
- Clasificación: Asesina
- Características: Asesinato por encargo - Parricidio
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 9 de febrero de 1999
- Fecha de detención: 24 de febrero de 1999
- Perfil de la víctima: Juan Galán Andrada, de 43 años (su marido)
- Método del crimen: Golpes con martillo
- Lugar: Alicante, España
- Estado: Margarita Jimeno, Francisco Leonardo García y Moisés Macía fueron condenados a 23 años de prisión en 2002 después de que el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana anulara en 2001 una sentencia que absolvía a uno de los procesados
Índice
Condenada a 16 años de cárcel por matar a su marido con un martillo
Santiago Navarro – El País
21 de junio de 2000
La Audiencia de Alicante ha condenado a 16 años de cárcel a Margarita Jimeno Hernández como autora del asesinato, a martillazos, de su marido, ocurrido en febrero de 1999 en Alicante, en el domicilio familiar del matrimonio.
El tribunal, de acuerdo al veredicto del jurado popular, también condena a un año y medio de prisión a Francisco Leonardo García por el delito de encubrimiento y, por contra, absuelve al tercer procesado por estos hechos, Mosies [Moisés] Macià Vega, a quien el jurado declaró inocente.
El veredicto del jurado popular, contrario a las tesis del ministerio público que consideraba que los dos hombres fueron los autores materiales del crimen y la mujer inductora del mismo, llevó la pasada semana a la Fiscalía de Alicante a anunciar que solicitará al Ministerio de Justicia la reforma de la Ley del Jurado.
El fiscal-jefe, José Antonio Romero, ratificó ayer, tras conocer la sentencia, esta postura. «Primero vamos a recurrir el veredicto, pedir que se declare nulo y, por tanto, que se repita el juicio», dijo. «Más adelante, tras la celebración de una junta de fiscales, elaboraremos el documento en el que pediremos la reforma de la Ley del Jurado, para evitar veredictos de este tipo», añadió.
Margarita Gimeno, con amigos de su hijo
Francisco Pérez Abellán
En la prisión de Fontcalent ella tiene tiempo para pensar que no fue tan buena idea contratar a dos amigos de su hijo para que acabaran con la vida de su marido e hicieran desaparecer su cadáver. La infidelidad y los malos tratos son el pretexto para un crimen donde no cuadra la pasión con la planificación minuciosa de un frustrado crimen perfecto.
Se había quedado dormida. Despertó sobresaltada. Eran las cinco de la madrugada. Su hija permanecía en su cuarto, ajena a todo. Tenía un sueño muy profundo. En la alcoba matrimonial se escuchaba la respiración fuerte del marido. Si habitualmente se hundía en un sueño de piedra, aquella noche sería imposible despertarlo: la cena le había llegado cargada de somníferos. Solo estaban ellos tres en el hogar. El hijo varón pasaría la noche fuera.
Margarita tuvo tiempo de sopesar todos los detalles. Menos quedarse dormida. Los años de convivencia la arrastraban con su inercia. Pero ella se había echado vestida, a la espera de la llegada de los jóvenes a los que había contratado. Era consciente de que estaba a punto de ocurrir lo más trascendente que nunca hubiera pensado. Sus relaciones matrimoniales pasaron por diversas crisis, pero ninguna tan grave, ni tan definitiva. Se alisó el cabello y las ropas, muy agitada, recuperando de golpe la decisión y el temor, a partes iguales. Miedo de que los jóvenes se hubieran marchado y miedo también de que estuvieran esperando a que les abriera cumpliendo su parte del plan. Bajó corriendo los escalones mientras su respiración se entrecortaba. Al abrir el portal se dio cuenta de que parte de su angustia no tenía sentido. Los jóvenes estaban allí. Moisés, de diecinueve años, el Moe, amigo de su hijo, y un compañero de este, Francisco Leonardo. Hacían tiempo en la calle General Espartero envueltos en una calmosa charla. Les llamó en voz baja. Acudieron en silencio con semblante grave. Había llegado el gran momento.
