El caso Leopold y Loeb

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Leopold y Loeb
  • Clasificación: Asesinato
  • Características: Leopold y Loeb eran los hijos adolescentes de unos millonarios de Chicago. Leopold era un genio que creía en el superhombre. Loeb creía en el crimen perfecto. Su amistad resultó fatal. Juntos asesinaron a un chico de 14 años sólo por la emoción que eso les producía
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 21 de mayo de 1924
  • Fecha de nacimiento: Leopold - 19 de noviembre de 1904 / Loeb - 11 de junio de 1905
  • Perfil de la víctima: Bobby Franks, de 14 años
  • Método del crimen: Golpes con un escoplo
  • Lugar: Chicago, Estados Unidos (Illinois)
  • Estado: Leopold y Loeb fueron condenados a cadena perpetua por asesinato y a noventa y nueve años por secuestro el 10 de septiembre de 1924. Leopold fue puesto en libertad en 1958 después de 33 años en la cárcel. Se casó en 1961 y murió en 1971 de un ataque al corazón. Tenía 66 años. Loeb fue asesinado en prisión por otro recluso el 28 de enero de 1936. Tenía 30 años
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Leopold y Loeb – Los jóvenes millonarios asesinos de Chicago

Última actualización: 26 de octubre de 2015

Eran los hijos adolescentes de unos millonarios de Chicago. Leopold era un genio que creía en el superhombre. Loeb creía en el crimen perfecto. Su amistad resultó fatal. Juntos asesinaron a un chico inocente sólo por la emoción que eso les producía.

EL CRIMEN – El placer del asesinato

En mayo de 1924, en plena campaña electoral, Chicago libraba una batalla contra los gángsters cuando fue hallado en el lago Wolf el cuerpo de un joven estudiante de 14 años. Junto al cadáver encontraron también unas gafas.

El miércoles 21 de mayo de 1924, Bobby Franks no volvió a casa al salir del colegio, a las cinco de la tarde, tal y como acostumbraba. Normalmente regresaba andando desde el colegio, Harvard School, que se halla sólo a cuatro manzanas de su casa, en Ellis Avenue, un barrio residencial de Kenwood.

El padre de Bobby, Jacob Franks, un conocido y acaudalado hombre de negocios, tras varias horas de angustiosa espera, decidió ir a buscar a su hijo. Aún no había regresado cuando llamaron por teléfono. Su mujer, Flora, contestó a la llamada.

«Su hijo ha sido secuestrado – dijo una voz masculina -. Se encuentra bien. Tendrá más noticias por la mañana.»

La señora Franks le suplicó que le dijera quién era. El hombre contestó que se llamaba Johnson y colgó. Al regresar a su casa, Jacob Franks decidió no avisar a la policía aún, para evitar que la publicidad del caso tuviera funestas consecuencias para su hijo. A las dos de la mañana del día siguiente, el señor Franks cambió de opinión y notificó la desaparición de su hijo, pero convenció al detective para que no hiciera nada hasta recibir más información ese mismo día.

A las nueve de la mañana, los trastornados padres recibieron una carta «urgente». El mensaje estaba escrito a máquina en dos hojas. Empezaba con un «Muy señor mío» y le decía que su hijo sería puesto en libertad a cambio de un rescate de 10.000 dólares. El dinero tenía que entregarse en billetes usados – la misiva daba instrucciones muy precisas sobre la numeración – que meterían en una caja de puros, o en una caja de cartón, envuelta en papel y lacrada. El paquete tenía que estar listo para la una del mediodía, y luego esperar una llamada telefónica. Se le prohibía llamar a la policía.

El rescate

La carta prometía que Bobby Franks sería puesto en libertad seis horas después de que se hubiera pagado el rescate. «Si desobedece alguna de nuestras instrucciones – concluía el mensaje -, su hijo morirá.»

El señor Franks fue a su banco a retirar 10.000 dólares, 8.000 en billetes de 50 y 2.000 en billetes de 20, tal y como se lo habían ordenado los secuestradores.

Por la noche la policía le informó de que un trabajador de la vía férrea había encontrado el cadáver de un muchacho joven metido en un canal de desagüe en una de las orillas del lago Wolf, cerca de la vía del tren.

A las tres de la tarde el teléfono volvió a sonar. Era «Johnson», el secuestrador, que le dio las siguientes instrucciones: un taxi le iría a recoger para llevarlo a una droguería. El taxi llegó, pero, cuando Franks estaba a punto de salir con el dinero del rescate, el teléfono volvió a sonar. Era su cuñado, Edwin Greshman, con la triste noticia de que había identificado el cadáver encontrado en el canal de desagüe como el del joven Bobby.

Inmediatamente se puso en marcha una investigación policial sin precedentes en la historia de Chicago. La noticia del asesinato ocupó las primeras páginas de todos los periódicos; el primer paso en la investigación policial fue el interrogatorio de todos los profesores del colegio de Bobby con la esperanza de encontrar entre ellos al asesino. El taxista que había ido a recoger al señor Franks a su casa explicó que sólo le dieron la orden de dirigirse a esa dirección por teléfono. Otro hombre llevó a la policía un objeto manchado de sangre que, según dijo, arrojaron desde un coche.

En el estanque del parque Jackson encontraron la máquina de escribir, una Underwood, con la que fue escrito el mensaje. Al mismo tiempo, un joven estudiante de dieciocho años, Richard Loeb, muy aficionado a las historias de detectives y que guardaba toda la información que se publicó sobre el asesinato de Bobby Franks, se ofreció para ayudar en sus investigaciones a tres periodistas que cubrían el caso. Loeb dijo a éstos que, probablemente, la llamada de los secuestradores se hizo desde una farmacia en la calle 63 y les condujo hasta allí con la esperanza de capturar a los secuestradores.

Más tarde encontraron una nueva pista: un jefe de estación encontró en el lugar en el que se había descubierto el cadáver unas gafas de concha. Tras las investigaciones pertinentes la policía dio con el propietario: era un joven llamado Nathan Leopold Jr.

Nathan Leopold tenía diecinueve años y era uno de los hijos, el menor de los hermanos (en su casa le llamaban «Babe»), de un millonario muy conocido de Chicago. Leopold era un joven extremadamente inteligente; licenciado en filosofía por la Universidad de Chicago, estaba estudiando Derecho en la Escuela de Leyes de esa misma ciudad.

Se le tenía por un genio; se interesaba por todo tipo de lectura y ninguna materia le parecía complicada. Con dieciocho años dominaba nueve idiomas y era un experto botánico. Se había especializado en el filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Con dinero, inteligencia y posición social, parecía destinado a un futuro más que prometedor hasta que encontraron sus gafas de concha en el lugar del crimen.

El 29 de mayo fue conducido por dos policías al hotel La Salle para prestar declaración ante el fiscal del Estado, Robert Crowe, admitió que las gafas eran suyas y se mostró tranquilo y confiado. En efecto, tenía gafas de concha, que sólo utilizaba para sus actividades como ornitólogo, pero últimamente no las había utilizado. Probablemente estarían en el bolsillo de su vieja bata.

Coartada fallida

Los detectives acompañaron a Leopold a su casa en busca de las gafas. Pero no las encontraron. El lugar en el que se encontró el cadáver del joven Bobby era un lugar frecuentado por ornitólogos y Leopold iba allí a menudo. Daba clases de esta materia y más de una vez llevó allí a sus alumnos. Probablemente se le cayeron las gafas del bolsillo en una de estas ocasiones.

Los detectives insistieron. ¿En qué bolsillo las guardaba? En el bolsillo superior de la bata. Seguramente se perdieron al dar un traspiés. Los detectives entonces le pidieron que hiciera una demostración; con las gafas metidas en el bolsillo superior de su chaqueta, Leopold tropezó varias veces intentando que las gafas cayeran al suelo. Lo único que consiguió fue hacer el ridículo. Por primera vez los policías consideraron la posibilidad de que este chico tan brillante pudiera ser el asesino de Bobby Franks.

Acorralado

Siguieron interrogándole, preguntándole una y otra vez sobre las mismas cosas. Leopold se inquietaba. ¿Cómo podían sospechar de él? Bobby Franks era un chico muy agradable, dijo, y la idea del rescate era absurda. Podía disponer de todo el dinero que quisiera, cuando y donde le diera la gana con sólo pedírselo a su padre. Además, cobraba por sus clases de ornitología. Y, por último, no tenía ninguna máquina de escribir Underwood.

Luego el fiscal Crowe y sus ayudantes le preguntaron dónde estuvo el 21 de mayo. A pesar de que ya había transcurrido más de una semana, el joven Leopold se acordaba perfectamente: fue a recoger el coche al garaje y luego, con un amigo, acudieron a Lincoln Park, donde habían quedado con dos chicas. Se mostró renuente a identificar a éste, pero finalmente confesó que se trataba de Richard Loeb, un joven de dieciocho años. Justificó no haber mencionado antes a su compañero porque las chicas con las que habían quedado no eran muy respetables.

Richard Loeb era también un estudiante brillante e hijo del ya retirado vicepresidente de la Sears, Roebuck and Co. Loeb junior era el licenciado más joven de la Universidad de Michigan. Disponía de 3.000 dólares en una cuenta bancaria y la secretaria de su padre tenía instrucciones de entregarle dinero siempre y cuando el joven lo requiriera.

La investigación seguía su curso y se citó a declarar al chófer de los Leopold, Sven. Había entrado al servicio de la familia diecinueve años atrás, cuando Nathan sólo contaba unos meses. Testificó que, durante la semana anterior, sólo hubo un día en el que Nathan no sacó su coche del garaje. Lo recordaba perfectamente porque fue el mismo día que su mujer, Alma, tuvo que ir al médico.

La coartada de Leopold se desmoronó. No había ido con Richard Loeb en su coche a Lincoln Park, de hecho, no había ido con su coche a ninguna parte, ya que éste estuvo en el garaje.

Hasta este momento el fiscal Crowe se había mostrado extremadamente paciente y educado, pero bruscamente informo a Leopold de que en ese momento su amigo Richard estaba siendo interrogado por sus hombres en una comisaría a poca distancia de allí. Loeb fue conducido a la jefatura de policía el día anterior, 30 de mayo. El fiscal no necesitó decir nada más para que el joven confesara toda la verdad. Confesó que él y su amigo habían asesinado a Bobby Franks, aunque Loeb fue el autor material del golpe mortal.

Se esclarecen los hechos

Los dos jóvenes fueron conducidos ante un grupo de psiquiatras, y cada uno tuvo que contar su historia en presencia del otro. Leopold debía anotar aquello que le pareciera incorrecto de la declaración de Loeb. Al terminar se le entregaron las notas al fiscal Crowe, de modo que éste disponía de dos confesiones: una oral y otra escrita. La historia contada por estos dos jóvenes tan elegantes, brillantes e inteligentes, revelaba que se trataba de un asesinato tan absurdo que no tenía parangón en la historia del crimen.

La víctima hábil orador

Bobby Franks tenía 14 años y era el tercer hijo del matrimonio judío formado por Jacob y Flora Franks. A pesar de que sus familiares se asentaron en Chicago en el siglo XIX, Bobby fue educado por sus padres en las creencias del cristianismo. Aunque vivían entre los ricos líderes de la comunidad judía, la familia Franks nunca había sido totalmente aceptada en sociedad.

En la escuela local Harvard, a Bobby se le consideraba un alumno brillante, con una especial habilidad para la oratoria. Dos semanas antes de su muerte, participó en un debate escolar sobre la pena capital, mostrándose a favor de su abolición. También le gustaba el béisbol y el tenis. Era un joven vivaracho, sonriente, con una gran facilidad de palabra. Superficialmente, se parecía a Richard Loeb.

Las gafas

En un principio parecía que las gafas encontradas junto al cuerpo de Bobby Franks no aportarían pistas sobre la identidad del asesino. Eran muy corrientes y la graduación de las lentes, extremadamente común. En Chicago había miles como ésas. Pero la charnela de las gafas era un artículo patentado, realizado por una sola compañía, la Almer Coe.

