John Donald Merrett

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John Donald Merrett

Ronald Chesney

  • Clasificación: Homicida - Asesino
  • Características: Parricidio
  • Número de víctimas: 3
  • Fecha del crimen: 1926 / 1954
  • Fecha de nacimiento: 17 de agosto de 1908
  • Perfil de la víctima: Su madre, Bertha Merrett (55 años) / Su esposa, Veronica Bonnar (43) y su madre, Lady Mary Menzies (72)
  • Método del crimen: Arma de fuego - Estrangulación
  • Lugar: Escocia / Inglaterra, Gran Bretaña
  • Estado: Se suicidó disparándose el 16 de febrero de 1954
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John Donald Merrett

Última actualización: 27 de marzo de 2015

Ocupa un puesto destacado entre los asesinos. Muchos hombres han matado a sus esposas; algunos han deseado la muerte a sus suegras y unos pocos han asesinado a sus madres. Merrett, sin embargo, hizo las tres cosas: no solía actuar a medias. Hombre de enorme corpulencia y con una avidez de placeres proporcional a su volumen, vivía como un pirata moderno. Pero, fuera cual fuera la crueldad de su vida o lo lejos que llegara, jamás podría escapar de si mismo.

EL SUICIDIO – Donald, cariño, ¿disparaste contra tu madre?

Los jóvenes a menudo anhelan que sus madres les proporcionen más dinero y más libertad. Pero muy pocos escogen unos medios tan drásticos como Merrett para conseguirlos.

¡Bang! Un disparo de pistola y luego un agudo chillido seguido por el ruido sordo de un cuerpo al caer. Unos segundos de silencio, después Donald Merrett, de diecisiete años, salió corriendo del cuarto de estar y entró en la cocina.

-Rita, mi madre se ha pegado un tiro -le dijo a la doncella.

Unos minutos antes Rita Sutherland había retirado el desayuno, dejando a Donald y a su madre solos en el cuarto de estar de su agradable piso, situado en el número 31 de Buckingham Terrace, uno de los lugares más distinguidos de Edimburgo. La señora Merrett estaba escribiendo algunas cartas mientras su hijo leía.

Donald era corpulento y robusto, con un rostro todo nariz y barbilla: de perfil parecía completamente un pez. Se trataba de una cara que solamente una madre podía querer, y la señora Bertha Merrett amaba tiernamente a su hijo, era todo lo que tenía. En aquel momento, mientras le contaba a la doncella cómo había arruinado a su madre, causándole una enorme preocupación, Donald parecía a punto de echarse a llorar. Juntos se atrevieron a volver de nuevo al fatídico cuarto de estar.

La señora Merrett yacía entre una mesa y un escritorio, y la silla en la que había estado sentada caída de lado. Se hallaba inconsciente, con una herida sobre la oreja derecha que sangraba abundantemente. La doncella se fijó en la pistola, depositada sobre el escritorio. Lo más sensato hubiera sido llamar a un médico, pero, en lugar de ello, ambos decidieron telefonear a la policía y no tocar nada. Durante la espera, Donald parecía cada vez más acobardado. “Salgamos de aquí -propuso-, no puedo soportar ver esto ni un minuto más”.

Cuando la policía llegó con una ambulancia para trasladar a la señora Merrett, Donald y Rita estaban esperando en la puerta principal. Los dos agentes se llevaron también la pistola, una automática del calibre 25 fabricada en España. Donald se metió en la ambulancia y durante el trayecto explicó cómo ciertos «asuntos de dinero» habían inducido a su madre a dispararse un tiro. Luego firmó un pliego de cargos por el que su madre quedaba confinada en la sala n.º 3, convenientemente resguardada y vigilada, del hospital Real: se trataba del lugar reservado para los casos de suicidio. Era el 16 de marzo de 1926 y en Gran Bretaña el intento de suicidio constituía un delito.

Por su parte, el detective inspector David Fleming acudió al piso, en compañía de un sargento, para iniciar una investigación. La doncella declaró que había llegado al salón en el preciso momento en que la mano de su señora dejaba caer la pistola. Sobre el escritorio, Fleming encontró abiertas dos cartas del Clydesdale Bank en las que se informaba a la señora Merrett que su cuenta se hallaba en descubierto. Encima de la mesa había una nota, dirigida a un amigo, que la fallecida no había tenido tiempo de acabar.

La declaración de la doncella y las cartas del banco fueron suficientes para convencer al inspector de que se trataba de un evidente caso de suicidio. No se paró a pensar en el carácter extrañamente jovial de la nota a medio redactar ni tampoco se preocupó de guardarla, dejándola encima de la mesa.

En el hospital la señora Merrett recuperó el conocimiento y se quejó de que le dolía la oreja. Entonces le dijeron que había sufrido un pequeño accidente. Los rayos X mostraron que la bala se encontraba alojada en la base del cráneo. Tenía paralizado el lado izquierdo del cuerpo, pero el cerebro no parecía dañado.

Al día siguiente ya se hallaba completamente despierta, dolorida y desconcertada. «¿Qué me ha ocurrido?», le preguntó a la enfermera. «¿Por qué estoy aquí?» A la enfermera se le había avisado de que se trataba de un caso de suicidio y tenía instrucciones de no decirle nada a la paciente. Esta continuó hablando y le contó cómo estaba escribiendo una carta cuando de repente oyó un estampido, como el de una pistola, sobre su cabeza. «¿Y no era una pistola?», le preguntó la enfermera. «¡No!”, exclamó la paciente, claramente sorprendida. Y luego, más perpleja: «¿O sí lo era?»

Como la enferma insistía en su versión de los hechos, el inspector Fleming acudió al hospital para hablar con el médico. No creía necesario, sin embargo, entrevistarse con la señora Merrett, ni siquiera cuando la doncella varió su declaración: en efecto, había escuchado el disparo, pero no vio nada.

Donald pareció algo desconcertado al enterarse de que su madre se pondría bien, pero no dejó que la noticia le amargara el día. Desde el hospital se dirigió a su sala de baile preferida, donde recogió a su chica favorita, Betty Christie, y se la llevó de paseo en su nueva motocicleta hasta la Taberna de Hawes, en Queensferry. Por la noche fueron al cine Caledonian y luego se hospedaron en un hotel. La vida era mucho más sencilla ahora que había quitado de en medio a su madre.

Betty Christie, «instructora» de baile del Dunedin Palais de Danse, en Picardy Place, que cobraba la lección a seis peniques, era uno de los pilares de la vida secreta de Donald Merrett. Mientras su madre creía que se hallaba inmerso en los estudios como alumno de primer curso de la Universidad de Edimburgo, él, en realidad, en quien estaba inmerso era en Betty, por cuya compañía pagaba una media de quince chelines la tarde y treinta la noche, de acuerdo con la tarifa establecida en el «libro de reservas» de la sala de baile. Aquello suponía un esfuerzo prácticamente imposible para la paga semanal de Donald, ascendente a diez chelines; pero éste descubrió bien pronto el modo de aumentar sus ingresos, al tiempo que la manera de burlar el toque de queda impuesto por su madre.

