Juan Carlos Clavijo Jiménez

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Juan Carlos Clavijo

Frankenstein

  • Clasificación: Homicida
  • Características: Abusos deshonestos
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 24 de octubre de 1985
  • Fecha de detención: 4 de diciembre de 1985
  • Perfil de la víctima: María del Carmen Carretero Gómez, 9
  • Método del crimen: Asfixia por sofocación
  • Lugar: Punta Umbría, Huelva, España
  • Estado: Condenado a 16 años de prisión por un delito de homicidio y a un año de prisión por abusos deshonestos el 21 de noviembre de 1986. La condena fue aumentada en 4 años más de prisión el 23 de noviembre de 1987
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Juan Carlos Clavijo – El crimen de Punta Umbría

Margarita Landi

Uno de los sucesos que más conmovieron a los españoles fue la trágica muerte de una criatura, María del Carmen Carretero Gómez, que sólo tenía nueve años, pero representaba catorce, y tuvo la desgracia de apetecerle a un despreciable sátiro, de quien la opinión pública decía que «un ser así no tiene derecho a la vida», frase que pudimos oír repetidamente cuando el fotógrafo Pablo Vázquez y yo llegamos al pueblo onubense de Punta Umbría, cuyo vecindario en su totalidad se mostraba indignado y angustiado, además de temeroso porque «sabían» que andaba suelto un peligroso criminal que la Guardia Civil buscaba afanosamente.

Aquello ocurrió el año 1985 y fue el 24 de octubre cuando a las once de la noche comenzó la alarma, porque a tal hora Mari Carmen no había regresado a su casa, el Hotel Emilio, propiedad de sus padres, sito en la calle Falucho. Familiares amigos, empleados y conocidos se aprestaron a buscarla por todas partes temiendo que hubiera sufrido un accidente.

Fue el padre de la niña quien nos hizo el relato de lo ocurrido durante los nueve días que precedieron al hallazgo del cadáver:

-La buscamos por todo el pueblo y sus contornos, por el campo, por las playas, por la ría; se examinaron todos los pozos y los chalés, hasta algunos cuyos propietarios se desplazaron desde Sevilla, atendiendo a un llamamiento que hizo mi esposa por televisión… Y quiero agradecer públicamente -añadió don José Carretero- la valiosa ayuda que nos ha prestado la Guardia Civil, la Cruz Roja, los bomberos, submarinistas, pescadores, taxistas. A todos les debemos eterno agradecimiento, que muchos no se mataron de milagro, porque iban en sus coches o en sus embarcaciones con la vista desperdigada por todas partes, menos al frente, en su afán de encontrar a mi hija.

También, sin embargo, la familia tenía algunos motivos de queja por ciertas informaciones publicadas sobre algunas cuestiones relativas a la vida íntima, ajenas por completo al triste suceso; por algunas llamadas telefónicas de mala fe, por ejemplo una que vertió esta amenaza: «¡Vais a tener que pagar quince millones de pesetas!», o las que avisaban de que el cadáver de la niña estaba ante la puerta del Ayuntamiento de un pueblo cercano.

El teléfono llego a ser intervenido varios días, ya que tales llamadas daban pie a pensar que pudiera tratarse de un secuestro, ya fuera motivado por deseos de venganza o de interés crematístico, puesto que la familia goza de una buena situación económica, y se confiaba en que alguien llamara para pedir el dinero del rescate.

Doña Carmen Gómez, madre de la niña, había comentado que desde su desaparición recordó el presentimiento que había tenido quince días antes de que le iba a pasar algo malo y le pidió a su hija que no fuera nunca con desconocidos.

-Ella representaba más edad de la que tenía -nos dijo- y cuando la estábamos buscando yo estaba segura de que habría caído en manos de algún maníaco, pero en el fondo tenía la esperanza de que volviera a nosotros viva…

Y el señor Carretero, por su parte, intervino para decir:

-Yo, los primeros días sentí que seguía viva, oí cómo lloraba y me llamaba porque sufría mucho. Pensé que alguno la habría cogido para abusar de ella, pero, claro, era una idea que trataba de rechazar porque me parecía monstruosa… Y es lo que ha ocurrido. ¿Quién habrá sido capaz de cometer este crimen? Yo no le puedo perdonar, ¡no puedo!

Al preguntarle si sospechaba de alguien, respondió:

-Pues sí; pero no puedo acusar a nadie mientras dure la investigación. Creo que debe haber sido alguien que conoce bien nuestras costumbres, todos nuestros movimientos; por ejemplo, debía saber que ese día mi hija no había ido al colegio, yo no estaba en Punta Umbría y había dado permiso al personal de la cafetería que tenemos enfrente del hotel.

Estábamos hablando precisamente en dicha cafetería y nos acompañaba un cuñado de don José, propietario del bar-restaurante La Trama, quien reconocía que se encontraba entre los sospechosos, hasta tal punto que esa misma tarde iba a trasladarse a Huelva para tranquilizar a su madre, ya que ella creía que le «habían metido preso». Se llama José Antonio Real Ron y estaba interesado como el que mas en que fuera capturado el asesino lo antes posible. Entre los dos se iba desgranando la terrible historia, cuya protagonista había sido la infortunada niña que tenía cuerpo de mujer.

Una pequeña casa de la calle San Francisco Javier, que está a unos 20 metros del Hotel Emilio y también propiedad del matrimonio Carretero-Gómez, fue el lugar elegido por el repugnante sujeto para inmolar a su víctima. El actuó con astucia, creyendo que su crimen tardaría muchos meses en ser descubierto, pero no contaba con que podía ocurrir algo imprevisto; y ocurrió. La casa consta de dos plantas, ambas independientes; la planta baja tiene su entrada a pie de calle, con una cancela y un portón interior; a la planta superior se accede por una escalera exterior de terrazo y estaba ocupada por varias empleadas del hotel, mientras que las habitaciones inferiores se destinaban a ser ocupadas por los clientes que en temporada alta no tuvieran cabida en el hotel, que es cuando la población de diez mil habitantes aumenta a más de cien mil.

Me explicaron que en cuanto termina el verano cerraban la planta baja y sólo seguía utilizándose la de encima. Pero al caer la tarde de aquel día 9 de noviembre, que habría de ser determinante para llegar al desenlace del supuesto secuestro de Mari Carmen Carretero, se fundieron los plomos, hubo un apagón y una de las empleadas fue hasta el hotel para pedir que le dieran la llave de la cancela, a fin de accionar el automático que está en el vestíbulo.Nada más entrar notó un olor nauseabundo y regresó al hotel para dar cuenta de ello a los propietarios que, como ella, pensaron que debía tratarse de algún animal muerto.

La empleada volvió a la casa, ya acompañada por un camarero del bar La Traiña, Manolo García, y un primo de la niña, Emilio Delgado Gómez, quienes notaron que el hedor provenía de una habitación cuya puerta estaba cerrada con llave y tuvieron que ir a buscarla al hotel. En cuanto pudieron abrir esa puerta, el aire se hizo irrespirable; a la vista no había nada que justificase ese mal olor. Levantaron una esquina de la colcha de la cama, que llegaba hasta el suelo, y pudieron ver un bulto que parecía «una sandía podrida» rodeada de gusanos.

El joven Emilio no quiso ver más, pero Manolo levantó decidido el colchón, quedándose aterrado al comprobar que se trataba del cadáver de Mari Carmen, la niña que había sido buscada durante tantos días. Naturalmente, los tres salieron de allí despavoridos y la noticia se extendió por el pueblo con la rapidez de la pólvora. Parecía increíble, pues se recordaba que durante la búsqueda se había entrado en esa casa, llamando a voces a la niña, aunque sin abrir puertas y que los perros policía habían pasado por delante sin detectar nada.

Tuvimos que regresar a Madrid y cuando entregué aquel primer reportaje aún no se sabía quién era el autor del crimen, pero parecía indudable que debía ser alguien muy conocido, que estaba al tanto de los usos y costumbres de la familia afectada y, todavía más, alguien que le inspirase confianza a la pequeña, ya que Mari Carmen, de carácter abierto, aunque algo tímida y arisca con los desconocidos, no se iba con cualquiera. Y al decir de su tío José Antonio, «era una niña que sabía defenderse a puñetazos si hacía falta, pues era de complexión atlética y siempre estaba con chicos, ya que tenia mas primos que primas; jugaba al fútbol con ellos y a las canicas, montaba en bicicleta y nadaba como un pez. No le gustaban las muñecas y tenía mucha personalidad».

El cadáver estaba en tan avanzado estado de descomposición que para su levantamiento por orden judicial fue preciso solicitar la cooperación de los bomberos, quienes se vieron obligados a utilizar caretas antigás, y en el suelo de la habitación quedó, como macabro testimonio, una amplia mancha, producto de los humores emanados de los órganos y tejidos en putrefacción. Aún cuatro días después del terrible hallazgo nosotros pudimos percibir el hedor, a pesar de estar las puertas y las ventanas abiertas.

El padre y el tío de Mari Carmen nos habían explicado como se encontraba el cuerpo sin vida:

-Estaba debajo de la cama (camera), boca abajo, con las manos atadas a la espalda y pegada al ángulo que forma la pared, vestida y cubierta con una sábana. A esa cama le faltaba una pata y se le había puesto, para sujetarla, una bovedilla que el criminal desplazó hasta el centro del somier, seguramente para ocultar más el cuerpo, y luego extendió la colcha, haciéndola llegar hasta el suelo.

Ante el detalle de las manos atadas a la espalda, cabe deducir que la infeliz Mari Carmen trató de defenderse de su atacante, pegándole y arañándole, por lo que para dominarla él decidió maniataría. Estaba claro también que la mató porque ella le conocía y le hubiera delatado de haberla dejado con vida. Después de saciarse en ella, la estranguló, se entretuvo en esconderla y salió de la habitación cerrando la puerta con llave… ¿Sería aquella la misma llave que le entregaron a la empleada la noche que descubrieron el cadáver? Y de ser así, ¿la pondría en el lugar debido el mismo criminal?

