
El crimen de la Pensión de la Perla
- Clasificación: Asesina
- Características: Envenenadora
- Número de víctimas: 2
- Fecha del crimen: 8 de diciembre de 1893
- Fecha de detención: Día siguiente
- Fecha de nacimiento: 1861
- Perfil de la víctima: Su marido, Tomás Huertas, y una criada, Francisca Griéguez, de 13 años
- Método del crimen: Veneno (estricnina)
- Lugar: Murcia, España
- Estado: Ejecutada en el garrote vil el 29 de octubre de 1896
Índice
- 1 Josefa Gómez Pardo – «Que Josefa muera agarrotada»
- 2 La ejecución de Josefa
- 3 Historias de Murcia: Josefa Gómez La Perla
- 4 La ejecución pública por un crimen pasional que dividió a los habitantes de Murcia
- 5 La Perla de Murcia, asesina que murió «indudablemente santa»
- 6 El crimen de la Pensión de la Perla
- 7 La última y triste ejecución pública en España
Josefa Gómez Pardo – «Que Josefa muera agarrotada»
Antonio Botías – Laverdad.es
6 de julio de 2008
«¡Válgame Dios, con lo que yo quería a mi Tomás!». Estas fueron las palabras exactas que Josefa Gómez, 32 años, de extraordinario porte y belleza, pronunció al ser detenida por el envenenamiento de su marido, Tomás Huertas, y de una criada, Francisca Griéguez, de 13 años. Sucedió en 1893, en la casa de huéspedes La Perla de Murcia, que el matrimonio regentaba en la calle Porche de San Antonio, detrás de San Bartolomé.
En La Perla se hospedó algún tiempo Vicente del Castillo, de 36 años, casado y apuesto, quien a menudo tomaba estricnina porque padecía del estómago. El 8 de diciembre de 1893, Tomás bebió una taza de café de puchero, al que añadió ron Negrita, antes de dirigirse al Teatro Romea. Nunca lo alcanzó. A los pocos minutos regresó agonizante. La criada, que también había tomado café, caía fulminada. Los médicos hallaron los cuerpos ennegrecidos y desfigurados, apenas reconocibles.
Josefa fue detenida tras el primer interrogatorio. Confesó que Vicente le había aconsejado administrar a su marido cierta cantidad de estricnina «para calmarle los celos y el gusto por el juego». Y la mujer así lo hizo. Otra criada declararía que, el día de autos, Josefa le ordenó tirar una botella al pozo y reveló que su ama mantenía relaciones con Vicente.
Ella lo negó hasta la muerte, aunque dijo que él se le había insinuado. Josefa fue acusada de parricidio y asesinato, lo que le valió la pena de muerte, y Vicente, con dos asesinatos, cadena perpetua.
El farragoso juicio y el desamparo en que quedarían el hijo y la hija de Josefa hizo reaccionar a la sociedad murciana.
El 23 de octubre de 1896, Martínez Tornel publicaba la noticia de que no habría indulto para la mujer, quien en su celda se negaba a probar bocado. Caían en saco roto las «súplicas de perdón y clemencia de todas las autoridades, de todas las corporaciones, de todas las personas de valía e influencia». La sociedad murciana enfureció. Desde Cartagena se trasladaron 40 soldados de infantería para mantener el orden.
El 28 de octubre llegó desde Valencia el verdugo. Se llamaba Pascual, padre de tres hijos. Su anterior profesión era la de carpintero. Los ciudadanos llenaron calles y plazas para increparlo. Ningún mozo en la estación de trenes se ofreció a coger su maletín y no hubo carruajes dispuestos a trasladarlo. Entró a pie en la ciudad, escoltado por cinco guardias civiles y varios soldados, que no evitaron que alguien le lanzara un pedrusco al atravesar el Puente Viejo. Muy cerca de allí, junto al muro del río, comenzó a levantarse el patíbulo.
Más guardias civiles
Las protestas arreciaron hasta el extremo de que el verdugo dirigió un telegrama al Consejo de ministros: «En vista del triste espectáculo que Murcia presenciará, y sin que esto signifique apocamiento de mi ánimo, pido el indulto a la desventurada rea».
En la Central de Telégrafos establecieron contacto permanente con Madrid por si se concedía esta gracia mientras llegaban a la ciudad más guardas civiles. Los párrocos también se movilizaron para acompañar a Josefa en la cárcel durante el día y la noche que le restaban de vida.
El Ayuntamiento de Murcia se reunió en sesión extraordinaria para forzar el indulto. Incluso acordaron constituir el Consistorio permanente hasta el instante de la ejecución. Desde La Glorieta parten telegramas de última hora para el rey Alfonso XII, su madre y el mismísimo Papa. Poco después, el gobernador recibe al Ayuntamiento en pleno y envía un nuevo telegrama al presidente, Cánovas del Castillo.
La respuesta, que será criticada por su rival político, Práxedes Mateo Sagasta, es desoladora: «La horrible frecuencia con que se cometen crímenes como el de Josefa Gómez impiden al Gobierno aconsejar su indulto. Se cumplirá por tanto la Ley».
El día anterior a su muerte, Josefa asistió a una misa en la cárcel, rodeada de sacerdotes y hermanos de la Cofradía del Rosario. Los cronistas relatan el fervor de la condenada, manifestando que ante Dios era inocente y consolando a quienes intentaban consolarla. Llegaría a advertir: «Son ya de más las horas que estoy en este mundo. Sólo quiero que la Virgen me lleve a su lado».
El momento más triste se produjo con la última visita de sus dos hijos, de apenas 8 y 10 años de edad. Así lo relata Martínez Tornel: «No lloró porque ni sus ojos tenían ya lágrimas. Las pobres criaturas llevaban pintada en sus semblantes la más triste amargura». Josefa, al ver al niño llorar, le dijo: «¿Válgame Dios, hijo, un hombre como tú llorar!». «Los que presenciaron tan trágica escena no la olvidarán nunca», apostilla Martínez Tornel.
El día de su ejecución, Josefa fue trasladada al patíbulo en una carreta. Todos los comercios cerraron en señal de luto. Unos 12.000 murcianos la acompañaban. Sus últimas palabras fueron para el párroco de San Antolín, que le preguntó si daba por bien empleados los sufrimientos pasados en esta vida.
«Yo no he sufrido nada comparado con el bien que voy a lograr de mi salvación», respondió ella. «A las 8 y 25 minutos – publicaría después El Diario-, arrepentida, contrita, santificada, e indudablemente santa, ha entregado el cuello al verdugo y su alma a Dios». Acababa de celebrarse la última ejecución pública en España.
La ejecución de Josefa
Benjamín Amo – Laopiniondemurcia.es
28 de agosto de 2014
Sería en 1896, tres años después del crimen, cuando tuvo lugar la última ejecución pública en España, concretamente en pleno corazón de la ciudad de Murcia. El suceso, que impactó a todos los habitantes de la ciudad, acaeció en la casa de huéspedes La Perla de Murcia, que se encontraba en la calle Porche de San Antonio, detrás de San Bartolomé.
La protagonista de la historia, Josefa Gómez de 32 años, regentaba dicha pensión, y fue detenida por el envenenamiento de su marido, Tomás Huertas que junto a ella dirigía el negocio, y de una criada, Francisca Griéguez, de 13 años.
En La Perla se hospedó durante algún tiempo Vicente del Castillo, de 36 años, quien a menudo tomaba estricnina porque padecía del estómago. El 8 de diciembre de 1893, Tomás bebió una taza de café de puchero, antes de dirigirse al Teatro Romea. Nunca lo alcanzó. A los pocos minutos regresó agonizante. La criada, que también había tomado café, caía fulminada. Los médicos hallaron los cuerpos ennegrecidos y desfigurados, apenas reconocibles.
Josefa fue detenida tras el primer interrogatorio. Confesó que Vicente le había aconsejado administrar a su marido cierta cantidad de estricnina «para calmarle los celos y el gusto por el juego». Otra criada declararía que, el día de autos, Josefa le ordenó tirar una botella al pozo y reveló que su ama mantenía relaciones con Vicente.
Ella lo negó hasta su triste final, aunque reconoció que él si le había hecho propuestas indecorosas. Josefa fue acusada de parricidio y asesinato, lo que le valió la pena de muerte, y Vicente, como cómplice de dos asesinatos, fue condenado cadena perpetua.
El intrincado juicio y el desamparo en que iban a quedar el hijo y la hija de Josefa hizo reaccionar a la sociedad murciana, que se lanzó a la calle para pedir el perdón para la condenada.
El 23 de octubre de 1896, Martínez Tornel publicaba la noticia de que no habría indulto para la mujer, quien en su celda se negaba a comer. Caían en saco roto las «súplicas de perdón y clemencia de todas las autoridades, de todas las corporaciones, de todas las personas de valía e influencia». La sociedad murciana estaba indignada. Incluso desde Cartagena se trasladaron 40 soldados de infantería para mantener el orden en las calles.
