Josefa Mas Cañadas

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La envenenadora de Algemesí

  • Clasificación: Asesina
  • Características: Intereses económicos - Actuó en colaboración con su esposo y una cómplice para exprimir a un labrador que se dejó embaucar
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 29 de mayo de 1955
  • Perfil de la víctima: Miguel Lerma Magraner, de 56 años
  • Método del crimen: Veneno (arsénico y oxicianuro de mercurio)
  • Lugar: Algemesí, Valencia, España
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Josefa Mas Cañadas

Marisol Donis

En este caso se mezclan una serie de circunstancias que le hacen parecer un compendio de criminología.

Por un lado tenemos a Francisco Molla, de cuarenta y dos años, y Josefa Mas Cañadas, de treinta y seis, matrimonio residente en Algemesí (Valencia). Esta pareja, según vecinos y conocidos, era la «oveja negra» de sus respectivas familias; todos trabajadores infatigables, sin tacha. Pero Josefa y Francisco eran vagos por naturaleza y les gustaba el dinero conseguido sin esfuerzo. Regentaban una carnicería en Algemesí, en donde sisaban a los clientes y estafaban a los proveedores. Cuando su mala fama alcanzó cotas insostenibles, abandonaron el pueblo en compañía de sus hijos. Los que les conocían respiraron aliviados.

En Algemesí, en la barriada Acequia Real, vive una vieja mendiga que pide limosna aunque nadie se explica por qué lo hace ya que es propietaria de la casa en la que vive y además se gana un «sobresueldo» como vidente y podríamos decir que hechicera. Vende pócimas, bebedizos y misteriosos sobrecitos. No se sabe de dónde le viene el sobrenombre de «la Americana».

Por otro lado, en Benifayó viven el matrimonio formado por Miguel Lerma, de cincuenta y seis años, agricultor, y Carmen Rodríguez, con sus dos hijas. La convivencia de esta pareja no se caracteriza por su armonía y deciden separarse. Miguel vende unas tierras y con el dinero marcha a su lugar de nacimiento: Almusafes, en plena Albufera. Allí residen sus padres y hermanos, también agricultores.

En un momento dado, Miguel Lerma entra en contacto con el matrimonio Molla y juntos se instalan en Lérida, en la misma casa. Allí dilapidan todo el dinero del primero. Ya sin un céntimo, regresan a Almusafes en donde a Miguel todavía le queda una casa de su propiedad, en la calle Purísima. Pero necesitan dinero para mantenerse. A esas alturas ya son siete personas habitando la vivienda, el matrimonio, sus cuatro hijos, de edades comprendidas entre los tres y los nueve años, y el propio Miguel, que comienza a trabajar como jornalero de sus parientes en el campo. Francisco y Josefa se dedican a la venta de quesos.

Todo es poco para tantas bocas, así que Miguel decide vender la casa para mudarse a otra más pequeña. Le dan por ella 28.000 pesetas y con ese dinero compra, de nuevo en Algemesí, otra más pequeña y lógicamente más barata que le permite disponer de dinero para gastar. La casa es una «casucha» con sólo dos habitaciones, una cocina y un establo. Curiosamente, la pone a nombre de Francisco.

A partir de ese momento, entra en sus vidas Antonia, la vidente, a la que el matrimonio presenta como su tía. Miguel debió estremecerse ante esa mujer bisoja y jorobada con apariencia de verdadera bruja. Cada vez que Antonia visita la casa, pone en la mano de Francisco una papelina o un frasquito.

Miguel, hasta entonces con una salud de hierro, comienza a sentirse mal en mayo de 1955, con un decaimiento extremado que él achaca al exceso de trabajo en el campo. Luego aparecen los calambres y dolores en las piernas. Pero de ahí no pasa, y eso anima a Josefa a pedir en la droguería algún matahormigas. Los síntomas de Miguel se hacen cada vez más severos porque los vómitos y diarreas son continuos y hasta él mismo comienza a sospechar que ya nada de eso tiene que ver con el trabajo a destajo.

Josefa visita al médico y le pide algo para el reúma que padece su amigo, y el médico, sin sospechar nada raro, le receta antinflamatorios y analgésicos.

