la rue St. Honoré.
Más tarde, en el diván donde falleció el presidente de Francia, se encontró una liga de señora.
Durante algún tiempo Margarita Steinheil vivió completamente retirada. La «sociedad» se apartó de ella haciendo el vacío a la favorita del presidente, pues se creyó que era la culpable de la muerte de Félix Faure, al cual, según el veredicto público, llevó a la tumba a causa de los excesos en que incurrieron.
Aún no se sufría en la casa de Steinheil la necesidad, pero el presupuesto exigía cada vez mayores fondos: la institutriz de Marthe y la profesora de piano; el jardín necesitaba que se lo cuidase, había que cumplir con los invitados y mantener a la servidumbre; y quedaban los dos favoritos de Margarita: Rémy Couillard y la vieja Marietta Wolff, la antigua factótum, quien no sólo cuidaba de la casa, sino que también había aconsejado en los aspectos más íntimos a madame Steinheil.
A medida que el tiempo pasaba, eran más frecuentes las visitas de Margarita al joyero, pero ahora al venderle joyas le encargó que le engarzara simples imitaciones, pues ante todo había que guardar las apariencias.
Adolphe Steinheil hacía tiempo que no contribuía al sostenimiento de su hogar: no lograba vender ningún cuadro y terminó por cerrar, desesperado, su taller. A pesar de todo, el dinero escaseaba cada vez más, pero Margarita no se amilanó y solucionó a su manera el problema. A nombre de un Prevost imaginario alquiló la villa Vert Logis, situada a una media hora de París, en Bellevue-Meudon. Allí podía recibir con prudente disimulo a sus amantes.
Desde luego no le faltaron adoradores. Primero fue el gran industrial monsieur De Chouard, quien duró un aiño; luego el conde de B., y después un banquero. Monsicur Leydet, juez instructor del Tribunal del. Sena, que más adelante jugó un importante papel en la vida de Margarita, figuró también entre sus amantes. Sin embargo, madame Steinheil no era en realidad una prostituta que aceptase dinero a cambio de su entrega sino una «mantenida».
Cuando Margarita volvía a su casa después de alguna «excursión» a Bellevue, le decía invariablemente a su marido:
«He pasado unos días encantadores con tía Lili en su villa de Bellevue. No sé cómo agradecer su generosidad; ¡magínate: me ha regalado otro brillante hermosísimo … »
Adolphe Steinheil aceptó la existencia de esta tía Lili con los brazos abiertos; incluso solía hacer alguna escapadita a Vert Logis, con su esposa y su hija, para pasar unas cortas y descansadas vacaciones.
El último amor de madame Steinheil fue monsieur de Borderel, un virtuoso viudo padre de siete criaturas. Hombre pudiente, era dueño de un castillo y de una hermosa finca en Las Ardenas. Para él, Margarita no fue una aventurera, sino que se enamoró de ella súbita y apasionadamente y no deseaba otra cosa que hacerla su esposa. Pero se interponía un obstáculo infranqueable. El obstáculo se llamaba Adolphe Steinheil. Para un hombre como Borderel, celoso de su patrimonio y de ideas muy ortodoxas sobre el papel que le correspondía representar en la sociedad que le rodeaba, casarse con una mujer divorciada era un gravísimo problema. En aquel tiempo y en el mundo suyo una mujer separada de su marido era una mácula imborrable con la que sólo podía transigir la clase media.
También Margarita se sentía atraída por aquel hombre tan distinguido. Tenía entonces treinta y nueve años, y aunque parecía más joven, sabía muy bien que no disponía ya de mucho tiempo para empezar una nueva vida, que, además, le solucionase los problemas económicos y le asegurase el futuro. Pero mientras su esposo viviese estaba sujeta a él y veía que se le vedaba toda posibilidad. Pero pronto aparecería una solución inesperada.
En los últimos días de mayo del año 1908, el matrimonio Steinheil, con su hija Marthe y la cocinera Marietta Wolff, se trasladó a su villa de Bellevue. También el perro Turc se fue con sus amos.
El día 29 de aquel mes, viernes de Pentecostés, Steinheil tomó el tren de las nueve de la mañana con dirección a París, donde debía arreglar algunos asuntos. En cambio Margarita salió en el tren del mediodía, también hacia la capital, pues debía recoger en la estación a su anciana madre, que llegaba desde Beaucourt. La niña y el ama Marietta Wolff se quedaron en Vert Logis.
Estaba acordado que madame Japy se instalaría con su hija mayor Juliette Herr, que se había trasladado de Bayona a París, pero como los Herr vivían en un quinto piso y la anciana dama padecía de reuma crónico, Margarita decidió llevársela a su residencia, la cual sería más cómoda para madame Japy, a quien ya le había acondicionado un dormitorio.
Sobre los motivos que tuviese la anciana para hacer el viaje a París, se especuló mucho durante el juicio. Se dijo que la madre de Margarita deseaba aprovechar su influencia en un Ministerio en favor de su hijo Robert, y también que posiblemente se proponía hablar con Margarita acerca de la próxima boda de su nieta, la cual estaba prometida con el heredero de una firma industrial. La abuela Japy quería que la boda tuviese el boato que su rango merecía.
En la noche de aquel 30 de mayo cenaron el matrimonio Steinheil y madame Japy en el comedor de la villa del pasaje Ronsin. A las nueve, Steinheil subió a su habitación del primer piso. A las diez aproximadamente se retiraron la madre y la hija a sus dormitorios, también en el primer piso. A las once, todas las luces de la casa estaban apagadas.
A la mañana siguiente, cuando a las seis bajaba el criado Rémy de su habitación del segundo piso, al pasar delante de la habitación de Marthe, oyó un débil gemido… Abrió de golpe la puerta y halló a madame Steinheil amordazada, medio desnuda y atada a las patas de la cama. Al llegar a su lado, Margarita gimió:
«Rémy, por favor… ¿qué es de mi madre?, ¿dónde está mi marido?»
Rémy corrió a la habitación de Steinheil. La cama estaba vacía. Entonces fue a la habitación de madame Japy…, y también la encontró atada y amordazada y en la misma postura que su hija, pero tenía una cuerda alrededor del cuello. Los ojos tenían el brillo del vidrio. La anciana estaba muerta; posiblemente la habían estrangulado.