El 28 de octubre llegó desde Valencia el verdugo. Su anterior profesión era la de carpintero. Los ciudadanos llenaron calles y plazas para increparlo. Nadie en la estación de trenes se ofreció a coger su maletín y no hubo carruajes dispuestos a trasladarlo. Entró a pie en la ciudad, escoltado por cinco guardias civiles y varios soldados, que no evitaron que alguien le lanzara alguna piedra al cruzar el Puente Viejo.
Las protestas arreciaron hasta el extremo de que el verdugo dirigió un telegrama al Consejo de ministros: «En vista del triste espectáculo que Murcia presenciará, y sin que esto signifique apocamiento de mi ánimo, pido el indulto a la desventurada rea».
En la Central de Telégrafos establecieron contacto permanente con Madrid por si se concedía esta gracia, los párrocos también se movilizaron para acompañar a Josefa en la cárcel durante el día y la noche que le restaban de vida.
El Ayuntamiento de Murcia se reunió en sesión extraordinaria para forzar el indulto. Incluso acordaron constituir el Consistorio permanente hasta el instante de la ejecución. Poco después, el gobernador recibe al Ayuntamiento en pleno y envía un nuevo telegrama al presidente, Cánovas del Castillo. La respuesta es desoladora: «La horrible frecuencia con que se cometen crímenes como el de Josefa Gómez impiden al Gobierno aconsejar su indulto. Se cumplirá por tanto la Ley».
El día de su ejecución, Josefa fue trasladada al patíbulo en una carreta. Todos los comercios cerraron en señal de luto. Unos 12.000 murcianos la acompañaban. Sus últimas palabras fueron para el párroco de San Antolín, que le preguntó si daba por bien empleados los sufrimientos pasados en esta vida: «Yo no he sufrido nada comparado con lo que han de sufrir aquellos que no han querido de mi salvación», respondió ella.
Hay quien dice que todavía cada 29 de octubre en la plaza Ronda de Garay de la ciudad de Murcia, Josefa vuelve a sufrir su terrible y trágico final…
Historias de Murcia: Josefa Gómez La Perla
Murciadescalza.blogspot.com
12 de diciembre de 2014
Hoy vamos a descubrir un capítulo de la historia negra de Murcia. Vamos a conocer la historia de amor, de engaño, de asesinato, de condena y de ajusticiamiento de Josefa Gómez, conocida como La Perla.
Un suceso que dividió a la ciudad, removió conciencias y que se convirtió en la última ejecución pública en España.
Josefa Gómez y su marido Tomás Huertas regentaban en la calle Porche de San Antonio, actual calle Poeta Sánchez Madrigal detrás de San Bartolomé, la pensión La Perla de Murcia.
Josefa, una joven de gran belleza madre de dos hijos, de 8 y 6 años, no era muy feliz al lado de su marido. Los vecinos eran testigos de las discusiones constantes de la pareja.
El 8 de diciembre de 1893, Tomás le dijo a su mujer que se iba a pasar la tarde al Teatro Romea. Comieron juntos y tomaron café, a Tomás su taza de café de puchero le supo muy amargo y no se la terminó. Se marchó entonces al teatro pero a mitad de camino empezó a sentirse mal, unos vecinos lo encontraron en mitad de la calle retorciéndose de dolor y lo llevaron a casa donde a los pocos minutos falleció.
En la pensión trabajaba Francisca Griéguez, una criada de 13 años, que también se sintió enferma con los mismos dolores que su patrón y que también murió muy rápido. Francisca al retirar la taza de café bebió lo que quedaba en la de Tomás. Los médicos hallaron los cuerpos ennegrecidos y desfigurados, apenas reconocibles.
Cuando se presentó en la casa el forense, Josefa fingió estar enferma para darle a entender que todos se habían envenenado, pero el médico la descubrió al ver que estaba sana.
Josefa fue detenida tras el primer interrogatorio, confesó que Vicente del Castillo, un huésped de 36 años muy moreno y apuesto, le había aconsejado administrar a su marido cierta cantidad de estricnina para calmarle los celos y el gusto por el juego. Tras las primeras investigaciones se descubrió que existía una relación entre ellos. Ella lo negó hasta su triste final, aunque reconoció que él si le había hecho propuestas indecorosas.
Vicente era un hombre casado que había venido a Murcia por un trabajo en la Secretaría de Instrucción Pública (Educación) tomaba a menudo estricnina porque padecía del estómago. En esa época la estricnina se obtenía en la farmacia porque era utilizado en bajas dosis como remedio.
Más tarde otra criada mencionó a la policía que, el día de autos, Josefa le ordenó tirar una botella de ron Negrita al pozo, la policía encontró la botella y se descubrió que contenía el veneno que había causado la muerte a Tomás y Francisca.
Josefa y Vicente fueron detenidos y el juicio se celebró dos años después, el 21 de noviembre de 1895. Josefa negó haber matado deliberadamente a su marido, alegando que le dio la estricnina para quitarle los celos y su afición a las cartas y Vicente alegó que la estricnina la usaba por prescripción de su médico para sus dolores de estómago y negó haberla comprado para matar a Tomás.
De nada sirvieron sus alegaciones, Josefa fue acusada de parricidio y asesinato y condenada a morir a garrote vil. Vicente fue condenado a cadena perpetua por considerarlo cómplice de los dos asesinatos.
Entonces fue cuando la sociedad murciana se movilizó. Un confuso juicio que no había aclarado la verdad y unos niños que iban a quedar huérfanos y desamparados hicieron reaccionar a los murcianos, que se lanzaron a la calle para pedir el perdón para la condenada.
En octubre de 1896 se publica la noticia de que no habría indulto para La Perla. Los murcianos estaban indignados. Desde Cartagena se enviaron 40 soldados de infantería para mantener el orden en las calles.
El 28 de octubre llegó desde Valencia el verdugo. Los ciudadanos le esperaban a pie de tren para increparlo. Nadie en la estación de trenes se ofreció a coger su maletín y no hubo carruajes dispuestos a trasladarlo. Entró a pie en la ciudad, escoltado por guardias civiles y soldados que no impidieron que alguna piedra le alcanzara al cruzar el Puente Viejo.
Las protestas eran tantas que hasta el verdugo pidió el indulto para Josefa. La ciudad de Murcia se volcó con la joven, los curas no la dejaron ni un momento sola en sus últimos días de vida, el Ayuntamiento de Murcia se reunió en sesión extraordinaria para forzar el indulto. Incluso se constituyó el Consistorio permanente hasta la ejecución.
Finalmente el presidente Cánovas del Castillo sentencia: La horrible frecuencia con que se cometen crímenes como el de Josefa Gómez impiden al Gobierno aconsejar su indulto. Se cumplirá por tanto la Ley.
La última voluntad de Josefa se otorgó en la capilla de la cárcel a las 21:40 horas poco antes de ser ajusticiada. Deja herederos a sus hijo Francisco y María de la Fuensanta.
El día de su ejecución todos los comercios cerraron en señal de luto. Unos 12.000 murcianos la acompañaban. Sus últimas palabras fueron para el párroco de San Antolín, que le preguntó si daba por bien empleados los sufrimientos pasados en esta vida: Yo no he sufrido nada comparado con lo que han de sufrir aquellos que no han querido de mi salvación, respondió ella.
A las 8 y 25 minutos -publicaría después El Diario-, arrepentida, contrita, santificada, e indudablemente santa, ha entregado el cuello al verdugo y su alma a Dios. Hay quien dice que todavía cada 29 de octubre en la plaza Ronda de Garay de la ciudad de Murcia, Josefa vuelve a sufrir su terrible y trágico final…
Y aquí termina, o no, este capítulo de la historia oscura, misteriosa de la ciudad de Murcia, ¿un crimen pasional? ¿Un asesinato premeditado? Nunca lo sabremos.
La ejecución pública por un crimen pasional que dividió a los habitantes de Murcia
Blogdejuanpardo.blogspot.com
En 1896 era ejecutada públicamente, mediante el garrote vil, Josefa Gómez Pardo (conocida como «la Perla») quien tres años atrás había envenenado a su marido y sin pretenderlo a su joven criada. Muchos fueron los murcianos que expresaron su queja por tal ejecución e incluso el alcalde llegó a enviar una carta al papa León XIII pidiendo su intermediación ante el Estado Español
El 8 de diciembre de 1893, Francisca Griéguez, de 13 años de edad, apuró una taza de café que había quedado a medias y que no se había terminado de beber Tomás Huertas, el propietario de la fonda «La Perla Murciana» donde trabajaba como criada. Pocos minutos después de ingerirlo la muchacha empezó a encontrarse mal, dirigiéndose hasta su habitación donde fallecería súbitamente.
Coincidiendo con el momento de la muerte de la joven criada, un grupo de vecinos llegaba hasta la fonda llevando consigo a un moribundo Tomás, quien se había desplomado en plena calle tras salir para dirigirse al teatro.
Estos dos repentinos y misteriosos fallecimientos hicieron que se personara un juez y un forense que ordenaron el inmediato traslado de los cuerpos para que se les practicara la autopsia y donde se determinó que habían ingerido estricnina (potente y mortífero veneno utilizado comúnmente como pesticida).
