La marquesa de Brinvilliers

Volver Nueva búsqueda
La marquesa de Brinvilliers

La Medea de París

  • Clasificación: Asesina
  • Características: Envenenadora
  • Número de víctimas: 54 +/-
  • Fecha del crimen: 1664 - 1673
  • Fecha de detención: 25 de marzo de 1676
  • Fecha de nacimiento: 22 de julio de 1630
  • Perfil de la víctima: Pacientes de hospital / Su padre, hermanos y un amante
  • Método del crimen: Veneno
  • Lugar: París, Francia
  • Estado: Fue decapitada y su cuerpo quemado el 16 de julio de 1676
Leer más

La marquesa de Brinvilliers

Alain Monestier – Los grandes casos criminales

Marie-Madeleine d’Aubray, marquesa de Brinvilliers (1630-1676)

Un «bonito monstruito»

Asesinando con un cuidado de aficionada apasionada y un hermoso cinismo a su padre, sus dos hermanos, su hermana y a numerosos enfermos del hotel Dieu, la Brinvilliers asombró a sus contemporáneos.

El caso Brinvilliers fue la primera historia de envenenamiento notable del siglo XVII. Como casi todos los casos de veneno legados a la posteridad, su heroína principal era una mujer.

Un padre virtuoso

Se llamaba Marie-Madeleine d’Aubray, había nacido el 6 de julio de 1930 y tenía por padre a un magistrado austero y puntilloso en el asunto de la moral. «Guapa, precoz y ardiente en el deseo», había mantenido, según la leyenda, relaciones incestuosas con sus jóvenes hermanos antes de casarse, a la edad de veintiún años, con Antoine Gobelin de Brinvilliers, que la abandonó pronto para correr la tuna, al menos tanto como podía permitirle su edad avanzada. Para consolarse, la joven y guapa marquesa empezó a coleccionar amantes hasta el día en que se enamoró perdidamente de un antiguo oficial de caballería, hombre abnegado y sin escrúpulos, llamado Gaudin de Sainte-Croix. En seguida se hizo su amante, pero los amores de los dos pichoncitos fueron pronto turbados por el padre de la joven, que, a pesar de la complacencia de su yerno, no aprobaba que se burlasen en su familia las normas de la fidelidad conyugal.

La cárcel lleva al crimen

El 19 de marzo de 1663, una carta sellada envió a Sainte-Croix a la Bastilla. Dos meses más tarde, volvió a ocupar su sitio en el lecho de la marquesa, no sin haber aprovechado su tiempo de cautividad aprendiendo de un boticario del rey, también detenido, el arte y el modo de elaborar y administrar venenos. Marie-Madeleine se hizo inmediatamente instruir por su amante en una ciencia totalmente nueva para ella, y decidió llevar sus conocimientos a la práctica haciendo pasar a su padre a mejor vida. Para asegurarse de que su jugada no iba a fallar, experimentó los productos que preparaba ella misma administrándolos a los enfermos indigentes del hotel Dieu.

Durante la investigación, La Reynie intentó evaluar, según los registros del hospital, el número de inocentes que debieron a la caritativa marquesa el fin de sus sufrimientos. Constató que en la época en que ella se ocupaba de obras de caridad el número de defunciones había aumentado notablemente. Todos, sin duda, no le eran imputables, pero Marie-Madeleine mató seguramente a varias decenas.

Habiendo mantenido sus promesas, fue a visitar a su padre y le hizo beber gran cantidad de caldos. El pobre hombre entregó el alma el 10 de septiembre de 1666.

El placer de matar

Sus primeras proezas realizadas con éxito avivaron sus instintos de criminal. Hasta ahora había matado por venganza y por amor; se puso entonces a asesinar por placer, por amor al arte. Arruinada por la vida desenfrenada que llevaba con sus múltiples amantes -Sainte-Croix tenía el espíritu tan amplio como su marido-, se deshizo sucesivamente de sus dos hermanos y de su hermana, y recuperó para ella sola la herencia paterna. Finalmente, habiendo decidido casarse con Sainte-Croix, que, a pesar de sus travesuras, seguía siendo el gran amor de su vida, decidió deshacerse de su marido complaciente.

Defensa del marido complaciente

Desgraciadamente para ella y para sus proyectos matrimoniales, Sainte-Croix había hecho amistad con el marqués de Brinvilliers, cuya complacencia había agradecido desde hacía mucho tiempo. En cuanto reconoció en él los primeros síntomas de un envenenamiento, comprendió que su amante había emprendido los preparativos de su boda, y se apresuró a administrarle un contraveneno poderoso, que lo salvó in extremis.

La Brinvilliers administró inmediatamente una nueva pócima a su esposo, y su muerte accidental, en 1673, hizo finalmente estallar el escándalo. Como estaba cargado de deudas, la justicia precintó su puerta y ordenó un registro. En medio de las ampollas de veneno, los alambiques y los tarros de arsénico, los alguaciles descubrieron una carta escrita por el difunto. Temiendo ser él mismo asesinado, había preparado su venganza póstuma haciendo en ella la confesión completa de los crímenes que habían cometido juntos.

Abandonando en manos del verdugo al llamado La Chaussée, que era a la vez su criado, su cómplice y ocasionalmente su amante, Brinvilliers huyó. Condenada a muerte por contumacia, pasó a Inglaterra y luego a Liége, donde fue detenida tres años más tarde en el convento donde había encontrado refugio. Su juicio se abrió en París el 29 de abril de 1676. Apasionó y sobre todo preocupó a toda Francia.

Por privilegio ligado a la nobleza, Marie-Madeleine d’Aubray fue decapitada en lugar público, tras cual su cuerpo fue quemado y sus cenizas dispersas al viento.

*****

Desgrais

La Sra. de Brinvilliers fue detenida por el teniente Desgrais, brazo derecho de La Reynie, que se puede considerar como el primer detective de la historia. Para lograr cumplir su misión, no vaciló en disfrazarse de clérigo, introducirse en el convento donde la criminal se había refugiado y seducirla con declaraciones de amor apasionadas.

Después de su muerte, Brinvilliers fue objeto de un auténtico culto entre la plebe de París. Muchos la consideraban como una santa. Corrió el rumor de que había obrado milagros.

Los «polvos de sucesión»

Con el progreso de la ciencia, el uso de venenos ha perdido gran parte de su interés; las autopsias se practican hoy en día con una precisión fatal para los criminales. Bajo el reinado de Luis XIV, al contrario, su empleo, se hacía casi sin riesgo, ya que los conocimientos de los médicos forenses no permitían descubrir la huella en las vísceras de las víctimas. Por lo tanto, en aquella época en que no existía el divorcio y en que el adulterio podía llevar a las mujeres a los muros de un convento, las pócimas a base de sapos secos y arsénico hacían furor. Eran un medio seguro de deshacerse de un marido molesto o de enviar al otro mundo a una tía con herencia. Se las llamaba burlonamente «polvos de sucesión». Para que los culpables fueran descubiertos, tenía que intervenir la casualidad. El público aficionado al escándalo descubrió entonces con estupor, pero no sin deleite, las interioridades poco confesables de una sociedad donde parecían, sin embargo, reinar el orden y la religión.


La marquesa de Brinvilliers

Colin Wilson y Patricia Pitman

Famosa envenenadora francesa del s. XVII.

Marie Madeleine d’Aubray, futura Mme. de Brinvilliers, nació el 22 de julio de 1630. Era la mayor de los cinco hijos de Antoine Dreux d’Aubray de Offemont y Villiers, Gobernador civil de la ciudad, alcaldía y vizcondado de París, Consejero de Estado y «Maitre de Requétes» e hijo de un Tesorero de Francia.

Marie d’Aubray recibió una buena educación, aunque aparentemente sin religión. Se sabe poco del ambiente familiar en que vivía, pero parece que se la permitía siempre hacer su voluntad. Antes de llegar a los diez años tenía ya relaciones sexuales con sus hermanos, y algunas afirmaciones que hizo durante su proceso permiten asegurar que se trataba de una ninfomaníaca.

A los 21 años contrajo matrimonio con el hijo del presidente del Tribunal de Cuentas, Antoine Gobelin de Brinvilliers, Barón de Nourar, oficial del Regimiento Normando. Marie era entonces una hermosa joven de pelo castaño y ojos azules. Llevó al matrimonio una dote de 200.000 libras (aproximadamente, unos diez millones de pesetas actuales).

El Barón era un jugador empedernido y pronto terminó con la fortuna de su esposa. Pasaron ocho años sin que marido y mujer mostrasen una gran desavenencia. Un día el Barón conoció a un hombre destinado a representar un importante papel en su vida; se trataba de un joven libertino llamado Godin conocido generalmente como Ste. Croix. Poseía gran talento e inteligencia, pero era jugador y calavera. A pesar de sus defectos, su simpatía y vitalidad eran arrolladoras y Marie de Brinvilliers se convirtió en su amante poco después de conocerle.

El Barón no pareció darle importancia al asunto (él tenía, por su parte, numerosos amoríos) y ni su esposa ni Ste. Croix se molestaban en disimular sus relaciones. Sin embargo, Marie cometió la indiscreción de comunicarle el hecho a su padre, que apresó a su amante y le encerró en la Bastilla. Allí conoció Ste. Croix a un famoso envenenador italiano llamado Eggidi o Exili, que había estado al servicio de la reina de Suecia. Permaneció en la prisión desde el 19 de marzo hasta el 2 de mayo de 1663.

Exili fue puesto en libertad el 27 de junio y deportado a Inglaterra; sin embargo, volvió a París y se instaló en casa de Ste. Croix, con quien vivió durante seis meses instruyendo a su mecenas en los secretos del arte del envenenamiento. Ste. Croix descubrió a su vez los secretos de tal arte de su amante, que había vuelto a sus brazos con renovado ardor.

La fortuna de Marie disminuía rápidamente empleada en pagar las cuantiosas deudas de juego que contraía Ste. Croix. Por otra parte, odiaba a su padre desde el episodio de la Bastilla. Los amantes decidieron adelantar el momento en que Marie había de heredar su gran fortuna.

Por alguna razón prefirieron no utilizar para ello ninguno de los polvos que Ste. Croix confeccionaba ya como un experto y llamaron a un químico suizo, llamado Glaser, farmacéutico del rey. Glaser les dio una pócima que decidieron probar antes de administrarla a su víctima. Marie se dedicó entonces a visitar enfermos en los hospitales obsequiándoles con vinos y frutas previamente envenenados con el fin de averiguar si la pócima podía ser descubierta en la autopsia. Para asegurarse más la probó también con algunos de sus criados, convirtiendo a uno de ellos en un inválido.

El día de Pentecostés de 1666, Marie recibió una invitación de su padre para que fuera a pasar con él una temporada en su finca de Offemont. Allí cayó enfermo y fue atendido solícitamente por su hija que continuó haciéndolo también en París, adonde d’Aubrey tuvo que volver para someterse a tratamiento médico. Ocho meses más tarde, el día 10 de septiembre, fallecía entre fuertes dolores.

Marie se lanzó entonces a una vida desenfrenada. Con su personalidad dominadora esperaba de su amante que la permaneciera fiel mientras ella tenía una larga serie de amoríos. De sus relaciones con un primo de su marido, el marqués de Nadaillac, nació un hijo (tenía ya dos de St. Croix); más tarde sedujo al tutor de los niños, un joven llamado Briancourt. Este harén masculino le ocasionaba innumerables gastos. No soportaba que nadie la contrariase; esta faceta de su carácter está bien ilustrada por un hecho que sucedió en 1670. Uno de sus acreedores consiguió que la justicia se apropiase de una casa de Marie para venderla y cancelar la deuda; ella, inmediatamente, prendió fuego al edificio.

Al ver cómo menguaba su fortuna, decidió que sus próximas víctimas habrían de ser sus dos hermanos, que vivían en su misma casa. Ste. Croix se prestó a ayudarla por la suma de 55.000 libras (siendo una libra de aquella época unas cuarenta pesetas actuales). El intento de matar a uno de sus hermanos utilizando asesinos a sueldo falló y entonces llamaron en su ayuda a un hombre llamado Jean Hamelin, más conocido por La Chaussée.

El envenenamiento del hermano mayor fue un largo proceso que se prolongó casi todo el año de 1667; finalmente murió el 17 de junio.

El segundo le siguió a la tumba en septiembre. Al cadáver de éste último se le practicó una autopsia que dio por resultado el descubrimiento de que había muerto envenenado. Sin embargo, el hecho no se denunció a la justicia y La Chaussée recibió la suma de 100 coronas en recompensa a sus fieles servicios.

