
El crimen del sastre de la calle de Antonio Grilo / El crimen del sastre de la calle Luna
- Clasificación: Asesino en masa
- Características: Parricidio
- Número de víctimas: 6
- Fecha del crimen: 1 de mayo de 1962
- Fecha de nacimiento: 1918
- Perfil de la víctima: Su esposa, Dolores Bermúdez Fernández, y sus hijos: María Dolores, José María, Juan Carlos, Adela y Susana, de entre catorce y un año de edad
- Método del crimen: La esposa, Dolores Bermúdez Fernández, fue asesinada a martillazos; sus hijos, a cuchilladas
- Lugar: Madrid, España
- Estado: José María Ruiz Martínez se suicida de un disparo en la cabeza el mismo día que mata a su familia
Índice
El crimen del sastre de la calle de Antonio Grilo, José María Ruiz Martínez
El Caso
5 de mayo de 1962
A puñaladas y martillazos, asesina a toda su familia. Luego se suicidó
El horrible suceso de la calle de Antonio Grilo, de Madrid, ha consternado a la capital
Un barrio tranquilo, en medio de una de las zonas modernas de Madrid. La plaza de los Mostenses tiene un aire provinciano, a pesar de estar convertida en aparcamiento de automóviles. A esta plaza confluyen varias calles, que la relacionan con vías urbanas de primera importancia. Una de ellas es la calle de Antonio Grilo, no muy larga, bordeada por edificios no excesivamente modernos, en los que residen familias para las que tiene la relación vecinal tonos provincianos en muchos casos. La lechería, el bar, la tienda, son establecimientos donde se saluda al vecino como persona de la propia familia. Se sabe quién es cada cual, se conocen sus circunstancias personales, la unión o desavenencia que pueda haber en las relaciones familiares.
Antonio Grilo, número 3, piso tercero derecha. Desde hace ya bastantes años, en este domicilio vive una familia que todos ponen por modelo de felicidad. Marido y mujer se quieren «como si todavía fueran novios», según esta frase que la gente tiene acuñada para explicar de manera superlativa la unión amorosa de dos personas que contrajeron matrimonio. Los hijos han bendecido este hogar. Primero, José María Ruiz Martínez y Dolores Bermúdez Fernández, que estos son los nombres del marido y de la mujer, tuvieron a María Dolores. Mari Loli, que así era llamada familiarmente, cumplió no hace mucho los catorce años. Tras ella habían nacido Adela, José María, Juan Carlos y Susana. Esta, la benjamina, iba a cumplir los dos añitos próximamente. Adelita tenía doce, y los dos niños, diez y cinco, respectivamente. El negocio de sastrería del cabeza de familia era próspero y les proporcionaba ingresos suficientes para que nada faltara en casa. Jamás ningún extraño escuchó comentario alguno sobre problemas económicos, aunque fueran ahogos momentáneos de los que se salía con bien al poco tiempo.
Los niños mayores, como de familia acomodada, estudiaban en el Instituto Británico, donde el pasado jueves se celebró una misa por el eterno descanso de sus inocentes almas.
¿Qué problemas, entonces, agobiaban a José María Ruiz Martínez? Esta pregunta se la han hecho infinidad de personas desde la mañana del martes 1 de mayo. ¿Qué le pudo suceder a José María? ¿Por qué le vino aquel arrebato de locura, aquel frenesí extraño? ¿Qué motivaciones movieron sus reacciones psíquicas? ¿A qué puede achacarse que hiciera todo aquello, que matara a su mujer y a los cinco niños y se disparase luego un tiro? Siete muertes, una tragedia total. La vecindad de Antonio Grilo, que estimaba a la familia, que la saludaba día a día, que sabía la inexistencia de problemas en aquel hogar, no cesa de hacerse pregunta tras pregunta. ¿Puede un hombre volverse loco, perder la razón hasta el punto de matar a su propia esposa y matar a sus propios hijos, unos niños inocentes a los que siempre había querido y complacido, para quienes habían sido siempre sus mayores preocupaciones, sus mejores deseos de prosperar más y más en los negocios, para que tuvieran cuanto necesitaban?