Esta empresa había modificado la montura y la charnela hacía pocos meses y solo se habían vendido tres pares de gafas con estos ajustes. Uno de los pares pertenecía a un abogado de viaje por Europa durante seis semanas, y el otro a una señora que todavía las llevaba. El tercer par lo compró un joven llamado Nathan Leopold, que vivía en el 4754 de la Avenida Greenwood, muy cerca del colegio Harvard para chicos.

Asociados

La asociación criminal de Leopold y Loeb comenzó en 1921, tres años antes del asesinato de Bobby Franks. Empezó con pequeños robos en tiendas y hoteles, y más tarde la pareja se especializó en robar coches. En una ocasión, perseguidos por un camión, saltaron del coche que acababan de robar dejando que el vehículo se estrellara mientras ellos escapaban. Leopold participaba en estas aventuras porque el peligro le resultaba emocionante. Dos veces les dispararon cuando llevaban a cabo la huida.

Loeb disfrutaba asustando a la gente por teléfono. Cuando se quedaba solo, hacía llamadas obscenas a las personas que le desagradaban y, con Leopold, daba cuenta de incendios imaginarios, disfrutando del revuelo que esto provocaría. Loeb incluso se sentía contrariado y disgustado si sus insignificantes delitos no eran relatados en los periódicos.

Pronto comenzaron a provocar verdaderos incendios, encantados de ser ellos los únicos que sabían cómo había empezado el fuego. Cuando se cansaron de esto, pasaron al robo con allanamiento de morada. En noviembre de 1923 robaron la máquina de escribir Underwood de la sala de estudiantes de la Universidad de Michigan. En esta ocasión, Loeb llevaba una pistola.

PRIMEROS PASOS – Chicos inmaduros

Leopold y Loeb nunca crecieron. Tenían sueños infantiles y creían en ellos. Pero el origen de tanta crueldad sigue siendo un misterio.

Ambos, Nathan Leopold y Richard Loeb, disfrutaban de una vida privilegiada. Sus familias eran propietarias de las mansiones más bellas y elegantes de Kenwood, la zona residencial más exclusiva de Chicago, y los dos jóvenes habían estudiado en los mejores colegios.

Se educaron entre niñeras e institutrices rodeados de sirvientes; disponían de dinero ilimitado para sus gastos, y el saldo de sus cuentas corrientes excedía con mucho al de cualquier trabajador en los años veinte. Conducían sus propios coches mucho antes de que ser propietario de uno fuese algo normal. Pasaban sus vacaciones en Europa y realizaban frecuentes viajes por todo el mundo.

Tenían todo lo que el dinero podía comprar y, gracias a su inteligencia, gozaban de la admiración de sus familiares, que los mimaban en exceso. No hay duda de que si no hubiera sido por el asesinato de Bobby Franks, ambos jóvenes hubieran llegado muy lejos.

Nathan Leopold nació en Chicago el 19 de noviembre de 1904. Era el menor de los tres hijos de Nathan y Florence. La familia era una de las más ricas y respetadas de la comunidad judía de Chicago. El padre, Nathan Leopold, había amasado su fortuna con negocios de papelería y compañías navieras.

“Babe” Leopold era un niño enfermizo. Hasta los nueve años sufrió una grave enfermedad gastrointestinal que más tarde se le complicó con dolores de cabeza, fiebre y vómitos, y también era diabético.

Intelectualmente, Nathan junior batió todos los récords al pronunciar sus primeras palabras con cuatro meses.

Richard Loeb nació el 11 de junio de 1905 en Chicago. Su madre, Anna, era católica y su padre, Albert, judío. Este era vicepresidente de la Sears Roebuck. “Dickie”, como le llamaban en casa, era el tercero de los hijos del matrimonio.

Al igual que Nathan, Richard asistió al Laboratory School de la Universidad de Chicago, una escuela preparatoria para alumnos brillantes, donde ambos consiguieron éxitos académicos aunque de distinta manera. Mientras que Leopold era un muchacho responsable y dedicado al estudio, Loeb era brillante pero superficial; encontraba que estudiar era muy sencillo y aprobaba los exámenes sin ninguna dificultad, en parte gracias a su facilidad de palabra.

Ninguno de los dos era hijo único y ambos procedían de lo que podría llamarse un hogar feliz. Mientras que Nathan era interrogado día y noche, su hermano Mike estuvo esperándole en el pasillo, consciente de que no podía abandonar a su hermano en esos momentos. Richard también estaba bien arropado por su familia. Su padre, tal vez debido a la educación tan severa que recibió, se mostraba muy tolerante con sus hijo.

En ambos casos, el hecho de que los padres hubiesen delegado parte de sus funciones en una institutriz había tenido una influencia negativa sobre los niños. La institutriz que tuvo más influencia sobre Leopold fue Mathilda Wantz, o “Sweetie” (cariño) como a ella le gustaba que la llamaran. Sedujo al joven que tenía a su cuidado y le llenó la cabeza de ideas sobre todo tipo de perversiones sexuales, como la esclavitud, el masoquismo y conceptos erróneos concernientes al bien y el mal, lo que llevó al chico a desear repetir estas experiencias con un maestro al que poder servir.

La institutriz que más influencia tuvo sobre Loeb fue una tal señorita Struthers, una joven canadiense de 28 años, que llegó a la casa cuando el niño tenía cuatro. Aunque nunca hizo uso del castigo corporal, que tenía unas ideas muy precisas sobre la disciplina y la obediencia: se mostraba tan dominante y autoritaria, que prácticamente el niño no gozaba con nada que ella no le mandara, y así, el pequeño fantaseaba con la idea de ser lo suficientemente poderoso como para poder escapar de su dominio. Poco a poco se convirtió en el Superhombre que imaginaba Nathan, mientras que éste se transformaba en su fiel esclavo.

Los interrogatorios revelaron las tácticas desarrolladas por Loeb para hacer frente a su estricta institutriz: “para poder enfrentarme a ella, me acostumbré a mentir”, declaró.

El caso demostró de una vez por todas que la depravación social no es la única causa en un crimen. Leopold y Loeb lo tenían todo, y todo lo perdieron.

Nathan Leopold era uno de los más jóvenes aficionados a la ornitología en los Estados Unidos. A pesar de su gran interés por el estudio y la lectura, pasaba muchas horas paseando por los bosques y pantanos cercanos a su casa estudiando la vida de los pájaros. En el amplio estudio del tercer piso de la mansión de la familia, Nathan tenía hasta tres mil especies distintas de pájaros.

Su conocimiento y dedicación a la materia eran suficientes para garantizarle un permiso de caza de las autoridades municipales. También daba clases a ornitólogos con menos experiencia, obteniendo con ello sustanciosos honorarios.

En octubre de 1923, sólo unas semanas antes de que tramaran el asesinato de Bobby Franks, Leopold envió un informe a la convención anual de la American Ornithological Union sobre el Kirtland’s Warbler, un extraño pájaro que había visto.

Crecimiento tardío

Los psiquiatras que examinaron en la prisión a Loeb después de su detención descubrieron que su voz, quebrada, continuaba cambiando y no estaba totalmente formada. No necesitaba afeitarse todos los días y tenía muchos tics nerviosos, lo cual era indicio de una tensión bien reprimida. El rostro le temblaba y tartamudeaba ocasionalmente. Otra peculiaridad era que, con 18 años, aun tenía tres dientes de leche. Al igual que Leopold, Richard Loeb había sido un niño físicamente débil, pero nunca tuvo ninguna enfermedad seria. No fue sexualmente precoz, y no recibió una educación sexual por parte de sus padres, que trataban a sus hijos con excesiva indulgencia y amabilidad, aunque existía poca intimidad entre ellos.

LA CONFESIÓN – El crimen perfecto

Resultaba difícil de creer la historia contada por estos dos adolescentes procedentes de dos de las mejores familias de Chicago, cometieron un asesinato por el mero placer de demostrar su superioridad ante el mundo.

Fue en noviembre de 1923 cuando Richard Loeb empezó a planear el crimen perfecto. Pensaba que sólo una mente superior podía llevarlo a cabo con éxito y decidió que necesitaba un cómplice.

Nathan Leopold era su hombre. Sus estudios sobre el filósofo alemán del siglo XIX Friedrich Nietzsche le habían cautivado; particularmente, la idea del «Superhombre», con sus propios conceptos morales sobre el bien y el mal. Por su parte, él se hallaba fascinado con las historias de detectives.

Loeb declaró que «el plan había sido idea de Nathan Leopold», quien se lo había propuesto como un «juego» emocionante que además les podría proporcionar una considerable cantidad de dinero. Cada uno trató de hacer responsable al otro. Sin embargo, Loeb era el que siempre había demostrado más entusiasmo por los crímenes.

Leopold contó al fiscal Crowe que no tenían planeado matar a nadie en concreto, sino que «dejamos la decisión para el mismo día. Y escogimos entre todos los que vimos, al que más nos gustó».

El fiscal se mostró helado ante la frialdad mostrada por el joven. Además, esta declaración demostraba que ambos asesinaron por puro placer. Bobby Franks les era completamente indiferente. Lo único que discutieron acerca de la víctima era a qué tipo de familia debía pertenecer. El padre debía ser lo suficientemente rico para poder pagar el rescate, y la víctima debía conocer bien a los dos chicos, porque de lo contrario no aceptaría subir con ellos al coche.

«¿Cuándo decidisteis que Bobby Franks sería vuestra víctima?», preguntó Crowe.

«Cuando le vimos por casualidad», contestó Leopold.

Los dos jóvenes habían considerado incluso la posibilidad de secuestrar a uno de sus padres, pero finalmente decidieron que irían a Harvard School y elegirían un chico al azar.

Falsas identidades

En los meses anteriores al asesinato, ambos abrieron dos cuentas bancarias con nombres falsos. Leopold, utilizando el mismo nombre que dio en una agencia para alquilar un coche, abrió una línea de crédito y con esta identidad falsa se registraron en un hotel a fin de proporcionar veracidad a los personajes que fingían ser.

Los dos chicos acordaron compartir la responsabilidad del asesinato, estrangular a la víctima y esconder su cadáver en los conductos subterráneos del lago Wolf. Esperaban cobrar el rescate antes de que se descubriera el cadáver. Pero el plan les falló.

El padre de la víctima tenía que acudir a la farmacia de la calle 63, y esperar allí una nueva llamada de teléfono. Luego se le ordenaría coger un tren y buscar un mensaje que estaría escondido en uno de los vagones. Dicho mensaje ordenaba arrojar desde el tren la caja de puros que contenía el rescate de 10.000 dólares, de modo que ésta cayera en un lugar preciso del que lo recogerían ellos.

El fiscal Crowe escuchó la declaración que Leopold y Loeb hicieron sobre lo que ellos consideraban un plan para un crimen perfecto. Y luego les preguntó sobre la carta que mecanografiaron al padre de la víctima el día anterior al asesinato, cuando aún no habían decidido quién sería su víctima.

«¿Pusisteis la dirección después de haber escrito la carta?» – preguntó Crowe.

«Sí – respondió Leopold -. Primero escribimos «Muy señor mío», y una vez que elegimos a la víctima, pusimos la dirección del señor Franks.»

Últimos detalles

Al día siguiente, miércoles 21 de mayo, Leopold asistió a sus clases en la Universidad. A las 11 los dos chicos se dirigieron a la agencia de alquiler de coches en la que Leopold se había registrado. Allí escogieron un coche de color azul oscuro y se dirigieron al South Side, donde pararon a comprar comida, ácido clorhídrico y una cuerda, por si la necesitaban. En sus declaraciones, Leopold dijo que su amigo envolvió con una cinta adhesiva la funda de una escoplo que llevaban consigo; por el contrario. Loeb declaró a su vez, que lo hizo su compañero.