Pero Mme. de Brinvilliers tenía el defecto de hablar demasiado y esto había de perderla. Por otra parte, los hombres en que confiaba no eran dignos de crédito. La Chaussée la hizo víctima de un «chantage» y se convirtió en su amante (no se sabe si esto fue una de sus exigencias o si Marie llegó a serio por voluntad propia).

Por su parte, Ste. Croix la exigía también grandes sumas de dinero; conservaba en su poder varias cartas de su antigua amante y también los dos recibos que ésta había firmado el día en que acordaron que la ayudaría a envenenar a sus hermanos. Asustada ante los acontecimientos, Marie decidió envenenarse, pero cuando acababa de hacerlo, fue descubierta por St. Croix, quien la hizo beber un vaso de leche caliente como antídoto. Escapó de la muerte, pero estuvo enferma durante varios meses.

En su convalecencia, decidió deshacerse también de su hermana y su cuñada, pero cometió el error de confiar sus propósitos a Briancourt, que, aterrado, intentó disuadiría de su propósito, enviando además a una criada con un mensaje en que avisaba del peligro a Mlle. d’Aubray.

Marie resolvió entonces suprimir primero al tutor de sus hijos, pero éste, que sospechaba lo que ocurriría, descubrió el complot preparado para envenenarle. Sin desfallecer organizó otros dos atentados contra la vida de su nueva víctima; Ste. Croix fue el encargado de llevar a cabo el primero entrando un día en su dormitorio por la chimenea cuando suponía que Briancourt estaría durmiendo, pero le encontró levantado y vestido y tuvo que huir. Viendo que su vida pendía de un hilo, Briancourt acudió a consultar a un abogado amigo suyo llamado Bocager, quien por alguna razón desconocida le instó a callar lo que sabía. El segundo atentado fracasó al fallar un disparo; Briancourt reaccionó esta vez acudiendo a casa de St. Croix para llamarle bandido y bribón.

El siguiente incidente da un toque de comedieta a la macabra historia. Marie decidió envenenar a su esposo para poder contraer matrimonio con St. Croix, pero éste, que no tenía ninguna intención de casarse con ella, se dedicó a anular con antídotos los efectos de los venenos administrados por su amante. Todo este proceso no hizo ningún bien a la salud del Barón, quien, por otra parte, sospechaba de las intenciones de su esposa y contrató un sirviente encargado especialmente de vigilar sus comidas y bebidas. Mientras todo esto sucedía, Briancourt había logrado escapar a Auberviniers, donde trabajó como profesor en el convento de los Padres del Oratorio.

Inesperadamente murió St. Croix. Cuando Marie se enteró de la noticia gritó: «¡La cajita!» Su preocupación no estaba fuera de lugar; la caja a que aludía era lo que habría de entregarla a manos del verdugo.

Una leyenda dice que Ste. Croix murió asfixiado en su laboratorio intentando buscar el elixir de la vida, pero la realidad es que murió por causas naturales. Su esposa, de la que se había separado mucho tiempo antes, se hizo cargo de sus objetos personales y descubrió la caja de Mme. de Brinvilliers y una «confesión» de St. Croix, así como una nota en que decía que la caja debía ser entregada, sin abrir, a su dueña. Por razones desconocidas, la confesión fue quemada sin leer, pero la caja fue abierta.

St. Croix había muerto a fines de julio de 1672; durante todo el mes de agosto, Mme. de Brinvilliers se esforzó desesperadamente por conseguir la cajita, pero no pudo lograrlo. Desesperada, llegó a pedir ayuda a Briancourt, que se negó a intervenir en el asunto.

Cuando La Chaussée se enteró de que la caja que contenía las cartas y recibos de Marie había sido abierta, intentó huir, pero fue arrestado el 4 de septiembre y torturado. Por su parte, Mme. de Brinvilliers escapó a Inglaterra acompañada de una pinche de cocina.

En febrero de 1673 La Chaussée hizo una completa confesión y fue sentenciado a morir descuartizado en la rueda.

Se pidió la extradición de Maríe, pero ésta pudo huir a tiempo a Holanda. De allí pasó a Cambrai y más tarde a Valenciennes, donde entró en un convento, teniendo que abandonarlo al poco tiempo a causa de la guerra. Fue a Amberes y luego a Lieja, refugiándose en otro convento. Allí permaneció tres años, hasta que fue arrestada el 25 de marzo de 1676, la víspera de la rendición de la ciudad a los españoles (tras de la cual terminó la jurisdicción del rey de Francia sobre ella). En poder de Mme. de Brinvilliers fue encontrada una confesión de sus crímenes, tan franca y detallada, que se imprimió más tarde en latín.

El juicio, presidido por Lamoignon, se desarrolló a lo largo de veintidós sesiones, desde el 29 de abril al 16 de julio de 1676. Marie fue sentenciada a muerte.

Antes de la ejecución fue conducida en una carreta de bueyes hasta la puerta principal de la Catedral de París, donde hizo una confesión pública de sus pecados.

Fue sometida a tormento, haciéndola tragar enormes cantidades de agua a través de un embudo introducido en su garganta. Un sacerdote llamado Edmé Pirot la acompañó durante los últimos días de su vida y parece que la proporcionó un gran consuelo.

El día de la ejecución hizo de nuevo una confesión pública en Notre Dame, siendo conducida después al patíbulo alzado en la Place de Grêve.

El verdugo, Guillaume, le cortó la cabeza de un solo tajo. Se quemó el cadáver, dispersando las cenizas al viento; algunas reliquias suyas fueron vendidas como amuletos. Su contrición y la dignidad con que se enfrentó con la muerte hicieron que algunos la considerasen como una santa. Hoffman, en su historia «Madame de Scudery», hace una excelente narración del caso.


María Margarita d’Aubray – La marquesa de Brinvilliers

Crónicas del Crimen

María Margarita d’Aubray era hija de Drogo d’Aubray, quien, a través del melodrama de mala fama «El Perro del señor d’Aubray», por cuyos capítulos Goethe se hizo famoso en Weimar, se dio a conocer. Era el padre alférez civil del Chatelet de París. En 1651 casó, siendo casi una niña, a su hija con el marqués de Brinvilliers. Éste era hijo del señor Gobelín, el rico presidente de la Tesorería.

La mayoría de los matrimonios, en tiempos de Luis XIV, eran arreglados, determinados por las apariencias exteriores y no por afecto o por amor.

El marqués recibía unos ingresos anuales de 230.000 libras. Su esposa, por su parte, trajo una dote de 200.000 libras, alimentando además la esperanza de una cuantiosa herencia que, a la muerte de su padre, tendría que compartir con sus hermanos, una hembra y dos varones. La riqueza no era la única particularidad de la marquesa. La naturaleza la había dotado favorablemente. Era, digámoslo así, una «beauté du diable». En su cara se unían la gracia y tal perfección de líneas que le daban una expresión de pureza de alma indescriptible. Esta calma reflejada en sus ojos, espejo de su sensibilidad, así como sus armoniosos movimientos, ofrecían el verdadero aspecto de un carácter despreocupado y falto de maldad. Por ello, se ganaba la confianza de todos cuantos la trataban. Ni el malhumor ni las contrariedades lograban alterar su gracia jamás. Su radiante belleza cautivaba todos los corazones.

Su amante fue un tal Godín, que se hacía llamar Juan Bautista de Sainte Croix; era teniente del Regimiento de Caballería de Trossi. El marqués de Brinvilliers, que tenía el grado de coronel del Regimiento de la Normandía, hizo con él gran amistad en el frente.

Se hablaba con cierta suspicacia de aquel militar señor de Sainte Croix. Únicamente se tenían noticias de que había nacido en Montauban, aunque se tenían ciertas dudas sobre sus antecedentes familiares, sospechándose era un hijo bastardo de alguna noble familia. Poseía un rostro atractivo e inteligente e inspiraba en todas partes gran confianza, lo que le proporcionaba buenas amistades, pues poseía la feliz sutileza del espíritu que asimila con facilidad cualquier imagen. Interpretaba con destreza el papel de devoto, en cualquiera de las travesuras que ejecutara. Era muy sensible a los insultos, susceptible con el sexo contrario hasta el apasionamiento y celoso en el amor hasta la locura. Con una tendencia enorme al despilfarro, falto de todo medio auxiliar, estaba siempre dispuesto a cometer cualquier infamia si con ella abrigaba la esperanza de salir beneficiado. Pocos años antes de morir empezó este afortunado caballero a jugar al devoto. Incluso, parece ser que, durante aquellos años de conversión, escribió algún libro de rezos. Hablaba de Dios como un profeta mientras que al mismo tiempo, pecaba contra todos los mandamientos. Se daba así, con aquella máscara, que sólo aireaba el aspecto de un beato en el círculo de sus más íntimos amigos, mientras era el protagonista y cómplice de los mayores crímenes.

El marqués de Brinvillers no podía sustraerse a las atenciones de un hombre semejante. Con gran predisposición hacia toda clase de diversiones, el noble caballero despilfarraba en grande. Esto era suficiente motivo para que Sainte Croix estuviera dispuesto a lanzar el anzuelo hacia él… Pronto consiguió ganar su confianza.

En cuanto terminó la guerra fue el propio marqués quien le introdujo en su casa. El amigo del marido fue muy pronto el amante de la mujer. El marqués, dilapidador y mal esposo, concedió, incluso a su mujer, la misma tolerancia en sus relaciones y libertades que se tomaba él en sus diversiones. Le dejaba indiferente su conducta, en tanto, los dos amantes no se privaban de hacer lo que querían. El marqués llegó a embrollar finalmente de tal forma sus asuntos hogareños que incluso autorizó a su mujer para que retirase su fortuna y se la administrase por sí misma. Por cuyo motivo ella se creía autorizada a prescindir de toda clase de escrúpulos. Se dedicó plenamente a sus inclinaciones sin ninguna clase de obstáculos.

Muy pronto se habló en alta voz de las andanzas de la marquesa con Sainte Croix. El marqués escuchaba con la mayor indiferencia. En cambio, el señor d’Aubray, preocupado por su buen nombre de caballero y por el honor de su hija, mucho más que su propio marido, consiguió una «lettre de cachet», es decir, una orden de detención contra el amante de su hija, haciéndolo encarcelar inesperadamente, justamente en el momento en que éste se encontraba en plena calle, dentro del carruaje de la marquesa, con quien se había citado. Fue encerrado en la Bastilla durante un año. Aquel castigo, por desgracia, puso en manos de Sainte Croix el medio más atroz de venganza.

Hizo amistad en la Bastilla con un tal Exili. Era oriundo de Italia y todavía le azuzaba más en sus intentos de venganza, enseñándole los medios de poder realizarla sin ser por ello castigado.

«Los franceses -le decía- cometen sus crímenes con demasiada ingenuidad, pues ejecutan su venganza con tanta torpeza que se convierten inmediatamente después en víctimas de sus propios actos. En consecuencia obran contra el enemigo con tanto ruido que consiguen para sí mismos una muerte mucho más horrible que la ejecutada por ellos, perdiendo al mismo tiempo honor y fortuna. Los italianos somos más hábiles en la venganza. En Italia se ha alcanzado tal maestría en la elaboración de venenos que éstos quedan ocultos al médico más avispado. Una muerte rápida o lenta, según se desee, está en nuestras manos. En ninguno de los dos casos el medio empleado deja rastro alguno. Y si se llegara a encontrar algún indicio, algo bastante dudoso, puede ser relacionado fácilmente con una enfermedad cualquiera, pues los médicos, en su total desconocimiento de los síntomas experimentados e inconcretos, es posible que, en su exploración anatómica, atribuirán la muerte del paciente, después de soltar cualquier palabrota de las que siempre tienen a mano, a materias dañinas desconocidas, graves coincidencias o algo parecido.

»Este es un arte verdadero cuando se consiguen endosar en la cuenta de la naturaleza los crímenes cometidos por el hombre.»

Aquello significaba una oportunidad magnífica para Sainte Croix de poderse armar con los instrumentos invisibles para ejecutar su venganza mediante la que, no solamente podría satisfacer su amargo odio, sino que, al propio tiempo, pondría en manos de su amante una enorme fortuna; la marquesa gustosamente compartiría con él lo robado. Aquella idea fue acogida por Sainte Croix con una avidez comparada solamente a sus deseos de venganza.

Exili era químico y alumno de la «mezcladora» de veneno napolitana Trufania cuyas recetas más secretas se había estudiado de memoria. Ahora se complacía en transmitirlas a su compañero de celda. Éste tuvo tiempo suficiente, durante su cautiverio, de aprender concienzudamente aquel arte terrible del italiano. El estudio llenaba las horas libres de los dos presos. La habilidad del profesor y el anhelo de saber del alumno, espoleado por el amor, la venganza y el robo, dieron alas a la sabiduría de Sainte Croix de forma que, mucho antes de abandonar la Bastilla, ya era maestro del infernal invento.

