Los crímenes del baúl de Brighton

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Los crímenes del baúl de Brighton
  • Clasificación: Asesinato
  • Características: Descuartizamiento
  • Número de víctimas: 2
  • Fecha del crimen: Junio / Julio de 1934
  • Perfil de la víctima: Mujer sin identificar, de 30 años / Violette Kaye, de 42
  • Lugar: Brighton, Inglaterra, Gran Bretaña
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Los crímenes del baúl de Brighton

Brian Lane – Los carniceros

Los crímenes del baúl

Hay algo irresistiblemente pintoresco en la idea de meter un cadáver dentro de un baúl, sin duda porque asociamos el baúl con épocas en las que se viajaba con menos prisas y de forma más relajada a bordo de trenes de vapor y grandes trasatlánticos. Aun suponiendo que hubiera forma de encontrar alguna consigna de equipajes donde dejarlos, ¿quién vende baúles en estos tiempos?

Naturalmente, aparte de los aspectos decididamente antisociales del ir dejando por ahí cadáveres (ya sea enteros o en piezas) metidos dentro de un baúl, hay que considerarlo como uno de los medios menos eficaces de eliminar un cadáver. En el mejor de los casos se trata de una medida temporal con la que el asesino espera conseguir cierta ventaja inicial, pues el calor y el reducido espacio del baúl hacen que los cadáveres se descompongan muy deprisa.

Lo cual hace todavía más asombroso que Winnie Ruth Judd decidiera acompañar a los baúles que contenían sus dos víctimas durante el curso de su largo viaje por Norteamérica. Los «crímenes del baúl de Phoenix», como han llegado a ser conocidos, tuvieron lugar en un apartamento de la capital de Arizona la noche del 16 de octubre de 1931.

El piso estaba ocupado por Hedwig Samuelson y Agnes LeRoi, de 27 años, y la noche en cuestión las dos se hallaban acompañadas por Winnie Judd, antigua compañera de piso y colega en la clínica local. Al parecer se produjo una discusión sobre viejas amistades del otro sexo que acabó pasando a la violencia física. Hedwig sacó una pistola y disparó a Winnie en la mano, todo en el más puro estilo «saloon del Oeste». Winnie logró quitarle el arma y -en defensa propia, afanaría después- mató a las dos jóvenes. Agnes LeRoi cupo en un baúl de gran tamaño, pero acomodar a la señorita Samuelson en un baúl más pequeño exigió desmembrarla.

El 18 de octubre Winnie Judd y los dos baúles subieron a un tren con dirección oeste que finalizó su trayecto en la estación Southern Pacific de Los Ángeles. Cuando la señora Judd -acompañada ahora por un joven a quien identificó como Carl Harris, de profesión sus negocios-, se dispuso a reclamar su equipaje uno de los baúles había empezado a rezumar un líquido pestilente y más bien pegajoso.

Un empleado les pidió que abrieran los baúles, y Winnie y Carl se marcharon con el pretexto de ir a buscar las llaves y no volvieron. El empleado forzó la cerradura de los baúles, y su acto desencadenó una cacería a escala nacional con el objetivo de atrapar a Winnie Ruth Judd, doble asesina (que a esas alturas ya era apodada «La mujer tigre»).

El médico con el que estaba casada le suplicó que se entregara. Winnie hizo caso a sus ruegos y fue juzgada, encontrada culpable y sentenciada a muerte. Diez días antes de la fecha fijada para la ejecución se celebró un nuevo juicio. El tribunal consideró que no estaba en su sano juicio y la señora Judd acabó intemada en el Hospital Estatal de Arizona, de donde salió en libertad condicional el año 1971.

Cuatro años antes y al otro lado del Atlántico John Robinson había sido el causante de que un olor igualmente desagradable invadiera el departamento de equipajes de la estación londinense de Charing Cross.

El 6 de mayo de 1927 un empleado del departamento se hizo cargo de un baúl negro de gran tamaño que le fue entregado por un caballero de aspecto respetable «y con apariencia de militar» que llegó a la estación en taxi.

Cuando el olor que empezó a emanar del baúl se hizo lo suficientemente insoportable para despertar sospechas los empleados de la consigna llamaron a la policía. Los agentes descubrieron que el baúl contenía los miembros de un cuerpo femenino pulcramente envueltos en papel marrón.

