Marcel Petiot
  • Clasificación: Asesino en serie
  • Características: Envenenador - Robos
  • Número de víctimas: 27 +
  • Fecha del crimen: 1942 - 1944
  • Fecha de detención: 31 de octubre de 1944
  • Fecha de nacimiento: 17 de enero de 1897
  • Perfil de la víctima: Hombres y mujeres
  • Método del crimen: Veneno
  • Lugar: París, Francia
  • Estado: Ejecutado en la guillotina el 25 de mayo de 1946
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Marcel Petiot

Alain Monestier – Los grandes casos criminales

La cámara de gas de la calle Lesueur

El infernal doctor en medicina también era un maestro del humor negro. Hizo reír mucho haciendo al Tribunal los honores de su casa de matar.

El 11 de marzo de 1944, dos vagabundos penetran en un hotel particular ubicado en el n.º 21 de la calle Lesueur. Hace un frío intenso y los dos hombres quieren simplemente encontrar un sitio donde calentarse un poco. No son ladrones.

Unas horas más tarde, el timbre del teléfono suena en el puesto de guardia del cuartel de bomberos del barrio. Un vecino de la calle Lesueur señala que un humo sospechoso, negruzco y nauseabundo, sale de la chimenea del edificio: «El olor es repugnante», precisa, «¡dense prisas» La alarma está dada y, en pocos minutos, un camión de la brigada, con las sirenas aullando, se detiene delante de la casa. Los hombres se apean, echan la puerta abajo, recorren el lugar.

He aquí un extracto del informe que el cabo escribió,. la noche misma, a sus superiores: «Guiado por el olor, bajé al sótano, cerca del calorífero, donde descubrí restos humanos y una caldera encendida zumbando fuertemente, en la cual se chamuscaba carne humana. En aquel momento, me llamó la atención una mano humana en el extremo de un brazo descarnado, sobresaliendo de un montón de restos humanos.» ¡El castillo de Barba Azul!

Continuando su investigación, los bomberos visitan metódicamente todas las habitaciones de la casa. Y encuentran primero a los dos vagabundos. Los desdichados están muertos. Por accidente: seguramente al querer encender la caldera han prendido fuego a sus ropas. Tienen la carne chamuscada en varias partes.

Un extraño médico

Los bomberos, cada vez más estupefactos, siguen con su inspección. Acompañados por los policías, cuya ayuda, naturalmente, ha sido requerida, descubren las instalaciones de este extraño despacho médico: un despacho triangular cuyas dobles puertas están provistas de ventanillas y cuyo enmaderado oculta cuidadosamente unos faroles de gas; una bodega -demoníaco laboratorio de anatomía- donde están esparcidos, aquí y allá, trozos de cadáveres cortados; un foso, lleno de cal viva, donde termina de descomponerse un amontonamiento de osamentas humanas; un vestuario lúgubre, finalmente, donde se apilan baúles, maletas, sacos. .., todos los efectos de las desgraciadas víctimas.

En resumen, es un castillo de suplicios, un auténtico templo del horror, y los policías sienten náuseas ante ese espectáculo aterrador.

Por supuesto, el dueño de la casa está ausente. La única señal de vida de ese decorado infernal es la caldera que zumba reduciendo a cenizas restos de manos, de pies, de brazos… La casa está vacía.

La investigación revela pronto la identidad del propietario. Se trata de un doctor en medicina llamado Marcel Petiot. Es conocido por los servicios de policía, pues ya ha tenido que habérselas con la justicia por un montón de pequeños robos.

El 4 de abril de 1936, había sido arrestado por haber sustraído un libro de 25 francos del escaparate de la librería Gibert, en el bulevar SaintMichel; juzgado como perturbado, no ha sido condenado, pero ha sido objeto de una medida de internamiento en un servicio psiquiátrico del sanatorio de Ivry. Unos meses después, es convicto de haber robado corriente eléctrica pinchando agujas en los cables; le condenan a una fuerte multa. En el mes de febrero de 1942, finalmente, le infligen una pena de un año de cárcel con sobreseimiento por haber entregado recetas médicas de favor.

En resumidas cuentas, el Dr. Petiot está fichado, pero sólo como pequeño delincuente sin envergadura y sujeto a «algunos trastornos mentales». Por lo demás, es un hombre como todo el mundo, y sabe de tal modo darse una apariencia respetable y tranquilizadora que hasta su mujer -pues está casado- será la primera sorprendida al conocer la horrible verdad.

¿Petiot el resistente?

En aquella época turbulenta de la Liberación, Francia está sumida en una espantosa anarquía. Cada día se ven multiplicarse las ejecuciones sumarias, las detenciones arbitrarias. La policía está desorganizada y es impotente. Tiene demasiado que hacer ara dedicarse a la búsqueda le un vulgar delincuente común. Y es sólo siete meses después del descubrimiento del osario de la calle Lesueur cuando echa por fin el guante al criminal. Y eso sin mucho mérito, pues es el mismo Petiot quien, con gran inconsciencia, irá a meterse en la boca del lobo. Un artículo titulado «Petiot, soldado del Reich» y publicado el 17 de septiembre de 1945 en el periódico Résistance le hace bruscamente salir de la sombra. En él acusan al criminal de la calle Lesueur de haber colaborado.

Petiot no puede soportar la afrenta; escribe a la redacción del periódico para reclamar indemnización: « … En virtud de la ley», dice, «dispongo del derecho de respuesta y le exijo que inserte mi carta … », y adjunta efectivamente una carta loca en la que pretende ser una víctima de la Gestapo y haber participado «todo lo que podía en la lucha de la Resistencia».

Los servicios de seguridad de la Francia libre se ponen inmediatamente en busca de ese corresponsal. El 31 de octubre, en el metro Saint-Mandé, Petiot es arrestado. Cubierto de galones dorados, va cinchado en un uniforme de las F.F.I. (Fuerzas Francesas del Interior), y declara sin pestañear «ser un gran resistente, pertenecer a la red FlyTox y haber hecho desaparecer sólo a enemigos de la patria». Incluso añade, con un increíble aplomo: «Si salgo hoy de la sombra, es para poner fin a las odiosas calumnias que corren acerca de mí.»

La idea es ingeniosa. Los falsos resistentes que tratan de inventarse un pasado glorioso propicio para hacer olvidar actividades crapulosas son numerosos. La treta podría funcionar; y con más razón cuando a partir de ahora Petiot forma realmente parte de la Resistencia. Con el falso nombre de Henri Wetterwald, y poniéndose el nombre de guerra de Valéry, ha conseguido hacerse alistar en el cuartel de Reuilly como instructor de la seguridad militar. Tiene ahora el grado de capitán. A pesar de su firmeza, a los policías les cuesta creerle; continúan sus búsquedas, lo atosigan con preguntas. Pronto es inculpado.

Un asesino exhibicionista

Como puede imaginarse, su juicio apasiona a toda Francia. Es un juicio interminable, objeto de dieciséis audiencias; lleva al estrado a unos noventa testigos.

La investigación ha podido establecer con certeza la responsabilidad del doctor en veintisiete asesinatos. Por su parte, Petiot, que entretanto ha abandonado la teoría según la cual era «un gran resistente», reivindica nada menos que sesenta y tres -cifra que, por otra parte, parece perfectamente verosímil.

Para la quinta audiencia de ese juicio espectacular, el Tribunal al completo se traslada a los lugares del crimen. Se asiste entonces a una de las jornadas más memorables de la historia de la justicia francesa. Aquel día, por una increíble negligencia, las fuerzas del orden no han pensado en prohibir al público el acceso al inmueble. Una multitud de periodistas y de simples curiosos hacen irrupción, y todos pueden con absoluta libertad visitar estas altas esferas del horror y asistir a la reconstrucción. Petiot está encantado, tiene un público a su medida.

Y se excede. Con una exquisita cortesía y un sentido perfecto del humor negro, hace los honores de la casa; muestra su despacho de consultas, explica- el funcionamiento de las ventanillas visuales gracias a las cuales podía vigilar la agonía de sus víctimas, el manejo de las manecillas de gas que le permitían asfixiarlas sin que sospecharan nada. Ante los espectadores divertidos, indica como se las arreglaba para hacer desaparecer los cuerpos de sus «clientes». Enumera su identidad; hace de ellos unos «enemigos de la patria»: son resistentes o judíos perseguidos por la Gestapo, que atraía a su casa prometiéndoles hacerles pasar a zona libre tras haberles recomendado, naturalmente, que trajeran en su equipaje todo el dinero y los objetos de valor posibles.

Y relatando todos esos horrores, Petiot bromea, ríe y, peor aún, también hace reír mucho a los curiosos.

El Dr. Petiot es condenado a muerte. Es guillotinado el 26 de mayo de 1946. Antes de subir al patíbulo fuma un último cigarro, cuya colilla se apresura a recoger el guardia para conservarla como recuerdo o amuleto. Luego, se acerca a la máquina bromeando y tranquilizando al abogado general, quien parece estar visiblemente «demasiado emocionado».

– Las ventanillas visuales. Los aficionados a las reliquias podrán admirar las ventanillas visuales fabricadas por Petiot; están cuidadosamente conservadas bajo vitrina en el museo de la Comisaría General de Policía de Francia.

– Un asesino suicida. Los psiquiatras explicaron el comportamiento de Petiot afirmando que su afición a la delincuencia iba a la par con un instinto suicida. El placer de asistir a la muerte de los demás se acompañaba de un deseo de darse a sí mismo muerte, tal y como lo manifestó su exhibicionismo criminal en el momento del juicio.

– «Un buen recuerdo». Al ir al patíbulo, Petiot pronunció esta última frase: «Se lo ruego, no miren. Me temo que no será muy bonito. Quisiera que guardaran de mí un buen recuerdo».

– El 27 de mayo de 1946, el periódico Libération Soir anunció en estos términos la ejecución de Petiot: «En el patio de la Santé, protegido por un enorme servicio de orden, la cabeza de Petiot ha caído esta mañana. ‘Señores, estoy a su disposición’, dijo con calma cuando fueron a despertarle. Luego caminó hasta el suplicio».


Doctor Marcel Petiot

Brian Lane – Los carniceros

Alias «Doctor Muerte»

Tenía que acabar. Los residentes de la Rue Lesueur, del elegante distrito parisino de L’Étoile, ya estaban hartos de aguantar aquello.

Nadie podía recordar la primera ocasión en que la chimenea del doctor Petiot había dejado escapar una maloliente y grasienta humareda negra, pero los vecinos estaban decididos a que ésta fuese la última vez. El 11 de marzo de 1944 llamaron a la policía para que investigara y los agentes no tuvieron más remedio que dar la razón a los vecinos: el olor era horrible.

Clavada en la puerta de la casa había una tarjeta dirigida a los posibles visitantes de Petiot indicándoles que acudieran a su consulta del número 66 de la Rue Caumartin y, como las instrucciones también ofrecían un número de teléfono, el doctor fue avisado inmediatamente.

A esas alturas la situación en la Rue Lesueur ya estaba empezando a resultar incontrolable. La chimenea, que hasta aquel momento sólo había sido una molestia, estaba amenazando con convertirse en un serio riesgo de incendio, y el humo pestilente que brotaba de ella iba acompañado por chorros de chispas carmesíes. Los agentes comprendieron que todo el interior de la chimenea debía estar en llamas y avisaron a los bomberos, quienes lograron entrar en la casa a través del sótano. La retaguardia policial que les siguió no sólo descubrió la causa del humo, sino la razón de que oliera tan mal: el combustible que alimentaba la caldera consistía en un montón de cuerpos desmembrados.

El doctor Marcel Petiot escogió aquel momento para hacer su entrada en escena y explicó con una leve sombra de orgullo que sí, que aquellos eran «sus» cadáveres. 0, mejor dicho, eran los restos de colaboracionistas pro-nazis que habían sido asesinados por la Resistencia francesa y confiados a su custodia para que se deshiciera de ellos.

Quizá haya que buscar la explicación en el patriotismo típico de un período bélico, pero el caso es que los agentes aceptaron la más bien inverosímil explicación dada por Petiot, y el doctor fue dejado en libertad con unas palmaditas de felicitación en la espalda.

Marcel y la señora Petiot obraron con prudencia y abandonaron el número 66 de la Rue Caumartin acompañados por su hijo de diecisiete años.

Uno de los fenómenos más interesantes que rodean al crimen es que pocos criminales «exitosos» se hallan totalmente libres de una arrogancia que parece obligarles a atraer la atención sobre sus personas. Esto es totalmente cierto en el caso de Marcel Petiot, y acabó poniendo su cabeza bajo la guillotina.

Después de la caída de París, los periódicos empezaron a buscar algo con que sustituir los partes de guerra, y el caso de los cadáveres encontrados en el sótano recibió por fin toda la publicidad que se merecía.

Petiot -que aparentemente era incapaz de dejar que las cosas se fueran calmando por sí solas- se embarcó en una correspondencia con la revista Resistance informando a sus redactores de que había sido miembro de la Resistencia (en realidad se había unido a las Fuerzas Libres Francesas hacía tan solo seis semanas) y -alterando toda su historia anterior- afirmó que los cadáveres encontrados en la Rue Lesueur habían sido transportados hasta allí por la Gestapo. Eso dio a la policía una oportunidad de reabrir el caso, oportunidad que fue acogida con el máximo entusiasmo. Los agentes encargados de la investigación necesitaron muy poco tiempo para identificar la letra de la carta firmada «Capitán Henry Valery» como perteneciente al hombre que les era más conocido con el nombre de doctor Marcel Petiot, quien fue arrestado el 2 de noviembre de 1944.

Durante los primeros días de su detención Petiot confesó haber matado a nada menos que 63 personas aunque -al igual que los 27 cadáveres encontrados en el sótano-, se suponía que la inmensa mayoría habían sido soldados alemanes.

Su juicio dio comienzo en el Tribunal del Sena el 15 de marzo de 1945, y con él empezó a emerger una imagen más precisa y completa de Petiot, quien no era el valeroso luchador clandestino por la libertad que había afirmado ser (aunque, si hemos de ser justos, sus afirmaciones contenían cierta parte de verdad), sino un criminal implacable y totalmente degenerado.

El joven Petiot era incapaz de mantener las manos alejadas de las propiedades ajenas, pero sus robos siempre habían pertenecido a la especie más baja: cuando estaba en la escuela robaba a sus compañeros de clase, y acabó graduándose en el robo de buzones. Mientras servía en el ejército durante la primera guerra mundial se inició en la despreciable práctica de robar los medicamentos tan desesperadamente necesarios en un hospital de campaña para venderlos en el mercado negro; e incluso cuando se le confió la honrosa autoridad cívica de Alcalde de Villeneuve encontró imposible resistir la tentación de echar mano a los fondos municipales. Pero ahora no se le juzgaba por un simple robo. El doctor Petiot se enfrentaba a la increíble cifra de 27 acusaciones separadas de asesinato; 27 vidas que habían llegado a su fin en la casa de la muerte de la Rue Lesueur…

El tribunal escuchó entre perplejo y horrorizado las evidencias de los descubrimientos hechos por la policía en el 21 de la Rue Lesueur. Dejando aparte el espantoso espectáculo de aquella carnicería con cuerpos en todas las etapas del desmembramiento imaginables, el sótano contenía incontables fragmentos de huesos humanos y casi 150 kilos de tejido corporal calcinado. En la casa había una cámara a prueba de sonidos con una mirilla en la puerta. La acusación presentó la teoría de que su propósito era distraer al sádico doctor, permitiéndole ver cómo sus víctimas se retorcían durante la agonía producida por sus inyecciones letales.

El registro rutinario de un cobertizo reveló todavía más horrores: los agentes encontraron un montón de cadáveres y trozos de cadáver disolviéndose en un pozo de cal viva, y se encontró otro pozo similar en el establo. El profesor Henri Griffon, director del laboratorio de toxicología de la policía, examinó aquellos restos saturados de cal viva y, en una notable muestra de moderación verbal, comentó que «emitían un olor muy acre y desagradable».

La acusación afirmó que Petiot había atraído a judíos ricos a la Rue Lesueur con el pretexto de que les ayudaría a escapar de las fuerzas alemanas de ocupación…, ¡pero todo empezaba a indicar que los alemanes habían encontrado un digno competidor en el doctor Petiot!

Los refugiados se presentaban llevando consigo todo el dinero en efectivo y objetos de valor que poseían, y Petiot les aliviaba de esa carga antes de poner fin a sus ahora incómodas existencias. El sótano de la casa de la muerte contaba el resto de la historia.

Pero aún había otra evidencia más conmovedora que turbaría las mentes de un jurado ya atónito y horrorizado. En junio de 1943 el doctor Petiot fue visto sacando un gran número de maletas del número 21 de la Rue Lesucur y cargándolas en un camión conducido por su hermano. La policía siguió la pista de las 47 maletas hasta una casa de Villeneuve y se descubrió que contenían la increíble cantidad de 1.691 prendas de vestir, incluyendo 29 trajes de caballero, 79 vestidos de mujer y 5 abrigos de piel. Todas las señales identificatorias habían sido concienzudamente eliminadas.

En cuanto a la conducta del prisionero en el estrado, proporcionó la diversión esperada por la siempre repleta galería del público. Petiot se mostró alternativamente insultante, violento, ingenioso y sarcástico, y mientras era interrogado mantuvo que había sido un buen patriota y resistente que trabajaba en la sombra intentando librar a su madre patria de la despreciada Gestapo. Cuando se le pidió alguna prueba que corroborara aquella fantástica teoría, Petiot se negó en redondo a hablar, diciendo que revelar nombres y detalles demostraría una falta de principios indigna de él. Aun suponiendo que ello fuese cierto, no era óbice para que algún otro luchador por la libertad se ofreciera voluntariamente a dar información que pudiese hablar en su favor; pero nadie lo hizo.

Al final de tres semanas de un juicio que había pasado por períodos de gran tensión, el jurado declaró a Marcel Petiot culpable de 24 de las 27 acusaciones de asesinato que figuraban en el acta de procesamiento. El 26 de mayo de 1946 el «Doctor Muerte» fue sacado de su celda en la prisión de la Santé y colocado bajo la temible estructura de la guillotina. Cuando se le negó el permiso para hacer sus necesidades Petiot replicó con la típica despreocupación de que había dado muestra hasta entonces. Sus últimas palabras fueron: «Bueno, cuando emprendes un viaje te llevas contigo todo tu equipaje.»


Marcel Petiot

Última actualización: 16 de marzo de 2015

Después del arresto, ocurrido en París en 1944, el doctor Marcel Petiot confesó voluntariamente haber cometido varios asesinatos. En opinión de la policía, se trataba de un asesino de masas insensible e inteligente que mataba en beneficio propio. Pero Petiot declaró que era un patriota en tiempo de guerra, ejecutor solamente de «traidores y alemanes».

EL HALLAZGO – Carnicería en la calle Le Sueur

El espeluznante hallazgo de una casa repleta de restos humanos puso a la policía francesa sobre la pista de uno de los criminales más extraños del siglo, quien demostraría ser además una presa escurridiza. La tarde del 11 de marzo de 1944 la paciencia de la señora Andrée Marcais llegó a su límite. Durante los últimos cinco días la chimenea del edificio de enfrente no había dejado de despedir una nube de humo denso y negruzco que llenaba toda la calle con su pestilencia. Cuando el viento cambió de dirección, el humo comenzó a invadir el apartamento de los Marcais, situado en la quinta planta del número 22 de la calle Le Sueur.

La señora Marcais abordó a Jacques, su marido, en cuanto éste regresó del trabajo, y le rogó que tomara cartas en el asunto -después de todo, no era el tipo de incidente que uno esperaba que sucediera en el 16º arrondissement de París-. Pero Jacques Marcais no estaba dispuesto a organizar ningún alboroto. Estaban en tiempo de guerra y la ciudad se hallaba ocupada por los alemanes desde hacía casi cuatro años. Las parejas respetables de mediana edad como los Marcais no mantenían grandes contactos con sus opresores; los sucesos extraños, pues, no eran nada nuevo. Aunque la gente pagaría cara su falta de curiosidad.

Por fin, el señor Marcais accedió a investigar y cruzó la calle en dirección al número 21, un grande y otrora elegante edificio que hoy en día mostraba las señales de medio siglo de descuido. Las pesadas puertas de madera parecían firmemente atrancadas, pero en ellas se hallaba clavada una nota, escrita a mano, que decía: «Ausente durante un mes. Remitan la correspondencia a la calle del Lombards n.º 19, Auxerre».

Marcais llamó a la policía y a los pocos minutos, entraron en escena dos agentes de uniforme. Después de probar todas las ventanas y puertas, interrogaron al portero de la casa vecina y se enteraron de que el propietario del nº 21 era una tal Marcel Petiot, del nº 66 de la calle Caumartin, a un kilómetro al otro lado de la ciudad. El portero disponía incluso de su número de teléfono: Pigalle 77.11.

Uno de los policías entró en el cercano café «Cocodrilo» para telefonear: la llamada fue atendida por una voz femenina que se identificó a sí misma como la señora Petiot. El agente explicó lo que pasaba y pidió hablar con su esposo; cuando éste acudió al aparato, preguntó, como de pasada, si alguien había entrado en el edificio. Al contestarle negativamente, Petiot le suplicó que no hiciera nada y prometió reunirse con él en quince minutos.

Pasó media hora y no llegó nadie, así que lo oficiales avisaron a los bomberos, quienes forzaron una ventana del segundo piso para introducirse en el edificio. A los pocos minutos la puerta principal se abrió desde dentro y un grupo de bomberos salió a la calle tambaleándose; sus caras estaban pálidas a causa de la impresión. Uno de ellos vomitó en la misma pared de la casa; otro se dirigió vacilante hacia los sorprendidos agentes y con voz entrecortado y desfallecida les anunció: «Caballeros, creo que ahí dentro tienen ustedes trabajo.»

El origen del humo resultó ser un par de hornillos colocados en el sótano del edificio en los que ardía leña; por la puerta entreabierta de uno de ellos asomaba lo que parecía ser una mano de mujer. Todo el sótano se hallaba cubierto de restos humanos, incluidos dos esqueletos prácticamente completos, varias calaveras, una cabeza en descomposición y unos cuantos montones de carne irreconocible. Los cadáveres, o lo que de ellos quedaba, estaban por todas partes.

Uno de los agentes, Teyssier, salió inmediatamente a llamar a sus superiores desde «El Cocodrilo». A su regreso un hombre montado en bicicleta le saludó. Era de mediana estatura, llevaba un abrigo gris y debía contar, en opinión de Teyssier, unos cuarenta años. Sus ojos escrutadores se clavaron en el policía.

El desconocido parecía nervioso por el hecho de hallar abiertas las puertas del n.9 21; se acercó al agente y le informó en tono confidencial que él era el hermano del propietario. Le condujeron hasta el sótano y, tras echar una ojeada al terrible espectáculo, exclamó: «Esto es serio… Mi cabeza corre peligro.»

Teyssier y su colega salieron a la calle con el recién llegado para escapar de aquella pestilencia; entonces el hombre se apartó a un lado junto con Teyssier y le preguntó: «¿Es usted francés?» Indignado, el policía le contestó que sí y entonces quedó atónito al ser informado de que los cuerpos hallados en el sótano pertenecían a «traidores y alemanes».

El desconocido comenzó a explicarle con gran convicción que era jefe de un grupo de la Resistencia y que tenía en casa archivos que debían ser destruidos antes de que los encontrara el enemigo. ¿Qué otra razón podía haber para aquella carnicería sistemática, pensó Teyssier para sus adentros. Entonces, recordando que los refuerzos llegarían de un momento a otro, aconsejó al hombre que escapara de allí. Este montó rápidamente en su bicicleta y desapareció calle abajo. El doctor Marcel Petiot, un asesino de masas y un empedernido estafador, se acababa de burlar de él.

Se llevó a cabo un concienzudo registro del nº 21 de la calle Le Sueur. Las habitaciones superiores de la zona principal del edificio se hallaban en un estado de considerable abandono; la espesa capa de polvo que cubría los muebles confirmaba que nadie había vivido allí durante años. Detrás de la casa se extendían a lo largo del patio unas cuantas dependencias (originalmente las habitaciones de servicio), anexas al edificio principal mediante un pasadizo situado en la planta baja.