Preguntas y más preguntas, cuyas respuestas se esperaban con creciente ansiedad. Había dos o tres principales sospechosos; uno de ellos era José Carlos Orla Martín, empleado del bar La Traiña (y lo digo porque él no se ocultaba de decir que había sido interrogado varias veces por la Guardia Civil y hasta de madrugada por varias horas, porque se sabía que estuvo esa tarde jugando a la pelota con la niña, pero decía que cuando se incorporó a su puesto de trabajo había vuelto a verla, que iba caminando, llevando asida por el manillar una bicicleta: «En ese mismo momento oí una voz que procedía de la calle San Francisco Javier -comentó-. Alguien le decía, autoritariamente: ¡Mari armen, deja la bicicleta y ven aquí!».

Se sabía que la pequeña se había encontrado con su primo Francisco Jesús, para devolverle la bicicleta, que era suya, frente al hotel y le dijo que se iba a jugar, según nos dijo también José Carlos Orla, quien añadió: «Recuerdo que unas tres semanas antes oyó decir a alguien esta frase: Antes de que un individuo la viole, la violo yo… Y se refería a Mari Carmen Carretero.»

José Carlos Oria, soltero empedernido por haber sufrido un desengaño, invocaba el castigo de Dios si mentía. En su frente tiene una cicatriz, recuerdo de un accidente de coche por el que perdió la memoria, que recuperó, según nos dijo, después de rezar ante la Virgen del Pilar. Pertenecía a una comunidad cristiana de la localidad y se declaraba profundamente creyente. No rehusaba aquel hombre, entonces marcado por la sospecha, hablar con los periodistas ni dejarse retratar, porque tenía la conciencia tranquila y confiaba en que pronto sería descubierto el verdadero culpable.

En Punta Umbría, a donde tuvimos que viajar tres veces, se palpaba la indignación, la tensión y la impaciencia; sólo se pensaba que de un momento a otro sería detenido el «monstruo» que había cometido el execrable crimen, que sería seguramente quien menos sospechasen. Mientras, en aquella inaguantable espera del vecindario, las investigaciones proseguían sin descanso.

Comprensiblemente, la Guardia Civil y la autoridad judicial tenían que esperar para proceder a la detención del culpable a proveerse de la mayor cantidad de pruebas, siendo las principales aquellas que procedieran de los análisis encomendados al Laboratorio de Medicina Legal de Sevilla y a un gabinete especializado de la Dirección General de la Guardia Civil. Era preciso asegurarse bien antes de hacer una detención, para evitar que a las setenta y dos horas prescritas por la ley, el presunto inculpado tuviera que ser puesto en libertad por falta o fragilidad de pruebas.

Y, eso sí, se suponía que la detención debía hacerse con la máxima discreción, para evitar violentos incidentes, ya que los ánimos de los puntaumbrieños estaban bastante alterados; el día del entierro de la inocente víctima se pudo apreciar bien, así como en la marcha silenciosa que protagonizaron alumnos y profesores de todos los colegios locales, portando ramos de flores para depositarlos ante el nicho en que reposan los restos de la niña sacrificada por un repugnante sátiro.

Cuando ya había transcurrido un mes desde la desaparición de Mari Carmen Carretero, volvimos a ese blanco, simpático y pacífico pueblo onubense que es Punta Umbría y encontramos a la población inquieta por la lentitud con que, a su juicio, se estaban llevando las investigaciones. No se hablaba de otra cosa y la larga espera estaba dando pie a que la fantasía se desbordase.

La gente sentía miedo, porque un asesino andaba suelto y podía ser cualquiera de sus vecinos; las madres acompañaban a sus hijos al colegio e iban a recogerlos a la salida. Una de esas madres, un día se llevó un susto tremendo, según nos comentó un maestro: «Al no ver salir a su hijo de la escuela se puso histérica, gritó desesperada, porque creía que alguien se lo había llevado para hacerle lo que a la niña, cuando lo cierto era que el pequeño se había retrasado en el interior del Centro por algo que requería su atención.»

A toda esta inquietud, a toda la indignación sentida por la muerte atroz de la niña, sucedía el desaliento, la sospecha de que nunca se llegaría al esclarecimiento total de los hechos, porque lo que antes parecía que era, ya no lo era, porque el -caso ya se presentaba como un embrollo difícil de desenredar.

Se sabía que cuando el cadáver, en avanzado estado de descomposición, fue sometido a la diligencia de la autopsia en una pequeña dependencia del cementerio municipal por la doctora Africa Manzano, forense adscrita al juzgado de Instrucción n.º 2, según informó días más tarde el gobernador civil de Huelva, dictaminó que la niña había sido violada y estrangulada.

Aunque ni la Guardia Civil, que llevaba a cabo la investigación, ni el juzgado, ni por supuesto la doctora Manzano rompieron su mutismo, no faltaron las inevitables filtraciones, que luego serían corregidas y aumentadas por la «voz del pueblo». Así se supo que el cadáver tenía las manos atadas a la espalda, pero también que las tenía atadas por delante; que el cuerpo estaba boca abajo, pero también pudo estar boca arriba.

Desde un principio se tenía la impresión de que pronto sería identificado y detenido el autor de lo que a todas luces parecía un asesinato, que había unos tres hombres sospechosos, que se estaba cerrando el cerco y que «de un momento a otro se daría a conocer el nombre del culpable».

Pero… las cosas se complicaron cuando por disposición judicial, se procedió a la exhumación del cadáver una semana después del entierro, a fin de que lo examinara detenidamente el doctor Luis Frontela, catedrático de Medicina Legal de Sevilla, cuyo prestigio traspasa en varias direcciones nuestras fronteras. ¿Y qué pasó después? Pues pasó que todo lo que se había dicho antes no servía para nada.

Naturalmente no se podía decir que la información hubiera sido facilitada por el doctor Frontela, pero sí se aseguraba que las fuentes se encontraban muy cerca de él y que decían lo siguiente: Las últimas investigaciones realizadas sobre el corrupto cadáver podrían descartar que la niña fuera estrangulada ni violada. Y algo que nos llenó de perplejidad: que el agresor de la niña pudo no desear su muerte. Eso debía hacer suponer que quedaba descartado que hubiera premeditación ni intención de asesinarla, o sea que la niña murió sin la ayuda de nadie.

Se explicaba que el cuello no presentaba ninguna señal de estrangulamiento: «No hay fractura o luxación en la tráquea ni derrame sanguíneo». Tales marcas habrían podido apreciarse en los primeros momentos y hubieran servido para determinar si el cuello había sido presionado con cuerda, alambre o simplemente con las manos. Pero era preciso tener en cuenta que a las tres semanas largas de producirse la muerte, tales señales habrían desaparecido a causa de la putrefacción.

De todas formas, aunque pareciera estar claro que la niña no fue estrangulada, cabía la posibilidad de -que su atacante le causara la muerte por asfixia, detalle que hubiera sido posible advertir mediante un detenido examen de los pulmones y el corazón, de no ser por la acción destructora del tiempo transcurrido…

Bueno, yo no soy forense, claro está, pero de crímenes entiendo «un montón» y sé que la asfixia se puede producir por el simple hecho de aplicar una almohada sobre el rostro de la víctimas apretando la cabeza sobre un colchón y también cubriendo con una mano la nariz y la boca, con toda la fuerza posible, sistema que no deja huellas y que en ocasiones (como ocurrió en el caso de las ancianas asesinadas por un albañil en Santander) inducen a los forenses a dictaminar «fallecimiento por enfisema pulmonar y paro cardíaco». De haber sido así, no podría eximirse de culpa al agresor de Mari Carmen.

En cuanto a la violación, resultó que la niña tenía los pantalones puestos y abrochados y sus genitales sin signos de violencia, pero presentaba señales evidentes de haber sido agredida, como hematomas y magulladuras. Pudo haber sido golpeada brutalmente. ¿Por qué? Seguramente porque se resistió a dejarse desnudar, y esto nos llevaba a pensar que cuando le fueron atadas las manos, ya fuera por delante o por detrás, se debió a que ella se estaba defendiendo con todas sus fuerzas y ese resultó ser el único modo de inmovilizarla y dominarla.

En Punta Umbría no pasaba día sin que se dijera que el «cerco» se estaba cerrando y que todo hacía presumir que sería detenido el autor de lo que ya parecía tratarse de una muerte accidental: en el forcejeo la niña se golpeó y su agresor no se entretuvo en auxiliarla; salió de la casa dejándola con vida, luego regresó, la encontró muerta, pensó sacarla de allí, pero le dio miedo y optó por esconderla debajo de la cama… Después se perdió en la vorágine urbana.

No obstante todo esto, que podía servir para que si llegaba a ser detenido el culpable dijera que él «no tuvo voluntad de matar», se esperaba conocer los resultados de los análisis que se estaban realizando sobre muestras de cabellos, de saliva y de huellas dactilares que se estuvieron recogiendo en el lugar del crimen (¿?) y, durante un par de semanas, a más de treinta personas, entre ellas incluso el padre y la madre de la afortunada Mari Carmen, que hasta de ellos se llegó a sospechar.

Hombres y mujeres (porque también se pensaba que pudiera tratarse de una mujer) fueron requeridos para estampar sus huellas, para que les fueran arrancados pequeños mechones de pelo con la raíz, de la cabeza, de los brazos y de las piernas, para que les fueran medidas sus muñecas y para que cerraran los sobres en que habían sido depositados sus cabellos, a fin de analizar también la saliva, ya que para ello tenían que utilizar la lengua.

Todo esto hacía suponer que en la almohada, las sábanas, en cualquier otra parte, incluso en las uñas de la niña, se habrían encontrado cabellos más o menos cortos, lo que sigue haciendo patente que ella se defendió desesperadamente. Y aún había otro detalle: si quien estaba con la víctima no pretendía violarla, ¿por qué se desnudó? Esta interrogante surgía ante el hecho de que se tomaran muestras de pelos del pecho, de los brazos y de las piernas. Teniendo en cuenta que aquello ocurrió a finales de octubre, lo normal era que esa persona estuviera totalmente vestida, pero no con ropas de verano.