El taxista cuyo cliente había dejado el baúl en el departamento de equipajes guió a los agentes encargados de la investigación hasta el punto donde le había recogido, el número 86 de Rochester Row (que, irónicamente, estaba justo delante de la comisaría).

Después de muchos rodeos y dificultades, las enaguas encontradas en el baúl acabaron llevando hasta Minnie Bonati, esposa de un camarero italiano del que estaba separada. Por aquel entonces Sir Bemard Spilsbury ya había logrado reconstruir el cuerpo de una mujer bajita y regordete de 35 años de edad que había muerto por asfixia.

Al ser arrestado Robinson negó saber nada sobre Minnie Bonati o el baúl, lo que no tiene nada de sorprendente. La confianza en sí mismo demostrada hasta entonces por Robinson acabó desmoronándose cuando la policía descubrió un fósforo manchado de sangre en su despacho del número 86 de Rochester Row.

Robinson admitió que la señora Bonati le había hecho proposiciones en la estación Victoria, y que cuando llegaron a su despacho empezó a mostrarse insolente y le exigió dinero. Hubo una lucha, la mujer cayó al suelo y se golpeó la cabeza con un cubo para el carbón. Robinson se dejó dominar por el pánico y huyó del edificio. No volvió hasta la mañana siguiente y descubrió que Minnie seguía allí donde había caído.

No intentó negar que la había desmembrado y confesó que había utilizado un cuchillo de trinchar comprado en la misma tienda de la calle Victoria donde Patrick Mahon compró el que había usado para desmembrar a Emily Kaye tres años antes. Tampoco negó que había dejado los restos del cadáver en la estación de Charing Cross, pero siguió negando que hubiera matado a la señora Bonati.

Por desgracia para él, Sir Bemard Spilsbury ya había demostrado de forma concluyente que la víctima fue asfixiada después del golpe en la cabeza. John Robinson fue ahorcado en la prisión de Pentonville el 12 de agosto de 1927.

La estación de Charing Cross ya no cuenta con un departamento de consigna para equipajes de gran tamaño, pero los herederos espirituales del famoso «baúl de Charing Cross» aún pueden encontrarse bajo la forma de la humilde maleta, como el ejemplar color verde aceituna dejado por Suchnam Singh Sandhu en un tren que iba a Wolverhampton con los restos de su hija dentro.

Los crímenes del baúl de Brighton (Inglaterra, 1934)

Dos clásicos de lo más clásico.

Número 1

La discusión sobre la naturaleza del «crimen perfecto» ha estimulado la imaginación de los seres humanos desde hace casi tanto tiempo como el que éstos llevan intentando cometerlo. El hecho es que el número de asesinatos sin resolver es inferior a lo que podría imaginarse, y la mayoría de los que no han sido resueltos se produjeron como resultado de brutales arranques de una pasión que se calma tan rápida e inexplicablemente como ha surgido, y a menudo se producen entre dos personas que se conocen relativamente poco, cuando no son totalmente desconocidas la una para la otra.

Esa categoría de lo criminal comprende los sórdidos crímenes enraizados en una codicia que acaba haciéndose imposible de controlar, y su misma carencia de objetivo hace que el agresor pueda volver a ocultarse en la oscuridad sin demasiados problemas.

Sea cual sea el sentido que se le dé, la palabra «perfecto» no acude a la mente en tales casos. De hecho, hay quienes afirman que el asesinato es una manifestación tan imperfecta de la humanidad que los superlativos resultan inadecuados per se.

Quienes no son tan pedantes quizá opinen que cualquier persona capaz de conseguir «a la perfección» aquello que se ha fijado como objetivo merece cierto reconocimiento; en el caso del asesino, puede que eso exija algo más que un mero «salir bien librado» y puede que tal perfección sea uno de esos estados indefinibles que sólo es posible reconocer después del hecho, y no comparándolos con un esquema preestablecido.

En cualquier caso, la persona que dejó un baúl en la consigna de equipajes de la estación de Brighton el 6 de junio de 1934, Día del Derby, aspiraba a la perfección.

