
El parricidio de la calle Reus
- Clasificación: Asesino
- Características: Parricida - Envenenador
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 26 de junio de 1951
- Fecha de nacimiento: ????
- Perfil de la víctima: Su hija, Montserrat Artés Forzada, de dieciocho meses
- Método del crimen: Envenenamiento (cianuro)
- Lugar: Barcelona, España
- Estado: Condenado a 30 años de prisión en julio de 1954
Luis Artés Elesán – El parricidio de la calle Reus
P. Martínez Calpe
El suceso tuvo lugar en la mañana del 26 de junio del 1951, cuando la señora Montserrat Forzada Salvadó, esposa del industrial don Luis Artés Elesán, relacionado con el mundo del automóvil, claxons, bocinas y otros recambios importantes, estaba a punto de tomar su desayuno en su residencia de la calle Reus, en San Gervasio.
Como era habitual en ella, tomó de la nevera una botella de cerveza, la cual destapó en presencia de su hija, de dieciocho meses, y quiso la fatalidad que la niña también quisiera tomar cerveza.
Como se da el caso de que la cerveza, según los fabricantes, posee cualidades benéficas para la sangre, Montserrat Forzada accedió al capricho de su hijita, quien se tomó la mitad del vaso.
Debieron sonreír ambas y luego la madre volvió a llenar su vaso para beber ella también. Desayunaron madre e hija, se sentían felices y contentas y la vida parecía sonreírles, porque no necesitaban absolutamente nada.
La pequeña Montserrat gozaba de una perfecta salud, estaba animosa y alegre, como siempre, y nada parecía indicar lo que iba a suceder a los pocos minutos de haber tomado la cerveza. Y fue que la niña cambió bruscamente de aspecto, se volvió lívida y cayó desplomada al suelo.
Asustada hasta lo indecible, la madre recogió a la pequeña y la trasladó a la cama, para llamar inmediatamente al médico de la familia, así como a sus padres, a los que informó de lo sucedido.
Mientras acudía la familia y la pequeña yacía en su lecho, agitándose y cubiertos los labios de una extraña espuma, Montserrat Forzada Salvadó tuvo vómitos, a los que no dio excesiva importancia, en primer lugar por la excitación causada ante la situación de su hija, y en segundo lugar a que, como estaba embarazada desde hacía unos meses, cualquier mareo ocasional puede provocar vómitos.
¿Cómo podía ella imaginar que tales vómitos pudieron haberle salvado la vida, puesto que, como se averiguó más tarde, fue la cerveza la que le causó a ella el trastorno y a su pequeña la postró en cama, situándola al borde de la muerte?
El abuelo de la pequeña, que era médico, se presentó en la casa antes que el médico de cabecera, que no pudo acudir por encontrarse ausente, y en su lugar, con notable retraso, se presentó un sustituto. Pero ni el abuelo, ni el médico sustituto, pudieron hacer reaccionar a la niña.
El diagnóstico fue que la niña había sido víctima de un ataque de meningitis. Esto fue lo que dictaminó el médico que sustituía al de cabecera, y nadie se opuso. El padre, Luis Artés Elesán. que también había acudido, guardaba un hermético silencio.
Resumiendo, tres horas más tarde, la pequeña Montserrat Artés Forzada dejaba de existir y su defunción se atribuyó como causa de un súbito y maligno ataque de meningitis.
El dolor se apodero de aquella acaudalada familia, puesto que la muerte no respeta ricos ni pobres, aunque se ensañe más con estos últimos porque son más, y el entierro se señaló para el día siguiente, el cual constituyó una eran manifestación de duelo.
Ahora bien, el abuelo de la niña, o sea el doctor Forzada, no quedó muy convencido del diagnóstico del médico que había acudido en vez del médico de la familia. Pero ocurrieron más cosas. El padre de la niña, Luis Artés, se ausentó del hogar y no volvió a aparecer por su domicilio de la calle Reus.
Se corrió el rumor de que el señor Artés había pasado unos días en él santuario de Montserrat, pero de regreso a Barcelona, alguien aseguró haberlo visto por el paralelo con mujeres de vida equívoca, y muy especialmente acompañando a una popular cupletista de fama que había trabajado en «El Molino».