Por fin, cuarenta y un días después de aquel en que cundió la alarma por la desaparición de Mari Carmen, y treinta y dos desde que fuera encontrado el cadáver, Punta Umbría fue sorprendida por la noticia: gracias a la actuación paciente y eficaz de los agentes del Servicio de Información de la Guardia Civil de Huelva había sido detenido el autor del crimen, que resultó ser naturalmente quien menos se esperaba. Se trataba de Juan Carlos Clavijo Jiménez, apodado «Frankenstein», empleado como portero de noche en el hotel de los padres de la víctima, y que había sido trasladado desde la casa de su hermana hasta la Comandancia de Huelva. La gente no podía creer que fuera él quien lo hizo.

Se comentaba que Juan Carlos Clavijo, residente desde hacía cuatro años en el pueblo, siempre se había mostrado amante de los niños, con los que jugaba, repartía caramelos, golosinas, y les dedicaba todo su tiempo libre; ellos se sentían a gusto con él y debido a su elevada estatura, su aspecto robusto y su vigor físico, le llamaban cariñosamente «Frankenstein».

Su gran pasión era el deporte; pertenecía a una peña del Real Madrid; había sido directivo el año anterior del equipo de fútbol local, habiendo formado varios conjuntos de este deporte y de baloncesto. Ultimamente era también delegado del equipo del Colegio Virgen del Carmen, en el que estudiaba la pequeña Mari Carmen, que habría de ser su víctima y que participaba con entusiasmo en los juegos escolares provinciales.

Por cierto que él no había podido desplazarse con tal equipo a Moguer el 10 de noviembre por prohibición de la Guardia Civil, que al parecer, desde un principio sospechaba de él y le tenía bajo vigilancia.

Debido a tales actividades deportivas, no es de extrañar que contara con las simpatías de niños y jóvenes, principalmente de Mari Carmen Carretero, en cuya familia estaba casi integrado por ocupar durante tres anos el puesto de recepcionista de noche en el hotel que regentaban su madre y su abuela. Mari Carmen, una niña fuerte y sana, desconfiada y arisca por naturaleza, sin embargo tenía fe plena en Juan Carlos, le gustaba jugar con él; eso fue lo que propició su desgracia, ya que no pudo advertir sus malas intenciones cuando con cualquier pretexto la llevó a la casa deshabitada.

El recepcionista de noche tenía veintiocho años, era natural de Paterna de la Rivera (Cádiz), casado y separado de su esposa, que desde hacía tres años vivía con su hija de cuatro en la capital gaditana; es un hombre introvertido, no fuma ni bebe; cuando terminaba de trabajar se iba a dormir a una casa que tenía alquilada en la Cooperativa. La gente le conocía, pero tenía pocos amigos.

Cuando desapareció la niña, él todavía estaba trabajando en el Hotel Emilio y se unió a los que la buscaron durante nueve días, quedándose por las noches en el hotel, ocupando su puesto junto al teléfono, y se comentaba que cuando se tocaba el tema él se mostraba muy ambiguo, decía que «la cosa era muy rara y había que encontrarla». Luego, cuando fue hallado el cadáver, tuvo un gesto involuntario que le hizo sospechoso a la madre: al pasar junto a él, notó que no se atrevía a mirarla a los ojos.

Le quedó a la señora de Carretero esa terrible duda, pero como luego el comportamiento de Juan Carlos fue normal y hasta le vio llorar llevando la caja blanca de su hija, desechó tales pensamientos y como ese mismo día terminaba su contrato de trabajo, porque ya había acabado la temporada de verano, le dijo que podría seguir en el hotel, ofrecimiento que él rehusó. Se fue a su casa y por las tardes, gracias a un amigo, tenía un trabajo en una carpintería metálica.

Durante el tiempo que duró la investigación para encontrar al autor de la muerte de la pequeña, se le oyó decir repetidas veces: «Quiero que esto acabe pronto, pues me están molestando mucho.» Dejó su casa y se fue a la de su hermana, casada con un policía municipal, porque «le daba miedo estar solo». Allí fue donde le detuvo la Guardia Civil, hacia las tres de la tarde del día 4 de diciembre, con la seguridad de que él era el auténtico culpable; las pruebas encontradas en su contra no admitían la menor duda. Pero Clavijo no se encontraba allí y tuvieron que llamarle por teléfono a la carpintería. Acudió al poco rato, sin sospechar lo que iba a ocurrir y se quedó sin aliento al oír esta breve frase: «Tiene que venir con nosotros. Está usted detenido.» En seguida salieron en coche hacia la Comandancia de Huelva.

Se esforzó mucho por negar la evidencia. Su coartada había resultado ser falsa; en la cuerda que ataba las manos de la niña se habían encontrado unos pelos que resultaron ser exactos al abundante vello que cubre su cuerpo; el nudo de esa cuerda, de plástico, era de los que saben hacer los marineros (la cuerda era también de las que se usan para remendar las redes de pesca) y se sabía que entre los varios oficios que él había tenido estaba el de pescador.

Aparte de todo esto, se tenía conocimiento de que la tarde que desapareció Mari Carmen, Clavijo se había quedado solo en el hotel, ya que la madre de la niña se marchó a la peluquería, diciendo que después iría a misa; el padre estaba en Huelva y todas las empleadas, acompañadas por otro empleado, estaban disfrutando de un viaje por Portugal costeado por el señor Carretero como compensación por el trabajo que habían realizado en la temporada veraniega. Sólo había quedado en la casa la abuela, «recogida» en su habitación y él ocupaba en solitario la recepción, pudiendo disponer de las llaves, entre ellas las de la casa vacía. Los hermanos de Mari Carmen habían ido al colegio, pero ella no, y la vio cuando ante la puerta devolvía a su primo la bicicleta que le había prestado. Era su oportunidad… ¿Cuántas veces habría puesto en la niña sus ojos pecadores?

Veintiuna horas pasaron antes de que abrumado por las pruebas acumuladas contra él que le eran presentadas, y acorralado a preguntas, con la conciencia arañándole el corazón, Juan Carlos Clavijero Jiménez, «Frankenstein», se derrotara y confesara de plano. Con su declaración firmada y todas las pruebas que obraban en poder de los agentes del Servicio de Información de la Guardia Civil, el detenido fue puesto a disposición de doña Rosa María Carrasco López, titular del juzgado n.º 2 de los de Instrucción de Huelva, que ordenó su inmediato ingreso en prisión, aunque sin cargo alguno, y declaró «especialmente secreto» el sumario.

Pudimos saber que Clavijo confesó haber asfixiado a la niña con una toalla, porque al defenderse desesperadamente, rechazando sus lascivas caricias, gritó, amenazándole con decírselo a su madre; que luego ató las muñecas de su víctima y la escondió debajo de la cama, lo que no resultaba fácil de creer porque lo lógico hubiera sido atarla antes de matarla, para impedir que ella le pegase y no después, cuando ya, por desgracia, la criatura no podría moverse más.

Ya en la cárcel, el presunto asesino de Mari Carmen ocupó una celda aislada, ya que los demás reclusos adoptaron una actitud hostil hacia él, y sumido en una fuerte depresión, al decir de su abogado defensor, se negó a comer, pasando así más de una semana.

Posteriormente, y para general sorpresa, saltó la noticia de que ocho días después de su detención, Clavijo se había declarado inocente, aunque volvió inmediatamente a la cárcel, en donde continuaba sin querer ingerir alimentos y se negaba a salir de su celda, tal vez por temor a la reacción agresiva de algunos de los demás reclusos. Mientras, su abogado defensor, Eloy Romero Martín, se disponía a pedir su puesta en libertad en cuanto consiguiera nuevos datos sobre las diligencias. No lo consiguió.

En la Audiencia Provincial de Huelva y ante un tribunal compuesto por tres magistrados el procesado fue juzgado el día 20 de noviembre de 1987, asumiendo la defensa don Eloy Romero Martín y la acusación particular don José María de Prada Vicente. El ministerio fiscal calificó los hechos procesales de un delito de abusos deshonestos y otro de asesinato, considerando responsable de los mismos en concepto de autor al procesado, por lo que se le impusieron las penas de veintiséis años, ocho meses y un día de reclusión mayor por el delito de asesinato y un año de prisión menor por el de abusos deshonestos, más una indemnización de cinco millones de pesetas a los padres de la víctima y la prohibición de volver a Punta Umbría durante el tiempo de las condenas.

La acusación particular calificó los hechos de un delito de violación y otro de asesinato, con las concurrencias agravantes de premeditación, astucia y abuso de confianza, solicitando la imposición al procesado de las penas de treinta años de reclusión mayor por el asesinato y veinte años de reclusión menor por el de violación, así como una indemnización de cien millones de pesetas.

Naturalmente, la defensa se mostró disconforme con tales conclusiones y solicitó la libre absolución de su patrocinado, por entender que no cabía calificar como delictivos los actos de su representado.

Según el relato de los hechos probados que figura en la sentencia número 220, emitida por el tribunal, aquella tarde del 24 de octubre de 1985, tras despedirse de un amigo que le llevó en su coche, se quedó en un bar casi una hora y media, y hacia las cinco caminó hasta la plazoleta contigua al Hotel Emilio, del que era recepcionista de noche, empleo que estaba a punto de dejar, porque tanto la propietaria como su hija estaban descontentas por su falta de puntualidad al trabajo y su descuido y desaliño personal.

En dicha plazoleta encontró montando en bicicleta a Mari Carmen, la niña de nueve años, hija y nieta de las dueñas del hotel, que era de «carácter vivo y arisco, desconfiada y poco dócil con los desconocidos», pero que «con él solía jugar con frecuencia», y «hacia la que sentía cierta atracción sexual» el procesado, «hombre de temperamento frío y carácter introvertido y misógino, separado de su mujer y poco dado a alternar y sostener relaciones con otras mujeres».

Al verla, Juan Carlos Clavijo, «actuando a impulsos de libidinosos deseos, concibió la idea de abusar de ella, para lo cual, prevaleciéndose de la confianza que con él tenía y tras de recoger de la recepción del hotel las llaves de la habitación y de la puerta de acceso a la planta baja del edificio muy próximo al mismo» (ocupada sólo en la época estival), en cuya planta superior pernoctaban las camareras, ausentes ese día de excursión en Portugal, «a la que él no había querido ir, llamó la atención de la niña y le dijo: Mari Carmen, vente conmigo a la casa que te voy a enseñar una cosa.»