Rémy Couillard abrió la ventana y empezó a llamar a gritos a los vecinos. El primero que se presentó fue monsieur Lecoq, de veintiséis años e ingeniero. Su declaración, según expuso en su día, fue la siguiente:
«El domingo de Pentecostés, 31 de mayo, a eso de las seis de la mañana, oí gritos pidiendo socorro. Rápidamente me dirigí a la villa de los Steinheil, de donde parecía que procedían. Vi que desde una ventana el criado me hacía señas desesperadas para que me acercase:
»- ¡Venga rápido, señor! Entre por la puerta de la cocina. »Las puertas estaban abiertas. Subí de dos en dos las escaleras; al llegar al primer piso, el criado me esperaba y rápidamente entramos en la habitación donde estaba madame Steinheil. Se hallaba sobre la cama y movía los brazos desesperadamente; tenía las piernas atadas a los travesaños del lecho, aunque sus ligaduras no eran muy fuertes, pues pude observar que apenas tenía señales en la piel. El criado y yo cortamos las cuerdas y ayudamos a levantarse a la señora. Después de unos instantes, nos contó que asaltaron la casa tres hombres enmascarados, a quienes acompañaba una mujer de pelo rojo. Al parecer los ladrones la habían tomado por su hija, pues ella dormía en la habitación de Marthe. Según nos dijo madame Steinheil, los ladrones le preguntaron dónde tenía su madre el dinero y las alhajas. Dijo también que le dolía terriblemente la cabeza, pues aquellos desalmados la habían golpeado. Preguntaba sin cesar por su madre y su marido. Yo recorrí toda la casa buscando a monsieur Steinheil, pues no estaba en su habitación. Pero al entrar en el cuarto de baño encontré al pobre hombre tendido en el suelo; estaba muerto. En el cuello tenía una cuerda muy apretada y en la boca le habían metido una mordaza que olía a cloroformo. Tenía las manos completamente frías. A su lado había un bastón de montaña, pero no parecía que hubiese sostenido lucha alguna. A fin de no borrar ninguna huella, no toqué nada y volví a la habitación donde se hallaba la señora Steinheil. Poco después llegaron la policía y el médico forense, el doctor Puech. La señora estaba tan nerviosa y excitada, que hubo que llamar también a su médico de cabecera.»
Esto fue lo que el ingeniero Lecoq declaró al interrogarle el juez. En sus primeras pesquisas, la policía descubrió que las cuerdas causantes de la muerte de las dos víctimas procedían del taller de Steinheil. No se encontraron huellas de violencia en ninguna parte de la casa. En el suelo había algunas joyas de valor y en la habitación reinaba cierto desorden, como si alguien hubiese estado buscando febrilmente.
En el dormitorio del señor Steinheil encontraron en el suelo los trozos de un tintero roto. El médico forense aseguró que las manchas azules que la señora Steinheil tenía en su rodilla derecha eran de tinta.
En cuanto a la declaración de la señora Steinheil a los especialistas de la Brigada Criminal, no fue acogida con la misma confianza por todos. El doctor Lefévre y el doctor Courtois-Suffit no coincidieron. El primero estaba convencido de que todo fue fingido por la misma Steinheil para llevar a cabo sus planes, fuesen los que fuesen, y su colega aceptó la declaración como sincera y sin objeción alguna.
El resultado de la autopsia de los cadáveres fue en los dos casos el de muerte por asfixia, pero no debidas a la misma causa, pues en el señor Steinheil, el motivo principal fue por estrangulamiento con la cuerda que tenía brutalmente apretada a la garganta, y en la señora Japy, en cambio, la asfixia se debió a su propia dentadura, que se le desprendió al ser amordazada.
Los periódicos parisienses acogieron el caso con un sensacionalismo extraordinario. Con grandes titulares llamaban la atención del público sobre el interesante caso:
¡DOBLE ASESINATO EN LA VILLA STEINHEIL!
¡MARGARITA STEINHEIL PUESTA A SALVO EN LOS ÚLTIMOS INSTANTES!
¡NO SE TIENE NINGUNA PISTA DE LOS AUTORES!
La noticia produjo una enorme sensación, y cuando enterraron tres días más tarde a las víctimas, el cementerio estaba abarrotado de periodistas y de curiosos. Se oían toda clase de comentarios; casi todos compadecían a la pobre viuda y a su hija, la cual iba con su prometido, delante de la comitiva que seguía a los féretros.
No había duda de que para madame Steinheil llamar la atención de la manera que fuese era primordial. ¿No la había llamado ya, de una manera desagradable, cuando Félix Faure murió repentinamente en sus brazos? ¿Habría que creer ahora aquella inverosímil historia de los cuatro enmascarados metiéndose en su casa tan misteriosamente?
Sin embargo, hubo quien la creyó, y uno de ellos fue el mismo juez Laydet, instructor del caso. Resultaba verdaderamente extraño que recavesen las diligencias judiciales en un ex pretendiente de Margarita. ¿Había ocultado ante sus superiores las relaciones que un día le unieron a madame Steinheil? ¿O llevó expresa y personalmente el caso porque precisamente él sabía mucho acerca del pasado de la acusada?
De todas formas, durante el proceso, Leydet se mostró lo bastante crédulo como para no objetar nada a las declaraciones de Margarita. Aceptó sin discusión el informe de Margarita sobre los cuatro individuos que entraron en su habitación. Y no le pareció nada extraño que la confundieran con su hija, a pesar de que apenas tenía veinte años y la madre más de cuarenta.
Tampoco puso el menor reparo a la declaración de Margarita asegurando que los ladrones se habían llevado joyas de incalculable valor, cuando él sabía positivamente que aquellas alhajas se habían vendido hacía ya mucho tiempo. Pero tanto él como monsieur Hamard, jefe de la Sûreté, admitieron corro veraces todas sus declaraciones. Por el contrario, se revolvieron enérgicamente cuando empezaron a circular por París insistentes rumores que daban por seguro que el difunto presidente de la República había regalado a madame Steinheil un valioso collar de perlas, el cual fue robado de la caja de caudales de la casa del pasaje Ronsin. Los mismos rumores daban por cierto que Faure, el día de su muerte, confió a la Steinheil secretos documentos de Estado, los que sin duda habrían corrido la misma suerte que las joyas.
Es muy posible que fuese la misma Margarita quien pusiese en circulación tales conjeturas, a fin de envolver el suceso en el más inexplicable de los enigmas.
A pesar de todo, la justicia hizo las averiguaciones consiguientes sobre los posibles asesinos y se hicieron las necesarias pesquisas para encontrar a los cuatro delincuentes. Madame Steinheil no quedó, ni mucho menos, al margen de toda sospecha, pues eran muchas las dudas con que la señalaban. Ella era la única persona a quien podía interesar la muerte de su marido, pues al morir Stcinheil, ella quedaría libre para poderse casar con Borderel.
Transcurrieron algunas semanas. La policía siguió nuevas pistas y se hicieron todas las indagaciones posibles, pero sin el menor éxito. Parecía como si intereses ocultos quisieran que se enterrase el asunto.
Pero la opinión pública no se sosegó tan fácilmente. Se recibían continuas cartas de toda Francia pidiendo la condena de madame Steinheil; el país entero la acusaba. El mismo monsieur Borderel se apartó de ella, y la familia Buisson declaró que no era oportuno celebrar la boda de su hijo Pierre con Marthe hasta que no se aclarase todo.
En vista del cariz que tomaban las cosas, la propia madame Steinheil decidió consagrarse a la captura de los «presuntos» asesinos. Cinco meses después del crimen, el 30 de octubre, Margarita hizo unas declaraciones a un periodista, Marcel Hutin, del Echo de Paris. Le dijo que había descubierto que un día antes del atraco habían robado del teatro judío algunos capotes grises (según rnadame Steinheil, los ladrones llevaban capotes iguales). Esto demostraría sin duda de ninguna clase que la historia contada por ella no era ninguna invención.