Las habitaciones de este anexo eran las únicas habitadas de toda la casa: contenían una pequeña librería y una sala de consulta médica. Junto a ésta, y unida por un corto pasillo, había un cuarto de forma triangular que media unos dos metros y medio por su lado más largo y dos por los otros dos.

Dicha habitación se hallaba vacía, a excepción hecha de ocho pesadas anillas de hierro empotradas en una de las paredes. En la parte opuesta a la puerta que conducía a la consulta había otra puerta más, que daba aparentemente a los establos cercanos, junto a ella se hallaba un timbre eléctrico. Cuando la policía intentó abrir esta segunda puerta, descubrió que era falsa y que el cable del timbre no conducía a ninguna parte.

Un registro más detallado de la habitación reveló otro objeto de interés: la mirilla de una puerta instalada en la pared que daba al pasillo. Cuando el comisario Georges Massu, quien ya había llegado a la casa para hacerse cargo de la investigación, miró a través de ella, descubrió que al nivel exacto de sus ojos se encontraban las anillas de hierro -de hecho, en la posición perfecta desde la cual contemplar la agonía de la persona (él o ella) atada a las anillas.

Mientras Massu comenzaba a sopesar el alcance de los descubrimientos, otro grupo de policías registraba el garaje contiguo a la consulta en el que encontraron un montón de cal viva de un metro de alto, bajo el que asomaban lo que parecían más restos humanos: una mandíbula y un fragmento de cuero cabelludo.

En el garaje adyacente había un antiguo pozo de estiércol cubierto con un par de gruesos adoquines. Al correrlos, descubrieron que dicho pozo contenía más cal viva y aun más restos. El hallazgo más escalofriante fue el de un saco en el que encontraron todo el lado izquierdo de un cuerpo humano sin cabeza. Evidentemente las dependencias anexas del n.º 21 de la calle Le Sueur se habían dedicado a albergar el asesinato y la eficaz destrucción de seres humanos.

Alrededor de la una y media de la madrugada siguiente, Massu había visto cuanto necesitaba y empezaba a formular su propia teoría de acuerdo con aquellos hallazgos. Al parecer, el propietario de la casa atraía a sus víctimas hasta la consulta y luego les tendía una trampa para que entraran a la cámara de la muerte o bien les aplicaba un sedante y las ataba a las anillas de la pared. Entonces les administraba una dosis letal de algo -lo más probable es que se tratara de gas o de algún veneno- y las contemplaba sádicamente a través de la mirilla mientras sufrían una lenta agonía.

Los restos hallados entre la cal viva de las construcciones adyacentes se encontraban en avanzado estado de descomposición e indicaban que ésta había sido utilizada por el asesino para hacer desaparecer los cadáveres. Pero, evidentemente, los cuerpos se habían ido acumulando con demasiada rapidez en las últimas semanas y el asesino se había visto obligado a adoptar el método, mucho más cruel, de despedazar los cadáveres en fragmentos manejables para quemarlos luego en el horno de la casa.

Justo cuando el comisario Massu se disponía a abandonar la casa de la calle Le Sueur, llegó un telegrama procedente del cuartel general en el que se le informaba que el dueño del inmueble, el doctor Marcel Petiot, era un «peligroso lunático» buscado por las autoridades alemanas y que debían arrestarlo cuanto antes. La implicación de los alemanes en el caso obligó al comisario Massu a detener su investigación, pues sugería la existencia de cuestiones políticas en las que era mejor que la policía francesa no se viera involucrada.

Esto quizás explique el porqué de la lentitud de la investigación. Cuando a la mañana siguiente la policía visitó la casa de Petiot en el n.º 66 de la calle Caumartin no hallaron en ella ni al doctor ni a su esposa, aunque de hecho él había estado allí recogiendo sus cosas tan sólo media hora antes de la llegada de los agentes. Después, en lugar de proporcionar los detalles del hombre buscado y de organizar la vigilancia en las estaciones de tren -es decir, el procedimiento habitual en aquellos casos-, los detectives se limitaron a localizar a los funcionarios del Estado responsables de la venta del inmueble a Petiot y de los albañiles encargados de construir la habitación triangular. Entre tanto, el médico había desaparecido.

El 13 de marzo el inspector jefe Marius Batut siguió la pista que proporcionaba la nota clavada en las puertas del n.º 21 de la calle Le Sueur y que le condujo hasta Auxerre, lugar de residencia de Maurice, hermano del presunto asesino. Este, de profesión técnico en reparaciones de aparatos de radio y diez años más joven que su hermano, negó conocer los hallazgos de la calle Le Sueur, que ocupaban por entonces los titulares de todos los periódicos franceses. Declaró que jamás había estado en aquella casa y que no había visto a su hermano desde el mes anterior. Batut regresó a París, nada satisfecho, después de avisar a la policía local para que vigilara la estación. A la mañana siguiente, Maurice y la mujer de Petiot, Georgette, fueron arrestados cuando tomaban el tren de París y conducidos bajo custodia al cuartel general de la policía.

Mientras contaba su historia a la policía, Georgette Petiot, una bonita mujer de treinta y nueve años, ofrecía un rostro pálido y cansado. Al día siguiente de la precipitada partida de su marido, había tomado consigo a su hijo e intentado coger un tren en Auxerre. Como no había ninguno, pasó la noche del 12 de marzo en otro edificio propiedad de su marido situado en el nº 52 de la calle Reuilly y a las nueve de la noche se había dirigido a casa de su cuñado. No podía decirles nada más. Y se desmayó.

La comprobación del relato de Georgette hizo aparecer a un importante testigo: el propietario de un hotel llamado Alicot, quien declaró conocer muy bien a Maurice Petiot, pues éste había parado en su hotel de forma regular desde 1940 cuando iba a París en viaje de negocios. Alicot recordó que en el mes de febrero Maurice había llegado con un camión en compañía de algunos obreros con el aparente propósito de entregar una pesada carga en algún lugar de la ciudad. Por una extraordinaria coincidencia, el propietario del camión -un hombre de Auxerre llamado Eustache- contactó con la policía aquel mismo día, después de haber visto la noticia en los periódicos.

Eustache confirmó que el 19 de febrero él y Maurice Petiot habían recogido unos 40 kilos de cal viva en un barrio cercano a Auxerre para entregarlo en una dirección de París que resultó ser, sorprendentemente, el n.2 21 de la calle Le Sueur. Enfrentado con esta evidencia, Maurice -que hasta entonces había admitido de mala gana haber visitado el n.º 21 para supervisar los trabajos de construcción encargados por su hermano- capituló.

En el interrogatorio que siguió Maurice reveló que en febrero le había escrito su hermano pidiéndole que se encargara del transporte de la cal destinada a acabar con una plaga de cucarachas. Más tarde, la noche del 11 de marzo, recibió una «llamada de teléfono anónima» en la que se le avisaba del descubrimiento de restos humanos en el edificio, hallazgo en el que él mismo podría resultar implicado.

El 17 de marzo Maurice Petiot fue acusado de complicidad en asesinato y enviado a prisión, donde se le interrogó repetidamente; en primer lugar, querían saber por qué había tomado parte en la reforma del edifico; y también sobre lo que vio en la calle Le Sueur. A esta pregunta Maurice contestó que nunca había visto cadáver alguno en la casa. Su respuesta a la primera pregunta parecía mas plausible: había comenzado a ayudar a su hermano, explicó, porque desde mayo de 1943 a enero de 1944 Marcel Petiot había sido prisionero de la Gestapo (la policía secreta Nazi) como sospechoso de traición.

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¿Un modelo para Maigret?

El comisario Georges Massu era un veterano en la policía. Llevaba treinta y tres años de servicio cuando le encargaron del caso Petiot. Con 3.257 detenciones a sus espaldas, había sido nombrado recientemente jefe de la Brigada Criminal de la Policía Judicial, equivalente a la Brigada Especial de Scotland Yard.

Algunos años antes Massu había entablado amistad con un joven escritor belga llamado Georges Simenon, quien andaba en busca de contactos e información para dar un fundamento real a sus novelas policiacas. Simenon se sintió fascinado por el tétrico inspector, por la riqueza de su experiencia y su instintiva capacidad para adivinar los pensamientos de los principales delincuentes franceses. A su debido tiempo comenzó a acompañar al comisario en sus investigaciones.

Después de la guerra Simenon se convirtió en un famoso creador de novelas policiacas. Eran pocas las personas que sabían que Massu era, sin duda alguna, el inspirador del detective de la pipa, Maigret.

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Inyecciones fatales

Aunque no se hallaron restos de veneno en los cadáveres de las víctimas de Petiot, era extraordinariamente sorprendente su avanzado estado de descomposición. Según las declaraciones de algunos testigos, parece que el doctor engañaba a sus víctimas haciéndoles creer que debían vacunarse por orden de las autoridades argentinas de emigración. Entonces, mientras estaban en la consulta triangular, les administraba una dosis letal de veneno, observándoles a través de la mirilla oculta para asegurarse de su muerte.

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La casa de la muerte

Tras su majestuosa fachada, el n.º 21 de la calle Le Sueur escondía una habitación con una cámara de tortura y un pozo para hacer desaparecerles restos humanos.

La calle Le Sueur era un lugar poco adecuado para las actividades de Petiot. El 16.º arrondissement de París, del cual formaba parte, era un barrio respetable y de gente adinerada cercano al centro de la ciudad. El mismo o. 21, situado junto a la famosa Place de L’ Etoile, era una magnífica mansión del siglo XIX, antiguo hogar de la princesa María Colloredo de Mansfield. Después del traslado de ésta en 1930, el edificio quedó abandonado. Marcel Petiot se limitó a utilizar las dependencias anexas para sus demenciales actividades.

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LOS ASESINATOS – Huida a ninguna parte

Las personas que intentaban huir de la Francia ocupada eran las víctimas perfectas para Petiot. Le pagaban para que les organizara la fuga y no dejaban tras de si ninguna pregunta embarazosa.

Tan pronto como el ejército alemán invadió París, Marcel Petiot comenzó a idear un plan para aprovecharse de la desgracia de los franceses. En mayo de 1941, en el transcurso de una visita realizada a una barbería, en la calle des Mathurins, alardeó ante el propietario de ésta, Raoul Fourrier, de estar en contacto con una organización dedicada a sacar refugiados de Francia clandestinamente por 25.000 francos -unos dos tercios de la renta de entonces-.

Advirtió a Fourrier que le avisara en el caso de conocer a alguien que estuviera interesado. A su debido tiempo el barbero informó de ello a su amigo Edmond Pintard -un artista de revista musical retirado que contaba entre sus muchas amistades con varios célebres miembros de los bajos fondos parisienses.

Mientras tanto, el propio Petiot había entrado en contacto con Joachim Guschinov, un judío polaco socio de un negocio de pieles situado en el n.º 69 de la calle Caumartin. Guschinov comentó con Petiot su creciente angustia ante el modo en que los alemanes trataban a la comunidad judía. El doctor, en respuesta, le informó de que lo mejor que podía hacer era huir del país lo más pronto posible y de que él, Petiot, podría arreglarle un traslado seguro a Argentina.

Guschinov se lo pensó varios meses antes de decidirse. El 2 de enero de 1942 se despidió de su mujer y salió para una cita secreta con Petiot, llevando consigo -de acuerdo con las instrucciones de éste- cinco de sus mejores abrigos de piel, cinco millones de francos en efectivo, oro y joyas, y 1.000 dólares de EE. UU. Cosidos a las hombreras de su abrigo.

La señora Guschinov no volvió a ver nunca a su marido. Dos meses después pidió noticias de su esposo a Petiot, quien le dijo que su esposo había llegado a Argentina pasando por el puerto africano de Dakar; el doctor llegó a darle incluso una carta -aparentemente escrita en el papel de cartas de un hotel de Buenos Aires- en la que le decía que había llegado sano y salvo y que pronto enviaría a buscar a su mujer para que se reuniera con él.

Guschinov fue el primero de una larga serie. Poco después de su desaparición, en febrero de 1942, Petiot fue citado ante el juez de instrucción Achille Olmi. Se le acusaba de haber recetado de forma ilegal heroína a Jean-Marc van Bever y a su novia: un adicto y una ex prostituta llamada Jeannette Gaul.

Después de varias versiones contradictorias dadas por Van Bever y Jeannette durante las cuales el doctor no dejó nunca de declararse inocente, los tres fueron puestos en libertad hasta que se celebrara el juicio. Pero el 22 de marzo Van Bever desapareció y no se volvió a saber nada de él.

A los nueve meses Jeannette Gaul, que había regresado a su antigua profesión, murió víctima del tétanos.

Coincidiendo con la desaparición de Van Bever, Petiot se vio involucrado en otro notable caso, similar al anterior, relacionado con una receta de heroína falsificada por una joven, Raymond Baudet. La receta en cuestión había sido extendida por Petiot. La madre de la Baudet, Marthe Khait, acabó mezclándose en el asunto y el doctor temió que pusiera a la policía sobre su pista. Pero antes de poder hacerlo la mujer desapareció repentinamente. Era el 25 de marzo, sólo tres días después de la desaparición de Van Bever.

A la mañana siguiente llegaron al hogar de los Khait dos notas garabateadas a toda prisa en las que se explicaba que Marthe era drogadicta desde hacía varios años y que había huido a la zona de Vichy para no perjudicar el asunto de su hija. Como todo ello parecía un tanto extraño, los expertos de la policía confirmaron la autenticidad de las cartas, añadiendo que evidentemente estaban escritas bajo un estado de estrés. A las pocas horas dos cartas más del mismo tenor llegaron a manos del abogado de los Khait.

Marthe Khait nunca fue hallada. Cuando su marido le pidió cuentas a Marcel Petiot, éste declaró que ella le había comunicado su plan de fuga y que él mismo le había proporcionado los nombres de ciertos contactos en la zona libre -contactos que, como se demostraría más tarde, eran falsos-. Cuando el caso Baudet llegó ante los tribunales en el mes de julio siguiente, al doctor se le impuso una multa de 10.000 francos (al igual que sucediera en el asunto Van Bever) y se le prohibió ejercer la profesión durante un año.

Al parecer, la siguiente víctima fue una joven llamada Denise Hotin. A principios de junio de 1942 tomó un tren en Neuville-Garnier con destino a París. Tenía el propósito de obtener un certificado médico en el que se afirmara que el aborto sufrido un año antes en la capital francesa en realidad nunca había tenido lugar -un intento desesperado de restablecer la mancillada reputación de su familia-. La Hotin acudió en primer lugar a la señora Mallard, la comadrona encargada del aborto. Un año después, en junio de 1943, ésta le diría a Jean Hotin, el esposo de Denise, que, tras una breve entrevista, la joven abandonó su casa en dirección a la consulta del doctor Marcel Petiot.

Dos días después del supuesto encuentro de Denise Hotin con la señora Mallard, su esposo y su familia recibieron sendos informes en los que se afirmaba que, efectivamente, jamás había sufrido un aborto y que en esos momentos se hallaba pasando un temporada en Bordeaux con unos familiares. Nunca se volvió a saber de la desgraciada joven y a los pocos días se produjo una nueva desaparición.

El 20 de junio de 1942 un médico de sesenta y dos años, Paul-Leon Braunberger, atendió una misteriosa llamada telefónica procedente de un hombre que al parecer le conocía bien. El comunicante declaró que llamaba de parte de un paciente muy enfermo y solicitaba de Braunberger que se reuniera urgentemente con él en la estación de metro de la Place de L’Etoile. El doctor accedió de inmediato a la petición… y desapareció.

Aquel mismo día otro paciente de Braunberger, Raymond Vallée, recibió una carta urgente, presumiblemente de parte del doctor, en la que le decía que se veía obligado a huir precipitadamente; la esposa del médico recibió un explicación similar, Los grafólogos de la policía confirmarían más tarde que, como en el caso Khait, las cartas eran auténticas, pero estaban escritas bajo coacción.

Alrededor de julio de 1942 la persecución alemana contra los judíos fue en aumento sus propiedades eran confiscadas y familias enteras, deportadas a campos de trabajos forzados en el Reich. La familia de Kurt Kneller, compuesta de éste, de su mujer, Margaret, y de su hijo René, corría especial peligro, pues había nacido en Alemania y adquirido la nacionalidad francesa tan sólo unos pocos años antes de la guerra.

El 16 de julio consiguieron escapar a duras penas de la Gestapo y esconderse en casa de unos amigos. Dos días después su médico, Marcel Petiot, les ayudó, al menos en apariencia, a huir del país y, nunca se volvió a tener noticias de ellos -aparte de dos postales bastante sospechosas en las que la señora Kneller comunicaba a sus amigos que habían cruzado la frontera sanos y salvos.

En las misma fechas de la desaparición de los Kneller la abierta propaganda de los servicios de Petiot realizada en la barbería de la calle des Mathurins comenzó a dar sus frutos. Pintard, el actor de revista musical, mencionó la existencia del negocio de fugas a un tal Joseph Réocreux, conocido entre sus amigos de los bajos fondos parisinos como «Jo el Boxeador». Se trataba de un rufián convicto, buscado por entonces tanto por la policía francesa como por la Gestapo para interrogarle, que llegó a la conclusión de que había llegado el momento de abandonar el país, así que pidió a Pintard que le proporcionara más detalles.

Por intermedio de Fourrier acabó concretando una cita con un tal «Doctor Eugène», (alias de Marcel Petiot); en ella se decidió que Réocreux escaparía con tres amigos de su misma calaña: François «El Corso» Albertini, Claudia «Lulu» Chamoux y Annette «La Poute» Basset. Petiot se enfureció al descubrir durante la entrevista que Pintard y Fourrier habían intentado cobrar a aquellos bribones el doble de los 25.000 francos establecidos.

A pesar de todo, en el mes de septiembre se inició el plan de fuga; primero marcharon Albertini y Chamoux, seguidos unas semanas después por Basset y Reócreux, cuyas sospechas sobre aquella arriesgada aventura se disiparon al recibir un telegrama en el que se comunicaba que los otros estaban sanos y salvos fuera de territorio enemigo. Y, al igual que en los casos restantes, nadie volvió a verlos jamás.

En noviembre aumentó considerablemente el número de «contratos» del negocio dirigido por el «Doctor Eugéne» gracias a los servicios de Eryane Kahan. Esta, nacida en Rumanía, era una aventurera judía, quien, no se sabe por qué tortuosas vías, formaba parte de las amistades de Edmond Pintard.

Al mes siguiente, Eryane actuó como intermediaria en la «fuga» de Maurice, Lina Wolff y la madre del primero, Rachel, únicos supervivientes de una acaudalada familia judía perseguida en toda Europa desde el inicio de la guerra.

El Año Nuevo no trajo ningún reposo a las horribles actividades de Petiot, y a finales de enero de 1943 tres parejas más de refugiados judíos desaparecieron con éxito con la ayuda de Eryane Kahan: los Baston, antiguos amigos de los Wolff, residentes en París, y dos parejas que habían llegado a la capital procedentes de Niza: los Steven y los Anspach. Estas seis personas tenían en común dos cosas fundamentales: eran ricas y estaban desesperadas. Las seis desapariciones se produjeron sin dejar huella.

En marzo de 1943 contactó con el negocio un ex socio de «Jo el Boxeador». Adrien «El Vasco» Estébétéguy era otro famoso gánster que se había dado cuenta de que París era demasiado peligroso para él; y, tras comprobar el buen trabajo realizado por el «Doctor Eugéne» en las anteriores desapariciones, arregló a través de Fourrier y de Pintard la fuga para él y para cuatro de sus amigos.

Estébétéguy y un proxeneta llamado joseph Piereschi siguieron el mismo camino que las restantes víctimas del doctor, así como sus amantes, Gisele Rossmy y Paulette «La China» Grippay.

Su huida, sin embargo, significó un vuelco decisivo para el «negocio de fugas», que estaba por entonces en boca de todo París. Entre los que se tomaron más que un interés pasajero en el asunto se hallaba Robert Jodkum, de la subdivisión IV-B4 de la Gestapo, quien había decidido perseguir aquel negocio y acabar con él.

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Los únicos que se salvaron

Michel y Marie Cadoret de I’Epinguen se pusieron en contacto con el «doctor Eugène» en abril de 1943; después de pagar 100.000 francos, sospecharon algo extraño y en el último momento cambiaron de planes. Recuperaron el dinero y posteriormente lograron dejar el país por otra vía.

Cuando en 1945 volvieron a Francia, la señora Cadoret de l’Epinguen mencionó el frustrado plan de huida al letrado Pierre Véron, que casualmente era amigo de la familia. «¡Dios mío!, -exclamó-. ¡Era Petiot!»

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PRIMEROS PASOS – Un alcalde inadecuado

El encanto de Marcel Petiot le ayudó a ganar prestigio tanto social como profesional. Pero dicho encanto ocultaba un carácter sádico y carente de escrúpulos.

Marcel Petiot nació a las tres de la madrugada del 17 de enero de 1897 en la ciudad de Auxerre, a cincuenta kilómetros al sudeste de París. Poco se sabe de su familia, excepto que su padre, Félix, era empleado de correos y que sus parientes disfrutaban de una situación desahogada. Pero Félix murió cuándo Marcel contaba cinco años y su mujer le siguió tres años más tarde. Así que el niño fue confiado a los cuidados de varios tíos y tías.

De pequeño Petiot demostró una inteligencia considerable -leía de corrido a la edad de cinco años-, pero revelaba al mismo tiempo ciertas tendencias sádicas bastante preocupantes. En cierta ocasión le hallaron sumergiendo las patas traseras de su gatito en un cazo de agua hirviendo; y a las pocas semanas encontraron al pobre animal asfixiado en su cama. Otra vez uno de sus familiares le sorprendió sacándoles los ojos con una aguja a unos pajarillas y contemplando después, divertido, cómo éstos chocaban contra los barrotes de la jaula.

Los informes escolares de Petiot presentan también algunas notas referentes a su mal comportamiento y cuando acabó el bachillerato, había sido expulsado de la escuela dos veces. Al invierno siguiente, dos años después del inicio de la Primera Guerra Mundial, se alistó en el ejército y fue enviado al frente. En 1917 recibió una herida de metralla y, a pesar de recuperarse rápida. mente, al regresar a su unidad comenzó a mostrar claros signos de desequilibrio mental

Tras pasar el resto de la guerra en el hospital, Marcel Petiot fue declarado inútil en 1919 y se le concedió una pensión de incapacidad. Al año siguiente consiguió una plaza de médico residente en un hospital psiquiátrico de Evreux; en tan sólo doce meses (y casi con seguridad valiéndose de métodos poco escrupulosos) obtuvo la licenciatura en Medicina por la Facultad de París. Al mismo tiempo, y sin que se enteraran de ello sus tutores, continuó sometiéndose a una serie de exámenes psiquiátricos por parte de médicos del ejército con el propósito de incrementar su pensión de incapacidad.

Pertrechado con los títulos necesarios, Marcel regresó a su departamento natal de Yonne y comenzó a ejercer la profesión en la aburrida ciudad de Villeneuve. Era un doctor excelente en todos los aspectos; repartía encanto y experiencia profesional a manos llenas y, aunque pasó poco tiempo antes de que empezaran a circular los rumores acerca de su vida privada, pronto comenzó a prosperar.

En 1926 el pintoresco Petiot anunció su propósito de presentarse a alcalde de Villeneuve y, después de hacer una campaña agotadora como candidato socialista, salió elegido por aplastante mayoría. Al año siguiente consolidó toda apariencia externa de respetabilidad mediante su matrimonio con una rica y bonita mujer de veintitrés años de la localidad, Georgette Lablais.

Como alcalde de Villeneuve, Petiot pronto adquirió fama de heterodoxo, de «ser muy suyo» y emprendedor. Esto le convirtió en un personaje popular entre la vecindad, pero también le creó muchos enemigos; en 1930 éstos aprovecharon la ventaja que les daba la acusación contra Petiot de apropiación indebida de fondos del Ayuntamiento. Al año siguiente se vio obligado a renunciar a su cargo al acumularse las acusaciones de negligencia, y a pesar de que se observaron numerosas irregularidades en las cuentas municipales, no se procedió contra él.