A finales de mayo, Miguel se agrava y ruega a Josefa que le traiga a un conocido curandero de la localidad, Eugenio Beltrán Rubio, alias «Pach», que en un gesto que le honra, al ver el estado del enfermo le recomienda que avise de inmediato al médico. Nadie hace caso de la sugerencia y prosigue el agravamiento del enfermo que, para entonces, ya presenta un estado físico lamentable e irreversible.

Fallece después de una terrible agonía el día 29.

Que un hombre con buena salud enferme de forma tan repentina y la insistencia de Francisco en que se le entierre esa misma noche, aunque sea con ayuda de linternas, hace sospechar a la Guardia Civil. El teniente coronel Antonio Díaz Carmona, jefe del Servicio de Información de la comandancia de la Guardia Civil de Valencia, es el quinto personaje de esta historia. Este gaditano, por entonces de cincuenta y un años de edad, hombre culto que hizo sus pinitos como escritor colaborando en varias revistas y publicando un libro, El Comandante de Puesto, contaba con un equipo de hombres que contribuyeron al esclarecimiento de muchos actos delictivos. Gracias a ellos, este crimen no quedó impune.

En un registro que se hizo en la casa encontraron dos botes de arseniato sódico y un frasco de oxicianuro de mercurio. Josefa fue detenida y en el interrogatorio confesó añadir en el café unas cucharadas de arsénico y en la leche unas gotas de oxicianuro de mercurio.

El 11 de junio se procedió a la exhumación del cuerpo de Miguel, encontrándose en sus vísceras esos dos venenos.

Se detuvo a los tres implicados en el crimen: la pareja formada por Francisco y Josefa, y Antonia.

El criminólogo Bernaldo de Quirós defendía una teoría con respecto a cualquier pareja homicida: minuendo y sustraendo como en la resta; el sustraendo es el inductor y, en el delito de dos, el verdadero criminal.

En este caso, no sabemos cuál de los dos sería el verdadero inductor pues decidieron matar a su víctima cuando comprobaron que ya nada más podrían sacarle. No le quedaba ni un céntimo y la casa estaba a nombre de ellos; por tanto, estorbaba. Lo que sí parece estar claro es que la que administró el veneno fue Josefa.


Josefa Mas Cañadas, la envenenadora de Algemesí

Francisco Pérez Abellán

La codicia transforma a una madre de familia en un ser sin escrúpulos dispuesto a conquistar la cota de la riqueza aunque sea al precio de la vida humana. Acompañada por un consentido y utilizando como cómplice a una viuda acostumbrada a cargar con las culpas de la superstición, exprime primero, y expulsa de su horizonte después, al ingenuo que se dejó embaucar.

Era una mujer de estatura regular, vivaracha, que se le notaba que era ella la que tomaba las decisiones en su pareja. Su rostro era agraciado y, más que atractivo corporal, lo que tenía era desparpajo para jugar con los hombres. El primero, su marido, Francisco Mollá Lledó, nacido en Guadasuar, tenía cuarenta y dos años cuando sucedieron los hechos. Josefa, por su parte, había nacido en Algemesí, treinta y seis años antes. Esta es una peripecia de gente inculta, pero ladina, a la que mueve la codicia. La carga de perversidad que alienta en el fondo del relato no se entendería lejos de los caminos de naranjos bajo el cielo azul mahón levantino.

Durante más de ocho meses, Josefa, ayudada por su esposo y una cómplice, se propuso exprimir a un labrador ingenuo para quitarle todas sus posesiones y, por fin, arrebatarle la vida. Su plan funcionó hasta el final, llegando a estar muy cerca de salir con bien del más pérfido propósito jamás meditado.

La protagonista de esta historia de terror procede de una familia humilde que vivía de la tierra dedicándole muchas horas. Ni ella ni su marido salieron con esa afición. Desde los primeros años de su unión se proponen huir del trabajo agotador, sin renunciar a enriquecerse por otros medios. La forma elegida son los negocios de dudosa gestión. Comienzan con una carnicería en Algemesí en la que pasa de todo. Enemigos declarados del sacrificio, son incapaces de hacer que funcione el comercio. Acumulan tantas deudas, y tan mala fama, que se ven obligados a dejarlo todo para marcharse del pueblo perseguidos por los acreedores. Ya entonces se extienden los rumores sobre la excesiva familiaridad de Josefa con los hombres, mientras se cimenta la fama del marido como consentidor de las aventuras de su esposa.