Subieron callados hasta el piso. Ella les dejó en la puerta de la alcoba de matrimonio. Se limitó a darles las últimas instrucciones. «Ahí lo tenéis.» Antes les proporcionó un martillo de carpintero de grandes proporciones. Su marido, Juan Galán Andrada, de cuarenta y tres años, respiraba pesadamente inmerso en un sopor denso como alquitrán. Tal vez un punto de apnea le hacía resoplar, encogiendo el corazón de el Moe, que apretaba lívido el martillo. Juan no temía nada. Resoplaba a pierna suelta. Su mujer es posible que tuviera contra él muchos reproches. Una presunta vida de conquistador, presuntos triunfos entre el eterno femenino remarcables e incluso insólitos. Quizá una ración de desprecios, de momentos de hacer de menos, que creía olvidados pero que hicieron una montaña a fuerza de acumularse. O hasta supuestos malos tratos, peleas, agravios, destrozos psíquicos aparcados en un matrimonio con dos hijos, entre un hombre de cuarenta y tres años y una mujer de cuarenta y uno, un abismo que ahondaba una brecha nacida en la incomprensión, en el resabio, el recelo que crecía como un cáncer mientras el varón dormía ajeno y confiado.
Margarita no quiso mirar. Era un hombre que la había envuelto en una capa de dolor. Ella había elegido callar, acumular, hasta que todo salió por aquella idea desesperada: quitarlo de en medio para que el aire no fuera como veneno en los pulmones. Hacía demasiado tiempo que ella no era capaz de distinguir el perfume de las flores. Desde que él la amargaba la vida, el oxígeno era siempre humo de un tubo de escape. No quiso mirar, ni escuchar los sonidos horribles de la muerte. Los dos matones que contrató estaban dentro. Uno de ellos no se atrevía a golpear el cráneo abandonado al sueño, pero el otro sí. El otro le arrebató el martillo levantándolo en el aire y lo dejó caer produciéndose un ruido blando. Golpeó varias veces hasta que el hierro se quedó enganchado en el agujero del hueso. Salpicaduras rojas le bañaban la frente.
-El trabajo está hecho -le dijeron a Margarita.
Y no estaba mal para ser la primera vez que mataban.
Había un dinero que cobrar. Una cantidad fuerte de la que ella les había adelantado un pequeño bocado. Todo se arreglaría después de deshacerse del cadáver. A el Moe y al otro les importaba un pepino por qué habían tenido que quitar de en medio al fulano. Ellos habían estado viendo azul todo el rato como si estuvieran con viagra. Billetes azules con la cara del rey. Ya se iban, cuando escucharon gemidos en el dormitorio de la muerte. Margarita se asomó, sorprendiéndose al ver a su marido que intentaba tirarse de la cama con el martillo incrustado en el cerebro. Casi se desmaya: «¡Rematadlo!», acertó a decir.
El Moe y Francisco Leonardo volvieron a la tarea. Menos mal que fueron previsores y tenían una segunda maza con la que acabar el trabajo. Fue cosa de un par de segundos. Plis, plas. Ahora ya no podía levantarse con el cerebro traspasado por el hierro. Sencillamente ahora no tenía cerebro. Fue un instante de confusión y de sangre. En seguida, Margarita se aseguró de que Juan Galán nunca volvería a dejarla mal ante nadie, ni a propinarle malos tratos de ninguna clase. Las mujeres no volverían a hacerle caso. Su carrera en la tierra había terminado. Ella sacó las bolsas de plástico para guardar la ropa manchada de sangre. Juan estaba muerto sobre una de las camas que ocupaba el ancho cuarto.
Margarita se deshizo de todo para que no quedaran huellas: fuera sábanas, colcha, colchón y almohada. Bien envuelto, lo transportaron a un contenedor en la cercana calle de la Primavera. Alicante olía a mar y a pescado podrido como nunca. Quizá el mal olor estaba solo en su nariz, pero Margarita sentía náuseas mientras el Moe y Francisco Leonardo envolvían el cuerpo de Juan en grandes plásticos. Por encima echaron una cortina cerrada con cinta aislante. Ya estaba listo para el transporte, pero tenían que esperar a que abrieran los supermercados. Necesitaban un carrito de la compra para culminar la faena. El fardo pesaba demasiado y se veía en seguida que tenía perfil antropomórfico. Era mejor meterlo en el carrito como una alfombra demasiado gruesa o un colchón mal doblado.