También Montserrat Forzada Salvadó pareció haber cambiado. Antes se mostraba siempre explícita y comunicativa, incluso después de la muerte de su hijito. Pero ahora rehuía a la gente, estaba huidiza y se limitaba a decir que su niña había muerto de meningitis, sin hablar de las dudas que se habían despertado en su padre, y en el médico de cabecera, cuando regresó y se enteró de lo sucedido. Claro que ya no se podía hacer nada por la pequeña fallecida.
Pero ¿y si la causa de la muerte hubiera sido otra? El rumor se extendió y se dijo que, probablemente, la pequeña había muerto envenenada, en cuyo caso, todos los síntomas de su muerte coincidían perfectamente, cosa que no era así en el supuesto fallecimiento por un ataque de meningitis.
Aquí es donde existen varias versiones que no se han podido aclarar. En la obra «La ley contra el crimen», de Tomás Gil Llamas, que era entonces jefe de la Brigada de Investigación Criminal de la Jefatura Superior de Policía, dice que la policía intervino para aclarar tales rumores, lo cual no parece correcto, ya que la policía no se guía por rumores, sino por denuncias concretas.
Y se publicó en la Prensa de entonces que fue el padre de Montserrat Forzada quien, acuciado por la duda, puso el asunto en manos de las autoridades para que se exhumara el cadáver y se efectuase la autopsia.
Podría haber sido que la conducta desordenada e irregular del padre hubiera hecho pensar al abuelo que lo de la meningitis fue un error y de lo que se trataba era de un intento de asesinato frustrado, en la esposa, cuyas consecuencias la pequeña. Pero si esto había ocurrido así, y el padre no denegó los labios viendo agonizar a su propia hija, sabiendo que había ingerido la cerveza que él destinó para la madre, la justicia podía ser poco para castigar al culpable.
La policía empezó por indagar en el consultorio del médico que extendió el certificado de defunción, donde surgió la primera luz inquietante, ya que se trataba de un pediatra, que era el que solía visitar a la nacida cuando se encontraba indefensa. Pero el médico dijo que él estaba ausente de Barcelona y delegó en un colega. Por lo tanto, el médico de cabecera ni vio a la niña. Y si firmó el certificado de defunción, por ser médico de la familia, porque su colega se olvidó de hacerlo correctamente y porque el abuelo de la niña, médico también y amigo suyo se lo dijo.
El pediatra asumió la responsabilidad que pudiera caberle y se disculpó, alegando haber actuado con absoluta buena fe. En total, nadie estaba seguro de nada y los hechos tuvieron aquel cúmulo de circunstancias.
La Policía visitó entonces al médico sustituto, el cual dijo que nunca estuvo muy seguro de su propio diagnóstico. Y fue él quien dijo que el padre de la niña, Luis Artés, había señalado que «tal vez se tratase de un ataque de meningitis- -¡cuando sabía muy bien cuál era la causa!-, posibilidad a la que se acogió también el abuelo.
Aquel hombre explicó:
«-La enferma expiró a las tres horas de sufrir el desvanecimiento, entre convulsiones; un desenlace demasiado rápido, pero que, a veces, se observa en los menengíticos. No encontré motivos para sospechar otra cosa y tanto el abuelo de la criatura como yo aceptamos la única posibilidad que veíamos a nuestro alcance.
»-¿Y que les había insinuado el padre de la niña?
»-Sí, de eso no hay duda.
La Policía siguió con sus investigaciones y algunas estaban dirigidas, a desentrañar los motivos que el señor Artés había tenido para ausentarse de su hogar, dado que el fallecimiento de su hija, por el contrario, debió unirlo más a su desconsolada esposa.
Y, naturalmente, pronto salió a relucir que Luis Artés estaba en relaciones con cierta vicetiple de un popular teatro del Paralelo, de la que estaba intensamente enamorado hasta el extremo de haberle regalado un piso en la calle Villarroel. (Se nos ha dicho que esta popular artista fue Maty Mont, pero no poseemos pruebas para afirmarlo. Lo decía la gente y ahí queda. Nosotros no podemos estar seguros.)
Los agentes de la BIC, sin embargo, hablaron con ella y obtuvieron valiosa información, confirmándose que, en efecto, la vicetiple estaba saliendo con Luis Artés desde hacía dos años. Se le preguntó también si estaba enterada de la muerte de la hija del señor Artés, a lo que ella contestó
«-Sí, claro. La muerte de su hija le afectó muchísimo. Por eso se fue a Montserrat, donde estuvo recluido durante unos días. Me escribió desde allí contándomelo todo.
»-¿Conserva usted esa carta?