La primera víctima que escogió fue el señor d’Aubray, padre de la marquesa. Aparte de que el severo moralista le había privado de gozar con plena euforia de la posesión de su amante, cuyo marido se hacía el ciego o se limitaba a ser observador impasible de cuanto sucedía, seguía entorpeciendo sus andanzas con la marquesa, privándose saborear los dulces frutos de la pasión que ni con el tiempo de separación se aplacaron, por el contrario, fueron aumentando. Fue su firme determinación deshacerse del hombre que tanto le había humillado y que se había convertido ahora en su molesto vigilante. Pero no se conformaba con matarle solamente. La muerte había de serle producida por mano de su propia hija.

La marquesa, por su parte, dio su plena conformidad ante el hecho de convertirse en verdugo de su propio padre cuya severidad ponía freno a sus deslices con su extremada vigilancia. Cegada por la pasión que sentía hacia aquel malhechor, ahogó la hija el mayor sentimiento que nos ha dado la naturaleza y acordó convertirse en criminal, asesinando sin escrúpulos a su padre. Con una premeditación espantosa empezó a poner en práctica los preparativos; los detalles son todavía más abominables que el hecho concreto de matar.

Contagiada por los deplorables principios de su amante, y aleccionada en los secretos de aquel arte destructor, se ejercitó la marquesa en inauditos experimentos a fin de alcanzar con más seguridad la ambicionada meta. Los primeros experimentos los hizo con animales. Como su finalidad estribaba en las personas no se conformó con ellos. Por ello, decidió aplicarlos a seres humanos.

Un día repartió galletas envenenadas entre los pobres ingresados en el «Hotel de Dieu» con el fin de comprobar con sus propios ojos los resultados producidos por aquel mortal regalo en los enfermos. Su inteligencia, no obstante, le impidió hacerse cargo personalmente de los efectos y síntomas producidos por el veneno. Así que decidió nuevamente hacer una segunda prueba en su propia doncella, dándole a probar un plato con jamón y frambuesas envenenadas. La infeliz muchacha enfermó hasta el umbral de la muerte… pero sobrevivió. Sainte Croix comprendió que a su veneno le faltaba todavía un ingrediente para que tuviera pleno éxito.

La marquesa de Brinvillers repitió sus experimentos con otras personas para estudiar metódicamente los efectos del tóxico en diferentes cuerpos.

Madame de Sevigné, excelente cronista de aquel tiempo, cuenta en una de las cartas a su hija los experimentos de la Brinvillers: «La Brinvillers obsequiaba de vez en cuando a sus invitados con pastas envenenadas. No lo hacía con la intención de quitarles la vida, sino para observar la reacción del veneno. Pero algunas personas murieron realmente por su causa. También el caballero de Guet había ingerido una comida así en su casa. El veneno le iba consumiendo lentamente. Cuando la desgracia era inminente hizo preguntar si todavía seguía con vida. Cuando le comunicaron que aún vivía, dijo:

«Realmente dispone de una vida resistente.»

»El señor de La Rochefocauld me contó este hecho como una cosa cierta.»

Endurecida por aquellas crueldades y segura ya después de tales prácticas de alcanzar el fin propuesto se decidió a ejecutar su plan con la víctima elegida. No le sería difícil hallar el momento propicio para llevarlo a término. Como buena alumna de Sainte Croix, había aprendido tanto en el arte de fingir que no le fue nada difícil apaciguar el malhumor de su padre, resultado de su mal comportamiento. Así que éste volvía a mostrarse completamente confiado. Desde que su amante fue encerrado en la Bastilla había mostrado un comportamiento tan teatralmente sumiso que su padre había hecho nuevamente las paces con ella. Como seguía obrando con la mayor cautela, no infundió sospechas la continuidad de sus relaciones con Sainte Croix, recuperando con ello el cariño y la confianza ilimitada de su padre.

Cuando un buen día decidió éste marcharse a disfrutar unas tranquilas vacaciones en su residencia campestre de Offemont, deseando descansar del pesado trabajo de su cargo, tuvo que acompañarle la marquesa. Ésta se había hecho imprescindible para el anciano. A su hija le había confiado totalmente todas las preocupaciones de su viejo y ya cansado cuerpo, gastado por el trabajo. Sin ella no deseaba disfrutar de ninguna alegría. De su brazo deseaba el viejo d’Aubray dar sus paseos y solamente con ella quería compartir las delicias de su estancia campestre.

En aquel lugar apacible y tranquilo, bajo las más emotivas caricias paternales, la hija entregó a su progenitor el cáliz de la muerte. Para no inspirar la menor sospecha fue ella quien desde un principio se hizo cargo del cuidado y servicio de su padre. ¿Quién mejor que una hija tan cariñosa hubiera podido cuidar y atender el más mínimo deseo de tan cara existencia? Ella misma vigilaba la confección de cada uno de los alimentos a él destinados. Y era ella quien se los servía por su propia mano. Ningún rasgo de su cara delataba el descomunal crimen que, desde el fondo de su alma, estaba decidida a cometer. No obstante, aparentaba estar preocupadísima multiplicando los cuidados y la vigilancia de su padre para cuya destrucción ya tenía preparado el veneno.

Por fin se creyó suficientemente segura para llegar al final de su obra. Derramó el veneno preparado por su galán en la sopa y se la dio a comer con la máxima solicitud.

No tardó mucho en producir su efecto la terrible pócima. El señor d’Aubray experimentó fuertes vómitos y dolores de estómago. Un calor infernal quemaba sus intestinos. Con el pretexto de asistirle y darle personalmente los medicamentos no dejaba de vigilarle un solo instante, observando con tensa expectación los efectos del veneno. Su único deseo consistía en que la muerte se produjese cuanto antes, pues abrigaba el temor de que la fuerte complexión del desdichado pudiera resistirse al mismo. Pero ni un solo gesto de su rostro dejaba entrever su satánico propósito. Antes bien, tenía el aspecto de estar profundamente afectada por el estado de su padre. Por expreso deseo del mismo, fue trasladado a París, donde esperaba la salvación por medio de su médico particular. Pero a los pocos días hubo de sucumbir al poder de tan terrible veneno. El pobre viejo murió bajo los más atroces dolores.

Nadie podía imaginar los verdaderos motivos de la súbita muerte del padre de la marquesa, y, por ello, a nadie se le ocurrió analizar sus intestinos. Expresaron a los hijos su más profundo pesar por la dolorosa pérdida. La hermosa y apesadumbrada hija era la que más palabras de condolencia recibía, pues su bien representada pena, detrás de la cual se ocultaba su gran alegría, tenía todas las trazas de verdadera autenticidad. Todo el mundo creía que su sentimiento era mucho más profundo que el del resto de sus hermanos. Se consolaba de la molesta obligación de seguir con el luto en los brazos de su amante con quien planeaba la forma de utilizar la herencia del difunto.

Pero la parte de la herencia que le tocó a la marquesa no correspondía a la cuantía que ellos esperaban. La mayoría de los bienes los compartía el mayor de los hermanos, que siguió al padre en su empleo, con el menor, consejero del Parlamento. Sainte Croix y la marquesa, por tal motivo, sólo vieron realizado su plan a medias. Habían de caer todavía dos cabezas más para llegar a poseer toda la fortuna y las posesiones que esperaban heredar cuando planearon el asesinato del señor d’Aubray. Por lo tanto, decidieron la muerte de los dos hermanos. El derecho de prioridad en la herencia paterna, que las leyes y los tratados familiares concedían a los hijos, se convirtió en aquel caso en una sentencia de muerte. Sainte Croix se hizo cargo esta vez personalmente de la ejecución del plan. Era suficiente para él que la marquesa hubiera cometido el asesinato de su padre, con ello se aseguraba su silencio, así como la conformidad en el crimen que pensaba efectuar. Lo que restaba por hacer quería realizarlo él mismo.

Dos subalternos que tenía bajo su nómina le parecieron los colaboradores ideales. Uno de ellos, llamado Martín, que procedía de la misma provincia que él, lo tenía empleado en su casa realizando algo así como el cargo de administrador. A este individuo podía encomendarle los asuntos más estrafalarios. Estaba seguro de que no se amilanaría ante ninguna dificultad si se trataba de cometer un crimen. La acuñación de moneda falsa era su negocio principal. El tiempo restante lo empleaba en un desenfrenado libertinaje. En fin, un sujeto digno de servir a tal señor.

El otro, que ostentaba el original nombre de La Chaussée, era su criado y poseía todas las cualidades para gozar plenamente de su confianza.

La Chaussée fue elegido como instrumento. La marquesa encontró la oportunidad de que entrara a servir en casa de sus hermanos, que vivían juntos. Ocultó astutamente, a manera de precaución, que aquel hombre había estado anteriormente al servicio de Sainte Croix. Del mismo modo ocultó con el mayor celo la convivencia con su amante.

Se acordó que el primer ataque fuera dirigido contra el Intendente. A La Chaussée se le prometieron cien pistolas además del compromiso de mantenerle durante el resto de su vida, si conseguía eliminarlo felizmente de su camino. El ímpetu con que realizó su misión estuvo a punto de desarticular tan bien preparada intriga. Anhelante el criado por cumplir lo antes posible su misión, y con la intención de evitar un fracaso, empleó una dosis de veneno demasiado fuerte. Llevó al intendente un vaso de agua y otro de vino, envenenado. Pero, apenas éste se llevó el vaso a los labios, retrocedió asustado gritando: «¿Qué es lo que me has dado? ¡Creo que quieres envenenarme!» Dio el vaso a su secretario quien, con una cuchara, probó un poco de líquido y respondió: «Tiene un gusto amargo y huele a vitriolo». La menor vacilación por parte del criado lo hubiera descubierto todo. Pero raramente les falta a esta clase de criminales la serenidad necesaria. Sin demostrar alteración alguna se apresuró La Chaussée a coger el vaso de vino y lo vació dentro del agua que llevaba en el otro vaso. «Seguramente -dijo-, con la prisa habrá ido a parar a mis manos el vaso en el que acaba de beber la medicina su hermano el procurador. Posiblemente tiene por ello este sabor amargo». Rápidamente trajo nuevas bebidas frescas, saliéndose de su fracaso con una ligera reprimenda por su negligencia, no ocasionando este incidente ninguna clase de sospecha.

Aunque fallara en su primer intento, y a pesar del grave peligro que corrió, los confabulados no desistieron de su siniestro plan. Únicamente para poder ejecutarlo con más seguaron las debidas precauciones, aun con riesgo de perjudicar a varias personas más a quienes, en realidad, no iba destinado.

En los comienzos de abril de 1670 el Intendente se dirigió a su finca de recreo en Villequay en Beaussée para disfrutar sus vacaciones de Pascua. El consejero, acompañado de La Chaussée, viajaba también con su hermano. Un día, un grupo de siete personas se encontraba celebrando una fiesta; algunas de ellas, repentinamente, se encontraron enfermas después de la comida. Fueron los que comieron una pasta de Ragua que había sido servida durante la comida. Los que no lo habían probado se encontraban en perfecto estado. El Intendente y su hermanos el concejal fueron los primeros que notaron los síntomas del veneno, sobreviniéndoles grandes vómitos. El día 12 de abril regresaron a París, los dos con la cara demacrada y muy pálidos, dando la sensación de que acababan de levantarse de una larga y penosa enfermedad.

Aquel fue el momento escogido por Sainte Croix para asegurarse los derechos que, había asignado a su propia persona en aquellos crímenes. Se hizo librar por la marquesa dos pagarés de 30.000 y 25.000 pesetas respectivamente, uno a su nombre y otro a nombre de Martín. Esta fue la suma que la marquesa pagó por la muerte de sus hermanos.

El Intendente, entretanto, se encontraba cada día peor. Experimentaba un asco invencible a los alimentos y los vómitos no cesaban. Tres días antes de su muerte sintió tan terrible fuego en el estómago que parecía le había de consumir totalmente. Por fin, el día 17 de junio expiró. Al practicarle la autopsia encontraron el estómago y el duodeno completamente negro y carcomido así como el hígado también en las mismas condiciones. No cabía duda ya. Forzosamente tenía que haber sido envenenado. ¿Pero de quién iba a sospecharse? Realmente no se sospechaba, ni remotamente, de nadie.

La marquesa fue suficientemente prudente de hallarse durante aquel tiempo ausente, instalándose en otro pueblo. Sainte Croíx le comunicó el fallecimiento de su hermano el Intendente con una postdata, diciendo que el estado del consejero hacía esperar que pronto seguiría a su hermano.