Los dos matones se marcharon un rato, dejando sola a Margarita, que vigilaba que todo aquel lío no acabara despertando a su hija, ignorante de que mientras reposaba, la madrugada del 9 de febrero de 1999, se había cometido un parricidio. Allí estaba Margarita para disimular. No tenía de qué preocuparse. Ni la hija ni el padre habían detectado el clima de tensión que ella provocaba.
Pasadas las nueve y media, los tres presuntos bajaron el cadáver dentro del carrito de la compra que habían tomado prestado del hipermercado. Una vez en el garaje, situado en el 107 de la calle General Espartero, lo acercaron al coche de la supuesta inductora con presumida astucia sin que presuntamente nadie les viera. A bordo del Seat Córdoba, con el cadáver en el maletero, pararon en una gasolinera para repostar varios litros de combustible. Después, continuaron viaje hacia las afueras del barrio de Villafranqueza, deteniéndose en el camino de Las Parras, entrando en Les Festetes, una casa abandonada, que consideraron el lugar óptimo para desprenderse del cadáver.
Bajaron el cuerpo de Juan con un rápido movimiento de escamoteo ante cualquier indiscreto paseante. Le apuntalaron en un rincón, donde procedieron a rociarle con gasolina. En un periquete le prendieron fuego, asegurándose de que ardía por los cuatro costados antes de escapar sigilosamente.
Estaba hecho, y en unos minutos no quedaría otra cosa que ropas chamuscadas y huesos retorcidos. La policía encontraría el cuerpo humeante unas horas después. Y en efecto: apenas quedaba nada. Pero lo que consiguieran recuperar de la hoguera sería bastante para identificar los restos. Especialmente útil se demostró la tapa de un reloj ennegrecida pero que dejaba ver un número de serie. Por él se sabría quién lo había comprado en un establecimiento alicantino solo tres meses antes, resultando ser Margarita Gimeno, la mujer que huía en su coche creyendo a pies juntillas que para ella empezaba una segunda oportunidad.
Los días 9 y 10, Margarita no se presentó en el hotel Cid, donde trabajaba como limpiadora. Tampoco dio muestras de sorprenderse por el hecho de que su marido faltara de casa. Para algunos íntimos y familiares directos preparó una versión que creía impecable: Juan se habría marchado con otra mujer. Eso le daba un cierto halo de sufridora. Se preparaba para resistir un largo acoso rodeada por la intriga, pero apenas tuvo tiempo para remordimientos. La policía se presentó en su casa en cuanto supo que el quemado era Juan Galán. Cometieron el crimen la madrugada del martes, y el jueves ya estaba ella acosada tan de cerca que apenas podía respirar sin echarle el vaho al de homicidios que la miraba fijamente. «Repita: ¿Por qué no denunció la desaparición de su marido?» Claro, ella no tenía nada que ver. Se retorcía las manos. Se tapaba la cara. Como si se hubiera vuelto de repente vergonzosa. Hasta que no pudo más: «Me era infiel».
Hubiera querido llorar de una forma convincente. Era difícil derramar lágrimas con sentimiento desde que su marido no le daba dinero. Llevaban tres años y medio viviendo en Alicante. Ellos eran de Tordillos (Salamanca). Juan estaba de empleado en una empresa de montajes eléctricos, y desde hacía varios meses no le pasaba nada del sueldo. Se había visto obligada a trabajar. Se lo tomó como una humillación. No lo del trabajo; lo del sueldo. Tener que trabajar no le dolía, pero que su marido se gastara el dinero con otra, sí.