»-Pues…, sí. La tengo aquí. No deseo ocultarles nada.
La artista rebuscó entre sus papeles y extrajo un papel que mostró a los agentes. Uno de sus párrafos decía: «Estaremos algún tiempo sin vernos, porque, por ahora, deseo permanecer recluido aquí en el monasterio, purgando mi culpa. Pero tú ten paciencia y espérame.»
La Policía preguntó a la artista el verdadero sentido de aquella frase, insinuando si se refería a la muerte de su hija, y ella contestó:
«-Eso mismo imaginé yo. Y fue entonces cuando decidí romper con él, como así se lo dije cuando, transcurridos unos días, y ya de vuelta a Barcelona, me citó en el Nuria, donde nos vimos.
»-¿Qué respondió él?
»-No me quiso escuchar y me amenazó. Después me dijo que estaba loco por mí y que por mi cariño se sentía capaz incluso de matar a su mujer, para que pudiéramos casarnos.
»-¿No le había insinuado antes algo parecido?
»-No. Sólo me había dicho que su mujer no viviría más de un año. Me explicó que hacía tiempo que venía echando cianuro en la cerveza que todas las mañanas tomaba su mujer para que, de esta manera, iría envenenando poco a poco, hasta deshacerse de ella, y que aquella mañana la niña bebió también.
»-¿Y por qué no le denunció usted, sabiendo todo eso?
»-Le repito que Luis me había amenazado. Además, no era yo sola la que estaba enterada de lo ocurrido.
»-¿Qué insinúa usted? ¿A quién se refiere? – quiso saber el inspector que llevaba a cabo el interrogatorio.
»-A quien afectaba mucho más que a mí la muerte de la niña: a sus mismos familiares.
Esta declaración de la vicetiple dejó consternados a los policías. De ser cierta, tanto el culpable, Luis Artés, como su esposa, padres y suegros, eran cómplices o encubridores.
«-Luis me explicó – siguió diciendo la cupletista que, al morir su hija, le confesó lo sucedido a cierta persona que le merecía plena confianza y que, a los pocos días de la desgracia, este señor reunió a los abuelos y a la madre de la niña informándoles minuciosamente de cuanto le había confesado Luis. Pasada la sorpresa, hubo un cambio de pareceres, y al final se acordó entre todos no decir nada. La niña ya no podían resucitarla y lo único que ganarían removiendo el asunto sería caer en la deshonra y el descrédito. Según Luis, su mujer le perdonó y él prometió volver al buen camino y enmendarse.
Como resultado de esta entrevista, la Policía requirió a Luis Artés Elesán para que se presentase en la Brigada de Investigación Criminal. No era la primera vez que se le había interrogado, ya que, en dos ocasiones, los agentes públicos le hicieron preguntas sin que pareciera inquietarse mucho. En todo instante se había aferrado al certificado de defunción y no quiso creer que su hija hubiera sido asesinada.
Pero en Jefatura, ante los agentes de la BIC, las cosas habrían de tomar otro sesgo muy distinto.
-Le hemos requerido para aclarar unas cuantas cosas, señor Artés. Nos dijo usted que después de la muerte de su hija se fue a Montserrat, impulsado por el dolor, a fin de recobrarse de la pena que le había ocasionado tan sentida pérdida. ¿No fue así?
-Efectivamente. Amaba muchísimo a mi hija y su fallecimiento me trastornó mucho. Fui a Montserrat a tratar de recuperar la calma.
La Policía tomó entonces la iniciativa y pasó directamente a la acusación:
-¡Miente usted! Hemos averiguado que su hija murió a causa de una fuerte dosis de cianuro potásico que estaba mezclado con la cerveza. Y sabemos esto porque usted mismo se lo contó a cierta persona, la cual se lo comunicó a los pocos días a su familia de usted, la que acordó silenciar los hechos para evitar peores consecuencias. ¿No fue así, señor Artés?
El acusado directamente se hundió, palideciendo. Su actitud, poco antes altiva y desafiante, varió ostensiblemente, haciéndose incoherente, vacilante, trémula y nerviosa. Al fin, acosado por las Preguntas certeras de los agentes, alguno de los cuales le llamó parricida en su misma cara, Luis Artés se hundió totalmente.
-Bueno…, sí… Es cierto… No saben ustedes lo cuánto he sufrido durante todos estos días, teniendo que callar mi criminal y alevosa acción. Ahora que ya lo saben casi todo, les diré la verdad.