Efectivamente, en el consejero se manifestaron los mismos síntomas de su hermano, pero todavía tuvo que sufrir otro mes. Intensamente molesto, y siempre atenazado por fuertes dolores, no se encontraba cómodo en ninguna posición. Su cama se convirtió en una tortura y la muerte en su liberación. Tan pronto abandonaba el lecho, pedía nuevamente que le volvieran a meter en él, tratando de hallar un alivio, si bien sólo pudo hallarlo cuando expiró. Al practicarle la autopsia encontraron su estómago e hígado exactamente igual que el de su hermano. Nadie pudo imaginar que fuera Chaussée su asesino. Es más, el difunto le legó en su testamento la cantidad de 300 libras, que le fueron entregadas sin ninguna dificultad.

Sin embargo, la sed de dinero de la marquesa todavía no estaba saciada. Hasta aquel momento, había estado trabajando a medias para su hermana, con la que tuvo que partirse la herencia de los difuntos. Para verse en posesión de todo, había de liquidarla también a ella. Su obra quedaba incompleta, si después de los asesinatos cometidos, no añadía un cuarto. Realmente no dejó de intentar eliminar a su hermana con el mismo procedimiento. Pero ésta, horrorizada por los tres horribles casos precedentes, que se habían sucedido tan rápidamente en el seno de su familia, estaba alerta, logrando evitar todo acercamiento con una sabia guardia.

Más perjudicado resultó el esposo de la marquesa. Madame de Sevigné informa en otra de sus cartas: «La señora de Brinvillers deseaba casarse con Sainte Croix. Para conseguir este plan suministró, en repetidas ocasiones, veneno a su marido. Sainte Croix, por su parte, no quería casarse con una mujer semejante, que le igualaba en atrocidades, y trató de encontrar el modo de impedir sus anhelos, suministrando al marqués el contraveneno adecuado. Así fue cómo el desgraciado marido pudo seguir conservando la vida, aun siendo juguete de los dos monstruos, luchando el uno por matarle y el otro por salvarle».

Sin embargo, se hablaba genéricamente en la sociedad parisiense de los tres casos de muerte ocurridos en tan corto espacio de tiempo. Los hechos, tal como se desarrollaron no dejaban ninguna duda de que también el padre fue envenenado, al igual que sus dos hijos. Pero, sobre la identidad del asesino, solamente se tenían vagas suposiciones. En Sainte Croix no recayó la más mínima sospecha. Todo el mundo creía que sus relaciones con la marquesa habían terminado hacía tiempo. Por lo tanto, ¿con qué fin había de ser él quien cometiera tales crímenes? Tampoco sobre La Chaussée recayó ninguna sospecha.

Fue por mera casualidad como, por fin, se descubrió el infernal complot. Cierto que Sainte Croix ya había alcanzado su objetivo respecto a la familia d’Aubray. Pero para un hombre que, una vez conseguido un deseo, todavía deseaba más, que poseía un arte que ofrecía medios tan fáciles para llegar a la realización de sus fines, tenía éste tal atractivo que no era posible dejarlo de lado, después de haber recogido los frutos de su primer experimento. Al contrario, se dedicó entonces con mayor intensidad al estudio de los venenos.

En la alta sociedad, existían, en aquella época, más solapados bribones que deseaban heredar por la vía más rápida, sin necesidad de esperar el camino normal. Sainte Croix se dedicó a la fabricación de tóxicos en gran escala. Los venenos que elaboraba eran tan finos en su perfección y tan poderosos que podían ocasionar la muerte con una sola inhalación. Por cuyo motivo utilizaba, durante el tiempo de su elaboración, una máscara de cristal, que le protegía contra los vapores venenosos. Pero, en cierta ocasión, se le desprendió la máscara de la cara cayendo al suelo y rompiéndose. Los vapores fueron la causa de que quedase muerto en el acto.

Todo el mundo ignoraba si existían parientes del difunto. La Superioridad hizo sellar las habitaciones y sus pertenencias, ordenando se hiciera un inventario de todas sus cosas. Entre otras, salió a relucir una arquilla; al abrirla, mostró en su interior un escrito con el texto siguiente:

«Pido encarecidamente a aquellos que lleguen a poseer la presente arquilla, tengan la amabilidad de entregarla personalmente a la marquesa de Brinvillers, que vive en la Nueva calle de San Pablo; todo lo que contiene la misma, hace referencia a dicha señora y es de su exclusiva propiedad; aparte del interés que pueda suponer para ella, a nadie puede beneficiar.

»Ahora bien, en el caso de que dicha dama hubiera ya fallecido, suplico no abran la arquilla ni examinen su contenido, quemando, en cambio, el contenido de la misma.

»Para que la persona a quien caiga en sus manos la arquilla, no dude que todo debe realizarse como digo, juro ante Dios, al que adoro, y ante todo aquello que me es sagrado, que se considere ésta como única verdad. Pero si desatendiera esta persona mi ruego, a pesar de mis claras y bien meditadas disposiciones, hago responsable a su conciencia, en este y en el otro mundo, declarando que esta es mi última voluntad. Escrito en París, el 15 de mayo de 1672, por la tarde.

»Firmado: De Sainte Croix.»

Más abajo se leía: «Paquete destinado al señor Penautier quien deberá hacer la entrega».

A pesar del deseo del difunto, no dudó la Superioridad en examinar el contenido de la arquilla en cuestión.

La descripción de los tesoros confiados a la protección divina, y a todo lo sagrado, figura en el siguiente inventario:

1) En el interior de dicha arquilla se encontraba un paquete, sellado por ocho distintos escudos, con la siguiente inscripción: «Papeles que deben ser destruidos después de mi muerte, ya que no pueden ser útiles a nadie. Ruego encarecidamente que así se haga y apelo a la conciencia de quienes llegue a sus manos que lo hagan sin abrirlo».

Dentro de este paquete, había otros dos más pequeños que contenían sublimado de mercurio de plata.

2) En otro paquete sellado, también con seis sellos de distintos escudos y con idéntica inscripción, se encontró otra media libra de sublimado de mercurio de plata convenientemente preparado.

3) En un tercer paquete, igualmente sellado y escrito, aparecían tres más pequeños, conteniendo el primero media onza y el segundo dos onzas de sublimado de mercurio de plata y un cuarto de libra de vitriolo romano; contenía el tercer paquete un preparado de vitriolo calcificado.

4) Una botella grande cuadrada que contenía un líquido transparente, en el que, según explicación dada por el doctor Moreau, no podía distinguirse nada, hasta que no se hubieran realizado varias pruebas con la misma.

5) Otra botella pequeña con el mismo líquido, en cuyo fondo se encontraba un pequeño poso blanco.

6) Un pequeño recipiente de porcelana en el que había tres o cuatro onzas de opio preparado.

7) Un papel doblado en el que se hallaban dos dragones de sublimado corrosivo de mercurio.

8) Una lata con piedra de fuego.

9) Un papel con una onza de opio.

10) Un trozo de tres onzas de Regulus Antimoni.

11) Un paquete con polvos, en cuyo dorso estaba escrito:

«Para aplacar la sangre de las mujeres». El doctor Moreau dice que «estaba hecho de capullos exprimidos y hojas de Quitte.»

12) Un paquete con seis sellos, inscritos igual que los demás en el que había 27 trozos de papel con la siguiente inscripción:«Distintos extraordinarios secretos».

13) Un paquete, con la inscripción arriba indicada, que contenía seis nuevos paquetitos etiquetados y listos para enviar a su correspondiente destinatario con setenta y cinco libras de mercurio sublimado.

A esta lista de venenos se añadía un informe que los médicos efectuaron después de haber hecho los experimentos pertinentes.

«El veneno artificial, creado por Sainte Croix, se excluye de todos los experimentos que se hagan con él. Está tan disimulado que no es posible reconocerlo; es tan fino que burla toda la sabiduría del médico.

»Los experimentos normales con venenos se efectúan bien con personas o animales. En el agua, el veneno es conocido por la gravedad con que se precipita hacia el fondo. En el fuego, es eliminado y destruido todo cuerpo extraño. Resta solamente una amarga y fuerte materia como residuo. En los animales su huella se nota por todo el cuerpo, esparciéndose por todas partes, corroyendo los intestinos. Con los venenos de Sainte Croix es nula toda experiencia; las reglas resultan inciertas y las deducciones irrisorias. Los variados venenos flotan sobre el agua, en la prueba del fuego solamente dejan una dulce e inofensiva materia como residuo y penetran éstos tan sabiamente en los cuerpos de los animales que resulta totalmente imposible localizarlos. Se han efectuado toda clase de experimentos con ellos. En primer lugar, se virtieron un par de gotas del líquido de la botella sobre agua de mar. Pero el caso fue que no se precipitaba hacia el fondo del recipiente. Se hizo otra prueba, se virtió un poco del agua en cuestión, sobre un recipiente con arena candente, pero no quedó ninguna materia de gusto fuerte como residuo en la arena. El tercer experimento se hizo con una gallina de las Indias, una paloma y un perro. Estos animales murieron rápidamente. Pero al día siguiente, cuando los abrieron, no pudieron encontrar nada sospechoso, aparte de un par de gotas de sangre, fluidas en el ventrículo. Todavía se efectuó otro experimento, con los polvos blancos, en un gato, haciéndole comer algo con ellos. ]este vomitó durante media hora y murió al próximo día. Cuando se le abrió, no pudo observarse, en ninguna parte del cuerpo, la menor señal producida por el veneno.

»Otro experimento con los mencionados polvos se hizo con un palomo, que murió poco después de ingerirlos. Al analizarlo, sólo se encontró un poco de líquido rosado en el estómago.»

De este documento podemos deducir lo mucho que se había perfeccionado Sainte Croix en la elaboración de venenos.

Además de tan horribles tóxicos, la arquilla contenía todos los papeles que, para desgracia de la señora de Brinvillers, hacían referencia a ella personalmente.

No solamente se encontraron en ella todas las cartas que dicha señora escribió a Sainte Croix, sino que también fue hallado el pagaré, librado por ella a su amante, por valor de 30.000 libras.

En una de sus cartas escribía la marquesa:

«Decidida a poner fin a mi vida, he tomado esta noche un poco de lo que su amable mano me ha indicado. Está hecho según receta del farmacéutico Glazer. Ya ve que puedo sacrificar mi vida por usted. Pero no desisto del deseo de poderle ver otra vez, en cierto lugar, para darle mi último adiós».

Probablemente aquello fue solamente una amenaza, que pertenece al vocabulario normal de los enamorados enfadados y no es más que la señal de una próxima reconciliación. No obstante, deducimos que, entre estas dos almas tenebrosas, unidas por los crímenes más infames, no siempre reinaba la mayor armonía.

La marquesa se enteró, al mismo tiempo, de la muerte de Sainte Croix y del precinto judicial de todas las pertenencias del difunto. Inmediatamente, el dolor por la muerte de su amante, fue relegado a segundo término ante la inquietud que le produjo el precinto judicial de todas sus pertenencias. El amor que aquellos dos seres siniestros habían experimentado el uno por el otro, es muy probable que se hubiera enfriado. Y la fatal arquilla no dejaba lugar para pensar en cualquier otra cosa. Los pasos y gestiones que realizó para apoderarse de ella, nos lo demuestran las siguientes testificaciones:

Pierre Schreiber, escribiente del Comisario Picard, quien se cuidó de poner a buen recaudo los efectos del difunto Sainte Croix, dijo durante su declaración: «La marquesa de Brinvillers vino, por la noche, muy excitada, a casa de mi señor, tratando de obtener una entrevista con él. Yo le respondí que mi señor estaba ya en la cama. Sin importarle, exigió que comunicara al comisario que había venido a recoger la arquilla que se, encontraba entre los bienes precintados de Sainte Croix y, por ser de su pertenencia, debía devolvérsela sin abrir. El comisario Picard me encargó que le comunicara que ya se había ido a acostar. Al verse obstaculizada, dijo que a la mañana siguiente enviaría una persona para recoger la arquilla. Seguidamente se marchó con la misma excitación».

Otro testigo, apellidado Cluet, testificó: «La marquesa de Brinvillers dijo, en una ocasión, que su hermano mayor no era hombre digno. «Si me hubiera empeñado en liquidarle -añadió-, ya lo habría podido hacer hacía tiempo, cuando todavía era intendente en Orleans, habiéndole podido asesinar mediante dos gentilhombres, mientras iba de camino hacia dicha ciudad». Si había correspondido a Sainte Croix fue únicamente tratando de que le entregara la arquilla. Gustosa pagaría 50 luises de oro a la persona que, después de muerto, se la devolviera».