Ella había tenido la idea de acabar con su vida. Confesaba. No se sentía con fuerzas de hundirle el martillo ella misma, por lo que pensó en aquel amigo de su hijo que parecía tan decidido. ¿El Moe? «Sí.» Le había conocido por medio de un trabajillo de mudanza que le encargaron. Parecía dispuesto a comerse el mundo. Hacer que Juan se apeara para siempre de este podría valer unos millones. Hay quien dice que seis. Ella no los tenía, pero pensó pedírselos a su padre, que estaba en Salamanca al margen de todo el lío. Los chicos aceptaron el encargo. Asesinos a sueldo, sicarios de un crimen. Confesaba. Sería en su casa, sobre la propia cama de Juan, ¿qué sitio más seguro? Luego el fuego se lo comería todo. Pero ustedes han llegado antes que el olvido. Los sicarios no cobrarían, sino que pagarían por haber prestado oídos a un cruel contrato. Margarita se derrumbó al encontrar la policía la caja de herramientas donde estaba una de las armas del crimen.
Margarita Jimeno Hernández
Última actualización: 25 de agosto de 2016
Datos extraídos del libro Mujeres letales (Temas de Hoy, 2004) de Manuel Marlasca y Luis Rendueles.
Margarita Jimeno estaba cansada de las infidelidades de su marido, Juan Galán. Su vida se había convertido en una sucesión de broncas, gritos y desavenencias, sobre todo desde que la mujer tuvo constancia, gracias a la ayuda de un detective, que su esposo la engañaba.
Margarita Jimeno y Juan Galán se casaron el 3 de febrero de 1979 en Salamanca. Los últimos años de matrimonio habían sido un tormento para ella y sus hijos, especialmente desde que, cuatro años antes del asesinato, la pareja se había marchado a vivir de Salamanca a Alicante.
Hacía tan sólo dos meses que se habían mudado de piso. Anteriormente, la pareja vivía en la avenida de Alcoy, donde también vivía Juana, una joven de veintiséis años que mantenía una relación secreta con Juan.
A finales de 1998, Margarita habló del asunto con su marido y le pidió que dejara a esa mujer. Al principio, Juan negó que existiera tal relación, pero Margarita le refirió sus encuentros con pelos y señales. Ella sabía que se veían en El Palmeral y en el piso de un amigo de su marido. Además, tenía una cinta de vídeo en la que se veía a la pareja besándose y restregándose.
Abrumado, Juan reconoció la relación con Juana y prometió a su mujer que todo iba a cambiar. Sin embargo, los buenos propósitos duraron poco, ya que desde el mes de octubre de 1998, en el que Margarita confirmó sus sospechas, hasta febrero de 1999, el marido siguió viéndose con su amante, incluso con mayor asiduidad.
En realidad, Juana era la última mujer de una larga lista de conquistas que se inició poco después de la boda. Juan Galán era un donjuán y colmaba a sus amantes de regalos caros y cenas en buenos restaurantes. Sin embargo, estas atenciones eran para todas, menos para su mujer, a quien lo más cariñoso que le decía en los últimos tiempos era: «Mira, así vas a acabar tú…», cuando salía alguna noticia en la televisión que hacía referencia a la muerte de alguna mujer a manos de su pareja.
La noche del crimen, la hija de Margarita, Belén, de dieciséis años, dormía plácidamente en su habitación, y su hijo mayor, Juan Alberto, de diecinueve años, estaba en la casa del padre de Margarita, un jubilado que pasaba largas temporadas en Alicante.
«Quedaron citados para que Francisco y Moisés estuvieran en el portal de la casa a las 3.30 horas del 9 de febrero. Al quedarse Margarita dormida, bajó al portal sobre las 5.00 horas y observó que Francisco y Moisés se encontraban junto a la puerta del edificio, que abrió para que los dos citados entraran, y una vez en el interior del edificio les condujo hacia su casa abriendo la puerta de la misma, indicándoles la habitación en la que dormía su marido, Juan Galán Andrada, retirándose a continuación a la habitación donde dormía su hija Belén.» (Apartado de hechos probados de la sentencia número 12 del Tribunal del Jurado, dictada en Alicante el 20 de diciembre de 2002.)