A las 2,30 del mediodía llegaron a Harvard School y aparcaron en Ingleside Avenue. Richard se fue a dar una vuelta por el patio del colegio y haló con varios compañeros de su clase. Nathan se bajó del coche y le llamó para que regresara junto a él, murmurando algo sobre que había posibles «víctimas» a la vista.

Estuvieron dando vueltas durante dos horas. A las cinco de la tarde, cuando comenzaban a desesperar, bajaron hacia Greenwood Avenue, dejaron atrás la casa de Leopold, y luego giraron hacia Ellis Avenue. «Allí vimos a Robert Franks, que venía hacia nosotros», contó Loeb a la policía.

El coche paró en Ellis Avenue, poco después de que Bobby hubiera cruzado la calle 49. Le convencieron para que subiera al coche, con la excusa de enseñarle una raqueta de tenis que habían comprado. Las declaraciones de Leopold y Loeb difieren sobre lo que ocurrió después.

El primero manifestó que, mientras él conducía, Loeb golpeó a Bobby Franks con un escoplo, y le puso un pañuelo en la boca. «Aparentemente, el chico murió al instante».

El otro joven atestiguó que él era el que conducía y que «Leopold le tapó la boca y le golpeó en la cabeza con el escoplo. Luego le amordazó».

El cadáver

Dejaron el cadáver de Bobby Franks en el suelo del coche y luego se dirigieron al este, hacia Jackson Park; después entraron en la autopista 12, bordeando el lago Michigan.

Pararon en un descampado, se aseguraron de que no hubiera nadie por los alrededores, y le quitaron al muerto casi todas sus ropas. Lo dejaron en el coche, pero, sin ninguna razón aparente, tiraron el cinturón a la carretera.

Dieron un par de vueltas más, con el cadáver desnudo del chico aún en el automóvil. En la ciudad de Hammond, Indiana, Richard se quedó esperando mientras que Nathan bajaba a comprar cerveza y perritos calientes.

Al anochecer se dirigieron al parque Wolf y terminaron de desnudar el cadáver de Bobby Franks. «Para dificultar la identificación vertimos ácido clorhídrico sobre la cara y el cuerpo», declaró Leopold. Después abandonaron el cadáver en un conducto subterráneo.

La última jugada

Leopold y Loeb dejaron parte de las ropas del chico en el pantano; se lavaron e hicieron un lío con el resto de las ropas de Bobby. «En ese momento se me debieron de caer las gafas del bolsillo», comentó Leopold.

En la calle 47, éste llamó a la señora Franks informándole de que su hijo había sido secuestrado. También llamó a su casa para decir que llegaría tarde. Enviaron la carta en la que pedían el rescate. En casa de Loeb quemaron el resto de las ropas de la víctima y luego trataron de limpiar el suelo del coche alquilado. A las 10,30 de la noche fueron a casa de Nathan Leopold a jugar a las cartas.

Demasiadas pistas

El “crimen perfecto” resultó ser la obra de unos críos que dejaron pistas por todas partes. Los empleados de las tiendas recordaban claramente a los jóvenes que adquirieron el escoplo, la cuerda, el ácido clorhídrico y el papel utilizado para pedir el rescate al señor Franks. Un empleado del ferrocarril reconoció a Loeb como la persona que le había comprado un billete para Michigan. Un calcetín de la víctima se descubrió cerca del conducto subterráneo del lago Wolf. La nota fue hallada en el tren y algunas piezas de la máquina de escribir Underwood se localizaron en la laguna del parque Jackson, donde Leopold y Loeb la habían tirado un día después del asesinato de Bobby Franks.

El abrigo manchado de sangre y carbonizado de la víctima fue encontrado en el lago Michigan, donde lo arrojaron, y fue utilizado posteriormente como prueba en el juicio. También aparecieron las botas y la gorra que Leopold llevaba puestas durante el asesinato y cuando se deshicieron del cuerpo.

Acusaciones mutuas

Una vez descubierta su culpabilidad, la lealtad entre Leopold y Loeb se desvaneció, y el pacto de compartir la responsabilidad por el asesinato se hizo añicos. Después de que le leyeran la confesión de Loeb, Leopold dijo en presencia de su amigo: “Conducía yo, no el señor Loeb, él iba en el asiento de atrás. Fue el señor Loeb quien golpeó con el escoplo, no yo… Era su plan y fue él quien lo ejecutó”.

Al escuchar esto, el otro chico, a su vez, le acusó vehementemente. El fiscal del Estado, Crowe, preguntó quién esgrimía el escoplo. “El”, dijo Richard Loeb señalando a Nathan Leopold y añadió que su amigo estaba sentado en el asiento delantero, entonces se corrigió a sí mismo diciendo: “Estoy nervioso”.

Después declaró que el plan de usar éter con el chico de los Franks era idea de Leopold, el científico, y mirándole fijamente continuó: “Pensé que al menos, si llegaba lo peor, admitirías lo que habías hecho”. Nathan contestó: “Esas no son más que absurdas y sucias mentiras”.

Un fiscal inflexible

El hombre que destruyó las frágiles coartadas de Leopold y Loeb era un abogado incansable llamado Robert E. Crowe, fiscal del Estado del condado de Cook, donde se cometió el crimen. Se trataba de un hombre de 45 años de raíces irlandesas, con una mandíbula sobresaliente, al que apodan “Bob el luchador”. Era un curtido veterano que rápidamente se dio cuenta del escándalo público que había provocado el asesinato de Bobby Franks.

Crowe nació en Peoria, Illinois, en 1879, y se graduó en Derecho, en Yale, en 1901. Miembro del partido republicano, fue elegido sucesivamente ayudante del fiscal del Estado y juez. Ardiente defensor de la pena capital, presentó su candidatura a fiscal del Estado a 1920 con el eslogan: “Por la seguridad de tu vida, de tus hijos y de tu propiedad en el condado de Cook, vota al juez Robert E. Crowe.” En otoño de 1924, se presentó a la reelección.

EL JUICIO – La ciudad pide venganza

Una ciudad enfurecida exigía que Leopold y Loeb pagaran su crimen con la pena de muerte. Las desesperadas familias de los dos jóvenes contrataron al único abogado que podía salvarlos.

El juicio de Nathan Leopold y Richard Loeb, acusados de secuestro y asesinato, se abrió en el Tribunal Criminal del condado de Cook el lunes 21 de julio de 1924 ante el juez John Caverly.

Los cargos imputados a los dos jóvenes suponían la pena de muerte. El fiscal del Estado, Crowe, se hizo cargo de la acusación. En el lado de la defensa se hallaba el célebre abogado de sesenta y siete años, Clarence Darrow, célebre por su renombrada elocuencia y por su oposición a la pena capital.

A las 9,30 de la mañana Darrow hizo su aparición en la sala del tribunal, atestado de periodistas. Leopold y Loeb, el centro de la atención de todos los que se hallaban en la sala, se sentaban tranquilamente en el banquillo vestidos con elegantes trajes oscuros. Sus rostros no reflejaban ni miedo ni culpa; sin embargo, ambos creían que serían colgados. El abogado defensor se levantó y dijo al juez que tanto él como sus ayudantes creían firmemente que los acusados debían ser castigados. Sus siguientes palabras fueron aún más sorprendentes: «Creemos que deben ser excluidos permanentemente de la sociedad.» Luego, en representación de sus defendidos, admitió la culpabilidad por ambos delitos.

El fiscal Crowe se opuso a esto. Había separado las acusaciones de forma que si no podía conseguir la pena de muerte por el delito de asesinato, se pudiera juzgar de nuevo a los dos jóvenes por el delito de secuestro.

Atenuación

Darrow anunció que los hechos no podían discutirse, y que intentaba presentar pruebas atenuantes sobre el estado mental de sus defendidos. Esto también significaba que Leopold y Loeb no prestarían declaración alguna. Si hubieran hablado de sus crímenes en la sala con la misma frialdad e indiferencia que mostraron en sus primeras confesiones, la repulsa del público hacia estos dos jóvenes se acrecentaría.
La defensa se basaba en asegurar que el juez Caverly, al que tenía un gran respeto, fuera la única persona que decidiera si los asesinos merecían la pena de muerte, ya que temía que un jurado se mostrara mucho más parcial.

«Si se trata de que están locos» – dijo el fiscal Crowe – apelo a su conciencia para que acepte un juicio con jurado.» Uno de los ayudantes de Darrow, Benjamín Bachrach, contestó que la defensa no decía que Leopold y Loeb estuvieron locos, sino que eran «personas anormales». El juez aceptó la petición.

Las declaraciones comenzaron el miércoles 23 de julio y duraron casi un mes. Crowe había decidido ir a por todas en el caso, y a pesar del ya existente reconocimiento de culpabilidad, llamó a ochenta testigos al estrado. Darrow sólo interrogó a uno de ellos.

Uno de los ayudantes del fiscal, Thomas Marshall, dijo al tribunal que los precedentes legales en el Estado de Illinois permitían ejecutar a los menores de edad (técnicamente Leopold y Loeb lo eran) y añadió que, si no eran ejecutados ahora, ningún jurado podría esperar imponer la pena de muerte en el futuro en un caso similar a éste. Darrow menospreció este comentario.

«Si en alguna ocasión me viera en la obligación de solicitar la pena de muerte -dijo Darrow en su discurso del miércoles 30 de julio- no lo haría no con jactancia, ni con odio ni con furia; lo haría con el inmenso pesar que se merece.»

Dicho discurso se basó en el punto central de su defensa: una sociedad tan llena de odio no podía decidir el destino de dos adolescentes. «Nunca he visto un esfuerzo tan deliberado para convertir a los seres humanos de una comunidad en animales sedientos de venganza que intentan aprovecharse de cualquier cosa que se les ofrece para alimentar un odio irracional hacia estos dos jóvenes», finalizó Darrow.

Lo que pretendía con este alegato, pronunciado deliberadamente con voz trémula, era hacer aparecer a la acusación demasiado ansiosa y vengativa, mientras que él, representaba la dignidad y la humanidad que el caso merecía.

Vuelta a los orígenes

Tres de los más eminentes psiquiatras de los EE.UU. prestaron declaración por parte de la defensa. Se trataba del doctor William White, presidente de la Asociación Americana de Psiquiatras y superintendente de un hospital psiquiátrico en Washington DC.; el doctor Bernard Glueck, un especialista en psicología criminal que trabajaba en la prisión de Sing Sing, en el Estado de Nueva York, y el doctor William Healy, un experto en delincuencia juvenil.

Los tres especialistas estudiaron la historia, el carácter y la condición física de los acusados, y sus testimonios revelaron que, por lo menos, la ligazón intelectual que existía entre Leopold y Loeb era intensa y peligrosa.

El tribunal escuchó cómo Richard Loeb había sido criado desde los once años por una institutriz extremadamente rígida y autoritaria, una mujer que dirigía su vida, que decidía quiénes podían ser sus amigos y quiénes no, y cómo debía pasar sus horas de ocio. El niño escapaba de su influencia sumergiéndose en la lectura de historias sobre crímenes y mezclándose con chicos mayores que él.

Loeb era propenso a los desmayos, a veces hasta seis en un mismo día; cuando esto ocurría, se quedaba rígido y echaba espuma por la boca. Alguna vez pensó en suicidarse. Se convirtió en un joven mentiroso y sin escrúpulos, y finalmente decidió afirmar su individualidad cometiendo el crimen perfecto. En principio se trataba de una fantasía, pero después se convirtió en obsesión. La idea estaba tan lejos de toda consideración moral que incluso llegó a acariciar la posibilidad de matar a su hermano pequeño o a su padre.

Trastornos emocionales

Sus compañeros de colegio recordaron que siempre se hallaba dispuesto a reírse de las desgracias ajenas. Darrow le describió como un chico con trastornos emocionales que se había quedado en la etapa de la prepubertad.