Todas las sospechas sobre la autoría de ambos crímenes recayeron en Josefa Gómez Pardo, la esposa del fallecido.
Josefa era apodada como «la Perla» (de ahí el nombre de la fonda que regentaba) y desde hacía un tiempo mantenía una relación adúltera con Vicente del Castillo, un albaceteño que había vivido como huésped en la fonda cuando llegó a Murcia y que desde un tiempo residía en una casa de alquiler junto a su esposa e hijos.
A pesar de estar ambos casados, una pasional relación amorosa nació entre ellos siendo tan evidente que incluso el propio Tomás se percató y montó una violenta escena de celos a su esposa. Por tal motivo, los amantes decidieron poner fin a la vida del esposo y para ello utilizaron el mencionado veneno conseguido por Vicente y que Josefa diluyó en un poco de café.
Con lo que no contaban era que se dejaría parte de la bebida en la taza y que la joven Francisca se lo terminaría, por lo que sin pretenderlo también envenenaron a la criada.
La Perla declaró que había administrado el veneno a su marido no con intención de matarlo sino para aminorar sus excesivos ataques de celos, así como su afición al juego.
Los amantes fueron detenidos, puestos a disposición judicial y tras la celebración de un juicio en el que un tribunal popular los encontró culpables de los hechos, se condenó a Vicente a cadena perpetua y a Josefa a la pena de muerte.
El juez dictaminó que la ejecución de «la Perla», mediante el garrote vil, debía ser ejemplarizante, motivo por el que se realizaría en una plaza pública. Esto enfureció a muchos habitantes de la localidad que encontraron aberrante la decisión del magistrado.
La población se dividió en dos grupos, habiendo un gran número de personas que esperaba con ansias poder asistir a la ejecución pública y al mismo tiempo otro numerosísimo con todos aquellos que se oponían tanto a la pena capital como a que ésta se hiciera de un modo público y morboso.
Varios fueron los periódicos que a través de extensos artículos criticaban la decisión judicial haciendo llegar una petición al alcalde para que éste intercediera ante el gobierno de la nación para que se le concediera el indulto o conmutación de la pena de muerte por el de cadena perpetua. Incluso desde el ayuntamiento se remitió una carta al Vaticano para que el papa León XIII intercediera ante el Estado Español.
Pero todas las peticiones populares fueron desoídas y a las 8:25 horas de la mañana del 29 de octubre de 1896 Josefa Gómez Pardo fallecía tras ser ejecutada por el verdugo Pascual Ten Molina.
Cabe destacar que algunas crónicas explican que era tal la belleza de «la Perla» que el propio verdugo se enamoró repentina y perdidamente de ella cuando la visitó en la celda e incluso su nombre era uno de los que aparecían en la petición de indulto.
La de Josefa Gómez Pardo «la Perla» consta como la de la última mujer ejecutada públicamente en España. Algunas fuentes indican que fue la última ejecución pública en general, pero en realidad el último ejecutado púbico fue Rafael Gancedo González en 1899 en Tineo (Asturias).
La Perla de Murcia, asesina que murió «indudablemente santa»
Ana Lucas – Laopiniondemurcia.es
10 de abril de 2016
«Arrepentida y santificada, ha entregado el cuello al verdugo y su alma a Dios», escribían los diarios sobre Josefa Gómez, ajusticiada por matar con veneno a su esposo y a una criada de sólo 13 años en 1893.
Envenenadora. «¡Que el Padre celestial de las Misericordias la haya recibido en su seno y, ya que ha sido tan desgraciada en la Tierra, sea feliz por toda la eternidad!» Así se refería un periódico de la época al ajusticiamiento de Josefa Gómez, la Perla, que fue ejecutada tras ser declarada culpable de haber acabado con la vida de su esposo y de una criada en Murcia.
«Josefa ha llegado al fatal tablado con la resignación sublime de que se ha fortalecido en sus últimas horas mediante los consoladores auxilios espirituales». Así se referían, en un periódico de 1893, a la ejecución de Josefa Gómez, ajusticiada por matar a su esposo y a una niña de 13 años que trabajaba a su servicio como criada.
«A las 8 y 25 minutos, arrepentida, santificada e indudablemente santa, ha entregado el cuello al verdugo y su alma a Dios», prosigue la reseña en el rotativo. Y tras un RIP en caracteres enormes, sentencia el diario: «¡Que el Padre celestial de las Misericordias la haya recibido en su seno y, ya que ha sido tan desgraciada en la Tierra, sea feliz por toda la eternidad!»
El periódico detalla sobre la ejecución que «al tablado se han subido varios sacerdotes, los cuales cubrieron la máquina mortal para que la infeliz, que iba cogida del brazo del señor cura de San Antolín, no la viera. Y después quisieron evitar a la multitud el momento angustioso de verla morir».
La historia que llevó a Josefa Gómez a morir ajusticiada arranca años atrás. Junto a su legítimo, Tomás, Josefa regentaba un hospedaje cuyo nombre pasó a ser el suyo mismo, a la hora de buscar un alias cuando ya fue considerada una criminal: La Perla.
Y es que La Perla Murciana era como se llamaba el negocio de la pareja. Estaba en el número 7 de la calle Porche de San Antonio, en la capital, y, según el anuncio que, cuando abrió, apareció en prensa, el establecimiento se caracteriza por un «gran esmero en el servicio y abundancia y variación en las comidas», así como por una «notable economía en los precios».
Según se detallan los hechos en el blog Murcia Descalza, «el 8 de diciembre de 1893, Tomás le dijo a su mujer que se iba a pasar la tarde al Teatro Romea. Comieron juntos y tomaron café. A Tomás su taza de café de puchero le supo muy amargo y no se la terminó. Se marchó entonces al teatro, pero a mitad de camino empezó a sentirse mal».
De esta manera, sigue el blog, «unos vecinos lo encontraron en mitad de la calle retorciéndose de dolor y lo llevaron a casa donde a los pocos minutos falleció».
Además, «en la pensión trabajaba Francisca Griéguez, una criada de 13 años de edad, que también se sintió enferma con los mismos dolores que su patrón, y que también murió muy rápido. Francisca al retirar la taza de café bebió lo que quedaba en la de Tomás. Los médicos hallaron los cuerpos ennegrecidos y desfigurados, apenas reconocibles».
«Cuando se presentó en la casa el forense, Josefa fingió estar enferma para darle a entender que todos se habían envenenado, pero el médico la descubrió al ver que estaba sana», subraya este blog.
Después de que el galeno se percatase de que Josefa Gómez había fingido la dolencia, pero que no le pasaba nada, la mujer, como no podía ser de otra manera, fue detenida. Bastó con un interrogatorio para que lo contase todo.
Así, Josefa dijo a la Policía que todo había sido idea de Vicente del Castillo, un cliente de su hostal que contaba entonces con 36 años. Según alegó la mujer, este huésped le había recomendado «administrar a su marido cierta cantidad de estricnina para calmarle los celos y el gusto por el juego».
«Tras las primeras investigaciones se descubrió que existía una relación entre ellos. Ella lo negó hasta su triste final, aunque reconoció que él si le había hecho propuestas indecorosas», se puede leer en la página de Murcia Descalza.
La misma web apostilla que «Vicente era un hombre casado que había venido a Murcia por un trabajo en la Secretaría de Instrucción Pública de Educación, y tomaba a menudo estricnina porque padecía del estómago».
En esa época la estricnina se obtenía en la farmacia porque era utilizada en bajas dosis como remedio. La estricnina se usó mucho como veneno para ratas, pero actualmente está prohibida. De hecho, está prohibida en toda la Unión Europea desde hace años. Es un polvo cristalino blanco, inodoro y amargo que puede ser consumido por la boca, inhalado (respirado), mezclado en una solución o dado en forma intravenosa (inyectado directamente en la vena).
Clamor popular por el indulto
Josefa y Vicente fueron arrestados y tuvieron que esperar dos años hasta que se celebró su juicio. Ella insistió en que no quería matar a nadie, sino quitarle «los celos» a su esposo. Sus argumentos no cuajaron. La Perla fue condenada a muerte. El huésped, por su parte, a cadena perpetua: se le consideró cómplice de los crímenes. Entonces, según detalla Descubre Murcia, «la sociedad murciana se movilizó».
«Las pruebas en el juicio no habían quedado muy claras y la pobre Josefa mantenía a dos niños de 8 y 10 años», que también se habían quedado sin padre, al morir Tomás. «Todas las autoridades y corporaciones pidieron al Gobierno Central el perdón para La Perla. El ayuntamiento de Murcia se reunió en sesión extraordinaria. Se enviaron telegramas al rey Alfonso XII, al Papa y al presidente Cánovas del Castillo. La Diócesis también intercedió para salvar a Josefa, entre todos los curas destacó por su entrega el párroco de San Antolín, Pedro González Adalid».