Utilizando un poco de papel carbón y una muestra de la firma de la señora Merrett tomada de una fina hoja de papel de su libro de oraciones, Donald descubrió que con un poco de práctica, era perfectamente capaz de falsificar los cheques con toda facilidad. Le dijo a su madre que la tensión provocada por los estudios le hacía padecer sonambulismo y ésta accedió a dejarle la puerta del dormitorio cerrada con llave y para prevenir posibles caídas colgaron del balcón una cuerda. El chico empleaba la cuerda como apoyo para subir y bajar por la tubería de desagüe, y de este modo salía y entraba de casa cuando le venía en gana, hasta que acabó abandonando los estudios en la Universidad.

Donald falsificó el primer cheque a principios de febrero. A mediados de mes compró en Hardy Brothers, en Princes Street, una pistola y cincuenta cartuchos de municiones. A primeros de marzo se hizo con una motocicleta AJS y le compró a Betty dos sortijas de jade y ópalos.

La señora Merrett tenía abierta una cuenta en el Clydesdale Bank, de Edimburgo, cuyos fondos reponía con su otra cuenta, más nutrida, del Middland Bank de Boscombe, en Hampshire. En poco más de un mes Donald consiguió acabar con una cuarta parte de la renta anual de su madre dando alternativos sablazos a una y otra cuenta; pero a mediados de marzo le había tomado tal gusto a la tarea de falsificar cheques, que le fallaron los cálculos y dejó la cuenta local en números rojos. El banco envió entonces una carta de aviso y, tres días después, otra; la policía encontró ambas, abiertas, sobre el escritorio. Cuando Donald disparó el tiro fatídico, el juego se le había acabado.

Ahora que su madre se hallaba en el hospital tenía de nuevo a su disposición los talonarios; e hizo buen uso de ellos, extendiendo en nueve días cheques por valor de ciento cincuenta y nueve libras y abonando el primer plazo de una moto HRD con sidecar.

Sus tíos se mudaron a Buckingham Terrace para ocuparse de él. Dos semanas después del incidente, el tío de Donald encontró un cartucho vacío junto a una ventana, a unos 2,5 metros del lugar donde se hallaba sentada la señora Merrett cuando se disparó el tiro.

El hallazgo motivó la reaparición del inspector Fleming, quien interrogó a Donald por primera vez. Este le dijo que había cargado la pistola con la intención de cazar conejos, pero que su madre se la había confiscado y la había guardado en el escritorio tres días antes del suicidio. Después se contradijo al insinuar que la señora Merrett no sabía nada de la pistola.

Durante nueve días la desgraciada mujer había estado reposando, lúcida pero bastante perpleja, en la sala de suicidas del hospital sin que la policía hubiera ido a verla. Ahora ya era demasiado tarde. Comenzó a delirar, víctima de una meningitis, y murió el 1 de abril. Aunque era una mujer muy devota, la enterraron en el cementerio de Piershill con la ceremonia restringida que se reservaba para los suicidas.

Donald comprendió enseguida que no podía continuar falsificando los cheques de una muerta, así que renunció a la motocicleta nueva. Dos semanas más tarde convenció a su tía de que le dejara dinero para viajar a Londres, explicándole que deseaba consultar con un «famoso detective», no identificado, sobre la muerte de su madre. Volvió a Buckingham Terrace una semana después, manchado de barro y sin dinero; nunca más se volvió a mencionar aquel asunto.

Donald celebró el fin de curso con unas alegres vacaciones en un yate, navegando por el Clyde; pero a su regreso se enteró de que la Universidad de Edimburgo no le volvería a admitir en sus aulas. Así pues, decidieron probar con Oxford y, para prepararle, le mandaron a los alrededores de la vicaría de Hughenden, cerca de Wycombe.

El caso del suicidio de la señora Merrett parecía definitivamente cerrado; pero el Clydesdale Bank no era tan fácil de convencer como la policía de Edimburgo. Los administrativos del banco estaban extrañados de los últimos movimientos de la cuenta de su cliente y sus conclusiones hicieron que la policía volviera sobre el caso. En junio albergaban las suficientes sospechas como para tomar algunas muestras de la escritura de Donald. En agosto la policía llevó a cabo una serie de experimentos con la pistola, y a finales de noviembre se dictó una orden de arresto.

Fueron a buscar a Donald a la vicaría y se lo llevaron de nuevo a Edimburgo, donde se encontró con las acusaciones de falsificación y asesinato. Se declaró inocente de ambos cargos.

Buckingham Terrace, 31

Ningún lugar de Edimburgo era más respetable que esta apartada hilera de altos edificios que albergaban varias residencias privadas victorianas. Donald y su madre habitaban la primera planta del número 31. La ventana con balcón pertenecía al dormitorio del muchacho.

Muchos de estos edificios, construidos a mediados del siglo XIX y concebidos como espaciosas residencias de gente acaudalada, fueron transformados en la década de 1920 en pisos destinados a atraer a viudas, solteras y respetables jubilados. En semejante lugar los escándalos resultaban algo insólito y los modales ordinarios propios del juego sucio, inconcebibles para la policía de este barrio con conciencia de clase.

Fueron todas estas cosas las que sin dudar motivaron el que los agentes actuaran más como empresarios de pompas fúnebres que como investigadores cuando se les llamó para que se llevaran la infortunada señora Merrett de la primera planta del número 31.

El delito de suicidio

Una bala se hallaba alojada en el cráneo de la señora Merrett y la policía creía que ella misma era la autora del hecho. A pesar de la gravedad de su estado, ordenaron que fuera «detenida» en una sala resguardada y vigilada en calidad de «prisionera acusada de tentativa de suicidio».

La denigrante situación en la que se encontraba queda bien clara en una nota dirigida por el sargento Hugh Ross, de la comisaría de policía de West End, al director del hospital y escrita el mismo día de su ingreso. El sargento solicita del director «tenga a bien» poner en conocimiento de la policía «el día y hora en que se dé de alta a la acusada con el fin de realizar los preparativos necesarios para ponerla bajo custodia».

En aquel momento la señora Merrett se hallaba inconsciente y, por lo tanto, era incapaz de hablar. Y a pesar de que recuperó la conciencia durante varios días, la policía no le dio la oportunidad de negar la acusación formulada y permaneció como «prisionera» en aquella sala hasta su muerte. Aunque hoy en día el trato recibido puede parecernos cruel, la tentativa de suicidio continuó siendo delito en Gran Bretaña hasta bastante tiempo después de acabada la Segunda Guerra Mundial.