De esta forma consiguió despertar la curiosidad de la pequeña, que accedió a entrar con él en dicha casa y en la habitación con tres camas, en una de las cuales se sentó junto a ella, palpándole y tocándola con manifiesto ánimo lúbrico y lascivo los brazos y el cuerpo a través de la camisa y el pantalón que vestía, consiguiendo tumbarla sobre la cama y cubrirla con su propio cuerpo «sin que resulte probado su propósito de yacer con ella» -se lee en la sentencia, que prosigue-: Advertida María del Carmen de la evidente intención de su agresor y la opresión de que le hacía objeto, alarmada, comenzó a gritar en violento forcejeo con él, tratando de zafarse del mismo y diciendo: «Que me voy, déjame, que se lo digo a mi madre.»

Ese fue el momento en que Juan Carlos Clavijo se alarmó, temiendo que los gritos de la niña pudieran ser oídos por los vecinos de la calle y que luego ella le delatara a su familia, por ello «decidió evitarlo a cualquier precio. Con la mano izquierda taponó con fuerza la boca y la nariz de su víctima, impidiéndola respirar, en tanto que con la derecha le sujetaba las manos, mientras seguía aprisionándola bajo el peso de su cuerpo hasta conseguir inmovilizarla, posición en la que se mantuvo durante tres minutos, tiempo durante el cual, le provocó, a través de sucesivas etapas de latencia, disneas respiratorias y expiratorias y consiguientes convulsiones, la pérdida del conocimiento, ulterior anoxia cerebral y muerte por asfixia y sofocación».

Al cerciorarse de que la niña estaba muerta, ató las manos sobre el pecho, a la altura de las muñecas, con un cordel (que se ignora de dónde sacó), y colocó el cadáver bajo la cama, cuya colcha alisó y extendió de forma que no se viese desde ningún ángulo de la habitación, ausentándose en seguida, tras cerrar las puertas de la alcoba y de la casa con las llaves que había llevado y que volvió a dejar en la recepción del hotel (aunque la madre de la niña niega que lo hiciera), en el que permaneció después viendo la televisión, hasta que advertida por doña Carmen la ausencia de su hija a la hora de cenar y no localizada en los lugares que acostumbraba a frecuentar, fue denunciada su desaparición a la Guardia Civil que, con la colaboración del vecindario, inició la búsqueda de la niña (en la que también participó el criminal) que habría de durar ocho días.

Tras una larga serie de considerandos, basados en los fundamentos de derecho, el tribunal estima que los hechos «son constitutivos de un delito de abusos deshonestos y otro de homicidio», exponiendo diversos considerandos, tales como sus dos primeras declaraciones no contradictorias, sino complementarlas, confesándose el procesado autor del crimen, para rectificarlas y negarlas después sin motivo alguno; las pruebas de cargo llevadas al proceso, a través de dictámenes periciales (cabellos del acusado en la colcha de la cama y la fibra textil de su camisa hallada en las ligaduras que maniataban a la niña) según las cuales cabe asegurar, con escaso porcentaje de error, la presencia de Juan Carlos Clavijo junto a ella cuando fue muerta; su falsa coartada, al no poder explicar lo que había hecho entre las 5.15 y las 7.30 de aquella tarde, desvirtuada por sus propios amigos, etc., etc.

En la sentencia no se estimaban las agravantes de premeditación, alevosía, abuso de confianza y superioridad física alegadas por el ministerio fiscal y el acusador particular, y se explica ampliamente en qué se basa tal consideración. En consecuencia, el fallo del tribunal fue: «Condenar a Juan Carlos Clavijo a las penas de dieciséis años de reclusión menor por el delito de homicidio y a la de un año de prisión menor por los abusos deshonestos, con las accesorias correspondientes.» En concepto de indemnización, se le condenó a abonar a los padres de la víctima diez millones de pesetas (aunque fue declarado insolvente) y al pago de las costas, imponiéndole la prohibición de volver a Punta Umbría, mientras no tenga cumplidas las penas impuestas.

Como la sentencia pareció insuficiente a los padres de la víctima y sorprendió a todo el vecindario, que esperaba mayor dureza del tribunal, ya que por cuanto se había dicho y oído durante el juicio se daba por supuesto que el delito sería calificado de asesinato, dado que tal como eran presentados los hechos resultaba evidente que el criminal había actuado con premeditación, abuso de confianza, alevosía y abuso de superioridad, agravantes en que se basa toda acusación de asesinato, se estimó preciso presentar un recurso…

Pero el resultado de tal recurso también fue sorprendente y hasta decepcionante, tanto que los padres de la víctima no quisieron apelar, con un nuevo recurso, al Tribunal Supremo. ¿Para qué? ¡Si con el primero sólo habían conseguido que se le impusieran cuatro años más de condena! Sintieron que se debilitaba su fe en la justicia.

Recientemente he hablado con doña Carmen Gómez de Carretero, cuyo dolor por la muerte de su hija, tan vilmente asesinada, sigue y seguirá vivo para siempre. La oí comentar:

-Yo sé que el que mató a mi niña saldrá pronto de la cárcel; ya está redimiendo pena y, además, puede salir los fines de semana… ¡Y aún no hace cinco años!

Tengo que decirlo: ¡Qué poco vale la vida! Es lo único que nunca sube de precio; siempre está a la baja.


El crimen de Punta Umbría

Juan Madrid

Uno de los sucesos que más conmovieron a la opinión pública española, en el otoño de 1985, fue la muerte de la niña María del Carmen Carretero Gómez, de nueve años de edad, en la localidad onubense de Punta Umbría. Se tardó varios días en encontrar el cadáver de Carmen, desaparecida de su casa el 24 de octubre de aquel año. El asesino no fue detenido hasta la tarde del 4 de diciembre.

Víctima de un sátiro

La alarma surgió al caer la noche de aquel 24 de octubre, cuando sus padres se dieron cuenta de que la niña no había regresado a su casa, el Hotel Emilio, propiedad de los mismos.

Todo el pueblo de Punta Umbría la buscó afanosamente durante varios días hasta que el 9 de noviembre fue encontrada por una de las empleadas en una casa, también propiedad de sus padres, en la calle San Francisco Javier. Un apagón resultó determinante para que la empleada tuviera que abrir la planta baja del inmueble, que siempre se cerraba al terminar el verano, y encontrara, bajo un olor nauseabundo, el cuerpo putrefacto de Mari Carmen en una de las habitaciones.

El cadáver de la niña se hallaba debajo de la cama, boca abajo y con las manos atadas, junto a la pared.

Los primeros indicios apuntaban a que había sido violada y estrangulada.

Varios sospechosos tuvieron que acudir a declarar a la Comandancia de la Guardia Civil, mientras el laboratorio de Medicina Legal de Sevilla iba sacando conclusiones de sus análisis sobre muestras de pelo, sangre y las mismas cuerdas con que fue atada la niña. Entretanto el pueblo mostraba su inquietud y rabia al saber que el asesino no aparecía.

El forense, Luis Frontela, decidió exhumar el cuerpo una semana después de haber sido enterrada. Tras ser examinada nuevamente, se supo que Mari Carmen no murió estrangulada ni tampoco se veían indicios de violación.

Por fin, en la tarde del 4 de diciembre del mismo año, la Guardia Civil procedió a la detención del asesino. Se trataba de Juan Carlos Clavijo Jiménez, de veintiocho años, apodado cariñosamente como «Frankenstein» entre los niños del pueblo. Clavijo trabajaba como portero de noche en el hotel de los padres de Mari Carmen. Después de haber rescindido su contrato de verano, decidió irse a vivir a casa de su hermana. Tras negar su implicación en el crimen, terminó confesándolo todo tras veintiuna horas de interrogatorio. Fue puesto a disposición del Juzgado nº 2 de Instrucción de Huelva, cuya titular era Rosa María Carrasco López.

Juan Carlos Clavijo fue condenado a las penas de dieciséis años de reclusión menor por un delito de homicidio y un año de prisión menor por abusos deshonestos, con las accesorias correspondientes.

En octubre de 1985, una niña fue violada y muerta en la localidad de Punta Umbría (Huelva). Basándose en este crimen, el autor ha elaborado un relato con las circunstancias y las claves del suceso.

Tengo verdaderas maravillas – dijo el vendedor de pistolas con sonrisa profesional -. ¿Quién le ha recomendado que viniera a mí? No es que me importe demasiado, pero debo tomar mis precauciones, ¿comprende? Lo que guardo aquí es muy valioso, muy caro y no me gustaría que…

Se detuvo y contempló al hombre que tenía enfrente sin dejar de sonreír, aguardando que contestara. El hombre dijo:

-Roberto, él me aconsejó que viniera a usted. Me refiero a Roberto Morceau. Es amigo mío… bueno, conocido.

-¿Roberto el argelino? ¿Se refiere a ese Roberto?

-Sí, el de la cafetería «Géminis».

-Eso está en Punta Umbría, ¿no? Bastante lejos de aquí. ¿Es usted de Punta Umbría?

-No importa de dónde yo sea. Roberto me dijo que usted podría venderme un arma. Una pistola y he venido a verlo. Eso es todo. También me dijo que usted era de confianza, que no haría preguntas.

-Soy de confianza, no le quepa duda. Llevo bastante tiempo en el negocio. Pero un poco de curiosidad no hace mal a nadie. Tenga en cuenta que yo trabajo casi exclusivamente con viejos clientes, mejor dicho, con amigos. Todos mis clientes se convierten en amigos, más tarde o más temprano. No puede figurarse la cantidad de aficionados que hay en este negocio. Gente sin escrúpulos que pueden venderle armas chungas, ya usadas o, incluso, defectuosas. Si yo le contara.

-Roberto me ha hablado muy bien de usted.

-El argelino es un amigo. Eso es lo que pasa. Bueno, y los amigos de mis amigos son mis amigos. Ese es mi lema.

Había contactado con el vendedor de pistolas en la habitación de un hotel de lujo en Madrid. Una suite con una salita adyacente donde había un pequeño sofá con dos sillones haciendo juego, unos cuantos muebles inútiles, típicos de cualquier hotel lujoso, cuadros en las paredes, un mueble bar y una mesita pequeña y cuadrada.

