
El monaguillo asesinado
- Clasificación: Asesino
- Características: Sacerdote y Párroco en funciones - Violador
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 2 de marzo de 1971
- Fecha de detención: Mismo día (se entrega)
- Fecha de nacimiento: 23 de marzo de 1917
- Perfil de la víctima: Paquito Calero Navalón, de 9 años
- Método del crimen: Apuñalamiento (47 veces)
- Lugar: Puerto de Sagunto, Valencia, España
- Estado: Condenado a 17 años de prisión en noviembre de 1971. Murió el 1 de mayo de 2002
Índice
José Prat Balaguer – El monaguillo asesinado
Margarita Landi
Cuando hacía ya dieciocho años que trabajaba como reportera de sucesos, me encontré por primera, y hasta ahora única vez, ante un caso tan extraordinario como el que voy a relatar, que recuerdo como si acabara de producirse.
Fue el 2 de marzo de 1971 cuando un niño de nueve años, Francisco Calero Navalón, que era acólito en la parroquia de Nuestra Señora de Begoña del Puerto de Sagunto (Valencia), fue violado y asesinado por el párroco en funciones, José Prat Balaguer, perteneciente a la orden de los Padres Paúles.
Naturalmente, entonces no era fácil reseñar un suceso de tal naturaleza, y si se publicó fue porque se trató con mucha delicadeza. Al llegar por la mañana a Sagunto encontré la primera negativa en el cuartel de la Guardia Civil; me dijeron que si quería una autorización para realizar mi trabajo tendría que pedírsela al capitán, que «aún debía estar en su casa». Fui a verle y, aunque me recibió en bata y zapatillas, muy amablemente, se negó en rotundo a darme la menor información:
-Usted comprenderá -me dijo-, que de este asunto no se puede hablar; se trata de un sacerdote…
Nos invitó a tomar café y se disculpó cuanto pudo, pero nada más, de modo que, acompañada del fotógrafo Enrique Guerrero, me dispuse a conseguir el reportaje por mis propios medios, investigándolo a mi manera.
Como el Puerto se encuentra a unos cuatro kilómetros de la histórica y heroica ciudad de Sagunto, tomé el volante de mi coche y nos trasladamos allí, donde buscamos primero el cuartelillo de la Guardia Civil, cuyo comandante de puesto era un brigada que estaba sentado a la mesa de su despacho. Tras saludarle e identificarnos, le dije:
-Ya sé que no querrá usted decirme nada sobre la muerte del monaguillo, pero venimos a pedirle que nos indique el domicilio de la familia.
-¿Por qué cree que no voy a querer decirle nada? -fue su sorprendente pregunta, seguida de una invitación a que nos sentáramos. Junto a él estaban dos de los números que tenía a sus órdenes.
El brigada nos los presentó diciendo: -Miren, éstos acaban de dejar en la cárcel de Valencia al criminal, después de haber pasado tres días en las dependencias del Palacio Arzobispal, como está estipulado en el vigente Concordato con la Santa Sede, en calidad de detenido. Ha sido el arzobispo quien ha autorizado su ingreso en prisión, donde ojalá esté por muchos años…
Y aquel guardia civil, que era padre y estaba indignado por el vil asesinato de un chaval de nueve años, nos dijo todo cuanto sabía. El hecho tuvo lugar en el despacho del párroco, junto a la sacristía, entre las seis y las seis y media de la tarde, durante la hora que mediaba entre la salida del colegio y la misa de siete que cada día se oficiaba en la parroquia.
Unos minutos antes de las seis, varias personas que transitaban por la amplia plaza de la Alameda donde se encuentra la iglesia y el grupo escolar, pudieron ver al padre José paseando, tras haber entrado un momento en dicha escuela preguntando por Paquito Calero Navalón, alegando que «le necesitaba».
A las seis salía el pequeño; el cura le llamó y los dos juntos se encaminaron hacia el templo. Menos de una hora después Paquito estaba muerto y el criminal se entregaba al comandante de puesto de la Guardia Civil, mostrándose muy sereno.
En tan corto espacio de tiempo, don José había acribillado a puñaladas a Paquito, tras golpearle fuertemente en la cabeza con un pesado cenicero y haber tratado de estrangularle, mientras le violaba. De esto último no se hablaba entonces; tan sólo se dijo que se debió a un ataque de enajenación mental que le hizo perder el control de sus nervios y olvidarse de todos sus principios.