PRIMEROS PASOS – El indomable y joven colono

Inteligente, pero muy indisciplinado, era un rebelde de nacimiento.

John Donald Merrett nació el 17 de agosto de 1908 en Levin, cerca de Wellington, en la isla del norte de Nueva Zelanda. Su madre, Bertha, era hija de un próspero comerciante en vinos y licores de Manchester llamado William Mílner.

A Bertha, la menor de tres hermanas, le encantaba viajar; en el transcurso de un crucero con destino a Egipto, al que acudió en compañía de una hermana, conoció a un ingeniero, John Alfred Merrett, que iba a Nueva Zelanda para abrir una fábrica de leche en polvo.

El romance iniciado a bordo del barco continuó con una asidua correspondencia, hasta que Bertha se decidió a dar el paso de trasladarse a Nueva Zelanda, donde se convirtió en la señora Merrett. Donald, su único hijo, aún no había aprendido a andar cuando Merrett aceptó un nuevo empleo en San Petesburgo, capital de la Rusia de los zares.

La familia emprendió el viaje, pero al término de éste, no logró encontrar ni la fortuna ni la felicidad. Muy pronto a Bertha le empezó a preocupar el efecto que los duros inviernos rusos pudieran tener sobre Donald, de manera que ambos se fueron a Suiza, donde contrataron a una institutriz con la evidente intención de prolongar la estancia allí. Permanecieron en Suiza hasta el 4 de agosto de 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial.

«¿Qué hago?», le telegrafió Bertha a su esposo.

«Quédate donde estás», le contestó él.

Ella obedeció y nunca volvió a ver a su marido. No se sabe con certeza qué fue de John Merrett y su esposa prefería no hablar del tema. Supuso que había muerto en el transcurso de la Revolución Rusa o bien en la Primera Guerra Mundial; pero, según una de sus hermanas, Merrett vivía en la India cuando Bertha fue asesinada.

Fuese cual fuese la verdad, tuvo que salir adelante sola con su hijo.

Contaba con una cómoda renta anual de unas setecientas libras y era una mujer llena de recursos. Permaneció durante algún tiempo en Suiza, país neutral, ayudando a cuidar a los oficiales británicos heridos y liberados de los campos de prisioneros alemanes. Luego regresó a Gran Bretaña, donde trabajó en el Ministerio de Alimentación, en Londres. Incluso llegó a encontrar tiempo para inventar un tipo de olla a la que bautizó con su nombre.

Después de la guerra volvió a Nueva Zelanda con la esperanza de saber de su marido. Se estableció en Oamaru, y eligió una buena escuela para su hijo.

La vida allí era muy agradable y se hubiera quedado de no ser porque todas sus energías las había puesto al servicio del futuro de su hijo. En 1924, fecha en la que Donald se había en un robusto jovencito de dieciséis años, se lo llevó de vuelta a Inglaterra para completar su educación. Bertha había decidido hacer de él un diplomático, así que buscó una brillante escuela pública. Acabó alquilando una casita de campo cerca de Reading y envió al niño al Colegio Malvern.

Donald Merrett era muy inteligente, pero muy indisciplinado. Todo lo asimilaba con rapidez y poseía un don natural para los idiomas. De modo que no le era necesario «empollar». Lo que sí resultó de su agrado fue el estirado e insolente elitismo que reinaba en Malvern, y fue eso lo que hizo crecer el rebelde que anidaba dentro de aquel joven gigante, maduro sólo en el aspecto externo, procedente de Oamaru. Durante un año Donald se complació en desempeñar en Malvern el papel de un indomable joven colono, hasta que cierto silenciado «asunto» relacionado con una joven de la localidad puso fin a su carrera en esta escuela.

La señora Merrett no ocultó el desengaño sufrido, aunque se hallaba decidida a lograr que su hijo triunfara en la vida. Había intentado enviarle a Oxford, pero se lo pensó mejor: aquella Inglaterra no era la misma que ella abandonara hacía años. Los horrores de la guerra habían creado una generación rebelde y contraria al anticuado conformismo de sus mayores. Era la época del jazz, de la confusión y del frívolo abandono al que se entregaban sectores de una «apasionada juventud» que se podía permitir todo aquello.

La señora Merret concluyó que en tales circunstancias Oxford suponía un riesgo demasiado grande. Así que buscó un entorno más tranquilo, una Universidad cuyos niveles educativos fueran exigentes y donde su hijo pudiera estar vigilado en lugar de abandonado a merced de sus caprichos en alguna residencia de estudiantes. Y se decidió por Edimburgo.

Madre e hijo pasaron unas Navidades perfectamente decentes en el Melrose Hydropathie, un hotel situado en la frontera; y llegaron a Edimburgo la primera semana de enero de 1926. Donald fue admitido en la especialidad de letras y contrataron para él un profesor que le estimulara a estudiar en casa. La señora Merrett alquiló unas habitaciones en Mayfield Road y luego una casa en Palmerston Place, para acabar instalándose en un piso amueblado del número 31 de Buckingham Terrace, al que se mudaron en el mes de marzo.

A la señora Merrett no le quedaba más de una semana de vida, pero lo ignoraba por completo. «Nos estarnos amoldando muy bien y nos encanta Edimburgo, a pesar del clima, que es francamente espantoso -le escribió a su banquero de Inglaterra-. Donald se ha hecho a la vida de la Universidad y está muy asentado.»

Esto no era verdad más que en parte. Donald se hallaba muy «asentado», pero no en la Un¡versidad, a la que dejó de asistir en febrero. Dato que olvidó mencionar a su madre, quien cuando por las mañanas veía salir a su hijo con los libros, sólo observaba lo cansado que parecía. Y temía que estuviera estudiando demasiado.

EL JUICIO – Nada más que un niño travieso

El chapucero trabajo de la policía en la escena del crimen, una testigo confusa y una víctima a la que nunca se le llegó a pedir su versión de los hechos, conspiró para proporcionar al jurado la dura misión de culpar al joven Merrett del horrible delito de parricidio.

A los diez meses de la muerte de la señora Merrett y ante el solemne Tribunal Supremo de Justicia, de Parliament Square, se inició el juicio de Donald Merrett.

El interés del público se veía avivado por las circunstancias y por la juventud del acusado y la sala se hallaba repleta de los más importantes jueces escoceses. El juez lord Alness presidía el tribunal. William Watson y su ayudante, lord Kinross, actuaban como representantes de la acusación. Y la defensa estaba dirigida por el temible Craigie Aitchison.