Casi una quincena después -el domingo 17 de junio para ser exactos-, el baúl seguía sin haber sido recogido. Además, estaba empezando a emitir un olor decididamente antisocial; la clase de olor que exigía a gritos una investigación. Ninguno de los empleados tenía el valor o el estómago necesarios para acercarse demasiado al baúl, por lo que éste acabó en la comisaría de policía de Brighton que, como se descubrió después, era justo el sitio donde debía estar.

El cuerpo encontrado en el baúl carecía de cabeza, brazos y piernas, y era del sexo femenino. Los restos habían sido envueltos en papel marrón y atados con unos cordones de cortina. Escritas sobre el papel con lápiz azul figuraban las letras «ford»; la sangre había borrado lo que, obviamente, era la primera sílaba.

Como pista no era gran cosa, pero ya se sabe que la policía ha obtenido resultados basándose en pistas aún más tenues, por lo que aquella noche la atmósfera de la comisaría de Brighton se tiñó de un leve optimismo. Después de todo, Voisin -otro miembro de la cofradía de los desmembradores- había sido atrapado gracias a una marca de lavandería semiborrada. El baúl era nuevo, claramente comprado para aquel propósito, y no proporcionó ninguna otra pista significativa.

La policía obró tan concienzudamente como es habitual en ella e hizo circular por las estaciones de ferrocarril británicas una petición dirigida a los empleados de las consignas en la que se les pedía que se mantuvieran alerta y denunciaran la presencia de cualquier otra pieza de equipaje maloliente: los investigadores querían encontrar el resto del cadáver de Brighton. Y no quedaron totalmente decepcionados, pues la estación londinense de King’s Cross contestó diciendo poseer una maleta que apestaba y que resultó contener cuatro fragmentos más, dos piernas y dos pies amputados pulcramente envueltos en papel marrón.

Llegados a esta etapa de la investigación el eminente patólogo Sir Bemard Spilsbury, el hombre de cuya habilidad y experiencia habían dependido tantas acusaciones por asesinato, se hizo cargo de los restos. La lista de sus hallazgos contenía las siguientes observaciones:

1. Desmembramiento llevado a cabo por una persona con ciertos conocimientos anatómicos, aunque no se trata de un experto.

2. El cuerpo no presenta heridas aparte de los puntos por donde se ha realizado el desmembramiento.

3. Edad de la víctima: por debajo de los 30 años.

4. Momento de la muerte: unas tres semanas antes del descubrimiento.

5. La víctima se hallaba en el quinto mes del embarazo.

6. Por el estado de las manos y los pies, es probable que la víctima perteneciera a la clase media, no había tenido ninguna ocupación penosa o sucia.

La maleta de King’s Cross también proporcionó dos pistas potencialmente útiles consistentes en un lienzo de franela y una cierta cantidad de algodón de calidad inferior encontrado junto a los miembros inferiores.

Aun así, y pese a las prolongadas e intensas investigaciones policiales, las «pistas» acabaron convirtiéndose en humo, y los agentes no lograron dar con nada que pudiera revelarles la identidad de la víctima o la del asesino.

El paso siguiente siempre ha sido una decisión difícil para la policía: ¿hasta qué punto es productivo pedir la ayuda del público y los medios de comunicación? Las ventajas son obvias; ya que en sólo unas horas las potentes redes de los periódicos, la radio y la televisión -aunque en 1934 la policía aún no contaba con ella-, pueden hacer llegar a cada hogar del país descripciones, peticiones de ayuda e incluso fotos.

Las desventajas también son fáciles de imaginar. Con millones de detectives aficionados esparcidos por el país el volumen de información recibida -los que aseguran haber visto a la persona buscada, los cotilleos, los temores y sospechas- puede acabar paralizando a cualquier equipo de investigadores que no esté concienzudamente preparado y organizado.

En este caso dio la casualidad de que la policía estaba lo bastante desesperada y lo bastante bien organizada para comprender que pedir la ayuda del público podía ser su única alternativa a semanas de infructuosas búsquedas e interrogatorios; por lo que la no muy amplia descripción física disponible de la chica y los escasos detalles del crimen que se conocían fueron entregados a los medios de comunicación para que los difundieran.

Después de todo, alguien debía haber echado en falta a una joven de clase media más o menos acomodada, ¿no? Alguien debía haber oído o visto algo sospechoso…. ¿quizá incluso encontrado algo sospechoso? (La policía seguía albergando la esperanza de dar con la cabeza para identificar a la víctima.)