El arma homicida fue un pequeño abrecartas en forma de espada que se hallaba sobre la mesa-escritorio del párroco. Cuarenta y siete veces penetró en el pequeño cuerpo del monaguillo (seguramente ya sin sentido por los golpea recibidos en la cabeza), y una de ellas le seccionó una de las arterias carótidas, herida ésta que por sí sola pudo producirle la muerte, pues por ella se desangró con rapidez.
Cuando el sacerdote logró reaccionar, tras su frenético arrebato, y se dio cuenta de su monstruosa acción, se cambió de ropa, se lavó, se peinó, se puso un abrigo de seglar sobre su clergyman y se dispuso a entregarse a la justicia, momento en el que penetró en el antedespacho otro de los sacerdotes de la parroquia y vio lo ocurrido. Don José le dijo que iba al cuartel de la Guardia Civil porque «se había vuelto loco y matado al monaguillo».
Dejó aterrorizado a su hermano en religión y se encaminó a la casa cuartel, que estaba algo alejada de su parroquia, en vez de limitarse a caminar los cincuenta metros que le separaban de la comisaría de Policía.
Pensó que la Guardia Civil «le encerraría bajo siete llaves», «que se sentiría más a salvo de las iras del pueblo», que… Bueno, quienes comentaban el suceso pensaban que eligió a la Benemérita para entregarse por vergüenza, ya que tanto el comisario como todos los funcionarios de aquella plantilla eran muy conocidos suyos y le hubiera sido más difícil confesarles su delito.
Mientras, al malogrado Paquito le llevaron en una ambulancia (avisada por otro sacerdote) al sanatorio de Altos Hornos, pues habían notado que le quedaba algo de vida. Pero era tan poca que a los pocos minutos de ingresar los doctores no pudieron hacer más que certificar su defunción.
Después de ver y fotografiar la plaza de la Alameda, la iglesia y la puerta de la sacristía, nos dirigimos a la casa de Isabel Navalón, madre de Paquito, pero estaba cerrada y sólo nos fue posible hablar con vecinos y vecinas, adultos y menores, que conocían bien al niño y mejor a la familia.
Todos estaban sorprendidos y muy indignados por el crimen. Así supimos que el entierro había supuesto una gran manifestación de duelo, que todos los habitantes del Puerto de Sagunto habían asistido y que se había llevado el pequeño féretro blanco a hombros hasta el cementerio.
Varias niñas de la calle y otros tantos niños nos hablaron de Paquito: un niño muy simpático, muy bueno, que nunca hacía travesuras y se portaba bien con todo el mundo. Le gustaba mucho ser monaguillo y quería mucho al padre José, porque le daba propinas cuando había algún bautizo o una boda y chocolate y caramelos. Algunas de las niñas que acudían a la iglesia para cantar en el coro después de salir del colegio me dijeron que el padre José era muy serio y nunca hablaba con ellas.
En opinión de una señora, el párroco en funciones tenía muchas manías, una de ellas la de tener todo siempre cerrado con llave, que no quería dárselas ni a la mujer de la limpieza. Otra muy devota, que por ir mucho a la iglesia le conocía bien, dio su opinión:
-El diablo está en todas partes y se divierte haciendo pecar a los mejores; yo sé que el padre José es bueno, pero al fin y al cabo es hombre y está expuesto a muchos peligros.
Hablamos también con el padre Jaime Pons, de otra iglesia, quien pensaba que el autor del crimen estaba loco, «al menos en el momento en que lo hizo». Además, dijo: «El pasado mes de enero se le murió en los brazos el párroco titular, de un ataque cardíaco, y don José no podía olvidar aquel momento. Creo que eso le desquició y por ello empezó con la manía de las llaves. Además, estaba preocupado porque tenía que irse de la parroquia, porque él es de una orden religiosa y querían que el párroco fuera un cura secular. Se pensaba marchar el día 7 y, ya ven, el día 2 ha hecho esto tan terrible.»
Por fin encontramos a la madre de Paquito en la casa de sus padres. Era una mujer de veintiocho años, Isabel Navalón Collado, y llevaba seis años viuda. Su marido, minero, murió de silicosis y la dejó con tres criaturas de muy corta edad, de las cuales Paquito era el único varón y segundo de sus hijos. Pasó algunos años vendiendo plásticos en la playa; luego hizo trabajos de limpieza en las casas y más tarde pudo colocarse como limpiadora en la empresa Sierra Menera. Era pequeña, pálida, usaba gafas y estaba deshecha por la tragedia. Me dijo:
-Como yo tengo que salir de casa para ir a trabajar, cuando el niño me dijo que le gustaría ser monaguillo me pareció muy bien y le dejé. A mí me parecía que si al salir de la escuela se metía en la iglesia estaría mejor que en la calle, aprendiendo cosas malas con los demás chicos… ¿Quién iba a pensar lo que podía pasarle?