«La gente en Murcia enfureció. Desde Cartagena se enviaron 40 soldados de infantería para mantener el orden y el gobierno llegó a movilizar al ejército», subraya Descubre Murcia. Fue en vano. Josefa fue ajusticiada. Como una santa.
«Han de sufrir aquellos que no han querido de mi salvación».
«Yo no he sufrido nada comparado con lo que han de sufrir aquellos que no han querido de mi salvación». Es lo que cuentan (sea leyenda o sea real) las crónicas de la época que dijo Josefa Gómez justo antes de expirar. Unas palabras que fueron para el párroco de San Antolín, que la había consolado en su periplo judicial y, en última instancia, en el lugar de la ejecución.
Hasta ese momento en el patíbulo, cerca del Puente Viejo, el indulto para La Perla lo había pedido hasta su verdugo. Este hombre había venido desde Valencia sólo para la ejecución. En la estación del tren se encontró a un montón de murcianos enfurecidos. Le tiraron piedras, le increparon. Guardias civiles y soldados tuvieron que escoltar al que se iba a limitar a cumplir la sentencia, y que, dado lo que se encontró en la ciudad, llegó a pedir que no se cumpliera. Posicionarse a favor de Josefa le costó el puesto de trabajo.
«El día de la ejecución, todos los comercios de Murcia cerraron. Unos 12.000 murcianos presenciaron el trance. Se acababa de celebrar la última ejecución pública en España», recuerda el portal Descubre Murcia.
El crimen de la Pensión de la Perla
Josecaravaca.com
Nos encontramos en Murcia en el año 1893. El día 12 de junio se estableció en la Calle del Porche de San Antonio número 7, en lo que era la antigua «Casa Perea» (actualmente calle Sánchez Madrigal), un hospedaje al que denominaron «La Perla Murciana», regentada por el matrimonio formado por Tomás Huertas Cascales y Josefa Gómez Pardo, anunciando en la prensa: «donde encontraran los que lo favorezcan gran esmero en el servicio y variación en las comidas, con notable economía en los precios».
Pero no fue por esto por lo que pasó a la historia negra de Murcia. Seis meses después, viernes ocho de diciembre, murió envenenado el propietario de la misma, por haber tomado café hecho en vasija de cobre, según una primera información, así como una criada de 14 años que apuró los restos de la taza de este.
La realidad es que se trató de un envenenamiento ya que le había sido administrado al café un derivado de la nuez vómica (estricnina), junto con un chorro de ron para disimular el sabor amargo.
No tardó en ser detenida como sospechosa la esposa, Josefa Gómez, así como un huésped de la pensión, llamado Vicente del Castillo, natural de Albacete, funcionario de Instrucción Pública.
Los hechos ocurrieron como sigue:
El día 21 de agosto de 1893 y destinado como empleado a Instrucción Pública, llegó a esta capital Vicente del Castillo, hospedándose en la Casa de Tomás Huertas y Josefa Gómez, conocida como La Perla por su gran belleza y porte. En esta pensión prestaba sus servicios como criada, la joven de 14 años Francisca Griéguez.
«Muy pronto fijose Castillo en los encantos del ama de casa, y sin tener en cuenta que su condición de hombre casado no se avenía muy bien con la moralidad que supone cierto género de relaciones, comenzó a requerir de amores a aquella, que, poco cuidadosa de su honra y teniendo en menos el honor de su marido y el reposo de sus hijos, en vez de poner obstáculos a las atrevidas insinuaciones de la seducción, las oyó con agrado prestándose gustosa como mujer sin decoro y sin dignidad, a que el adulterio hiciera presa en su hogar, hasta entonces santificado con la paz y el trabajo».
Tomás Huertas ignoró al principio toda la extensión de su desgracia, pero conociendo al fin por la excesiva indiscreción de los adúlteros y por el rumor público que involuntaria e inconscientemente hicieran llegar a su desconfiando y celoso oído sus huéspedes y criados, arrojó de la casa a Castillo quién la abandonó el dos de diciembre después de violentísima escena con Huertas, cuyas desagradables consecuencias evitaron la propia Josefa y algunos de sus empleados y huéspedes.
A partir de este momento, en que de manera tan brusca quedaron aparentemente rotas las adúlteras relaciones de Vicente del Castillo y Josefa Gómez, estos se convirtieron en mortales e irreconciliables enemigos del desventurado Tomás Huertas, y pareciéndoles poco para vengarse, la fuga a Madrid que en primer término proyectaron, acordaron su muerte, y en varias entrevistas que a espaldas del marido ultrajado celebraron, desde el día 2 al 8 de diciembre, la Gómez recibió de su amante una disolución de estricnina, cuyo medicamento fue proporcionado por el farmaceútico Antonio Ruiz Seiquer, a quien con evidente abuso de confianza hizo el pedido Vicente del Castillo utilizando al estudiante, también huésped de la pensión, Antonio Martínez Muñoz.
Impaciente Castillo porque su amante no hacía uso del veneno con tanta premura como él deseaba, fue a «La Perla Murciana» en la mañana del 8 de diciembre, en ocasión que Tomás Huertas se encontraba haciendo la compra en el mercado; excitó a aquella a emprender la obra de destrucción que tenían proyectada, y como resultado de esa inducción tan directa, cuando de dos a tres de la tarde, cuando Huertas se disponía a tomar café por iniciativa de su mujer, esta le alejó con el pretexto de que fuera a la despensa por una botella de ron; durante su breve ausencia vertió gran parte del contenido del frasco que de Castillo recibiera días antes, frasco que constantemente llevaba en un bolsillo de su vestido; al volver el desgraciado Huertas, bebió de la horrible pócima y a los pocos momentos fallecía en medio de crueles sufrimientos, como falleció también en iguales condiciones la joven Francisca Griéguez, que al volver de un recado apuró confiadamente los restos de la taza de café en la que su amo bebió la muerte.
De los hechos referidos en la conclusión precedente surgieron tres delitos:
Uno de parricidio, otro de asesinato, emanados de un mis [mismo] hecho, y el tercero de infracción de las leyes sanitarias, con resultado de muerte de dos personas.
El juicio
Hasta en tres ocasiones fue suspendida la vista prevista inicialmente para el día 27 de mayo de 1895. Antes de que se celebrara renunciaron a la defensa de Josefa Gómez, los letrados D. Antonio Clemares y D. Jesús Cañada, y D. Salvador Martínez-Moya la de Vicente del Castillo. Finalmente fue señalada la fecha de 20 de noviembre de 1895.
Antes de la sesión la planta baja del edificio de la Audiencia y la amplia escalera, se encontraban llenas de gente, especialmente mujeres, ávidas de conseguir un buen lugar desde donde seguir el proceso. A las 10;30 horas llegaron los procesados, custodiados por la Guardia Civil.
Letrados:
Representantes: La acusación privada D Juan de la Cierva y Peñafiel; el ministerio público, el abogado fiscal D. Andrés Gallardo; la defensa de Josefa Gómez, D. Vicente Díez y Miguel, secretario del Juzgado de San Juan; la defensa de Vicente del Castillo D. Luis Llanos; la defensa de D. Antonio Ruiz Seiquer, D. Vicente Pérez Callejas; y la de Antonio Martínez Muñoz, D. Ricardo Guirao.
Después de las once se constituyó el Tribunal. Componían el de derecho los Sres Magistrados, D. Joaquín Piquer, presidente, D. Joaquín Amo y D. Enrique Gali.
El tribunal de hecho lo componían los Sres Jurados: D. Guillermo Garcia de la Mata, D. Mateo de Hoyos Masegosa, D. Manuel Crespo Soler, D. Faustino Millán, D. Victoriano Pastor, D. Carlos Molina, D. Agustín Ferrán, D. José Antonio Orcajada, D. Andrés Gabardo, D. Domingo Moreno, D. Eleuterio Nicolás, D. Juan Murcia, y como suplentes, D. José Orenes y D. Rafael Cardona.
En medio de la más gran expectación se levantó a declarar Josefa Gómez, que vestía traje oscuro, mantilla a la cabeza, y amplio mantón sobre los hombros, que a preguntas del Fiscal y después de declarar que tiene 32 años y es natural de Jorquera (Albacete), manifestó lo siguiente:
«Vicente del Castillo estaba de huésped en mi casa y en distintas ocasiones me solicitaba que entrara con él en relaciones, pero yo, como mujer muy amante de mi casa, me negué siempre a estas pretensiones. Mi marido que esté en gloria, tuvo celos de él y en una ocasión llegaron a incomodarse malamente, tanto que por aquel disgusto, yo misma eché a la calle al Vicente. Este siguió con su idea y con tanto empeño, que un día me amenazó con una pistola. Después de esto iba por mi casa porque nos debía 17 duros.
»En una de estas ocasiones me dijo que me iba a dar una bebida para que se la diera a mi marido, que en paz descanse, para que se le quitaran los celos y el afán del juego. Yo tomé la botella aquella por que me dijo que si yo no se la daba se la daría él».
Continuó su declaración negando rotundamente que fuera ella la que administró el veneno a su marido.