«No deseaba que nadie viera su contenido. Hay cosas de importancia, pero solamente atañen a ella personalmente.

»Contestando aquellas palabras le comuniqué que el comisario Picart había dicho que había encontrado cosas muy interesantes en ella. Al oír mi contestación, se sonrojó intensamente y trató de llevar la conversación por otros derroteros. Me tomé la libertad de preguntarle si ella había tomado parte en los envenenamientos que se sospechaba había efectuado Sainte Croix. A esto contestó con notoria excitación: «¿Por qué yo, precisamente?» Al mismo tiempo, visiblemente confundida y sin saber bien lo que decía, añadió: «He perseguido durante mucho tiempo a Sainte Croix tratando de conseguir la arquilla. ¡De haberla obtenido a tiempo, le hubiera hecho ahorcar!» Así me habló la marquesa.»

Ésta se dio muy pronto cuenta de que era imposible hacerse con la arquilla; en manos de la Superioridad, resultaba imposible que le fuera entregada, sin antes ser registrada. Para sustraerse a un posible arresto, tomó la decisión de huir. Con la mayor celeridad, abandonó repentinamente Picpus, donde residía entonces, durante una noche oscura y nublada. Con la ayuda de su hermana menor, huyó a través de Alemania e Inglaterra hacia Lüttich.

Antes de su partida, encargó a su administrador que se presentara, en nombre suyo, ante la Comisión de requisa. Ésta reseñó lo siguiente en el protocolo: «Se presenta Alexandre La Mare, como administrador de la señora Marie Margaret d’Aubray, marquesa de Brinvillers, declarando que si en la arquilla aparece un escrito firmado por dicha marquesa de Brinvillers, comprometiéndose a pagar la suma de 30.000 libras, se debe a que le fue arrancado con astucia y valiéndose de la sorpresa, por lo que desea se tome en cuenta su deseo de considerarlo nulo y sin efecto.»

Tales precauciones dieron motivos más que suficientes para sospechar de la marquesa, suponiéndose que ésta había actuado juntamente con Sainte Croix. No obstante, aquellas pruebas no eran suficientes para arrestarla.

Más tarde los jueces recibieron nuevos datos, aportados por mediación de La Chaussée, quien, con sus imprudencias, se había puesto en poder de la justicia. Éste presentó una demanda, ante la Comisión de Incautación, de los efectos de Sainte Croix, reclamando sus propiedades. «Durante los siete años que estuve a su servicio -así lo afirmaba-, me entregó cien pistolas y cien ducados de plata para que me los guardara y deben de estar en una bolsa de lino, detrás de la ventana de su dormitorio. Ha de existir forzosamente una declaración escrita de Sainte Croix atestiguándolo. También se encontrará, en el mismo lugar, una cesión de 300 libras a nombre de La Serre, que él obtuvo a su tiempo del legado del consejero Aubray, además de tres recibos de su señor, de 100 libras cada uno.»

Exigió tanto estos documentos como la devolución de su dinero.

Estas peticiones de cosas tan especiales, que, además eran ciertas, suscitaron la sospecha de que La Chaussée debía tener un absoluto conocimiento del gabinete de Sainte Croix. Era casi seguro que solamente los más íntimos debían tener acceso a este gabinete, puesto que en él era donde se dedicaba a componer los venenos y donde hacía sus experimentos. Resultaba de todo punto imposible que gozase uno de su confianza, a no ser que estuviera complicado también en sus crímenes. La Chaussée, por lo tanto, con esa demanda, hizo recaer sobre él grandes sospechas, que fueron en aumento al demostrar un gran nerviosismo, cuando le hicieron saber los atroces descubrimientos que se habían hecho.

La señora de Villarceau, viuda del intendente d’Aubray, encontró indicios suficientemente sólidos para acusarle del asesinato de su marido por envenenamiento. Inmediatamente se procedió a dar la orden de detención. Al amanillar a La Chaussée, se halló veneno en sus bolsillos.

El proceso dio comienzo con las testificaciones de Lorence Perrete, un aprendiz de la farmacia Glazer, quien declaró: «He visto muy a menudo a Sainte Croix acudir, acompañado de una dama, a visitar a mi señor. Un lacayo de dicha señora me dijo: «esta es la marquesa de Brinvillers». Apuesto mi cabeza que, en aquella visita a Glazer, sólo acudió para que le compusiera su veneno. El coche lo dejaba cada vez a más distancia de la farmacia».

El segundo testigo fue Armande Huet, hija de otro farmacéutico, que tenía libre acceso a la casa de la marquesa de Brinvillers, a donde acudía con bastante frecuencia. Declaró lo siguiente: «Un día, hallándome en el gabinete de la marquesa, entró ésta, completamente bebida, a dormir la borrachera. En aquel estado, fue lo suficientemente imprudente para mostrarme una caja que sacó de un cofrecillo: «Aquí hay algo -me dijo- con que se puede uno vengar de sus enemigos. También es muy conveniente en cuestiones de sucesión de herencias». Yo reconocí su contenido como mercurio sublimado, parte en polvo v arte en masa. Debido a que la marquesa despertó al cabo de seis o siete horas de sueño, habiéndose disipado los efectos del alcohol, le conté todo lo que me había dicho. «Fueron cosas dichas al viento» respondió. Sin embargo, me recomendó absoluto silencio. Seguidamente guardó su cofrecillo con gran cuidado; me rogó que, si moría, lo tirara inmediatamente al fuego. Un día tuvo un contratiempo y, estando muy afligida, se le escapó decir que quería envenenarse. Otro día, que estaba muy enfurecida contra cierta persona, dijo: «Existen medios de sacudiese de encima a las personas impertinentes. Hay algo que, puesto en cierto caldo, produce el mismo efecto que una mortífera bala». También tuve ocasión de ver muchas veces a La Chaussée con la marquesa, sosteniendo una conversación confidencial. «Eres un buen muchacho -le dijo un buen día, acariciándole la mejilla-. Me has hecho grandes servicios.»

Su doncella, Villeray, declaró: «En varias ocasiones, encontré a La Chaussée muy íntimamente con la marquesa. Después de la muerte del intendente, encontré a los dos haciéndose caricias. Dos días después de la muerte del consejero, pude ver cómo la marquesa lo escondía, detrás de la cabecera de su cama, por habérsele anunciado en aquel momento la llegada del secretario del finado, monsieur Cousté».

Este acontecimiento lo admitió incluso el mismo La Chaussée durante el segundo interrogatorio. Tenía que entregar una carta de Sainte Croix a la marquesa y estuvo a punto de ser sorprendido por el señor Cousté con ella. Por ello tuvo que esconderse rápidamente detrás de la cama.

Cluet, que ya había testificado contra la marquesa, añadió«Ya antes del envenenamiento del joven señor daubray, un buen día a la señora de Brinvillers: «Si el intendente supiera que La Chaussée había estado al servicio de Sainte

Croix como criado, estoy seguro de que lo despediría inmediatamente.

»-¡Dios mío! -contestó ella precipitadamente-. Por favor, no diga nada de esto a mi hermano. Creo que lo sacaría a palos de la casa. Y a pesar de ello, veo con agrado que sea él quien se beneficie a su servicio y no otro cualquiera.»

Otros testigos cuentan: «Cuando se preguntaba a La Chaussée sobre el proceso de la enfermedad de su amo, contestaba con un ordinario y despreciativo apodo que le había puesto: «Ya está bastante carcomido, pero todavía nos da mucho trabajo. No puedo decirles cuándo piensa pedir su retiro».

Luego, una vez muerto y ya amortajado, también tuvo para el difunto palabras ofensivas: «Ya está muerto. Ahora lo voy a enterrar. Cuando lo he amortajado, le he zarandeado a gusto. En vida, nunca lo hubiera podido hacer».

Sin embargo, el tribunal no consideró estas declaraciones lo suficientemente acusatorias para poder condenarle a muerte, sometiéndole, no obstante, al primer grado de tortura.

La señora de Vilacrea, viuda del asesinado, apeló contra esta sentencia, ya que el reo podría escapar bien del castigo merecido, si tenía el suficiente valor y aguante para sobreponerse a los dolores de la tortura o reconociendo, o negando los crímenes que se le imputaban.

Finalmente, el tribunal de justicia dictó el 4 de marzo la siguiente sentencia contra La Chaussée: «Declaramos pública y solemnemente que La Chaussée ha sido declarado autor de los crímenes cometidos contra el intendente y el consejero, señores d’Aubray, por envenenamiento, condenándole a que sea atado vivo a la rueda para, seguidamente, ser trenzado en la misma. Antes de ejecutar la sentencia debe ser conducido a sufrir tortura ordinaria y extraordinaria a fin de poder saber, según su declaración, el nombre de los otros culpables. Además, ha sido condenada la marquesa de Brinvillers, quien se niega a comparecer ante los jueces, para ser decapitada.»

Durante la tortura, La Chaussé confesó todos sus crímenes, declarando ser, en realidad, nada más que el instrumento de Sainte Croix, quien le había seducido prometiéndole grandes recompensas: «La primera vez -reconoció- que Sainte Croix me dio veneno, me dijo que lo había obtenido de la marquesa, cuyos hermanos debían ser envenenados por él. Después de haberse consumado el delito, me dijo Sainte Croix que la señora de Brinvillers no sabía nada de aquello, lo que no me parece cierto, ya que ella no solamente me hablaba de venenos todos los días, sino que, una vez cometido el crimen, quiso convencerme para que huyera, entregándome incluso dinero a este fin. El envenenamiento de los dos hermanos d’Aubray lo intenté con agua y con caldo. En el vaso de agua del intendente había veneno rojo y en las pastas que serví, durante la fiesta del señor Villequoy, utilicé el del «agua trasparente».»

De esta declaración se deduce que efectuó varios intentos hasta conseguir envenenar a los dos funcionarios.

«Sainte Croix también -dijo por fin- tenía grandes deseos de envenenar a la hermana de la marquesa. Se esforzó mucho en poder introducir uno de sus sirvientes de confianza, quien debía cometer el crimen. Pero fallaron todos sus intentos. Quizá fue por casualidad fortuita, porque alguien la aconsejó o quién sabe si la señorita d’Aubray sospechaba la verdad, ante las repentinas muertes ocurridas en el seno de su familia, desconfiando de todo y de cuantas recomendaciones pudieran llegarle de parte de su hermana. Sin embargo, apoyó a su hermana en la huida, a pesar de sus crímenes, mandándole constantemente dinero.»

La sentencia de muerte de La Chaussée fue ejecutada seguidamente en la plaza de la Greve.

Todo el peso de la acusación había recaído, después de estas investigaciones, sobre la marquesa de Brinvillers. Todo el mundo estaba convencido de que era culpable. Se pronunciaba con repulsión su nombre. Entretanto, se creía en su huida hacia el extranjero libre del brazo de la justicia. Pero la libre permanencia que conceden los príncipes a ciertos criminales en sus Estados, no rige para aquellos que han ahogado en su alma toda clase de sentimiento humano. La protección concedida por faltas menores, no significa ningún visado para criminales ante quienes tiembla la Humanidad. Deben de ser entregados a la justicia tan pronto son presentados los motivos de la extradición.

Con esta finalidad, enviaron un sargento de la policía montada, llamado Desgrais, hacia Lüttich, acompañado de varios ujieres, con un escrito real dirigido al Consejo de la ciudad, en el cual Luis XIV exigía la extradición de la marquesa para que se pudiera ejecutar la pena a que había sido sentenciada. El Consejo, a quien Desgrais entregó el escrito, junto con una copia del acta de la sentencia, no halló ningún motivo para no autorizarla inmediatamente y proceder a la detención de la señora de Brinvillers. Desgrais era uno de los agentes de policía más eficientes y famosos de París. Muy pronto supo que la marquesa se ocultaba en un convento. Pero no juzgó oportuno sacarla de aquella residencia, usando la violencia. Por un lado, temía el fracaso de su misión y, por otro, pensaba que una detención en el, convento tal vez podría considerarse como una irreverencia al producirse en lugar santo, pudiendo incluso llegar a convertirse en una protesta unánime de la ciudad.

Por lo tanto, decidió emplear la astucia. La marquesa era muy beata, pero esto no la impedía ser muy galante. Sobre esta base, trazó el policía su plan. Con el hábito de monje hizo su presentación a la marquesa: «Soy francés -le dijo- y no he querido pasar por Lüttich, sin antes visitar a la dama que inspira tanta compasión a todo el mundo por su infortunio y, al propio tiempo, la admiración general por su belleza.»