Hutin hizo averiguaciones y dos días después apareció en las páginas del periódico el resultado de lo que había indagado. Era cierto que de un compartimiento de dicho teatro judío habían sustraído cuatro capotes y algunos sombreros de ala ancha. Esto fue un tanto a favor de Margarita Steinheil, desvirtuando algo las sospechas.
El 10 de noviembre hizo otras declaraciones para la Prensa, esta vez para el París Journal. Le dijo al periodista que tenía la impresión de que su criado Rémy Couillarl no era del todo inocente. Y entonces le pidió a monsieur Dubot, el periodista, que fuese con ella a la habitación de Rémy, y delante de él lo revolvió todo. En el cajón de la mesita de noche había una cartera; madame Steinheil la abrió y encontró dos cartas que había escrito Marthe hacía ya algunos meses. Era extraño que el criado no las hubiese entregado a sus señores. También encontró en la cartera una de las perlas que se supuso fueron robadas aquella terrible noche.
Esto fue un triunfo para Margarita, y en seguida dio parte a la policía.
La habitación de Rémy Couillard fue minuciosamente registrada, y encontraron un pequeño brillante que era de madame Steinheil. Al criado lo detuvieron acto seguido, aunque él juraba que era inocente.
Todos los periódicos de París dedicaron grandes titulares al caso, pero el periodista Dubot declaró a la policía que cuando él y madame Steinheil revisaron la cartera de Couillard, él no vio que hubiese en ella ninguna perla.
Más tarde, en una patética escena que enfrentó al criado y a la señora, Margarita tuvo que declarar la verdad. Ella misma había escondido la perla y el anillo en la habitación del criado. Rémy fue puesto inmediatamente en libertad, pero, contrariamente a lo que se esperaba, a madame Steinheil no se la detuvo.
Una tarde se presentaron en su casa unas periodistas a las que ella había hecho anteriormente algunas declaraciones.
Las periodistas recriminaron su falsa acusación contra el criado y la conminaron para que les dijese la verdad de una vez.
-¿Es usted la autora del crimen o quiere proteger al autor? -le preguntó una de ellas.
Madame Steinheil respondió:
-Yo no tengo nada que ver con el asesinato. Pero no puedo decir nada respecto al verdadero asesino, si no quiero matar a una madre .
Tras las enérgicas presiones a que fue sometida por las periodistas, madame Steinheil acabó por balbucir:
-Se trata de mi buena y vieja amiga Marietta Wolff: su hijo Alexandre es el criminal. Cuando le descubrí, para que o no hablara, él me amenazó con decir que yo le había pagado para que quitara de en medio a mi marido.
Ala mañana siguiente, en el juzgado, renovó esta acusación contra Alexander Wolff, ante Leydet y el jefe de la Sûreté. Wolff fue detenido una hora después. Se le tomó declaración, pero él tenía una estupenda coartada a esa hora, en la noche del crimen, estaba con unos amigos en una taberna de la rue de la Chapelle.
«Nueva sarta de embustes de madame Steinheil», decían los titulares de los periódicos de la noche. Esta vez, Leydet y Hamard le hicieron muchos reproches. Es más, después de algunas nuevas revisiones salieron a la luz probables motivos políticos, que madame Steinheil ocultó sospechosamente.
Leydet pasó el caso a su colega André, y su último acto en este asunto fue ordenar la detención de su antigua novia.
Duró un año exacto esta detención preventiva. Un año en la celda número doce de St. Lazare, la vieja y odiada cárcel de mujeres de París.
La celda, grande y de sólidas paredes de piedra, tiene sitio para tres personas. En la misma celda habían estado anteriormente algunas «ilustres» presas. Allí estuvo Teresa Humbert, la destronada reina de París, cuyo último delito fue la apropiación de veinte millones de francos en oro. Y posteriormente esta celda también albergó a Mata-Hari, la espía de la Primera Guerra Mundial. Como todas las detenidas, Margarita Steinheil tuvo que ponerse una fea ropa gris y un más horrible casquete. Dos veces al mes podía recibir visitas. Sólo la visitaba su hija, aunque pronto dejó de hacerlo. Los únicos que tenían permanente libertad para entrevistarla eran su abogado Aubin y el auxiliar Landowsky.
En su libro My Memoirs, el cual sólo le sirvió como mera justificación, por lo que no lo podemos tener en cuenta, Margarita escribió:
«Cuando hablé con mi abogado Aubin acerca de los documentos secretos que Félix Faure me confió y que fueron robados la noche del crimen, me preguntó si yo tenía algún testigo. Le dije inmediatamente que podía contar con monsieur Blondel, el que fue secretario del presidente. Algunos días después volvió a verme Aubin y me dijo estas palabras: «Madame, es inútil, pues no podemos contar con ese testigo después de la entrevista que he tenido con él, sólo puedo aconsejarle que no hable para nada de esos documentos. Dése cuenta, madame, de que su mejor arma será la discreción.»»
Es imposible comprobar si esa recomendación de su abogado es auténtica, pero no deja de ser muy significativo que durante el juicio nunca se aludiere a ese extremo y que monsieur Aubin no se apoyase en el valor que tenía para la procesada.
Mientras entre bastidores ocurrían incidentes muy raros, todo París esperaba con apasionado interés el proceso, señalado para el 3 de noviembre de 1909. Puede decirse que fue el gran acontecimiento social de la época.
El presidente del tribunal, De Valles, hombre extremadamente recto, no admitió de ninguna manera que se pudiesen convertir los estrados en el tablado de un escenario. A fin de evitar protestas o manifestaciones decidió que la causa se viese en una pequeña sala donde a lo sumo cabrían cien personas, en lugar de en el aula principal del Palacio de Justicia. Impuso, por primera vez en Francia, el principio de que el juicio sólo podían presenciarlo caballeros, lo que levantó las más airadas protestas del mundo femenino.
De Valles recibió múltiples cartas de conminación y protesta, hasta el extremo, según un corresponsal del diario alemán Neuen Zürcher Zeitung, de que se viese agredido por alguna dama.
Apesar de que, como admite el reglamento judicial francés, cien hombres podían presenciar el juicio, se repartieron ochenta pases entre periodistas, diplomáticos, abogados y jueces. Por esa razón, la víspera de la primera sesión del proceso se desarrollaron las más insólitas y violentas escenas, y a los veinte afortunados que consiguieron un pase les ofrecían más de mil francos para que lo ce diesen.
La sesión se abrió a las doce, y después del cumplimiento de todas las formalidades, el presidente ordenó que trajeran a la acusada.
Eran las trece horas treinta minutos exactos cuando se abría la pequeña puerta que había detrás del banquillo de los acusados dando paso a Margarita Steinheil franqueada por dos gendarmes; llevaba un vestido negro del mejor corte, un pequeño sombrero negro y un velo de viuda. El secretario empezó a leer el documento acusatorio, cuya tesis era la siguiente:
Monsieur Steinheil debía morir porque su esposa deseaba tener el camino libre para casarse con el acaudalado monsieur de Borderel, de cincuenta y tres años de edad. Asimismo, madame Japy estorbaba a su hija, pues era un testigo peligroso, y si la hacía desaparecer, madame Steinheil evitaría que recayese sobre ella toda posible sospecha. Además, la muerte de su madre le significaría una herencia nada insígnificante, pues la anciana señora poseía una gran fortuna.