Impávido, el incontrolable Petiot gastó su tiempo libre, recién encontrado, en ser elegido concejal socialista, y a finales de año, en un gesto de máximo desafío hacia quienes le criticaban, le faltó muy poco para ser reelegido alcalde de nuevo.

En enero de 1933, y justo a tiempo, como luego veremos, el doctor decidió trasladarse a París. Tras su repentina marcha se descubrió que se las había arreglado para desviar la red eléctrica de la localidad hacia su casa, lo cual le permitía la utilización de la corriente eléctrica a expensas de los demás vecinos.

Finalmente, y en su ausencia, Marcel Petiot fue destituido de su cargo de concejal, aunque durante muchos años sus pacientes de Villeneuve le recordarían con afecto y gratitud.

Aparte de este feo comportamiento en su vida pública, circularon también abundantes rumores referentes a su conducta privada. A poco de establecer su residencia en Villeneuve se le acusó de robar algunos bienes de la casa que tenía alquilada. Petiot, citando el informe del ejército, se defendió a sí mismo basándose en el hecho de ser un «lunático declarado» -defensa esta que emplearía en más de una ocasión.

En 1926 su casera y amante, Louisette Delaveau, desapareció en circunstancias misteriosas. Algunos aseguraban que estaba embarazada. Nunca más se la volvió ver.

Cuatro años más tarde la policía local interrogó a Petiot en relación con un sangriento caso de incendio premeditado y asesinato de una tal señora Debauve. Los testigos aseguraron haberle visto abandonando el lugar del crimen; pero el asunto acabó olvidándose. En 1935, después del traslado de Petiot a París, la madre de una de sus pacientes fallecida se quejó ante el juez de Instrucción Forense de que a su hija se le había administrado una sobredosis de droga. Otros rumores indicaban que Marcel Petiot había llevado a cabo algunos abortos y proporcionado drogas a los adictos.

Una vez en París, Petiot, con su característica energía, eficacia e implacabilidad, emprendió la tarea de hacerse con una nueva clientela. Tras tomar un apartamento en la calle Caumartin, sita en el próspero distrito Gare St. Lazare, colocó en la fachada del edificio una placa de cobre que proclamaba toda una serie de falsas credenciales y otros tantos remedios igualmente dudosos. El truco funcionó y al poco tiempo disponía de una larga cola de pacientes que esperaban ser atendidos por él. Muchos de ellos atestiguarían más tarde en favor de su hábil y concienzudo trabajo como médico.

Pero Petiot no tardó mucho en verse metido en problemas. En 1935 se le arrestó como sospechoso de recetar ilegalmente heroína a drogadictos, aunque se le dejó libre por falta de pruebas. Al año siguiente se le arrestó nuevamente por un pequeño robo llevado a cabo en una librería y por atacar al guardia de seguridad del establecimiento que le detuvo. Ante el Tribunal el detenido alegó locura, sacando a colación su incapacidad para el servicio militar y los posteriores exámenes psiquiátricos sufridos con regularidad. Un jurado que simpatizó claramente con él lo declaró inocente, pero al parecer el incidente afectó bastante a Petiot, quien pasó los siete meses siguientes en reclusión voluntaria en un sanatorio privado cercano a París.

El último borrón en su hoja de servicios previa a la ocupación de Francia ocurrió en 1938, cuando se vio en apuros con un inspector fiscal por haber declarado menos de la décima parte de sus ingresos anuales. Las posteriores investigaciones rea]izadas acerca de sus negocios demostraron que era propietario de varios inmuebles en París y el inspector declaró en su informe que le resultaba incomprensible cómo un profesional de medicina general como él podía haber amasado semejante fortuna. Encontraría la respuesta a su pregunta al final de la guerra.

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EL CAUTIVO – Prisionero de la Gestapo

A Petiot se le trató con sus mismas armas cuando fue capturado por la Gestapo. Pero durante el interrogatorio y la tortura mostró gran coraje y frialdad y no dijo absolutamente nada.

La oficina de Robert Jodkum, en la calle des Saussaies, formaba parte de la división de la Gestapo responsable de los Asuntos Judíos. Pero en la primavera de 1943 a Jodkum se le hizo evidente que no eran los judíos los únicos beneficiados del negocio de fugas del «Doctor Eugéne».

Un concienzudo informe fechado en abril de ese mismo año identificaba a Fourrier y a Pintard como los principales intermediarios; concretaba el precio de las fugas en 50.000 francos (la cifra en principio señalada por Pintard) y opinaba que las huidas se llevaban a cabo a través del pequeño puerto de Irún, junto a la frontera española. Lo que faltaba de forma evidente en aquel informe era la identidad del propio «Doctor Eugéne».

Jodkum necesitaba un informador a quien infiltrar en el negocio -alguien a quien pudiera mantener amarrado, pero cuyas credenciales como enemigo del Reich fueran irreprochables-. Tal persona resultó ser Yvan Dreyfus, un rico judío de Lyon importador de aparatos electrónicos que había utilizado su empresa para suministrar transmisores de radio a la Resistencia. La Gestapo le había arrestado en Montpellier y ahora se hallaba aguardando su deportación a un campo de concentración.

A finales de abril, y a través de una serie de intermediarios, la Gestapo puso en conocimiento de Paulette, la esposa de Dreyfus, que había una posibilidad de comprar la libertad de su marido. La señora Dreyfus, a pesar de albergar algunas sospechas, aceptó la propuesta y, tras fijar la cifra de tres millones y medio de francos, un colaboracionista llamado Pierre Péhu fue enviado a la cárcel de Compiègne para arreglar el trato. Una vez dentro de la prisión, Péhu se las arregló para convencer a Dreyfus de que firmara algunos documentos en los que prometía prestar su colaboración a los nazis -una formalidad, le aseguró Péhu, para proteger a sus superiores de futuras acusaciones de soborno.

Tras algunos regateos sobre el precio de su liberación, Dreyfus se reunió por fin con su mujer en un hotel cercano a la Place de la République a mediados de mayo. Pero se trataba de una trampa. Ninguno de los Dreyfus disponía de documento de identidad, lo que les exponía al arresto por parte de las demás divisiones de la Gestapo en cualquier momento. Fue entonces cuando un antiguo abogado llamado Guélin, el cual había tomado parte importante en las negociaciones, propuso a Dreyfus que ayudara a la oficina de la Gestapo de Robert Jodkum infiltrándose en el negocio de fugas del «Doctor Eugéne».

Casi con toda seguridad a Dreyfus le horrorizó la idea de traicionar a sus propios compatriotas, pero quizá también se dio cuenta de que su única oportunidad de salvación se hallaba en establecer contacto con la Resistencia para luego escapar de algún modo de los alemanes. Al mismo tiempo, Guélin le aseguró que el negocio era tan provechoso como él le había expuesto y, más aún, que su participación en el asunto no sería más que una «formalidad». El 15 de mayo se concretó una entrevista con el «Doctor Eugéne» en la cual se ultimaron los detalles de la fuga de Dreyfus. Cuatro días después éste se despidió de su mujer y se dirigió a la barbería de la calle des Mathurins acompañado por Guélin y una comitiva de miembros de la Gestapo.

A partir de este momento las cosas se pusieron feas para los alemanes. Al abogado le obligó a esperar en la barbería mientras Fourrier se llevaba al judío a dar un paseo por la Place de la Concorde. A los pocos minutos se reunió con ellos otro hombre y en la confusión que siguió lograron escapar de la Gestapo (la descripción del hombre, como más tarde se descubriría, guardaba apenas parecido con la de Petiot). A espaldas del airado Jodkum, sin embargo, Friedrich Berger, de la subdivisión IV-E3 de la Gestapo, en la calle de la Pompe, había ideado un plan casi idéntico para capturar al «Doctor Eugéne» -plan que tendría, por cierto, bastante más éxito.

También Berger disponía de un informador, un francés llamado Fieretta deportado por los nazis en junio de 1940 que había regresado a Francia para proseguir su carrera de colaboracionista e informador con sorprendente entusiasmo. Beretta se citó con el «Doctor Eugéne» en la barbería el 16 de mayo -un día después de la entrevista con Dreyfus- y luego suministró a la Gestapo un detallado informe de lo sucedido en ella. El precio de su fuga había sido fijado en 60.000 francos y se le ordenó que regresara al establecimiento el 21 de mayo, fecha en que se le proporcionarían los documentos adecuados para poder viajar.

El día fijado Beretta no había hecho más que llegar a la calle des Mathurins cuando la Gestapo irrumpió en el local y le «arrestó» junto a Fourrier y a Pintard. Les bastaron unas cuantas amenazas para enterarse de que el «Doctor Engéne» era en realidad el Doctor Marcel Petiot, del n.º 66 de la calle Caumartin, y al poco rato éste era arrestado fuera de su apartamento mientras gritaba a su mujer: «No te preocupes.»

A las pocas horas la noticia del golpe dado por Berger para la captura del «Doctor Eugéne» había llegado a oídos de Robert Jodkum, quien informó glacialmente a su colega que con su acción había arruinado la oportunidad de que la Gestapo se hiciese con todos los miembros del negocio de fugas. Berger se disculpó varias veces y los detenidos fueron inmediatamente trasladados a la calle des Sussaies, donde estaba la importante oficina de Asuntos Judíos, para ser interrogados.

Durante las semanas siguientes la Gestapo torturó a Petiot de forma sistemática en un intento de saber más acerca del negocio de fugas. Aunque admitió formar parte de él, Petiot sólo dijo que había dejado a los fugitivos en manos de un hombre llamado Martinetti, con quien no podía contactar. Al cabo de algún tiempo, Petiot fue trasladado a Fresnes, la tristemente célebre prisión de la Gestapo.

A lo largo de los ocho meses pasados allí, y según los compañeros de prisión entrevistados después de la guerra, el preso reveló extraordinario valor y un absoluto desdén hacia sus captores. Aunque se le había prohibido recibir visitas o cualquier otro privilegio, estaba mal alimentado y se le sometía a interrogatorios periódicos, resistió toda tentativa por parte de los alemanes de obtener más información y nunca ocultó su odio hacia ellos. También en la cárcel el doctor alardeó de su relación con un grupo de la Resistencia llamado «Fly-Tox» e informó a sus compañeros de prisión de que en el caso de que desearan salir del país les proporcionaría buenos contactos para conseguirlo. De modo que se convirtió en un modélico «luchador» de la Resistencia, descrito por alguien como un «inspirado» para el resto de los presos.

La Gestapo seguía convencida de que Marcel Petiot les conduciría directamente al mismísimo corazón de lo que continuaban creyendo era un negocio de fugas bien organizado y enormemente sofisticado. Así que hacia finales de 1943 contactaron en varias ocasiones con su hermano Maurice para informarle de que la libertad de Marcel estaba asegurada a cambio de la suma de 100.000 francos.

Cuando un oficial de la Gestapo realizó esta misma propuesta ante el propio Petiot, éste le trató con su característico desdén, declarando que su hermano se estaba muriendo de cáncer y que le daba igual ser o no liberado. Pero Maurice pensaba de manera diferente y cuando el dinero le fue entregado a Robert Jodkum, el 13 de enero de 1944, el preso recobró por fin la libertad. En tan solo dos meses Petiot estaría huyendo de nuevo.

El 15 de marzo de 1944 -cuatro días después de que Petiot desapareciera de la calle Le Sueur y dos antes de que su hermano Maurice fuera acusado de cómplice de asesinato- el comisario George Massu, de forma extraoficial, se había hecho con el informe sobre el médico elaborado por la oficina de Robert Jodkum. Ese mismo día recibió la visita de Jean Guedo, el socio del peletero de la calle Caumartin, Joachim Guschinov. Guedo le dijo que, en vista de la publicidad que rodeaba al caso, se sentía impulsado a relatar la historia de la desaparición de Guschinov, ocurrida veintiséis meses antes.

El comisario Massu leyó también las fichas de la policía en relación con los casos de drogas de Jeanette Gaul y Raymonde Baudet; y le quedaron pocas dudas acerca de la responsabilidad del doctor en las desapariciones de Marc van Bever y Marthe Khait. Ahora el problema era -aparte, por supuesto, de encontrar a Petiot- identificar el resto de los cadáveres, puesto que la única víctima que aparecía en los informes era Yvan Dreyfus

El informe de la autopsia realizada a los cadáveres de la calle Le Sueur no resultó de mucha ayuda; muchos de ellos estaban carbonizados o en estado de putrefacción y sin posibilidad de ser reconocidos; y aunque en el sótano se halló una abundante colección de efectos personales, no les proporcionaron pistas precisas. Los patólogos que trabajaban en el caso ni siquiera estaban seguros del número de cadáveres, aunque confirmaron que pertenecían a ambos sexos y eran de edades variadas. Un hecho interesante que sí establecieron fue que quienquiera que hubiera desmembrado los cadáveres lo había hecho con una precisión quirúrgica.

El siguiente paso del comisario Massu fue arrestar a René Nézondet, a quien, a pesar de haber estado con Petiot cuando éste fue capturado por la Gestapo, se le puso en libertad poco después al declarar que no sabía nada acerca del negocio de fugas. Durante el interrogatorio preliminar Nézondet confirmó que era antiguo amigo del doctor y que había trabajado como secretario del Ayuntamiento cuando Petiot era alcalde de Villeneuve. Y repitió de nuevo lo que dijera a la Gestapo: que no tenía ni idea acerca de las actividades criminales de Marcel Petiot.

Por aquellas fechas Roland Porchon -antiguo amigo de Petiot y Nézondet- se adelantó a contar su historia a la policía. En la tarde del 17 de marzo de 1944 Porchon les dijo a los sorprendidos policías que ya en 1942 Nézondet le había informado de que Petiot era el «rey de los criminales»: que estaba amasando una fortuna atrayendo a los refugiados hasta su falso negocio de fugas para luego matarlos y vender sus pertenencias.

Al principio Nézondet negó haberle dicho tal cosa a Porchon, pero a los cinco días se vino abajo e hizo una declaración jurada: en efecto, Maurice Petiot le había contado todo lo que pasaba en el número 21 de la calle Le Sueur mientras su hermano Marcel se encontraba en prisión. Nézondet añadió que Maurice le informó del hallazgo de grandes cantidades de ropas en el edificio, que él trasladaba en un camión, y que cuando la historia llegó a oídos de la esposa de Petiot, ésta se negó a creerla. Maurice Petiot, por su parte, rebatió de plano el testimonio de Nézondet y sugirió a la policía que se trataba de un «desequilibrado». El comisario Massu, quien por entonces se hallaba profundamente desconcertado, añadió al poco fiable testigo a la cuantiosa lista de sospechosos entre rejas.

En estaas circunstancias, el señor Marcais -quien había dado la voz de alarma respecto al humo procedente del número 21 de la calle Le Sueur- testificó ante la policía que había visto cómo cargaban un camión con maletas fuera del edificio en la época en que Petiot estaba en prisión. Rápidamente se inició una investigación acerca del camión y descubrieron que el 26 de mayo de 1943 se habían trasladado a Auxerre por ferrocarril unos 633 kilos de equipaje -alrededor de media tonelada.

Pocos días después, tras unas cuantas entrevistas más con Maurice Petiot, la poli cía se dirigió hasta el domicilio de otro amigo de la familia llamado Albert Neuhausen, en el pueblo de Courson-les-Carriéres. En el ático de la casa se hallaron no menos de cuarenta y cinco maletas llenas de ropas de todo tipo pertenecientes a personas desconocidas.

En junio de 1944 el reciente hallazgo, unido a las pruebas encontradas en la calle Le Sueur y a las declaraciones de otros varios testigos atraídos por la publicidad de los periódicos, permitieron al comisario Massu recomponer la identidad de muchas de las víctimas. No poseía pista alguna acerca del paradero de Petiot, pero, al igual que la de muchos otros franceses, su atención estaba a punto de verse distraída por acontecimientos externos. El 6 de junio los aliados invadieron Normandía.

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Huir de Francia

Tras la caída de Francia en 1940, el país quedó drásticamente dividido por la mitad. El norte se consideró zona ocupada y quedó sometido al control directo de los alemanes. El sur se convirtió en un estado títere Nazi bajo el mando del mariscal Pétain, regido desde Vichy, la antigua ciudad-balneario que dio su nombre a la nueva república.

Esta situación se mantuvo hasta noviembre de 1942, cuando los alemanes, inquietos por las conquistas aliadas del norte de Africa y por el aumento de la actividad de la Resistencia francesa, decidieron hacerse cargo de la totalidad del país. Desde entonces, las fugas -que siempre habían sido difíciles- sólo se podían llevar a cabo con de una red bien organizada tactos y casas «seguras».

El camino más seguro era cruzar los Pirineos a través de Andorra y entrar en España, pero requería el servicio de los guías para atravesar los montes y evitar las patrullas de la frontera. Se supone que únicamente lograron su propósito el 30 por 100 de los que lo intentaron; el resto o murió a manos de guías sin escrúpulos o tuvo que volver cuando el precio de la huida se duplicaba de repente y quedaban expuestos a los peligrosos caminos de montaña.

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Robert Jodkum

La sombría vida de Robert Jodkum, el oficial de la Gestapo que dedicó gran parte de su tiempo y de su energía a detener a Petiot, está rodeada de misterio. Tras ascender a la categoría de secretario e intérprete de dos altos cargos nazis, llegó a convertirse en director de la oficina de la calle Sausaies. Allí su tarea primordial consistía en descubrir a los judíos escondidos y decidir cuáles se quedaban para posteriores interrogatorios y cuáles iban directamente a los campos de concentración. Parece ser que llevó a cabo esta tarea con cruel eficiencia.

Sin embargo, a finales de 1944 el mismo Jodkum fue arrestado por motivos que no se han aclarado nunca. Después de una temporada en la cárcel de Fresnes, volvió a Alemania y no se volvió a saber de él. Un historiador francés supone que «Jodkum» era un seudónimo, aunque no se tienen noticias de su verdadera identidad. ¿Podría tratarse de uno de los más importantes secuaces de la Gestapo en París que no era alemán sino francés?

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LA CAZA – Guerra de ingenios

Marcel Petiot fue capaz de ocultar su rastro en la confusión que se produjo tras la liberación de Paris. Pero el comisario Massu, confiando en su instinto, logró descubrir a su presa.

El 25 de agosto de 1944 las fuerzas aliadas liberaron París en medio de la alegría… y de la violencia. En cuanto desaparecieron los alemanes, los habitantes de la capital francesa se dispusieron a vengarse de todos los que habían colaborado con el régimen Nazi y durante algún tiempo la situación se asemejó peligrosamente a la anarquía.

La Resistencia, conocida oficialmente como FFI (Fuerzas Francesas del Interior), acosaba a los alemanes y eliminaba a los traidores, pero su organización se hundió en el caos y, como consecuencia, padecieron muchas personas inocentes. Esta confusión hizo más difícil la búsqueda de Petiot.

Massu, por su parte, estaba convencido de que el doctor, probablemente disfrazado y bajo un nombre supuesto, aún se encontraba en París. Pero él ahora estaba a la altura del hombre cuya audacia y total desprecio por la autoridad había conseguido burlar no sólo a las propias fuerzas policiales, sino también a las de la poderosa Gestapo y a algunos de los más peligrosos criminales franceses.

El 19 de septiembre se le ocurrió la brillante idea de proporcionar a un contacto periodístico un reportaje en el que calificaba a Petiot de traidor (se dijo que había conseguido el reportaje por medio de un criminal insignificante llamando Charles Rolland, aunque es posible que tanto el relato como Rolland fueran una invención del comisario. El periodista lo publicó en un periódico patriótico, Résistence, bajo el título «Petiot, soldado del Reich». El artículo le describía como un asesino y un traidor de la peor calaña. Si algo podía hacer aparecer al doctor, pensaba Massu, sería aquello.

Efectivamente, pocos días más tarde el comisario recibió una carta de René Floriot, el abogado de Petiot, en la cual éste rechazaba furiosamente las acusaciones. El matasellos de la carta, así como la rapidez con que fue redactada, parecía confirmar la sospecha del policía en el sentido de que el doctor aún seguía viviendo el París.

Había también algo en el culto y altanero tono de la carta que sugirió a Massu su segunda y brillante corazonada: el hombre que estaba buscado se había unido a las FFI y actualmente se dedicaba a acorralar colaboracionistas. Aproximadamente en aquellos días el comisario sintió que el suelo se hundía bajo sus pies cuando él mismo fue suspendido de sus funciones como sospechoso de colaboracionismo (los cargos fueron retirados más adelante, pero resultó una broma cruel la de que el hombre que había llegado tan lejos en el acoso a Petiot no pudiera darle caza).

El 31 de octubre Petiot fue reconocido por un grupo de la Resistencia en una estación de metro. Tal y como sospechaba Massu, ocultaba sus rasgos tras una espesa barba negra. Vestía el uniforme de oficial de las FFI y utilizaba el nombre de «capitán Henri Valéri».

Cuando Petiot compareció ante la policía, ésta descubrió que llevaba varios documentos de identidad falsos, incluyendo una cartilla de racionamiento torpemente fabricada que otrora perteneció a Kurt Kneller, una de las víctimas judías que recurrieron al doctor. Estaba también en posesión de un borrador de la carta en la que se acusaba al comisario Massu de colaborar con el enemigo, documento que, según declaración, había obtenido a través de sus contactos con la Resistencia.

La declaración de Petiot ante la policía, idéntica a la que efectuó en el juicio salvo pequeños detalles, era de una audacia sorprendente. Continuó mostrando por la autoridad el mismo desprecio que había adoptado durante los ocho meses que permaneció en la cárcel de Fresnes y mantuvo la actitud del hombre que ha sido profundamente agraviado.

Según Petiot, tras su precipitada huida de la calle Le Sueur el 11 de marzo, había pasado varias noches en casas de diferentes amigos parisienses hasta que se encontró con un pintor de cincuenta y seis años llamado Redouté, que había sido paciente suyo. Redouté era un alma sencilla y cuando su médico le informó de que la policía colaboracionista le perseguía por sus actividades en favor de la Resistencia, el pobre pintor le creyó a pies juntillas.

El 20 de agosto -cuando los aliados estaban a escasa distancia de París y la lucha entre los alemanes y la Resistencia ya se había iniciado- Petiot volvió a su casa y aun, según su declaración, mató a varios nazis en una batalla campal en la plaza de la República. Según Redouté, desapareció inmediatamente después.

En aquellos momentos Petiot decidió que la mejor oportunidad para permanecer oculto era la de unirse a las FFI bajo un nombre supuesto. Con su habitual astucia, convenció a un crédulo doctor para que le proporcionase una falsa identidad y le inscribiera debidamente en los cuarteles de las FFI de Reuilly como «Henri Valéri». A continuación relató a sus superiores sus actividades en la Resistencia, lo que le supuso ascender a la categoría de capitán dentro de la organización.

Petiot contó a la policía esta misma historia; había sido, dijo, «un héroe de la Resistencia»; y en cuanto ellos descubrieran los auténticos hechos no tendrían mas remedio que ponerlo en libertad. El doctor declaró que su trabajo clandestino había comenzado inmediatamente después de la caída de Francia en 1940, cuando empezó a expedir certificados médicos falsos para salvara los obreros que iban a ser deportados a los temidos campos de trabajo alemanes. Dijo también que lo largo de su trabajo había tenido ocasión de atender a operarios enfermos que habían sido devueltos a sus hogares por el Reich y que habían obtenido de ellos la información que posteriormente proporcionó a la Resistencia.

Petiot continuó diciendo que en 1941 había inventado «un arma secreta mortal» y que había comunicado los detalle al consulado americano en París (en aquella época los Estados Unidos aún no habían entrado en guerra), pero no recibió respuesta. A finales de año, siempre según su relato, un agente llegado desde Londres a Francia en paracaídas le adiestró en el manejo de las armas; entonces le asignaron a una célula de la Resistencia cuya clave era «Tóxico volante» (nombre de una marca de insecticida) y cuyo trabajo consistía en descubrir y eliminar traidores.