Sobre la mesita estaba la maleta abierta, mostrando las pistolas como en un muestrario. Las había de todas clases y tamaños y parecían nuevas y aceitosas, como recién salidas de fábrica. Estaban sujetas con una especie de pasadores a unas planchas de cartón, forradas de tela. Sobre la mesa había también folletos a todo color de las pistolas, explicando sus características técnicas y sus cualidades.

El hombre de Punta Umbría pasó la mano por la culata de una pistola gris oscura, una Beretta Parabellum, automática, de catorce disparos. El vendedor de pistolas chascó la lengua.

-Disculpe si me meto donde no me llaman, pero veo que no es usted un profesional. Espero que no se haya ofendido.

-No soy un profesional -contestó el hombre de Punta Umbría.

-Bien, permítame, entonces, aconsejarle. Una automática tiene ventajas e inconvenientes. Digamos que la primera ventaja es su capacidad de tiro, mucho mayor que la de un revólver. También se le puede aplicar un silenciador, lo que siempre es muy útil. Sin embargo, una automática tiene un pequeño inconveniente, si me permite decírselo, que en ustedes, los no profesionales, se convierte en un seno defecto.

Hizo una pausa y el hombre de Punta Umbría aguardó a que terminara.

Continuó:

El defecto es que dejan huella, quiero decir, que expulsan los casquillos, las vainas, ¿entiende? – El hombre de Punta Umbría asintió en silencio – Y con una vaina, cualquier departamento de Balística Forense de la Policía puede decir muchas cosas sobre el arma, la identifica. Por eso, lo mejor es un revólver. El revólver no expulsa los casquillos, se quedan dentro y si se deshace del arma de forma segura y definitiva, nadie sabrá jamás que usted apretó el gatillo. ¿Lo entiende?

-Sí, comprendo. Un revólver. En realidad no tenía pensado nada concreto.

-Por supuesto. Pero, si me lo permite, le sugeriré no un revólver cualquiera, sino un revólver de gran potencia, de calibre grande y que al mismo tiempo sea manejable y fácil de transportar y usar.

-No sé disparar -el hombre de Punta Umbría parecía avergonzado- No he disparado nunca.

-No importa. Cualquiera puede usar un revólver si está a la distancia adecuada. A más de quince metros hay que ser muy buen tirador para alcanzar a alguien en los puntos vitales. Una pistola, sea cual sea su clase o modelo, es efectiva para, digamos, una distancia de diez metros. Y hablo de profesionales. Una recortada o una pistola ametralladora, una Uzi, por ejemplo, sería más efectiva. Pero me figuro que no querrá usted una recortada. Yo, personalmente, detesto esas armas. Y Uzis no tengo, lo siento, se me han terminado.

-Quiero una pistola, ya se lo dije. Nada de ametralladoras.

-Bueno, una Uzi no es, exactamente, una ametralladora. Es un arma excelente. Muy útil. Pero comprendo que quiera usted algo nada sofisticado.

-Eso es. Una simple pistola.

-Déjeme, entonces, elegir por usted -el vendedor de pistolas rebuscó en su maleta hasta que se detuvo ante un revólver corto y grueso, cromado y reluciente. Lo señaló con el dedo. «Observe esta maravilla, un Colt Special Pobce Cobra, calibre 357 Magnum, con el caño de dos pulgadas. La mejor arma que existe para… ejem…. estar seguro. El tambor tiene capacidad para cinco disparos y la culata es anatómica. Vea qué pequeño es, se puede esconder en cualquier parte, en un bolsillo, por ejemplo. No llega a pesar un kilo, exactamente, ochocientos cincuenta gramos, con la munición. ¿Qué le parece?».

-Es bonito.

-¿Bonito? Más que eso. Es una maravilla de la técnica. Con un caño de seis pulgadas puede detener a un coche en marcha. La capacidad de penetración de un Magnum 357, aun con un caño de dos pulgadas, es enorme.

Atraviesan los chalecos antibalas convencionales a dos metros de distancia.

El hombre de Punta Umbría sacó el revólver plateado de sus pasadores y lo contempló con admiración y lo sopesó entre sus manos.

-¿Le gusta, verdad?

-Sí, me gusta. Me parece que me lo voy a llevar.

-Está nuevo, con el número de serie limado y hecho desaparecer con ácido. Sin embargo -el vendedor de pistolas sonrió- cualquier experto sabe que hay un duplicado del número de serie en el ánima. Eso sólo dificulta la identificación, nada más.

-¿Cuánto?

-Doscientas mil al contado. Por supuesto le incluyo una cajita con tres tambores de munición.

-Doscientas mil -repitió el hombre de Punta Umbría.

-Al contado -añadió el otro.

-Creo que me la voy a llevar. Me gusta -dijo.

-Úselo de muy cerca. Mejor coloque el caño aquí – el vendedor de pistolas se señaló un punto por debajo de la oreja derecha, ligeramente inclinado hacia atrás-. No lo olvide, es lo más efectivo. No lo use en la boca o en los ojos, sale mucha sangre y llama la atención. Tampoco en la carótida, el chorro de sangre le puede manchar. Por supuesto nada del corazón. El otro puede hacer un movimiento reflejo y apartar el arma. Dispárele aquí -volvió a señalarse debajo de la oreja-. Con un solo disparo es suficiente. Luego, haga desaparecer el arma. Sé, por experiencia, que le va a dar pena, un objeto tan bonito, pero hágalo. Que no lo identifiquen por el arma. Por supuesto en cuanto usted salga de esta habitación, yo no lo conozco, ni le he vendido a usted nada. ¿Ha entendido?

-Sí, lo he entendido -el hombre de Punta Umbría se tocó el punto situado bajo la oreja-. ¿Y dice usted que aquí? -preguntó-. ¿Y un solo disparo?

Julio Sánchez Moreno era un hombre de treinta y cuatro años, alto y barrigón y de tez pálida que aparentaba menos años de los que tenía en realidad. Cuando entró en la cárcel había cumplido los veintiocho y era un hombre afable y amigo de los niños.

Le apodaban «Goliat» por su fuerza fisica y su estatura. Aficionado a los deportes, pertenecía a una peña del Real Madrid, había sido el año pasado directivo del equipo de fútbol local, habiendo formado varios equipos de fútbol y de baloncesto.

Era también delegado del equipo del Colegio Virgen del Cobre, el mismo colegio donde asistía la niña Esperancita Rodríguez Gómez, de nueve años, pero que aparentaba catorce. «Goliat» era introvertido con todo el mundo, excepto con los más pequeños. Separado de su mujer, tenía una hija de los mismos años que Esperancita. Cuando lo detuvo la Guardia Civil de Punta Umbría, el 4 de diciembre de 1985, acusado de violar y matar a la niña Esperancita, trabajaba de recepcionista de noche en el hotel «El Parador», propiedad de Evaristo Rodríguez, padre de la niña.

-Siéntate Julio. ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?

-No, Don Ramón, no necesito nada.

-Bueno, hombre, bueno. Estarás contento, ¿no?

-Pues sí, sí señor. Estoy bastante contento. Ya lo ve usted. Se me han quitado bastante los dolores del brazo.

-No, hombre, te lo decía porque vas a salir enseguida. Ya he hablado con el juez de vigilancia penitenciaria. Es cuestión de días. ¿Qué te parece?

-Pues muy bien.

-¿Sólo eso? Te consigo que salgas de la cárcel y me dices nada más que muy bien. Eres muy curioso, «Goliat».

-No, Don Ramón. Estoy muy contento, de verdad.

-Me parece que eres un poco desagradecido.

-No, no señor. No soy desagradecido. Yo le agradezco mucho lo que ha hecho usted por mí.

-Mira, «Goliat», el fiscal te pedía cadena perpetua, ¿te enteras? Te acusaba de violación y asesinato y yo pude demostrar que la mataste por accidente, que tú no querías matar a Esperancita y que tampoco la violaste, sólo abusos deshonestos. Eres tan desagradecido que no te das cuenta que mi defensa ha sentado jurisprudencia, que ha sido la mejor defensa que se ha hecho nunca en este país a un violador.

-Yo no la violé, Don Ramón. Yo no quería matar a Esperancita.

-Pero la mataste, «Goliat». ¿Me oyes? No escondas la cabeza. La mataste y yo te he salvado de pudrirte en la cárcel. Te conseguí una condena de dieciséis años, lo que quiere decir que, ahora, a los seis, te vas a la calle y santas pascuas. Y lo único que se te ocurre decirme es que, muy bien, Don Ramón, muchas gracias. Eres muy desagradecido, “Goliat», porque, encima, no te he cobra nada. Me has costado dinero.

-Yo le estoy muy agradecido, Don Ramón. Es usted… bueno, yo no tengo mucha facilidad de palabra, Don Ramón, pero…

-Anda, anda, cállate… No te pongas ahora a llorar, venga.

-Es que, Don Ramón… yo merezco la muerte, yo…

-Venga, hombre… Un tío tan grande y mira como se pone.

-Yo no la quería matar, Don Ramón.

-Sí, sí, ya lo sé … Y yo, fíjate bien, yo conseguí que el tribunal te hiciera caso. Por supuesto que no querías matarla. Fue un accidente. Mi defensa se estudia ya en la Facultad de Derecho, ¿lo sabías? No, que vas a saber tú. Tú a llorar nada más. Cálmate, he dicho que te calmes. No tengo toda la mañana, “Goliat”. Tengo muchas cosas que hacer.

-Perdone usted, perdone, Don Ramón.

-Sí, hombre, claro que te perdono. Bueno, dime “Goliat”, ¿estás dispuesto a hacer algo por mí?

-Lo que usted quiera, don Ramón.

-Mira, probablemente salgas el lunes a primera hora y quiero convocar una rueda de prensa en m despacho con los periodistas. Va a venir la televisión y todo. Quiero que vayas a mi despacho y digas esto. ¿Ves este papel?

-Sí, Don Ramón.

-Bueno, pues te lo aprendes de memoria. Contesta a cualquier cosa que te pregunten, lo que yo te he puesto ahí. ¿Entiendes?

-O sea, me tengo que aprender esto de memoria, ¿no?

-Sí, eso es, «Goliat». Lo que pone en el papel. Si alguno te hace alguna pregunta impertinente, no te preocupes, ya estaré yo al quite. A ver si me ayudas con publicidad, «Goliat», porque si no… estamos aviados.