El asesinato de monsieur Steinheil se llevó a cabo con premeditación, lo mismo que el de madame Japy, sin que se pueda precisar cuál fue el primer homicidio.
En definitiva, madame Margarita Steiiiheil tenía, a su entender, motivos sobrados para deshacerse de los dos y sólo ella pudo preparar y ejecutar el crimen. El resultado de la instrucción demuestra con evidencia que ella tuvo que estar presente al desarrollarse los hechos. Y se deduce que madame Steinheil es la autora del doble asesinato, o bien tuvo algún cómplice, pero sin duda es ella quien jugó el papel decisivo en ambos hechos sangrientos.
Con las manos cruzadas sobre su regazo y erguido el cuerpo, Margarita aparecía tranquila, como si no la afectase lo más mín-imo lo que se debatía. Pero su aparente frialdad se quebró cuando el presidente del tribunal, De Valles, tomó la palabra y precisó, en primer lugar y con rigor exhaustivo, sus relaciones con su marido, definiéndolas como «muy malas».
-Eso no es cierto, señor presidente -gritó enérgicamente madame Steinheil-. Nuestro trato nunca fue áspero ni desdeñoso. Él era el padre de mi hija y le quise siempre, siempre.
-Sin embargo, madame -le refutó De Valles-, usted le engañó constantemente y tuvo varios amoríos. ¿Sabía su esposo algo de ellos?
-¡Naturalmente que sí!
El público reaccionó con un sordo y elocuente murmullo. -¿Y lo consentía él?
-Claro que sí. Hacía ya quince años que no teníamos ninguna relación matrimonial, y cada uno de nosotros seguía su propio camino.
-¿Se relaciona lo que acaba de afirmar con la acusación que hizo anteriormente de que su esposo mantenía desde tiempo atrás íntimas relaciones con individuos de vergonzosa reputación?
-Nunca hice semejante declaración.
-¡Oh, sí, madame; la hizo más de una vez! Existen también parecidas declaraciones de algunos testigos, pero aparte lo que se deduce del relato de cada testimonio, usted misma se refirió a ese aspecto en las primeras diligencias al juez instructor André. ¡Sobre todo en tales primeras diligencias!
-¡Ah, las primeras diligencias! Fui interrogada durante horas y horas, sometida a infundadas acusaciones. Yo no sé lo que dije ni lo que firmé. Monsicur André me martirizó moralmente, pues quería arrancarme una confesión a cualquier precio.
De Valles no replicó nada a estas manifestaciones, limitándose a revisar las acusaciones que monsieur Steinheil había hecho en su día contra los despilfarros de su esposa. Pero también para esto tuvo madame Steinheil una rápida respuesta.
-Si despilfarré fue sólo por culpa suya, señor presidente.
Mi mayor deseo fue hacer famoso a mi marido, y entendí que el mejor camino era relacionarnos con personas acomodadas, las cuales podían ser amantes de la pintura. Entonces las fiestas que di en mi casa fueron con el fin de conseguirle compradores que le asegurasen el triunfo y el dinero. Pero, desdichadamente, a él no le preocuparon nunca las cosas materiales; así que el gasto de la casa y todas las responsabilidades recaían sobre mí.
Con extraordinario tacto y la mayor discreción, De Valles aludió a las repetidas aventuras amorosas de la acusada. Madame Steinheil se encogía desdeñosamente de hombros cuando oía el nombre de los que fueron sus amantes pero luego inclinaba la cabeza y sonreía, como si los recuerdos de los hombres que la quisieron le fuesen especialmente queridos.
El presidente casi perdió los estribos, y replicó irritado que la lista de amantes era demasiado larga; dirigió al jurado una expresiva mirada y exclamó patéticamente:
-Confieso, señores, que yo he amado mucho en mi vida, y que he obedecido siempre al corazón, pero nunca me he vendido.
Los miembros del jurado no pudieron reprimir la risa, pero menos se refrenó una parte del público.
Entonces llegó el primer episodio grave del proceso, cuando el presidente formuló a la acusada esta pregunta:
-¿Pretende usted afirmar que nunca aceptó dinero de monsicur Borderel?
Madame Steinheil se levantó, ofendida, y casi gritó:
-Jamás acepté dinero; además, nunca tuve relaciones con él: me era antipático.
-¿Por qué miente usted? Está comprobado que mantuvo con él relaciones íntimas.
Al oír esto pidió la palabra el abogado Aubin.
-Protesto, señor presidente. A mi cliente no la puede acusar usted de mentirosa.
El tranquilo De Valles, con voz potente, le contestó:
-Tengo el derecho de emitir las observaciones que crea pertinentes.
Siguió una deplorable controversia entre los dos. El abogado Aubin gritó irritado:
-Mi cliente trata solamente de dejar a salvo la dignidad de un amigo.
Prosiguió el debate. El presidente De Valles escuchó con benevolencia las siempre contradictorias versiones que la acusada daba de la noche del crimen. De nuevo explicó lo que la habían asustado los cuatro enmascarados, su sobresalto al deslumbrarla una linterna que le dirigían a los ojos, su terror ante aquella horrible pelirroja que la amenazó con un puñal y, finalmente, la brutalidad con que la golpeó uno de los atacantes.
-Créanme, señores; también a mí me querían matar, y estoy viva por un verdadero milagro -balbuceó, echándose a llorar.
Siguió hablando presa de una gran excitación, aunque daba la sensación de que fingía, sus palabras salían atropelladamente y no llevaba trazas de terminar. De Valles la llamó al orden, pero ella no se inmutó y le explicó con altivez:
-¡No; ahora soy yo quien tiene que hablar! Hace muchos meses que esperaba esté momento. Tengo el derecho de defenderme y no admito que nadie me lo usurpe.
Divagó, invocó circunstancias que nada tenían que ver con el debate y terminó con una patética explosión:
-Juro por la vida de mi querida hija que todo se desarrolló tal como he dicho tantas veces -y se derrumbó materialmente sobre su silla.
Eran las cinco y media de la tarde cuando el tribunal dio por terminada la sesión. La acusada fue conducida a una de las celdas individuales del Palacio de Justicia.
Aquella noche los periódicos redactaron páginas extraordinarias, y en las puertas del Palacio de Justicia se apiñaba la gente con el convencimiento de que algo sensacional había de ocurrir.
Casi todo el mundo estaba convencido de la culpabilidad de madame Steinheil, y difícilmente creía nadie en sus lágrimas. Era muy significativo que no hubiese intentado levantar nuevas sospechas contra alguien.
En el diario Matin apareció este titular: «La acusada llora ante sus jueces.» Otros, periódicos aseguraban que la exagerada elocuencia de que hizo gala en la última sesión reafirmaba más su culpabilidad, pues si fuera en realidad inocente no habría tenido necesidad de hablar tanto.
No puede decirse que La veuve tragique, según se la llamaba parodiando la nueva opereta de Lehar, La viuda alegre, hubiese ganado muchas simpatías en el primer día del proceso.
El segundo día, el presidente De Valles, al iniciarse la sesión, amonestó severamente a la acusada:
-Si vuelve usted a divagar y no contesta con precisión a mis preguntas, me obligará a tomar una grave determinación. Concéntrese, por favor, madame, y renuncie a su verborrea.