Cuando le preguntaron si había organizado una red de fugas, el detenido repuso que él no había tomado parte e n ella, pero que por sus actividades como luchador en la Resistencia sí había mantenido algunos contactos ocasionales. Admitió resueltamente su personal responsabilidad en las muertes de Joseph Réocreux, Adrian Estébétéguy y sus seis socios, todos ellos, según declaró, «colabos» que trabajaban para la Gestapo. La declaración de Petiot contenía cierto asomo de verdad, pero la explicación que dio del asesinato de «varios judíos refugiados», del que le acusó directamente Eryane Kahan, era difícil de aceptar. Según Petiot, todos ellos (incluso Kahan) estaban al servicio de la Gestapo y, por lo tanto, él había actuado en consecuencia.

Sobre los acontecimientos que tuvieron como resultado su detención y posterior encarcelamiento a manos de la Gestapo Petiot dijo únicamente que, aunque sabía que Yvan Dreyfus era un traidor, estaba dudando sobre lo que iba a hacer con él cuido la Gestapo se infiltró en «Tóxico volante» y los traicionó. Afirmó que en la prisión rehusó heroicamente informar a los alemanes sobre los detalles de la organización de la Resistencia a pesar de verse sometido a las más atroces torturas; y cuando en enero de 1944 quedó en libertad, se de que la célula había sido disuelta

Las explicaciones de Petiot sobré los innumerables cadáveres aparecidos en la calle Le Sueur fue extraordinariamente ingeniosa. Según él, los alemanes sabían todo sobre la casa del número 21 y la habían registrado concienzudamente con objeto de detenerle. Dijo que los mismos alemanes o sus supercelosos camaradas habían puesto allí los cadáveres.

Continuó explicando que, aproximadamente al mes de su liberación de Fresnes, a visitar su casa y se quedó horrorizado al ver lo que había en ella. No queriendo arriesgarse a llamar a la policía, que habitualmente estaba infestada de colaboracionistas, escribió a su hermano Maurice encargándole cal viva con objeto de hacer desaparecer los cuerpos lo más eficazmente posible. Cuando comprendió que aquel método era demasiado lento, decidió, en contra de su voluntad, despedazarlos y quemarlos, hecho que, por otra parte, provocó su detención.

Al parecer, la policía consideró aceptable parte del relato de Petiot, especialmente en los puntos que trataban determinados temas candentes. En aquellos momentos todo el mundo se preguntaba quiénes habían colaborado con los nazis y quienes no lo habían hecho. Cuando la policía comenzó la investigación con objeto de refutar las declaraciones del doctor, tropezó con un muro infranqueable.

Por otra parte, no quedaba con vida (convenientemente) ni uno solo de los contactos con la Resistencia que Petiot había nombrado en su declaración. Como se trataba de gentes muy conocidas, el doctor Petiot podría haber obtenido fácilmente retazos de información sobre ellos durante su reclusión en Fresnes.

Tampoco quedaban miembros vivos del grupo de la Resistencia o del Espionaje Aliado que pudiera confirmar la existencia de la organización «Tóxico volante», ni existía informe alguno sobre la propuesta de «un arma secreta» en el consulado estadounidense.

Cuanto más profundizaban los policías en el caso, más convencidos estaban de que el hombre que mantenían detenido era realmente el «peligroso lunático» al que se refería el telegrama que los alemanes enviaron al comisario Massu. Por fin, cuando el público ya había perdido interés en el caso, el juicio quedó fijado para el mes de enero de 1946. Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo sin que el nombre de Petiot volviera a ocupar las cabeceras de los periódicos.

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Petiot y las FFI

Parece ser que la unión con las FFI frenó escasamente la actividad criminal de Petiot. Las investigaciones policíacas descubrieron que el hombre identificado como «teniente Dubois», a quien el propietario de un café acusó de robo tras un falso registro, figuraba como el «capitán Valéri» en las listas de las FFI.

Más grave fue el atraco y asesinato de un adinerado hombre de Versalles cometido por un comando a las órdenes de Petiot. Este acusó de «rufianes» a tres jóvenes que declararon haber sido testigos del hecho y consiguió evitar con éxito los posteriores intentos de investigación.

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El estafador

El mejor ejemplo de la extraordinaria capacidad de Petiot para timar a la gente y de su agilidad mental fue el modo en que obtuvo los documentos de su falsa identidad antes de alistarse en las FFI.

Al enterarse de la deportación a Alemania de un tal doctor Henri Gérard, Petiot visitó a la madre de éste haciéndose pasar por un funcionario de la Cruz Roja y le dijo que necesitaba ciertos documentos para lograr el regreso de su hijo. En aquel momento el doctor Gérard, que estaba aún detenido en París, entró en la estancia. Petiot, impávido, se las arregló para insistir en su pretensión y le engañó también.

Por fin salió de la casa del médico llevándose la dirección de un tal doctor Wetterwald, deportado al campo de concentración de Mauthausen. Repitió su historia a la madre de éste y se hizo con su documentación, prometiéndole que su hijo sería liberado en seguida y podría volver a Francia.

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¿Un loco o un demonio?

Sin escrúpulos y desprovisto de todo sentido moral: asi describieron dos psiquiatras a Petiot, a pesar de que lo consideraron un hombre mentalmente sano.

En los meses previos al juicio tres psiquiatras examinaron a Petiot; los tres declararon que era un hombre completamente sano. ¿Cómo, entonces, pudo ser culpable del asesinato de veintisiete personas?

A primera vista se trataba de un hombre extraordinariamente inteligente y lleno de recursos, que había triunfado tanto en su profesión como en su carrera política. Lo mismo como médico que como alcalde desplegaba un considerable encanto personal y en más de una ocasión puso en práctica sus confesados principios socialistas. Un paciente pobre declaró ante los tribunales durante el juicio que Petiot le había atendido gratuitamente y que un domingo acudió a visitar a su familia enferma, un hecho inaudito en un acaudalado profesional de la ciudad.

También demostró ser un padre y un marido solícito. Su esposa juró hasta el último momento que, aunque se irritaba cuando pretendía «meterse» en sus asuntos, siempre se comportó con ella con una delicadeza extraordinaria y que la familia no carecía de nada.

Bajo esta apariencia, Marcel Petiot mostraba, sin embargo, signos manifiestos de una mente desequilibrada desde temprana edad. Cuando niño padecía sonambulismo y mojaba la cama. Esos dos rasgos, junto con la crueldad hacia los animales y su afición al juego y a los incendios provocados, se consideraron característicos de los clásicos síntomas infantiles de tendencias psicópatas.

Durante su adolescencia la delincuencia apareció como fruto de su desequilibrio mental; y cuando le licenciaron del ejército en su informe figuraba que sufría repetidos ataques de depresión, amnesia, paranoia y melancolía.

Cuando ejercía la medicina en Villeneuve, le acusaron de cleptomaníá y en sus discusiones con los funcionarios del Ayuntamiento, con el fisco francés y con la policía de París se mostró como un redomado embustero.

La explicación del funcionamiento de la mente de Petiot procedía, sin embargo, de sus tratos con la Gestapo, de la policía que le detuvo y de los que declararon en el juicio. En los tres casos él se comportó con una aparente sangre fría y una actitud de mofa y desprecio totales, como sí le resultara imposible reconocer otra autoridad distinta de la suya. Si tal era su actitud, también debería haber considerado como representantes de la autoridad a los psiquiatras, a quienes engañó y defraudó a su gusto.

Dada su inteligencia, su probada capacidad para el fraude y la mentira y sus años de tratamiento en una clínica para enfermos mentales, es razonable suponer que ocultó su llamada «locura» juvenil simplemente para demostrarse a sí mismo lo inteligente que era y para abrirse camino.

La conclusión inevitable es que, por razones que nunca llegaron a ser conocidas, el desarrollo emocional en las etapas cruciales de la vida de Petiot e vio interrumpido, haciéndole crecer con escaso o ningún sentido moral. Un psiquiatra que le examinó en 1937 tras el incidente de la librería, volviéndolo a hacer antes del juicio, declaró que era un «desequilibrado crónico» y un completo amoral, un hombre que vivía según sus propias reglas y que había tenido la inteligencia (casi) suficiente como para no ser castigado.

La mayor parte del comportamiento de Marcel Petiot fue tan incorregible y reservado que sugería que sus crímenes brotaban de un irresistible deseo subconsciente de seguridad material, aunque en ningún momento hizo alardes de su riqueza.

Parece ser que el plan mortal se le ocurrió en el momento de la desaparición de Jean Marc van Bever y que el éxito inicial le impulsó a llevarlo adelante. Hubo unos avisos previos reconocidos y comprobados de que el médico de Villeneuve podría haber acabado sus días derrochando su ingenio y su candidez ante los compañeros de la clínica para enfermos mentales.

En realidad, por lo menos veintisiete personas murieron víctimas del monstruo que acechaba en su interior.

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Petiot escritor

Mientras permanecía encarcelado en espera de juicio, Petiot se entretuvo escribiendo un libro, La derrota de la suerte, que fue publicado posteriormente en privado. El libro pretende enseñar a los lectores el procedimiento para ganar en los juegos de azar, aunque se compone de una amplia mezcla de cálculos matemáticos, anécdotas incoherentes y curiosas reflexiones pseudo-religiosas. Lo más extraño de todo es la dedicatoria:

«Para ti, que me has proporcionado este placer…

La investigación ha estado a cargo del «doctor Eugène», ex jefe del grupo «Tóxico volante» de la Resistencia.

Las columnas se establecieron bajo la dirección del capitán Valéri» del 1.º Ejército, 1.º Regimiento de París.

Los errores de la operación se deben al doctor Marcel Petiot…»

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EL JUICIO – El gran drama, la pequeña farsa

El largo del juicio de Petiot fue uno de los más extraordinarios de la historia de Francia. Aunque se habían producido una serie de asesinatos espantosos, en ocasiones se desarrolló en una atmósfera de comedieta.

Poco antes de la audiencia preliminar celebrada en enero de 1946, Marcel Petiot comentaba a sus guardianes de la prisión de la Santé, donde estaba recluido, que su juicio iba a ser «maravilloso», y que iba a «hacer reír a lo el mundo». Fueron unas palabras proféticas. La impresionante sala del Palacio de Justicia estaba abarrotada al comienzo de lo que llegaría a ser el más confuso, cómico y en ocasiones grotesco juicio de historia legal francesa.

Petiot fue acusado de asesinar a veintisiete personas y se presentaron en su contra ciento treinta y cinco cargos, todos ellos oídos el mismo día. El letrado Pierre Dupin representaba a la Fiscalía del Estado; además, los familiares de las víctimas tenían sus propios abogados (estuvieron presentes doce), quienes podían intervenir en cualquier momento para exponer sus opiniones. A esta confusa situación se añadía el peso de las pruebas, que ascendía a toneladas y que tuvieron que ser trasladadas hasta la sala por medio de un convoy de camiones.

E1 primer día la acusación se refirió a las fechorías de Petiot anteriores a la guerra. El, seguro de sí mismo, las desdeñó, haciendo que todos los implicados en el proceso parecieran necios. El letrado Pierre Véron, que representaba a las familias de Marthe Khait e Yvan Dreyfus, intentó desenmascarar al doctor sobre sus supuestas actividades iniciales en la Resistencia (donde él mismo había militado), pero en seguida la atención del Tribunal se dispersó, perdiendo así la oportunidad de insistir en el tema.

El segundo día Véron continuó con su ataque, pero sólo consiguió que Petiot le acusara de «defensor de traidores y judíos». El letrado, furioso, le amenazó con «partirle la boca» allí y en aquel momento. El inculpado comenzó a sollozar cuando habló de los camaradas que habían dado sus vidas por la patria y de cómo él había tratado de cumplir con su deber del mejor modo posible. Mientras tanto, su propio abogado, el eficiente y carismático René Floriot, dormitaba pacíficamente entre un ejército de ayudantes y secretarias.

Al término del tercer día, el juicio descendió hasta un nivel grotesco cuando el presidente del Tribunal, Michel Leser, comentó a un periodista americano, en presencia de dos miembros del jurado, que Petiot era «un monstruo». El abogado defensor, Floriot, exigió un nuevo juicio como consecuencia de aquella violación del procedimiento por parte del Tribunal, aunque tuvo que conformarse con la sustitución de los dos jurados.

Al día siguiente, a raíz del interrogatorio a Petiot sobre los Kneller, las cosas no se presentaron más favorables. Este asunto daba a la acusación la oportunidad de demoler la falsa defensa del acusado relativa a los «traidores» (¿cómo podía calificarse de traidor a un niño de siete años?), pero degeneró en una completa confusión cuando el fiscal Pierre Dupin, y el presidente del Tribunal, Michel Leser, mezclaron los hechos.

El quinto día el Tribunal se trasladó a visitar el número 21 de la calle Le Sueur; se produjo una gran conmoción cuando el encausado pareció desmayarse al contemplar el pozo que en otro tiempo estuvo repleto de cadáveres. Resultó que el doctor llevaba casi tres días sin comer y sencillamente se desvaneció a causa del hambre. De vuelta a la sala ocupo el estrado el comisario Massu, pero pudo añadir. Floriot entonces trató, sin éxito, de irritar al ayudante de Massu, el inspector Batut, ya que el ingenuo testimonio de Jean, el marido de Denise Hotin, encrespó los ánimos.

El séptimo día transcurrió sin incidentes: el Tribunal escuchó la declaración de la señora Guschinov; y durante el octavo asistió a los informes que los «expertos» emitieron desde el estrado. Floriot preguntó a uno de los psiquiatras si el diagnóstico de desequilibrado que había hecho a Petiot podía aplicarse también a su hermana. El psiquiatra repuso que, según el resultado de su breve reconocimiento, no era aplicable. Entonces el abogado defensor señaló que el acusado no tenía hermanas.

Más risas aún provocó el testimonio de Edouard de Rougemont, un pedante grafólogo que dictaminó sobre las cartas supuestamente falsificadas por Petiot. Tras oírle decir que «un grafólogo puede hasta descubrir si un hombre está mintiendo o diciendo la verdad », René Floriot garabateó unas notas en una hoja de papel y le rogó que las leyera en voz alta. La nota decía: «El señor Rougemont es un alumno aplicado que nunca comete errores».

El noveno día ocuparon el estrado Fourrier, Pintard, Nézondet y también Maurice Petiot; pero si la sala esperaba oír declaraciones sensacionales pronto quedó profundamente decepcionada. Nézondet se limitó a repetir su última versión de los hechos, mientras Maurice -seriamente aquejado de cáncer- los negó serenamente. El dúo de la barbería no dijo nada especial y los abogados no insistieron.

El décimo día Eryane Kahan afirmó vehementemente que ella no era una traidora, como aseguraba el acusado y que le había enviado a los refugiados llena de buena fe. El abogado de Petiot le preguntó entonces por qué había estado viviendo con un alemán. «¡Era un austríaco!», protestó la testigo. «Esa era la excusa de Hitler», replicó Floriot secamente. A última hora la defensa y el fiscal se enzarzaron en una violenta discusión y el Tribunal tuvo que aplazar la vista para que recuperasen la calma.

A lo largo de los dos días siguientes continuó el desfile de testigos, incluyendo a Beretta, Guélin y Péhu; los sacaron de la cárcel para que dieran su versión sobre los hechos que rodeaban la desaparición de Dreyfus. El único suceso interesante fue la riña entre Petiot y uno de los guardias, que se dirigió a él empleando el «tú» en lugar del más cortés «usted».

El decimotercer día la defensa presentó una serie de personas que atestiguaron el buen carácter del acusado. El más relevante fue el teniente L’Hérifier, del Cuerpo de Paracaidistas, que había compartido con el doctor la celda de la cárcel de Fresnes y estaba absolutamente convencido de su inocencia.

Los dos últimos días estuvieron dedicados a una casi interminable serie de resúmenes por parte de los abogados de la acusación; solamente el de uno de ellos, Pierre Véron, logró provocar una vaga chispa de interés en la sala. Petiot, que durante las dos semanas del proceso había estado engatusando a los testigos y dirigiendo comentarios sarcásticos hacia los funcionarios de los tribunales, se mostraba claramente aburrido del tema: si no dormía, se entretenía haciendo caricaturas de Dupin y de los magistrados de la Presidencia. Cuando el fiscal pidió para él la pena de muerte, apenas levantó las cejas.

Después de la acusación llegó el turno de la defensa por parte del letrado Floriot. Con la misma maestría y serenidad mostradas en innumerables causas anteriores, con la botella de champán junto a él, comenzó por sostener que el caso se había iniciado con el descubrimiento de los cuerpos de la calle Le Sueur y se habían limitado a asignar a los cadáveres los nombres de los muchos miles de personas que figuraban en las listas de desaparecidos.

Después recordó al Tribunal que Petiot reconocía haber matado a diecinueve de las veintisiete supuestas víctimas, pero que el conjunto de las pruebas demostraba con toda verosimilitud que estas personas eran todas colaboracionistas de un modo u otro.

Con respecto a las ocho víctimas que su defendido negaba haber matado -Denise Hotin, Jean Marc van Bever, Marthe Khait, los Kneller, Joachim Guschinov y Paul Leon Braunberger-, Floriot indicó que las pruebas en su contra eran o absolutamente endebles o dependían en su mayor parte de las ropas halladas en casa de Albert Neuhausen.

*****

«Monsieur de París»

Henri Desfourneaux (derecha), el hombre que ejecutó a Petiot, llevaba la guillotina en la sangre. El puesto de verdugo es hereditario en Francia, transmitido de generación en generación en una familia que había convivido con la guillotina.

El apellido más famoso entre los de verdugos franceses es el de Sanson. En 1780 siete hermanos de la misma familia desempeñaron ese oficio en distintas ciudades; para distinguirse, tomaron el nombre de cada una de ellas; y así hubo un «Monsieur de Blois», «Monsieur de Rennes», etc. En la época de Marcel Petiot sólo quedaba un verdugo en Francia: Desfourneaux, «Monsieur de París».

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Fechas clave

  • 2/1/42 – Desaparición de Joachim Guschinov.
  • 22/3/42 – Desaparición de Jean-Marc van Bever.
  • 25/3/42 – Desaparición de Marthe Khait.
  • 5/6/42 – Desaparición de Denise Hotin.
  • 20/6/42 – Desaparición de Paul-Leon Braunberger.
  • 18/7/42 – Desaparición de la familia Kneller.
  • 9/42 – Desaparición de François Albertini y Claudia Chamoux.
  • 11/42 – Desaparición de Joseph Réocreux y Annette Basset.
  • 12/42 – Desaparición de la familia Wolff.
  • 1/43 – Desaparición de los Baston, Steven y Anspach.
  • 3/43 – Desaparición de Adrien Estébétéguy, Paulette Grippay y Gisèle Rossmy.
  • 5/43 – La Gestapo deja en libertad a Yvan Dreyfus.
  • 15/5/43 – Dreyfus prepara su fuga con ayuda de Petiot.
  • 16/5/43 – Baretta prepara su fuga con ayuda de Petiot.
  • 19/5/43 – Petiot y Dreyfus huyen de la Gestapo. Dreyfus desaparece.
  • 21/5/43 – La Gestapo detiene a Petiot tras un registro en la barbería de la calle Mathurins.
  • 13/1/44 – La Gestapo deja a Petiot en libertad.
  • 6/3/44 – Una densa humareda surge de la chimenea del número 21 de la calle Le Sueur.
  • 11/3/44 – La policía penetra en el interior y descubre restos humanos. Petiot huye.
  • 12/3/44 – Registro de la vivienda de Petiot en la calle Caumartin.
  • 14/3/44 – La mujer de Petiot y su hermano, detenidos al tomar el tren en Auxerre.
  • 17/3/44 – Maurice, hermano menor de Petiot, acusado de complicidad en los crímenes.
  • 6/6/44 – Comienza el desembarco del día D. Petiot continúa escondido.
  • 20/8/44 – Batallas campales contra los alemanes en París. Petiot asegura haber participado en ellas.
  • 25/8/44 – Los aliados entran en París; poco después Petiot se une a las FFI.
  • 31/10/44 – Petiot, reconocido, es arrestado en una estación de metro.
  • 18/3/46 – Comienza el proceso.
  • 4/4/46 – Petiot, declarado culpable de 25 asesinatos, condenado a muerte.
  • 23/5/46 – Denegada la apelación contra la sentencia.
  • 25/5/46 – Petiot, guillotinado en la prisión de la Santé, en París.

Marcel Petiot. El infierno de la Rue Lesueur

Robert A. Stemmle – Crónicas del Crimen

París, marzo de 1944.

Durante la cálida noche de un sábado, madame y monsieur Marcais fruncieron el ceño en su hogar de la Portería del núm. 23 de la calle Lesueur, cerca del Bois de Boulogne. De la chimenea de la casa vecina, número 21, salía un humo denso y negro. Al suponer que se trataba de un incendio en la chimenea, avisaron a la próxima Comisaría. Cinco minutos después el comisario Chevert y su colega Jacquemart montaban en sus bicicletas, dirigiéndose al lugar indicado. Ya al torcer la calle, el pesado y negro humo les salió al encuentro. Marcais esperaba a los dos policías. Colocaron éstos sus bicicletas en el portal del número 23 y se aproximaron a la casa vecina.

Es un edificio de dos pisos, al estilo de los años, ochenta, un típico hotelito particular. Las cuatro ventanas del primer piso muestran las rejas ornamentadas, propias de París. Todas las persianas están cerradas. El edificio ofrece el aspecto de estar abandonado.

Los gendarmes se encuentran ante el pesado portalón de roble. En la puerta hay una nota enganchada. Chevert se agacha y lee: «Estaré ausente un mes. Remitan la correspondencia a Auxerre, rue des Lombards». El número de la casa lo ha borrado la lluvia. Cierto musguillo cubre el timbre. Ningún cartelito anuncia el nombre del propietario. Pero el portero Marcais sí lo sabe: «Aquí vive un médico, un tal Petiot. Parece ser que ha salido de viaje. Hace tiempo que no lo hemos visto. Tiene su consultorio en la Rue Caumartin. Lo pone en el listín telefónico».

Chevert llama inmediatamente desde la portería y exige al doctor Petiot, después de haberle expuesto los hechos, que se presente inmediatamente para abrirle la casa. El humo apesta todo el barrio. Transcurrida media hora sin que se haya presentado el médico, avisó el comisario Chevert a los bomberos, quienes penetran inmediatamente por la ventana al interior de la casa que presenta un aspecto de total abandono. En busca del inevitable foco de fuego llegan los bomberos al sótano de la casa del doctor Petiot del que sale un espeso humo amarillo y pestilente.

En aquel lugar se encontraron con un crimen tan sombrío y horripilante que el mundo entero habría olvidado todo lo demás, si se hubiera enterado de ello. Pero la guerra se extendía en aquellos días de marzo de 1944, ensombreciéndolo todo. La censura de las tropas de ocupación prohibió la noticia. Los horribles detalles sobre los hallazgos de la callo Lesueur fueron, de momento, sólo conocidos durante largo tiempo por aquellos que lo habían visto con sus propios ojos.

Rápidamente hallaron los bomberos el foco del incendio. Dos hornos estaban en plena marcha. Especialmente del horno pequeño, salía un calor horrible. Uno de los hombres abre con un gancho la puerta del horno. Todos miran hipnotizados.

Una luz rojiza sale de él y dentro aparecen varios cráneos de seres humanos amontonados unos encima de otros, hundidos en las llamas rojas y descarnados.

Un crujido, un resoplido, un penetrante olor a carne y huesos quemados se extiende. Con ganchos, los hombres sacan los objetos ardientes, proporcionan aire a los hornos, arrastran mangueras hacia ellos y accionan con los matafuegos.

Durante el trabajo, uno encuentra el interruptor de la luz de la habitación. Lo que se ve es horroroso.