El 24 de octubre de 1985, a las once de la noche, Evaristo Rodríguez, propietario del hotel de Punta Umbría (Huelva) «El Parador», se empezó a enfadar. Su hija Esperancita, de nueve años, no venía a cenar. Su mujer, Esperanza Gómez, le dijo por décima vez que la niña había ido a devolverle una bicicleta a su primo y le habla jurado que estaría en la casa a las diez, a más tardar.

Como supieron que el primo no estaba, pero que ella había dejado la bicicleta en la casa, supusieron que se había ido a jugar con algunos amiguitos de la calle. Pero a las once y media de la noche, Evaristo y Esperanza ya no pudieron aguantar más y llamaron a la Guardia Civil. Mientras tanto, ellos, familiares, amigos y todos los empleados del hotel se lanzaron a la calle a buscar a Esperancita.

Buscaron por la playa, por el pueblo y sus alrededores, la ría se visitaron todas las casas de sus posibles amigos. La Guardia Civil, sin embargo, buscó en los chalets vacíos y en los pozos. El matrimonio hizo un llamamiento por televisión, radio y prensa, pidiendo que le devolvieran a su hija y suplicando a la gente que si la veían por algún sitio, avisaran a la Guardia Civil o en la centralita del hotel.

Todos los empleados, sin excepción, comenzaron a hacer horas extras para buscar a Esperancita. Y todos los propietarios de los chalets de las urbanizaciones de veraneantes acudieron a Punta Umbría para abrir los chalets y comprobar que allí no estaba la niña. Hombres ranas de la Guardia Civil y del Ejército, la Cruz Roja y piquetes de vecinos y familiares no cesaron en la búsqueda.

La familia de Evaristo Rodríguez y Esperanza Gómez no es que fueran millonarios, pero gozaban de una más que desahogada posición económica, de modo la Guardia Civil intervino el teléfono del hotel temiendo un secuestro. Hubo más de veinte llamadas telefónicas de perturbados pidiendo rescate, de sádicos indicando lo que le habían hecho o lo que les gustaría hacer a esa niña o a otras similares, y de enemigos del dueño del hotel que le recordaban su afición a las faldas.

La niña Esperancita Rodríguez tenía nueve años, pero cuerpo de mujer. Era alegre, dicharachero y muy espabilada. Su afición a los deportes y a estar siempre con chicos la habían convertido en ágil y atlética y en nada tímida. Entre sus amiguitos y profesores del colegio se sabía que no era nada fácil reducirla: tenía más fuerza que muchos muchachos y sabía emplearla.

La madre comenzó a salir en la televisión, llorando y a repetir a los periodistas que quince días antes había tenido una premonición. Ella era así, medio bruja, de pronto se le venía a la cabeza cosas que luego pasaban.

Contó que dos semanas antes de que desapareciera su hija tuvo un presentimiento de que algo malo le iba a pasar y le suplicó a la pequeña que nunca fuera con desconocidos bajo ningún pretexto, ni siquiera si le ofrecían caramelos, y la niña se lo juró.

Evaristo Rodríguez, el padre, decía que escuchaba a su hija llorar y que sufría mucho y que él no podía ayudarla y que eso le hacía sufrir más. «No quiero ni pensar que un desaprensivo la haya cogido para abusar de ella, porque entonces…… solía decir.

El cadáver tardó catorce días en ser descubierto. Y estaba, después de registrar toda Punta Umbría, a dos pasos de la casa de la niña. Evidentemente, Esperancita no se había ido con ningún desconocido, seducida por algunos caramelos, sino que alguien, un conocido, la había llevado allí y la había matado.

La calle San Ignacio de Loyola se encuentra a unos veinte metros del hotel «El Parador». En esa calle, la familia de Esperancita poseía una casa de dos pisos, ambos independientes. La planta baja tenía la entrada a pie de calle, con una cancela y un portón interior. A la otra planta se accedía por una escalera exterior de terrazo y estaba ocupado por varias empleadas del hotel que lo utilizaban como dormitorio. La parte de abajo la habían dividido en unas cuantas habitaciones que ocupaban clientes que no podían pernoctar en el hotel por temporada alta.

Al terminar el verano la primera planta se cerraba y sólo se utilizaba la de arriba. Por supuesto, la planta de abajo también se registró, pero sin mirar debajo de la cama de una de las habitaciones.

El 9 de noviembre, catorce días después de que Esperancita desapareciera, hubo un apagón en el hotel. Una de las empleadas pidió las llaves de la cancela de la planta baja para cambiar los plomos. Lo único que tenía que hacer era abrir las rejas y accionar el interruptor, ni siquiera tenía que pasar dentro.

Pero al abrir la cancela, le llegó una tufarada de olor a podrido. Pensó que se trataba de algún animal muerto. Quizás una rata. De modo que regresó al hotel y le pidió ayuda a un camarero. A ella le daban demasiado miedo las ratas.

La empleada volvió con un camarero valiente y un primo de Evaristo Rodríguez. Ninguno de ellos pensaba encontrar algo diferente a un animal muerto, colado en la habitación durante un descuido.

Precisamente el hedor provenía de uno de los cuartos cerrados, así que volvieron al hotel y pidieron las llaves de las habitaciones. En cuanto la abrieron, el olor a carne corrompida casi los echó hacia atrás. Levantaron una de las esquinas de la colcha que cubría la cama hasta el suelo y pudieron ver un bulto que parecía un amasijo de sandías podridas rodeadas de gusanos.

El cuerpo se encontraba en tal estado de descomposición que ni la Guardia Civil, ni los empleados de la funeraria, ni el enterrador, pudieron colocarlo en una camilla. Lo tuvieron que hacer los bomberos, provistos de mascarillas antigás.

Encarnita tenía las manos atadas delante y se encontraba vestida y cubierta por una sábana.

-Qué, «Goliat», ¿te lo has aprendido de memoria?

-Sí, Don Ramón. No es difícil.

-Difícil no es, «Goliat», pero te lo tienes que aprender de pe a pa, ¿entiendes? ¡Ah! y otra cosa, te vienes para mi despacho bien trajeado y muy serio… corbata, camisa blanca y los zapatos limpios. La insignia esa de los Testigos de Jehová bien visible, en la solapa. ¿De acuerdo? No me falles, no me vayas a fastidiar, «Goliat».

-No, Don Ramón, pierda cuidad soy agradecido con usted. Aunque mejor estaría yo muerto. Muerto mil veces. No sabe usted lo que he sufrido durante estos años. Podía usted haber venido a verme.

-Venga, hombre. ¿Es que te crees tú que yo no tengo otra cosa que hacer? Bueno, te mandé los turrones por Navidad. ¿Sí o no?

-Sí, me los mandó usted. Es verdad.

-Entonces, «Goliat», entonces… ¡Ah! y antes de que se me olvide, olvídate de que te llaman «Goliat». Si algún periodista te lo llama, tú te haces el ofendido y le dices que te llamas Julio Sánchez Moreno.

-¿Y entonces le digo eso de que quiero hacer sacerdote?

-Exacto, sí señor. Le dices que en la cárcel se te ha despertado vocación religiosa y que vas a … ¿Qué dices de sacerdote, bestia? Que se te ha despertado vocación religiosa y que vas a ingresar en una orden de clausura a dedicar tu vida a los pobres y a los menesteroso. Acuérdate bien, bestia, nada de sacerdote. Vas a ingresar en una orden de clausura. Y se alguien te pregunta cuál, tú contestas que no se lo piensas decir a nadie. Sólo lo sabrá tu abogado, o sea, yo. ¿Lo has entendido por el amor de dios?

-Sí don Ramón.

-Pues vuélvetelo a repasar. No me hagas repetírtelo otra vez. Para eso lo tienes escrito en este papel.

-Pierda usted cuidado. Todos los días lo estudio un poco.

-Buen chico “Goliat”, digo, Julio.

-Me gusta más “Goliat”, ya estoy acostumbrado.

-Pues vete acostumbrándote a Julio. No quiero que ningún periodista te llame «Goliat». Tú eres Julio Sánchez Moreno, apréndetelo.

-Lo que usted diga.

-Y a partir del lunes, a hacer tu vida. A propósito, ¿qué piensas hacer, «Goliat»? ¿a qué te vas a dedicar?

-Bueno, he pensado en volver a la mar, sabe usted. Irme para el Norte y enrolarme en los bacaladeros. Se gana buenos dineros haciendo el bacalao.

-¿Sí? No lo sabía. ¿Dices que se saca dinero con eso?

-Se tira uno seis meses en alta mar, lo menos, y pagan bien.

El sumario lo instruyó una juez, Rosa Toledano Pérez, titular del Juzgado nº 2 de Instrucción de Huelva. Y el primer informe forense lo realizó otra mujer, la doctora Carmen Dueñas, forense del mismo Juzgado. Según la forense, que hizo la autopsia en el cementerio de Punta Umbría, Esperancita había sido estrangulada y violada, entre las cinco y las siete de la tarde del 24 de octubre. Justo cuando su madre estaba en misa y su padre en Huelva.

Pero una semana después de enterrada la niña, la juez Rosa Toledano decidió exhumar el cadáver y confiarle una nueva autopsia al catedrático de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de Sevilla, Luis Frontela, un hombre acostumbrado a desvelar misterios y a enmendarle la plana a forenses poco exigentes o sin medios.

Las investigaciones del doctor Frontela produjeron un vuelco en las investigaciones de la Guardia Civil. Antes se buscaba a un hombre conocido de la niña, que no tuviera coartada para dos horas de aquella tarde de octubre. Ahora se buscaban además, cosas más concretas. Frontela descubrió un pelo humano en las cuerdas que atenazaban las muñecas de la niña.

Y no sólo eso.

El nudo de las cuerdas demostraba a las claras que el asesino había sido marinero.

El asesino no la había estrangulado, la había asfixiado.

El asesino no la había penetrado. Esperancita había muerto virgen.

El asesino era un hombre fuerte, el cadáver de Esperancita presentaba muestras de hematomas y golpes.

Los Servicios de Información de la Guardia Civil tomaron muestras de saliva, cabellos y huellas dactilares de treinta personas de la localidad, todas muy cercanas a la niña Esperancita, incluidos su padre y su madre.