-¡Claro, claro, señor presidente! Esto se dice muy fácilmente -replicó enfurecida Margarita-. ¿Cómo me puede usted exigir tanta sobriedad cuando llevo un año encarcelada y tengo los nervios materialmente rotos? Yo pregunto a todas las mujeres si se puede amordazar a un corazón deshecho.
De Valles empezó hablando de las horas anteriores al doble asesinato y analizó una serie de particularidades.
-¿Era común en casa de los Steinheil beber grog después de la cena?
Madame Steinheil levantó un poco su velo de viuda y le increpó:
-¿Quiere usted dar a entender, señor presidente, que pretendí narcotizar a mi pobre madre y a mi esposo? Pues sepa que el grog no lo preparé yo sino el mayordomo Rémy.
A una pregunta que le hizo De Valles, ella explicó por qué razón su madre se quedó con ella en vez de con su hermana Juliette, como era su costumbre.
-Es grotesco suponer que yo le preparé una encerrona a mi madre en mi casa. Ella estaba muy delicada, y le hubiera sido imposible subir hasta el quinto piso de los Herr. Esto pueden verlo en la correspondencia que se ha incluido en el sumario.
Era totalmente cierto, y no había duda alguna de que madame Steinheil aquella mañana había ganado puntos a su favor.
Entonces De Valles mostró al jurado un plano de la villa del pasaje Ronsin, con el lugar exacto donde encontraron los dos cadáveres. Luego se dirigió a la acusada:
-La cuerda con que las víctimas fueron estranguladas procedía del estudio de su marido. ¿Puede decirme, madame, cómo unos sujetos que asaltan su casa para robarla se enteran de que encontrarán en un taller la cuerda que necesitan en vez de habérsela procurado cuando tramaron el robo y los asesinatos?
Esta vez se vio vacilar a madame Steinheil, pero sólo un instante; en seguida respondió agresivamente:
-Yo no puedo responderle a esto, señor presidente. Encuentre usted a los asesinos y hágales su pregunta.
En el público empezó un murmullo, que fue creciendo cuando la acusada se negó a aclarar el origen de sus manchas de tinta y que también se encontraron en el camisón de monsieur Steinheil.
Cuanto más empeoraba la situación, más encarnizadamente luchaba la Steinheil. A veces humilde y suplicante, otras desesperadamente, con un supremo esfuerzo, pero siempre con astucia.
Y cuando De Valles se refirió a las declaraciones de la acusada, según las cuales los intrusos la confundieron con su hija Marthe, una traviesa sonrisa suavizó el rostro de Margarita y con cierta coquetería preguntó:
-¿Qué les parece a ustedes, señores? Bueno, yo no sé; dejaré que otros juzguen si de verdad se me puede confundir con una jovencita.
La sesión del tercer día comenzó con la lectura de una carta sensacional que De Valles había recibido unos momentos antes. Decía esto:
«Señor presidente, me es imposible seguir guardando silencio y ver con impasibilidad cómo se conduce a una inocente al patíbulo. Por este motivo creo un deber de conciencia escribir esta carta que puede valer como una confesión. Fui yo quien, llevando una peluca roja de mujer, con el fin de que me desfigurase, entré con otros en la casa de los Steinheil, asaltándola.»
Inmediatamente, De Valles hizo entrar en la sala al autor de la carta transcrita. Pero como es frecuente en todo proceso sensacionalista, siempre surgen tipos desaprensivos obsesionados por desempeñar un papel importante y apoderarse, sea como sea, de la atención pública.
Después de esta ligera interrupción, el presidente tomó de nuevo la palabra y, dirigiéndose a la acusada, le preguntó por qué precisamente el día del crimen dispuso que el perro ovejero Turc no estuviese en la casa, cuando lo habían adquirido exclusivamente para que la vigilara.
Madame Steinheil contestó que el perro siempre estaba enfurecido, incluso con ellos, y hedía hasta no poderlo soportar, y por ello su esposo le había pedido que lo mandase a Bellevue para devolverlo a sus antiguos dueños.
El fiscal, Trouard-Riolle, dijo que le asombraba que en las declaraciones de los testigos incluidas en los sumarios no hubiese ninguna alusión a la repentina ferocidad del perro ni a su mal olor, y terminó con esta consideración:
-Es evidente que el único testigo que tiene la acusada es su difunto esposo, y los muertos no pueden hablar.
Después de una ligera pausa, continuó el fiscal:
-¿Quiere decirme por qué, si su conciencia está limpia, ataca a las autoridades investigadoras y propaga calumnias? ¿Por qué, señora, atribuyó la culpabilidad a su fiel criado Rémy Couillard, y hasta introdujo falsas pruebas en su habitación? ¿O es usted tan inconsciente que no le importa llevar a un inocente al patíbulo con tal de salvar su propia cabeza?
-¡No, no! ¡De ninguna manera! -exclamó madame Steinheil-. Yo habría confesado la verdad y a Rémy Couillard no lo hubiera pasado nada. Por favor, señor juez, póngase en el caso de una mujer desesperada -añadió, llorando desatinadamente; luego prosiguió-: Todo el mundo me despreciaba y me ofendía. Yo no sabía ya qué podía hacer. Pareció que la policía me abandonase y decidí buscar yo misma a los criminales. No sólo sospeché de Rémy y de Alexander Wolff, sino también de otros. Sospeché de todos. Era una situación inaguantable y mi nerviosismo iba en aumento; tenía que hacer algo, y provoqué un proceso que me envolviera a mí misma. Sólo para salvar mi buena reputación arriesgué mi cabeza. ¿Será esto una razón para que se me declare culpable?
Abatida, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, Margarita era la estampa de la desesperación. Calló unos instantes y luego continuó:
-Sí, ya sé que he cometido una falta imperdonable al hacer recaer sospechas sobre el pobre Rémy, pero me sentía al borde de la locura, temía volverme loca.
Margarita lloró otra vez y se tapó la cara con las manos.
En el quinto día del proceso comenzó la audiencia. Se revisó el proceso de cabo a rabo, y el juez Albanel quiso oír otra vez a algunos testigos. Se pensó en el ingeniero Lecoq para que declarase, pero desde hacía algún tiempo estaba en Nueva York, y le era muy difícil trasladarse a París. Entonces se llamó a uno de los primeros testigos, el comisario criminal Bouchette, que fue el que recibió la llamada del mayordomo de los Steinheil la noche del crimen, y quien llegó a la casa con dos agentes pocos minutos después del descubrimiento de los dos cadáveres. Su declaración fue abrumadora para madame Steinheil.
-La puerta de la cocina estaba abierta y no encontré ninguna huella que hiciera sospechar que personas extrañas hubieran entrado en la casa. El policía Percy me hizo observar que, arrimada a una de las paredes exteriores, había una escalera, pero todas las ventanas de la casa estaban cerradas. Todo eso hizo que yo no creyese ninguna palabra de madame Steinheil acerca del misterioso caso, y tampoco la creo ahora.
El abogado Aubin se levantó y formuló una protesta contra el comisario por creer que había expuesto un punto de Vista personal, muy respetable, pero sin la objetividad que prohíbe la coacción que se desprendía de sus palabras.