Los investigadores cumplían con su deber negándose a admitir la posibilidad del «crimen perfecto»; pero también eran lo suficientemente honrados para admitir que iban a necesitar muchísima suerte.

La respuesta obtenida fue abrumadora, y durante los primeros días se hicieron cientos de declaraciones que fueron comprobadas. Mujeres desaparecidas, prendas de vestir encontradas, baúles comprados… Sólo en el área de Brighton -donde la policía confiaba que se había cometido el crimen- se denunciaron 24 casos de jóvenes desaparecidas.

Los agentes de policía de todo el Reino Unido empezaron a comprobar declaraciones, entrevistar testigos y registrar casas vacías; las agencias de detectives de Europa y los Estados Unidos comprobaron sus archivos de personas desaparecidas. ¿Quién era el cadáver encontrado en el baúl?

Doscientos agentes de policía interrogaron a propietarios de hotel y patronas de pensión de la costa sur; la señorita Gene Dennis, una medium profesional, aconsejó centrar la búsqueda en un hombre de cabellos color castaño oscuro e iniciales «G. A.» o «G. H.», de unos 36 años de edad y residente en Londres o en Southampton. En cuanto a la víctima, la señorita Dennis se mostró todavía más precisa. Según ella, era una manicura con ojos azules de algún lugar de Lancashire y «cuando trabajaba vestía una bata blanca…, se llamaba Dorothy Ellena Mason o algo parecido, y creo que el crimen fue cometido en una embarcación atracada cerca de Brighton. Veo un puente y una línea férrea cerca. El asesino no es un delincuente habitual, sino que se ha visto forzado a cometer este crimen. Ha trabajado en una empresa que vende semillas al por mayor… Es un hombre del tipo artístico, con manos delgadas dedos largos y la cabellera más bien frondosa, y creo que se llama George Henricson, o Robinson … »

El superintendente Frederick Wensley, antiguo miembro del Grupo de Homicidios de Scotland Yard y el hombre que había hecho comparecer ante el tribunal a John Robinson, el asesino del baúl, fue reclutado como asesor para que participara en la investigación. Pero las semanas fueron pasando y la situación seguía siendo igual de desesperada. A finales de mes no se había hecho ningún avance; cada informe que se revelaba erróneo, cada teoría que se desmoronaba, cada nueva sospecha hacían crecer el expediente. Y la policía estaba empezando a creer en la existencia del crimen perfecto…

Para empeorar las cosas, la calle Fleet estaba sucumbiendo al cinismo. El Daily Express Ofreció 500 libras de recompensa por la información que se pensaba seguía estando encerrada en las profundidades de la mente de alguien, o que seguía siendo retenida por miedo o afecto.

Otros periódicos estaban empezando a mostrarse abiertamente críticos: uno de ellos había descubierto el paradero del veinticinco por ciento de una nueva lista de jóvenes desaparecidas publicada por Scotland Yard antes de que la policía hubiera empezado las investigaciones al respecto.

Gene Dennis volvió a colocarse bajo los focos de la publicidad con un nuevo cargamento de pistas falsas llegadas del más allá: «Este hombre era un salvaje, y mataba por pura venganza y por el placer de hacer daño. La joven murió porque el hombre la odiaba. Estaba loco de celos. La golpeó y la maltrató de una forma terrible. El hecho de que estuviera embarazada no figuraba entre sus motivos. Es un hombre muy vanidoso, y alardeará de su crimen. Cuando le encuentren confesará y se enorgullecerá de lo que ha hecho. El asesinato fue cometido en un lugar casi público. No creo que tuviera lugar en un bungalow vacío. Veo una especie de asilo o casa de reposo con paredes blancas. Hay dos personas involucradas en el crimen, este hombre y una mujer corpulenta de mediana edad. La cabeza será encontrada en una maleta no muy grande envuelta en papel adhesivo similar al utilizado con el resto del cuerpo.»

Pero seguía sin haber resultados y la pista se iba enfriando a cada semana que pasaba. El crimen del baúl de Brighton ya se había ganado un puesto en los anales del Crimen Clásico; parecía destinado a terminar en el primer lugar de la lista de Crímenes Clásicos Sin Resolver, donde ha permanecido hasta el día de hoy.