En aquel infierno reina un orden perfecto. El fogonero ya tenía el material para el siguiente día. Limpios y ordenados se encuentran allí, amontonados, brazos sobre brazos, muslos sobre muslos. Están a punto de quemar un buen número de cráneos frescos. Un montón de piernas, en el que se reconocen manos y costillas, sirve de leiía. Y, como un enorme tronco, yace al lado de la escalera un cadáver cuidadosamente abierto por la mitad, con cabeza, sin pelo ni cara, con trozos de cal pegados en la carcomida carne. Delante, un montón de paraguas y zapatos, de hombre y de mujer, con tacones altos.

Con manos inciertas han apagado los hombres el fuego de los hornos. El agua encharca el suelo de cemento. Afuera ya ha oscurecido cuando se retiran los bomberos. El comisario Chevert está de nuevo al teléfono dando el informe. Está todo oscuro en el tenebroso París de 1944. Solamente lucen amortiguados los focos de las linternas de los policías, que han sido avisados para acudir al lugar del horror. Es un constante ir y venir. Los policías hablan susurrando a los que llegan, quienes escuchan con la respiración cortada.

Repentinamente, llega un ciclista que, a espaldas de la policía, se cuela al interior de la casa. Es un hombre alto, de cabellos oscuros. En el pasillo patrullan dos policías. Detienen al desconocido:

-¿Qué desea?

El desconocido baja la voz:

-¡Perdonen! Soy un pariente del propietario de la casa. ¿Qué ocurre?

-Baje usted a los sótanos y ya verá lo que está pasando aquí -dice uno rápida y severamente.

El hombre no pregunta cómo se va al sótano. Un minuto más tarde penetra en él.

Tres policías se encuentran allí.

El desconocido se acerca a uno, de los hornos y abre la puerta.

-Extraordinario, ¿eh? -dice un policía.

El desconocido se yergue. Por primera vez se pueden ver sus ojos. Son verde-gris, muy grandes, de los que fluye un raro fulgor. Con estos ojos contempla a los tres jóvenes, uno tras otro. Luego pregunta en voz baja:

-¿Sois buenos franceses?

Los dos hombres abren los ojos desmesuradamente: «¿Qué es lo que dice este hombre?»

El desconocido se acerca aún más a los policías:

-Yo arriesgo mi cabeza, pero sólo puedo deciros una cosa, cerrad la boca. -Y señala los hornos y los miembros que están esparcidos dentro-. Recogedlos pronto y no gritéis. -Luego añade en voz alta-: Todos son alemanes. ¡Traidores! Han sido liquidados por la Resistencia.

Rápidamente abandona la sala. Los policías le siguen con la mirada.

Sin tropiezos logra salir con su bicicleta de la casa. Nadie se lo impide. Nadie le pregunta su nombre.

Suena el teléfono.

-Massu.

El jefe de la Brigada Criminal de París no entiende de momento lo que desea de él el inspector que está al otro extremo del hilo. Pero luego comprende y promete ir en seguida.

Se detiene el «Renault» en la calle Lesueur. La casa número 21 está completamente hundida en la noche.

Tanguy le saluda. Es el jefe de la comisión investigadora que igualmente ha sido sacado esta noche de su casa.

En el sótano, sale al encuentro de los dos policías el doctor Pau. El grueso médico forense tiene las mangas enrolladas por encima de los codos.

-Es casi increíble -informa-. Aquí no se trata de trabajo a medias, no constituye el corriente descuartizamiento de un profano. No. El colega Petiot lo sabe hacer.

El doctor Paul señala el horrible montón de despojos de la pared, músculos, tendones, tejidos grasosos, todo limpiamente trabajado. Massu contempla absorto las piernas con dedos extendidos, los brazos envueltos y, lo más horrible, los cráneos sin caras.

Massu sabe bien que aquellos cadáveres han sido desfigurados artificialmente para que nadie pueda reconocerlos. Comprende que se halla en el lugar de un crimen monstruoso.

-Admirable -dice el doctor Paul, que no consigue todavía tranquilizarse, acercándose una mano momificada hacia sus gafas-. El asesino se delata a sí mismo. Es, sin duda, el

trabajo de un médico.

El doctor Paul sigue mirando el objeto con sus ojos de miope:

-Lo extraño es que, ya desde el pasado verano, me chocaron los trozos de cadáveres que se encontraron en Clichy, Courtavois y en el Sena. Todos reflejaban la clase de corte efectuado por un cirujano. Además parece ser que ese hombre ha practicado el descuartizamiento aquí al lado. Contemplen esto.

Desde el cuarto de los hornos se divisa un enorme cuarto vacío, que parece ser la cocina. Bajo las ventanas del sótano se ven dos picas. En el centro se encuentra una mesa, de unos tres metros aproximadamente.

-¿Hay rastro de sangre? -preguntó Tanguy.

El doctor Paul mueve la cabeza:

-No lo parece; todo está frotado y limpio.

Massu pregunta cuántas son las víctimas. Aproximadamente unas quince. Se dirige, acompañado de Tanguy, al patio de la casa. En él se encuentra un edificio alargado, de ladrillo. Su interior tiene el aspecto de un garaje, todo blanqueado. En el lugar donde debería estar el coche, hay una fosa revestida de obra. Inútilmente trata el rayo de luz de su linterna alcanzar el suelo de la fosa. En su lugar, los dos policías contemplan una materia blanca y reluciente en las paredes.

-¿Es eso cal? -pregunta Massu.

-Sí, efectivamente, y, según parece, en abundancia. Mañana habrá que mirar lo que se encuentra dentro… Pero contemple esto.

El otro acerca con cuidado la punta de su bota hacia algo, que tiene aspecto de ser un montón de trapos. Son cueros cabelludos, oscuros y claros. Hay unos largos, casi blancos. Es probable que la cal los haya blanqueado.

Al salir, Tanguy enfoca el techo con la luz de su linterna.

-¿Ve usted, allá arriba, estas poleas? Con ellas ha levantado Petiot las dos losas, que sirven para tapar la fosa. Y luego ha dejado caer los cadáveres en la cal. Cuando éstos estuvieron secos, y maduros para el horno, los ha vuelto a sacar, a fin de procurarse mercancía para el próximo aprovisionamiento.

De nuevo salen al patio. Una segunda puerta conduce a otra habitación del edificio. Cuando están dentro, espera a Massu otra sorpresa: un diminuto consultorio. En él, se encuentran viejos y polvorientos muebles, recipientes esmaltados, donde se halla sucio instrumental médico, una mesa de despacho y dos viejos sillones de cuero, uno pava el médico, otro para el paciente.

-Y ahora debe venir el lavabo del doctor Petiot -dice Tanguy.

Un estrecho pasillo conduce del consultorio a otra habitación. No es un cuarto sino solamente un ángulo, mejor dicho, un triángulo. Su parte más larga mide dos metros. y medio. Sin ventanas, con una puerta aislada de todo ruido; pero la de salida que se ve, no es tal puerta. Es un engaño. Se trata de madera colocada en la pared imitando una puerta. Y la verdadera no tiene pomo por dentro.

Es solamente un gabinete triangular sin salida.

-¿Ve usted este botón de timbre? -dice Tangay-. Cuando se aprieta, no suena. No hay ningún hilo eléctrico. Solamente el botón en la pared.

-¿Por qué?

-Sí. ¿Por qué? -Tanguy baja la voz-. ¿Por qué toda esta matanza?

Permanecen bajo el dintel. Ante ellos está de nuevo el patio oscuro. De algún lado se oyen crujir pasos.

-Yo hablo siempre de Petiot -dice Tanguy. Se nota que medita cada una de sus palabras-. Pero sólo me limito a repetir lo que dice el doctor Paul, que jura contra ese doctor asesino. Si me pregunta mi opinión personal, podría pensar igualmente que tras ello se esconde una banda. Sí, un grupo con encargos especiales.

Esta clase de insinuaciones las pronuncia todo el mundo en el París de 1944 aterrorizado por la Gestapo. La insinuación de que se trata de algo más que de un simple asesinato, de algo político, es cosa que se ve claramente. Pero pronto se verá que esta suposición es falsa.

-Por cierto, he olvidado algo -se acuerda Tanguy-. Este doctor Petiot, o quien haya sido, ha construido algo muy original. Algo así como una mirilla en el cuarto triangular. Tendrá usted que mirarlo.

Pero Massu ya no podrá hacerlo. Da sus primeras instrucciones, la primera no detener aquella noche al doctor Petiot, puesto que la ley francesa no permite detención ni registro alguno durante la noche.

Pero la red se va tendiendo minuciosamente. Muchos uniformados rodean aquella noche las casas de la Rue Lesueur y de la Rue Caumartin, el número 66 donde tiene su consultorio el doctor Petiot. Todas las puertas están vigiladas por agentes de la Brigada Criminal, vestidos de paisano, todas las ventanas en observación.

A la mañana siguiente, día 12 de marzo, después de salir el sol, como lo ordena la ley, penetran seis policías en la casa de la Rue Caumartin, 66. Todo el mundo duerme aún en esta calle comercial.

Dos agentes permanecen abajo, en el portal. Dos más esperan al pie de la escalera. Y otros dos suben al segundo piso. Ante la puerta, donde hay un letrero esmaltado que reza: «Dr. Petiot – Radioterapia», se detienen. Aprietan el timbre. En el interior del piso reina un silencio absoluto.

Esperan. Llaman nuevamente. Finalmente golpean la puerta.

Ésta cede. Estaba abierta.

Los agentes se miran sorprendidos. Hacen señas a los dos agentes de la escalera. Los cuatro penetran dudando en el pasillo. Con el revólver en la mano, recorren cautelosos habitación por habitación. También esta vivienda del doctor está descuidada. Las persianas están echadas, los muebles llenos de polvo. Solamente en el dormitorio encuentran señales del dueño, sábanas y mantas arrugadas. Sobre la mesita de noche, un plato grasiento con ceniza de cigarrillos, pieles de salchichón y un papel de plata, envoltorio de un queso cualquiera. Un diario del 10 de marzo. Por lo tanto, de ayer. En la salita de espera están arrinconadas todas las sillas. El consultorio, con muchos aparatos, tapados con papel de periódico, da sensación de abandono y silencio. Dos fotos enmarcadas adornan la mesa de despacho. Se trata de una mujer morena, muy bien cuidada, y de un muchacho de mirada obstinada, de unos dieciséis años aproximadamente.

Finalmente acciona el teléfono del doctor Petiot uno de los agentes para comunicarse con la Jefatura y dar el parte. El comunicado fue que el doctor Petiot, sospechoso de asesinato, no podría acudir aquella mañana, como había planeado la «Police Judiciaire», del Quai des Orfévres, para prestar declaración, puesto que «ha decidido abandonar su casa con destino desconocido».

Después de las primeras noticias del macabro hallazgo de cadáveres, empezó en la prensa el gran avertijo. Y, como la policía callaba, nacieron los rumores. Las calles de los alrededores del Bois estaban por la noche más solitarias que nunca. Todo París evitaba el lugar del crimen.

Las primeras noticias sobre las víctimas hicieron su aparición en la Jefatura, dos postales y una carta a lápiz, todas anónimas. Todos los nombres de los desaparecidos eran judíos.

Eso dificultó el trabajo de la policía francesa. ¿Qué familiar judío se atrevería a presentarse para informarse sobre un pariente desaparecido? Además había catorce secciones en la policía francesa, que se hallaban supeditadas a la Gestapo.

Cuando los recortes de los diarios, referentes al asunto Petiot, abultaban cada día más en las carpetas, la Gestapo ordenó, a finales de marzo, la obligación de interrumpir inmediatamente los partes sobre el caso Petiot.

Silenciosamente, prosiguen entretanto las autoridades la caza del propietario de la casa de la Rue Lesueur. Un pasquín, con su descripción exacta, en manos de todos los policías. Se investiga a fondo el pasado del doctor Petiot. Son consultados los registros. Las actas dan a conocer sus secretos. Línea a línea se perfila, ante los ojos del juez del sumario, Berry, a quien se le había confiado el caso, un claro retrato de Petiot.

El 17 de enero de 1897 nació Marcel André Henri Félix, hijo de un empleado de Correos de Auxerre, patria de alegres comerciantes de vino y felices especuladores de maquinaria. El revoltoso y siempre un poco chillón muchacho perdió a su madre a los quince años. Una tía se hizo cargo del hogar, por el que corría otro muchacho, de cinco años, llamado Mauricio. Marcel fue un mal alumno; su padre le envió a un internado, para que, por fin, pudiera acabar sus estudios. Los profesores, dado el caso, le hicieron aprobar a la fuerza, en 1915, el bachillerato. La guerra necesitaba soldados.

En enero de 1916 se encuentra el soldado Petiot en las trincheras. Aprende a matar para evitar a su vez que le maten. Un trozo de metralla le hiere en el pie. Durante su permanencia en el hospital de Orleáns, es castigado por algo que ha hecho. ¿Fue un robo? ¿Un intento de deserción? Los informes en las actas se contradicen. Seguramente, el joven Petiot, a causa de su estado de nervios, sólo dice locuras. Durante meses, se observa su estado de lucidez. Después del armisticio es licenciado como mutilado de guerra en grado del 50 por ciento. Lentamente se va recuperando, perdiendo su cojera. Estudia en la Universidad de Lyon medicina y aprueba rápidamente todos los exámenes, entregando una magnífica tesis de doctorado. Un buen día hace su entrada, engalanado con su título de doctor, en la pequeña ciudad de Villeneuve-sur-Yonne, distante una hora de Auxerre por ferrocarril.

Así comienza en 1921, en el país de las cepas y bodegas de vino tinto, su carrera. En cuanto a espeluznante, no llegará nunca a tener rival su profesión.

La romántica ciudad de Villeneuve era entonces un lugar bastante sucio. De canalización, ni hablar. En las maltrechas casas rondaba desde tiempo inmemorable la tuberculosis. La ciudad necesitaba urgentemente las atenciones de un médico que introdujera en ella los modernos métodos de higiene y se ocupara de la asistencia social.

Petiot empezó despacio. Como médico se hizo querer de todos. No tardó mucho en que le nombraran médico jefe del hospital de la ciudad y, poco después, director del Asilo de Ancianos. En 1928 le eligen concejal y alcalde de Villeneuve. Hacía años que había ingresado en el partido socialista. Donde se le presentaba la ocasión, tomaba la palabra y hablaba convincentemente sobre el bien de todos. También en la Liga de Derechos Humanos hizo su papel.

Petiot se encumbra más y más y es nombrado concejal comarcal. El camino hacia la Cámara de Diputados está libre.

Felicidad familiar rodea al triunfador. Su esposa es una bella mujer, hija de un terrateniente, propietario de quince casas en la región. Llega un pequeño de cabellos negros, Gerard. Y en su consultorio se acumulan los pacientes, a pesar de que el doctor-alcalde, abrumado por sus negocios, tiene muy poco tiempo disponible para ellos.

Los hombres famosos siempre tienen enemigos. También en Villeneuve existía un grupo de «antipetiots».

En su residencia oficial hizo desmontar una auténtica chimenea Luis XV para montar en el mismo lugar otra de imitación.

También existe, por ejemplo, el caso ocurrido a los Fleurys, vecinos acomodados de Petiot. Éstos fueron robados y los ladrones prendieron fuego a la casa. El autor no pudo ser localizado hasta hoy día. Y luego ocurrió el asunto con Madame Desbauves, una vendedora de lotería. Esta dama tenía en su casa doscientos ochenta mil francos, no por primera vez en su vida; ésta fue la última. Al día siguiente la cocinera encontró horrorizada el cadáver de madame ante la puerta del patio.

Las investigaciones se pierden como arena. Pero, como es común en las pequeñas ciudades, las murmuraciones siguen. Un tal Frascot aseguraba un buen día que se encontraron huellas dactilares en el armario de la caja fuerte. Por pura diversión quiere comprobar las del doctor Petiot. Tres días después, el doctor le convence para que se deje poner unas inyecciones de veneno de abeja contra el reuma. Tres horas después de la primera inyección muere Frascot.

En la región, la posición de Petiot parece estar definitivamente consolidada. Se hacen preparativos para ponerle en las listas electorales para el Palais de Bourbon. Pero inesperadamente sucede que el doctor tropieza con una lata de gasolina.

Hubiera podido adquirir la poca gasolina que necesitaba para su cochecito, siempre a precio normal, en cualquier poste. Resultaba que estaba bajo su mando la empresa de suministro de agua de la ciudad, que consumía mucha gasolina. Sin embargo, Petiot se dirigía secretamente hacia allí para sustraer el carburante que necesitaba. Un buen día, cuando se acababa de apropiar, como de costumbre, de una lata de gasolina, fue sorprendido por dos empleados del ferrocarril.

Se instruyen diligencias, sacando a la luz que el señor alcalde y concejal del Municipio, hasta la fecha había estado utilizando para su coche particular gasolina robada. Además la fábrica de electricidad de la ciudad comprobó que, en el sótano de la casa del doctor Petiot, habían sido desconectados los hilos del contador eléctrico y enchufados directamente a la red estatal, de forma que el doctor se suministraba gratis la luz y la fuerza necesarias.

Nadie puede comprenderlo. Pero Petiot no se inmuta. Se acuerda de la táctica empleada en el hospital y da muestras nuevamente de insuficiencias mentales sobre el tapete: falta de memoria. Pero esta vez no le sirve. El Juzgado le condena a dos semanas de cárcel y le impone una multa. Paga ésta, se le pone en libertad vigilada y, de pronto, desaparece con destino desconocido.

El juez del sumario, Berry, pone a un lado todas las carpetas con los informes y documentos sobre el caso Petiot y decide hablar con el inspector Valet, que se encuentra en Auxerre.

En la comisaría de la pequeña ciudad de Auxerre, el inspector Guillemin lleva sus interrogatorios sobre el caso.

La señora Petiot es una cuarentona pero representa menos edad. Un traje sastre de buen corte, mejillas muy pálidas, entre las que resalta el rojo de labios.

-Bueno, bueno, señora Petiot -ríe Guillemin-, usted tiene que conocer por fuerza la casa de la calle Lesueur.

-Solamente estuve en ella dos veces. La última fue en la primavera de 1943. Pero siempre muy poco rato. Era tan poco confortable aquello… Queríamos instalarnos, una vez terminada la guerra, con más comodidad.

-¡Ejem! ¿Y qué cree usted ahora que se esconde detrás de aquello, señora Petiot?

La mujer mira temerosa a su alrededor.

-No sé nada. Nunca ha hablado conmigo de cosas profesionales. Se dice que él está con la Resistencia. Los alemanes le detuvieron en febrero de 1944. Estuvo en la prisión de Fresnes…

-…Y le dejaron salir de nuevo sin haber sido rapado. Nada le ha sucedido. Si, todo esto se sabe, si bien nunca se ha aclarado este asunto. ¿Tiene usted algún indicio de dónde puede estar ahora su marido?

-No.

-Pero usted debe estar preocupada de que su marido no regrese a casa.

-¡Naturalmente!

-Bueno. ¿Qué es lo que usted piensa?

Ella susurra:

-Tal vez se esconde de la Gestapo.

-¿Ha recibido usted alguna noticia de él durante estos últimos cuatro días?

-No. Verdaderamente no sé dónde se encuentra. ¡Gracias a Dios, no lo sé! -Se excita-. Usted, como francés, debería verdaderamente…

-Supongamos que sea cierto lo de la Resistencia y que las víctimas sean todas alemanes. ¿Pero cómo se explica usted entonces que entre tantos trozos de vestido, que hemos encontrado hasta ahora, no se halle ni un solo pedazo de uniforme alemán y, sin embargo, en su lugar, gran cantidad de vestidos de mujer?

Guillemin cambia el tono de su voz, se vuelve penetrante:

-¿Cómo se explica usted, señora Petiot, que, en la Rue Lesueur, hayamos encontrado el cuero cabelludo de una mujer vieja? Si, señora Petiot, cabello blanco de mujer.

Ésta se derrumba de lado y se desliza de la silla, cayendo al suelo. El inspector ha de dejarlo por hoy. Vuelta de su síncope la mujer, es avisado el de la guardia. La puerta, que da, a la habitación de al lado, se abre. Los agentes miran extrañados. Un joven que ha estado esperando tras la barrera, se precipita sobre la desmayada.

-¡Madre! ¿Qué están haciendo contigo?

Mira agresivamente a los hombres de su alrededor. La mujer vuelve de su síncope. Quiere levantarse. No puede. Los hombres la ayudan y la conducen a la calle. Llaman un coche. El joven está indeciso. Se avergüenza. Es Gérard Petiot, el hijo del doctor. Desde el descubrimiento del crimen en su casa, ha sido autorizado a dejar el colegio de París, Ahora puede regresar a casa. Su madre será llevada nuevamente a París, al día siguiente, para que preste declaración; también el hermano del doctor, Mauricio Petiot.

El viejo inspector Valet, en el Quai des Orfèvres en París, se dedica a Mauricio Petiot, quien ha proporcionado a su hermano cal viva, y lo enfrenta con el corredor de fincas Nezodent, testigo de que Mauricio estaba enterado de lo que sucedía en la Rue Lesueur. Fue él quien hizo desaparecer las maletas con las ropas y vestidos de las víctimas. Esto está clarísimo.

-¿Las maletas del señor Petiot? Efectivamente, están en nuestro sótano. Espere, voy a buscar a mi marido en seguida.

La pequeña mujer, con moño blanco, sale de la tienda y se dirige a la parte de atrás por el patio, donde se encuentra el taller. Los dos policías de Auxerre se encuentran en esta pequeña tienda de Courson-Les-Carriêres.

Viene el maestro.

-Perdonen -dice, mientras señala hacia el estrecho pasillo, que huele a cuadra-. Si los señores desean ir personalmente, por aquí se baja al sótano. Enciende la luz.

Una escalera conduce hasta abajo.

-Nuestro sótano es bueno -dice la mujer-. Tiene bóvedas muy fuertes. Es que vivimos materialmente dentro de la cantera. ¿No es cierto?

-¿En su día, les comunicó Petiot por qué quería depositar sus maletas en este lugar? -preguntó uno de los policías.

-¡Naturalmente! Se debió a la seguridad que ofrece. Porque ha de saber que, en Courson-Les-Carriêres, no ha caído nunca una bomba.

Con ayuda de los dos viejos, suben al piso sesenta bultos.

En general, todas son buenas maletas, incluso maletas ligeras del trópico. Entre ellas, las hay de metal. Una caja completamente nueva de sombreros brilla por su blanco esmalte. Dos cajas de cartón atadas se encuentran también entre los enseres, así como un gran baúl, que han tenido que subir trabajosamente entre los dos agentes. El resto se compone de maletines.

Las etiquetas de hoteles de antiguos viajes fueron rascadas cuidadosamente.

Un par de días más, tarde ya están todos los bultos en París. Hay algunos de Auxerre, de Courson-Les-Carriêres e incluso algunos de la propia Rue Lesueur. Todo el departamento destinado a equipaje está completo. Huele a podrido. Las maletas entretanto han sido todas numeradas. Se hace con grandes cifras, escritas sobre ellas con yeso. Los agentes han llegado hasta el número 76.

-¿Dónde están las listas de Auxerre? -pregunta el inspector Valet.

-Aquí. -Un joven asistente las presenta a su superior. Éste gira su silla de cara a la ventana y repasa las columnas.

-71 necessaires de tocador, 93 camisas de mujer, 10 pijamas, 306 pañuelos, 30 trajes de caballero, 21 bolsos, 46 pares de calcetines, 104 camisas de hombre, 91 sombreros de mujer, 74 vestidos de señora, 18 abrigos femeninos, 35 fa]das, 12 abrigos de caballero, 21 polveras, 10 limas de uñas, 16 tubos de carmín, 22 cepillos de dientes y 57 pares de zapatos.

-¿Cuántas víctimas pueden representar estas listas? -pregunta el asistente.

-Depende del objeto de que se parta.

-¿Quizá por los sombreros de señora? -contestó otro.

-¡Malo! -reprime el inspector-. Ustedes saben que la parisiense lleva siempre de viaje el máximo de sombreros posibles. Mejor, podríamos tomar de base los monederos o los abrigos de hombre.

-Entonces serían 21 mujeres y 12 caballeros.