Donald tuvo la brillante idea -o quizá fue Aitchison quien se la sugirió- de ponerse en el banquillo de los acusados unas gafas de concha y gruesos cristales que le daban cierto aire de intelectual. Aparte de la acusación de asesinato, pesaba sobre él el cargo de haber «extendido» veintinueve cheques falsos por la suma de 457 libras, 13 chelines y 6 peniques.

Los oficiales de banca que aceptaron aquellos cheques fueron los únicos que no observaron nada extraño en la complicada firma que llevaban al pie, y aún más difícil de explicar era el hecho de que la señora Merrett hubiera podido firmarlos mientras se hallaba agonizante en el hospital. Por otra parte, en la sala de calderas del Dunedin Palais de Danse se había descubierto la cartilla de la señora Merrett y sólo fueron necesarios dos expertos calígrafos para rematar el cargo de falsificación de cheques mediante la demostración, de que cada una de aquellas firmas estaba torpemente amañada.

Otra cosa fue probar la acusación de asesinato, a cuya dificultad ayudó la chapucera labor de la policía. Los dos agentes que respondieron a la llamada de Donald no habían tomado una sola nota y su recuerdo de los hechos era a menudo contradictorio. Declararon que la pistola estaba ensangrentada y que uno de ellos la envolvió en un papel para evitar que le manchara el uniforme, pero no llegaron a tomar huellas. Dejaron sobre la mesa la animada carta que la señora Merrett estaba redactando en el momento del disparo, y Donald la destruyó poco después porque -según dijo- estaba manchada de sangre.

Aconsejado por su abogado, Donald decidió no prestar testimonio, lo cual significaba que tampoco podía ser interrogado. Esto dejó a Rita como principal testigo de los hechos, aunque era un testigo que inspiraba escasa confianza. Primero le dijo a la policía que en el momento del disparo se encontraba en la cocina; luego le insinuó al inspector que había visto caer la pistola de la mano de la señora Merrett; y por último había retomado la versión original.

Entonces la defensa ofreció el testimonio de un tal doctor Rosa, quien declaró que la doncella le había relatado cómo habían ocurrido los hechos, con el detalle añadido de que había visto a su señora quitarse la dentadura después de recibir el tiro y arrojarla lejos. Rita enrojeció y dijo: “Eso es completamente falso”. El hecho de que la señora Merrett se hubiera desprendido o no de su dentadura era algo irrelevante, pero hacía concluir la fácil propensión de Rita a cambiar la versión de lo sucedido.

Como la policía sabía que la doncella se hallaba en la cocina, las contradicciones de Rita podían muy bien tener una explicación en la vanidad de la criada: ésta había querido exprimir al máximo su protagonismo y se decidió a embellecer su papel en el asunto cuando se creía en el suicidio sin prever otra complicación. Pero ahora su credibilidad quedaba destruida.

La policía no había interrogado ni tomado declaración a la señora Merrett, de manera que no se contaba más que con algunos fragmentos de conversaciones que recordaban tanto el personal sanitario como algunos angustiados familiares. El último comentario de la señora Merrett -«Sal de aquí, Donald, y no me molestes más»- fue repetido literalmente por el doctor y por la enfermera de la sala y confirmado incluso por el propio Donald; pero los informes recabados sobre sus palabras más reveladoras eran contradictorios.

«Una repentina explosión sonó sobre mi cabeza, como si Donald hubiera disparado contra mí.» Estas fueron las palabras que la tía de Donald, Annie Penn, juró que su hermana había pronunciado. La señora Penn declaró ante el tribunal: «Se me quedaron grabadas.» La enfermera de la sala dijo que había oído exclamar a la señora Merrett: «¿Eso hizo Donald? Es un chico tan travieso … »

La policía y las normas del hospital prohibían que se pusiera a la señora Merrett al corriente de la situación, pero en una esquina algo apartada de la sala donde estaba ella se habían celebrado varias caóticas conversaciones familiares. En una ocasión le habían preguntado a Donald con franqueza si fue él quien disparó contra su madre. Y el muchacho había contestado irónicamente: «No, tía, no lo hice; pero, si te agrada la idea, diré que sí.»

Los médicos especialistas y los expertos en balística se encargaron de dilucidar el problema de si la herida podía haber sido autoinfligida por la señora Merret o bien por otra persona. Alrededor de la herida no se hallaron quemaduras ni señales de pólvora, tal y como se podría esperar de un tiro disparado tan cerca, y se hicieron varios experimentos sobre algunas muestras de piel y sobre una pierna humana para probar el significado de aquellos resultados.

Una vez más la labor de la acusación se veía obstaculizada por la inicial suposición de que se trataba de un suicidio. El forense que practicó la autopsia había dado por sentado que la señora Merrett disparó contra si misma y así lo reflejó en su informe. Pero luego declaró ante el tribunal que la presunción de suicidio era inconcebible, tanto por el ángulo de la herida de bala como por la ausencia de huellas de pólvora. La defensa hizo desfilar a otros expertos que mantenían justamente lo contrario, y presentó el testimonio de un psiquiatra aduciendo que era muy posible que el trauma hubiera provocado en la señora Merrett una «grave pérdida de conocimiento» y un bloqueo parcial de la memoria.

El juicio duró siete días y sólo hubo en él unos momentos de cierto alivio de la tensión: el tío de Donald, Walter Penn, estaba sordo y en el estrado tuvo que hacer uso de su trompetilla. Aitchison aprovechó esta circunstancia para efectuar su interrogatorio a gritos y demostrar la falta de capacidad del testigo.

La breve aparición de Betty Christie animó el proceso. Venía desde Glasgow, donde por entonces se hallaba contratada como bailarina en el club Locarno, en Sauchiehall Street, y declaró ante el tribunal que ella y Donald eran «buenos amigos». La defensa aprovechó la ocasión que la joven le brindaba. «¿Le consideraba usted un niño grande y algo travieso?», insinuó. “Sí” contestó ella inmediatamente.

Aitchison se superó a sí mismo con un discurso final en favor del «chaval» que se sentaba en el banquillo de los acusados. La tía Annie no merecía ninguna confianza, insinuó la defensa al señalar que Donald heredaría una fuerte suma de dinero de su abuelo y que, en el caso de ser ahorcado, dicha herencia pasaría al hijo de la señora Penn. Así pues, ésta tenía un buen motivo para intentar sembrar en la mente de su hermana la idea de que alguien -su propio hijo- había disparado contra ella.

“No hay mayor lealtad en la vida que la que se debe a una madre -dijo ante el tribunal-. Gracias a Dios aún existen personas que preferirían morir con sus labios sellados antes que pronunciar una sola palabra que perjudicara el nombre de su madre: un nombre que es sin duda el más importante en la vida de un hombre.»

Aitchison concluyó con la petición de libertad para el acusado y remató su discurso con una promesa: «Hasta donde yo soy capaz de juzgar, estoy seguro de que jamás deshonrará su veredicto.»