Sobre las nueve de la mañana del citado 1 de mayo, la calle entera se puso en conmoción. José María Ruiz Martínez, desde el balcón de su piso, se asomaba a la calle y empezaba a gritar. No eran sus frases ni sus gestos de un ser normal, de un ser que estuviera en perfecto uso de sus facultades mentales. Llevaba en brazos el pequeño bulto de uno de los niños. Luego entró para salir con otro de los hijos. Repetía una y otra vez que había matado a toda la familia.
-Los he matado a todos. Los quería mucho. Aquí están. Podéis verlos. Lo he hecho por no matar a otros canallas. A todos los he matado -repetía el hombre, como un desaforado, como un loco, palabras que no necesitaban mayores comentarios. Solo un loco podía hacer una cosa semejante.
A las siete de la mañana llamó el señor Ruiz Martínez a la chica, Juana García, y le dijo que fuera a la farmacia para buscar ciertos medicamentos. El informe forense habrá de establecer ahora si para entonces José María había ya matado a su mujer. El fallecimiento de esta fue causado con un martillo, a golpes. Los cinco hijos, acuchillados. Finalmente, el hombre se quitó la vida de un disparo en la cabeza. Al balcón había salido llevando una pistola en la mano, amenazando a todos.
La chica regresó poco después con las manos vacías. A través de la puerta del piso, que no abrió José María, ordenó a la muchacha que fuera a otra farmacia. El día 1 de mayo fue fiesta. Era preciso buscar establecimientos de guardia. José María insistió en que la chica siguiera buscando. No abrió la puerta. No quería, sin duda, que alguien descubriera aún el trágico cuadro que había en el interior del piso. Minutos más tarde José María aparecía en el balcón para contar a todos lo que había hecho. Nadie quería creerlo. Solo a la vista de aquellos cuerpos exánimes pudo certificarse de lo ocurrida. La portera de la casa, doña Genoveva Martín, estuvo hablando con el inquilino, siempre a través de la puerta del piso. Esta señora nos ha contado, con palabras emocionadas; un diálogo inusitado, una conversación que jamás pensó sostener con don José María.
-Pero ¿qué ha pasado?
-Los he matado a todos.
-¿Por qué, por qué ha hecho eso?
-Por no matar a otros canallas.
-Abra la puerta, por favor.
-No, no, no quiero abrirla.
-A lo mejor pueden salvarse todavía.
-Nada puede ya salvarlos. Búsqueme un cura para confesarme. Quiero confesarme, y después matarme yo también.
Doña Genoveva marchó con toda rapidez a un cercano convento de carmelitas, donde apenas podían dar crédito a lo que contaba. Un fraile se apresuró a acompañarla.
En este momento llegó un coche radio-patrulla, alertado por el propio parricida, y en el vehículo policial, el fraile y la portera se trasladaron velozmente a la calle de Antonio Grilo. Este sacerdote estuvo también hablando, siempre a través de la puerta, con José María Ruiz. Intentó convencerlo para que facilitara la entrada del piso y entregara el arma que tenía.
-Solo quiero que me confiese usted.
-Abre la puerta y dame esa pistola.
-La necesito para matarme.
-Entonces no puedo confesarte. Tienes que arrepentirte y darme esa pistola.
-No quiero darla. Tengo que matarme.
El trágico diálogo quedó cortado por una detonación. José María Ruiz Martínez había cumplido su promesa. Sería recogido con vida, pero fallecería de resultas del disparo.
En el número 16 de la calle de la Luna, bien cerca de la de Antonio Grilo, está situada la sastrería del señor Ruiz Martínez. La casa es propiedad de los dueños de un restaurante, Casa Pascual, instalado en el piso bajo. Don José María tenía alquilados los pisos segundo y tercero derecha. En el primero había puesto el almacén de géneros, y en el otro, el taller, acreditado con numerosos clientes. La sastrería sirve a la Renfe, y en ella trabaja como empleado un cuñado del protagonista de este suceso.
-Desde hace unos ocho años está aquí la sastrería -nos dice doña Juana Ríos Román, portera de la finca.
-¿Qué tal persona era el señor Ruiz?
-Jamás se ha tenido una queja de él. Cuando le subía las cartas siempre me recibía con una frase amable. Algunas veces traía con él a uno de los niños.
-¿Sabe usted si existían dificultades económicas en el negocio?