No podía él, por lo tanto, dejar de presentarle sus más fervorosos deseos. Hizo tan bien su papel que muy pronto pudo llegar al punto de poder hablar, graciosa y espiritualmente, sobre el amor. Fue atendido. Un convento es sitio inadecuado para llevar a cabo íntimos encuentros entre dos enamorados. Desgrais propúsole una salida al campo. Su proposición fue aceptada con gusto por la marquesa, la que, desde su retiro en el convento, habría tenido que rechazar el pensamiento de cualquier aventura amorosa. A la mujer criminal, sedienta de compañía de hombre, pareció muy bueno el plan, resultándose además tan picante que, ruborizándose, permitió al insistente monje que preparase la cita a su gusto. Apenas llegaron a la ciudad, el enamorado clérigo se transformó en el cruel sargento de policía, que la entregó a manos de los alguaciles, citados de antemano en un determinado punto.

Con una orden del Consejo, que le facilitaba la libre entrada en el convento, se dirigió Desgrais seguidamente al mismo y se llevó todo lo que encontró en el cuarto de la marquesa. esta estaba muy preocupada por la arquilla que el sargento halló debajo de su cama. Imploró insistentemente que le fuera devuelta inmediatamente. Pero Desgrais resultó sordo a toda súplica.

Finalmente pidió la restitución de unos papeles que, según ella decía, trataban de su confesión. Pero también esto le fue negado. Incluso el respeto que suele tener todo lo relativo al sacramento de la confesión, no pudo convencer a la policía para que devolviese los escritos. Consideraba un deber de su cargo no solamente la entrega de la criminal, sino también de todo aquello que pudiera servir para el esclarecimiento del delito, en manos de la justicia.

La marquesa intentó entonces otro medio para salvarse o, por lo menos, salvar su arquilla. Ofreció a uno de los guardianes dinero para que hiciera el encargo. Como éste Se Mostró dispuesto, le entregó una carta para un tal Theria, con quien había tenido durante su estancia en Lüttich un trato muy íntimo. En esta carta le pedía que acudiera inmediatamente en su ayuda y le librara de las manos del horrible Desgrais, quien la había engañado de manera tan miserable. En una segunda carta le informó de que toda la escolta se componía solamente de ocho agentes, que podrían ser dispersados fácilmente por cinco hombres decididos. En una tercera carta, escribió a su amado Theria que, aunque le resultase imposible libertarla por la violencia, fuera, por lo menos, a tratar, por todos los medios a su alcance, de apoderarse de su arquilla, pues, de lo contrario, estaba irremisiblemente perdida.

Ninguna de estas cartas llegaron a poder de Theria puesto que el guardia reveló la misión que le había encomendado la marquesa. No obstante, se presentó su amante en la ciudad de Maastricht, cuando la detenida iba conducida por aquella localidad, intentando sobornar a la guardia. Subió su oferta hasta mil pistolas, si dejaban escapar a la marquesa. Pero los policías franceses fueron insobornables. Perdidas todas las esperanzas de salvación, quiso la marquesa, desesperada, atentar contra su vida. Con este fin trató de tragarse una aguja; uno de sus guardias observó algo e impidió el suicidio.

Entretanto el Parlamento recibió la orden de que el juez de Instrucción se trasladara a Rocroi para tomar declaración a la detenida, El propósito de dicha orden era evitar un complot a favor de la criminal, que estaba en buenas relaciones con la mayoría del Parlamento, que tuviera tiempo suficiente de pensar sus respuestas o evasivas o que llegara a encontrar consejo en otra parte. El encargo se cumplió satisfactoriamente.

Tan pronto como llegó la marquesa a París, y fue encerrada en la prisión del Parlamento, se dirigió a monsieur Penautier que, como contador de la dieta y del clero de Languedoc, disfrutaba de un gran sueldo, de buenas relaciones y de una mesa lujosa. Por estas causas, gozaba del aprecio general, pudiéndose convertir realmente en protector. Pero llegó a comprometerse tanto en este asunto que necesitó para sí mismo todo el crédito que tenía.

Una carta que le escribió a la marquesa desde la cárcel del Parlamento fue interceptada, lo que le ocasionó grandes contratiempos. En ella le comunicaba, con toda franqueza, el grave peligro que la amenazaba de acabar su vida en el patíbulo y el comportamiento que pensaba adoptar en el interrogatorio. Se había propuesto, escribía, «negarlo todo y no aceptar el menor cargo». Le pedía consejo y le rogaba que hiciera prevalecer su influencia entre sus muchos amigos del Gobierno, para que intervinieran a su favor.

Ya de acuerdo con esta determinación, había actuado en este sentido durante su interrogatorio de Rocroi, rechazando tercamente toda acusación. No quería saber nada de las cartas escritas durante su detención. Tampoco quiso reconocer la arquílla de Sainte Croix, cuando le fue presentada. Referente al pagaré de las 30.000 libras, declaró que se lo había extendido a Sainte Croix a fin de que, presentado éste a sus acreedores como garantía, lograse retirar una demanda judicial contra él. Por ello, él había firmado otro pagaré, por el mismo importe, el cual se había extraviado en uno de sus numerosos viajes.

En la prisión mostraba exteriormente una tranquilidad que interiormente estaba muy lejos de sentir. Conocía el alcance de sus crímenes y se daba perfecta cuenta de que tampoco a los jueces les eran desconocidos. Constantemente flotaba alrededor suyo la imagen de la muerte que la aguardaba. En cuanto solicitaba, con fingida calma, poder jugar una partida de piqué, su único pensamiento era quitarse la vida. Escogió para ello un medio, con el que esperaba eludir mejor la vigilancia de sus guardianes. Se había proporcionado una jeringa de inyecciones, con el tubo muy largo, para podérselas poner ella misma,sin necesidad de ayuda ajena. Pretendía clavársela profundamente en el vientre para perforarse los intestinos. Estaba dispuesta a soportar estos atroces dolores antes de pasar por la humillación de ser ajusticiada por el verdugo, en nombre de la justicia. También se descubrió su propósito, de forma que le fue imposible ejecutar tan extravagante suicidio.

La más importante de las pruebas presentadas contra ella la proporcionó su propia confesión escrita. En ella había hecho constar las más secretas circunstancias de su vida. No existía casi ningún delito del cual no se acusara ella personalmente, como detallaba en su escrito. Ya, en principio, se declara ser pirómana, habiendo incendiado una casa. Por otra parte, conocedora, desde su más tierna infancia, del libertinaje, se entregaba al mismo con el ardor propio de una naturaleza apasionada, como también a la bebida.

Mme. de Sevigné escribe sobre ello en una carta, que figura en la colección con el n.º 269, a su hija Margarita: «La marquesa de Brinvillers manifiesta en su confesión -y se ha comprobado como cierto lo que en ella escribe, y no suele ser así- que, ya en el séptimo año de su vida, había dejado de ser virgen, prosiguiendo ya en su camino de crápula.» Prosigue diciendo que «envenenó a su padre, a sus hermanos y a uno de sus hijos». Incluso, intentando probar un contraveneno, se había tomado un tóxico ella misma. La propia Medea no llegó a tanto.»

Por último, reconoció dicha confesión como escrita de su puño y letra. Esta torpeza, toda una sarta de fecharías, atestigua que la escribió en estado febril. Son una mezcla de habladurías sin sentido que «no se pueden leer sin echarse a reír».

La Brinvillers tiene razón. No se pueden leer sus relatos sin reírse. Pero con la terrible risa del terror, la risa de la burla, del infierno.

Mme. Sevigné sigue diciendo: «No se habla ahora en todo París de otro asunto que del escándalo de la Brinvillers. Se cuenta una y otra vez lo que ella dice, se describe lo que hace, se excitan comentando su manera de comportarse. Parece que tenía anotado el asesinato de su padre en su confesión para no olvidar decírselo al confesor. Debe reconocerse que, en realidad, los pequeños remordimientos de conciencia, de los que teme olvidarse, son francamente admirables.»

La delincuente encontró un defensor muy hábil en el señor Neville, hombre famoso por sus genialidades, por su sabiduría y por la constancia que empleaba, con todas las fuerzas de su saber y poder de persuasión, intentando salvar a su cliente del cadalso. Hizo imprimir su escrito de defensa del cual extraemos los siguientes párrafos, muy interesantes, desde luego:

«La marquesa -decía ya en el principio de la defensa – tenía toda la culpa al dejar que echara raíces en su corazón un amor tan punible y resulta aún más censurable porque eligió al hombre más abominable de todos como objeto de su cariño. Ella lo ignoraba y tampoco lo supo reconocer más tarde. nste supo fingir, logrando ocultar la perversidad de su corazón bajo una máscara de rectitud. Él fue, únicamente, responsable del horrible destino que destruyó la familia de la marquesa. Y con este hombre vicioso, a quien tan tiernamente amó y a quien hizo confidente de sus males, se encontró fuertemente atada, herida por la repentina y triste pérdida de sus queridos familiares, buscando en él consuelo para mitigar su pena.

»Tan dañino malhechor obraba tan cruelmente que, mientras con una mano secaba sus lágrimas, atravesaba con la otra nuevamente su corazón. Éste había jurado el hundimiento de su familia y mantuvo su juramento. Ofendido sensiblemente por la actitud del padre, señor d’Aubray, que le arrancó de los brazos de su amor para dejar que se pudriera en la dureza de la prisión, había ido alimentando desde largo tiempo en su corazón, la más terrible de las venganzas. La codicia de dinero completó, por fin, la decisión que el odio había preparado desde el momento que fue encarcelado. Deseaba, al propio tiempo que daba satisfacción a su inmenso rencor, apoderarse de su gran fortuna. Disponía de dos motores en acción, que fueron suficiente poderosos para poner en marcha los propósitos de un alma tan negra y tan ruin. Es cierto que la fortuna no iba a parar a sus manos, pero la marquesa, a la que tenía dominada por completo, era la heredera y, lo que estaba en sus manos, lo manejaba él a su antojo. Maldijo ella el infortunio que puso estas riquezas en su poder y que tuvo que comprar con tan grandes pérdidas. Desconociendo la cruel mano de quien recibía tan desdichados regalos, hacía responsable a la misma naturaleza de este reparto, que hubiera comprado gustosa a cambio de su vida, si hubiera estado en sus manos … »

En las cartas, halladas en la arquilla de Sainte Croix, no existe muestra ni rastro alguno que la acusen de cómplice en tales perversidades. ¿No habría de haberse encontrado, de ser así, algún indicio, siendo que Sainte Croix guardaba tan celosamente cuando venía de ella? En sus cartas sólo se traslucía una gran confianza en el más tierno amor. Éstas demuestran la impresión de la más verídica pasión.

En ellas se ve reflejado todo su corazón, no pudiéndose hallar el menor detalle que pudiera expresar la más mínima participación de la señora de Brinvillers en estos horribles crímenes. Un asesino tan avispado como Sainte Croix sabía perfectamente que la impunidad de un delito depende de su secreto y que cada confidente, en el tejido de sus intrigas, ha de ser considerado siempre como un punto flaco por donde puede escurrirse fácilmente la verdad. Un criminal de esta calaña solamente se confía a sus más imprescindibles colaboradores y desprecia todos aquellos de quienes se puede temer que, por razón de la misma voz de la naturaleza, se asusten, ya en el primer momento. Si falla quedan descartados los atacados de remordimiento una vez cometida la acción, porque suelen convertirse en delatores.

Sainte Croix, con gran habilidad, supo hacer su mejor elección. No precisaba más que un solo ayudante para cometer sus fecharías. Y éste fue La Chausseé. Finalmente se ha demostrado que tenía razón al descargar sobre él su mayor confianza.

«Si tenemos en cuenta estas objecciones, con las particulares circunstancias de la marquesa, hay que desechar todavía más los motivos de cargo contra ella y hay que reconocer que se trata de la peor intencionada y calumniosa acusación que se podía hacer. Ninguna fechoría, ni tan siquiera la más leve recriminación, ha manchado jamás la sangre que corre por sus venas. Honor intachable y mejor conducta constituyen la herencia de sus antepasados y de todos los que ostentan el apellido d’Aubray. Los gérmenes de esta virtud, ya transmitidos al corazón por ley de nacimiento, han sido valorados por su selecta educación y esmerados cuidados.

»La naturaleza y su mala suerte han intentado derribar estas cualidades. Lo cierto es que la reputación de la marquesa no ha quedado del todo intachable. Pero todos los pasos que han producido una sentencia desfavorable contra ella, fueron solamente la consecuencia de un amor apasionado, que nació de una ofuscación y fueron secundados por la conducta amoral de su marido. Aparte de todo esto, su comportamiento, su carácter encantador y afable estaban tan en contradicción con el crimen que ahora se le imputa que, cuando estos delitos fueron cometidos, no inspiró a nadie la más mínima sospecha. Se le permitió, sin ninguna clase de duda ni obstáculos, tomar posesión de los bienes que, según se dice, adquirió cometiendo tales atrocidades.