El juez se refirió a la acusación de asesinato como a «una ocurrencia tardía» e insistió en que el inculpado merecía el beneficio de «una duda razonable». El jurado siguió su consejo y emitió un veredicto unánime de culpabilidad en relación con los cheques falsificados; pero desechó el cargo de asesinato como «no probado».

El jurado se hallaba compuesto por nueve hombres y seis mujeres, diez de los votos se decantaban por el fallo de no probado, mientras que los otros cinco lo hacían por el de culpable; ninguno de ellos optó por el de inocente. Donald salió del tribunal sentenciado a 12 meses de prisión por falsificación y su aparición fue saludada con vítores por la multitud.

El testimonio de los expertos

Dos de los más importantes expertos británicos tomaron parte en la defens de Donald. El armero londinense Robert Churchill y el célebre forense del Ministerio del Interior, sir Bernard Spilsbury, llevaron a cabo una serie de pruebas para demostrar que el tiro fatal podía haber sido realizado a escasa distancia y, por lo tanto, por la propia víctima.

Churchill había testificado en multitud de juicios por asesinato, mientras que sir Bernard era una figura legendaria que había contribuido a atrapar a Crippen, a George Joseph Smith (El asesino del “Baño de las Novias”) y a muchos otros.

Los dos grandes expertos explicaron detalladamente varios curiosos aspectos del “suicidio” basándose en la idiosincrasia femenina. Churchill declaró ante el tribunal que las mujeres solían acobardarse al disparar cualquier arma y que esa “instintiva aversión” podría haber motivado el que la señora Merrett desplazara la cabeza lo suficientemente lejos como para evitar las quemaduras de la pólvora. Sir Bernard también tenía explicación particular para el extraño ángulo de tiro, el cual “podría resultar fácil para una mujer, más habituada al movimiento de la articulación del hombro debido a la frecuencia con que ella misma se arregla el peinado”.

El reconocimiento de las falsificaciones

Las falsificaciones llevadas a cabo por Donald Merrett eran más que evidentes al microscopio. Cada firma estaba repasada un par de veces y la tinta violeta de la impresión inferior revelaba el truco empleado: la firma original había sido trazada en el cheque utilizando papel carbón y el resultado final repasado con la pluma.

Después de las primeras imitaciones, muy vacilantes, en el resto de los cheques librados tan sólo se emplearon dos firmas, de modo que curiosamente las falsificaciones se parecían “demasiado” las unas a las otras.

Los cheques originales de Bertha Merrett fueron extendidos en estricto orden numérico, mientras que los falsos habían sido arrancados de modo completamente arbitrario del talonario, en el cual constaban como extendidos a nombre de “J. D. Merrett”, aunque no pudo probarse que la madre firmara nunca un solo cheque para su hijo.

DEBATE ABIERTO – Veredicto de duda

El veredicto de “no probado” es exclusivo de las leyes escocesas y, a pesar de dejar en libertad al acusado, imprime sobre su reputación una mancha indeleble.

Donald Merrtt fue absuelto por un veredicto que únicamente existe en Escocia: el veredicto de «no probado”. De todas las diferencias que pueden apreciarse entre las leyes escocesas y las inglesas, de aplicación en el resto de Gran Bretaña, ésta es, sin duda la más importante.

Los veredictos de «no probado» e «inocente tienen exactamente las mismas consecuencias: el acusado recobra la libertad y nunca podrá ser juzgado de nuevo por el mismo asunto. La diferencia es que el «no probado» le absuelve sin eliminar del todo el estigma de la sospecha. El jurado, en lugar de exonerar al reo del cargo, hace sus reservas en lo que se refiere a la acusación.

Sir Walter Scott lo denominaba «el veredicto bastardo», pero a muchos escoceses les parece perfectamente lógica esta tercera opción. El mayor mérito del “no probado” es que protege la pureza del de “no culpable”, determinando en este último caso con absoluta certeza la inocencia del acusado. Este matiz se ha perdido en la ley inglesa, para la que “inocente” no significa más que eso, disipando cualquier duda.

El veredicto de “no probado” es una espina en el corazón de los abogados criminalistas, pues deja abierto un signo de interrogación y el caso queda sin resolver del todo.

La mayoría de los juicios más célebres cuyo veredicto ha sido el de “no probado” se han desarrollado en el solemne Tribunal Supremo de Justicia, donde fue juzgado Donald Merrett. El examen de las actas del Tribunal demuestra que la historia se repite. Los casos con más predisposición a acabar con este veredicto son los suicidios dudosos y los de envenenamiento.

El caso Merrett es, en muchos aspectos, una repetición de juicio celebrado 34 años antes en la misma sala contra Alfred John Monson. Este era un turbio financiero relacionado con la alta sociedad acusado de haber asesinado a Cecil Hambrough, de 20 años, para cobrar una póliza de seguros de 20.000 libras.

Durante una cacería de conejos en la que participaban ambos hombres, Hambrough fue hallado muerto a causa de una herida de bala disparada detrás de la oreja. La defensa declaró que su cliente había tropezado y que la escopeta se disparó accidentalmente; la ausencia de quemaduras de pólvora alrededor de la herida supuso un punto fundamental de controversia entre los expertos que prestaron testimonio.

Entre uno y otro juicio existía incluso una relación genealógica. Dos de los especialistas presentados por el fiscal tuvieron sus respectivos descendientes, los cuales siguieron sus huellas y desempeñaron el mismo papel en el juicio de Merrett. También el veredicto fue idéntico: “No probado”.

Madame Tussaud no debía de estar de acuerdo con el fallo del jurado, pues colocó la figura de Monson a la entrada de su Cámara de los Horrores. Este la demandó y obtuvo como resultado una indemnización de un cuarto de penique.

Madame Tussaud conocía perfectamente las consecuencias del veredicto de “no probado” a raíz del famoso asunto de Madeleine Hamilton Smith, una vivaracha joven de 21 años acusada de envenenar a su amante, Pierre Emile L’Angelier. El juicio se celebró en 1857 y está considerado como el inicio del «período clásico» del crimen británico, concluido en 1910 con el asunto Crippen. Contaba con todos los ingredientes necesarios para escandalizar a la sociedad victoriana: una muchacha aparentemente respetable, un amante francés más joven que ella, un oscuro secreto y una importante cantidad de arsénico.

Madeleine mantenía un apasionado romance con el infortunado Emile; pero acabó perdiendo interés por su amante y entabló relaciones con un rival de mayor prestigio social. Emile no la dejaba en pazm y se convirtió en un auténtico engorro para ella, especialmente cuando la amenazó con enseñarle a su padre toda la correspondencia.