-No lo creo. Por lo menos puedo asegurar que cada día se entregaban varios trajes, señal de que no faltaba el trabajo.
Esto nos aseguran cuantas personas hemos interrogado acerca del particular. Nadie conocía nada en contra de ello. Para todos la situación económica de la sastrería marchaba bien, floreciente y acreditada.
-Conocía a esta familia desde hace mucho tiempo -nos asegura don Pedro Sopeña- y nunca pude sospechar que tuvieran dificultades.
Uno de los posibles móviles del tremendo drama puede quedar, por tanto, desechado. También, a fuerza de preguntas, hemos podido eliminar otro móvil. No había desavenencias familiares. Dolores Bermúdez Fernández, de la misma edad que su marido, cuarenta y cuatro años, fue siempre una esposa ejemplar. También José María fue en todo momento marido ejemplar. No tenía amistades. Solo conocía el camino desde su casa a la sastrería y de la sastrería a casa. Su mayor ilusión fue siempre terminar el trabajo diario para regresar con los suyos.
Sólo queda, por tanto, como causa principal de lo sucedido un ataque de enajenación. Ahora bien, ¿qué pudo originar, dar principio a esta pérdida de la razón? Difícilmente podrá saberse nada. Hemos preguntado por el carácter habitual de José María Ruiz. Se nos ha dicho que era una persona muy nerviosa. Sin embargo, ¿Cuántas personas podrían ser calificadas con esas palabras, «muy nerviosas»? Son cientos las personas nerviosas en este mundo y, sin embargo, todas ellas son seres perfectamente equilibrados, seres que no desencadenan jamás tragedias de la categoría de la que nos ocupa.
Además, ¿a qué se le suele llamar «ser muy nerviosa» una persona? ¿Qué elementos suelen concurrir para justificar esa calificación, según la forma vulgar de expresarse? El señor Ruiz era un hombre inquieto. Daba voces cuando estaba enfadado por algo. Claro está que en seguida aquella excitación se le pasaba y volvía a ser el hombre de siempre, bien considerado, amante de su familia. Para sufrir una enajenación del tipo que debió sufrir el señor Ruiz es preciso que concurran otras circunstancias. No basta, sin duda, con que fuera persona inquieta, hombre al que le alteraban circunstancialmente unos enfados momentáneos.
Buscando con nuestras preguntas una «explicación» del hecho, si es que acaso estamos ante un hecho «explicable», hemos encontrado alguien que nos ha ofrecido un dato de excepcional valor. Un sobrino carnal de la fallecida María Dolores nos ha asegurado que en cierta ocasión José María puso su caso en manos de médicos. Consultó a especialistas, los cuales le hicieron un análisis completo psíquico.
-Le hicieron un electroencefalograma.
-¿Acudió a los médicos por decisión propia?
-No lo sé.
-¿Y el resultado de ese examen médico?
-No se lo dijo a nadie.
-¿Acaso tenía «rarezas» que justificaran aquel examen?
-Siempre pareció persona normal.
Quizá entre los papeles del señor Ruiz aparezcan ahora los resultados de aquella visita a unos especialistas. Si es así, se podrán tener a la vista documentos inapreciables para hallar el origen de un acto. Aunque a estas horas nada importe ya saber los porqués del mismo. La tragedia se ha consumado y, empezando por los propios allegados, a nadie interesa ya saber por qué ocurrió la misma.
Hay un dato curioso en la personalidad del sastre Ruiz Martínez. Nos referimos a su manía quinielística. Cada semana, José María rellenaba cientos de boletos, en espera de que la suerte le fuera favorable. Resulta imposible determinar el número de quinielas. La mente baraja cifras a cada cual más diversa, desde las 1.500 a las 7.000 pesetas. ¿Tanta necesidad tenía el señor Ruiz de «forzar» la suerte y ser favorecido un día con un pleno único de catorce resultados?