Pero el domingo 15 de julio -un mes después del descubrimiento del cadáver en la estación de Brighton- la ciudad costera se vio dominada por un nerviosismo que no intentó ocultar. La noticia viajó a la velocidad del rayo: la policía había encontrado un baúl de cuero negro en una casa de la calle Kemp, cerca de la estación.

Cuando se vio llegar a Sir Bernard Spilsbury empezaron a circular rumores de que por fin se habían encontrado los brazos del famoso cadáver de Brighton. Y eso ya habría sido todo un acontecimiento y, por sí solo, habría explicado la tensión casi eléctrica que parecía galvanizar a la ciudad. Pero la verdad sobre el descubrimiento habría desafiado lo concebible incluso por la imaginación más macabra: la policía no había encontrado la cabeza que faltaba. Había encontrado un nuevo cadáver. Brighton ya tenía su segundo crimen del baúl.

Número 2

Era inevitable que tanto la policía como el público establecieran una relación entre el segundo baúl de Brighton y el enigma ya existente, y que se creara un clima de confiada expectación: todo el mundo estaba convencido de que el segundo baúl contendría la cabeza y los brazos que faltaban. Mientras el baúl de cuero negro era llevado a la comisaría de Brighton, Sir Bernard Spilsbury se dirigía a toda velocidad hacia Brighton. Pero las especulaciones se equivocaban: ahora la policía y Sir Bemard tenían otro misterio al que encontrar respuesta.

Durante las investigaciones sobre el crimen del baúl número uno la policía había registrado casi todas las viviendas de Brighton, incluyendo las de la calle Kemp. Pero el edificio del número 52 había sido dividido en apartamentos individuales y sus ocupantes no se hallaban en casa cuando se efectuó el registro; de hecho, el propietario del edificio llevaba varias semanas en Londres. La policía decidió volver a visitar el edificio cuando los inquilinos estuvieran en sus apartamentos, y la confusión posterior hizo que el número 52 nunca fuese registrado.

Cuando el propietario del edificio y su esposa volvieron de Londres descubrieron que varios inquilinos se habían marchado, y los que seguían en sus apartamentos fueron abandonándolos durante las semanas siguientes, con lo que el propietario quedó en libertad de redecorar el edificio y disponer de él como quisiera. La primera persona que captó el desagradable olor procedente de uno de los apartamentos fue un pintor.

El pintor -que, obviamente, no sólo tenía un buen sentido del olfato sino también un excelente sentido de lo dramático- no comunicó sus sospechas al propietario, sino que acudió directamente a la comisaría de policía.

Los agentes entraron en el edificio después de mantenerlo vigilado durante 48 horas -sólo Dios sabe por qué-, y nada más hacerlo se vieron agredidos por el repugnante olor de la podredumbre; casualmente -fue la primera de las muchas coincidencias que iban a producirse-, los propietarios del edificio no tenían el más mínimo sentido del olfato. El baúl con el cadáver fue sacado del edificio y la policía hizo circular inmeditamente una descripción del hombre al que deseaban interrogar: el último ocupante del apartamento.

Tony Mancini, un delincuente de poca monta con una ristra de alias tan larga que habrían podido llenar toda una agenda -Antoni Pirillie, Luigi Mancini, Hyman Gold, Jack Notire (nombre y apellido con el que luego sería acusado de asesinato)-, había cumplido hacía poco los 26 años, medía metro sesenta y cinco, era de tez morena y tenía un defecto en un ojo; además, visitaba con frecuencia los lugares más infectos del West End londinense. Pese a su complexión mediterránea Mancini era inglés: de hecho, su auténtico nombre era Cecil Lois England. La admiración que profesaba a los gángsters italo-americanos de Chicago le había predispuesto a honrarse con nombres y apellidos más románticos.

Mancini llevaba cierto tiempo trabajando en el café Skylark de la playa de Brighton, y había compartido su modesto alojamiento en el número 44 de Park Crescent con una mujer a la que se refería llamándola su esposa. La mujer era Violette Kaye, quien fue rápidamente identificada como el cadáver del baúl. Naturalmente, la policía tenía muchas ganas de ponerse en contacto con Mancini.

Irónicamente, ya había estado en contacto con él; pues otra coincidencia hizo que Tony Mancini fuese interrogado en relación a la primera víctima encontrada dentro de un baúl.