Después de Bouchette, le tocó el tumo al médico forense, el doctor Lefévre, quien manifestó lo siguiente:
-Tanto el amordazamiento de madame Steinheil como el doble asesinato parecían un trabajo de aficionado. Por otra parte, es evidente que monsieur Steinheil no fue en modo alguno violentado, sino que se levantó de la cama por propio impulso. En cuanto a madame Japy, está claro que su muerte se debió a la asfixia que sufrió al tragarse su dentadura postiza. Creo firmemente que se recurrió a un vulgar procedimiento para despistar. Me refiero al momentáneo secuestro sufrido por madame Steinheil.
A continuación del doctor Lefévre, siguió el profesor Courtois-Suffit, el cual había pertenecido al círculo de amistades de madame Steinheil. Discrepó totalmente del testigo anterior.
-Creo firmemente que el amordazamiento de madame Steinheil fue auténtico; las huellas que quedaron en su piel no ofrecen la menor duda.
El último testigo fue el doctor Acheray, antiguo médico de cabecera de Steinheil y al que le unía una gran amistad. Al principio no disimuló cierta hostilidad contra el juez, alegando que entendía que su deber era guardar silencio sobre ciertas cosas que consideraba secreto profesional. Luego pareció que se iba derritiendo el hielo entre testigo, y tribunal, y el discurso que el doctor Acheray pronunció parecía más bien el alegato de un defensor. Madame Steinheil no hacía más que dirigirle miradas de agradecimiento.
-Se le reprocha a la acusada que cuando se vio libre de sus ligaduras no corrió al lugar donde encontraron a los dos cadáveres, pero desde el punto de vista médico esta reacción es normal, y se ha repetido en múltiples casos parecidos en una persona que en aquellos momentos se encuentra bajo un fuerte shock nervioso. Repito que es normal, y se demostró más tarde, al subirle en forma alarmante la temperatura y sufrir durante horas un estado que bordeaba el histerismo. En aquellos momentos, porque creí más conveniente alejar a la señora Steinheil del lugar de los sucesos, la envié a casa de sus amigos el conde y la condesa de Arlon. En el alarmante estado en que se encontraba, yo no podía de ningún modo dejarla sola en su habitación, pues si temí que enloqueciese aún temí más un arrebato que la impulsara a suicidarse.
El fiscal atacó duramente al testigo, diciéndole que no decía la verdad, que trataba de dramatizar la situación con el premeditado propósito de convencer a la sala de la inocencia de la acusada.
El doctor Acheray rechazó indignado ese ataque y levantó el puño con ademán amenazador contra Trouard-Riolle, exigiéndole que se retractase inmediatamente de sus indignas acusaciones.
En el público se originó un tumulto, silbando unos y aplaudiendo otros. El presidente del tribunal agitó varias veces la campanilla, pero los ánimos estaban desatados, contra y a favor. Trouard-Riolle casi gritó:
-¡Mi deber es hallar la verdad por todos los medios, y nadie conseguirá que me olvide de los derechos que la ley me concede!
Pasó bastante tiempo antes de que se restableciese el orden en la sala. Entonces se llamó para que declarase al químico del juzgado, quien dijo lo siguiente:
-En el laboratorio se comprobó que el trozo de algodón que la acusada tenía taponándole la boca no tenía la menor huella de saliva; igualmente quedó demostrado que el algodón era de la misma calidad que el que la señora Steinheil tenía en un cajón de su tocador.
-¡Y qué importa que coincidiese la calidad del algodón! ¿O es que hay tantas calidades de algodón como de flores o de perfumes? -gritó madame Steinheil irritada-. ¿Pero me creen ustedes tan necia como para no humedecer siquiera el algodón? Vamos, créanme ya de una vez: ¡Soy inocente! ¿O será que tengo aspecto de criminal?
Una serie de testigos, la mayoría pertenecientes a la clase obrera y media, antiguos empleados de los Steinheil y comerciantes de las cercanías, fueron interrogados al siguiente día del debate. Se deseaba conseguir por ese medio un informe más o menos fiel de la fama de la acusada. Causó extrañeza, no obstante, que ninguno de sus prominentes amigos fuese requerido por el tribunal, y que ninguno de aquellos que tuvieron alguna relación directa con Félix Faure hubiera deseado declarar algo.
Cada vez se extendía más la impresión de que se pretendía escamotear a la opinión pública la verdad de los hechos. Especialmente en los periódicos antigubernamentales aparecieron duras críticas y violentas réplicas. Se decía claramente que se encubría mucho y se disimulaba demasiado porque se quería evitar que un procedimiento legal salpicase a muchas personalidades. ¿Acaso … ? ¿Estuvo la acusada complicada en un complot político? De todas maneras, la red se apretaba cada vez más alrededor de Margarita; de nada le sirvieron sus embustes y las falsas declaraciones del principio.
Y las declaraciones del criado Rémy Couillard fueron también terribles para ella.
Rémy se presentó ante el jurado en uniforme de dragón, y evitaba en lo posible mirar a madame Steinheil. Describió cómo aquella mañana encontró a la acusada y cómo soltó las cuerdas que la ataban.
-Fue muy sencillo. Sólo tuve que tirar un poco de las cuerdas, y se soltaron. Después me dijo la señora que no me preocupase por nada y que procurara no hablar demasiado si me interrogaban. Que se encontraría a los asesinos y que me dejase guiar por ella, pues me quería como si fuera su hijo.
-¿Cómo es posible que diga usted eso? ¡Es mentira; yo no le dije nada parecido ni le di instrucciones! -gritó madame Steinheil-. Sólo hablé con Rémy mucho después y delante de monsieur Hamard.
-Puedo jurar que usted lo dijo -replicó Couillard, mirando por primera vez a madame Steinheil.
Ella se encogió de hombros y murmuró con desaliento: -Es posible -pero en el acto recobró el aplomo y el vigor y dijo-: Pero es seguro que fue en presencia de monsicur Hamard, y sin duda quise dar otro sentido a mis palabras.
Cuando el fiscal interrogó a Rémy Couillard, éste aseguró que el perro Turc era manso como una oveja y que nunca había olido más que a perro. Desde el fondo de la sala un gracioso pidió gritando:
¡Que entre el testigo Turc!
Cuando terminaron las carcajadas que levantó la patochada, madame Steinheil se dirigió al testigo con voz dulce y en tono de reproche:
-Veo que aún sigue usted enfadado conmigo, querido Rémy. Pero comprenda mi situación. Se me culpa de esos crímenes, porque un milagro me salvó de morir aquella noche. ¿Qué me impulsó a sospechar de usted? El que los ladrones sólo le respetaron a usted. ¿No fue así? Quizá me obcequé al creerle culpable, y le juro que siento haber declarado contra usted. Yo le suplico, Rémy, que me perdone.
-Tenga la seguridad, madame, – de que no le guardo ningún rencor -repuso Couillard en tono esquivo-. Sólo he cumplido con mi deber declarando la verdad.
Las declaraciones de los siguientes testigos no consiguieron que el jurado creyese en la posible inocencia de madame Steinheil.