El objetivo que parece mover a la pareja es el enriquecimiento rápido y sin esfuerzo. A ello subordinan toda moral o consideración. Josefa se lanza a la consecución de sus objetivos seguida por Francisco Mollá, que se gana cumplida fama de disponer de la mansedumbre de quien pretende vivir del favor de la mujer propia. El tercero en este grupo es la víctima, un hombre de cincuenta y seis años, agricultor, Miguel Lerma Magraner, natural de Almusafes. Casado con Carmen Rodríguez, de Benifayó, con la que tuvo dos hijas, y separado de la mujer al final de unos años de discreta felicidad conyugal. Miguel era alto, fuerte, y con ideas propias. Al separarse dejó a la esposa e hijas en Benifayó y se estableció en Almusafes donde residía el grueso de su familia, padres y hermanos. Como todos, poseía su parte de hacienda, era amante del campo y ahorrador, pero tenía un punto de arriesgado que le empujaba a buscar soluciones demasiado originales a sus problemas. Durante algunos años tuvo historias que no pasaron a mayores por diversos pueblos de los alrededores de Valencia, pero no es hasta que decide dejar la provincia cuando se sabe que su carácter ha cambiado. De pronto, decide marcharse a Lérida, en compañía de una pareja, Josefa y Francisco, a los que ha conocido sin que se explique bien cómo y con los que parece que quiere iniciar algún extraño negocio.

La composición de lugar que se hacen quienes conocen a Miguel, el de Almusafes, es que ha sido convencido por Josefa, la atractiva esposa, para que comparta con el matrimonio los miles de duros que ha reunido por la venta de las tierras que fueron de su madre. Lo que los más allegados saben de las andanzas del trío por tierras leridanas hablan de que viven en común, compartiendo más cosas de las que la vergüenza aconseja. Cuando se termina el dinero que aportó Miguel, puesto que la pareja salió de la tierra de huerta y naranjas con lo puesto más alguna que otra deuda por pasados descalabros, los tres vuelven al pueblo como si tal cosa. Se instalan en una casa propiedad de Miguel en la calle Purísima, 53, que forma parte del patrimonio que no ha logrado fundir todavía acompañado de sus siniestros socios.

Los tres comparten vivienda. Josefa y su marido se avienen a vender quesos que fabrican unos parientes de Miguel, y a este no le queda otro remedio que ponerse a trabajar hasta deslomarse en las tierras de sus parientes, a cambio de un jornal. Pero el nivel de vida que el trío pretende no lo alcanzan con tan modestos esfuerzos, por lo que Miguel decide poner en venta la casa heredada de la madre, que liquida en un buen montón de duros con los que todos se trasladan a Algemesí, donde adquiere una nueva vivienda, en la calle Pilar, 59. Con evidente sorpresa para quienes ignoran la naturaleza de las relaciones entre los esposos y su perenne benefactor, esta nueva propiedad se pone a nombre del esposo de Josefa, Francisco Mollá. Tan inusual decisión granjea al propietario que adquiere sin poner nada de dinero, puesto que nada tenía, el remoquete de aprovechado, y a ella se la tilda de provocadora que ha sido capaz de embrujar a Miguel.

En la casa en la que vive de prestado, Miguel, el de Almusafes, comparte las dependencias, que consisten en dos cuartos estrechos, una pequeña cocina y un establo, con Josefa y Francisco, además de con los cuatro hijos de éstos, que están por la época entre los tres y los nueve años. Ha vuelto al campo de jornalero por un mísero salario y, de vez en cuando, tiene trifulcas con Josefa, pues son los dos caracteres dominantes del extraño grupo familiar. A finales de febrero, un buen día que a todos sorprende, aparece por el hogar una mujer viuda, con fama de bruja, Antonia Vicenta Castán Miravalls, a la que llaman la Americana. Es pariente lejana del marido de Josefa, y en calidad de tal menudea sus visitas. Los vecinos se hacen cruces al verla, pues en verdad tiene un chocante aspecto, vestida de negro, con los ojos saltones, baja de estatura y corcovada. Al poco de presagiar malaventuras la temida silueta de la anciana, Miguel Lerma Magraner comienza a sentirse enfermo. Primero nota que le falta el apetito y después que pierde vigor hasta sentirse extenuado por nada. Las piernas le tiemblan y se levanta tan cansado como si no hubiera dormido nunca.