El 10 de febrero de 1999, dos policías de la patrulla Golf 20, adscritos a la comisaría norte de Alicante, encontraron en una casa en ruinas cercana a la pedanía de Villafranqueza, el cadáver de una persona quemada. Los agentes comunicaron el hallazgo, y pocos minutos después, varios funcionarios del Grupo de Homicidios de la Brigada Provincial de Policía Judicial de Alicante se desplazaron al lugar de los hechos.
«Se personó en el lugar indicado, zona de descampado, en la pedanía de Villafranqueza, paraje rural, junto a una casa en ruinoso estado, conocida al parecer como casa de les festetes, y allí, al lado mismo de unas paredes y sobre un gran montón de escombros, colocado transversalmente y en posición decúbito supino con la cabeza orientada hacia la parte más alta del montículo, se hallaba, todavía humeante el cuerpo en estado de gran carbonización de lo que parecía ser un individuo varón, con las piernas abiertas y ligeramente flexionadas, rostro irreconocible, siendo evidente que la gran calcinación había afectado con más magnitud a la zona del tronco y las extremidades superiores, siendo las manos y brazos unos muñones muy carbonizados.» (Diligencias 4.041 del Grupo de Homicidios de la Brigada Provincial de Policía Judicial de Alicante.)
El cadáver estaba sin documentación y tenía la práctica totalidad de sus ropas quemadas. El asesino lo había rociado con un líquido inflamable antes de prenderle fuego. Las extremidades inferiores eran lo único que hacía pensar que aquello había sido un cuerpo humano, pues no había rostro, ni cabellos, ni manos. Los restos de unos calcetines de color negro que estaban adheridos a los pies eran las únicas prendas que se habían salvado de las llamas.
Tras retirar el cuerpo y llevarlo al depósito, los agentes encontraron un trozo de cortina de color beis, doce ganchos metálicos de cortina, varios pedazos de plástico que parecían ser bolsas de basura y la tapa metálica de la caja de un reloj con la siguiente inscripción: «CASIO. Assembled in Korea. 588 AE-20W, stainless steel back water resistant».
La autopsia confirmó que se trataba de un asesinato:
«El proceso combustivo no ha podido destruir la región cefálica, en la que se aprecian hallazgos traumáticos (fracturas craneales y hemorragias intracraneales) compatibles como causa fundamental de la muerte. Dos de las fracturas, que presentan hundimiento, mantienen igual forma y dimensiones parecidas, valorándose producidas por un instrumento contundente tipo martillo.» (Informe de autopsia. 11 de febrero de 1999.)
Una vez cometido el asesinato, Margarita despertó a su hija a las siete de la mañana y las dos se fueron al domicilio del abuelo, donde dormía el hijo mayor, Juan Alberto. Además, llamó a su compañera María Jesús para pedirle que acudiese al hotel Mío Cid en su lugar, ya que ella no podía ir a trabajar porque tenía que resolver un problema personal.
Aquella mañana, Margarita y sus hijos estuvieron en la casa del abuelo; comieron en el Kentucky Fried Chicken de la rambla Méndez Núñez y después Belén y Juan Alberto se fueron cada uno con sus amigos.
«El miércoles, 10 de febrero Margarita quedó con los otros dos procesados para sacar el cadáver. Para ello subieron desde el garaje a través del ascensor un carrito de la compra de Mercadona que introdujeron en el interior de la casa y entre los tres colocaron el cadáver dentro, volviendo a coger el ascensor y bajando hasta el garaje donde entre los tres lo introdujeron en el maletero del Seat Córdoba de color azul A-6183-DM propiedad de la familia, siendo conducido por Margarita hasta salir del edificio.» (Apartado de hechos probados de la sentencia número 12 del Tribunal del Jurado, dictada en Alicante el 20 de diciembre de 2002.)
Margarita regresó a su casa, entró en la habitación e introdujo la colcha, la manta, las sábanas, la almohada y el edredón en bolsas de basura, así como los zapatos, la camisa y los pantalones que vestía Juan Galán en sus últimas horas. Después tiró las bolsas en varios contenedores situados cerca de la casa. Al volver a la habitación, cogió un cepillo de dientes y empezó a frotar las paredes y el suelo, cubiertas de sangre seca. Llegada la noche, arrojó el colchón a la basura.