-Ya ve -intervino el abuelo del niño-, ella decía siempre: «Mientras esté en la iglesia no le ocurrirá nada malo», ¡y mire!… Es que como don José y sus compañeros son padres Paúles, se iba a ir para dejar la parroquia a otros curas seculares, que son los que deben llevar las parroquias. El día señalado era el domingo día 7 de este mes, y don José había prometido a los cuatro monaguillos y otros niños llevarles de excursión el sábado para despedirse, pero el martes mató a mi pobre nieto…
Lloró el anciano y por unos minutos estuvimos en silencio; después, secándose las lágrimas y con voz entrecortada, exclamó:
-¡Y bien que lo mató!… A golpes, mordiscos, estrujones, porque le quiso estrangular, ¿sabe usted? y clavándole un puñal cuarenta y siete veces… ¡Bien que lo mató!, mientras le violaba, que nadie quiere decirlo, ¡y lo hizo!… Que nosotros tenemos toda su ropa y en los calzoncillos se ve bien que lo hizo…
Su hija, llorando, asentía mientras se levantaba de la butaca e iba en busca de las ropas ensangrentadas y desgarradas, entre las que estaba la pequeña prenda íntima. Fue una patética escena que me impresionó muchísimo.
-A mí que no me vengan diciendo lo que no es -me advirtió el abuelo-. Yo la he recibido a usted, porque ha venido de buenos modos y porque quiero que se sepa como ha muerto mi nieto. Yo lo que temo es que ese cura, que es muy listo, haga creer al juez que se «volvió loco», que «no sabía lo que hacía». Lo sabía muy bien; a él le gustaba el niño y, como tenía que marcharse, le violó y le mató para que no pudiera contárselo a nadie. Se sabe que era el preferido suyo, que le daba dinero y caramelos para que se encariñara. Ahora, ¡sabe Dios lo que dirá! Que fue una tentación, un arrebato… Pero bien pudo lavarse, cambiarse de ropa y perfumarse para salir a entregarse. ¡Pronto se le pasó!…
Luego nos enterarnos de lo que el padre Prat había dicho: que al despertar se vio asaltado por una idea fija que le «decía» que tenía que matar a un niño o una niña. Fue a Valencia para distraerse, pero siguió preocupado y, a la vuelta, pasó por el Puerto de Sagunto, como buscando una víctima, mas sin decidirse a matar a nadie.
Tenía que decir misa a las siete y salió en busca de Paquito a la escuela una hora antes; el niño le siguió hasta el despacho, confiado, le dio unas chocolatinas y cuando se volvió a meterlas en su cartera trató de estrangularle, pero como él quiso defenderse cogió el abrecartas y se lo clavó «varias veces».
Ocho meses después, el 10 de noviembre, se celebró el juicio en Valencia ante un Tribunal constituido por cinco magistrados, debido a que la acusación particular solicitaba la pena de muerte. La causa se vio a puerta cerrada.
El fiscal, en sus conclusiones definitivas, calificó los hechos de asesinato, con la eximente incompleta de enajenación mental, la atenuante de arrepentimiento y la agravante de haberse cometido en lugar sagrado. Pedía que se le impusieran la pena de diecisiete años de reclusión menor. El acusado terminó pidiendo una pena de veintiséis años, ocho meses y un día de reclusión mayor.
El Tribunal declaró al procesado responsable de un delito cualificado por la alevosía, con la eximente incompleta de enajenación mental no plena, atenuante de arrepentimiento espontáneo y abuso de confianza.
El fallo fue una condena de diecisiete años de reclusión menor, con prohibición de volver al término municipal de Sagunto durante tres años, inhabilitación absoluta durante el tiempo de la pena y el pago de las costas procesales, ya que con anterioridad había indemnizado cumplidamente a la madre de su víctima, porque le habían declarado solvente.
El cura condenado en 1971 por matar a un niño en el Port ejerció luego como vicario
M. A. – Levante-emv.com
16 de enero de 2011
Un libro escrito por un religioso saca a la luz que el asesino confeso no fue excomulgado, como creía la familia. La obra omite el crimen e incluye al autor en un listado de mallorquines ejemplares.