El joyero Soulay también prestó declaración pero fue muy discreto, tal vez reservado, por-que madame Steinheil era desde hacía diez años una de sus mejores clientes y porque sabía que su comportamiento no era recomendable. Sólo dijo, y titubeando, que un par de semanas después del crimen madame Steinheil fue a verle con el propósito de que le reformara algunas joyas a fin de que no pudieran reconocerse. Entre las joyas que le llevó había una sortija con brillantes idéntica a la que robaron en la noche de autos, y un antiguo camafeo que la policía registró como robado.
Las contradicciones fueron muy frecuentes en este proceso, y una de las mayores quizá fue la en que incurrió la acusada declarando que le robaron muchas alhajas, cuando poco después de la noche del asalto aparecieron la mayoría en su propia residencia. El juez requirió a la Steinheil para que diera una explicación convincente de tal sarta de mentiras, pero ella ya sólo acertaba a tartamudear, diciendo que sin duda debía tratarse de un fatal error. Cada vez la red que ella misma urdió la apretaba más, y finalmente, como si se diera por vencida, víctima de su propio aturdimiento, dijo resignadamente estas palabras:
-Haga usted lo que quiera, señor presidente; le aseguro que todo me da igual. He agotado mis escasas fuerzas, ya no puedo decir nada más.
Al retirarse el joyero Soulay, fue llamada la anciana Marietta Wolff, una enjuta y poco comunicativo normanda, de facciones duras.
No negó que tenía conocimiento de las aventuras amorosas de su señora, pero las palabras le salían con verdadera dificultad. Nadie dudó de que sabía más de lo que decía.
Después de ella, entró en la sala para prestar declaración, un testigo esperado por todo el mundo con verdadera expectación.
Alto y delgado, y con el rosetón de la Legión de Honor en el ojal, apareció monsieur de Borderel.
-Tuve y tengo todavía un gran afecto a madame Steinheil, y deseo ayudarla en lo que pueda. Sin embargo, a pesar de lo que yo lo deseaba, no pude unirme a ella en matrimonio porque mis hijos se oponían por tratarse, en el caso de que quedase libre, de una mujer divorciada.
Monsieur de Borderel hizo hincapié en que las relaciones de Margarita con su marido eran frías y distantes, debido a que él era antinatural en el aspecto sexual.
-Estoy convencido -siguió diciendo Borderel- de que esta cultivada mujer no es culpable de un hecho tan espantoso.
Estas declaraciones, y las que posteriormente hicieron el arquitecto Boeswillwad y el abogado Prisand, también pertenecientes al círculo de amistades de madame Steinheil, afirmando que las relaciones entre Margarita y su marido podían considerarse perfectamente armónicas, no consiguieron que el jurado rectificase su juicio.
También el industrial Buisson abogó claramente a favor de Margarita.
-El que yo haya presionado a mi sobrino Pierre para que rompiera el compromiso con la hija de madame Steinheil no quiere decir que tenga la menor sospecha acerca de la acusada. Todo lo contrario: creo que es inocente.
Uno de los últimos testigos, tío de Margarita, monsieur de Borncque, de Belfort, dijo:
-La verdad es que madame Japy nunca ayudó con dinero a su hija Margarita, pero a pesar de todo, las dos se llevaban bien; se puede decir que mediaba entre ellas un entrañable afecto. En cambio, la anciana dama sentía una no disimulada aversión contra su yerno, y también contra el marido de Juliette, monsieur Herr. Esa misma hostilidad la sentía también madame Steinheil, por lo que no es de extrañar que su curado haya querido presentar a la acusada bajo todos los puntos desfavorables.
Con las declaraciones de estos testigos se dio por terminada la audiencia, anunciando la próxima sesión para el día siguiente.
Cuando conducían a madame Steinheil a su celda del Palacio de Justicia, tuvieron que sostenerla para evitar que se cayese desvanecida, pues estaba débil y se la veía agotada. Durante el proceso se había mostrado firme y siempre con altivez. Ahora daba la impresión de indolencia, y cada gesto y cada movimiento suyo acusaban un profundo decaimiento. No sólo ella había llegado al límite de las fuerzas, pues había sido una tarea dura y difícil para jueces y defensores. Llegaron infinidad de cartas dirigidas a la acusada, unas con amenazas de venganza en el caso de que saliera absuelta, y otras pidiendo su condena de muerte; cartas llenas de insultos y de advertencias.
Eran las nueve y veinte minutos cuando el fiscal Trouard Riolle dio por terminado su discurso y, dirigiéndose al jurado, dijo:
-Señores miembros del jurado: Me permito rogarles que no se dejen ustedes influir por ningún motivo. Juzguen únicamente por lo que han visto y oído en el transcurso de este debate. No se dejen tampoco conmover por las lágrimas que ha derramado la procesada. No crean en su desesperación, pues ya desde muy jovencita fue una perfecta comediante. ¡Sí! Esta mujer es sólo una ambiciosa. Quiso convertirse en el centro de París y creyó lograrlo dando suntuosas fiestas en su casa. Deseaba ser una segunda madame de Lavalliére o una nueva marquesa de Pompadour. Despilfarró su dinero y arruinó a su marido, y cuando se vio sin nada, se vendió a los hombres. ¡No! No se entregó por amor o por pasión, como ella ha intentado hacernos creer, sino por avidez, por codicia. Sólo le interesaba su propio bienestar al precio que fuera; satisfacer su afán por el lujo y su acendrado egoísmo fueron los únicos móviles de su vida.
Con estas duras palabras y brillante elocuencia, fue detallando el fiscal los pecados cometidos por madame Steinheil; después, añadió:
-La acusada ha querido hacernos creer que se trató de un robo con homicidio. Hemos comprobado que las joyas que ella denunció como desaparecidas o sustraídas aparecieron más tarde en su propio domicilio. Y por otro lado… ¿quién puede creer en la existencia de los cuatro sujetos enmascarados que subían y bajaban las escaleras de la casa sin que ningún vecino oyese ni viese nada? -Después, bajando la voz, preguntó-: ¿Podría ser que madame Steinheil se hubiera servido de cómplices para llevar a cabo sus maquinaciones?
En el mismo instante se oyó el grito estridente de madame Steinheil:
-¿A quién se refiere usted? ¡Cite usted el nombre!
También desde el público se oyeron diversos gritos coincidiendo con ella.
-¡Sí, que cite el nombre!
Trouard-Riolle levantó la mano reclamando silencio y dijo a continuación:
-Me faltan algunas pruebas para proceder contra esa persona, la cual, desde luego, pertenece al mismo ambiente que la acusada.
El abogado Aubin se levantó airado y, dirigiéndose al fiscal, le preguntó:
-¿Insinúa usted que la anciana Marietta Wolff tuvo algo que ver con el asunto?
-No he citado ningún nombre -respondió Trouard-Riolle, visiblemente confundido. Y prosiguió, como si quisiera pasar por alto el embarazoso incidente-: Señores, pueden ver que no cabe la menor duda sobre la culpabilidad de la acusada, y solicito de este tribunal la máxima pena que permite la ley.
La fuerza de convicción de su discurso volvió a adueñarse de la situación, y le imponía al abogado defensor, monsieur Aubin, una dura tarea. ¿Cómo y por dónde enfocar su defensa?