La historia de Nathan Leopold, tal y como fue contada en el tribunal, reveló que él también se crió entre niñeras e institutrices. Su padre, involuntariamente, le había inculcado la idea de que la riqueza implicaba la superioridad. A los catorce años le sedujo una de las niñeras e institutrices. Su padre, involuntariamente, le había inculcado la idea de que la riqueza implicaba la superioridad. A los catorce años le sedujo una de las niñeras, que le inculcó ideas equivocadas sobre el sexo. Ya con esa edad demostraba tener una habilidad intelectual fuera de lo normal.

En la adolescencia, se declaró ateo y adoptó por completo la filosofía de Nietszche, proclamando que él no era una persona a la que se pudiera someter al código moral que gobernaba al resto de los mortales. Los doctores también revelaron que Leopold, que tenía los ojos saltones, se sentía feo y fantaseaba con la idea de ser el esclavo de un Superhombre al que poder someterse por completo. Leopold tenía quince años cuando conoció al joven y atractivo Loeb.

Darrow trató duramente a los psiquiatras llamados a declarar por parte de la acusación. Uno de ellos basó su declaración únicamente en el comportamiento de los dos jóvenes durante el juicio. Otros admitieron haber pasado muy poco tiempo examinándoles en privado. Pero Darrow reservó sus críticas más mordaces para un psiquiatra del que dijo que se ganaba la vida prestando declaración en los tribunales. Dicho psiquiatra había descrito a los acusados como personas enteramente normales.

Estas pequeñas victorias del abogado, sin embargo, no eran suficientes para salvar la vida de los dos muchachos. Cuando el último testigo llamado por la acusación abandonó el estrado la tarde del martes 19 de agosto, todavía la defensa tenía que vencer el odio y el aborrecimiento que Leopold y Loeb inspiraban al público. Ellos no se habían declarado locos. Sólo podían esperar que el juez aceptara una petición de clemencia.

Las dos partes pronunciaron sus discursos finales. Los detalles sobre la muerte de Bobby Franks hicieron llorar a muchos de los presentes. Ahora todo dependía de la habilidad oratoria de los dos principales abogados, Robert Crowe y Clarence Darrow.

Clarence Darrow

Darrow nació en 1857 en la pequeña ciudad agrícola de Farmdale, Ohio. Hijo de un empresario de pompas fúnebres, estudió Derecho en la Universidad de Michigan. A lo largo de su carrera defendió a más de cincuenta personas acusadas de asesinato en primer grado. Sólo una de ellas fue ejecutado. El caso Leopold-Loeb fue el único en el que presentó una declaración de culpabilidad.

Al año siguiente, en 1925, llevó otro caso famoso, defendiendo a John Scopes, un profesor de segunda enseñanza que había violado una ley de Tennesse que prohibía la enseñanza en las escuelas estatales de la teoría de la evolución, porque contradecía a la Biblia. En este caso, conocido como “el juicio del mono” debido al examen de la teoría según la cual los seres humanos descienden del mono, hubo un célebre enfrentamiento entre el fiscal William Jennings Bryan y Darrow, que inspiró la película de Stanley Kramer “Inherit the Wind”.

En uno de sus últimos casos los clientes estaban acusados de homicidio, no de asesinato, y se vieron libres de sus sentencias de prisión en una hora. Esto era el resultado de lo que fue conocido como “efecto-compasión” de Darrow. Los acusados eran una familia negra que había resistido al desahucio de su casa en un vecindario blanco por un grupo de vecinos blancos.

El letrado era conocido por sus opiniones liberales, por apoyar a los marginados y por su adhesión a ideas científicas más que religiosas.

Clarence Darrow murió en 1938 a la edad de 80 años. Sus cenizas fueron esparcidas en la laguna del parque Jackson, donde Leopold y Loeb habían arrojado la máquina de escribir.

Confesiones secretas

Se rumoreó que los acusados habían declarado sobre sus desviadas costumbres sexuales en el despacho del juez o en el despacho de los abogados, pero no en el juicio. Esto es falso. En los tribunales americanos, cuando hay que declarar con algún detalle sobre estos temas los abogados, tanto de la defensa como de la acusación, se acercan al estrado y escuchan a los testigos que hablan en un tono tan bajo que sólo ellos y el juez pueden oírlos. Esto se conoce en la jerga legal como “testimonio susurrado”. Las transcripciones de tales testimonios pueden adquirirse gratuitamente después del juicio.

La leyenda del superhombre

Un filósofo alemán del siglo XIX creó la figura de un Superhombre capaz de decidir su propio destino. Leopold y Loeb creían encarnar a esta figura.

Un compañero de universidad de Nathan Leopold, Arnold Maremont, declaró en el juicio que él y su compañero a menudo discutían sobre filosofía, en particular sobre las ideas del pensador alemán Friedrich Nietzsche, que murió loco en 1900. A este filósofo se le conoce sobre todo por sus teorías acerca del “Superhombre” expuestas en su libro “Así habló Zaratustra”. No hay duda de que esta idea influyó en la decisión de Leopold de ayudar a Richard Loeb a cometer su “crimen perfecto”. Este último no era un intelectual, sus lecturas favoritas eran las novelas policíacas, pero admiraba las aficiones intelectuales de su amigo.

Nathan tenía varias cosas en común con Friedrich Nietzsche: ambos eran de pequeña estatura, cortos de vista, tímidos y brillantes. El joven Leopold había estudiado quince idiomas y hablaba cinco perfectamente. Era el licenciado más joven de la Universidad de Chicago. El pensador alemán estudió Filosofía y a los 24 años ya era catedrático de su Universidad.

Once años después presentó su dimisión por motivos de salud, y sufrió el resto de su vida graves problemas oculares y fuertes dolores de cabeza.

A pesar de esto, Nietzsche era optimista por naturaleza, y en una ocasión dijo que la idea central de su filosofía se podía resumir en dos palabras: buena salud.

Gran parte de su obra es un ataque a la moral cristiana. El filósofo creía que el cristianismo era la religión de los débiles, un intento de justificar la enfermedad y la debilidad. El, por el contrario, admiraba la fuerza y el rigor. Uno de sus héroes era César Borgia, un astuto político y soldado que, para conseguir sus propósitos no dudó en hacer uso de la traición y el asesinato.

Nietzsche hablaba de ir “más allá del bien y del mal”, superando la “moralidad de esclavos” de las masas para “llegar a la moralidad del amo” de unos pocos. Estas ideas, sin embargo, no le hacen justicia, ya que fue uno de los grandes pensadores del siglo XIX.

Richard Loeb era algo así como un César Borgia. A los nueve años ya delinquió robando dinero a uno de sus vecinos, no porque lo necesitara, sino “por pura diversión”. Adquirió la costumbre de hurtar en las tiendas, sabiendo que el dinero de su padre lo sacaría de todos los apuros. Como César Borgia, Loeb era un chico guapo y encantador, aunque no especialmente inteligente. Se puede decir que ya desde niño sentía una especial inclinación hacia el crimen.

Nathan Leopold le contó a Arnold Maremont que, tal y como él lo concebía, su amigo Richard era la encarnación del Superhombre de Nietzsche. “Intenté convencerle de lo que decía no tenía ningún sentido -declaró Maremont- que Loeb era un charlatán, un chico superficial que había adquirido la costumbre de mentir para impresionar a los demás. Me contestó que yo no lo entendía”.

Es fácil entender cómo el tímido e introvertido Nathan Leopold llegó a considerar a Richard Loeb como Nietzsche consideraba a César Borgia. Estaba enamorado de él, pero, aunque no lo hubiera estado, le hubiera temido y admirado de igual modo. Para el otro chico, esto era de lo más natural, carecía por completo de la timidez que caracterizaba a su amigo.

Leopold escribió en una ocasión: “Alternaba con todo el mundo. A Dick le daba igual que fueran presidentes o vagabundos. Se adaptaba a todo perfectamente, e inmediatamente se convertía en uno más del grupo.”

En resumen, Nathan era el tíipico “introvertido”, mientras que Dick era el típico “extrovertido”.

Pero, a pesar de su indiscutible liderazgo, no toda la culpa era de Loeb. Leopold proporcionó la justificación intelectual para el crimen, con su “evangelio según san Nietzsche”. La influencia del filósofo sobre ambos fue tan indiscutible como la influencia del marqués de Sade sobre Ian Brady, el asesino de los Moros, o la influencia de la pornografía dura sobre Ted Bundy, el maníaco sexual de los Estados Unidos.

En la campaña que llevó a cabo Mary Whitehouse, apoyada por mucha gente, en contra de la ponografía, argumentaba que lo más sensato era prohibir la literatura obscena y las obras del marqués de Sade. La cuestión ahora es decidir si la sociedad debería prohibir a Nietzsche en vista de la fatal influencia que tuvo sobre Nathan Leopold.

LA PETICIÓN – La última petición de clemencia

Clarence Darrow alcanzó la cumbre de su carrera con un discurso de una elocuencia simple y sencilla en el que pedía clemencia. Solicitaba para Leopold y Loeb lo que ellos habían negado a su víctima.

Cuando el viernes 22 de agosto, un poco después de las dos de la tarde, Clarence Darrow se levantó para hacer su última petición de clemencia, la atmósfera que se respiraba en la repleta sala del tribunal de sexto piso era muy tensa.

Una inmensa multitud se agolpaba tras las puestas con el objeto de poder entrar y escuchar el discurso de Darrow. Algunas mujeres se desmayaron por la aglomeración. La gente se empujaba y varias personas fueron pisoteadas en el tumulto. Los alguaciles y los sheriffs finalmente optaron por cerrar las puertas herméticamente. Darrow que llevaba un traje arrugado, un chaleco y una corbata blanca, se levantó con gesto cansado.

Su discurso iba a durar más de once horas. Su declamación era tan dramática, tan intensa, que parecía que estaba resumiendo todo el trabajo de su vida, suplicando no sólo por Leopold y Loeb, sino también por todos los hombres.

«Cuando el público quiere un correctivo, cuando pide un castigo, sólo piensa en uno, en la muerte», continuó Darrow. «Cuando el público habla como un solo hombre, piensa sólo en matar… He visto aquí un tribunal ansioso por que se cumpliera la amenaza de colgar a estos dos chicos en contra de la ciencia, de la experiencia y de los sentimientos más humanitarios de nuestra época.»

El abogado se paseaba entre las mesas de sus colegas, con el dedo gordo en el bolsillo del chaleco, mientras se enfrentaba a la creencia generalizada de que ambas familias harían uso de su inmensa fortuna para salvar a sus hijos de la pena más cruel.

¿Por dinero?

Clarence Darrow dejó bien claro que, en primer lugar, la riqueza de los padres de los acusados no iba a servirles de nada en este caso; y que, en segundo lugar, no habían sido motivos económicos los que impulsaron a los dos jóvenes a cometer el crimen, tal y como sostenía la acusación.

«Nunca he llevado un caso en el que el fiscal del Estado no dijera de ese mismo caso que era el más inexcusable, premeditado y a sangre fría que hubiera ocurrido nunca antes», comentó Darrow. «Dicen que éste fue un asesinato cruel, el peor de los que han ocurrido jamás, pero el pequeño Bobby apenas sufrió. No hay excusa para este crimen; si colgar a estos dos chicos le devolviese la vida, yo accedería, y creo que sus padres también.»

La defensa no consideró el hecho de que Bobby Franks muriese tras un secuestro. «Ninguno de estos dos chicos necesitaban un céntimo, vástagos de familias adineradas, ¿iban a matar a este niño inofensivo por conseguir 10.000 dólares? No era cuestión de dinero. Se trataba del acto sin sentido de unos chicos inmaduros y enfermos.»

El tribunal permanecía bastante tranquilo mientras Darrow se movía de un lado a otro. El juez Caverly se inclinaba hacia delante, apoyando la barbilla en una mano, escuchando absorto el relato del abogado que trataba de describir el viaje en coche durante el cual, la víctima fue raptada y asesinada, como algo tan carente de sentido que sólo podía ser obra de mentes enfermas.