Terminado el turno del Fiscal comenzó el del defensor, D. Vicente Diaz, a quién contestó:
«Que no tenía relaciones con Vicente, a quien aconsejaba que cuidara de su familia. Que ella tomó el frasco con aquella bebida para que Vicente no se lo echara en la comida según amenazaba; que el día del crimen estaba en la casa de broma, por ser el santo de una criada, que comieron dulces y bebieron manzanilla hasta llegar a «alegrarse» ; que las tazas de café las sacó el mismo Huertas de la cocina, y que cuando ya moribundo llevaron a su esposo a la casa, este dijo:
»-Ya se yo quien me ha muerto, pero ya me lo pagará. Que a la criada que falleció la quería como una hija, y nada más».
Ante el turno del abogado defensor de Vicente del Castillo mantuvo la misma versión pero cayendo en muchas contradicciones.
A continuación le tocó el turno a Vicente. Este se presenta arreglado con esmero; la barba y la cabeza peinadas; viste de oscuro con americana, bota negra y con brillo y su aspecto denota tranquilidad. Manifestó que mantenía relaciones con Josefa y que al decir de los huéspedes la conducta de esta no era muy correcta desde mucho tiempo antes del crimen.
A preguntas del Fiscal respondió lo siguiente:
«Que no es cierto que tuviera ningún resentimiento con D. Tomás ni que este lo tuviera con él. Tanto es así que la mañana que ocurrió el hecho se encontró a D. Tomás en el Porche de San Antonio con el que estuvo hablando y posteriormente se dirigió con él a su casa para ver si estaba un huésped llamado Mateo. D. Tomás se quedó en el piso de abajo y el subió a su habitación sin encontrarlo».
Añadió que D. Tomás tenia frecuentes disgustos con su mujer y este decía que tales disgustos nacían de las reprensiones que esta le hacía porque era muy aficionado al juego.
Respecto a la adquisición de la estricnina, manifestó que en La Perla había un joven estudiante que se prestó gustoso a adquirirla. La necesitaba para el dolor de estómago que padece, y porque se la había aconsejado un amigo, que también padecía de lo mismo. Sabiendo lo difícil que era adquirirla, el estudiante llamado Antonio Martínez le dijo que él se encargaba de comprar el medicamento en la farmacia de Ruiz Seiquer, porque en ella lo conocían por ser su padre boticario. Esta la disolvió en alcohol y echó una pequeña parte en un frasquito que llevaba continuamente en un bolsillo del chaleco.
«Como sabía que apurar el frasquito podía tener malas consecuencias, le dije a Josefa y a las criadas de la casa que llevaran cuidado con él, pues tenía costumbre de dejarlo por la noche en la mesilla de su habitación y podía olvidarse de recogerlo; lo cual advertí para que creyendo que contuviera otra cosa no les diera la idea de dar el frasco a algún niño de la Josefa. Una mañana veinte o veinticinco días antes de ocurrir el hecho, me levanté y me fui al Gobierno Civil, a mi oficina, y al ir a hacer uso del frasco noté que no lo llevaba. Inmediatamente volví a casa de Josefa, entré en mi habitación y vi que no estaba el frasco. Le pregunté a la criada Francisca Griéguez y me dijo que el ama lo había recogido. Busque a Josefa, y en efecto, me manifestó que ella lo había tomado, pero que lo había tirado a la letrina».
Declaración de D. Antonio Ruiz (es el dueño de la farmacia donde se adquirió la estricnina):
Dijo que la facilitó esta al joven porque lo conocía y además sabia que su padre tiene un establecimiento de droguería en Nerpio (Albacete).
Dicho joven le llevo una carta pidiendo cinco gramos de estricnina, y como otras veces había ido también con cartas para que le entregara otros medicamentos, no tuvo en aquella ocasión inconveniente en darle lo que pedía.
Declaración de Antonio Martínez, el estudiante:
Ante la pregunta de si se ofreció a Vicente del Castillo para ir a recoger la estricnina, respondió:
«No, señor, porque fue Castillo quien me suplicó que fuera por ella, porque como a mí me conocían en la farmacia me la darían a menor precio. Accedí a la petición porque me dio una carta, que decía era de un farmacéutico amigo suyo. Cuando la adquirí y se la llevé lo encontré en el terrado de la casa, y le dije que llevara cuidado con la estricnina no fuera a hacer con ella una mala cosa. Castillo echó mano a un revólver y me dijo:
»- Si yo tuviera alguna vez idea de matarme, me dispararía un tiro, porque así acabaría pronto».
Entre los testigos, la criada Concepción Rodenas, indicó que oyó a Josefa instar a su marido a que tomara el café. Que D. Tomás tenía celos de Castillo y le había despedido del hospedaje. Que Castillo iba diariamente a «La Perla» a tomar chocolate que le servía Josefa.
María Dolores Palanco, esposa de Vicente, renunció a declarar.
Salvador Salas, el cocinero, indicó que puso el agua para el café. Que subió al piso alto y cuando volvió el café estaba hecho y servido. Oyó las instancias de Josefa para que Tomás tomara el café.
D. José Domínguez, notario y antes farmacéutico, recomendó y dio a Castillo la formula del medicamento de estricnina para la enfermedad del estómago.
Isabel Gómez, hermana de Josefa, que a primeros de diciembre le dijo esta que estaba contenta porque se había ido de la casa el tío malasombra (por Vicente).
En la segunda sesión del juicio, celebrada el jueves 21 de noviembre, continuaron compareciendo testigos por este orden:
María Valero, sobrina de Josefa Gómez.
Cristina González, joven de 20 años, echadora de cartas y asidua a la Pensión.
D. Luis Orts, secretario de la oficina de Instrucción Pública, a cuya oficina pertenecía el procesado Vicente del Castillo; que conocía las relaciones que mantenía con Josefa, y que le había comentado en varias ocasiones su lamento por no poder traerse a su familia por falta de recursos.
D. Jose Maria Alarcón, también empleado en las oficinas de Instrucción Pública.
D. Juan Benimeli, inspector de escuelas de esta provincia. Ambos conocían y aconsejaban a Vicente que finalizara con estas relaciones, por el bien de su familia.
D. Manuel Martínez, testigo de la defensa de D. Antonio Ruiz Seiquer y padre del estudiante procesado.
Fuensanta Huertas, hija de Josefa, una niña de muy pocos años, vestida con un trajecito negro, un mantoncillo en los hombros y un pañuelo de seda a la cabeza. Su presencia produce en el público un movimiento de simpatía y compasión hacia la pobre criatura.
Cuenta la pequeña testigo que su padre entró en la casa el día del crimen por la tarde y pidió que le hicieran café. Su madre le dijo al cocinero que lo hiciera.
Su padre Tomás, fue quien sacó la botella de ron y echo las gotas en el café. Dijo Huertas que el café estaba amargo y ella también lo notó así y por eso no lo tomó.
Después a preguntas del defensor de Josefa dijo que no había tomado el café para no mancharse un traje nuevo.
Tenía la niña ocho años.
Consuelo Gómez, peinadora de Josefa.
Siguiendo el orden acostumbrado, procediose después a la prueba pericial, presentándose a informar los médicos D. José Castillo y D. Laureano Albaladejo.
Este último dijo, que estando en el Casino la tarde del crimen, fue llamado para acudir a La Perla; que allí encontró en agonía, asfixiándose, a Tomás Huertas y Francisca Griéguez, con síntomas evidentes de haber sido envenenados, y que al poco de llegar a la casa fallecieron.
El Sr. Castillo dice que practicó la autopsia que vino a confirmar el envenenamiento.
«Los cadáveres estaban rígidos hasta el punto de que no se les podía poner en juego las articulaciones, aun con grandes esfuerzos; los instrumentos de cirugía se hundían en la carne con gran trabajo y para examinar la boca de cada uno de los envenenados, hubo necesidad de partir los huesos con una sierra, tan fuertemente encajada la tenían».
Los dos médicos creen que el veneno empleado en dar la muerte a ambos fue la estricnina.
En la primera sesión se presentó la procesada Josefa Gómez antes [ante] el Tribunal contestando con desenvoltura; en la continuación sin embargo se encontró muy abatida, quizás por la presencia de su hija en el estrado o bien los relatos de los médicos, describiendo los horribles sufrimientos de las víctimas.
En la tercera sesión la concurrencia era mucho mayor que la de los dos días anteriores porque se iban a conocer las conclusiones, que serían leídas por el Secretario D. Lino Torres.
Dos horas y media estuvo hablando el fiscal Sr. Gallardo, llegando a la culpabilidad de ambos procesados, y calificando los hechos como parricidio y asesinato en el caso de Josefa y dos asesinatos en el caso de Vicente, considerando inocentes al estudiante Antonio Martínez y al farmacéutico Sr. Ruiz Seiquer, que emocionado lo oyó llorando desde el banquillo.
Terminadas las exposiciones de los letrados defensores el tribunal se retiró a deliberar a las cuatro y media de la tarde. Los procesados quedaron en el banquillo abatidos, Josefa llorando teniendo a su lado a sus pequeños hijos; Vicente también acompañado de su mujer y sus hijos.