La parricida debía seis millones de pesetas a sus cómplices y le pidió el dinero a su padre, Manuel Jimeno, argumentándole que su marido había desaparecido y que había recibido unas llamadas en las que unos individuos le exigían que pagara esa cantidad de dinero si no quería que sus hijos fueran asesinados. Margarita explicó a su padre que creía que Juan Galán estaba detrás de todo y que quería chantajearle.
Así las cosas, Margarita y Manuel Jimeno acudieron el 15 de febrero de 1999 a una oficina del BBVA y le dijeron al director que necesitaban un crédito personal de seis millones de pesetas para hacer frente a unos pagos y arreglar la casa que Margarita y su esposo acababan de adquirir.
Tres días después, Manuel acudió a la entidad para retirar una parte del dinero y se sinceró con el banquero.
«Se recibe comunicación del director del Banco Bilbao Vizcaya, sucursal de la calle Maestro Alonso, informando de que en dicha entidad se hallaba una persona que iba a efectuar un reintegro de tres millones de pesetas para realizar un pago exigido bajo amenazas de muerte a su hija o nietos y que dicha persona pensaba que esos dos individuos desconocidos que habrían realizado las amenazas por teléfono podían ser mandados por el marido de su hija, que unos días antes había abandonado el domicilio. Que inmediatamente se trasladaron a la entidad referida funcionarios del Grupo de Homicidios de esta comisaría.» (Diligencias 5.305 del Grupo de Homicidios de la Brigada Provincial de Policía Judicial de Alicante.)
Margarita tenía pensado hacer una primera entrega de tres millones de pesetas el 18 de febrero de 1999. Por ello, le dijo a la encargada del hotel Mío Cid, donde trabajaba como limpiadora, que tenía que salir para firmar unos papeles en el banco. La mujer llegó a su casa alrededor de las 11.30, donde le esperaba su padre con el dinero, el cual debía llevar a un bar de la zona de Los Ángeles. Sin embargo, Manuel Jimeno estaba acompañado de unos policías, que se mostraron dispuestos a ayudarles ante aquella situación.
Tras una serie de preguntas sobre la desaparición de Juan Galán, el jefe de Homicidios tuvo la certeza de que el cuerpo calcinado de Villafranqueza ya tenía nombre. Sobre todo, cuando Margarita describió a los agentes el reloj de pulsera de plástico marca Casio que había comprado hacía unos meses.
«Que ese mismo día esta instrucción en compañía de Margarita se personó en la relojería Campoamor y el propietario de la misma reconoció a Margarita, recordando perfectamente el tipo de reloj que le había vendido unos tres meses antes y mostrando uno del mismo modelo que tenía en el expositor para su venta, que fue también reconocido por Margarita, obteniéndose una fotografía del mismo y comprobando in situ que las inscripciones que figuraban en la caja metálica del reloj coincidían plenamente con las que figuraban en la chapa metálica hallada durante la inspección ocular realizada en los restos calcinados al día siguiente del levantamiento del cadáver.» (Diligencias 5.305 del Grupo de Homicidios de la Brigada Provincial de Policía Judicial de Alicante.)
La Policía, que en ningún momento comunicó sus certezas sobre el cadáver calcinado de Villafranqueza a Margarita, trabajó principalmente en dos vías de investigación. La primera estaba relacionada con el entorno de Juana, la amante de Juan Galán, y la segunda con el de la familia de la víctima.
«Que se realizaron gestiones en la empresa donde trabajaba Margarita Jimeno, hotel Mío Cid, donde informaron que los días 9 y 10 de los corrientes Margarita no había ido a trabajar, pues el día 9 le había hecho el turno su compañera María Jesús y el día 10 había llamado por teléfono para informar de que no iría a trabajar porque su hijo se encontraba enfermo.» (Diligencias 5.305 del Grupo de Homicidios de la Brigada Provincial de Policía Judicial de Alicante.)