Cuarenta y un días después de que muriera la niña, los Servicios de Información de la Guardia Civil tenían sobre la mesa las comprobaciones del catedrático Frontela. De entre todos los pelos recogidos, había uno que coincidía con el encontrado en la colcha y entre las cuerdas que habían atenazado las muñecas de Esperancita.

Era del brazo de Julio Sánchez Moreno, alias «Goliat», el recepcionista de noche del hotel «El Parador», el amigo de los niños.

«Goliat» había sido uno de los empleados que más se habían significado en la búsqueda de la niña desaparecida. Desde los primeros momentos se puso a las órdenes del dueño del hotel «El Parador» y padre de Esperancita, Evaristo Rodríguez, muy compungido y pesaroso.

A Evaristo Rodríguez, «Goliat» no le gustaba demasiado como recepcionista de noche. Según él, era desaseado y distraído y no daba buena imagen. Además, solía llegar tarde, pretextando sus múltiples ocupaciones como entrenador del equipo del colegio.

Julio Sánchez Moreno, «Goliat», no iba con mujeres, ni tomaba copas con sus compañeros de trabajo. En realidad, alternaba muy poco. No se le conocían amigos ni distracciones fuera de las de arbitrar partidos de fútbol y de baloncesto en el colegio y el de organizar excursiones con los niños y niñas.

Poco después de la desaparición de Esperancita, Julio Sánchez Moreno, «Goliat», dejó la casa que tenía alquilada en Punta Umbría y se fue a vivir con su hermana, casada con un policía municipal.

«Goliat» lloró mucho llevando el ataúd blanco de Esperancita. Y como se había significado entre todos los empleados buscando a la niña, Evaristo Rodríguez le ofreció quedarse un poco más como recepcionista de noche, mientras encontraba otro trabajo.

«Goliat» rehusó el ofrecimiento de su patrón y se puso a trabajar en una carpintería metálica de la localidad.

Todos los empleados del hotel lo recuerdan acudiendo por las tardes para preguntar si se sabía algo de la Guardia Civil, si habían encontrado ya al asesino.

A las tres de la tarde del 4 de diciembre de 1985, tres miembros de la Brigadilla de la Guardia Civil se personaron en la casa de la hermana y preguntaron por él. Estaba en el taller de carpintería haciendo horas extras. Lo llamaron por teléfono y acudió a la casa.

Dicen que se extrañó mucho cuando los miembros de la Brigadilla de la Guardia Civil le leyeron sus derechos constitucionales y le condujeron a la Comandancia de la Guardia Civil en Huelva.

En una localidad tan exarcebada por la muerte de la niña, la noticia saltó y se corrió de boca en boca, como un reguero de pólvora. De inmediato se formó un piquete de espontáneos que hablaron de acudir a la Comandancia de Huelva y linchar a «Goliat». La Guardia Civil tuvo que utilizar todo su poder de persuasión para aplacar los ánimos encendidos.

En realidad, durante los cuarenta y un días que transcurrieron entre la desaparición de la niña y la detención de «Goliat», una especie de histeria cubrió Punta Umbría. Las madres no dejaban a sus niños ni a sol ni a sombra, llevándolos y trayéndolos a los colegios y no dejándolos solos ni un momento.

Un representante de una firma catalana de caramelos con palito, un tal Rosendo Castell, que hacía una gira por la provincia de Huelva en plan promoción, sufrió la agresión de un grupo de mujeres, cuando fue sorprendido entregándoles caramelos a un grupo de niñas. Rosendo Castell tuvo que ser asistido en el dispensario médico de contusiones en la cara y manos.

-Querían sacarme los ojos -les dijo a los médicos que lo trataron-. Ha sido espantoso.

Julio Sánchez Moreno, «Goliat», fue conducido a la sala de interrogatorios de la Comandancia, sin que se tengan noticias de que sufriera malos tratos o coacciones. Los interrogatorios duraron casi veinticuatro horas ininterrumpidas.

La Brigadilla poseía el informe de Luis Frontela y su habilidad para desatar la lengua de los detenidos. Julio Sánchez Moreno no tenía una coartada convincente: decía que no se había movido del hotel.

Sin embargo, no tenía testigos. El resto de los empleados se encontraban en Portugal de excursión, pagados por Evaristo Rodríguez, que quería premiar así la buena temporada hotelera que habían tenido aquel verano.

Tampoco estaba el dueño, Evaristo Rodríguez, de viaje en Huelva, ni la madre, Esperanza Gómez, que había ido a la peluquería y, después, a misa. La única que se encontraba en la casa era la abuela impedida y medio ciega, recluida en el interior de la vivienda. Según la Brigadilla de la Guardia Civil, Julio Sánchez Moreno, «Goliat», pudo muy bien coger la llave de la casa -a veinte metros del hotel- llevar allí a la niña Esperancita y matarla, sin que se enterara nadie. Probablemente no tardaría ni media hora.

El día 5 de diciembre, a la hora de comer, Julio Sánchez Moreno se derrotó al fin y firmó la declaración. El había llevado a la niña a la planta baja y la había estado tocando, sin desnudarla ni desnudarse él -coincidiendo con el informe Frontela – pero al ponerse a gritar la niña que se lo diría a su madre, «Goliat» le tapó la boca y la nariz, sin querer matarla, según dijo. Sólo para que se callara.

Entonces la niña se asfixió y «Goliat», siempre según sus palabras, se asustó y le ató las manos con una cuerda de plástico que estaba por allí, utilizando un nudo marinero. Luego, escondió el cuerpo de Esperancita bajo la cama y alisó la colcha.

Volvió a su puesto en el mostrador del hotel y se puso a ver la televisión.

Ramón Heredia Barceló, licenciado en Derecho por la Universidad de Granada, hacía muy poco tiempo que había abierto un pequeño bufete en Huelva. Se dedicaba a asesorar jurídicamente a unas cuantas pequeñas empresas y a llevar divorcios y herencias sin demasiadas complicación. Ramón Heredia, natural de Málaga, era un hombre bajito y atildado y de ojo vivos y brillantes. No podía considerarse un especialista en Derecho Penal. La única experiencia que tenía en ese campo la había adquirido recién licenciado en Granada y en el turno de oficio.

Cuando se enteró por los periódico de la detención y confesión de Julio Sánchez Moreno, «Goliat», se dio cuenta de todas las pruebas que incriminaban a Julio eran accidentales. Por un pelo, dijo durante el juicio, no se puede llevar a un hombre treinta años a pudrirse en la cárcel. De manera que se entrevistó con «Goliat” y se convirtió en su abogado defensor, gratis.

En la cárcel, Julio Sánchez Moren tuvo a punto de sufrir heridas de consideración, agredido por los presos de su misma galería. Es sabido que los violadores son especialmente despreciados y odiados por la población reclusa; se les hace el vacío y reciben puyas y malos modos.

Ramón Heredia consiguió que se le trasladara a una celda individual y comenzó a preparar la defensa de «Goliat». En primer lugar, hizo que Julio Sánchez Moreno volviese a declarar ante la juez de Instrucción nº 2 de Huelva, afirmando que era inocente de los delitos que le acusaban. La confesión la firmó, según él, por las presiones realizadas contra su persona por la Guardia Civil en la Comandancia. Es decir, que confesó para que lo dejaran tranquilo.

-«Goliat», digo, Julio. No se te habrá ocurrido volver por Punta Umbría, ¿verdad?

-Pues no, Don Ramón. No se me había ocurrido. Yo creo que en Punta Umbría muchos me quieren matar. Además, bueno, no sé… Yo creo que no podría volver a Punta Umbría.

-Y otra cosa te digo, si vuelves a hacerle algo a otra niña, no me busques porque no te voy a volver a defender. Aunque me hicieras millonario. ¿Lo has entendido?

-Que cosas dice usted, Don Ramón ¿Qué iba a hacerle yo a una niña? Yo estoy arrepentido… Yo, si quiere usted que le diga la verdad, lo único que pienso es en matarme y acabar cuanto antes. No se me quita de la cabeza lo de la pobre Esperancita, Don Ramón. Una criaturita como era ella, Don Ramón… tan simpática y alegre… Aquí en la cárcel parece que le dejan a uno pensar, pero cuando esté en la calle, sólo y vea a padres y madres con su hijos por la calle, no lo voy a poder resistir y me voy a matar. Se lo juro, Don Ramón.

-Deja de decir tonterías, anda. Intenta tu vida, eso es lo que tienes que hacer y no pensar en tonterías.

-Es que no me la puedo quitar de la cabeza, Don Ramón. Y también pienso mucho en sus padres, sabe. El pobre Don Evaristo y Doña Esperanza… siempre se portaron muy bien conmigo y yo mire como les pagué yo tanta… tanta ¡Ay, qué dolor más grande!… ¡Me quiero morir!… ¡Quiero morir!

-Deja de darte cabezazos contra la pared, «Goliat» que se te van a notar los goles durante la rueda de prensa… Venga ¡he dicho que dejes de darte cabezazos! Anda, hombre, no te pongas ahora a llorar.

-Usted… usted es el único amigo que tengo… bueno, usted es más que… bueno, más que un hermano…

-Yo te he ayudado a ti y tú me vas a ayudar a mí con la publicidad, Julio… Yo te he utilizado y tú me has utilizado a mí. Sino, estarías condenado a treinta años de cárcel y sin posibilidad de redención de penas. Te hubieras podrido en el truyo, Julio. No nos debemos nada.

El juicio se realizó en la Audiencia Provincial de Huelva, el 20 de noviembre de 1987. El ministerio fiscal calificó los hechos de un delito de abusos deshonestos y otro de asesinato, pidiendo veintiséis años, ocho meses y un día de reclusión mayor por un delito de asesinato y un año de prisión menor por el de abusos deshonestos. Además, una indemnización de cinco millones de pesetas a los padres de la víctima.

La acusación particular, sin embargo, fue más dura que el Ministerio Fiscal. Calificó los hechos como de dos delitos. Uno de asesinato con las agravantes de premeditación, astucia y abuso de confianza, y otro de violación. Por el primero, solicitaba la pena máxima de treinta años de reclusión mayor y por la segunda, la de veinte años de prisión menor, así como una indemnización de cien millones de pesetas a los familiares de la niña Esperancita.