Pero todavía deben ser contados más bultos. Pasan las horas. La máquina de escribir teclea interminables columnas, vestidos, abrigos, ropa, trajes, calcetines, zapatos, en su mayoría cosas nuevas. Una vez un marco de plata ovalado, del que se ha arrancado una fotografía. Carteras de documentos vacías. Botellas de perfume. Cajas de medicinas.

Tres vestidos de mujer, todos usados. Uno remendado debajo de la axila. Un abrigo de mujer, imitación de piel. Un sombrero de señora, de fieltro, usado. Una cinta con la marca arrancada.

El inspector avisa: «Anoten siempre aparte las cosas usadas; han de examinarse bajo el microscopio.» Por el olor del sudor, cabellos y perfume, se pueden localizar las que pertenecen a la misma persona. De la caja de sombreros, en cambio, no sale ni uno solo. En ella, se encuentran vaporosos trajes de noche, de tul rosa y seda color crema. Un baúl, completamente nuevo, contiene cinco elegantes trajes de caballero, entre ellos incluso un frac. Todo para una persona alta y ancha de hombros. Cuando uno de los agentes saca un vestido azul, algo le pincha en un dedo. Son cerdas de caballo que atraviesan la ropa. Se comprende que las dos hombreras han sido rasgadas. También los otros cuatro trajes están incompletos. El asesino ha separado, con un cuchillo, las costuras, ha cortado el forro y ha descosido los bolsillos.

-Aquí ha buscado algo y lo ha encontrado -dice el inspector Valet.

-¿Qué?

-Seguramente oro o dinero. Tal vez diamantes.

Los agentes lo apuntan todo en el sumario. Y entonces encuentran un cepillo de niña, para el cabello, y un diminuto pijama.

-¿Se han encontrado también huesos de criatura en la Rue Lesueur?

-Que yo sepa, no -replica el inspector-. Pero esto no quiere decir nada. Todavía existen otros despojos de cadáveres sin identificar. En el Sena, por ejemplo, generalmente liados en una toalla. Y brazos y piernas en Clichy. Luego, los tres grandes paquetes que se encontraron el año pasado en Couvevoi. Será todo revisado. El doctor Paul lo está haciendo.

-Ahora incluso han hecho venir al director del Museo de Historia Natural -añade alguien-, que ha de poder descifrar hasta la edad de los huesos.

-¿Qué han indicado las listas de desaparecidos desde los días en que compró esta casa Petiot?

-No se ha demostrado aún nada. De momento, hemos avisado a algunos familiares de desaparecidos. Sobre todo, a aquellos que puedan dar una descripción exacta de la ropa que llevaban puesta el día de su desaparición.

Del doctor Petiot ni una pista, ningún punto de partida, ningún detalle de su paradero. Era como si hubiera desaparecido de la superficie de la tierra. La policía de París trabaja febrilmente. Utiliza cuantos medios le es posible, a la sombra de las fuerzas de ocupación. El doctor Petiot, cuya foto llevan centenares de agentes, permanece invisible.

El cuadro de esta persona se vislumbra cada vez más claro.

El juez del sumario, Berry, no deja transcurrir un solo día sin aprovecharlo. Si bien no se le ha detenido, se sabe ahora con certeza quién es Petiot. Se conoce el desarrollo de cualquier aspecto de su vida.

Algunos pacientes declaran. La cámara del médico suministra material. Actas judiciales proclaman los delitos anteriores. El juez instructor examina su tarjeta de visita, que hizo repartir profusamente por todas las calles de París.

Se repartieron muchas de ellas en el París de 1933. También el doctor Petiot, recién llegado de provincias e instalado en la Rue Caumartin, echó mano de la propaganda.

Una vez leída, uno se pregunta para qué clase de especialidad no será apto aquel médico.

Sus precios son moderados. Está admitido en todos los seguros. Y en letra redondilla resalta finalmente que su tratamiento es nuevo y personal.

Esto último hizo su efecto. Los pacientes se amontonaban en la sala de espera. Aparte de mujeres con varices y propietarios diabéticos, acudía otra clase de clientela. No faltaba Margarita «La Poupée», cuya empolvada cara de muñeca no armonizaba con su brazo lleno de pinchazos de las agujas de inyecciones. Ésta trajo luego a «Annette» y «Chouchou», mujeres ligeras, de la misma profesión e igualmente morfinómanas. El doctor probaba en ellas un sistema de lenta desintoxicación. Tales curas solían durar mucho tiempo. De todas formas, ni el médico ni el paciente veían cómo acabaría. En esto estaban todos de acuerdo. También se murmuraba que el doctor Petiot curaba la sífilis, sin efectuar el parte correspondiente al Instituto de Sanidad previamente, como era obligación.

Un buen día es detenido el doctor Petiot.

La acusación se basa en crímenes efectuados con estupefacientes. En sí, nada excepcional. Petiot se manifiesta ante los jueces como una víctima de buena fe. Es condenado a un año de cárcel y al pago de 10.000 francos. Apela contra la sentencia y, en la segunda instancia, logra la libertad condicionada y rebajar su multa a 2.500 francos.

El negocio sigue floreciendo. Su consultorio crece. En 1939 sus ingresos ascendieron a 500.000 francos. Y, con el tiempo, recobra su buena reputación, llegando a ascender a médico oficial. Visita a domicilio. Certifica defunciones. Y mientras los deudos lloran todavía alrededor del féretro, deja vagar sus desmesurados ojos por la habitación. Sus dedos se mueven. Siempre se embolsilla algo, una vez un pasaporte, otra un broche. También alguna vez se hace con dinero, si éste se encuentra a la vista. Le ocurrió un caso con la solterona Hausse, quien armó tal jaleo que, por un pelo, no llegó a poner al doctor Petiot nuevamente ante los tribunales. ¿Se trata de un cleptómano? El doctor se vigila. Teme las lamentables escenas posteriores. Y, efectivamente, de nuevo llega otro «bidón de gasolina».

De la mesa de una biblioteca pública, en el Boulevard Saint Michel, Petiot roba un libro. El robo es incomprensible. Aquel libro le hubiera costado, a lo sumo, 12 ó 18 francos, una miseria, teniendo en cuenta sus ingresos. De nuevo le cae encima otro proceso. Ha de echar mano de sus perturbaciones en la guerra, tiene que fingir repetidos ataques psíquicos, y acaba por caer en una clínica psiquiátrica donde durante ocho meses, le tienen en observación. Luego le dejan volver de nuevo a París.

El juez instructor busca inútilmente papeles militares entre las actas de Petiot. Marcel Petiot no había tomado parte en la segunda guerra mundial. No fue soldado, ni siquiera médico militar. Fue declarado inútil total en la segunda contienda. Donde pasó las semanas del «blitzkrieg», es lo que no pudo localizar Berry. Cierto es que, a finales de 1940, vuelve a estar Petiot en París, como si no hubiera sucedido nada, mientras, a su alrededor, el Ejército alemán, el Partido y la Gestapo, estaban ocupados en introducirse, a su manera, en la capital de Francia. Muy pronto soplaron juntos un alegre tararí. Empezó la gran caza contra todos los perseguidos y acosados de Europa, que habían encontrado refugio en Francia, comunistas alemanes, republicanos españoles o demócratas italianos. Y la terrible caza sin compasión contra los judíos.

Entonces prestó atención Petiot. Era una caza fría la que se estaba ejerciendo ante sus ojos. Se producían unos golpes duros de madrugada, sobre la puerta de la casa, y la orden tajante: «Acompáñenos.»

-¿A dónde?

Los cazadores no lo revelaban. Las víctimas desaparecían en cualquier lugar.

¿Fue esta la señal de «caza» para Petiot? ¿Qué debía pasar en el interior de este hombre, que había disfrutado de una juventud acomodada, que había superado los estudios académicos con diploma, que había hecho el juramento de Hipócrates para conservar una vida con la ayuda de Dios? ¿Fue Petiot un enfermo mental? Los especialistas, durante el proceso, dijeron: «¡No! Fue solamente su avidez desmesurada de dinero, joyas y riqueza.» Esto es demasiado poco para esta clase de satánica, habilidosa y premeditada criminalidad. ¿Era, quizás, el terrible placer de contemplar los martirios de sus víctimas, sus últimos espasmos? ¿Acaso una perversión de su vida sexual? El doctor comprendió que nadie preguntaría por sus víctimas y que nadie se atrevería a contarlas. Se alió inmediatamente con el terror, que entonces llevaba el nombre de Gestapo. Decidió convertirse en un subagente de la muerte, un pequeño e insignificante matarife particular en la sombra, sin llamar la atención. Para ello necesitaba un distanciado y bien camuflado matadero con los adelantos modernos necesarios. No faltarían víctimas mientras siguieran tocando los nazis el tararí en Francia. Con tales propósitos, compró el doctor Petiot, en mayo de 1941, aquel caserón vacío, y de buen aspecto, de la Rue Lesueur, no lejos de I’Etoile.

En octubre de 1941, contrató el doctor los operarios. Para asombro de los mismos, deja de lado la verdadera casa.

El establo, el almacén y las fosas son cuidadosamente encalados, el techo reforzado. Se instala una polea para levantar las losas de piedra, que tapan la mayor de las fosas. Los trabajadores se asombran, pero siguen las instrucciones de Petiot que ordena que sea forrada con corcho, y a prueba de sonidos, la puerta doble de la pequeña habitación, así como la construcción de una puerta simulada de dos hojas en la pared.

Cuando al final manda elevar la pared exterior, que rodea la finca, ya no preguntan nada y trabajan hasta alzar un muro de siete metros de altura, que tapa el terreno vecino.

El doctor advirtió cómo la Gestapo sacaba de sus barrios una mañana de diciembre, al profesor Cohen. Nuevamente se enciende en la mente de Petiot una lucecita. Con una seguridad de sonámbulo, encuentra el camino hacia su primera víctima.

Petiot contempla desde la ventana de su consultorio cómo se llevan al viejo judío; seguidamente corre y cruza la calle penetrando en la firma «Guédo & Guschinow, Pieles».

-¿Cómo va eso, querido? -dice Petiot al tratante de pieles, que desde hace siete años es su vecino y cliente-. ¿Lo ha meditado usted ya?

Joachim Guschinow de Cracovia. Desde hace decenas de años reside en París. Se yergue y dice: «Doctor, usted ya lo sabe. Hace tiempo que me habría marchado. Pero está mi mujer. Mire usted, ya tengo cincuenta y dos años, ella es mucho más joven. Si me marcho al otro lado, se queda sola aquí…

-¿No habrá hablado usted con persona alguna sobre ello? -pregunta Petiot en voz baja-. Ya lo sabe, arriesgo mucho con esto. ¿Quién sabe durante cuanto tiempo podré seguir haciéndolo … ? En cuanto salte Romier de ministro en Vichy, saltarán mis intermediarios. Entonces se habrá terminado todo. Ya no me será posible ayudar a nadie más a alcanzar la «zona nono».

«Zona nono» es la abreviatura de «zone non occupée», zona no ocupada.

Joachim Guschinow se levanta. Tiende una mano hacia el doctor y le dice:

-Tiene razón, Petiot. Ha llegado el momento. Lo haré.

En la mañana del 2 de enero de 1942, Guschinow conversa por última vez con su socio Guédo. Guschinow habla bajo: «He hecho todo lo que me ha indicado el doctor. He vendido mis valores. También las joyas trabajadas. He conservado solamente las piedras sueltas y las divisas. Todo lo he cosido y lo he metido en la maleta pequeña como me ha indicado el doctor Petiot. Ahora debo dejar esta maleta con las cosas de valor, casi tres millones, en su casa de París. Petiot dice que es demasiado peligroso pasar la línea de demarcación con tanto dinero. Aduce que no puede responder de los guías que me harán cruzar la frontera.

-¿Qué querrá hacer él con la maleta?

-Petiot dice que la entregará a un diplomático argentino. La maleta estará en el andén cuando llegue a La Plata.

Guschinow termina mirando fijamente a su amigo Guédo.

Este medita:

-En realidad, creo que Petiot no te puede estafar. Nos escribes inmediatamente después de tu llegada al otro lado. Es muy probable que Argentina permanezca neutral. Nosotros quedamos aquí con nuestro negocio. Es decir, lo tenemos en nuestras manos, puesto que Petiot también se queda aquí.

Se dirigen al consultorio del doctor Petiot, calle Caumartin.

-¿Qué es esto? -pregunta el doctor Petiot.

En el consultorio de este último están sentados, frente a frente, el doctor y el matrimonio Guschinow. Guschinow, su primer pasajero…

-¿Y esto?

Contesta la graciosa mujer extrañada:

-Es un billete de 100 francos.

-Exacto. Ahora pongan atención.

Petiot parte el billete por la mitad. Entrega una parte y dice: «Ésta es para usted. La otra mitad se la llevará su marido». Entrega a Guschinow la otra mitad del billete: «Tan pronto haya llegado felizmente a Buenos Aires envía usted a su mujer este trozo. La censura no se fijará en este detalle y lo dejará pasar. Nosotros ya sabremos de qué se trata».

Luego prosigue: «Bien. Esta noche le espero a las once en punto, junto a la esquina de la Rue Pergolése y Avenue de la Grande Armée. Solucionaremos también cuanto antes lo referente a la revisión en casa de un colega que vive allí, al lado. Es especialista de medicina tropical. Hay que hacerlo. Las autoridades de emigración argentinas así lo exigen».

Se despide rápidamente del matrimonio y los conduce hacia la segunda salida, evitando pasar por la sala de espera, hacia el pasillo.

-Hasta la vista, amigo. Pronto lo habrás dejado todo tras de ti.

Todo lo que se describe aquí, lo que la policía ha podido ir reconstruyendo laboriosamente en pequeños fragmentos de las declaraciones que, entre sollozos, fue haciendo la señora Guschinow, tiene un macabro doble sentido. «Pronto lo habrás dejado todo tras de ti … »

Petiot entrega a Guschinow un pequeño cuaderno escrito a máquina. Su título, «Los siete mandamientos del emigrante».

Este cuaderno se convirtió más tarde para la policía en la prueba número 114.

Primer mandamiento: «Entregar cinco fotografías para la documentación».

Segundo: «Los viajeros deben ir siempre solos»

Tercero: «El equipaje queda limitado a dos maletas de mano».

Cuarto: «Todas las iniciales y etiquetas de los vestidos y maletas han de ser suprimidas».

Quinto: «Los que aspiren a viajar deberán vestirse preferentemente al estilo argentino».

Sexto: «Los muebles, joyas y valores deberán venderse. Todo el dinero, así como el oro, brillantes y divisas deberán ser cosidos en la ropa».

Séptimo: «Habrá de estudiarse el código secreto».

Con sus dos preciosas maletas marcha Guschinow a través de la noche. Alcanza la Rue Pergolése, donde ya le espera Petiot. Sigue al doctor en silencio.

-Esta no es la rue Pergolése…

Guschinow intenta pararse.

-No. Es la Rue Lesueur. Mi colega vive en el número 21. He mencionado falsamente el nombre de la calle por precaución. ¿Comprende usted? Aquí nos esperan.

Petiot saca su manojo de llaves.

«¿Llaves? -piensa Guschinow-. ¿Cómo es posible que tenga la llave? Si en realidad es un colega, un médico desconocido quien aquí vive … »

Por última vez, muy quedamente, se agita la antigua desconfianza. Pero ya no hay tiempo. Ahora ha cruzado Guschinow el portal de la casa número 21 de la Rue Lesueur.

No la abandonaría jamás. Esto se ha sabido porque se han encontrado sus maletas; sin embargo, la que transportaba los valores no ha sido hallada.

Guschinow entra primero en el misterioso gabinete triangular con la falsa puerta de salida y la mirilla.

Allí emprendió Guschinow su último viaje.

En el juicio que más tarde cortó la respiración a todo París, declara el grueso doctor Paul sobre cada uno de los veintisiete muertos: «Unicamente se podía tratar de gas, inyecciones de veneno o estrangulamiento. Tampoco deben descartarse las cuchilladas. Pero todo esto sólo son suposiciones.»

Y se quedarán con estas.

Petiot, el «Barba Azul» de París durante los años de la última guerra mundial, carecía para sus crímenes de ayudantes ni testigos

Una semana después de haberse despedido el traficante de pieles de su mujer y de su socio, hace entrega el doctor Petiot a la esposa de una nota, c a letra le parece muy ternblorosa y extraña, que dice: «Querida, cuídate bien. No te preocupes. Te abraza, J».

Durante las siguientes semanas, llegan las noticias como de encargo. De todas maneras, Petiot ya no entrega misivas, escritas con trémula mano, del traficante de pieles, pues sería demasiado peligroso. Prefiere comunicar verbalmente lo que ha traducido de las cartas en clave, que le envían sus colaboradores. Según ellas, se ha embarcado Guschinow el 10 de enero en Marsella con rumbo a Casablanca en un barco neutral, llamado «Explorador». Luego ha pasado, para ser revisado, al puerto africano de Doka. Y un buen día entrega Petiot a la señora Guschinow la mitad del billete de 100 francos correspondiente al marido. Durante los próximos días, sólo tiene buenas noticias. Empieza a convencer lentamente a la mujer del tratante en pieles y a su socio para que emprendan también ellos el viaje.

El 13 de marzo de 1944 él se entera, por el diario matutino, de los cadáveres encontrados en la casa del doctor Petiot de la Rue Lesueur.

De mil piezas de mosaico -denuncias, desapariciones, piezas de ropa sacadas de los baúles empolvados, declaraciones de transtornados testigos- se va componiendo lentamente el cuadro de los hechos del doctor Petiot en toda su cruel dimensión. La caza del doctor Petiot se convierte en aquellos finales de la guerra en algo complicadísirno y muy difícil. Las piezas del mosaico que aportan el jefe de la Brigada Criminal y el juez instructor Berry tienen muchas facetas. Así consta en el Instituto Científico de Criminología de París, entre otras muchas actas que componen un protocolo de seis páginas.

He aquí el informe de un hallazgo que dos caminantes descubrieron años antes en Courbevoie, al este de Paris: «Una cabeza de niño pelirrojo, René Kneller, nacido de padres judíos alemanes, emigrados a Francia». Desde el comienzo de la guerra vivía la familia Kneller en una casa de alquiler de París. Kurt Kneller no estaba hecho para soportar las dificultades, el miedo y la constante alteración del emigrante. Cuando el pasado año se encontró mal de los riñones, fue a visitar a un médico que le había recomendado un compañero de trabajo. Era el doctor Petiot, rue Caumartin.

El señor Kneller decidió hacerse visitar por el famoso médico después de haberse enterado, por el mismo compañero de que dicho doctor se encargaba de conducir, a las personas que lo deseaban, por ocultos caminos, a la Francia no ocupada. El doctor Petiot, después de muchas vacilaciones, está dispuesto a ayudar a la familia Kneller. Como aval pide solamente algunos muebles de la casa de Kneller, de los que desea ocuparse personalmente. El viaje se hace con rapidez. De tres personas no ha quedado gran cosa, un pijama de niño y los muebles, una maleta con manteles y sábanas, una carta de racionamiento para niño, J-2, y un acta en el Instituto Científico de Criminología de un cráneo de niño no identificado, de cabellos rubio-rojizos.

Cuando, más tarde, se presenta el doctor Petiot a recoger los muebles se encuentra con un inesperado contratiempo. La portera no le deja entrar en el piso y no le permite llevarse nada.

La oscuridad sobre los muertos de la casa 21 de la Rue de Lesueur se va aclarando lentamente. Como se sabrá más tarde, el propio doctor Petiot estaba instalado entretanto en medio de París, en la casa de un antiguo paciente suyo, el fundidor Georges Reboux, en la Rue Faubourg Saint Denis. El señor Reboux se calla y no se decide a hacer ninguna denuncia porque Petiot se ha legitimado ante él como patriota y miembro de la Resistencia que, a su manera, combatía al odiado enemigo, la fuerza de ocupación. El señor Reboux ha suministrado tuberías de plomo a los hoteles acondicionados como residencia de las fuerzas alemanas. Con ello ha ganado mucho dinero. Si saliera a relucir esto más tarde, sería considerado como «colaboracionista», pero el hecho de haber protegido y ocultado a un resistente como el doctor Petiot ayudaría a borrar tan odioso calificativo.

Petiot, desde la Rue Faubourg Saint Denis, sigue todos los pasos de la policía. Lee con atención las escenas de los familiares en la sala de identificaciones, cuando éstos reconocen alguna prenda de las personas que creían a salvo, o alguna de las 76 maletas, que pudieron poner a buen recaudo.

Por ejemplo, también ha desaparecido un tal Paul Braunberger, médico de creencias judías, desde el 20 de julio de 1942.

En dicha fecha, por la mañana, a eso de las nueve y media, suena el teléfono en la casa del doctor Paul Braunberger. Una voz de hombre pregunta: «¿El doctor Braunberger?».

-Al aparato.

-Una de sus pacientes ha enfermado repentinamente de gravedad y requiere sus servicios. Yo estoy ahora con ella.

-¿Con quién hablo?

-Con un colega de usted, uno de sus compañeros de religión, que no puede ejercer. Yo ya le conozco. Por favor, venga lo más rápidamente posible a la parada del metro de I’Étoile.

El doctor Braunberger cuelga con un suspiro. Son días malos para los judíos parisienses. Desde hace una semana han de llevar la estrella amarilla. Comprende muy bien que el colega haya silenciado el nombre de la paciente. ¡Con qué facilidad puede ser escuchada una conversación telefónica!

Empezaba a oscurecer y todavía no había regresado a su casa el doctor Braunberger. Inútilmente escuchó la asistenta, señorita Kummerle, hasta medianoche, cualquier ruido en la escalera. Inútilmente revisó la señora Braunberger las fichas de todos los clientes que podían haber llamado desde las inmediaciones de I’Etoile. Después de una semana de espera interminable, recibe la señora Braunberger una carta en la que comunica su marido, con letra temblorosa, que vive y está a salvo. Tiene que ocultarse, esperando muy pronto poder viajar con ella al extranjero. Anhelantes esperan los familiares de Paul Braunberger una nueva señal de vida. Esta vez es un conocido de la casa, el agente de seguros Vallée, quien les lleva una carta que ha recibido, dirigida a su nombre, pero destinada a la señora Braunberger, y firmada con el nombre del doctor Braunberger; éste escribe, con letra aún más temblorosa que la primera vez, que está bien y que pronto estará todo a punto. Su mujer debe hacer las maletas y poner en ellas todo lo de valor, dinero y joyas. También ha de tener a punto los muebles para ser transportados. Ha sido contratado un camión para este efecto; tiene oportunidad de almacenar los muebles en una casa vacía de la calle Lesueur, 21. Dice después que al día siguiente irán a buscar los muebles, las maletas y a ella.

Después de mucho pensarlo, decidieron no hacer nada, ni el hermano ni la mujer.

Ya no les llegó ninguna carta ni noticia. Nadie llevó a Petiot las cosas a su casa, que con tanto nerviosismo esperaba. Sus aspiraciones relativas a muebles debían seguramente estar bajo una mala estrella.

Con la familia Kneller y con el doctor Biraunberger no había ganado nada el doctor Petiot. Para resarcirse de estas pérdidas, y espoleado por su sed de latrocinio, decide «ampliar el negocio». Petiot se agencia al diseñador de pelucas, Adolphe Verrier, uno de sus clientes, como colaborador, sin delatar su secreto. Mientras el caduco hombre se encontraba de visita en su consultorio, habló, sin intención, del malogrado intento de un conocido suyo de pasar la frontera. Entonces aprovechó el doctor para dar a entender a Verrier que conocía los medios y que representaba un gran papel en la Resistencia, bajo el nombre supuesto de doctor Eugene. Según él, había ayudado a más de un infeliz acosado por los nazis a pasar la «zona nono» y aún más allá. Si Verrier deseaba podría ganar bastante con ello.