Dijimos antes algunas de las expresiones que, según vecinos que presenciaron la terrible escena, pronunció José María Ruiz cuando se asomó al balcón de su casa llevando en brazos a sus hijos, ya sin vida: «Los he matado por no matar a otros canallas». ¿A quién podría referirse? ¿Existen personas a las que José María considerase «enemigos» capaces de interponerse en su camino? ¿Qué clase de interposición podían hacer? ¿Qué tipo de enemistad podría ser? ¿Enemistad profesional? Repetimos que el negocio era de todo punto floreciente. José María Ruiz había iniciado la construcción de una casa en Villalba, donde la familia pasaba los veranos. ¿Supuso esta construcción algún momentáneo ahogo económico que hizo perder la razón al hombre? ¿Creyó tener en sus relaciones económicas o profesionales alguien que deseaba «hundirle»? Sea como sea, el señor Ruiz jamás dejó de ser animoso. El mayor desastre económico no puede justificar una crisis de tan tremendas consecuencias. En cuanto a que la mente del señor Ruiz inventara un fantasma de celos, totalmente inexplicable, es tesis que cae por su base desde el primer momento. Jamás fue, ni ciertamente tuvo para ello el más mínimo motivo, hombre celoso.
Estamos ante una tragedia en la que sólo cabe al periodista hacer la información a la que está obligado y después, como otro más entre «los hombres de la calle», sentir con ellos todo lo ocurrido y lamentar la grande, la terrible tragedia que alteró la paz provinciana de un rincón de Madrid la mañana del 1 de mayo de este año.
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La Justicia, en el escenario del drama
Apenas los inspectores de Policía del departamento del 091 y guardias de la Policía Armada, con auxilio de piquetas facilitadas por los bomberos, consiguieron violentar la puerta, del piso tercero, letra D, de la casa número 3 de la calle de Antonio Gilo y penetrar en él, contemplando espantados toda la magnitud de la tragedia desarrollada en el citado apartamento, encontraron al promotor de la misma, José María Ruiz Martínez, que presentaba una herida de arma de fuego en la cabeza, de carácter gravísimo, por lo que precedieron a trasladarlo urgentemente al Equipo Quirúrgico, donde los facultativos de servicio no pudieron más que certificar su muerte, pues dejó de existir a los pocos minutos sin haber recobrado el conocimiento.
Simultáneamente a este traslado del parricida se constituyó en el escenario del drama el Juzgado de Instrucción de guardia, que lo era el número 8, integrado por el dignísimo magistrado-juez don Luis Cabrerizo Botija; secretario, don Aciselo Torrecilla; oficiales habilitados, don Carlos Rebolledo García, don Carlos Hernández; auxiliar don Antonio Redondo; agente judicial don Saleto Hartos, y el médico forense de la demarcación, doctor don Manuel Martínez Sellés, procediendo a practicar la inspección ocular correspondiente.
En la alcoba del matrimonio se encontraba, junto al lecho, en el suelo, doña Dolores Bermúdez Fernández, esposa del parricida. En el cuarto de baño se localizó el cuerpo ya sin vida de la hija mayor, María Dolores, de catorce años; en una alcoba hallaron los cuerpos de los niños José María y Juan Carlos, de diez y siete años, respectivamente; en otra alcoba, en el lecho, el cuerpo exánime de la niña Adela, de doce años, y por último, junto a la cama del matrimonio, por la parte de dentro, la niña Susana, de dieciocho meses, la hija más pequeña de la familia.
El forense comprobó que todos estaban muertos, y que el fallecimiento se había producido unas dos horas y media antes, o sea, a las siete y pico de la mañana, y media hora antes el de la madre de aquellas cinco criaturas. Estas presentaban todas heridas de arma blanca, y doña Dolores, fracturas completas en la cabeza y en la cara, producidas con un objeto contundente.
En el detenido reconocimiento hecho en las distintas habitaciones del piso ocupado por el matrimonio y sus hijos fueron hallados un martillo, un cuchillo de cocina y una pistola calibre 6.35, con la cual el parricida se privó de la vida. Todas estas armas estaban ensangrentadas, deduciéndose a simple vista que con las primeras José María Ruiz Martínez había llevado a cabo el exterminio de su familia.
Después de hacerse cargo la autoridad judicial del martillo, la pistola y el cuchillo, el ilustre magistrado señor Cabrerizo Botija ordenó el inmediato traslado de los seis cadáveres al Instituto Anatómico Forense, a fin de que se realizara la correspondiente autopsia de los mismos.