«El más pequeño accidente, la más leve contrariedad, un poco de curiosidad, una detención por exceso de velocidad, cualquier cosa, hubiera provocado el desastre», y levantando sus brazos con desesperación, añadió «¿Para qué? Para nada.»

Durante todo este largo discurso Darrow se refería constantemente a Leopold y Loeb, que entonces tenían diecinueve años, llamándoles «chicos» o «Dickie Loeb» y «Babe Leopold» para subrayar que no habían alcanzado aún la edad de la razón y la madurez. Hablaba de ellos afectuosamente en un esfuerzo por suavizar la imagen que el público tenía de ambos. Incluso de vez en cuando les miraba con aire de tristeza y melancolía.

Proscritos y despreciados

Continuó formulando una pregunta en voz alta y clara. ¿Por qué mataron al pequeño Bobby Franks? Después de un intervalo, sin ninguna vacilación, se escuchó su firme respuesta: «Ni por dinero, ni por odio, ni por despecho. Lo mataron porque en algún momento en el proceso de su maduración algo salió mal y ahora estos desafortunados muchachos se sientan aquí odiados como proscritos, despreciados por una comunidad que pide su sangre».

El letrado se apoyó en el experto testimonio de los psiquiatras de la defensa para demostrar que Leopold y Loeb se guiaron por un impulso incontrolable. Pero, aún más, quería que el juez Caverly aceptara los hechos del caso como pruebas evidentes de que los acusados sufrían una perturbación mental.

«No hay nada normal en este caso desde el principio hasta el final», insistió. «No había nada normal desde el principio, en que se fraguó todo en una mente enferma hasta el día de hoy en que esperan aquí sentados su condena…»

«No estoy suplicando sólo por estos chicos, sino por todos aquellos que les siguieran, aquellos que quizá no puedan ser tan bien defendidos como éstos lo han sido, aquellos que pueden caer en la tempestad sin ayuda. Es en ellos en quienes estoy pensando y por los que suplico a este tribunal que no retroceda a un pasado bárbaro y cruel.»

El abogado, ya cansado y con los hombros inclinados hacia delante, habló del sistema penal inglés del siglo XIX, cuando cerca de doscientos crímenes fueron castigados con la pena de muerte intentando de esta forma disuadir a los criminales. «¿Qué ocurrió?» Preguntó Darrow. «Nada.»

Lecturas prohibidas

En el segundo día de su discurso, lunes 25 de agosto, el letrado exploró los ambientes en que se habían movido los acusados y los libros que les fascinaban. Habló de los infortunios de la riqueza. Loeb tuvo una institutriz enérgica que le obligaba a estudiar, permitiéndole muy poco tiempo para el ocio. La ley de Illinios prohibía a los menores de edad leer historias de crímenes por miedo a corromper sus mentes. Hasta entonces Loeb nunca había dejado de leer historias de crímenes y novelas, día tras día, semana tras semana.

Darrow expuso entonces la fijación de Leopold por el «Superhombre» imaginado por el filósofo alemán Nietzsche. A pesar de que los dos acusados eran académicamente brillantes, a los ojos del público Leopold era más serio, menos desenvuelto que Loeb y más perverso.

«Su Señoría, he leído casi todo lo que Nietzsche escribió – dijo Darrow -. Era un hombre de una inteligencia maravillosa, el filósofo más original del último siglo… Nathan Leopold no es el único chico que ha leído al pensador alemán, pero debe ser el único que ha sido influenciado hasta tal extremo.»

«He aquí un chico de dieciséis o diecisiete años que está obsesionado con estas doctrinas», continuó el abogado. «No era un interés casual por la filosofía. Era su vida. Creía en un Superhombre. El y Dickie eran los Superhombres. continuamente hablaban del tema, del hombre que no tiene obligaciones con nadie.»

La defensa describió a Leopold y Loeb como unos chicos aparentemente más libres, más privilegiados y con más suerte que otros jóvenes menos ricos e inteligentes. Afirmó que nunca habían empezado a madurar realmente, a distinguir entre la realidad y la fantasía, porque todo lo tuvieron muy fácil y porque habían tenido la desgracia de encontrarse el uno con el otro.

«Ninguno de estos chicos hubiera hecho esto solo, sin contar con el otro.» Darrow continuó: «Fue la consecuencia de un plan y de una confabulación, de creerse cada uno de ellos un Superhombre. De otro modo no lo hubieran hecho. «Nietzsche» – dijo Darrow, con gran efecto -, se volvió loco los últimos quince años de su vida. Su misma doctrina es una especie de locura, pero se enseña y discute en nuestras clases; no es ningún secreto. Señoría, no es justo colgar a un chico de diecinueve años por la filosofía que le enseñaron en la Universidad.»

El tercer y último día de su discurso, ante el juez, los abogados, los acusados y los espectadores que le escuchaban absortos, Clarence Darrow volvió a la cuestión de la clemencia para los jóvenes y a los que para él era un mito: que la pena capital disuade a los asesinos potenciales.

«Quizá todos los crímenes no tienen la misma causa, pero todos tienen alguna causa», dijo al tribunal. «Y en la actualidad se busca descubrir esa causa. Los científicos lo están estudiando, pero nosotros los abogados seguimos castigando y aplicando la pena capital pensando que mediante el terror generalizado podemos acabar con el crimen.»

«No sé hasta qué punto hasta qué punto se puede decir que estos chicos son unos monstruos», continuó el abogado con lástima. «Odio tener que decirlo en su presencia, pero ¿qué podemos esperar? Sé que Su Señoría sería clemente si atase una cuerda alrededor de sus cuellos y les dejase morir, sería clemente con ellos, pero no con la civilización y con aquellos que vienen detrás.»

Leopold y Loeb, sentados a una cierta distancia, parecían no haberse inmutado durante todo el juicio. La descripción que de ellos hizo el fiscal, monstruos que deberían ser ahorcados, no alteró sus frías expresiones. En momentos de humor los dos se reían sonoramente, y el relato de la muerte de Bobby Franks no pareció provocar en ellos ninguna señal de remordimiento. Pero cuando Darrow empezó a hablar de la vergüenza que habían ocasionado a sus familias, Leopold se puso pálido y Loeb comenzó a llorar. Parecía que, por primera vez, se enfrentaban con el hecho de que habían destruido sus vidas y a sus familias.

Petición de clemencia

El abogado defensor, casi exhausto, se volvió hacia el juez Caverly y comenzó su discurso final, en el que reconoció la fuerza de la opinión pública que aún pedía el mayor castigo para los dos chicos.

«Lo realmente fácil y popular es colgar a mis clientes, lo sé», afirmó. «Los hombres y mujeres que no piensan aplaudirán. Los crueles y los inconscientes lo aprobarán Será fácil hoy; pero en Chicago, y en el resto de la tierra, cada vez más padres, los hombres buenos y llenos de esperanza que se preocupan no sólo por estos chicos sino también por los suyos, no se alegrarán de la muerte de mis clientes.»

Conmovido hasta las lágrimas

«Ruego por su vida, apelo a la caridad y a la infinita clemencia que todos merecemos. Pido que superemos la crueldad con bondad, el odio con amor. Sé que el futuro está de mi parte…»

La voz de Clarece Darrow se apagaba lentamente. Cansado, se sentó. Pasaron dos minutos sin que se oyera un solo ruido en la sala. El juez Caverly lloraba.

Los honorarios

El fiscal del Estado, Robert Crowe, dijo en el juicio: “Los padres de estos chicos tienen entre los dos una fortuna estimada en quince millones de dólares y todo el mundo supone que estos millones impedirán que se dicte una sentencia de muerte”.

Los amigos y enemigos de Darrow sospecharon que a éste le había convencido la perspectiva de unos fabulosos honorarios, pero en realidad pidió a la Asociación de abogados de Chicago que arbitrase y propusiese una remuneración conveniente, y aseguró que él se sometería a su decisión.

Los célebres psiquiatras que testificaron para la defensa cobraron una cantidad ya fijada, exactamente igual a la de los otros testigos. Las ganancias personales netas que Darrow obtuvo al final de un juicio de cuatro meses se elevaban a treinta mil dólares. Nadie dudó de que hubiese realizado la misma enérgica defensa si sus clientes hubieran sido pobres.

Carta a la familia

Los acusados no testificaron ni dijeron nada en el juicio sobre lo que sentían acerca del crimen. Sin embargo, Loeb mostró los primeros síntomas de arrepentimiento por lo que había hecho a su familia. En una carta remitida a sus padres desde la prisión había escrito:

“Queridos mami y papi:

Todo esto es horrible. He pensado mil veces sobre ello y aun sigo sin entenderlo… Sólo estoy seguro de una cosa, el único culpable soy yo mismo.”

En otra frase añadía que consideraba “providencial” que le hubieran detenido porque “no sabía hasta dónde hubiera podido llegar”. Loeb hablaba de otros posibles crímenes en el futuro, pero pasaba por alto el horror que ya había causado con la muerte de Bobby Franks.

Mentes enfermas

Aunque generalmente se considera que Richard Loeb, por lo menos aparentemente, era el motor que impulsó el crimen, los psiquiatras de la defensa descubrieron que la personalidad de Loeb era más compleja y perversa. Cuando el doctor William Healey testificó que “este crimen es el resultado del impulso de una mente enfermiza…, debido a la personalidad anormal de Leopold, cuyos sentimientos e ideas eran propios de un paranoico… Todo lo que quería hacer estaba bien, incluso raptar y asesinar. No daba cabida ni a la compasión ni a los sentimientos… El está en lo cierto, y es el mundo el que está equivocado.”

El doctor Bernard Glueck describió a Loeb diciendo que mostraba una “ausencia total de sentimientos normales”. Este chico, declaró, podía orientarse sólo intelectualmente. No demuestra ningún sentimiento por lo que le rodea.

De hecho, Loeb se aburrió durante el examen psiquiátrico, incluso llegó a quedarse dormido durante algunas sesiones. Por el contrario, Leopold disfrutaba con estas sesiones de análisis.

Amistad fatal

Sólo actuando juntos pudieron Leopold y Loeb cometer el asesinato. La combinación de sus dos personalidades resultó fatal.

Cuando el caso de Leopold y Loeb llegó a los tribunales en 1924, la escuela vienesa de psiquiatría liderada por Freud era relativamente nueva. Nathan Leopold y Richard Loeb, que habían asesinado a un joven que ambos conocían y aparentemente sin ningún motivo, eran un objeto de estudio perfecto para los freudianos.

LA SENTENCIA – Vivir o morir

Un sólo juez tenía en sus manos la tarea de sopesar la justicia, la ley y la protección de la comunidad. En la prisión, Leopold y Loeb esperaban día tras día que les comunicaran si iban a vivir o morir.

Todos los periódicos de Chicago, al igual que muchos otros periódicos de los EE.UU., publicaron el discurso completo de Clarece Darrow. Nunca hasta entonces se había otorgado tal tributo a un abogado. El alegato se publicó después y se convirtió en un best-seller. Pero el juicio no había acabado.

El fiscal del Estado, Robert Crowe, habló durante dos días en contra de la versión que Darrow había dado de los hechos con una furia que ya no se correspondía con el sentir del público. Gritó hasta quedar afónico. Dijo que Leopold y Loeb eran unos asesinos despiadados, «tan poco merecedores de compasión y clemencia como lo son una pareja de serpientes de cascabel dispuestas a matar».

Crowe despreció con ironía lo que llamó tonterías, fantasías y literatura. El caso era sencillo, dijo. Leopold sabía algo acerca de Loeb y le chantajeó haciéndole someterse a sus deseos. Durante meses planearon el asesinato meticulosamente, y ambos lo ejecutaron. Ninguno mostró remordimientos. El móvil era el dinero, 10.000 dólares exactamente, y pretender otra cosa era una estupidez.