Entonces ella compró arsénico en tres ocasiones distintas -para, según dijo, acabar con las ratas-; Emile se puso muy enfermo y falleció. Los médicos hallaron en su estómago 0,3 gramos de arsénico, veinte veces lo que se estima es la dosis mortal.

Madeleine se salvó de la horca gracias a la brillante defensa de su abogado, quien explotó el fracaso de la acusación a la hora de demostrar cuándo y como podía la joven haber administrado a su amante el veneno. El jurado, compuesto sólo de hombres, tardó 25 minutos en pronunciar su veredicto de «no probado”. Como en el caso de Donald Merrett, el fallo del jurado fue acompañado en vítores.

Las vidas de aquellos cuya acusación se ha declarado “no probada» se convierte en un asunto realmente morboso, aunque pocos han demostrado llevar una existencia tan horrible como la de Dona Merrett. Monson era un estafador y un sinvergüenza y no es de extrañar que acabara encarcelado en Londres, acusado de fraude. Pero el caso de Madelaine Smith fue aun más sonado. Mostró siempre una absoluta indiferencia hacia la popularidad que la rodeaba. Su familia jamás llegó a superar aquella desgracia, pero ella estaba hecha de otra pasta y llevó una vida repleta de emociones. Es posible que incluso estuviera al tanto del caso Merrett, pues vivió hasta los 92 años.

Tanto si la hubieran declarado culpable como inocente, a Madeleine se la hubiera olvidado al poco tiempo; pero, como asesina “no probada” y gracias a la especial fascinación que ejercía, se convirtió en la Mona Lisa del crimen y su inescrutable sonrisa sirvió de base para numerosas novelas y películas.

TIEMPOS REVUELTOS – El contrabandista

La estable y monótona vida de casado no estaba hecha para Merrett. Su afán de aventuras y la fascinación que sentía por navegar garantizaban el que aquel fornido y barbudo gigante jamás se viera atrapado en la aburrida rutina diaria ni en un negocio sin relación con el mar.

La prisión de Slaughton, donde Donald Merrett aprendió a confeccionar sacas de correspondencia y se convirtió en un delincuente fanfarrón, fue su alma mater. «Estoy aquí por falsificar cheques», les decía a sus compañeros de presidio. «Pero también se me acusó de asesinato.» Al salir en libertad se instaló en Hastings con una amiga de su madre, la señora Mary Bonnar.

Donald tenía por entonces diecinueve años y la hija de la señora Bonnar, Vera, era una bonita muchacha de diecisiete. Vera se enamoró del corpulento y audaz huésped que bailaba con increíble destreza y hablaba corno un hombre de mundo.

Los gastos de la defensa de Donald fueron sufragados gracias a los bienes de la señora Merrett y el dinero sobrante quedó bajo el control de la Administración Pública, que le pasaba una pensión semanal de dos libras. Donald no tenía intención de buscar trabajo, pero lo sabía todo acerca de los talonarios bancarios y desarrolló una encantadora seguridad en sí mismo que obraba maravillas entre quienes no le conocían. Se llevó a Vera a pasar un escandaloso fin de semana en un coche de carreras que tuvo que devolver después de que el primer plazo resultara impagado y luego la pareja se fugó a Escocia.

La madre de la chica dio parte a la policía, que siguió el rastro de cheques sin fondos y tenderos indignados, dejado por Vera y Donald durante su viaje hacia Escocia. La feliz pareja contrajo matrimonio en una oficina del registro civil de Govan, cerca de Glasgow; y, para dar gusto a la novia, se volvieron a casar de nuevo en una iglesia católica de un remoto pueblecito de Highland. Donald se había hecho con un automóvil viejo y una tienda de campaña, y el secreto de su éxito consistía en levantar el campamento y esfumarse antes de que los bancos abrieran a la mañana siguiente.

El juego duró tres meses y terminó en Newcastle, donde un depósito de 25 chelines fue suficiente para que Donald pudiera abrir una cuenta bancaria y obtener un talonario a nombre de John Donald Milner. Le compró a Vera una sortija, que tuvo que empeñar inmediatamente, y luego la ambición le hizo adquirir en una tienda artículos por valor de 90 libras. El dueño del comercio alertó a la policía, que atrapó a los recién casados muy abrigaditos en su tienda.

A Donald se le sentenció a seis meses cárcel y Vera fue enviada junto a su madre, cuya ira se vio aplacada por la esperanza de que, al cumplir veintiún años, su yerno heredaría 50.000 libras de su abuelo. La confianza de la señora Bonnar pareció justificada cuando Donald firmó un acuerdo matrimonial por el que cedía a su mujer 8.400 libras, cuyos intereses disfrutaría ella durante toda su vida y que solamente volverían a él en caso de fallecimiento de la esposa.

Era una nueva vida en todos los sentidos. Aunque Vera continuaba llamándole «Don», Donald Merrett había dejado de existir. Ahora era Ronald John Chesney, un hombre con todas las características típicas de un terrateniente y dueño de una mansión de veinte habitaciones en Weybridge, además de un Bentley descapotable con el que desplazarse a Londres, donde las esquinas más sórdidas del Soho ejercían sobre él una atracción irresistible.

Vera sufrió varios abortos, por lo que acabaron adoptando dos hijos: un niño y una niña. Entre tanto, la señora Bonnar se había casado con un excéntrico escocés que se hacía llamar barón Menzies. La madre de Vera se cansó muy pronto de su marido, pero no del título, y fue en calidad de «lady» Menzies como entró a formar parte de modo permanente de la familia «Chesney». Esta, que contaba con seis criados, piscina, cancha de tenis y grandes jardines, se convirtió en la envidia de cuantos asistían a sus fiestas. Pero pronto el noble anfitrión comenzó a ausentarse, cada vez con mayor frecuencia y por períodos de tiempo más largos. Sus viajes ocultaban dos propósitos: las mujeres y el contrabando.

Las mujeres fascinaban a Chesney, pero el contrabando, le proporcionaba fuertes ingresos: resultaba un modo rentable y libre de impuestos de hacer realidad todas sus fantasías. Adquirió un yate con el que realizaba las correrías a lo largo del Canal. Luego se asoció con una banda que utilizaba un burdel del este de Londres como almacén de artículos de contrabando, y amplió sus operaciones con la compra de un aeroplano que aprendió a pilotar él mismo. Y, como le gustaba todo lo desmedido, se dejó crecer una larga barba negra y se colocó un pendiente de oro en la oreja izquierda.

En 1935, Chesney vendió su mansión de Weybridge y adquirió un guardacostas, el Gldys May. En septiembre se trasladó hasta París en su aeroplano y al mes siguiente transportó a través del Canal una enorme limousine Bentley, que guardó en un garaje cercano al aeropuerto de Le Bourget, al tiempo que aparcaba estratégicamente en Gran Bretaña algunos automóviles más. En noviembre se embarcó en el Gladys May con toda la familia y puso rumbo al Mediterráneo.