Antes de abandonar la casa de la calle de Antonio Grilo, el representante de la Justicia interrogó a varios vecinos, así como a la criada-asistenta de las víctimas, Juana García Capitán, retirándose a su despacho oficial del palacio de las Salesas.
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El sastre de la calle de la Luna
Mientras el gentío estacionado en los alrededores de la casa del suceso comentaba apasionadamente lo ocurrido y se daban mil versiones a cada cual más disparatada de los motivos que lo habían provocado, nuestros equipos informativos se trasladaron a la casa número 16 de la calle de la Luna, donde el parricida poseía en el piso segundo el despacho de su sastrería.
Hasta aquel lugar ya habían llegado noticias del pavoroso sucedido, y el vecindario, por escaleras y portal, hablaba con gran angustia del patético final del sastre José María Ruiz Martínez, al que todos los inquilinos estimaban mucho.
La persona más capacitada de la casa era doña Eulalia Maroto, anciana de sesenta años, que en época anterior fue portera de la finca, y que conoció al parricida cuando hace unos ocho años, y mediante un traspaso, se instaló en el citado piso segundo con su negocio de sastrería. Al poco tiempo de esto doña Eulalia dejó de ser portera para convertirse en inquilina, y en el piso cuarto habita con sus hijos y sus nietos.
Dicha anciana, conmovida por las noticias que iban llegando, nos explicó:
-Don José María, era una persona muy atenta en su trato. Aquí tenía su taller de corte y preparación de sastrería, especialmente para servir como contratista a los funcionarios de la Renfe. Luego venían sastras y se llevaban el trabajo a sus respectivos domicilios. Aquí, además del citado taller, tenía la sección de contabilidad, servida, según creo, por unos cuñados, hermanos de su infeliz esposa. Pueden ustedes asegurar que la cordialidad entre esta y don José María era completa. Quería entrañablemente a su mujer, la adoraba, según demostraba a los ojos de vecinos y clientes, y a sus hijos los miraba con verdadera devoción. Aquí todos los años por Reyes guardaba para sus criaturas los juguetes más costosos, y todo le parecía poco para ellos. Raro era el día que al terminar su jornada de trabajo no llegaba su esposa y alguno de los pequeños para ayudarle a cerrar el despacho a fin de retirarse a su hogar. Y siempre al despedirse hasta el día siguiente tenía una frase de afecto y cariño para los inquilinos que se encontraba por las escaleras. Nadie en la casa podemos imaginarnos qué ha sucedido en el seno de esa desventurada familia. Había armonía entre padres e hijos, el negocio que regentaba de sastrería daba la sensación de ir viento en popa y don José María no era hombre de aventuras ni juergas.
Así se expresa doña Eulalia Chamorro, cuando tercia en la conversación una nieta suya, joven muy linda y simpática, llamada Consuelo Sanchís Maroto, que con emoción -pensando en la tragedia de que ha sido eje el sastre- exclamó:
-Yo he sido la última vecina de esta casa que ha hablado con don José María. Fue a las ocho y media de la noche del lunes 30 del pasado, cuando yo regresaba de mi trabajo. Me lo encontré, en unión de su esposa y de una de las niñas -creo que era la pobrecita María Dolores-, cuando estaba cerrando la puerta del piso donde tenían la oficina. Reía por no sé qué estaba diciendo la hija, y al verme exclamó muy cariñosamente:
-¡Hace tiempo que no te veía, Consuelo! Estás hecha una mujerona, guapa y lucida. ¿De dónde vienes ahora?
-Pues de trabajar, don José María -respondí, saludando a la señora y la hija,
-¿Dónde trabajas ahora? -me preguntó.
-Aquí, muy cerca, en la calle de San Bernardo -le expliqué.
-Da muchos recuerdas a tu abuela y a tus padres, y me alegro de verte, Consuelito -me respondió.Y con las mismas, acompañado de la señora y la hija, comenzó a bajar las escaleras, riendo de las cosas que les iba contando esta última. Se les veía tan contentos, en absoluta armonía. Yo no puedo creer lo que ha sucedido. Ha debido ser un mal momento, una locura, la que le ha llevado a tan terrible fin.
Y esa armonía la pregonan cuantas inquilinas nos vamos tropezando a medida que bajamos las escaleras de la casa número 16 de la calle de la Luna.