»Es una verdadera desgracia que esta lamentable víctima de las calumnias haya de publicar sus debilidades para su defensa que, en otras circunstancias, hubieran sido veladas por el manto del pudor y la vergüenza. únicamente para librarse de un castigo inmerecido, se ve obligada a basar su defensa en sus propios deslices. La fidelidad absoluta, que derrochaba la marquesa hacia un rufián seme ante, su seductor y causante de sus deshonestas acciones, tiene solamente cabida en un tierno corazón. ¿Creen ustedes que un corazón así es capaz de cometer el asesinato de su padre y de sus hermanos? ¿Un corazón que compadece todo dolor y siente las desgracias de los demás como si fueran propias? Pero la calumnia hace, en este caso, una excepción con la marquesa para llevarla al cadalso. En ella han de estar los pensamientos más tiernos unidos con los más crueles, cosa completamente anormal, hasta en los animales salvajes.

»Ciertamente, no se puede negar que, a veces, el amor conduce por senderos incompatibles con los sentimientos familiares, si no está dominado. Sin embargo, teniendo en cuenta que ejemplos así son muy raros, pueden atribuirse tales sentimientos a los celos e incluso a la excesiva vigilancia. Es imposible que la marquesa haya envenenado a su padre y hermanos, para eliminar a un rival. Ni tampoco se puede comprobar que haya atentado jamás contra ninguna mujer. En la correspondencia a su amante, no se observa el menor síntoma de celos. Nunca se quejó verbal ni gráficamente de que su amante compartiera su amor con otra mujer. Asimismo tampoco estuvieron sus relaciones con Sainte Croix bajo una severa vigilancia. A su marido, cuya vida desordenada con toda clase de vicios, causante de su desliz, por su frialdad hacia ella, le importaba un comino sus relaciones con Sainte Croix, no poniéndole, como si se tratase de una extraña, ninguna clase de impedimento a sus goces amatorios. Su padre y sus hermanos no ejercieron ninguna presión sobre ella. Era lo suficientemente inteligente para engañarles. Murieron con la certeza de que las relaciones de la marquesa con Sainte Croix habían terminado hacía mucho tiempo.

»Por todo lo dicho, es imposible encontrar un solo motivo que haya podido inducir a tan sensible y amoroso corazón a cometer tales acciones.

»Sospechas de este calibre hablan a favor de la marquesa. Para repudiar hechos tan claros, pueden exigirse con razón pruebas más contundentes; para que pueda brillar la verdad haría falta un milagro. ¿Pero cuáles son las pruebas que se presentan contra la marquesa para llevarla al patíbulo?

»La más peligrosa de las testificaciones, que han declarado los testigos, es la de Cluets. Pero éste está solo; y un solo testigo no puede ser válido para sentenciar en este caso. Además, parece improbable que una dama de alcurnia haya hecho confidencias a persona tan insignificante. ¿Puede ser éste merecedor de su confianza?

»De los demás testigos, ninguno se ha presentado como testigo ocular. Ninguno puede relatar nada que haya visto con sus propios ojos. Todo lo que dicen son meras suposiciones.

»La declaración de La Chaussée antes de su ejecución, contiene dos partes. Primero declara con seguridad: Sainte Croix le confió que, no solamente no tenía parte la marquesa en el envenenamiento, sino que además lo ignoraba todo. La segunda parte de su declaración se basa solamente en suposiciones y conatos de acusación con los que este hombre indigno esperaba demostrar que cada afirmación de Sainte Croix era una mentira. Que la marquesa hablara con él repetidamente de venenos nos demuestra una vez más que sus pensamientos y su imaginación estaban preocupados con los crímenes, por cuya causa perdió a sus dos hermanos en plazo tan breve. Todo le recordaba aquellos tan trágicos sucesos y, por ello, era el principal tema de conversación entre sus amigos y parientes. Y justamente el hecho de que hablara incesantemente de envenenamientos, constituye otra prueba, que no debe pasarse por alto, y que habla en favor de su inocencia. Sabido es que los criminales no acostumbran a mencionar sus fecharías en la conversación. Esquivan todo cuanto pueda significar un indicio con el máximo cuidado. No suelen estar bastante curtidos; sus remordimientos se despiertan cada vez que se habla de crímenes de los que no son culpables. Temen como a sus propios delatores cada una de sus palabras, sus miradas, incluso cada gesto de su cara. Muy lejos, por lo tanto, debemos estar de utilizar cada conversación que mantuvo la marquesa sobre venenos como base de acusación de su complicidad con Sainte Croix en la ejecución de tan horrendos crímenes; por el contrario, debe ser aprovechada, como muestra de su inocencia.

»No existe el menor indicio de que la marquesa estuviera enterada del uso de los venenos que se hallaban entre sus cartas depositadas en la arquilla. Sainte Croix, acostumbrado a utilizarla para guardar las cartas de su amada y como archivo de sus secretos, eligió también este lugar para guardar sus armas criminales. Ni la marquesa tenía la más remota idea de que su amante fuera un envenenador profesional ni podía pensar que el archivo de sus secretos fuera al mismo tiempo almacén de los venenos más horribles.

»Además, sólo hace falta comparar las fechas de los envoltorios con la fecha del escrito de sus últimas voluntades para llegar a la total conclusión de que Sainte Croix, al dejar a la marquesa en herencia su arquilla, no pensó un solo instante en dejarle también los venenos. Por lo tanto, cuando designó heredera de la arquilla a la acusada, no debía encontrarse en su interior nada más que sus cartas de amor, lo que fue también motivo del legado. Está claro, pues, que la marquesa no tuvo ninguna participación en los envenenamientos. Si reclamó con tanta insistencia la arquilla, no fue para que le entregaran aquella repulsiva colección de venenos, colocados más tarde en la misma y de los cuales no quería saber nada.»

Éste fue uno de los párrafos más agudos con que trató de defender el señor Neville a la marquesa. Pero el hecho de haber muerto envenenados sus dos hermanos estaba ya comprobado en las actas entregadas por un médico, dos cirujanos y un farmacéutico. La complicidad de Sainte Croix, la marquesa y La Chaussée quedó plenamente demostrada al coordinar y completar todas las testificaciones. Las contestaciones de la propia marquesa contienen la prueba más convincente. ]Éstas son sus respuestas anotadas en el acta:

Con motivo de su huida de Francia, habla de ciertas desavenencias con su cuñada. Escribió la confesión, que encontraron entre los papeles de su arquilla, cuando se encontró en país totalmente desconocido, abandonada de todos sus parientes y amigos, en tiempo de tan extremada pobreza que tenía que contar cada céntimo para poder comer, estando su ánimo tan maltrecho que no supo lo que hacía y mucho menos lo que escribía. A la pregunta sobre el primer artículo de su confesión, que se refiere al incendio de una casa, así como sobre seis preguntas más, contestaba siempre con negativas; si lo escribió, debió de ser en un estado de total enajenación de espíritu. Asimismo manifestó su inocencia al serle preguntado si había envenenado a su padre y a sus dos hermanos. A la pregunta sobre sus palabras, «mi hermana no vivirá mucho más», contestó que no fueron debidas a estar enterada de la preparación de un nuevo envenenamiento; se expresó así debido al mal estado de salud de su hermana, cuyas enfermedades, ya entonces igual que en la actualidad, la seguían atormentando. Dijo además que había olvidado en qué fecha escribió su confesión. Añadió que había abandonado Francia por consejo de sus parientes. A la pregunta: ¿Por qué le habían dado sus parientes este consejo?, contestó que fue por lo ocurrido a sus hermanos; confesó además sus relaciones con Sainte Croix, después de ser liberado de su prisión en la Bastilla. A la pregunta de si había consultado con él su propósito de matar a su padre, contestó que ya no se podía acordar de nada más. Tampoco se podía acordar si Sainte Croix le había entregado polvos u otros medicamentos, así como tampoco de que dijera que tenía medios para hacerla rica.

Le presentaron ocho cartas escritas de su puño y letra y le preguntaron a quién las había escrito. Contestó que ya no podía acordarse de ello. Referente al pagaré de las 30.000 libras, que había entregado a Sainte Croix, preguntaron si lo había extendido antes o después de la muerte de sus hermanas. Contestó que ya no podía acordarse. Más tarde dijo que Sainte Croix había pedido prestada dicha suma a un amigo para entregársela a ella, habiéndole entregado entonces ella a cambio el pagaré. Confesó que estuvo tres veces en la farmacia Glazer para consultar sobre su salud. A la pregunta de por qué había pedido consejo a Penautier, contestó que sabía, por mediación de sus amigos, que éste estaba en condiciones de octknarse con energía de sus asuntos.

«¿Por qué -insistieron- añadió que tenía la seguridad de que haría todo lo que le aconsejara?»

En realidad, ni ella misma lo sabía. En su estado actual, necesitaba pedir consejo a cualquiera.

«¿Por qué escribió a Theria que la liberara?» No comprendía qué querían decir con esto. «¿Por qué había dicho, en otra carta a Theria, que estaba perdida si no podía apoderarse de su arquilla?» Tampoco podía acordarse.

Cuando le enseñaron la arquilla de Sainte Croix, dijo que no le pertenecía y que no la conocía.

Basta con leer las contestaciones de la procesada, para darse cuenta de que la verdad, que tanto trata de ocultar, resalta en ocasiones con mayor fuerza. Se observa el fracaso de un alma tenebrosa, capaz de cometer las mayores crueldades sin temblar mientras no teme ser descubierta, pero que, a la vista del juez, pierde toda su intensidad. Se habia propuesto firmemente negarlo todo; la precipitación y el pánico pusieron respuestas en su boca que, contra su voluntad, ponían en evidencia diáfana la verdad, encubierta con tanto tesón y fuerza de espíritu.

Si realmente hubiese sido inocente, no hubiera contestado ante una acusación que tenía forzosamente que sublevar su interior: «No sé que haya envenenado a mi padre ni a mis hermanos.» La simple pregunta hubiera tenido que provocar en ella una respuesta llena de indignación contra sus acusadores, incluso contra el juez. Su propio sentido de culpabilidad la ha desposeído totalmente de escudarse tras un rotundo no y, en su azoramiento, no ha sabido hacer otra cosa que aparentar ignorancia. No sabe si ha matado a su padre y hermanos. Todas sus restantes contestaciones también llevan el mismo sello.

Las declaraciones de la marquesa y las testificaciones presentadas contra ella concluyeron en el Tribunal Supremo.

El 16 de julio de 1676 fue leído, en la convocatoria de la Gran Cámara y en la Cámara Criminal del Parlamento, el siguiente escrito de sentencia contra la marquesa:

«María Margarita d’Aubray, esposa del marqués de Brinvillers, es declarada culpable de haber envenenado a su padre, Drogo d’Aubray, a sus dos hermanos, Antonio d’Aubray, intendente de París, y al señor d’Aubray, consejero, así como de haber atentado contra la vida de su difunta hermana, Teresa d’Aubray. Por todo ello es sentenciada a la merecida pena de tener que ir descalza, atada con una cuerda al cuello y llevando un cirio de dos libras encendido en la mano, sobre un carro, hasta la puerta de la iglesia principal de París, donde hará penitencia. Puesta de rodillas, reconocerá públicamente que, tanto por avaricia como por venganza, envenenó a su padre y a sus dos hermanos y atentó contra la vida de su hermana. De allí será conducida a la plaza de Grive, donde estará montado el patíbulo en que ha de ser decapitada, quemado su cuerpo y esparcidas sus cenizas por el aire. Pero antes deberá ser transportada a la cámara de torturas ordinaria y extraordinaria para que indique sus cómplices.

»Al mismo tiempo, queda desposeída de la herencia de su padre, hermanos y hermana desde el día que se cometieron los crímenes; toda la fortuna será confiscada por las autoridades. Y de la parte de sus bienes, que no entran en la confiscación, deberán abonarse 4.000 libras, como penitencia, al rey; 5.000 libras a la capilla de la prisión del Parlamento para misas por el alma de su padre, de sus hermanos y hermana; 10.000 libras para el sustento de la señora de Villarceau, viuda del seííor d’Aubray, y, además, para el pago de todos los gastos del proceso, así como también los gastos del proceso de La Chaussée.»