El fiscal habló con desprecio de la riqueza de los acusados, y se refirió a Darrow como «una defensa de un millón de dólares» que le compraron por su avaricia y venalidad. También le atacó por sus creencias, repitió una y otra vez que era un «ateo» como sus clientes. «El exponente de una filosofía tan peligrosa como la de Leopold» y un «abogado pagado cuya profesión consistía en proteger a los asesinos del condado de Cook, preocupándose por su estado de salud antes de que salieran a cometer un asesinato».

Era la actuación desesperada de un hombre frustrado que veía que el caso se le iba de las manos.

El juez Caverly suspendió el juicio hasta septiembre; por esas fechas, afirmó, habría tomado ya una decisión.

Para evitar manifestaciones públicas, excluiría de la sala a todos salvo a los acusados, sus familiares, sus abogados y la prensa.

Tensa espera

El 10 de septiembre de 1924, después de un juicio que durante meses había llamado tanto la atención del público, el juez Caverly entró en la sala a las 9,30 de la mañana y preguntó a Leopold y Loeb, que se sentaban a ambos lados de Clarence Darrow, si tenían algo que decir antes de escuchar las sentencia. Loeb negó con la cabeza. Leopold dijo «no». El juez anunció que era su deber explicar las razones de su decisión en vista del interés que suscitaba el caso. No había duda de la culpabilidad de los acusados.
Las pruebas hubieran resultado abrumadoras aun sin las confesiones. «La declaración de culpabilidad, por tanto, no es fundamental», dijo el juez, rechazando así el primer argumento de Darrow que pretendía que esto se considerase como atenuante.

Se refirió luego a las pruebas de los médicos expertos sobre el estado mental de los acusados. La defensa no había dicho que estuvieran locos, y el juez afirmó que no creía que ése fuera el caso. El juez Caverly continuó diciendo que los test «eran una contribución valiosa a la criminología», pero que podían haber arrojado resultados similares en otros casos.

El juez reconoció que Leopold y Loeb no eran personas normales, «si hubiesen sido personas normales, no habrían cometido el crimen».

Pero no quiso aceptar la pretensión de Darrow de que su anormalidad era una circunstancia atenuante. Afirmó también que la cuestión sobre la responsabilidad última de las acciones humanas estaba fuera de la competencia del tribunal, cuya única misión consistía en aplicar la ley. «En este caso los testimonios revelan un crimen de atrocidad singular», continuó. «Es inexplicable en todos los sentidos, pero no por ello menos repulsivo e inhumano. Fue deliberadamente planeado y preparado durante un considerable período de tiempo. Y fue ejecutado con crueldad.»

Aseveró que no había pruebas de que la víctima hubiese sufrido abusos deshonestos, pero eso no hacía el crimen menos repulsivo. «El tribunal considera que ni en el acto mismo, ni en su móvil o carencia de móvil, ni en los antecedente de los acusados puede encontrar circunstancias atenuantes», anunció el juez.

Sentenciados

El fiscal parecía satisfecho. Los acusados parecían desalentados y Darrow estaba sombrío. Caverly leyó los estatutos y enumeró las penas.

«Imponer la pena capital hubiera sido el camino más fácil – añadió el juez -. Pero eligiendo el encarcelamiento en vez de la muerte el tribunal actúa por consideración a la edad de los acusados.»
Después argumentó que su decisión de no recurrir a la pena capital par «personas aún no maduras» se correspondía con el progreso de la ley criminal en el mundo y «con los dictados de la humanidad ilustrada».

Condenó a Leopold y Loeb a cadena perpetua por asesinato y a noventa y nueve años por secuestro. El fiscal Crowe estaba aturdido por el cambio operado en el juez, Nathan Leopold y Richard Loeb fueron llevados a la penitenciaría del Estado en Joliet, Illinois.

Conclusiones

En 1931 Leopold y Loeb se reunieron de nuevo y juntos hicieron cursos por correspondencia con otros presos de otras cárceles. Su libro de texto de matemáticas se convirtió en un clásico dentro del sistema penitenciario americano.

Loeb murió el 28 de enero de 1936 a los 30 años, después de un ataque brutal de otro recluso.

El juez Caverly, una vez finalizado el juicio, se sometió a un largo tratamiento para combatir el estrés, pero nunca se recuperó totalmente. Murió en 1939 a la edad de 78 años.

El fiscal del Estado Robert Crowe fue reelegido en 1924, aunque más tarde sufrió algunos reveses políticos. Murió en 1928 convencido de que Leopold y Loeb debieron haber sido ejecutados.

Clarence Darrow continuó con su carrera de abogado, aunque dedicando cada vez más tiempo a dar conferencias y a escribir. Decía que cundo muriera, no le importaría si iba al cielo o al infierno, pues tenía muchos amigos en ambos sitios. Murió el 13 de marzo de 1981 a la edad de 80 años.

Después de la muerte de Loeb, Leopold continuó con su tarea educativa y con el estudio de idiomas. Más tarde se hizo enfermero del hospital de la prisión. Escribió un libro sobre ornitología y una autobiografía en 1957, Life+ 99 years, que evitaba los detalles sobre el asesinato de Bobby Franks.

En 1958 se le concedió la libertad condicional después de 33 años en la cárcel y trabajó como funcionario en el Ministerio de Sanidad de Puerto Rico. En 1961 se casó con Trudy Feldman García de Quevedo y creó una fundación para ayudar a delincuentes juveniles. Leopold murió en 1971 de un ataque al corazón. Tenía 66 años. Su cerebro fue objeto de estudios científicos que investigaban sobre la fuente de la genialidad.

Muchos libros se han escrito sobre este caso. En 1956 Meyer Levin, un periodista de Chicago, escribió la novela Compulsion. En 1958 se realizó una película con el mismo nombre. Orson Welles interpretó el personaje de Clarence Darrow y Dean Stockwell y Bradford Dillman encarnaron en la pantalla a Leopold y Loeb. Otros relatos sobre el caso han sido The Amazing Crime and Trial of Leopold and Loeb (1957), de Maureen McKernan, y The Crime of the Century (1975), de Hal Hidgon.

En abril de 1990, la obra de teatro Never the Sinner, de John Logan, que reexamina el caso, se estrenó en el Play-house Theatre de Londres. Joss Ackland hacía el papel de Clarence Darrow.


Leopold y Loeb

Última actualización: 26 de octubre de 2015

Nathan Freudenthal Leopold, Jr. (19 de noviembre de 1904 – 29 de agosto de 1971) y Richard Albert Loeb (11 de junio de 1905 – 28 de enero de 1936), más conocidos como «Leopold y Loeb», fueron dos estudiantes adinerados de la Universidad de Chicago quienes secuestraron y asesinaron a Robert «Bobby» Franks en 1924 en Chicago, en lo que fue descrito por la prensa como el «crimen del siglo». Según sus declaraciones, ambos asesinaron a Franks para demostrar su inteligencia superior al resto, cometiendo el «crimen perfecto».

Luego de que fueron aprehendidos, los padres de Loeb contrataron al renombrado abogado abolicionista Clarence Darrow. El alegato de más de doce horas de Darrow es tomado como un ejemplo en lo que refiere a crítica y oposición a la pena de muerte, al considerarla «justicia retributiva» y no «rehabilitadora».

El alegato disuadió al juez, quien condenó a ambos a cadena perpetua más 99 años adicionales por el delito de secuestro. Loeb fue asesinado por otro reo en prisión, en el año 1936, mientras que Leopold fue puesto en libertad condicional en 1958 y se mudó a Puerto Rico donde vivió hasta su muerte.

Nathan Leopold

Nathan Leopold nació en 1904 en Chicago, Illinois, hijo de una muy adinerada familia de inmigrantes judíos procedentes de Alemania. Leopold fue un niño prodigio quien pronunció sus primeras palabras a la edad de cuatro meses, y que obtuvo un cociente intelectual de 210, aunque los antiguos estudios de inteligencia no son compatibles con los de la actualidad.

Para la época en la que cometió el crimen, ya había obtenido un diploma menor de la Universidad de Chicago con honores de Phi Beta Kappa y planeaba ingresar a la Escuela de Derecho Harvard luego de unas vacaciones con su familia en Europa. Según sus boletines de estudio, se había interesado en al menos 15 idiomas extranjeros, de los cuales manejaba cinco con fluidez. Además, había alcanzado cierto renombre nacional en ornitología.

Richard Loeb

Loeb nació en 1905 en Chicago, hijo de Anna Henrietta (née Bohnen) y Albert Henry Loeb, un adinerado abogado y ex vicepresidente de Sears, Roebuck and Company. Su padre era judío y su madre católica. Al igual que Leopold, Loeb era extremadamente inteligente. Pero aunque salteó varios grados en la escuela y se convirtió en el graduado más joven de la Universidad de Michigan a los 17 años de edad, era descrito como «holgazán», «desmotivado», y «obsesionado con el crimen», pasando la mayor parte de su tiempo leyendo novelas sobre detectives.

Adolescencia, Nietzsche y primeros crímenes

Los jóvenes Leopold y Loeb crecieron en la zona sur de Chicago conocida como Kenwood, un vecindario de clase social alta. La familia Loeb era dueña de un local multiusos en Charlevoix, Michigan, además de su mansión en Kenwood, a dos manzanas de los Leopold.

Aunque Leopold y Loeb se conocían de pequeños, particularmente cuando jugaban por el vecindario, su relación no fue tan cercana hasta que ambos ingresaron a la Universidad de Chicago y comenzaron a compartir un mutuo interés en el crimen. Leopold estaba particularmente fascinado por el concepto de Friedrich Nietzsche sobre los superhombres («Übermenschen») —individuos trascendentales, con extraordinarias e inusuales habilidades, cuyos intelectos superiores les permitían ascender por sobre las leyes y reglas a las que están sometidos los seres humanos más «inferiores».

Leopold admitió creer que era uno de estos individuos y que por lo tanto, en concordancia con los pensamientos de Nietzsche, no estaba atado ni sometidos a las leyes ni a ninguna regla ética y moral de la sociedad. Leopold logró convencer a Loeb de que él también era alguien superior. En una carta a Loeb, Leopold escribió, «un súperhombre… está, debido a ciertas cualidades inherentes en él, exempto de las leyes ordinarias que gobiernan a los hombres. No es responsable de nada de lo que haga.»

Con la firma creencia de superioridad, ambos comenzaron a cometer ciertos delitos que les aseguraban que las leyes ordinarias de los hombres no eran aplicables a ellos. Entre sus primeros delitos se encontraba el robo y el vandalismo. Poco después, ingresaron en una casa de alojamiento para estudiantes varones y robaron cuchillos, una cámara y una máquina de escribir que luego utilizarían para escribir el pedido de rescate.

Entusiasmados por no ser aprehendidos, comenzaron a cometer delitos más serios, como incendios provocados. Sin embargo, desilusinados de la ausencia de cobertura mediática de sus delitos, comenzaron a planear lo que ellos denominaron sería, el «crimen perfecto» que atraería interés general y les confirmaría sus ideas de superioridad.

Asesinato de Bobby Franks

Leopold (de entonces 19 años) y Loeb (de 18) acordaron en el asesinato de un muchacho joven como su crimen perfecto. Pasaron meses planeando los detalles, desde la manera del secuestro hasta la forma en la que se desharían del cuerpo.

Para hacer su crimen más notable, planearon pedir un rescate a la familia de Franks mediante un elaborado sistema de comunicaciones que involucraría también a un teléfono. Utilizando la máquina de escribir que habían robado, anotaron los últimos detalles de lo que sería la petición formal de rescate. Escogieron un cincel como el arma para asesinar al joven, y compraron uno.

Luego de una exhaustiva búsqueda de una víctima que les pareciera apropiada, los jóvenes recorrieron el campus de la Escuela de Harvard para Niños, donde Leopold y Loeb habían sido educados. Finalmente, se decidieron por Robert «Bobby» Franks, de 14 años, hijo de un adinerado empresario de Chicago. Loeb lo conocía bien.