El 24 de febrero de 1999, Margarita se encontró en su casa a su hijo Juan Alberto en compañía de unos cuantos policías. El jefe de Homicidios sabía que la mujer no les había contado que no había ido a trabajar el día de la desaparición de Juan Galán ni tampoco el siguiente. Además, su hijo había confesado a los agentes que él no se había puesto enfermo en los últimos días. Estas informaciones fueron suficientes para iniciar el registro de la vivienda.
«En el dormitorio se extrae parte de una funda de uno de los lados del colchón, funda que presenta diferentes manchas y restregones… En una caja de herramientas se hallan un martillo tipo zapatero, tres rollos de cinta aislante… Falta una cortina y ésa que falta coincide, según Margarita Jimeno, con el trozo de cortina beis que le es mostrado… Debajo de la ventana se observan algunos restregones que rompen el dibujo.» (Acta de entrada y registro en el domicilio de Margarita Jimeno. 24 de febrero de 1999.)
La parricida había caído en la trampa. Los agentes le enseñaron un trozo de cortina sin decirle que la habían hallado junto al cadáver y ella dijo que sí, que era igual que las que tenía en la vivienda.
Antes de ser oficialmente detenida, Margarita se derrumbó y reveló algunos detalles del asesinato, incluyendo varias referencias a los dos jóvenes que habían dado muerte a su marido.
Tras ser detenido, Moisés Macía se negó a declarar ante la Policía. En cambio, su amigo Francisco Leonardo García decidió prestar declaración al mediodía del 26 de febrero de 1999.
«Que hará unos dos meses Margarita se puso en contacto con el amigo del declarante llamado Moisés Macía Vega, Moe, diciéndole que su marido, Juan Galán, no la dejaba vivir y que con su carácter le estaba haciendo la vida imposible, proponiéndole a Moe que matara a su marido y le hiciera desaparecer a cambio de todo el dinero que pudiera pedir… Posteriormente Moe se puso en contacto con el declarante y le propone que le ayude a cumplir el encargo que le había solicitado Margarita… Moe fue a casa de Margarita entregándole a esta unas cápsulas blancas y un pequeño bote líquido con la finalidad de producirle a Juan un fuerte sueño… Que el declarante y Moe cogieron un martillo cada uno y acto seguido se fueron andando por el pasillo en dirección al dormitorio donde estaba durmiendo Juan… Que Moe se abalanzó sobre Juan y le golpeó en la cabeza fuertemente con el martillo y al pensar que ya lo habían matado, puesto que Juan al ser golpeado no hizo movimiento alguno, salieron al pasillo comunicando a Margarita que ya estaba hecho, dando a entender que ya lo habían matado… En ese momento escuchan unos gemidos de Juan y Margarita se asusta mucho y les dice muy nerviosa «hacedlo, hacedlo», por lo que el dicente y Moe volvieron al dormitorio de Juan… Al entrar ven a Juan que continuaba gimiendo e intentaba incorporarse en la cama, con medio cuerpo ya levantado, es decir, sentado en la cama intentando ponerse en pie, y Moe le propina diversos martillazos a la vez que el dicente le dice «para ya, para ya»…» (Declaración de Francisco Leonardo García Moreno ante la policía. 26 de febrero de 1999.)
El 14 de junio de 2000, el Tribunal de Jurado dictó sentencia, señalando que Margarita había actuado en solitario y que sólo había contado con la colaboración de Francisco Leonardo para deshacerse del cuerpo. Por ello, la justicia condenó a la mujer a dieciséis años de prisión, a Francisco a un año y Moisés fue absuelto. Sin embargo, el fallo del jurado fue recurrido tanto por el fiscal como por la acusación particular, y nueve meses después, el juicio y el fallo fueron anulados por el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, declarando así la nulidad del juicio, del veredicto y de la sentencia, y ordenando la repetición del juicio.
Margarita Jimeno, Francisco Leonardo García y Moisés Macía fueron condenados a veintitrés años de prisión.