El juicio resultó ser multitudinario. Declarada la vista secreta y sin público, la gente se agolpaba en la calle, aguardando las noticias de los testigos que iban saliendo después de declarar.

De ese modo se enteraron de la brillante defensa de Ramón Heredia que comenzó pidiendo la libre absolución de su defendido, al creer que ninguno de los delitos que se le imputaban estaban claros. Ni siquiera el de abusos des honestos, porque al estar muerta la niña desgraciadamente, no se podría saber si le tocó o no de forma lasciva y con intención.

Eso respecto a los abusos deshonesto -al no haber habido penetración vagina o anal, se descartó la violación- y respecto al asesinato, lo negó de plano, no hubo intención de matarla en ningún momento.

Su defendido le tapó la nariz y la boca para que dejara de gritar, no para matarla. Por lo tanto, Ramón Heredia pedía la libre absolución de su defendido.

Esperanza Gómez levantó los ojos y observó el rostro contraído de su marido.

-¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?

-Sí, no me pasa nada. ¿Por qué me lo preguntas?

-No sé, te veo un poco raro.

-Pues estoy bien. No me pasa nada.

Evaristo Rodríguez se acercó a su mujer y le pasó la mano por el pelo áspero fuerte. De joven, cuando se conocieron, Esperanza había sido una muchacha reidora y alegre, de caderas anchas y pecho opulento. Ahora era una mujer gorda triste, de ojeras profundas y negras.

-Tú a mí no me engañas, Evaristo – dijo su mujer-. Yo sé que a ti te pasa algo. ¿Es por el hotel? ¿Algo no va bien Evaristo? -Esperanza suspiró-. Habría que volver a pintar la fachada, Evaristo. Las lluvias del año pasado la han estropeado mucho. Y el neón de la puerta no enciende.

Evaristo dejó la mano unos instantes sobre la cabeza de su mujer.

-Sí – dijo él-. Tenemos que arreglar unas cuantas cosas del hotel. Oye, he arreglado todos los papeles, sabes. Las cuentas, los impuestos, la herencia… Bueno todo.

-¿Y porqué has hecho eso?

El se encogió de hombros.

-Bueno, no sé. Son cosas que hay que arreglar. Es mejor tenerlo todo arreglado Esperanza.

-Te has puesto el traje. ¿Es que vas a salir Evaristo?

-Tengo que ir a Huelva.

Esperanza ya no preguntaba. Antes, cuan pensaba que su marido era el hombre más guapo y simpático del mundo tenía celos de las empleadas del hotel, tan jóvenes y tan guapas, y de cualquier mujer que se hospedara en el hotel, pero ahora no. En realidad, desde que murió su hija había dejado de tener celos. Había dejado, también, de reírse o de preocuparse.

Lo único que hacía era respirar y permanecer en el comedor de la casa, siempre vestida de negro, observando la lámpara del techo y suspirando. Los médicos le habían recetado pastillas para dormir, pero cada: vez necesitaba más pastillas. Apenas sí dormía, sólo dos o tres horas de sueño espeso y oscuro. Mientras tanto, permanecía en silencio, al lado de su marido, pensando en su niña.

Pensaba en ella desde el día en que había nacido, hasta la tarde que desapareció y ya no la volvió a ver más. Eran nueve años de vida, pero aún la quedaban muchas cosas de ella en que pensar.

Se acordaba de todo.

De la primera vez que le dijo mamá.

De cuando se cayó de la silla y se hizo un chichón en la cabecita.

De cuando aprendió a dar los primeros pasos.

Del primer día que la llevó a la guardería.

De cómo se ponía en la ventana, esperando que llegara su padre.

De cómo le hacía daño en los pechos al mamarle su leche.

Su cara bonita, sus bracitos rosados, sus ojos chispeantes.

Ya lo creo que tenía cosas en que pensar. Tenía muchas, muchísimas. Nueve años parece poco, pero es mucho. Son muchos días, muchas horas.

-¿Y cuándo volverás, Evaristo? -preguntó ella, por decir algo- ¿Esta noche, Evaristo?

-Sí, volveré esta noche.

Evaristo Rodríguez retiró la mano de la cabeza de su mujer. Acababa de cumplir treinta y cuatro años, pero parecía una mujer gastada de sesenta. Se le había retirado la menstruación y sus cabellos, antes negros como el azabache, fuertes y espesos como el alambre, estaban ralos y veteados de canas.

Los primeros años, siguiendo las indicaciones de los médicos, intentó distraer a su mujer, llevarla de viaje, comprarle ropa… pero todo había sido inútil. Si la llevaba de viaje, no veía nada. Se quedaba quieta y veía las cosas pasar.

Sólo dormían juntos, para sentirse en el mismo lugar y embarcados en la misma pena infinita.

La sentencia número 220 de la Audiencia Provincial de Huelva de aquel año 1987, decía así:

«… el procesado, tras despedirse de un amigo que le llevó en su coche, se quedó en un bar casi una hora y media, viendo un programa deportivo en la televisión. Hacia las cinco caminó hasta la plazoleta contigua al hotel «El Parador», del que era recepcionista de noche, empleo que estaba a punto de dejar, ya que los propietarios, padres de la víctima, Esperanza Rodríguez Gómez, estaban descontentos por su falta de puntualidad y de aliño personal.

En dicha plazoleta encontró a la hija de los dueños, la mencionada Esperanza Rodríguez Gómez, de nueve años de edad, de carácter vivo y arisco, desconfiada y poco dócil con los desconocidos, pero con la que solía jugar, ya que la conocía también del colegio, de donde el procesado era entrenador del equipo de fútbol, y hacia la que sentía cierta atracción sexual. El procesado, hombre misógino, de carácter frío e introvertido, separado de su mujer y poco dado a alternar y, sostener relaciones con otras mujeres, la vio y actuando a impulsos de libidinosos deseos, concibió la idea de abusar de ella, para lo cual, prevaleciéndose de la confianza que con él tenía y tras de recoger de la recepción del hotel las llaves de la habitación y de la puerta de acceso a la planta baja del edificio muy próximo al mismo, ocupado sólo en la época estival, se acercó a Esperanza Rodríguez Gómez, diciéndole vente conmigo a la casa que te voy a enseñar una cosa.

El procesado sabía, asimismo, que las camareras y demás empleados del hotel se encontraban de excursión en Portugal, pagados por el dueño, Don Evaristo Rodríguez Ubeda, y a cuya excursión el procesado se había negado a ir,- que el mencionado Evaristo Rodríguez, dueño del hotel y padre de la niña, se encontraba en Huelva de viaje de negocios y que la madre, Doña Esperanza Gómez Castillo, se encontraba en misa.

De esta manera, el procesado, Julio Sánchez Moreno, despertó la curiosidad de la niña, la que accedió a entrar con él en dicha casa y en la habitación de tres camas, en una de las cuales se sentó junto a ella, paliándola y tocándola con manifiesto ánimo lúbrico y lascivo, los brazos y el cuerpo a través de la camisa y el pantalón que vestía, consiguiendo tumbarla sobre la cama y cubrirla con su propio cuerpo.

Advertida entonces Esperanza Rodríguez Gómez de las evidentes intenciones de su agresor y de la opresión de que la hacía objeto, alarmada, comenzó a gritar en violento forcejeo con su agresor, tratando de zafarse del mismo y diciendo: Que me voy, déjame, que se lo digo a mi madre.

Ese fue el momento en que Julio Sánchez Moreno se alarmó, temiendo que los gritos de la niña pudieran ser oídos por los vecinos de la calle y que luego ella lo delatara a su familia. Por ello, decidió evitarlo a cualquier precio. Con la mano izquierda taponó con fuerza la boca y nariz de su víctima, impidiéndole respirar, en tanto que con la derecha le sujetaba las manos, mientras seguía aprisionándola bajo el peso de su cuerpo hasta conseguir inmovilizarla, posición en la que se mantuvo durante tres minutos, tiempo durante el cual, le provocó, a través de sucesivas etapas de latencia, disneas respiratorias y consiguientes convulsiones, la pérdida del conocimiento, ulterior anoxia cerebral y muerte por asfixia y sofocación.

… el tribunal estima que los hechos son constitutivos de un delito de abusos deshonestos y otro de homicidio… las pruebas de cargo, traídas al proceso, a través de dictámenes periciales -cabellos del acusado en la colcha de la cama y la fibra textil de su camisa, hallada en las ligaduras que maniataban a la niña- hacen suponer, sin posibilidad de error, la presencia del procesado en el lugar de los hechos… en consecuencia, este tribunal condena al procesado, Julio Sánchez Moreno, de treinta años de edad, casado y separado, en trámite de divorcio, y natural de Algeciras (Cádiz), a las penas de dieciséis años de reclusión menor por el delito de homicidio y a la de un año de prisión menor por los abusos deshonestos, con las accesorias correspondientes…

El sol le dio en la cara y se sintió liviano, como si flotase.

Detrás estaba la mole de la prisión y, delante, la carretera, por la que pasaban coches veloces, y las casas.

Nunca pensó que podría sentirse tan feliz. La libertad era una cosa bastante hermosa. Ahora, lo único que tendría que hacer sena ir a la conferencia de prensa que le había organizado Ramón Heredia en su nuevo y lujoso despacho y, después… Bueno, pensaría un poco eso de irse a hacer el bacalao al golfo de Vizcaya. Estaba la posibilidad de ir a Madrid o a Barcelona, grandes ciudades donde se pasa desapercibido y donde hay grandes oportunidades de trabajo.

Al menos, mejores oportunidades que en provincias.

Respiró hondo y sonrió al sol de la mañana.

Vio que un coche se detenía cerca y prestó atención. Una figura familiar había bajado del coche y se le estaba acercando. Era una forma familiar, sí. Conocía a ese hombre. ¿Pero quién era?

Lo reconoció cuando lo tuvo a unos metros. Había adelgazado mucho y el cabello se le había envanecido. Era Evaristo Rodríguez, su antiguo patrón, el dueño del hotel «El Parador», el padre de Esperancita, el hombre de Punta Umbría.

Abrió la boca para sonreír.

El hombre de Punta Umbría sacó algo metálico del bolsillo de la chaqueta. Algo que refulgió al sol.

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