Al día siguiente, 14 de noviembre de 1909, desarrolló la defensa ante el tribunal de la siguiente manera: Según su opinión, las cuatro figuras enmascaradas no fueron solamente una invención de la mente de su defendida, pues existían pruebas de lo contrario: ahí estaba el robo perpetrado en el teatro judío de la rue St. Denis.
-Es lamentable que la policía no haya buscado minuciosamente la pista de ese robo, pues estoy seguro de que si se hubiese seguido el camino que se debía tendríamos al verdadero culpable en la sala.
Luego, al llegarle el turno a la lista negra de los amantes de la acusada, Aubin pasó muy discretamente por ella. Revisó también las declaraciones de numerosos testigos, pero parecía que quisiera pasar por alto cosas y hechos de importancia que no favorecían a su cliente y ensalzar, en cambio, personas y escenas que nada tenían que ver con la entraña del proceso.
Una sombra flotaba sobre la sala de la que nadie quería hablar: la del fallecido Félix Faure.
Ya hacia el final de su discurso, el abogado defensor hizo una breve alusión al caso:
-Admito que en este trágico suceso no todo ha podido aclararse como era de desear. Muchas preguntas han quedado sin respuesta. Pero sólo se puede acusar a mi cliente apoyándose en dudas; no hay más que dudas en este caso. In dubio pro reo. No hay posible sentencia, pues la ley lo prohíbe donde no es posible la demostración del delito. Por esta razón, solicito la absolución de la acusada. -Y luego, dirigiéndose al jurado, hizo una patética apelación-. Devuelvan ustedes, señores míos, la libertad a esta mujer tan duramente probada. Háganlo también por su hija, por las muchas lágrimas que esa hija ha derramado por su madre.
Eran las nueve de la noche cuando se retiraba el jurado a deliberar.
Entre los dos gendarmes, Margarita estaba con la cabeza apoyada sobre la balaustrada de madera, mirando como hipnotizada hacia la puerta detrás de la cual se decidía su destino. Le pareció que transcurría una eternidad mientras la puerta seguía cerrada; cuando volvió a abrirse, sólo apareció el presidente del jurado, quien rogó al presidente de la sala que pasase al departamento donde se debatía el veredicto.
De Valles, al pasar cerca de madame Steinheil, le echó una rápida mirada; después, siguió al presidente del jurado. Minutos después, De Valles regresó. Sin pronunciar palabra, lívido el rostro, se sentó en su sitio.
Eran las once aproximadamente cuando volvió a abrirse la puerta. Apareció de nuevo el presidente, pálido ahora, y dirigiéndose otra vez a De Valles, le rogó que volviese a la sala de deliberaciones. La tensión del público llegó al límite. ¡Dos horas y media y sin ponerse de acuerdo para el veredicto! Era inverosímil.
A las once y cincuenta minutos sucedió lo más extraordinario que haya podido darse en un proceso criminal. Por tercera vez tuvo que reunirse el jurado para deliberar. El público se levantó y hubo una ruidosa protesta. Se profirieron insultos contra el jurado; algunos intentaron agredir al presidente y hubo que recurrir a la fuerza pública. En el último minuto empezaron a observarse síntomas de simpatía para la acusada.
«No desespere, madame…» le gritaban. Otros agitaban sombreros y pañuelos.
Era casi medianoche cuando un mujer anunció al tribunal que el jurado había deliberado. En seguida se levantó De Valles y abandonó la sala seguido de los magistrados. Veinte minutos después se abrió nuevamente la puerta y aparecie,ron el tribunal, luego el jurado, seguido por su presidente.
El auditorio se puso en pie. Los dos gendarmes sostuvieron a madame Steinheil, pues parecía que se iba a caer.
Iba a pronunciarse la sentencia… Empezó a hablar el presidente De Valles, con voz monótona, sin expresión:
-En nombre de la República y del pueblo francés, se declara a la acusada Margarita Steinheil inocente por insuficiencia de pruebas.
Pero madame Steinheil no lo oyó. Al levantarse De Valles, se desvaneció.
Cuando media hora después volvió en sí, vio que estaba en la enfermería del Palacio de Justicia. El profesor Arboux y el doctor Soquet, médicos forenses, la atendían.
A pesar de lo avanzado de la hora, madame Steinheil quiso salir inmediatamente del edificio.
Para despistar a los periodistas y a los miles de curiosos estacionados en los alrededores del Palacio de Justicia, se avisó a una ambulancia para que esperase en la puerta principal, y media hora después metían en la ambulancia una camilla cubierta. Mientras los periodistas seguían al coche, Margarita salió por una puerta posterior con el ayudante de su abogado, monsieur Landowsky. Pasó la noche en el Hotel Terminus y a la mañana siguiente ingresó en un sanatorio de las cercanías de París.
En toda Francia, la absolución fue acogida con la mayor indignación. Se acusó a los jueces de que habían fallado contra su propio convencimiento, y aún hubo quienes llegaron a la afirmación de que se habían ignominiosamente vendido.
Pero la suerte estaba echada. El tribunal había sentenciado la absolución, y aunque hubo momentos en que parecía que la Steinheil estaba perdida, pesó más el criterio de unos cuantos que una verdad que pronunciaban a gritos miles y miles de ciudadanos. El presidente estaba convencido de su inocencia y sostuvo una verdadera lucha con los demás miembros del jurado, y al final, después de las sesiones que exigió el proceso, por sólo dos votos a favor consiguió la absolución.
La reacción del sentimiento público reflejó el descontento de la nación ante el inesperado final de tan sonado proceso. En los periódicos aparecieron continuamente artículos de una acritud extremada increpando a los jueces por su incompetencia y por su carencia del sentido de la responsabilidad. La voz pública era unánime: las víctimas no habían merecido ni piedad ni justicia y la libertad de los asesinos era la mayor ofensa que se le podía inferir a la sociedad.
También se hacían otras consideraciones, pues, según un artículo que publicó el Eclair, se aseguraba que aunque se hubiese condenado a la Steinheil, más tarde o más temprano habría recobrado la libertad, toda vez que en el fondo del asunto había demasiados intereses. Intereses que ponían en un brete al Estado y que por la misma razón había que considerar inatacables. Sólo podía explicarse pensando que a madame Steinheil se le atribuía una influencia política.
Margarita estuvo durante algún tiempo internada en la clínica, adonde su hija Marthe la visitaba con frecuencia. Pero también ella terminó por apartarse de su madre, seguramente porque estaba convencida de su culpabilidad.
Pero la libertad de madame Steinheil nunca fue una libertad auténtica, pues si se la absolvió «por falta de pruebas», la calle y el mundo social no dudaron nunca de su culpabilidad. Sufrió repetidos insultos y abucheos cuando aparecía en algún lugar público, y aun tuvo que defenderse contra agresiones que atentaron contra su integridad física. Finalmente, seguramente que hastiada de sentirse como una proscrita en su propia patria, se fue a Inglaterra, donde empezó una nueva vida.
Quizá no deja de ser asombroso que en Inglaterra se «ignorase» su historia, encontrando allí la paz y la tranquilidad que perseguía.