Durante la búsqueda de una identidad para el torso la policía había compilado listas de jóvenes desaparecidas, y el nombre de Violette Kaye había aparecido en una de ellas. Mancini había cooperado al máximo, lo que incluía una detallada descripción de Violette, quien afirmaba le había abandonado recientemente. La gran diferencia en edad de las dos mujeres descartaba a Violette Kaye como candidata a ser el torso misterioso, y Mancini había acabado volviendo a Londres.

Mientras tanto los investigadores iban recomponiendo cuidadosamente la historia de la segunda víctima, Violette Kaye; también conocida como señora Violette Saunders, aunque se había divorciado hacía unos seis años. Nació en el seno de una familia de dieciséis hijos y empezó a pisar los escenarios desde muyjoven: bailar era lo que sabía hacer mejor, pero también podía defenderse cantando y había logrado labrarse una carrera bastante exitosa en la revista musical. Ya había cumplido los 42 años, pero el baile le había permitido conservar su esbeltez y los hombres seguían encontrándola atractiva.

Cuando conoció a Mancini, Violette cambió la danza por la prostitución -profesión que algunos quizá consideren menos agotadora-, y su relación había dependido en gran medida de que ella le mantuviera con sus ganancias «inmorales». Una vez dicho esto, no cabe duda de que la pareja también estaba unida por un profundo y genuino afecto.

Mancini fue detenido por la policía a primera hora de la mañana del martes 18 de julio cuando iba por el camino de Londres a Maidstone, allí donde éste cruzaba Blackheath. El prisionero fue transferido a Brighton un poco más avanzado el día, y cuando llegó allí se encontró con que toda la ciudad se había lanzado a las calles para presenciar la llegada de aquel «monstruo sin paralelo».

Hordas de jóvenes ataviadas con trajes de baño y pijamas playeros ocuparon la plaza que daba al tribunal para abuchear y silbar a Mancini mientras era conducido al interior del edificio. El espectáculo era realmente impresionante, y un veterano agente de policía presente observó que aquella turba parecía una multitud dispuesta a divertirse en una feria y no el público que suele acudir a los tribunales de justicia, y también afirmó que aquello le recordaba los peores excesos de los días de las ejecuciones públicas.

Tony Mancini fue juzgado en el Tribunal de Lewes el 10 de diciembre de 1934; el juez fue el señor Branson. El señor J. D. Cassels, KC (que posteriormente llegó a juez), y el señor Quintin Hogg (posteriormente Lord Hailsham) comparecieron por la Corona, y el señor Norman Birkett, KC, tomó a su cargo la defensa de Mancini ayudado por el señor John Flowers, KC, y el señor Eric Neve.

Debe decirse que ningún acusado se enfrentó jamás a un caso tan sólido como el presentado por la Corona contra Tony Mancini. Para empezar, era un delincuente conocido; lo cual, naturalmente, no debería tener ninguna importancia en un tribunal, pero ni tan siquiera aquellos sobre quienes recae la pesada tarea de formar el jurado en un caso punible con la pena capital pueden separar totalmente a un hombre de su pasado. Había admitido no sólo que vivía con Violette Kaye -una prostituta-, sino que vivía a expensas de ella.

Además, había admitido saber que estaba muerta, mientras que cuando habló con los agentes de policía fingió que le había abandonado, que «se había marchado a otro sitio». Y, finalmente, había admitido que metió el cadáver de Violette en un baúl especialmente adquirido para ese propósito, y que había llevado el baúl desde su alojamiento de Crescent Park a la calle Kemp; que lo había tenido allí al pie de la cama y, finalmente, que había huido a Londres dejando atrás su horrible secreto.

Pero Mancini negaba enfáticamente haber sido la causa de la muerte de su amante; y afirmaba que fue el pánico lo que le hizo esconder el cadáver después de llegar a casa y encontrarla muerta, el pánico y el convencimiento de que la policíajamás creería a un hombre con su historial aunque contara la verdad…

Pero Mancini también era un hombre mucho más afortunado de lo que jamás habría podido imaginarse, pues fue defendido por el señor Norman Birkett, quien quizá fuese el abogado criminalista más famoso y mejor considerado de la época; y el discurso final que Birkett dirigió a un jurado fascinado -discurso que duró 80 minutos y que fue pronunciado sin consultar ni una sola nota- jugó un considerable papel en volver las tornas a favor de su defendido.