Se abrió paso entre la sociedad de Malta con una gran fiesta y comenzó a pasar armas de contrabando a España, que estaba armándose para la guerra civil. Cobraba cada rifle a una libra, obteniendo en cada viaje 1.000 libras de beneficio, más lo que sacaba del contrabando de licores y cigarrillos pasados de Tánger a Italia en la vuelta.

Vera se dio a la bebida alentada por la actitud de su esposo, quien de este modo tenía aún más excusas para alternar con otras mujeres. Las relaciones extramatrimoniales de Chesney podían ser tan generosas como cruelmente fortuitas: después de un tórrido asunto con una bailarina de Tánger le proporcionó a ésta el dinero necesario para que abriera un bar de su propiedad.

Más tarde el campo de sus operaciones se extendió al negocio, aún más lucrativo, del tráfico entre Tánger e Inglaterra de oro y diamantes, que transportaba en el Gladys May; luego los trasladaba en coche hasta Paris y volaba en su aeroplano hasta un pequeño campo de aterrizaje situado cerca de Weybridge. La policía y los aduaneros albergaban sospechas, pero él conseguía salir adelante gracias a una curiosa mezcla de encanto personal, audacia y generosidad. Transportaba el oro en libros vacíos de páginas y a veces llevaba los diamantes en un pequeño bolso de piel.

En el invierno de 1938 adquirió un lujoso yate, el Armentiéres, que convirtió en un casino flotante. Vera iba vestida con los últimos modelos de París y cumplía su papel de anfitriona, mientras lady Menzies paseaba su título de aquí para allá. Parecían hallarse en la cima del éxito, pero a Chesney las deudas se le empezaban a ir de las manos. Con la amenaza de la guerra en Europa, envió a su familia de vuelta a Inglaterra, y al estallar la Segunda Guerra Mundial se reunió con ellos en Ealing, donde habían abierto una residencia de ancianos a la que llamaron Sunset House.

Entonces la Marina le encomendó una misión al pirata: en su historial no existía antecedente alguno y Ronald John Chesney parecía la adquisición perfecta para los escuadrones de barcos pequeños y las unidades patrulleras que se habían reunido a toda velocidad. Su audaz forma de navegar le valió el apodo de «Rayo Chesney»; después de ser entrenado en defensa antisubmarina, le dieron el mando de una cañonera -una MGB 92- y le destinaron a sus antiguos dominios del Mediterráneo.

Su carrera bélica se completó con el mando de una fragata armada que transportaba provisiones, burlando el bloqueo, a la fortaleza inglesa de Tobruk, sitiada por el enemigo. Aprovechando que en su barco ondeaba la bandera blanca, Chesney no vio razón alguna para abandonar las viejas costumbres y se metió en el negocio de transportar coches viejos italianos y piezas de recambio desde Tobruk para venderlos en Egipto. La vida le sonreía hasta que fue capturado durante la batalla de Tobruk, cuando su barco estaba a punto de naufragar.

Logró huir e intentó atravesar solo el desierto norteafricano; una patrulla italiana lo rescató medio muerto y lo trasladaron a Benghazi, a una cárcel de prisioneros de guerra. Después de varias tentativas de fuga cayó enfermo, y en abril de 1943 le repatriaron a cambio de varios oficiales heridos.

Chesney podía explotar ahora su nuevo papel de héroe. Fue ascendido a capitán y pasó los dos años siguientes en varios destinos costeros. Al producirse la conquista de Alemania, se le presentó la ocasión perfecta de ejercitar su talento para el delito. Fue destinado a Wilhelmshaven, una base naval alemana próxima a Hamburgo, y se le confió la misión de mantener la disciplina en los barracones de Buxtehüde.

Alemania se hallaba arruinada y la hambrienta población estaba decidida a hacer cualquier cosa a cambio de ver cubiertas sus necesidades básicas, mientras que, tanto las fábricas como el capital privado, se convirtieron en una buena presa para las actividades «liberadoras» de ciertos elementos sin escrúpulos de las fuerzas de ocupación. Los cuarteles de Chesney se transformaron en una auténtica cueva de Aladino repleta de alfombras, joyas, cámaras y vinos alemanes.

Asociado con el mercado negro, Chesney empezó a traficar con petróleo robado, con suministros médicos y con café que traía de Bélgica y cambiaba por dinero o joyas. Dos o tres veces a la semana enviaba a sus contactos de Gran Bretaña, víctima aún del racionamiento, varias expediciones de los más lujosos productos alimenticios. Las mujeres alemanas también formaban parte de su botín. Chesney tomó como amante a una atractiva jovencita de dieciocho años llamada Gerda Schaller.

En 1946 Chesney fue desmovilizado, pero se las ingenió para conseguir un empleo en la Comisión de Control Aliada. Así se aceleró aún más el ritmo de sus actividades ¡legales hasta que, a finales del verano, decidió que era el momento de trasladar sus operaciones a París. Hizo el viaje en un Porsche robado que había pertenecido al almirante Doenitz llevando con él una documentación falsa y a Gerda escondida.

Chesney acababa de vender el vehículo cuando la policía militar le detuvo. Se le envió a Hamburgo y se le formó consejo de guerra, acusado de haber robado bienes de la Marina; la sentencia fue de cuatro meses de prisión en Wormwood Scrubs. En abril de 1947 se hallaba de nuevo en Alemania con un flamante Rolls Royce y dos sacos de diamantes: eran los beneficios obtenidos durante la época en que vistió el uniforme.

«Lady Menzies»

La señora Mary Bonnar, la suegra de Merret, es una «curiosidad» más del asunto Chesney.

Después de la muerte de la madre de Donald, se deshizo en atenciones con el joven llevándole pequeños obsequios a la prisión y asegurándole que estaba convencida de su inocencia, aunque probablemente debía haberle echado el ojo al dinero que Donald estaba a punto de heredar.

Pronto volvió a contraer matrimonio y desde entonces (y sin justificación aparente) se hizo llamar «lady Menzies». Nada se sabe acerca de su esposo, el «barón Menzies», excepto lo que se puede adivinar gracias a una foto de la boda en la que el marido, bajito y pintoresco, aparece vestido con el traje típico, al que no le falta un detalle. Se rumoreaba que poseía un castillo semiderruido en algún lugar de Escocia, pero este hecho no ha llegado a confirmarse nunca.

Su dudoso título fue, al parecer, su mayor atractivo, aunque el «barón» perdió rápidamente a su «baronesa», quien adujo separarse porque él se negaba a abrazar la fe católica.