Un libro escrito por el religioso Josep Barceló Morey ha acabado sacando a la luz que el cura condenado hace 40 años por matar a un monaguillo de 9 años en el Port de Sagunt no llegó a ser apartado de la Iglesia, como creía la familia del pequeño.
El autor confeso del crimen que en 1971 conmocionó la ciudad y acabó hasta hace poco con las procesiones en el Port, J. P. B., ejerció años después en la parroquia del barrio de La Bordeta de Lleida como vicario, según recoge Barceló Morey en una publicación titulada 121 Mallorquins.
Desde el Obispado de Lleida se ha confirmado este extremo a Levante-EMV, pero sin poder precisar cuánto tiempo estuvo allí, ni la tarea que realizaba. No obstante, uno de los religiosos que coincidió con él en La Bordeta a finales de los años 80, el padre paúl José Biosca, apuntó a este diario que J.P.B. se encargaba de las misas, «pero sin ejercer ninguna responsabilidad en la parroquia, ni dirigir ningún grupo de apostolado». «Cumplía su deber, pero era un poco reservado. No demasiado abierto. Tampoco salía mucho», decía Biosca sobre él.
La propia inclusión de J.P.B. en la obra 121 Mallorquins resulta chirriante teniendo en cuenta su crimen y el carácter del libro. Como se explica en la introducción, en él se recogen breves semblanzas de 121 padres paúl formados en la escuela apostólica La Missió de Palma de Mallorca que, a juicio del autor, son «de verdad testimonio» y «cuyo servicio primero y principal ha sido proclamar la Buena Nueva del amor, al estilo de Jesucristo».
«Problema muy grave»
El mismo retrato biográfico que realiza de J. P. B. omite cualquier referencia al horrendo crimen por el que éste, a sus 54 años, fue condenado a 17 años de prisión menor y al destierro de Sagunt, entre otras medidas, según recogió entonces el periódico Levante.
Aquel terrible asesinato que tanto dolor causó en la población en ningún momento se intuye en el relato de Barceló sobre la vida de J.P.B., donde repasa muchas otras cuestiones como sus estudios de Farmacia y servicio militar, su pertenencia a una familia «acomodada» de «fuertes comerciantes», su ordenación en 1951 y su marcha posterior a La Habana, Tegucigalpa y Nueva York.
«Trabajando de vicario en Puerto de Sagunt tuvo un problema muy grave», se limita a decir Barceló Morey respecto al escalofriante caso, para añadir inmediatamente después que J.P.B. lo «asumió con fortaleza y humildad». Su narración prosigue destacando a continuación: «Pasó 8 años retirado en Tangel, Alicante, y luego a Lérida en La Bordeta como vicario. Su larga vejez la pasó ayudando, hasta que tuvo que pasar a la residencia de Betania en Vallvidriera, donde falleció el 1 de mayo de 2002 a sus 85 años».
Pintada en la iglesia
Precisamente, la noticia de que Prat Balaguer falleció en 2002 era la única que había trascendido públicamente en Sagunt sobre aquel hombre que tanto daño causó en la ciudad y en la propia vida religiosa del Port. Y lo hizo a través de Levante-EMV en 2007 cuando, según informó en exclusiva, el caso volvió a la actualidad a raíz de una pintada de protesta en la iglesia, «en memoria del niño asesinado», que acabó en el juzgado y en una multa de 696 euros a su autora, antigua vecina del pequeño.
Al conocer que este sacerdote había muerto, la hermana del monaguillo asesinado expresó entonces su «alivio, sobre todo por el riesgo de que pudiera hacerle lo mismo a otros niños», como recogió entonces este diario.
Sin embargo, nunca hasta ahora se habían conocido más detalles de su vida posterior que Morey sitúa en Tangel, en Lleida y en un centro barcelonés gestionado por las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Sólo se barajaba, como apuntaba la familia, que nunca llegó a cumplir los 17 años de condena.
Un padre paúl odiado en el Port y otro al que se quiere beatificar
El asesinato de un monaguillo de 9 años a manos de un sacerdote en 1971 alejó de la Iglesia a muchas familias del Port y acabó con las procesiones hasta hace poco. La pintada de protesta realizada «en memoria de Paquito» por una vecina evidenció en 2007 que la herida sigue abierta cuando la mujer quiso rechazar así la primera procesión que se hacía junto a la iglesia donde se cometió el crimen.
Esa semilla de odio tuvo su polo opuesto en otro padre paúl mallorquín que trabajó en el Port 27 años, el Padre Jaime Pons. Además de dar nombre a una calle y un barrio, vecinos del Port iniciaron hace unos años un proceso para su beatificación.