Al salir a la citada vía madrileña, donde era muy popular el parricida, husmeamos por los establecimientos inmediatos en busca de algún detalle que nos lleve a desenredar esta madeja de sombras en que se ocultan las causas del drama de la calle de Antonio Grilo.
Con viejos amigos comenzamos a tropezamos en la vía pública, sobre todo en ese tramo de calle que va desde la de la Madera a la Corredera. Al fin trabamos conversación con un popular industrial, persona de absoluta solvencia y seriedad, que nos desliza una pista que pudiera ser interesante para adivinar los motivos de la espantosa tragedia. Como nosotros, el acreditado industrial, que conocía y tenía en mucha estima al parricida, trataba de buscar motivos al hecho. Y nos apunta un detalle:
-Yo, desde luego, ignoro si los negocios del señor Ruiz Martínez iban bien. Creo que sí; el trabajo no le faltaba y su aspecto parecía normal. Sospecho que todo ha sido un arrebato de locura. Él tenía un temperamento nervioso y un tanto exaltado, pero no hasta el extremo de llevar a cabo semejante acción. Sobre todo con sus hijos, que de nada podían ser culpables. Respecto a sus relaciones conyugales, tampoco veo sombras. Era hombre enamoradísimo de su esposa, que encerraba todo un tesoro de bondad y honradez. Pero hay algo en que acaso nadie hasta estos momentos se ha dado cuenta. Yo sé que hace unos meses tuvo determinadas contrariedades, pero creía, alguien me lo dijo, que las había rebasado. El señor Ruiz Martínez, aun cuando creo que era andaluz, de la provincia de Almería, estaba muy conectado con el vecino pueblo de Villalba, donde vive su anciano padre y una hermana, y en cuya localidad estaba construyendo una gran finca de campo y recreo. Yo a ciencia exacta no lo sé, pero me parece, por determinados antecedentes que han llegado a mis oídos, que en el referido pueblo serrano pudiera estar la clave del misterio de este sangriento sucedido. No estará de más que hagan una excursión a Villalba, donde acaso perciban ustedes algo interesante.
No hemos querido saber más, y hacia Villalba hemos marchado con toda urgencia. Hay que ver la forma de desentrañar las causas del drama, que tratan de averiguar la Justicia y los investigadores policíacos sin descanso desde hace tres días, ya que el enloquecido sastre, al eliminarse físicamente, se ha llevado el secreto de su desesperación.
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Una familia modelo
Desde hace muchísimos años don Juan Ruiz y su esposa, doña María Martínez, se avecindaron en el pueblo de Villalba, donde eran muy apreciados. El marido fue un aparejador de obras muy capacitado que tenía cuanto trabajo apetecía, mientras su esposa era una mujer de su casa, compañera leal y madre amantísima de tres hijos varones, Juan, hoy muy acreditado joyero; José María, sastre de reconocida competencia, y Antonio, dedicado a negocios de construcción, los tres casados y avecindados en Madrid. En Villalba quedó la hija, Adela, con los padres, hasta que contrajo matrimonio con un honradísimo productor, especialista también en la construcción, hoy domiciliados en el referido pueblo serrano.
Todos los hijos de este matrimonio eran muy queridos, como sus padres, en el pueblo serrano. Allí tuvieron negocios de construcción de casas y en él tenían sus fincas de descanso veraniego. Hace alrededor de año y medio falleció la madre, y desde entonces la salud de su esposo, el anciano don Juan, ha sido muy precaria, ya que según se nos dice, padece una enfermedad cardiaca.
Pero acaso la figura más popular en Villalba era la del enloquecido sastre, protagonista hoy del espantoso drama de la calle de Antonio Grilo. Merced a un trabajo intenso en su negocio de sastrería, los ingresos se fueron acentuando, y José María Ruiz Martínez logró al fin el sueño dorado de su vida: ser propietario de una finca donde descansar con su esposa y sus hijos y dejar a estos un bienestar material para el día de mañana. Posiblemente auxiliado por sus hermanos compró una gran extensión de terreno en el lugar conocido por Pradillo-Herrero, muy cercano a la carretera y desde luego enclavado en lo que se denomina Villalba-Estación, ya que está muy cerca de la vía férrea, y donde ya sus hermanos tenían en propiedad un chalet y una casa de vecinos.