A las seis menos cuarto de la tarde aparecieron los señores jurados, se constituyó el tribunal y en medio de una expectación inmensa, indescriptible, se dio lectura por el Presidente del Jurado, D. Agustín Ferrán del veredicto, en el que consideran culpables de las acusaciones a ambos encausados.
Por fin, a las nueve menos cuarto, el Tribunal de Derecho volvió al salón y el magistrado ponente de la causa Sr. Amo dio lectura de la sentencia, que fue conforme con la petición fiscal.
Para Josefa Gómez, pena de muerte ejecutable en esta capital.
Para Vicente del Castillo, cadena perpetua.
Cuando se conoció esta parte de la sentencia no se pudo oír más de ella, tales fueron los murmullos que se produjeron en toda la inmensa concurrencia que llenando apiñada toda la Audiencia llegaba hasta la calle.
Los procesados firmaron la sentencia; la Guardia Civil abrió paso y volvieron a la cárcel seguidos de una multitud de curiosos.
El cumplimiento de la sentencia
Desde que se hizo público el rumor de que se habían recibido ordenes para ejecutar la sentencia de pena de muerte recaída en la reo Josefa Gómez, la noticia produjo honda impresión de pena. Al telégrafo llegaban infinidad de despachos en súplica del indulto; de el Alcalde en nombre de la ciudad, la Diputación Provincial, la Sociedad Económica, El Casino, El Circulo Católico, la recién creada cofradía del Cristo del Perdón, y otros centros y corporaciones telegrafiaron a la Mayordomía de Palacio unos, y al Presidente del Consejo otros, pidiendo clemencia para la desdichada.
Cerca del Sr. Sagasta se hicieron asimismo gestiones por caracterizados políticos de Murcia interesándose por el mismo fin. El pueblo de Murcia al completo era un clamor solicitando el indulto. La respuesta del Presidente del Gobierno Sr. Cánovas, fue la siguiente: «La horrible frecuencia con que se comente crímenes como el de Josefa Gómez impiden al Gobierno aconsejar su indulto. Se cumplirá por tanto la ley». Se perdió hasta la última esperanza.
El día 27 de octubre de 1896 llegó en el tren correo de Madrid el ejecutor de la justicia de la Audiencia de Valencia. Se llamaba Pascual Ten, natural de Pedralba (Valencia); casado con tres hijos desempeña su cargo desde hace siete años. En ese tiempo ha hecho dos ejecuciones y tiene prevista otra en poco tiempo en Valencia. Tiene su domicilio en esa capital en la Plaza del Mercado.
A la llegada del tren estaban los andenes y aledaños de la estación abarrotados de gente, a los que empujó el instinto de curiosidad. Lo acompañaba una pareja de la Guardia Civil y un Alguacil de la Audiencia Territorial de Valencia. Fue rodeado enseguida de curiosos.
Vestía traje negro de americana, camisa azul con rayas blancas, llevaba al cuello un pañuelo color crema con ramos negros y en el chaleco gruesa cadena y reloj de plata, y sombrero hongo. Es bajo de estatura, más bien grueso que delgado, usa bigote negro y tiene 36 años de edad. Dice que con un amigo trabaja de carpintero cuando no lo hace de verdugo.
Entró a pie en la ciudad custodiado por cinco guardias civiles de a caballo y varias parejas de infantería del mismo instituto, ya que no había ningún carruaje disponible. Llevaba a la mano una maleta y en la otra bastón negro con empuñadura de plata. Se dirigió a la Audiencia y desde allí a la cárcel donde se alojaría. Durante todo el trayecto le han dirigido desde la muchedumbre bastantes improperios, nacidos de la profunda lástima que inspira el próximo trágico final de Josefa. Los artefactos para la ejecución los facturó. Se trata de dos argollas, una de ellas de reserva.
El primer trámite que realizó fue redactar el siguiente telegrama dirigido al Sr. Presidente del Consejo de Ministros, que fue inmediatamente cursado: «En vista del triste espectáculo que Murcia presenciará, y sin que esto signifique apocamiento de ánimo ni querer contravenir la Ley, que acato, pido a V.E. el indulto de la desventurada Josefa Gómez -El ejecutor de la justicia Pascual Ten-».
A las siete de la mañana del día siguiente llegaron a la cárcel el Secretario de la Audiencia D. Lino Torres, el Juez del Distrito de San Juan Sr. Gironés, el actuario Sr. Franco, y el Procurador de Josefa D. Carmelo González, produciéndose la lectura de la sentencia del Tribunal Supremo, de la cual llegó a la conclusión Josefa que había llegado el terrible momento de la expiación.
Desde fuera de la cárcel se oyeron los gritos lastimeros que daba. Se comentó que la escena fue horrible; ella pronunciaba frases entrecortadas, pidiendo socorro, se descompuso su semblante; se mesó los cabellos y quedó unos momentos en indecible convulsión nerviosa. Cayó desplomada sobre la cama y cuando pudo incorporarse pidió socorro, abrazándose a las piernas de aquellos funcionarios. Pronunció frases incoherentes y quedó después de pasado el primer acceso nervioso, en un estado de estupor. Su impresión más viva fue cuando se llegó al fallo de la sentencia donde dice… a garrote vil, etc.
Se dispuso que entrara en capilla, haciéndolo por su pie llorando incesantemente y presa de gran excitación, haciendo protestas de no merecer el castigo que se le daba, diciendo que ella nunca quiso hacer daño al que era padre de sus hijos. Después de auxiliada para calmarla por todos los presentes, el médico de la cárcel, D. Emilio Sánchez, le proporcionó éter.
En la capilla se sentó en un sillón frente al altar junto a las dos Siervas de Jesús que continuamente la acompañaban, los hermanos de la Archicofradía del Rosario Sres. Palarea, Ruiz Funes, Arroyo y Brunet. Acto seguido se ofició una misa que oyeron los funcionarios judiciales ya citados. Nombró confesor al cura párroco de San Antolín, D. Pedro González Adalid, que permaneció junto a ella en todo momento dedicándole palabras consoladoras. Josefa quedó después muy abatida y se sentó junto a la cama, aprovechando ese momento para darle un ponche de huevos con jerez.
Josefa había pedido reiteradamente despedirse de sus hijos en el tránsito doloroso de la capilla, y éstos fueron conducidos por el indicado párroco junto a las hermanas de ésta, Isabel y Ana. La angustiosa madre no tuvo aliento para abandonar el sillón, miró a sus hijos y cayó en un estado de postración difícil de calificar. No sintió arrebatos; no sintió impulsos de abrazarlos para desasirse de ellos, no lloró, pero no lloró porque ni sus ojos tenían ya lágrimas, ni el estado de inanición le daban energías ni aún en esos supremos instantes. Cuando el niño, más animoso que su hermanita, avanzó hacia su madre para abrazarla le dijo: «Válgame Dios, hijo, un hombre como tú llorar». Los que presenciaron tan trágica escena no la olvidarían jamás. Después entraron sus hermanas, le abrazaron y se despidieron, anegadas en llanto.
Hacia las cuatro y media de la tarde entró en la capilla la Comisión de la Junta de Beneficiencia, para hacerle entrega de los productos de la lámina que tiene para los reos de muerte. Ascendió a la cantidad de 1.402 pesetas, de las que se hizo cargo el cura párroco de San Antolín.
A las nueve de la noche hizo testamento ante el notario D. José Sánchez Lafuente. Dejó las 1.402 pesetas de la lámina y cuanto poseía y pudieran darle, a sus dos hijos por partes iguales, nombrando tutor de ellos al Sr. Cura de San Antolín, D. Pedro González Adalid.
Reservó un legado de diez duros a cada uno de los hermanos de la criada, Francisca Griéguez, victima también del envenenamiento.
Además dejó legados como recuerdo a sus hermanas y a sus padres, que viven en Jorquera, provincia de Albacete.
A las once de la noche de ese día comenzó a construirse el tablado, que consistía en un cuadrado de cuatro metros de lado y uno setenta y cinco de alto; la escalera de ocho peldaños con barandal mirando a poniente. Fue levantado próximo a la cárcel, en la Ronda de Garay, en la plazoleta que había frene al Molino del Marqués, en el saliente del murallón del río.
Fuera de la cárcel, el día siguiente 29 de octubre de 1896, a las seis de la mañana, llegaron las fuerzas de caballería y guardia civil venidas al objeto. Desde dicha hora una numerosa concurrencia iba llegando ocupando posiciones cerca del tablado, para presenciar el terrible acto.
Una hora antes de le ejecución se personó en la capilla el verdugo quien dirigiéndose a Josefa con voz humilde dijo: «Josefa, soy el ejecutor de Ley y vengo sin odio a cumplir mi triste misión, ¿me perdonas?». Ésta con toda serenidad le contestó: «Si señor, le perdono a Vd. con todo mi corazón y toda mi alma». Acto seguido la vistió con la hopa y la toca, en medio del mayor silencio; después se sentó Josefa en un sillón diciendo: «Jesús mío, amparadme». A continuación se retiró marchándose al tablado. Esta hopa negra y el cubre cara blanco fueron confeccionados en el Asilo de Desamparados.