»Como saben, soy director de la fábrica que fundó mi padre. Allí, para ciertos temples, y también para combatir a las ratas, solemos emplear cianuro potásico.
»El 25 por la noche llevé a mi casa un tubito con cianuro que cogí de la fábrica, porque mi esposa me había dicho que en la cocina había ratones.
»Al llegar a casa, dejé el tubito en una mesita del cuarto de baño y, a la mañana siguiente, me fui, como siempre, al trabajo. Sería alrededor de las once cuando me llamó mi mujer para decirme que la niña se había puesto enferma.
»Cuando llegué a casa me encontré con el espectáculo que ustedes ya conocen. Yo no caí en la cuenta de que la niña pudiera haberse envenenado. Y como el médico apuntó la posibilidad de que fuese un ataque de meningitis, acepté ese diagnóstico.
»Habría de ser más tarde, cuando ya la niña había fallecido, que me di cuenta de que el tubito con el cianuro había desaparecido del cuarto de baño. Deben comprender ustedes que de haber sospechado siquiera que mi hija se estaba muriendo a consecuencia del veneno, habría informado a mi suegro y el otro médico para que le administrasen un antídoto.
»Les juro que yo no caí en la cuenta. Sin duda, fue la misma niña la que, curioseando por el cuarto de baño encontró el tubo de cianuro y se lo tomó o lo vertió después en la cerveza, lo que no sé cómo pudo suceder. Eso es todo lo que sé.
Por supuesto, tal confesión sólo sirvió para que los agentes pudieran sopesar la capacidad de cinismo de Luis Artés, previamente aleccionado por algún «hábil» consejero legal, ya que se suponía que su “retiro”, en Montserrat fue una consulta jurídica con quien, al no poder arreglar el asunto, le aconsejó en todo lo que debía hacer y decir.
La Policía optó por tomarle amplia declaración y levantar el conveniente atestado. Hecho esto, el parricida fue puesto a disposición judicial e ingresado en prisión, donde aguardó hasta que se le juzgó en el mes de junio de 1954.
El abogado defensor trató de presentar a su patrocinado como anormal, dominado por una pasión malsana y aberrante que le había sojuzgado física y psíquicamente. El fiscal, alegando todo cuanto ya hemos expuesto, pero ensombreciendo las tintas sobre la muerte de la niña, que pudo haberse salvado si el abyecto y miserable padre hubiese abierto la boca para decir la verdad, y era que se proponía matar a su esposa y el destino le traicionó, matándole a la hija que tanto amaba.
«-¡Una sola palabra de verdad y amor – exclamó el fiscal, con energía dominante – y Montserrat Artés Forzada aún estaría viva y el acusado, de haberse arrepentido, se encontraría con una petición leve, de arrepentimiento, y sin la sombra angustiosa y lesiva que perdurará en él mientras viva, de haber sido el causante de la muerte de su hija! Eso lo olvidaremos todos con el tiempo… ¡El no lo olvidará jamás!
El Tribunal condenó a Luis Artés Elesán a la pena de 30 años de reclusión mayor.
Naturalmente, esta condena sería reducida por una serie de circunstancias que se daban durante el régimen dictatorial anterior, como era la redención de penas por el trabajo y los indultos parciales que se venían promulgando con motivo de algún que otro acontecimiento religioso, como el del Congreso Eucarístico, o la muerte del Papá Juan XXIII, y suponemos que el condenado se beneficiaría de tales rebajas condenatorias y no habría de tardar en salir de la cárcel.
Confiemos, no obstante, que su arrepentimiento haya sido sincero y se haya reintegrado al seno familiar, en donde le deseamos que haya tenido no uno, sino muchos hijos… ¡Y que haya comprendido que un hijo es algo mucho más importante que uno mismo!
Luis Artés Elesán, lo sabemos muy bien, era un hombre capaz de echarse a llorar al escuchar una canción que hablaba de las hojas cayendo lentamente de los árboles. Y nos preguntamos: ¿quién conoce en realidad a los hombres?
Se ha dicho, siempre por soñadores y poetas, que el hombre es capaz de las mayores proezas y, al mismo tiempo, de las más viles bajezas. El hombre es capaz de matarse y de matar; de comer sin tener hambre y de beber sin tener sed. Capaz de alcanzar la propia Luna – cosa que ya ha realizado – y de descender hasta el mismo infierno. ¿Llegaremos a conseguir esto? Eso, sólo el tiempo lo dirá.