Ya dueño del amplio terreno, José María Ruiz Martínez, hace acaso un par de años, se decidió a levantar una finca de campo y recreo. Según los entendidos, no eligió muy acertadamente el lugar del emplazamiento de tal edificación, puesto que renunció a realizar esta no en un alto magnífico de su propiedad y sí en uno de los extremos de la misma, más bajo y con peor emplazamiento. Pero era dueño de lo suyo, y como tal edificaba según su gusto. Se puso en manos de arquitectos y aparejadores, le levantaron planos y le hicieron presupuestos y empezó a construir. Y aquí comenzaron las inquietudes y las genialidades -de alguna forma hay que denominarlo- del sastre de la calle de la Luna.
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¿La finca, eje del drama?
La construcción, varias veces iniciada para volver a deshacer lo hecho y empezarla de nuevo, debió de pasar a convertirse en una verdadera obsesión para el sastre. Como las obras no eran por contrata, sino que las realizaba por su cuenta José María Ruiz Martínez, se descentró en los trabajos de levantar su propiedad. Hizo acarrear hasta Pradillo-Herrero enormes cantidades de bloques de piedra y edificó, tras mil modificaciones y reformas de los planos primitivos, los sótanos y la primera planta, así como la soberbia cerca tras la que se encerraba aquella gran extensión de terreno. Seguramente -hablamos por boca de los bien enterados del pueblo y además técnicos en la materia-, en estos trabajos invirtió posiblemente más de dos millones de pesetas. Como era de un temperamento caprichoso y de un nervosismo muy acentuado, siempre estaba realizando variantes, y lo que un día le gustaba, al otro no le satisfacía y lo rechazaba. Esto le proporcionó incidentes con obreros y técnicos, que no sabían ya cómo dar cumplimiento a sus deseos, y terminaban por rechazar en no pocos momentos el trabajo y le negaban algunos su cooperación.
Cuando algún amigo, vecino o conocido del pueblo se permitía darle un consejo o hacerle una sugerencia, José María Ruiz Martínez, que ya decimos que tenía un temperamento exaltado y nervioso, exclamaba no sin cierta molestia:
-Como el dinero es mío, yo hago en mi casa lo que me parece más de mi gusto, y el que lo quiera así, que siga, y el que no lo acepte, que se vaya.
Y como era espíritu al que era difícil satisfacer, fueron muchos los que dejaron de trabajar en tales circunstancias y los que rechazaban sus ofrecimientos. Le tenían verdadero pánico, y algunos le llegaron a tildar de extravagante y maniático. Y esto le dio muchos quebraderos de cabeza y le produjo ratos muy molestos. El trabajar en las obras de la finca Los Luceros, como su propietario la tituló, era perder los nervios y el sueño.
Sin embargo, el sastre de la calle de la Luna no daba su brazo a torcer. Continuó inundando sus terrenos de piedra que costaba un sentido, y modificando a cada momento los planos primitivos de la edificación con que él soñaba.
En los veranos se trasladaba con la familia a Villalba, y allí, sobre el terreno, vigilaba personalmente los trabajos. Se nos asegura que rara era la semana que no surgían pequeños incidentes con el personal productor, que se veía y se deseaba para agradar al propietario de Los Luceros. Y cuando terminaba el periodo estival, rara era la semana que no iba un par de veces, y desde luego, los sábados, domingos y días festivos. Y rara era la visita del sastre que no llevara aparejada una nueva modificación de las obras. Era indiscutiblemente un pensamiento tenaz y obsesionante la dichosa finca. Su carácter en Madrid era plácido, comunicativo y cordial. Pero apenas surgía el tema de la finca en construcción o realizaba un viaje a Villalba para ver las obras, José María Ruiz Martínez se transformaba, su temperamento se exaltaba, se tornaba su carácter en agrio y malhumorado y sus nervios se descentraban y tenía la manía de que nadie quería complacerlo, sin darse cuenta de que muchas de sus genialidades eran imposibles de llevar a la práctica.