A través de su amigo Gontard, localiza Verrier a dos señores que muestran interés en pasar la zona, Jo, un boxeador, apodado «Jo del brazo de hierro», y François, «El Corso». Los dos han decidido dirigirse, en compañía de sus damas, a Casablanca, donde tienen ambos dinero invertido. Jo, el boxeador, es un muchacho excelente; mide 1’90 mts. de estatura y tiene músculos de atleta. Por ser un avaro muy conocido en el viejo puerto de Marsella, no se conformó con sus escasos ingresos de chulo. Le condenaron a 20 años de prisión. Logró escapar y se fue a París. Poco después le siguió Paulette, la Paulette china, llamada así por sus ojos rasgados, mongólicos.

En París se hizo contratar como soplón de la Gestapo, conociendo allí a «El Corso», que se ganaba el dinero de idéntica forma. De todas formas François era mucho más astuto y falso que Jo. Desarrollaba sus actividades en los dos bandos; entregaba agentes alemanes a la cuchilla, si se lo pagaban bien. En los últimos tiempos, tenía el Corso motivos para suponer que la Gestapo había percibido su doble juego. Por ello, deseaba desaparecer.

Con François viaja su amiga Claudia. Lleva seis maletas y una cantidad enorme de joyas.

Jo, el boxeador, en cambio, ha invertido la mayoría de su capital en divisas. En fajos de billetes lleva consigo todo el dinero, coronas suecas, francos suizos y dólares sobre dólares.

En el encuentro entre los dos pares de granujas y el doctor Petiot, en el taller del fabricante de pelucas, se ponen rápidamente de acuerdo sobre el precio y la fecha. Primero viajará François con su dama, tres semanas después le seguirá Jo con su compañera. Todo sale bien, según lo acordado, para la marcha del Corso.

Pasan tres semanas. El plazo para el desplazamiento de Jo, el boxeador, y su compañera de ojos rasgados, se acerca. Y ahora sucede lo inesperado. Esta vez se retracta el salvador de los acorralados. Busca disculpas y expone mil motivos para considerar necesario el aplazamiento del viaje.

El boxeador se pone nervioso y exige que mantenga lo acordado. El doctor Petiot teme a este hombre. Un movimiento prematuro, una puerta que se cierra un segundo tarde… Esta vez la bestia huele la trampa. El coloso pega a su alrededor. A regañadientes, poseído de un pánico cerval, se hace cargo el doctor, una semana más tarde, del paso a la «zona nono» de Jo y su chica.

Los temores de Petiot son innecesarios. El gabinete de la muerte funciona con toda precisión.

El negocio hecho a través de su amigo, el fabricante de pelucas, fue muy fructífero. Pero el doctor, que sigue actuando bajo el nombre de doctor Eugene, conoce ahora a una dama, una verdadera dama, elegante y dispuesta, quien daría un auge, todavía mayor, al negocio de la Rue Lesueur. La dama pelirroja es muy inteligente y tiene facilidad de palabra. Se llama Eryane Kahan. A través de ella, conoce Petiot a la familia Wolf, que huyó de Hitler desde Frankfurt. Tramita también la salida del tratante de maderas Bach, de Amsterdam, junto con la mujer y cinco parientes judíos.

La Kahan entrega a todos al doctor Eugene confiada. Promete pasarlos, en el término de tres días, en dos grupos, uno después del otro.

Desde finales del invierno 1942-1943, no se deja ver el doctor Petiot por la señora Kahan. Cuando ésta una mañana leyó en el diario que habían detenido a un médico que se dedicaba a pasar gente por la frontera, supuso que se trataba del doctor Eugene. Como sabía que, por presión o martirio, había delatado más de uno a sus cómplices, hizo sus maletas y se despidió de su amiga madame Goux, instalándose en otro lugar cualquiera de París. A mediados de marzo de 1944 vio de nuevo el retrato del doctor Eugene en un diario. Extrañada leyó, bajo la fotografía de aquella cara tan conocida, el totalmente desconocido nombre de Marcel Petiot.

Así se enteró del infierno de la Rue Lesueur.

Se trasladó a otro lugar hasta que, a finales de agosto, los americanos liberaron París. Entonces se presentó a la Policía. Explicó lo que había hecho por los Wolf, los Bachs, los Arnsberg, los Schonker y por otros queridos amigos, de buena fe.

En la inaudita y horrible vida del doctor Petiot no existe día más salvaje que el 21 de mayo de 1943.

La ciudad estaba de buen humor.

Los alemanes habían tenido que evacuar Túnez. Inglaterra y Estados Unidos dominaban de nuevo el Mediterráneo. En el Este, las cosas iban de mal en peor. El tiempo trabajaba contra Hitler.

En la magnífica mañana de primavera, se pasea el doctor Eulene hacia la casa de su agente Verrier, quien le ha enviado recado de que espera un nuevo cliente. Un hombre de casa muy rica, llamado Ivan Dreyfus.

Una vez terminada la guerra para Francia, había comenzado la guerra secreta de la Resistencia, enrolándose, a pesar de la oposición de su joven esposa, en uno de sus grupos. Era un aficionado apasionadísimo de la radio. Con otros dos amigos, se construyó una emisora clandestina. Después de algunos ensayos de prueba, se descubrió el asunto. Los dos técnicos jóvenes fueron detenidos y enviados con destino a Mauthaussen.

Dreyfus logró escapar a punto de ser detenido. Quería irse a África para presentarse al Ejército del general De Gaulle. Se reunieron nueve jóvenes. La mayoría de ellos eran judíos. Entre ellos, se encontraban cuatro primos de Dreyfus. Pero sólo llegaron hasta Montpellier. En esta ciudad entregó un gendarme a los jóvenes a la guillotina por 2.500 francos por cabeza. Sacó a los nueve de una era, donde habían pernoctado. Dreyfus fue enviado al campo de concentración de Compiégne. De este campo se realizaban constantemente transportes de judíos hacia Lublín. No lo ignoraba la joven esposa de Dreyfus. Cogió todo su dinero disponible y objetos de valor y se marchó a París. Allí trató desesperadamente de encontrar alguien que, mediante una elevada recompensa, sacara a su marido de Compiégne.

Poco a poco, repartidos entre diferentes personas, pagó en efectivo unos tres millones de francos. Siguió pagando hasta que parte de este dinero llegó a manos del que verdaderamente podría abrir el cerrojo de la cárcel. Ivan Dreyfus fue puesto en libertad cierta noche en el campo de Compiégne. Antes tuvo que firmar, en el despacho del campo, dos papeles, de los que resultaba que el judío Dreyfus había sido puesto en libertad con la condición de que serviría a la Gestapo de confidente, especialmente para desenmascarar a los agentes que se cuidaban de transportar judíos al extranjero.

«Formalidades», dijeron los intermediarios a Dreyfus. Le aseguraron que, más tarde, se podrían comprar a los alemanes dichos papeles fitmados por él, de forma que volvería a quedar sin mancha. Ya lo habían hecho muchas veces anteriormente.

En realidad no sucedió nada de esto. Los alemanes conservaron la firma del señor Dreyfus y le presionaban en cualquier momento, amenazándole delatarlo a sus amigos de la Resistencia como confidente traidor.

Mientras desde la Rue Caumartin se acerca el doctor Petiot a la tienda de pelucas, corre Dreyfus en dirección opuesta al mismo destino. En la mano derecha lleva un maletín de piel de cerdo amarillo claro. Si llega puntual, a las once, a la tienda del peluquero de cabellos blancos, a quien conoció ayer tarde en un bar de la Madeleine, existe la posibilidad de que pueda huir por mediación de un tal doctor Eugéne.

No sabe que está sirviendo de cebo para poder atrapar a dicho doctor. No se apercibe de que dos personas le siguen. Dreyfus gana terreno. Cuando sus dos perseguidores tuercen por la Rue des Mathurins, le ven de nuevo saliendo de la tienda de pelucas, acompañado de un hombre alto de cabellos oscuros.

Cuando cruzan, simultáneamente a sus perseguidores, la Plaza de la Concordia, es parado un policía por un amigo. Entretanto, han desaparecido Dreyfus y su acompañante.

Al mismo tiempo que los dos confidentes se dirigían a la rue des Saussaies, a dar cuenta a la Gestapo de su fracaso, cruzan Dreyfus y su acompañante la plaza de I’Etoile y tuercen hacia la derecha. A las once menos cuarto abría el doctor el portal de roble. No habían dejado de sonar aún las campanas del mediodía cuando el joven Dreyfus emprendía el viaje sin retorno.

Ivan Dreyfus es el único viajero de quien se sabe con certeza que sus restos se encuentran entre los que más tarde se sacaron de los hornos y de las fosas. Se sabe con tanta certeza porque fue Dreyfus su último pasajero. Durante la noche del 21 de mayo fue detenido el doctor Marcel Petiot.

Poco después puso la Gestapo otro confidente en acción. Primero encontraron a Verrier, luego a Petiot, a quien había delatado inmediatamente, muerto de miedo.

A pesar de lo avanzado de la hora, es interrogado Petiot por la Gestapo. Solamente declara que ha entregado a Dreyfus a un tal doctor Ozanan. Esto es todo lo que sabe: «Yo solamente le conozco bajo este seudónimo, como solamente él me conoce a mí con el de doctor Eugéne. Somos los primeros eslabones de una cadena, en que solamente el primero sabe del .segundo. Es el último eslabón el que realiza el paso por la frontera».

Los señores Gonthard y Verrier, que efectivamente no saben nada, son puestos en libertad. El doctor Petiot, no obstante, es llevado a la prisión militar de Fresnes. La Gestapo tiene la esperanza de poderle sacar allí, con el tiempo y bajo presión, otros nombres de esta cadena de seres invisibles, que había ayudado a tantas personas en su huida a la Argentina.

La Gestapo se había apoderado de todas sus llaves. El llavero también llevaba la del portal de la rue Lesueur, 21. Era para él una situación fatal. Pero se mantuvo sereno y altivo.

Nadie sabe cómo sucede. Pero sin radio ni diarios, se enteran los presos de Fresnes de lo que sucede fuera, en el mundo.

El 4 de septiembre se entera Lheritier, compañero de celda de Petiot, a través de un guardián de la prisión, que es partidario de De Gaulle, de que «los aliados han desembarcado en Calabria».

El alférez aviador Lheritier y el doctor Petiot se han hecho buenos amigos. Petiot escucha atentamente y Lheritier explica complacido. Petiot llega a conocer un poco más el sistema de la Resistencia. Sabe ahora quién es Pierre Brossolette. Ha oído hablar del grupo «Arcoiris» y de las arriesgadas actuaciones de su jefe «Comulu», de quien en aquella época, pocos son los franceses que saben algo. Y una noche, antes de acostarse, se confía a Lheritier y le dice: «También yo pertenezco a un grupo. Nos llamamos «Fly Tox»‘, veneno para moscas». Lheritier se extraña de aquel nombre. Nunca ha oído hablar de él.

-Puedo decir que conozco a casi todos los grupos de París.

-No somos muchos -aclara Petiot-. Además actuamos individualmente. Esto facilita unas determinaciones rapidísimas.

Petiot edifica su fortaleza. Piedra a piedra la construye sobre la resistencia, con su valiente individualista Petiot detrás de ella, con el doctor Eugéne y con el grupo «Fly Tox». Sus compañeros de presidio le entregan, sin querer, los datos precisos para ello.

Desgraciadamente un día sacan a Lheritier de la celda. A él le sigue un estudiante llamado Roger Courtot. Por su mediación, se entera Petiot de que los combatientes de la Resistencia en el sur de Francia, emplean para sus golpes bombas de mano de un material plástico.

Entretanto, es interrogado varias veces. No sacan de él agua clara. Que ha tenido parte en los transportes de judíos no cabe duda. Pero, por otro lado, están de acuerdo en que tipos así son confidentes muy aprovechables.

Sus compañeros de la prisión de Fresnes no se enteran del motivo por el que el doctor Petiot es puesto en libertad repentinamente el 8 de febrero de 1944. Se rumorea durante el paseo, en el patio de la prisión, que el doctor Petiot ha firmado ciertos papeles antes de ser puesto en libertad. El comandante de las SS., doctor Bertelén, entrega a Petiot el certificado de libertad y su llavero.

La Rue Lesueur sigue en su sitio, silenciosa y majestuosa como siempre. Las persianas del número 21 gotean de humedad. Petiot empieza a actuar.

Necesita cal viva. Ésta se la proporciona alguien que, por cierto, sabe de qué va, quien se ha llevado muchas maletas de la Rue Lesueur para esconderlas en el pueblo; es su hermano Maurice, que vive en Auxerre.

El cargamento de cal ha llegado. Petiot la mete con una pala dentro de la fosa. De momento, se queda todo así, con una tapa de ocho quintales encima.

Entonces, se dirige a Auxerre para descansar. Allí, Maurice recibe algunas indicaciones sobre el grupo «Veneno para moscas» y sobre el doctor Eugéne. Por lo demás, se esfuerza Petiot en ponerse en contacto, nunca está de más, con los grupos de resistencia de Auxerre.

Cuatro semanas más tarde regresa Petiot a París. Se entera de que los alemanes han confiscado el solar del número 21, el cual debe ser desocupado antes del 1º de abril. Tres semanas quedan a Petiot hasta la fecha indicada. Durante este tiempo ha de desaparecer sin dejar rastro, todo lo que queda, en la cal. Pero la cal sola no puede realizarlo. Por lo tanto, se ha de ayudar con el fuego. Y el carbón escasea mucho en París. El doctor repasa mentalmente las fichas de sus clientes y se detiene en la de la señora Julie Lassere, propietaria de una carbonería.

La señora Lassere le ayuda. Petiot trabaja mucho durante toda la noche sin ayuda de nadie; extrae mediante poleas la cal y acarrea, de un lado para otro, el encendido de los dos hornos, mantiene constante el fuego y descuartiza a sus «viajeros» en trozos adecuados.

Todo salió bien hasta el 11 de marzo, sábado. Soplaba un fuerte viento procedente del golfo de Vizcaya, presionando el grueso y grasiento humo que, desde hacía dos días, salía de la chimenea de la casa de la Rue Lesueur, 21, arrastrándolo hacia el suelo de forma que el portero Marrais del número 23 comenzó a sospechar. La misma noche del descubrimiento puso Petiot sus mejores cosas en tres maletas y desapareció. Solamente, a partir del 25 de marzo, se puede reemprender la pista de Petiot.

Éste estaba sentado en la casa del fundidor de plomo Georges Reboux, leía el periódico y escuchaba la radio. En mayo de 1944 suenan las sirenas tan a menudo que ya han desistido los parisienses de bajar al sótano.

Durante la mañana del 6 de junio, va la noticia de boca en boca. Los aliados desembarcan en la costa norte de Francia. Por Caen y Cherburgo arrecian los combates.

El 20 de julio explota en el Cuartel General de Hitler una máquina infernal. Durante todo un día se balancea la situación. Pero el motín de los oficiales se desintegra.

Los americanos están ante Chartres. La Resistencia toma sus armas. Ahora ya no hay quien la detenga. El 20 de agosto están ya en manos de los franceses el Ayuntamiento, la Jefatura de Policía y la Estación de Batignolles. París construye barricadas.

El 24 de agosto, un día radiante de sol, llegan los Spahis del general Leclerc, con sus tanques y camiones, a París; el 29 llegan los americanos.

Durante los combates en las calles de París se esconde el doctor Petiot. Pero el júbilo de la victoria le da valor. Le seduce la idea de salir. Se pone sobre el brazo la cinta de la Cruz Roja, que siempre inspira confianza, y se une en el último segundo a los combatientes. Pronto se acuerda de algunas de las direcciones que oyó en Fresnes. Con la franja de la Cruz Roja sobre el brazo, se dirige a casa de los médicos que habían sido detenidos o deportados, para visitar a los familiares. A mediados de septiembre, se presenta en casa del famoso radiólogo doctor Gérard, como doctor y combatiente de la Resistencia bajo el nombre de Valéry, para explicarle que en Fresnes estuvo su mejor amigo el doctor Watterwald que, en 1944, fue deportado a Matthaussen.

El doctor Gérard le envía a la madre del amigo. Con objeto de activar el retorno de su hijo, se hace entregar por la madre la Cartilla Militar y la Tarjeta de Identidad del doctor Watterwald.

Dos días después, aparece en el cuartel de Reuilly, al este de París, un hombre alto, de cabellos oscuros que lleva barba. Ostenta la cinta con el distintivo de la Cruz Roja sobre el brazo y pide ser presentado al comandante. Informa que en la Resistencia ha utilizado el nombre de Valéry y ruega que, de momento, quede así la cosa.

Una semana más tarde es ascendido a teniente el que fue doctor Eugéne, alférez von Watterwald, Valéry…, siendo encargado Petiot de combatir contra los últimos reductos de las milicias de Vichy.

El teniente Valéry dispone ya de nuevos papeles. Su documentación de confianza política data del 24 de octubre de 1944. Actualmente debe incorporarse en el segundo batallón de reserva, como ayudante del comandante. Se dice que acompañará a éste a Indochina, donde abundan los disturbios. Qué carrera le hubiera sido todavía destinada a Petiot, es algo que no se puede preveer si… si en la mañana del 31 de octubre de 1944 hubiera efectuado la guardia otro hombre que no fuera Charles Dogniaux, perteneciente a la Policía Militar, agente famoso por ser un gran fisonomista, a quien jamás se borraba una cara que hubiera aparecido en un pasquín como el colocado a la entrada del cuartel.

Dogniaux saluda al teniente. Éste le devuelve elegantemente el saludo. Dogniaux duda un instante. Y de repente, le acude a la memoria: «Éste es Petiot». Da la vuelta, retrocede y pone su mano sobre el hombro del teniente: «Queda usted detenido».

Tres días más tarde, la Policía Militar entrega a Petiot al juez instructor. Casi dieciocho meses más tarde, empieza el proceso cuyas actas forman verdaderas montañas. El propio Petiot ha llenado, durante su arresto, 490 páginas de protocolo.

En la sala donde se celebra el juicio, hay sitio para unas 450 personas. Pero hay más de mil, en su mayoría mujeres.

Al lado del banquillo del acusado, que de momento aparece vacío, forman un montón de casi cuatro metros de altura las maletas, los baúles y las cajas de sombreros. Las de piel al lado de las de cartón. La maleta superior lleva el número 76.

Conducido por dos policías hace su aparición, en el banquillo de los acusados, el doctor Petiot. Tras la barrera se presenta al público de la sala, como una estrella. Los unánimes aplausos, que esperaba recibir, no se producen. Se siente intranquilo en su banco. Los abogados de los acusadores civiles, los representantes de las viudas Dreyfus, Guchinow, etc., etc., ocupan varia hileras de bancos. En nombre de sus clientes reclaman a Petiot la suma total de 5 millones de francos como indemnización.

El fiscal Dupin, como es sabido, pedirá la cabeza de Petiot. El acusado, en cambio, pide para sí la medalla por méritos de guerra.

El presidente Leser se levanta. Un profundo silencio reina en la sala.

El presidente pronuncia una sola palabra: «Petiot».

El acusado se levanta, se apoya negligentemente sobre la barrera y mira con aire aburrido hacia la concurrencia, como si se tratase tan solo de un mal número de circo. Se lee el resumen del acta de acusación: «Veintisiete asesinatos».

-¡Señores! -Petiot se dirige al Jurado-. Ustedes son los jueces. Presten atención, por favor, a todas las mentiras relatadas en las actas. Yo refuto ocho de cada diez puntos.

El sumario se inicia el 11 de marzo de 1944, día del macabro descubrimiento.

-Me dirigí inmediatamente en bicicleta -declara Petiot- tan pronto me llegó el aviso. Cuando llegué y vi toda aquella gente estacionada ante la casa, quedé muy sorprendido. Al fin y al cabo debo destacar que acababa de ser liberado de la prisión alemana. Cuando regresé a mi casa, encontré cadáveres por todas partes. Un olor nauseabundo. El entarimado levantado… Había puesto mi casa desde siempre a disposición de nuestro grupo de Resistencia «Veneno para moscas». Pero no llegué a sospechar nunca que los camaradas hubieran liquidado a tantos traidores alemanes y hubieran escondido en mi casa los cadáveres. No sabía qué hacer. Por ello utilicé entonces cal viva y fuego. Sólo para ayudar a mis camaradas.

-Según esto, ¿no ha cometido usted nunca un solo asesinato, Petiot?

-No; solamente he matado. He ejecutado por orden del grupo. Y no solamente veintisiete, no, exactamente fueron sesenta y tres veces. Algunas con mi arma secreta, en el bosque de Marly.

Queriéndolo o no, el Jurado tuvo que habérselas con el combatiente de la Resistencia, Petiot.

-Bien, entonces díganos cuál fue, en realidad, su misión en la Resistencia y qué hizo usted en ella.

Petiot entra en su terreno. Interminable es la lista en que cuenta de supuestos grupos de resistencia y de otros que de verdad existieron. Se recrea en sus heroicidades. Siempre ha trabajado en estrecho contacto con los jefes de los grupos de resistencia. Pero ya no se puede acordar de sus nombres.

Cuando hace mención a la palabra «plástico», le interrumpe un abogado para preguntarle el aspecto y el modo de emplear este explosivo moldeable. Petiot no puede dar respuesta a esta pregunta.

Conduce éste la conversación hacia su tema favorito, su arma secreta, con la que se podía eliminar silenciosamente a sus odiados enemigos.

-¿Con quién probó usted por primera vez su arma secreta? -le pregunta el presidente.

-Con Jo, el boxeador.

-¿Por qué les hizo creer a Jo y a sus amigos que los haría cruzar la frontera, con maletas, objetos de valor y papeles falsos?

-Todo esto no era más que un truco. De otra manera no hubiéramos conseguido que fueran al bosque de Marly para ser liquidados.

-¿Quién le proporcionaba a usted los pasaportes falsos?

-Un representante de la Embajada argentina en Vichy. Se llamaba… se llamaba…

Toda la sala espera con paciencia, si bien todo el mundo sabe que aquella memoria, que retiene miles de cosas sin importancia, se ha olvidado de todos los nombres. Esto se demuestra de nuevo cuando el presidente Leser le pide los nombre de las personas con quienes ha trabajado para pasar la frontera.

Le es imposible mencionar ninguno.

-¿Y qué hay de las mujeres que les acompañaban?

Petiot sacude los hombros.

-Yo les ruego…, por favor… ¡Mujeres que trataban con los alemanes! ¿Qué otra cosa tenía que hacer con ellas?

-Usted no aprecia muy alto la vida humana, señor -le responde el presidente Leser.

-¿Acaso eran personas? -se sulfara el asesino-. ¡Sólo eran bazofia! ¡Prostitutas y presidiarios! Estoy orgulloso de haber liberado a Francia de esta escoria.

Petíot no puede separarse todavía de sus ejecuciones en el bosque de Marly. Narra las dificultades que tuvo que atravesar con Jo, el boxeador, que era tan desconfiado. Peor fue todavía con Adrián, el Vasco. Este empezó a dar puñaladas por todos lados.

De los cadáveres de la Rue Lesueur dice no saber nada. En su lugar da a conocer por fin Marcel Petiot, alias doctor Eugéne, alias señor Watterwald, alias teniente Valéry, su verdadero y último nombre secreto; como agente S-21 había sido enrolado en la Resistencia. Y como agente S-21 recibió el encargo oficial de liquidar a los traidores.

-¿A través de quién? ¡Nombres, nombres!…

-¡Los nombres se los diré a usted tan pronto salga de aquí!

-¿Usted? ¿Espera salir de aquí? -le pregunta el presidente.

-¡Naturalmente! -responde alterado Petiot-. De ello no me cabe la menor duda.

Sobre la mesa del Jurado, el escribiente Vilmés ordena las actas. Ahora se leerán los nombres de los 27 hombres, mujeres y niños en que se basa la acusación.

Crece la tensión en la sala.

En primer lugar, el Jurado se ocupa del caso Guschinow: «Guschinow Joachim, comerciante en pieles, nacido en 1889 en Cracovia, desaparecido desde el día 2 de enero de 1942».

En las facciones del acusado se refleja satisfacción.

-¡Ah! Sí! El buen Guschinow. Era un muchacho excelente. Fue también al único a quien aconsejé que se marchara y para quien busqué y hallé al hombre que tenía que conducirle a través de la frontera.

-Guschinow llevaba grandes valores consigo. ¿No es cierto?