A las ocho de la mañana el gentío que se agolpaba en toda la Ronda de Garay, el Camino de Beniaján, Vista Bella, la avenida del sur de la plaza de toros, y todas las inmediaciones era inmenso.
A la puerta de la Cárcel se alzó el estandarte rojo de la Archicofradía del Rosario, acompañado de dos faroles encendidos; seguidamente iba la reo junto a los sacerdotes y a las dos hermanas de las Desamparadas. Los sacerdotes eran de las parroquias de San Antolín, San Juan y el Carmen. Este último llevaba un gran crucifijo que después fue colocado en una arandela del tablado.
El silencio de la muchedumbre era imponente. El semblante de Josefa denotaba que estaba muy pálida, sus ojos entornados, llevaba las manos atadas con una cuerda, y en aquellas una estampa del Corazón de Jesús. Los sacerdotes le daban a besar un crucifijo; repetía las frases piadosas que su confesor la iba diciendo y pidió perdón a esta ciudad de lo que haya podido escandalizar con mi vida y pido que me encomienden a Dios.
A preguntas del Sr. Cura de San Antolín si daba por bien empleados los sufrimientos pasados en esta vida, contestó: «yo no he sufrido nada comparado con el bien que voy a lograr con mi salvación». Estas fueron las últimas palabras que se la oyeron pronunciar.
Acto seguido subió a una tartana de alquiler que había preparada en compañía de los curas citados, poniéndose en marcha escoltada por seis lanceros y un cabo. Al llegar al pie del patíbulo descendió de la tartana auxiliada por sus piadosos acompañantes; el verdugo estaba junto al banquillo, apoyado con tranquilidad en el árbol de la argolla. Se le suministró a la reo un poco de cordial que sorbió con dificultad.
Josefa subió las escaleras del patíbulo acompañada de los sacerdotes y repitiendo las frases piadosas que estos decían. La emoción era indescriptible. Se arrodilló en el ángulo que mira a Vista Bella y pasaron unos tres minutos repitiendo la infeliz palabras de consuelo.
Y llegó el momento terrible. Nadie quería decir a Josefa que se levantara para sentarse en el banquillo; continuaba arrodillada besando un crucifijo que le aproximaba a los labios su confesor; los tambores de la infantería redoblaron; el verdugo se aproximó a la reo y dijo: «Vamos».
Ella se levantó sola y tapada con el manteo de los sacerdotes llegó al banquillo, se sentó diciendo «Jesús mío perdóname»; el verdugo le ató los pies con suma ligereza, le colocó la argolla en un segundo, y cuando la desventurada decía: «Jesús, María y J…» dio aquel la vuelta al tornillo y dejó cumplida la terrible sentencia. Eran las ocho y veinticinco de la mañana.
Así narraba el director del Diario de Murcia, Sr. Martinez Tornel, los últimos momentos:
«A las 8 y 25 minutos, arrepentida, contrita, santificada e indudablemente santa, ha entregado el cuello al verdugo y el alma a Dios. R.I.P. ¡Que el Padre celestial de las Misericordias la haya recibido en su seno y ya que ha sido tan desgraciada en la tierra, sea feliz por toda la eternidad!»
La campana de la iglesia de San Juan tocó a agonía.
Acto seguido el verdugo la reconoció y aseguró su fallecimiento levantando una punta del cubre rostro con que le tapó la cara. El Sr. cura de San Antolín se aproximó al cadáver y dijo: ¡Josefa! ¡Josefa! Se arrodillaron todos los que estaban en el tablado, salvo el verdugo, y rezaron un responso.
Cuando el verdugo quedó solo en el tablado quitó el cubre-rostro que tapaba la cara. El pueblo vio entonces el rostro demacrado de aquel cadáver; tenía los ojos cerrados. Se oyeron entonces voces desgarradoras y ayes lastimeros de entre la muchedumbre.
Puede calcularse en 30.000 el número de personas que han desfilado por el patíbulo para ver el cadáver. La ciudad ha estado de luto. Han cerrado institutos, colegios y muchos comercios.
A las tres y cuarto de la tarde llevaron al tablado el ataúd, negro y sencillo con las iniciales J.G.P. y en la tapa una cruz negra.
A las cuatro y cuarto llegó el verdugo acompañado por fuerzas de infantería, quitó al cadáver las correas que lo sujetaban al banquillo, desligó las manos y quitó la media vuelta al tornillo; abrió la argolla. Cuatro sepultureros lo ayudaron a meterlo en el ataúd, que fue trasladado al cementerio de Nuestro Padre Jesús, recibiendo sepultura a las cinco y cuarto de la tarde. En cuanto se ha retirado el cadáver el verdugo ha desarmado los terribles aparatos colocándolos en una arquilla. Esa misma noche regresó a Valencia.
Acababa de tener lugar la última ejecución pública en España.
La última y triste ejecución pública en España
Antoniobotias.com
28 de septiembre de 2015
A Tomás Huertas, en aquel fatídico 8 de diciembre de 1893, le supo el café demasiado amargo. Y eso que le había añadido un buen chorro de Ron Negrita. A su mujer, Josefa Gómez, no le extrañó tanto. Había mezclado con el ron una buena dosis de estricnina, un polvo cristalino blanco, inodoro, amargo y tan venenoso que en apenas 60 minutos acaba con una persona entre terribles espasmos.
A Tomás le sobró media hora larga. Se desplomó en cuanto salió de la casa de huéspedes «La Perla Murciana» , de la que era propietario, en dirección al Teatro Romea. Agonizaba en plena calle. Apenas tuvieron tiempo de acercarlo a su casa, donde falleció. Pero la tragedia era doble. Porque la criada de la familia, una joven de 13 años llamada Francisca Griéguez, también fallecía entre convulsiones. Luego se supo que la desventurada había apurado el café de su señor.
El forense descubrió la causas de ambas muertes en diez minutos: envenenamiento. Y Josefa Gómez, de 30 años, con dos hijos y natural de Jorquera (Albacete) fue detenida tras el primer interrogatorio. Junto a ella, Vicente del Castillo, 36 años, un apuesto funcionario de Instrucción Pública, también casado y huésped de la pensión. Los periodistas murcianos pronto denominaron el caso como el crimen de la Perla. La pensión estaba ubicada en el número 7 de la calle San Antonio, hoy Sanchez Madrigal.
El juicio comenzó el 21 de noviembre de 1895 en la Audiencia Provincial, entonces instalada en el Palacio del Almudí.
Josefa aseguró ante el juez que Castillo le había entregado la estricnina «porque decía que era buena para calmarle a Tomás los celos y el gusto por el juego». Y se los calmó del todo. Pero ella creía que se trataba de un bebedizo que Vicente había comprado a una gitana, quien aseguraba saber preparar «el secreto para el aborrecimiento».
Vicente, durante un careo posterior con Josefa, aseguró que mantenían un romance y que la mujer le robó el frasco de estricnina para matar a su marido. Ella lo negó todo durante los tres años de calvario que la llevarían al patíbulo, aunque confesó que Vicente la acosaba. «Incluso cierto día me amenazó con una pistola», lamentaba la acusada. El incómodo huésped fue expulsado, aunque regresaba de vez en cuando «porque debía 17 duros». En una de esas ocasiones, le propuso darle a Tomás el bebedizo.
Josefa confesó que introdujo una parte en la botella de ron «y otra me la quedé para enseñársela a una persona inteligente, por si aquello era alguna cosa mala». Además, alegó desconocer cómo se habían envenenado las víctimas. «En el sumario -le advirtió el fiscal- confesó que usted misma había echado el ron en el café de su marido». «Pues es mentira», respondió ella.
«Mi mamá le dio café»
La declaración de Vicente del Castillo fue explosiva. Aseguró ante el juez que había mantenido relaciones sexuales con Josefa, quien lo animaba a marcharse juntos a Madrid, pero «yo solo quería ganar dinero para traer a mi mujer y a mis hijos a Murcia. En cuanto lo tuve, los hice venir». Además, denunció que Josefa tenía tratos con gitanas, que venían a la pensión «a decirle la buenaventura».
Una de ellas, siempre según la versión de Castillo, le aseguró a la mujer que le daría unos polvos infalibles para matar a su marido. Bastaba con colocarlos «por espacio de nueve días» en un «plato de comida debajo de la cama».
Otros testigos, como el cocinero de «La Perla», Salvador Salas, o Juan Cortés, mozo de cocina, declararon que fue Josefa quien preparó el fatídico café. Tremenda fue la declaración de otra testigo denominada en el sumario «La Concha», criada de la pensión y quien aseguró que vio a Josefa preparar el café. «¿Es cierto que ella instó a su marido para que tomara el café?», le pregunto el fiscal. «Sí, señor», reveló ella.
Luis Orts, el jefe de Castillo, dijo conocer las relación que mantenía con la mujer, e incluso intentó convencerlo del perjuicio que podría causarle. Ni lo imaginaba.