Y así pasaron los tiempos. El sastre de la calle de la Luna había convertido la edificación de su propiedad en una manía que le martirizaba y que comenzaba a invadir la paz de su casa y la tranquilidad de los suyos. Nos consta, nos lo han dicho por distintos conductos, todos ellas dignos de crédito, que su desventurada esposa, doña Dolores Bermúdez Fernández, iba con su marido a Villalba con verdadero disgusto y no poca inquietud. Se daba cuenta de que las dichosas obras terminarían por llevar contratiempos y quebrantos a su hogar. A las amigas les dijo no pocas veces:
-José María, terminará enfermando con la dichosa finca, y lo peor es que no hay nadie, ni yo, a la que quiere entrañablemente, que consiga serenarlo. Yo sería muy feliz si lo vendiera todo. Pero así, como él lleva su deseo, solo será un semillero de disgustos.
Por su parte, su anciano padre no se recató en alguna ocasión, hablando con íntimos de la familia, de pronosticar:
-La dichosa finca terminará por volver loco a mi hijo.
Acaso todos presentían algo desagradable. Los tiempos, lejos de aplacar al sastre tenaz y testarudo, agravaron sus manías. Fue cuando al llegar el mes de octubre del pasado año se suspendieron las obras que se realizaban en la finca Los Luceros. Lo que primero fue un rumor pronto tuvo confirmación en Villalba. Las obras estaban paralizadas. ¿Por qué razones? Las ignoramos. No las hemos podido confirmar en nuestra fugaz visita al citado pueblo serrano. ¿Se trataba de falta de fondos para continuar los trabajos? Tampoco lo sabemos a ciencia cierta, pero nos inclinamos a creer que otros eran los motivos. Se nos ha asegurado, y la noticia tiene muchos visos de verosimilitud, que José María Ruiz Martínez desde hace tiempo había prescindido festivamente de técnicos en la dirección de los trabajos de construcción, olvidando tercamente que toda obra tiene que tener el respaldo legal de aquellos profesionales que ante la ley deben ser los responsables de su buena marcha y respondan en todo momento de las consecuencias que se originen. ¿Es este el verdadero motivo de tal suspensión? La Justicia hará lo necesario para averiguarlo.
Lo que sí es cierto es que desde que el trabajó quedó paralizado en Los Luceros, el autor de la espantosa tragedia de la calle de Antonio Grilo no tenía punto de reposo. Sus nervios se desmadejaban, se agrió su carácter afable y bondadoso, y hablaba de jugarretas que se le hacían para que él no lograra dar cima a sus deseos de tener una posesión a su libre capricho y soberano albedrío. Sus viajes se hacían más constantes a Villalba, y muchas gentes le veían corretear por su finca incompleta, hablando en voz baja, mascullando amenazas y tildando de «granujas y traidores», no sabemos a quiénes. Precisamente el pasado domingo estuvo en Los Luceros y alguien le vio contemplando durante largo rato ensimismado su finca solitaria e inconclusa, para luego pasearse durante mucho tiempo por los altibajos de Los Luceros, mientras se llevaba las manos a la cabeza. Luego, huraño y muy pensativo, regresó a Madrid. Durante el día del lunes reaccionó y hasta se mostró alegre, como nos ha relatado la joven Consuelo Sanchís Maroto, cuando con su esposa y su hija lo encontró por la noche en las escaleras cuando cerraba su despacho de la calle de la Luna.
¿Qué pudo ocurrir en el pensamiento de José María Ruiz Martínez en esas horas desde que llega a su casa hasta que por la mañana surge en el balcón enseñando a las gentes espantadas el cuerpo ensangrentado y sin vida del menor de sus hijitos? ¿Trató su inquieta esposa dulcemente de hacerle desistir de ir a Villalba, como era su costumbre los días festivos, temerosa de que se excitara más? No lo sabemos, aun cuando lo sospechamos. Acaso ocurrió algo muy parecido y el desazonado sastre, en una reacción violentísima y desesperada, renunció en un momento de cólera a todos sus sueños a costa de la vida de su fiel compañera y de las de sus inocentes hijos, sin recordar el cariño que siempre había tenido como marido y padre ejemplar para la una y los otros.
Esta es, y creemos no equivocarnos, la causa del incomprensible y escalofriante drama de la calle de Antonio Grilo. La obra negativa y dolorosa de un cerebro desequilibrado.
VÍDEO: CUARTO MILENIO – LA CASA MALDITA