La marquesa escuchó la sentencia sin demostrar ningún síntoma de miedo. Pero, al llegar al fin, pidió que se repitiera lo referente al carro, lo que había ocupado, desde un principio, su atención, entreteniendo su imaginación con dicho detalle, por lo que le impidió prestar atención a lo demás. Cuando se la condujo a la cámara de los suplicios y vio tres grandes cubas de agua depositadas allí, gritó: «¡Parece que me van a ahogar, porque no me considero con fuerzas para beberla!»

Hasta aquel momento, había vivido con la esperanza de deslumbrar a sus jueces con una actitud firme, negando simplemente todos sus crímenes. Ahora, ante la tortura, confesó todo voluntariamente.

El señor Pirot, doctor de la Sorbona, con quien se confesó, la acompañó hasta el lugar de la ejecución y posteriormente escribió una narración muy sentimental sobre las últimas veinticuatro horas de la marquesa:

«Solicitó que le dieran la comunión, pero no se lo concedieron. Nunca se da a criminales sentenciados a muerte. Ante esta negativa, pidió pan santificado, como hizo su primo, mariscal de Marsillac, antes de ser ejecutado. Pero también le fue negado porque el crimen del mariscal no fue tan horrible como los cometidos por ella.»

La afluencia de gente, que quería presenciar la ejecución, fue enorme. No solamente la plaza del patíbulo, sino también las calles por donde fue conducida, estaban invadidas por la multitud. En ventanas y tejados se esperaba, cabeza con cabeza, el paso de la envenenadora aristócrata.

El famoso pintor Le Brun se colocó en un lugar estratégico, desde donde la podía contemplar, para poder copiar la expresión de la muerte en su semblante, segundos antes de la terrible y justa ejecución. No le fue posible hallar en su faz lo que buscaba. La marquesa, acostumbrada ya al cuadro de la muerte, por haberla distribuido en varias ocasiones, había conseguido adoptar una dureza tal que incluso la hizo insensible a su próximo y fatal desenlace. Ni por un solo instante perdió su presencia de espíritu de forma que, cuando ya era conducida hacia el lugar de su ejecución, donde la esperaba una humillante y atroz muerte, en la posición más indigna de un ser humano, contemplaba con aplomo lo que sucedía a su alrededor. Abarcó con una fría mirada a un grupo de damas de la alta sociedad, que también habían acudido a curiosear y gritó amargamente: «¡Ciertamente es un gran espectáculo para ustedes, señoras!»

Madame de Sevigné no faltó a la ejecución. En su carta del 17 de julio de 1676 escribió:

«Todo ha terminado ya para la Brinvillers. Ahora ya se encuentra en el aire. Su pequeño y pobre cuerpo fue echado a una gran hoguera, una vez decapitado, esparciendo luego al aire sus cenizas. Ahora la podemos respirar y Dios sabe con qué mezcolanza de venenos nos intoxicará ahora a capricho mediante esta transmisión.»

«Ayer se dictó la sentencia. Esta mañana se la han leído. Quisieron torturarla pero aseguró que no era necesario, que estaba dispuesta a confesarlo todo. Verdaderamente hasta las cuatro ha estado dando una versión de su vida, que todavía es más horrible de lo que se creía. Diez veces consecutivas dio veneno a su padre, antes de que lograra su fin. Cada vez le fingía el cariño más acendrado.»

«Luego exigió hablar con el Procurador General. Estuvo durante una hora con ella. No se sabe lo que todavia pudo contarle. »

«A las seis, vestida únicamente con una camisa, fue conducida, atada con una soga al cuello, a la iglesia de Nuestra Señora para que hiciera penitencia. Luego fue izada nuevamente a la carreta. En este lugar la vi yo misma, echada de espaldas sobre la paja, con una cofia sobre la cabeza, el clé,rigo a un lado, el verdugo al otro. Todos mis miembros temblaron ante aquel cuadro. Aquellos que presenciaron la ejecución aseguran que subió al cadalso valerosamente. Yo, por mi parte, estaba con el buen Deseurs en el puente de Notre Dame. Nunca he visto en París tanta agitación. Si me preguntan a conciencia qué fue lo que vi, he de reconocer que no recuerdo haber visto más que una cofia blanca. Fue un día horroroso. Hoy me enteraré de más detalles y los sabrá mañana.»

«Todavía un par de palabras más sobre la Brinvillers -decía en su próxima carta- Murió como había vivido, con decisión. Camino del patíbulo, rogó a su confesor que hiciera sentarse al verdugo de forma tal, delante de ella, que no tuviera la necesidad de ver al granuja de Desgrais, aquel agente de policía que le había prendado una vez y que, con su falso juego amoroso, la hizo caer en la trampa. Desgrais acompañaba el carro montado a caballo. Debido a que el padre no pudo complacerla, replicó: «¡Oh, Dios mío, ruego tu perdón! ¡Aparta de mí esta horrible visión!» La marquesa sentía mucho más el ridículo de los hechos de su detención que la propia detención que la conducía ahora hacia la muerte.

»Sola, por su propio pie, subió al patíbulo. Tardó todavía un cuarto de hora antes de que los verdugos la tuvieran preparada; los mirones ya empezaban a impacientarse.

»Al día siguiente se recogieron los residuos de su esqueleto, pues el populacho estaba convencido de que era una santa.»

«Antes de su detención -dice- tuvo dos confesores. «El uno -decía-, exige que se lo diga todo. El otro, en cambio, aseguraba que no tenía que hacerlo . Yo -añadió riéndose de esta diversidad de opiniones- puedo hacer lo que me plazca.»

»A ella le ha complacido no decir nada sobre sus cómplices. Penautier, su avalador, sale más blanco que la nieve de este asunto. El público no está satisfecho.»

«.El mundo siempre es injusto -dice Madame de Sevigné en su próxima carta, que sigue hablando todavía de la ejecutada-. También lo fue con la Brinvillers. Nunca se ha tratado un crimen tan horrible de esta manera. No han torturado a la envenenadora. Incluso se llegó a hacerla creer en el indulto de tal forma que llegó a pensar que podría salir con vida. Todavía dijo al momento de subir al cadalso: «Ahora sí creo que ya todo está terminado». Entretanto está por los aires y su confesor asegura que es una santa; iluminada por la luz de la clemencia, penetrada de pena y remordimiento y tan sinceramente convertida, el confesor, en su entusiasmo, llegó a expresar el deseo de estar en su lugar.» El marqués de Brinvillers no fue complicado durante el proceso de su mujer y nadie ha sabido lo que fue de él después de la ejecución.

Madame de Sevigné cuenta todavía que pidió clemencia para su esposa. Seguramente debió buscar paz y tranquilidad en un apartado lugar y también con el objeto de borrar de la memoria del público un nombre, que sirve ahora para evocar los más terribles crímenes. Cuando se habla de envenenar a alguien, se dice textualmente: «Donner un morceau á la Brinvillers.»

El farmacéutico Glazer fue llamado a responsabilizarse durante el proceso por haber entregado a Sainte Croix las materias primas que necesitó para sus aleaciones venenosas. Le costó mucho trabajo conseguir la absolución completa.

Contra el señor Penautier, con motivo de las cartas que le escribió la señora de Brinvillers desde la cárcel, se puso todo en marcha. De su correspondencia se deducía que debía haber mantenido relaciones muy íntimas con la criminal. También sus relaciones con Sainte Croix por el asesinato de su marido. Declaró que el marido, Saint Laurent, recaudador general de clerecia, fue envenenado por el sirviente recomendado por Sainte Croix. Esta mujer asegura que Sainte Croix efectuó este envenenamiento por indicación de Penautier, quien estaba decidido, desde hacía tiempo a apoderarse a la fuerza del cargo que ocupaba su marido, quien se lo había quitado a su competidor. Basó principalmente su acusación en el interés que tenía el señor Penautier en eliminar a su marido con cuya muerte vengaría, al mismo tiempo, al odiado rival y obtendría asimismo uno de los cargos más remunerativos. Trataba de justificar esta mujer que había sido utilizado Sainte Croix para este envenenamiento, especialmente por los lazos íntimos de amistad que unían a Penautier con aquel horrible criminal. «Sainte Croix -decía ésta – recibía de Penautier tanto dinero como para poder mantener una casa, criados, cochero, ete. En una palabra, una lujosa mansión. Un gasto así no se acostumbra mantener con un tercero por simple amistad. Pero, ¿qué motivo podía tener Penautier para llenar de tantas dádivas a Sainte Croix, si no era por los servicios realizados por él con su arte de envenenar? Pero era muy natural que, con la realización de tamaños complots, percibiera una parte de los ingresos del cargo ostentado por su amigo a quien se lo había proporcionado con riesgo de ir a parar a la hoguera. La íntima amistad que existía entre aquellas dos personas era bien conocida. Todo el mundo sabía que no podía vivir el uno sin el otro, que diariamente estaban juntos y que, cuando Sainte Croix no podía acudir, enviaba, por lo menos, a su compinche de atrocidades, Martín, a casa de Penautier. También la relación de su última voluntad, que Sainte Croix hizo a favor de la marquesa de Brinvillers y que se hallaba en aquella enigmática arquilla, es una prueba fehaciente del trato íntimo que le unía con Penautier; a nombre de éste iba dirigida y a éste debía ser entregada.

Finalmente, aseguraba la señora de Saint Laurent:

«Sainte Croix recibió, como premio por sus servicios a Penautier, una asignación muy elevada.» El tal Penautier demostró ser tan listo que hizo desaparecer del interior de la arquilla dicha asignación antes de que se estableciera una relación del inventario.

Estos eran por lo tanto los motivos con los que se quería demostrar que Penautier era cómplice de Sainte Croix, habiendo utilizado el arte del envenenamiento en su propio provecho. Si bien bastaron estos motivos para poner en entredicho su comportamiento y su buen nombre, no podían servir al juez como pruebas para hacerle condenar.

El Parlamento también halló insuficientes dichas pruebas y le declaró inocente de la acusación, restituyéndole en todos sus cargos. Sin embargo, el público sí le sentenció. Se aíirinaba públicamente que no hubiera eludido el justo castigo, si no hubiera repartido dinero a manos llenas. En París se decía de él el siguiente verso de burla:

Si Penautier dans son affaire

n’ha pu trouver que des amis,

c’est quil avoit sou se defaire

de ce qu’il avoit dennemis.

Si, pour paroitre moins cotipable .

Il fait largesse de son bien

c’est qu’il prévoit bien, que sa table

ne lui conterá jamais rien.

Cuando, en 1858, los editores del Nuevo Pitaval se hicieron cargo de las actas completas del letrado parisiense Francois Gayot sobre el caso de la marquesa de Brinvillers, tomaron nota de que hacía cinco años, o sea, en 1853, se hizo el macabro descubrimiento en las ruinas de la casa, que había habitado la marquesa de Brinvillers en París, de tres esqueletos.

Pertenecían éstos a dos hombres y a una mujer joven.

«Este hallazgo de huesos humanos, de un crimen cometido hacía doscientos años de una forma secreta en las celdas del hotel de la envenenadora -decía la «Gazette des Tribunaux»-, había abierto un amplio campo a las suposiciones.»

Los unos creían que estos tristes restos, sobre los cuales cayeron los picos demoledores de los trabajadores, pertenecían a los dos hermanos y a una pariente de la marquesa, envenenados conjuntamente con otras cinco personas, por medio de la pasta de paloma envenenada. Pero esta suposición no es admisible. Las actas del proceso criminal , las declaraciones del lacayo Jean Goulains quien sirvió el día del crimen la mesa y las deducciones ante el texto de la sentencia prueban que el envenenamiento se efectuó en la Misma casa de campo donde anteriormente ya se había efectuado el de d’Aubray, padre de la marquesa. Por lo tanto, no fue en su lujosa mansión de París. Otros opinan que estos tres esqueletos pertenecían a tres de los favoritos de turno de esta mujer fogosa, hambrienta de amoríos que, como una furia, se lanzaba igualmente a las orgías del crimen que a las locuras del amor. Por fin, otros, basándose en los muchos pleitos que tuvo que sostener la marquesa por asuntos de herencias, los cuales sabía decidir tan repentinamente a su favor, opinan con razón que los tres esqueletos sólo pueden corresponder a tres enemigos personales a quienes ella decidió aniquilar.

Otras muchas hipótesis han surgido que derivan en verdaderas novelas. Ciertamente, ya en tiempo de la Brinvillers, creció este caso en proporciones novelescas, tanto por interés como por curiosidad. Ha sido usado también con la intención de avivar esta curiosidad con otros fines; mientras, aquí sólo se reproducen hechos verídicos sacados de las Actas de Frangois Gayot exprofeso para esta Colección.

 


MÁS INFORMACIÓN EN INGLÉS


Uso de cookies.

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies.

ACEPTAR
Aviso de cookies