El peor testimonio en aquel juicio fue el de la niña Fuensanta Huertas, hija de Josefa, quien se derrumbó al ver a su pequeña subir al estrado. «¿Quién hizo el café?», le pregunto el fiscal. «Mi mamá, mientras se comía una cabeza de cabrito», balbuceó la niña. «¿Vistes tu quién le echó ron?», prosiguió el fiscal. «No señor», concluyó la niña.
Mucha picaresca
Tanta tensión no evitó que la propia Josefa Gómez advirtiera al redactor de La Correspondencia que «es una toquilla lo que llevó en la cabeza y no una mantilla, como habéis escrito, pues soy muy amiga de la verdad». Y mientras el periodista se recuperaba de la impresión, añadió que iba de luto al juicio pues «así está mi corazón desde que murió mi esposo».
Tras la segunda sesión, todos los diarios no dudaron de la culpabilidad de Josefa. Y así lo proclamaron en sus páginas. El relato, preciso y clarificador del fiscal, es para enmarcarlo. Así, acusada de parricidio y asesinato, Josefa fue condenada a morir a garrote vil. Y Vicente, como cómplice, a cadena perpetua. Y bastó que la ciudad conociera la sentencia para que, como si todo lo olvidaran, defendieran a Josefa con uñas y dientes.
Durante meses, las autoridades murcianas suplicaron el indulto al gobierno de Cánovas del Castillo. Y hasta dirigieron telegramas al Papa. Todo fue en vano. El 23 de octubre el Tribunal Supremo confirmaba la sentencia. Fue necesario trasladar 40 soldados desde Cartagena para mantener el orden.
Cinco días más tarde, desde Valencia, llegó el verdugo. En la estación del Carmen no hubo mozo que le ayudara con su equipaje ni cochero que lo recogiera. Tanto miedo sintió el pobre hombre, que se llamaba Pascual y tuvo que ser escoltado por 5 guardias civiles, que incluso redactó un telegrama dirigido al Consejo de Ministros. También suplicaba el perdón para Josefa. Mientras, el Ayuntamiento se constituía en sesión permanente a la espera del perdón y el párroco de San Antolín, Pedro González Adalid, coordinaba a las parroquias para atender a la reo.
La respuesta de Cánovas del Castillo fue tajante: «La horrible frecuencia con que se cometen crímenes como el de Josefa Gómez impiden al Gobierno aconsejar su indulto. Se cumplirá por tanto la Ley».
Vicente Castillo, condenado a la perpetua por el asesinato de Tomás Huertas, a quien su mujer, Josefa Gómez, envenenó con estricnina, partió desde Cartagena al penal de Melilla. Peor suerte esperaba a la mujer, principal acusada por el denominado «crimen de la Perla», que así se llamaba la casa de huéspedes que regentaba en Murcia.
El día 28 de octubre, víspera de la ejecución, no quedaban esperanzas. El Gobierno había ratificado la pena máxima como ejemplo para el pueblo. Y en Murcia crecía la tensión. El diario La Correspondencia revelaba que muchas familias «se han marchado de Murcia y otras desean marcharse, y no falta quien retrasa su venida a la capital […] huyendo del terrorífico espectáculo».
Esa mañana el juez de San Juan notificó a Josefa la sentencia. La reo apenas podía mantenerse en pie. Afuera, los soldados mantenían cortado el tráfico en Ronda de Garay para evitar altercados.
Josefa fue trasladada entre sollozos a la capilla. La acompañaban dos presas que con ella habían compartido celda los últimos días, varios hermanos de la Archicofradía del Rosario y dos Siervas de Jesús. Y el párroco de San Antolín. «Nunca quise hacer daño al padre de mis hijos. No merezco este castigo», musitaba la mujer una y otra vez.
Concluida la misa, le ofrecieron una taza de caldo, que apenas logró beber. Al mediodía la visitaron el gobernador civil y el jefe militar de la zona. Por la tarde, el presidente de la Audiencia. Pero ella solo quería ver por última vez a sus hijos Francisco y María de la Fuensanta, de 8 y 10 años de edad. Cuando llegaron, como destacó la prensa, «llevaban pintada en su semblante la más triste amargura».
Josefa se mostró tranquila. Ni siquiera lloró porque «ni sus ojos tenían ya lágrimas, ni el estado de inanición en que se hallaba le daba energías. «¡Válgame Dios, hijo, un hombre como tú llorar!», exclamó mientras abrazaba al pequeño. Al despedirse de ellos, el gobernador le preguntó a la reo si necesitaba algo. «Que haga usted lo que pueda por estas criaturas», contestó. Espeluznante.
Esa tarde, el Ayuntamiento de Murcia suspendió su sesión ordinaria. Aún la misma noche, el alcalde enviaría un telegrama al presidente Cánovas del Castillo suplicando el perdón para Josefa, «que dentro de siete horas será ejecutada». La Archicofradía del Rosario continuó por las calles pidiendo limosnas para la desafortunada.
Sobre las diez de la noche, Josefa dictó su testamento, donde legó cuanto tenía a sus hijos, salvo parte del dinero a sus hermanas y la familia de la criada que falleció. El buen párroco de San Antolín fue nombrado tutor de los chiquillos.
La increíble precisión de las crónicas periodísticas reflejaron hasta el pulso de la condenada: «Las pulsaciones de Josefa no indicaban gran agitación: eran solo diez más de las normales». Fue entonces cuando les dijo a los carceleros que estaba contenta porque «ese Cristo ya no me mira como antes; veía su mirada triste y ahora veo sus ojos muy alegres». Entonces sintió fiebre.
Un sorbo de vino
Durante la noche también se construyó el patíbulo, frente a la antigua cárcel en la Ronda de Garay, justo enfrente de donde se alza el hotel Siete Coronas y antaño estaba el llamado molino del marqués. La Correspondencia, en un inaudito despliegue informativo, incluso publicó un croquis del lugar.
A las siete y media de la mañana del día 29 de octubre «más de doce mil almas» aguardaban el fatal desenlace. Sobre esa hora, el verdugo visitó a Josefa. «Vengo sin odio a cumplir mi triste misión. ¿Me perdonas?», le espetó a la desdichada. «Con todo mi corazón y toda mi alma», respondió ella.
La puerta de la cárcel se abrió a las ocho. Encabezaba la comitiva el estandarte del rosario y un sirviente que portaba en una bandeja dos botellas de vino cordial y generoso. Detrás, Josefa, maniatada y cabizbaja sobre un tartana. En sus manos, una estampa del Corazón de Jesús. El silencio era absoluto. Por eso muchos pudieron escucharla: «Pido perdón a esta ciudad, de lo que haya podido escandalizarla con mi vida y ruego que me encomienden a Dios».
Antes de subir al patíbulo, la rea bebió un sorbo de vino cordial, una bebida de diversos ingredientes que se suministraba a los enfermos para animarlos y confortarles. Ya sobre las tablas se arrodilló mientras musitaba una oración. Entre el gentío se escuchaban insultos contra el verdugo, quien se acercó a ella y le dijo: «Vamos». Redoblaron los tambores de la infantería.
El verdugo le ató los pies, le cubrió la cara y le colocó la argolla en el cuello. Con suma ligereza accionó el tornillo y Josefa no llegó a terminar su última frase: «¡Jesús, María y…!». Eran las 8.25 horas. La campana de la cercana iglesia de San Juan tocó a agonía. La de Josefa Gómez Pardo había terminado.
El cura de San Antolín recogió el crucifico que en sus últimos días acompañó a la reo, el mismo que los murcianos intentaban besar cuando descendió del patíbulo. Muchos, incluida la prensa, consideraban que Josefa era una santa. Como ordenaba el protocolo, el verdugo quitó el cubre-rostro de la cabeza de la ejecutada y «se oyeron voces desgarradoras y ayes lastimeros de entre la muchedumbre».
«Una multitud fiera»
Los cronistas de la época cifraron en «30.000 personas» las que aquel día desfilaron para contemplar el cadáver de Josefa. «Jamás se ha visto en Murcia tanto gentío», publicaron. Comercios, colegios e institutos cerraron en señal de luto.
Siete horas después del ajusticiamiento, a las 15.45 en punto, el verdugo quitó al cadáver las correas que lo sujetaban al banquillo. El cuerpo de Josefa fue introducido en un ataúd negro y el ataúd en un coche fúnebre que la llevó hasta el cementerio de Nuestro Padre Jesús. Alrededor de las cinco de la tarde se le dio sepultura. Miles de personas la acompañaron.
El periodista Martínez Tornel lamentaba en El Diario que «esa multitud fiera que se ha disputado el sitio para gozar el espectáculo» había quedado impresionada… «pero no más moralizada». Y concluía la crónica: «No quiera Dios que vuelva a ver Murcia esos dobles espectáculos, del patíbulo levantado y de una multitud tan ávida, tan codiciosa de ver morir a una pobre mujer a manos de un verdugo». El deseo de Tornel se cumplió. Se acababa de realizar la última ejecución pública de una mujer en España.