Desde los primeros síntomas, el mal desconocido irá devorándole sin dejarle. Si en vez de estar corroído por el dolor hubiera podido prestar atención, se habría dado cuenta de que su estado empeoraba, pájaro de mal agüero, coincidiendo con las visitas de la vieja viuda. Por su parte, Josefa Mas frecuenta la droguería de la calle Lepanto, 6, propiedad de José María Campos Oliva, donde comenta que está desesperada ante la invasión de hormigas que sufre su vivienda. Una plaga que no respeta nada, temiéndose que acabe con cuanto encuentra en su camino, por lo que se lleva grandes cantidades de arseniato de sodio, un eficaz insecticida, que ingerido por un ser humano puede producirle ahogos, ataques de asfixia, ponerle las piernas de plomo y accesos dolorosos en espalda y riñones, exactamente, qué casualidad, las afecciones que mantienen postrado a Miguel en el lecho, quien, lejos de sospechar nada, se abandona en poder del matrimonio, aislado de sus familiares directos, que quizá le pudieran haber auxiliado.

Josefa le lleva medicamentos contra el reuma y extiende la especie de que Miguel padece mala circulación sanguínea, mientras el enfermo se va quedando cada vez más perdido e indefenso.

La semana final del mes de mayo de 1955, el enfermo empeora, por lo que, viéndose muy mal, recurre a llamar a un curandero, que acude sin poder diagnosticarle lo que padece. Desde ese instante las noches transcurren entre ahogos y dolores en las piernas que se le asemejan como si fueran de palo. No tiene la inspiración de llamar a ninguno de sus hermanos, por lo que solo acude a visitarle la vieja señora, Antonia Vicenta, quien se entretiene en el domicilio más que en otras ocasiones. A las nueve de la noche del 29 de mayo, Miguel expira. La labor desarrollada por Josefa da su resultado, puesto que el médico, al que ha ido poniendo en antecedentes con rigurosa puntualidad, certifica el parte de defunción como muerte por lesión cardiaca. Los allegados de Miguel dan por bueno que ha fallecido de muerte natural. Josefa, que se ha salido con la suya, precisa de la colaboración de su marido para meter bajo tierra a Miguel a la mayor brevedad. Pese a que Francisco Mollá actúa con diligencia, el duelo del entierro se retira abandonando el cadáver en el depósito a la espera de la orden de enterramiento que no llega a su hora.

Pasada la medianoche, como en una escena de cine gótico, Francisco se presenta en la vivienda del enterrador con la autorización municipal para la inhumación. Tiene prisa por abandonar el cuerpo en la tumba. Solicita, ruega, persuade. Consigue que el sepulturero se preste a trasladar al desventurado Miguel a la fosa. Los dos lo llevan, alumbrados por la luna, hasta el agujero abierto. Pero, una vez allí, se niega a darle tierra hasta que no sea de día. Francisco vuelve a su anterior apremio, argumenta razones humanitarias; se ve que no puede descansar hasta que sepa el asunto zanjado. El sepulturero se mantiene firme en su deber y Francisco se marcha a su casa, pesaroso, confiado en que el funcionario termine su tarea en cuando haya luz. El otro así lo hace, y, con el cadáver en su sitio, todo debería haber terminado si los agentes del Servicio de Información de la Guardia Civil, al mando del teniente coronel Antonio Díaz Carmona, no hubieran recibido un aviso que les hizo iniciar la investigación.

En Algemesí, Benifayó y Almusafes quedan retazos de una historia que conforma un cruel drama rural del que resulta protagonista principal Josefa Mas Cañadas, que es detenida por los agentes y trasladada al cuartel de Algemesí. Sometida a un torrente de preguntas, termina por confesar que seguramente por equivocación debió de dar a Miguel, el de Almusafes, del bote de los polvos de arseniato de sodio en vez de azúcar que le pedía para el café. Es el primer paso para que confiese que con la ayuda de su esposo, Francisco Mollá, acordaron eliminar a Miguel Lerma, puesto que ya no tenía más dinero que pudieran sacarle. En este propósito les ayudó Antonia Vicenta Castán. Detenidos todos, y aceptadas sus culpas, se procedió a la exhumación del cadáver, comprobándose que la muerte se produjo por envenenamiento de oxicianuro de mercurio y arsénico.

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