En la tarde del 21 de mayo de 1924, conduciendo un automóvil que habían rentado bajo un nombre falso, Leopold y Loeb le ofrecieron un aventón a Franks, quien caminaba a su casa desde la escuela. En principio, el chico se negó alegando que sólo estaba a dos manzanas de su casa, pero Loeb lo persuadió para que subiera y charlar sobre una raqueta de tenis que había comprado.

El chico subió al auto y se sentó en el asiento delantero del acompañante, mientras que Leopold conducía y Loeb estaba en el asiento trasero con el cincel. A poco de subir, Loeb golpeó a Franks repetidamente en la cabeza con el cincel y lo arrastró a la parte trasera del automóvil donde lo asfixió con un trapo hasta matarlo.

Con el cuerpo en el suelo del coche, ambos condujeron hacia un lago en Hammond, Indiana, unos 40 km al sur de Chicago. Al caer la noche, desnudaron el cuerpo y se deshicieron de las ropas, para luego colocar el cuerpo en una obra de drenaje cerca de unas vías ferroviarias. Para tratar de dificultar las tareas de reconocimiento, Leopold y Loeb arrojaron ácido clorhídrico sobre el rostro y los genitales del chico.

Para cuando el dúo regresó a Chicago, la ciudad ya sabía de la desaparición de Bobby Franks. Esa misma noche, Leopold llamó por teléfono a la madre de Franks, identificándose como «George Johnson» e informándole que su hijo había sido secuestrado y que los pasos a seguir, entre los que se contaba el pago de un rescate, seguirían luego. Luego de enviar la nota mecanografiada a la familia de Franks, Leopold y Loeb quemaron sus ropas ensangrentadas, limpiaron lo mejor que pudieron la sangre del tapizado del vehículo rentado, ambos pasaron el resto de la noche jugando cartas.

A la mañana siguiente, los Franks recibieron la nota de rescate, y Leopold llamó nuevamente a la familia indicándoles los primeros pasos que debían seguir para pagar el rescate. El intrincado plan de recolectar el dinero de Leopold y Loeb se vio frustrado cuando, antes de que los Franks comenzaran el camino a pagar por la liberación de su hijo, un hombre avisara a la policía de que había encontrado el cuerpo de un chico que coincidía con los rasgos de Bobby Franks. Al enterarse de ésto, Leopold y Loeb destruyeron la máquina de escribir y quemaron una bata de baño que habían utilizado para mover el cuerpo.

Mientras tanto, la policía de Chicago lanzó una investigación masiva, ofreciendo recompensa a cambio de información. Mientras que Loeb seguía con su vida normalmente, Leopold hablaba libremente con la policía y la prensa. Leopold incluso le dijo a un detective que si él «fuera a asesinar a alguien, escogería a alguien como el niñito arrogante que era Bobby Franks».

Al tiempo que se investigaba la zona donde habían hallado a Franks, la policía encontró un par de anteojos. Aunque en tipo y tamaño eran comunes, los anteojos tenían un tipo de mecanismo de abierto y cerrado único, y que sólo tres personas habían comprado anteojos de ese tipo en Chicago; uno de ellos era Nathan Leopold. Cuando fue confrontado con esa evidencia, Leopold dijo que se le pudieron haber caído mientras estudiaba los pájaros de la zona. Sin embargo, la máquina de escribir destruida fue descubierta poco después.

Leopold y Loeb fueron llamados por la policía a que declararan formalmente. Los jóvenes le dijeron a la policía que en la noche del crimen habían levantado a dos mujeres de la carretera y que las habían dejado en un campo de golf cercano a Chicago, pero que nunca habían sabido sus apellidos.

La coartada cayó como falsa poco después cuando el chofer de la familia Leopold le dijo a la policía que esa noche él estaba reparando el automóvil que los jóvenes habían dicho que habían usado. La esposa del chofer confirmó a la policía que el automóvil de Leopold estaba en el garage de la casa.

Confesión

Loeb fue el primero en confesar, dijo que todo había sido planeado por Leopold y que él simplemente se había limitado a conducir el automóvil. Seguidamente, fue Leopold quien declaró, quien insistió en que él era el conductor del vehículo y que Loeb era el asesino. Años después se conoció más evidencia, sobre todo algunos testigos oculares quienes dijeron que el que estaba conduciendo el vehículo era Loeb y que probablemente fuera Leopold quien asesinó al chico Franks.

Finalmente, ambos confesaron que habían cometido el asesinato simplemente por la adrenalina que les generaba tal acción. También hablaron de su ilusión sobre los «superhombres» y sus aspiraciones de cometer el «crimen perfecto».

Leopold, hablando con su abogado, confesó que el crimen había sido un «ejercicio de inteligencia» para él. «El asesinato fue un experimento», le dijo a su abogado, agregando que le era tan fácil justificar el matar a un ser humano como para un entomólogo el matar a una abeja.

Juicio

El juicio contra Leopold y Loeb se llevó a cabo en la Corte de Distrito de Chicago. Enseguida se convirtió en un espectáculo de la prensa. Fue categorizado como el tercero — después del de Harry Kendall Thaw y del de Sacco y Vanzetti — como el «Juicio del siglo».

La familia de Loeb contrató al abogado Clarence Darrow, uno de los abogados más renombrados de la nación y un firme opositor a la pena capital. Se rumoreó que los Loeb pagaron USD1 millón.

Mientras que era generalmente aceptado de que la defensa de los dos jóvenes se basaría en «no culpables por enajenación mental», Darrow concluyó que un juicio por jurado terminaría casi con seguridad en condena y en una sentencia de pena de muerte para ambos.

Por lo tanto, Darrow escogió que los jóvenes se declaran culpables ante el juez de la Corte de Circuito del Condado de Cook, John R. Cavelry, con la esperanza de convencerlo de que les impusiera la pena de cadena perpetua. El estado presentó a más de un centenar de testigos que describieron el crimen. La defensa, por el contrario, presentó numerosos análisis psiquiátricos para que pudieran lograr establecer factores mitigantes.

Alegato de Darrow

El alegato de más de doce horas de Darrow es categorizado como una pieza exquisita de defensa. Cuando terminó el juicio se lo nombró como el mejor alegato de su carrera. Su principal tema de debate fueron los «métodos y castigos inhumanos» del sistema judicial estadounidense.

Este terrible crimen era inherente en sus personalidades… y ciertamente vino de algún antepasado… acaso hay alguna culpa en que alguien tome las filosofías de Nietzsche tan seriamente que quiera que su vida se refleje en dichos pensamientos?… creo realmente injusto colgar a un chico de 19 años por la filosofía que se le enseñó en la Universidad.

Ahora, su Señoría, hablaré sobre la guerra (Primera Guerra Mundial). Yo creía en ella. No sé si estaba loco o no lo estaba. A veces pienso que quizá lo estaba. Yo aprobé la guerra y me sumé a la locura y demandas generalizadas. Insté a los hombres jóvenes que conocía a que pelearan. Yo estaba a salvo porque ya era demasiado grande como para servir en el ejército. Yo estaba como el resto de la sociedad. ¿Qué es lo que ellos hicieron?. Correcto o incorrecto, justificable o no—que no es necesario discutir hoy—, pero lo que hicieron cambió el mundo. Por cuatro largos años (1914-1918), el mundo civilizado estaba envuelto en una matanza de hombres. Cristianos contra cristianos, bárbaros uniéndose a cristianos para matar cristianos; lo que fuera para matar. Era lo que se enseñaba en las escuelas. Incluso los niños pequeños jugaban a la guerra. Los más infantes lo hacían en las mismísimas calles. ¿Creen que el mundo ha sido el mismo desde entonces?. ¿Cuánto tiempo más, su Señoría, para que el mundo vuelva a sentir esas emociones humanas que no existieron durante la guerra?. ¿Cuánto tiempo tomará para que los hombres puedan desprenderse de los sentimientos de odio y crueldad y vuelvan a sentir esas emociones humanas?

Leíamos sobre las muertes de centenares de hombres al día. Leíamos sobre ello y nos alegraba cuando los muertos eran del enemigo. Eramos caníbales. Incluso los más pequeños. No necesito contarle cuántos muchachos jóvenes buenos y honorables han venido a esta corte acusados de asesinato, algunos se salvaron mientras que otros fueron condenados a muerte. Muchachos que pelearon en la guerra que les enseñó a despreciar la vida de otro ser humano. Usted lo sabe y yo también. Estos chicos se criaron en ello. Los relatos de muerte estaban en todos lados mientras crecían… en sus casas, en los patios de juego, en sus escuelas, estaban en los periódicos que ellos leían. Era parte de la sociedad. Acaso, ¿qué era la vida?. No significaba nada… y estos chicos fueron entrenados en esa crueldad social.

Tomará años limpiar los corazones de los hombres; si es que algún día sucede. Sé que incluso después del fin de la Guerra Civil en 1865, crímenes como éste crecieron exponencialmente. Nadie tiene que decirme que el crimen no tiene causa. Sé que siempre hay una causa y sé que del odio y amargura de la Guerra Civil, esos crímenes crecieron en Estados Unidos como nunca antes. Sé que Europa está pasando por el mismo problema ahora. Sé que es lo que sigue después de toda guerra y que ha influenciado a los jóvenes como nunca antes. En este caso, protesto por los crímenes y errores que la sociedad cometió con estos muchachos. Todos tenemos parte de culpa en ello. Yo incluso. Nunca podré saber cuántas veces mis palabras avalaron la crueldad en lugar de amor, caridad y ternura.

Su Señoría sabe que en esta misma corte se han presentado crimenes de esta violencia con mucha frecuencia a causa de la guerra. No necesariamente por aquellos que pelearon en la guerra sino por aquellos que aprendieron que la sangre, y la vida humana eran cosas sin valor, y si el Estado así lo creyó, ¿por qué no un muchacho joven?. Hay causas para este terrible crimen. Como he dicho, hay causas para todas las cosas que suceden en este mundo. La guerra es parte de ellos; la educación lo es; el nacimiento lo es; el dinero también lo es — todo lo cuál conspiró para la destrucción de estos dos pobres chicos.

¿No tiene la corte el derecho a considerar sobre estos dos chicos?. El Estado dice que usted, su Señoría, tiene el poder de considerar el bienestar de la comunidad. Si el bien de la comunidad dependiera en el hecho de matar a estos dos chicos, bien, pero, ¿ha usted, su Señoría, considerado el bienestar de las familias de los acusados?. He lamentado y aún lamento lo que han tenido que pasar el Sr. y la Sra. Franks. Sólo espero que algo bueno emerga de todo esto. Pero comparados con las familias de Leopold y Loeb, los Franks pueden ser envidiados — y todos lo sabemos.

No sé cuánto hay de rescatable en estos dos chicos. Odio decir ésto en su presencia, pero, ¿a qué pueden aspirar?. No lo sé, pero usted, su Señoría, sería piadoso si condena a estos chicos a muerte, pero no lo sería con la civilización. Incluso si usted mismo pusiera la soga en el cuello de estos chicos, usted sería piadoso sólo hacia con ellos, pero no con la civilización ni con aquellos que quedamos aquí. A lo máximo que aspiran estos chicos es al tiempo que pasaran tras las rejas, si es que a eso aspiran siquiera. Incluso tal vez tengan la esperanza de que si pasan el resto de sus vidas en prisión tengan la oportunidad de salir en libertad. Yo no lo sé. No lo sé. Seré honesto con esta corte como lo he sido desde el principio. Sé que estos dos chicos no están en condiciones de estar en libertad. Sé que no estarán en condiciones por mucho tiempo. Lo que sé es que yo no estaré para ver ese día, por lo que para mi es suficiente.