-Sí, así lo creo. Dijo que llevaba algo así como 50.000 francos.

El fiscal recuerda:

-El socio de Guschinow ha telegrafiado entretanto a Buenos Aires. Le han contestado que Guschinow no estuvo nunca allí.

Petiot explica al fiscal:

-No puede pasar por alto que Argentina está llena de confidentes alemanes. Por lo tanto, es seguro que Guschinov vivirá allí bajo un nombre falso.

El presidente Leser golpea con un lápiz sobre la mesa. -Pasemos al caso Braunberger.

-Puedo decir que casi no conozco a ese Braunberger. Unicamente le vi una sola vez y ya nunca más lo he encontrado.

-Sigamos. ¿Y qué hay de François, el corso, y su amiga Claudia?

Entonces sucede lo inesperado. Petiot reconoce haber matado a estas dos personas. Declara con orgullo: «A éstos sí los he liquidado yo».

Ahora los describe:

-Muy pronto noté que ese François era un confidente. Cuando íbamos camino del metro nos paró una patrulla alemana, «Manos arriba, policía alemana». Entonces dijo François muy tranquilo, «Soy uno de los vuestros». Con aquellas palabras se había sentenciado él mismo.

-¿Qué sucedió?

-Naturalmente, la ejecución en el bosque de Marly.

El presidente Leser pasa al otro grupo de muertos. Se refiere a los perseguidos judíos, de quienes Petiot se hizo cargo por conducto de Eryane Kahan, para ser conducidos fuera del país. También toma libremente aquellos desaparecidos Petiot sobre sí. «La Kahan era una agente alemana», asegura con aplomo.

-¿Cómo fueron asesinados los Wolf?

Petiot no lo sabe. De alguna forma lo debieron hacer. El no pudo asistir a todas las ejecuciones, eran demasiadas.

-Pero los Wolf eran judíos. Fueron perseguidos por los nazis.

-De esto no sé nada. Solamente sé que eran alemanes; en la casa donde les conocí, de la Rue Pasquier, tenía entrada libre un oficial alemán.

-¿Qué fue de los Basch?

-Lo mismo -contestó Petiot.

-¿Y de Schonkers?

-Igual.

-¿Y de Arnsberg? ¿Qué hay de Ehrenreich?

-Exactamente igual. 1

El fiscal recuerda. Todos estos judíos poseían grandes fortunas.

-¿De verdad? -contesta descaradamente Petiot-. No he notado nada sobre el particular. A mí me parecieron todos unos desgraciados. Y, de repente, resulta que todos eran millonarios…

Llega el turno al caso Ivan Dreyfus.

Petiot lo liquida rápidamente:

-Anduve con éste durante un par de semanas, luego me despedí de él. No sé nada más. Una noche, como ya sabrán, fui detenido por la Gestapo.

El defensor de Petiot ve llegado su momento:

-No debemos ocuparnos por más tiempo del caso Dreyfus. De las actas se desprende que era un confidente alemán. Tenía la misión de descubrir a los que ayudaban a pasar la frontera a los fugitivos.

Petiot interrumpe:

-¡Es muy cierto! ¡Era un traidor! ¡Un triple traidor! ¡A su raza, a su religión y a su patria!

-No se haga el moralista -dice asqueado el presidente-. No le va este papel.

En la sala se oyen voces de aprobación. La indignación acumulada explota repentinamente. La gente se levanta. Se abalanza sobre la barrera. No sirve para nada la campanilla. En la sala se produce un gran tumulto. Petiot está extrañado de este escándalo. El presidente Leser necesita cinco minutos para poner orden en la sala.

Seguidamente, el presidente abre una nueva acta.

-Llegamos al punto más horroroso de esta fatídica lista, la familia Kneller, compuesta por el padre, la madre y un hijo. ¿Qué hizo usted con los Kneller, señor Petiot?

-Nada.

Parece sincero.

El doctor Petiot permanece todavía bajo los efectos del tumulto. Comprende que no puede atreverse a difamar a estas tres personas de traidores y confidentes:

-Dejé que los Kneller pasaran una noche en mi casa por hacerles un favor. Al día siguiente, los acompañé a la estacíón. Yo mismo compré los billetes en la ventanilla hasta Orleans. También llegaron allí bien. La señora Kneller me escribió una postal desde Castres.

-¿Cómo se explica entonces lo de las maletas halladas en su casa?

-No podían con tanto equipaje. Por este motivo, dejaron algunas cosas en mi casa.

-¿Cómo llegó el pijama usado del niño a una de las maletas?

El presidente señala hacia el montón.

Petiot también tiene para esto una contestación a mano: -Cuando me presenté en la casa de los Kneller, para recoger los muebles, la portera me puso dificultades. Entonces cogí solamente un fardo de ropa. Al fin y al cabo, me debían los Kneller cinco mil francos de facturas impagadas por mis consultas médicas.

Se desatan discusiones interminables sobre este tema: «¿Fue Petiot un confidente alemán? ¿Ha trabajado conjuntamente con la Gestapo? ¿Solía hacer la caza individualmente?».

Después del descanso aparecen los testigos de la policía. El comisario Pinault se ha esforzado en localizar lazos existentes entre Petiot y el ejército de la Resistencia. Pero no lo ha conseguido. No existe, entre las heroicidades de tantas víctimas por la gloriosa Resistencia, ningún Petiot, ningún doctor Eugene, ningún agente S-21, ningún grupo llamado «Veneno para moscas». El presidente recoge las actas. El viernes, día 22 de marzo de 1946, quinto día de audiencia, se trasladará el Jurado, junto con el acusado, a la calle Lesueur para la exposición de los hechos en el mismo lugar de los crímenes.

Hacia el mediodía, se dirige el Jurado en larga caravana de coches, protegida por gran cantidad de policía motorizada, hacia la Rue Lesueur para efectuar la confrontación de los hechos en presencia del acusado. A su alrededor se levantan sus altas murallas. Las interminables murallas que convierten el patio en una prisión.

-¿Por qué estas paredes tan altas, Petiot?

-Los niños de enfrente no paraban de echarme porquerías; además, me molestan sus ruidos.

-Dirijámonos a las cuadras.

Desde el desordenado y sucio consultorio, un empolvado pasillo conducía hacia la estancia triangular. El presidente Leser penetró primero en la estrecha estancia. A éste le siguen el profesor Sannié, jefe de la Sección de Reconocimento del tribunal, tres jurados y el dueño de la casa, doctor Petiot. Estas seis personas caben muy justas de pie y apretujadas unas contra las otras.

-¿Por qué la puerta falsa, Petiot?

-Para evitar la humedad de la pared.

Tampoco la explicación que da Petiot sobre la mirilla les convence.

No le creen ni una sola palabra, puesto que ahora, en el mismo lugar de los hechos, se ve claramente la misión que tenía aquel cuarto con la puerta disimulada y la de la entrada sin picaporte. El profesor Sannié cree haber descubierto los secretos de la «cámara de la muerte», si bien no puede probarlo todavía. En el consultorio inyectaba el doctor a sus pacientes, antes de enviarles a emprender el largo viaje. La inyección naturalmente no contenía ningún suero contra el calor de los trópicos; en cambio contenía un veneno de acción lenta. A los viajeros, que repentinamente se encontraban mal, les aconsejaba Petiot que se dirigieran hacia el interior; en otra sala se encontraba un diván donde podrían descansar un rato y reponerse. Pero detrás del cuartito no existía ninguna habitación con un diván y la puerta de la «otra» habitación no se podía abrir. También la puerta de entrada se había cerrado repentinamente… Los viajeros habían caído en una trampa y el veneno empezaba a hacer su efecto. Ésta era la gran hora de Petiot. Por la mirilla de la pared se complacía en contemplar sádicamente la lucha que libraban sus víctimas con la muerte. Así, y de ninguna otra forma, debía de ser.

El profesor Sannié lo dice directamente a Petiot. Éste lo niega tercamente y hace referencia a sus experimentos radioterapéuticos. Siguen al dueño de la casa escaleras arriba, transitan por la desierta cocina que, con su fregadera y mesa de lavaje, tan bien se adapta al descuartizamiento. En cada saliente de la pared aparece pegado el aceitoso hollín de los dos hornos. Ahora se ven los hornos abiertos y fríos.

Petiot intenta abrir en aquel momento una de las puertas del horno, a petición del fiscal; de repente le fallan las rodillas y cae. Los dos policías le levantan rápidamente y le sostienen.

Una rápida visita todavía al establo. Hay allí muchas personas que rodean silenciosas la fosa. Reconocen con espanto lo profunda que es.

-Baje usted a ella -le ordena el presidente.

Con mucha precaución coloca Petiot su pie en el primer eslabón. Una potente linterna le señala el camino a seguir. Pero nuevamente se derrumba. Los policías le apartan rápidamente del borde de la fosa.

Hacia las cinco de la tarde el presidente da por terminada la inspección en el lugar de los asesinatos.

Los médicos tienen la palabra. ¿Qué sucede en el cerebro de Petiot? En los últimos meses lo han sondeado y observado para su constatación. ¿Se puede responsabilizar al doctor Petiot?

-Por favor, doctor Paul…

El conocido médico forense penetra en el estrado de los testigos. Empieza con la enumeración de todos los trozos de cadáveres encontrados el 11 de marzo en la Rue Lesueur: «Hemos seleccionado superficialmente los trozos de hueso encontrados en las dos fosas y los hemos hecho pasar por un gran tamiz para separar los huesos grandes de los pequeños.»

Esta filtración dio como resultado 15 kilos de huesos indefinibles, cinco huesos del brazo superior y once falanges.

-¿Se pudo reconocer por los restos algún indicio de la clase de muerte que utilizó el doctor Petiot? -preguntó el presidente.

-No. Lo único que se puede asegurar es que no existió fractura ni de cráneo ni de cosa similar. Tampoco se encontró ninguna bala. Por lo tanto, solamente se puede tratar de gas, envenenamiento o estrangulamiento. No deben descartarse tampoco las cuchilladas. Pero todo esto son suposiciones. Deseo limitarme a los hechos de los que puedo responder. Está comprobado que el descuartizamiento está efectuado impecablemente, se ve claramente que por la mano de un médico.

El presidente Leser interrumpe:

-Usted ya dijo una vez, doctor Paul, que en los hallazgos anteriores de los alrededores de París había observa o cortes parecidos.

-Así es. Todos los hallazgos, tan numerosos desde la primavera de 1942 hasta principios de 1943 en los alrededores de París y en el Sena, me sorprendieron desde su principio; siempre la habilidosa mano de un cirujano. Ocurrió entonces un verdadero amontonamiento de cadáveres. En el Instituto casi no cabían. Recordemos el cráneo de pelo rojizo que ha estado depositado en el Instituto de Investigación Criminal. Por lo tanto, podemos suponer que, no solamente los hornos, sótanos y fosas de la casa del doctor Petiot, en la Rue Lesueur, daban cobijo a los restos de las víctimas, sino también lo hacían todos los campos y bosques de los alrededores de París.

Después de la declaración del médico forense tienen los psiquiatras la palabra. El doctor Genil-Perrin declara:

-Hemos observado al acusado durante unas semanas. Hemos comprobado sus facultades intelectuales y morales. El resultado lo hemos expuesto en un informe conjunto.

El informe reza así: «En Petiot no se ha encontrado ningún síntoma de trastorno mental. Posee una inteligencia viva y aguda, superior a la normal. En sentido jurídico no es un loco. Es responsable de sus actos.»

Ahora penetra el doctor Gourion en el estrado de los testigos. Y añade: «Este hombre es perverso y amoral. Su personalidad espiritual presenta grandes lagunas. Finge continuamente. Su ser ha sido profundamente retorcido.»

-¿Qué me dice de las perturbaciones mentales que ha sufrido el doctor Petiot en varias ocasiones y que incluso le han llevado a ser internado?

-Nada -asegura el doctor Gourion-. He llegado a la conclusión de que todo fueron simulaciones. El doctor Petiot solamente tenía sus perturbaciones mentales cuando las necesitaba para justificar actos delictivos.

El defensor intervino:

-¿Ha intentado alguna vez Petiot simular ante ustedes enajenación mental?

-No -contestó el doctor Gourion en nombre de los psiquiatras-. Ha dificultado muchísimo nuestro trabajo debido a sus constantes mentiras. Pero no ha intentado nunca hacerse el loco.

Emplean el octavo día de la audiencia en tomar declaración a la señora Eryane Kahan. La testigo, que tiene el aspecto de una mujer con pasado, informa sobre sus desinteresados servicios de mediadora y se opone rotundamente a ser considerada como una confidente de la Gestapo. Sus declaraciones no presentan nada nuevo: «Se puede marchar»

También la confrontación con la señora viuda Braunberger transcurre sin resultado. Las disculpas y ataques de Petiot no pueden dejar de indicar que se trata de un hombre acorralado. Así llega, después de la igualmente infructuosa citación de los tres testigos sobre el caso Kneller, a uno de los tantos incidentes típicos de este proceso.

Como siempre, cuando los hechos le dejan al descubierto, se escuda Petiot en un ataque de rabia. Esta vez lo provoca la pregunta que le hace uno de los abogados de la acusación privada:

-¿Por qué motivo le dejó a usted libre la Gestapo?

-¡Siempre estas suposiciones! -grita Petiot-. Y todavía se aprovecha más ahora, que ya no tengo ocasión de defenderme. Esto es una cochinada de su parte. Retire usted inmediatamente esta pregunta…

El abogado no piensa ni por un momento en retirarla. Por otra parte, los otros abogados le dan la mano para ayudarle: -¡Usted ha sido un confidente! Debería usted ser juzgado por un tribunal especial.

Petiot les apostrofa con sus grandes chillidos: -¡Miserable! ¡Perro! ¡Ser indigno!

Contestan los abogados al unísono:

-Muchas gracias.

-¡No hay de qué, hatajo de miserables -grita de nuevo.

-No importa -dice Veron-. Por ello no dejaremos de asistir a su ejecucion.

El presidente reclama insistentemente calma y da por terminada la sesión.

Al principio de la tercera semana, el presidente Leser concede al fiscal Dupin la palabra para que presente su informe. Poco después de sus primeras palabras de acusacion, se extiende el silencio en la sala:

«Estoy obligado a acusar con toda pasión, por lo que ruego me disculpen de antemano. Este hombre, a todas luces un gran parlanchín, un gran comediante, un mentiroso, un hombre cobarde y degenerado, ha asesinado. Ha asesinado como sólo lo han hecho los nazis en los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald. Con gran dificultad puedo ocultar un sentimiento de terror ante estos crímenes. Pueden repasar las actas del Juzgado y los archivos de los últimos cien años de todos los países civilizados; en ninguno de ellos – encontrarán descritos crímenes de este estilo. Landrú, a quien llamaban «Barba Azul», solamente asesinó a once mujeres. Aquí, por lo menos se han asesinado veintisiete personas.»

Todavía está el fiscal por la mitad de sus acusaciones cuando el presidente Leser ha de interrumpir la sesión a causa de lo avanzado de la hora: «Mañana escucharán las palabras finales de Dupin.»

Las exposiciones del fiscal han impresionado mucho a los asistentes. Se preguntan cómo planteará la cuestión el abogado defensor de Petiot.

El día en que debe decidirse el destino de Petiot ha comenzado. Es el 28 de marzo. A la una de la tarde, prosigue el fiscal Dupin su interrumpida intervención. Habla con fluidez y rápidamente, con firmes gesticulaciones. Son las dos y media cuando termina pronunciando su última palabra; con la cual pide la cabeza de Petiot: «¿Quién ha merecido nunca la pena de muerte como Petiot? La hora de la justicia ha sonado. Quiero que el criminal siga a sus víctimas.»

No se puede decir que parezca Petiot muy afectado por este discurso de acusación. Ha movido los ojos y se le ha escapado un suspiro de desahogo cuando termina Dupin.

Ahora empieza a hablar el defensor. Primero, comunica al auditorio que piensa dividir los cargos en dos partes. La acusación contiene veintisiete asesinatos. De ellos, toma Petiot con orgullo diecinueve a su cargo. Los otros ocho no los admite. Entonces quiere demostrar Floriot en su primera parte que Petiot no tiene que ver nada con los ocho crímenes restantes, mientras que, en la segunda parte, quiere probar que los diecinueve asesinados por él eran confidentes de la Gestapo, agentes traidores, cuya ejecución se había efectuado por motivos patrióticos.

Su intervención resultó una verdadera obra de arte. Floriot pasa por alto elegantemente sobre todo lo acusatorio y se entretiene en cambio excesivamente en las faltas de la investigación preliminar, que califica de inexacta y confusa.

Intenta probar que Petiot fue, durante toda su vida, una persona decente y responsable, «a quien jamás se podrá acusar de haber tenido ideas antifrancesas». En fin, hace lo que puede. Pero no convence. Solamente Petiot inclina la cabeza varias veces en señal de aprobación.

Durante cinco horas, habla Floriot. Nadie se aburre entretanto. Por fin, las agujas del reloj marcan las siete y media cuando éste dice la última palabra:

«Señores del Jurado, pongo el destino del doctor Petiot en sus manos. Estoy seguro de que contestarán a todas las preguntas que se les haga con un rotundo ¡No!.»

A alguien, sin embargo, le ha fatigado mucho la intervención de Floriot. Se trata del mismo Petiot. Con cambios constantes en sus facciones ha absorbido ávidamente cada una de las palabras de su defensor. Finalmente ha llorado, como tantos otros lo hicieron antes que él en el banquillo de los acusados. Su barbilla tiembla. Pálido, con los brazos caídos, permanece sentado sobre él banco. Su juego ha terminado.

El presidente Leser se levanta.

-Petiot? ¿Tiene usted algo que añadir todavía?

Un murmullo expectante recorre la sala. ¿Qué dirá Petiot? ¿Volverá a gritar? ¿Arriesgará al final otra desfachatez? Nada de todo esto. Sucede lo que no ha ocurrido en los muchos días del proceso. Petiot se muestra profundamente emocionado. Se levanta trabajosamente. Barbotea. Sus labios se mueven. Susurra roncamente:

-Sí, querría; pero no puedo. Usted es francés, sabe que he eliminado confidentes de la Gestapo. Usted sabe lo que tiene que hacer.

Y se desploma. Sus guardianes le cogen por los sobacos y le arrastran hacia fuera. Los jueces y el Jurado se retiran para deliberar.

Les hacen 135 preguntas, cinco para cada una de las veintisiete víctimas: «¿Ha sido asesinato? ¿Con alevosía? ¿Con engaño? ¿Con robo? ¿Con premeditación?»

A las veintitrés horas cincuenta y cinco minutos los ujieres abren las puertas. El Jurado ha terminado su consulta. Los dados están echados.

El presidente Leser carraspeo. Los asistentes en la sala se ponen de pie. Luego proclama la sentencia:

«El Jurado ha dicho «si» a todas las preguntas que se le han planteado.»

Esto significa la pena de muerte.

A la sentencia sigue la lectura de una lista con sumas de dinero. Son las cantidades que deben pagarse a las víctimas del criminal, es decir, a sus deudos, si es que han presentado denuncia. A la señora Guschinow, 100.000 francos; a la familia Khait, 50.000 francos; a la señora Braunberger, 700.000 francos; a la familia de Paulette, la del vestido azul, 100.000 francos; a los parientes de Gissèles, 50.000 francos; a la familia Arnsberg, 80.000 francos, y a la señora Dreyfus, 800.000 francos. Las sumas deberán hacerse efectivas de la fortuna del asesino. ¿Posee él tanto? Su casa de la Rue Lesuer sólo vale medio millón. ¿Dónde, pues, quedó su botín? ¿Dónde quedaron los dólares, diamantes, francos, gulden, coronas, luises de oro, pulseras, anillos, relojes y los enseres del equipaje de sus víctimas?

No se sabe. No se ha descubierto hasta la fecha. ¿Es que fue descubierto el lugar donde lo ocultaba y fue saqueado? ¿Están adormecidos estos tesoros todavía en algún lugar bajo tierra? Petiot ha guardado el secreto. Petiot no abandona la sala sin decir la última palabra, donde durante tantos días ha fingido, mentido, llorado y reído, allí donde se ha hecho el importante y palidecido. Grita en alta voz a su hermano Mauricio mientras los guardias lo arrastran hacia fuera:

-¡Debes vengarme!

En el distrito 13, entre el boulevard Arago y el boulevard St. Jacques, se extiende el viejo complejo de edificios grises de la Santé. La ciudad de París duerme todavía profundamente cuando en la noche del domingo, 26 de mayo de 1946, hacen su aparición los guardias de las murallas de la prisión.

Son las tres y diez. Sobre el patio asfaltado de la Santé empieza a amanecer. Monsieur Desfourneaux, el verdugo, ha llegado con sus ayudantes.

Por primera vez, después de la liberación de Francia, vuelve a entrar la guillotina en funciones. El andamio se coloca frente a la puerta de las oficinas de la cárcel.

Las cuatro y veinte. Cuatro coches se detienen ante el alto y arqueado portal. De ellos desciende el personal oficial, cuyo deber es asistir a las ejecuciones, magistrados, altos cargos de la Jefatura de Policía, representantes de la ley. Entre ellos vemos al plenipotenciario Dupin, al juez Goletty, al médico judicial doctor Paul y al abogado Floriot.

Las cuatro y veinticinco. Cada vez es más claro. El verdugo ha levantado la cuchilla a lo largo de los postes. A punto. El condenado duerme todavía. Los guardianes, que le han tenido que vigilar constantemente durante la última noche, informan ahora que duerme profunda y reposadamente.

A las cuatro y veintiocho minutos el reo ha de ser despertado. Cuando los encargados de hacerlo entran en la celda Petiot levanta la cabeza y los contempla con los ojos muy abiertos.

-Caballeros, estoy a su disposición. Cuando ustedes gusten.

Se viste. Sus manos no tiemblan. Todos sus movimientos son rápidos, seguros y meditados. Acepta agradecido un cigarrillo. Luego pide papel para escribir.

Le entregan papel y una pluma estilográfica. Se sienta ante la pequeña mesa plegable. Dirige los folios a su mujer y a su hijo. La letra es como siempre. No tiembla una sola letra. Ni una sola línea defectuosa.

Son las cuatro cuarenta y cinco. Petiot termina. A su lado se encuentra el abate Berger, capellán de la prisión. Los dos hombres cambian un par de palabras a media voz. No, Petiot no desea oír misa. No desea rezar ninguna oración. Da las gracias al abate con tono afectuoso.

Sin oponer resistencia, se deja guiar por el pasillo hacia la oficina.

A las cuatro cincuenta el sentenciado se lava cara y manos y se peina en el departamento de al lado. A las cinco en punto firma en la lista de la prisión. Con esta acción, se quita él mismo, así lo podemos decir, de la lista de los vivos.

Todas las formalidades están ejecutadas. Alrededor de la guillotina, se encuentran esperando aquellos a los que el deber les ha llevado allí.

La puerta se abre. Atado ligeramente de pies y manos hace su aparición Petiot. Baja los tres escalones. Adelanta unos pasos. Ante él sobresale el armatoste mortal y ensangrentado. Deja recorrer su mirada investigadora y divisa el brillo de la cuchilla. Ningún gesto de su cara delata sus pensamientos. Se lee la sentencia. Ni la escucha.

Con dos movimientos, los ayudantes colocan al sentenciado encima de la madera, lo atan y le colocan bajo la guillotina. El verdugo da la señal. Del cuchillo, que corta el aire, se oye una especie de nota musical. Un golpe sordo en el cesto.

A las cinco horas y seis minutos, Petiot ha pagado su culpa.


Bibliografía

Última actualización: 16 de marzo de 2015

  • Simon Dewes: Doctors of Murder. (1962)
  • John V. Grombach: The Great Liquidator. (1980)
  • Thomas Maeder: The Unspeakable Crimes of Dr. Petiot. (1980)
  • Ronald Seth: Petiot. (1963)
  • También Petiot ha sido recreado varias veces en el cine. La última y quizá la mejor en 1990, en el film de Christian de Challonge, Doctor Petiot.

 


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