Norman Birkett empezó sembrando la duda sobre la solidez del caso presentado por la acusación, y supo sacarle un considerable provecho al sórdido historial de Mancini, poniendo todo el énfasis posible en el hecho de que -como afirmaba su propio cliente- «las personas como él jamás conseguían un juicio justo». Esto es lo que Birkett le dijo al jurado:

«Este hombre vivía de las ganancias obtenidas por la muerta, y nada de lo que yo pueda decir atenúa o justifica este hecho. No hay palabras con que justificarlo. Ustedes son hombres de mundo. Piensen en cuáles eran sus amistades y relaciones. Hemos estado tratando con la clase de hombres que pagan ocho peniques por una camisa y mujeres que pagan un chelín y seis peniques o menos por un sitio donde dormir. No deben olvidar que éste es el telón de fondo del que han brotado todos los acontecimientos.»

Después Birkett apeló directamente a los corazones de los miembros del jurado:

«La defensa tiene un deber de la más alta solemnidad, y mis colegas lo conocen a la perfección. Nos hemos esforzado al máximo de nuestras capacidades intentando llevar a cabo esa tarea tan bien como nos ha sido posible, aunque no me cabe duda de que con muchas imperfecciones. La responsabilidad final… Esa responsabilidad recae sobre sus hombros, y que nunca se diga, y que nunca se piense que cualquier palabra salida de mis labios puede intentar desviarles de que hagan aquello que consideren su deber. Pero ahora que todo este caso ha sido expuesto ante ustedes, creo que tengo derecho a pedir un veredicto de inocencia para este hombre. Y, miembros del jurado, cuando emitan ese veredicto reivindicarán un principio legal, el de que las personas no son juzgadas por los periódicos ni por los rumores, sino por jurados cuya misión es hacer justicia y decidir basándose en las pruebas. Acudo a ustedes para pedirles y exigirles un veredicto de inocencia.»

Birkett guardó silencio durante un par de segundos y sus ojos recorrieron los rostros de la hilera de miembros del jurado. Su voz volvió a resonar en el silencio de la sala: «Cumplan con su deber».

El jurado no le decepcionó. Después de una deliberación que duró casi dos horas y media, el portavoz se puso en pie para anunciar el veredicto que Birkett les había pedido: «Inocente».

Mancini fue absuelto, Norman Birkett se convirtió en el héroe del momento y recibió un delirante diluvio de elogios de la prensa, a los que se refirió con este más bien cínico comentario: «Por extraño que parezca, no ha sido muy agradable para mí… Mancini era un ser indigno y despreciable, pero su absolución parece haber impresionado a la imaginación popular.»

Posdata

Los recelos de Norman Birkett estaban más que fundados. Puede que años de familiaridad con el funcionamiento de los tribunales le hubieran dado una capacidad para penetrar en el espíritu humano y comprender lo que no es patrimonio de los miembros del jurado, quienes después de todo son hombres tan corrientes como ustedes y como yo. Puede que Birkett lo supiera; quizá sabía que había estado haciendo cuanto estaba en su mano para librar del cadalso a un asesino tan cínico como carente de principios… Si ése era el caso, Mancini no le decepcionó.

Después de pasar muchos años yendo de un lugar a otro, primero en una feria ambulante y luego como marinero, Tony Mancini acabó casándose y estableció su residencia en Liverpool. En noviembre de 1976, un mundo que había olvidado el crimen de¡ baúl de Brighton -y que probablemente ni tan siquiera había nacido cuando se cometió- tuvo motivos para volver a recordar el nombre de Tony Mancini.

El 28 de noviembre el News of the World publicó el siguiente titular: «Cometí un asesinato y salí bien librado». A continuación del titular Mancini confesaba haber asesinado a Violette Kaye. Dieciocho meses después Mancini fue entrevistado por el periodista y escritor Stephen Knight, ya fallecido, y declaró ante notario que la entrevista que se disponía a conceder contendría la verdad y nada más que la verdad: Mancini iba a hacer una nueva confesión.

 


AUDIO: LOS CRÍMENES DEL BAÚL DE BRIGHTON 1/2 (INGLÉS)

AUDIO: LOS CRÍMENES DEL BAÚL DE BRIGHTON 2/2 (INGLÉS)


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