Estaría mintiendo si no digo que espero que con el tiempo y su maduración como seres humanos, alguna vez puedan ser puestos en libertad. Yo sería la última persona en la tierra en cerrarle la puerta de la esperanza a cualquier ser humano; mucho menos si son clientes míos. Pero, ¿a qué pueden aspirar?. A nada.

No me interesa, su Señoría, cuando comienza la pena para estos chicos, si en la horca, o cuando la puerta de la prisión se cierre tras ellos. Lo que sé es que no tienen nada más que la noche en sus perspectivas, lo cuál es muy poco para las aspiraciones de cualquier ser humano.

Pero hay otros a quienes tener en consideración. Aquí están estas dos familias, que han llevado vidas honestas, que tendrán que llevar el apellido sobre sus espaldas, así como las generaciones venideras.

Aquí está el padre de Leopold— y ese chico era el orgullo de su vida. Lo observó al nacer, cuidó de él, trabajó por él; el chico era brillante y cometido, lo educó, y creyó que fama y una buena posición social le esperaban. Es terrible para un padre ver como ese orgullo de su vida se convertía en no más que polvo.

¿Se debería considerar a ese hombre?. ¿Se debería considerar a los hermanos de este chico?. ¿Le hará algún bien a la sociedad, o le hará a usted la vida más segura, o la vida de cualquier otro ser humano más segura si generación tras generación se recuerda a este chico, de su familia, como alguien ejecutado en la horca?.

Lo mismo sucede con Loeb. Aquí están su tío y su hermano. Sus padres no pueden venir por lo que les causa todo esto. ¿Acaso contribuirá a algo si a esos padres se les envía el mensaje de que su hijo será ejecutado?.

¿Tienen ellos algún derecho?. ¿Hay alguna razón, su Señoría, para que sus buenos apellidos y sus futuras generaciones tengan que sobrellevar esta terrible marca?. ¿Cuántos niños y niñas, cuántos niños aún no nacidos tendrán que sentir eso?. Es lo suficientemente horrible, pero no tan horrible como si ellos fueran ejecutados. Y le pido, su Señoría, además de todo lo que he dicho para salvar a estas dos familias de algo terrible como la ejecución de estos chicos, que no haga algo que no ayudará en nada a los que siguen en el mundo.

Debo decir algo más. No somos desconsiderados en cuanto al público, a la sociedad; las cortes no lo son ni los jurados tampoco. Depositamos nuestra confianza en las manos de una corte experimentada, considerando que creemos que será más pensante y considerada que un jurado. No puedo decir qué es lo que siente la gente, he estado aquí como un marino en alta mar. Espero que los mares se estén calmando y el viento mitigando, y creo que lo están, pero no quiero hacer ninguna falsa pretención ante esta corte. Lo más fácil y lo más popular, seguramente, sea colgar a mis clientes. Lo sé. Los hombres y mujeres que no piensan, aplaudirán. Los crueles y huecos lo aprobarán. Será fácil hoy; pero en Chicago y más allá también, más y más padres y madres, los humanos, los amables y esperanzados, quienes están ganando conocimiento y haciendo preguntas no sólo sobre estos dos pobres chicos, sino incluso sobre los suyos— no se sumarán a un festejo por la muerte de mis clientes.

Ellos pedirán que el derramamiento de sangre se detenga, y que los sentimientos normales del hombre vuelvan a su lugar. Con el tiempo lo pedirán más y más. Pero, su Señoría, lo que ellos pidan no cuenta. Sé qué es lo fácil. Sé que no sólo estoy aquí parado por las desafortunadas vidas de estos dos chicos, sino también por todos los muchachos y muchachas. Por todos los jóvenes, y también hasta cierto punto, por todos los viejos. Estoy aquí pidiendo por la vida, entendimiento, caridad, amabilidad, y la infinita piedad que nos ocupa a todos. Estoy pidiendo que sobrepasemos la crueldad con amabilidad y el odio con el amor. Su Señoría, usted está parado entre el pasado y el futuro. Usted puede colgar a estos dos muchachos. Pero haciendo eso, usted estará mirando hacia el pasado. Haciendo eso hará más difícil para todos los chicos jóvenes el transitar por la infancia con ignorancia, con todos los desafíos y tentaciones que conllevan en secreto. Haciendo eso lo hará más difícil para los que aún no han nacido. Usted puede salvar a estos dos chicos y le hará más fácil a otros chicos que pasen por la misma situación el estar ante una corte. Lo hará más fácil para todo ser humano con una aspiración y visión y una esperanza. Pido por el futuro; pido por un tiempo en que ni el odio ni la crueldad reine en los corazones de los hombres. Para cuando podamos aprender con razón y juicio y entendimiento y fe que todas las vidas merecen ser salvadas, y que la piedad es el mayor atributo del hombre.

Siento que debo disculparme por el extenso periodo de tiempo que me he tomado. Tal vez este caso no sea tan importante como aparenta, pero estoy seguro que no debo afirmar a la corte o decirle a mis amigos que haría todo este mismo esfuerzo tanto por los pobres como por los ricos. Si tengo éxito, mi mayor premio y esperanza será por aquellos incontables desafortunados que tienen que recorrer el mismo camino de infancia ciega que han transitado estos dos muchachos. Que he ayudado en algo a que los humanos entiendan, a moderar la justicia con piedad, para sobrepasar al odio con amor.

El juez fue persuadido, en septiembre de 1924, sentenció a Leopold y Loeb a cadena perpetua con un plus de 99 años por secuestro.

Vida en prisión

Inicialmente, Leopold y Loeb fueron encarcelados en la Correcional Joliet. Aunque se los trataba de mantener separados lo más posible, ambos se las ingeniaron para continuar con su relación. Poco después, Leopold fue transferido a la Correcional Stateville, y poco después Loeb también fue transferido allí. Una vez reunidos, se dedicaron a dar clases en la escuela de la prisión.

Asesinato de Loeb

Inicialmente, Leopold y Loeb recibían mucho dinero por parte de sus familias hasta que la Correcional decidió restringir el aporte familiar a 5 dólares semanales. El dinero lo utilizaban generalmente para comprar cigarrillos. Los otros prisioneros, sin embargo, no sabían del recorte monetario de ambos, y tanto Leopold como Leob eran vistos como los «chicos ricos» que se convertían en blanco fácil para los otros reos. Una vez, Leopold fue confrontado y amenazado con un cuchillo en el patio de la prisión, a petición de dinero. Después de tratar de explicar que no tenía más dinero, Loeb se metió en medio al igual que otros prisioneros y el asunto quedó solucionado.

El recorte también afectó a Loeb debido a que parte del dinero que recibía iba a para a las manos de un reo, James E. Day, como forma de soborno a cambio de que no lo lastimara. Luego de varios reportes de abuso y amenazas, Day fue separado de Loeb.

El 28 de enero de 1936, Leopold y Loeb trabajaban en la escuela de la prisión cuando Day pasó por al lado de Loeb y le dijo «te veo luego». Loeb fue luego atacado en las duchas con una navaja de afeitar. Loeb fue atendido rápidamente. Leopold llegó a ver a su compañero seriamente herido con cortes por todo el cuerpo. Leopold se ofreció para ayudar pero se le negó participación. Luego de un breve intercambio de palabras con Leopold, Loeb murió. Luego, Leopold lavó el cuerpo de Loeb en demostración de afecto.

Day luego alegó que Loeb había intentado asaltarlo sexualmente. Sin embargo, se cree que puede haber sido al revés. Reportes indican que Day deseaba favores sexuales de Loeb, quien se había negado. Muchos dudaron de la teoría de Day de que haya actuado en defensa propia. Day estaba intacto mientras que Loeb había sufrido más de 50 heridas de cuchillo, incluyendo heridas de defensa propia en los brazos y manos. La garganta de Loeb también tenía cortes desde atrás, lo que sugería un ataque sorpresa. De todos modos, una investigación aceptó la teoría de Day.

Las autoridades de la prisión, tal vez avergonzadas por la publicidad sensacionalista que indicaba un decadente comportamiento en la prisión, aceptaron la teoría de defensa propia de Day. En una de las más conocidos reacciones a la muerte de Loeb, está el encabezado por parte del periodista Ed Lahey para el Chicago Daily News que decía: «Richard Loeb, a pesar de su erudición, terminó hoy su sentencia con una proposición». Algunos periódicos fueron más allá alegando que Loeb merecía ese final y felicitando a Day por haberlo asesinado.

Otro posible motivo por el asesinato de Loeb es el dinero, debido a que después del recorte, no pudo seguir sobornando a Day para que no le haga nada.

En el tiempo que pasó en prisión, nunca hubo evidencia de que Loeb fuera un atacante sexual, sin embargo Day fue, tiempo después, encontrado manteniendo relaciones sexuales con otro prisionero. En su autobiografía, Leopold categorizó los dichos de Day de que Loeb había intentado asaltarlo sexualmente como algo ridículo y gracioso.

Leopold pasó mucho tiempo tratando de limpiar el nombre de Loeb, quien era conocido como el asesino de un niño y depredador sexual. Leopold escribió varios libros. En las tapas de los libros, puso escritos en latín en los que se leía: «por la razón, sin embargo, somos libres».

Aunque Leopold siguió con su trabajo en la prisión luego de la muerte de Loeb, comenzó a sufrir de depresión. En una ocasión, gritó por horas en su celda hasta que fue llevado frente a los psicólogos de la prisión.

Vida en prisión de Leopold

Leopold se convirtió en un prisionero modelo. Según reportes, estudió y manejó 12 idiomas — además de los 15 que ya hablaba en cierto grado — y dedicó gran parte de su tiempo a mejorar las condiciones de la prisión. Eso incluyó el reorganizamiento de la biblioteca de la prisión y el aporte a la educación dentro de la prisión. En 1944, hizo de voluntario para un experimento sobre la malaria.

A comienzos de los años 1950’s, un antiguo compañero de clase de la Universidad de Chicago, pidió el aporte de Leopold en la elaboración de una novela sobre el asesinato de Franks. Leopold le respondió que no quería que el caso fuera hecho como ficción, pero le ofreció contribución en las memorias que él mismo estaba escribiendo.

Sin embargo, el ex-compañero de Leopold siguió adelante y escribió el libro sólo. La novela se publicó en 1956. En la novela, Leopold es caracterizado como alguien brillante que es llevado a cometer el asesinato por ser un adolescente problemático, con trastornos psicológicos producto de su niñez y su obsesión con Loeb. Leopold luego escribió que leer el libro le hizo sentirse mal y que en más de una ocasión había tenido que dejar de leer para tranquilizarse. Además, dijo sentirse como «desnudo frente a una gran audiencia».

Su autobiografía fue publicada en 1958. El libro comienza inmediatamente después del asesinato, lo que le ganó numerosas críticas por no contar detalles de su niñez ni del asesinato cometido. También se lo acusó de escribir el libro para limpiar su imagen, ignorando los puntos más negativos de su vida.

En 1959, intentó sin éxito detener el estreno de la película Impulso criminal, alegando que se había invadido su privacidad, que se lo había difamado, que se habían beneficiado económicamente de su historia y que habían «intercalado ficción con realidad a un nivel que era indistinguible». En un fallo en su contra, la Corte dijo que Leopold, como asesino confeso del «crimen del siglo», no podía alegar que ningún libro hubiera dañado su reputación.

Vida post-prisión de Leopold

Después de más de 30 años de frustrados intentos de libertad condicional, Leopold fue liberado en 1958. Al salir, intentó fundar una asociación de ayuda a chicos problemáticos pero el estado de Illinois se lo prohibió porque violaba los términos de su libertad condicional.

Se mudó a Santurce, Puerto Rico, para evitar a la prensa. Allí, se casó con una viuda. Se dedicó a la medicina y al estudio de las aves tanto en Puerto Rico como en las Islas Vírgenes Estadounidenses.

Murió en 1971 debido a un problema de diabetes.

 


VÍDEO: LEOPOLD AND LOEB TRIAL (INGLÉS)


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