El hábito sí hace al monje

A Chesney le encantaba disfrazarse y, después del éxito obtenido gracias al aspecto intelectual que adoptara en el banquillo de los acusados del Tribunal Supremo de Edimburgo, era perfectamente consciente de la importancia que podía tener un cambio de imagen.

Cuando iba vestido con ropa “formal” conservaba el estilo tradicional propio de los mejores sastres londinenses: solía llevar trajes impecables, camisas de seda y zapatos hechos a mano. Solamente había una cosa que desentonaba, y era su afición a las corbatas de colores chillones.

Por lo que se refiere a los uniformes de Marina, era cliente de Gieves, el especialista de Savile Row que equipaba a todos los marinos del país desde que Nelson acudió a su tienda por primera vez. Bien de uniforme, bien de ropas más informales, el capitán Chesney siempre estaba en su papel.

Con un rápido cambio, poniéndose un jersey de marinero, un mono embutido dentro de unas grandes y brillantes botas y una gorra de lana de colores llamativos que dejara al descubierto un pendiente de oro, aparecía en tan sólo un momento transformado en un jovial pirata. Y era esta imagen de pícaro lobo marino la que prefería sobre cualquier cosa.

PUNTO DE MIRA – Las embarcaciones de los contrabandistas

La Marina adquirió barcos patrulleros de gran velocidad y por este motivo se convirtieron en los preferidos de los contrabandistas.

La embarcación favorita de Chesney era el Gladys May, un guardacostas del canal de Bristol construido en 1898 y lo suficientemente amplio para albergar a toda su familia y además transportar carga de contrabando.

La utilización durante la guerra del radar y de rápidas embarcaciones de patrulla naval transformaron el mundo del contrabando. Como Chesney estuvo al mando de una MGB (una cañonera), conocía a fondo todos estos detalles. El diseño del casco, en forma de cuña, sirvió de modelo para los barcos americanos PT (patrulleros torpederas), parecidos a aquel en el que el futuro presidente de los EE.UU., John Kennedy, estuvo a punto de perecer en el Pacífico.

Una vez concluida la guerra, muchos de estos barcos fueron despojados de su armamento y vendidos a algunos compradores privados, que los utilizaron para todo tipo de actividades legales e ilegales.

El mayor atractivo era la gran velocidad que desarrollaban, aunque ofrecían también una serie de graves inconvenientes: los más importantes, que eran muy ruidosos y poco seguros en alta mar.

Chesney sufrió todo esto en el año 1950 al utilizar una MTB transformada y empleada para hacer contrabando de medicamentos entre Tánger y España, y cuyo mantenimiento había sido bastante deficiente. El barco empezó a perder potencia durante una tormenta y acabó hundiéndose.

En 1948 tuvo más suerte con un navío «E» alemán, también transformado. Chesney había pasado la mayor parte de la guerra en el Mediterráneo esquivando estas embarcaciones aerodinámicas y robustas que combinaban velocidades de cerca de 40 nudos con el silencio conseguido mediante varios tubos de escape sumergidos bajo el agua para amortiguar el ruido de sus motores Daimler-Benz diesel. Era en uno de estos navíos «E» en el que Chesney pasaba a Suecia aguardiente y coñac de contrabando.

EL ASESINATO – Detrás de las sonrisas

A Chesney se le daban muy bien las mujeres: sabía cómo halagarlas y conquistarlas. Pero su atrevimiento, que podía resultar tan atractivo, ocultaba un corazón frío y calculador capaz de asesinar simplemente por dinero.

Chesney empezó a pensar en acabar con su mujer a principios de 1949. Por aquellas fechas se hallaba en Pentonville y las prisiones solían sacar a flote lo peor que había en él.

Había irrumpido en la vida civil con todo el antiguo empuje y con su habitual talento para el delito. Vendió el Rolls Royce y los diamantes para financiar un nuevo negocio de contrabando con un camión Commer transformado en caravana y dotado de suelos falsos y compartimentos secretos.

Un pasaporte falsificado convirtió a Gerda Schaller en Emily Augusta Violet Strang, oriunda de Havelock North, Nueva Zelanda. La vida de «Emily» era una montaña rusa llena de vertiginosas subidas y bajadas: cubierta un día de joyas que su amante le arrebataba a la mañana siguiente para invertirlas en «algo realmente grande» que nunca salía bien. Chesney se regía por esta regla: “Para conseguir mucho dinero debes dejarte ver en los mejores sitios.»

Se trasladaron a Argel, pero en el Mediterráneo el poder estaba en manos de nuevos jefes del crimen, los cuales dejaron bien claro que ningún fanfarrón con intención de trabajar libre sería bienvenido.

Cuando Chesney y Gerda volaron de vuelta a París, en el aeropuerto de Orly les esperaba la policía, provista de la información suficiente acerca del pirata inglés como para arrestarle bajo su nombre real. Y fue John Donald Merrett quien ingresó en la prisión de La Santé. Pasaron varios meses antes de que se volviera a ver de nuevo a “los señores Chesney, procedentes de Argel», en los mejores lugares de moda.

Entonces se establecieron en Bélgica, que se había convertido en un semillero de contrabandistas dedicados a artículos de lujo: sedas, medias de nylon, licores, pieles, cosméticos y joyas. Realizaban también frecuentes viajes a Amsterdam, donde cambiaban licores por diamantes.

Los buenos tiempos se acabaron con una redada de la policía. Chesney estaba sobre aviso y no lo encontraron en posesión de artículos de contrabando, pero el pasaporte falso de Gerda fue suficiente para mandarlos a los dos a la cárcel. Él salió antes que ella y viajó a Londres con una partida de medias de nylon, cuya adquisición era aún bastante difícil. Fue arrestado en el West End y encarcelado de nuevo.

En la prisión le obligaron a afeitarse la barba, lo que le enfureció aún más al verse obligado a comer el miserable alimento que le ofrecían. Rumiando a solas en su celda, se convenció de que habían sido su esposa o la madre de ésta las que habían intentado quitárselo de en medio. Su rencor crecía más aún al pensar en su acuerdo matrimonial, cuyo montante ascendía entonces a 10.000 libras. Este dinero sería repartido entre ambos en caso de divorcio, pero Vera -quien se hallaba en Ealing con su madre montando la residencia- no quería ni oír hablar del asunto.

Pero había otra salida: en caso de fallecimiento de ella, él heredaría las 10.000 libras. En Pentonville comenzó a pensar en la manera de acelerar la salida de su esposa de este mundo.

Los años cincuenta se iniciaron llenos de promesas, y durante algún tiempo Donald Chesney ganó unas 1.000 libras semanales gracias al tráfico de drogas y diamantes entre Amberes, Bruselas y Colonia.

Sus relaciones comenzaron a deteriorarse cuando se gastó todos los beneficios en el juego y en otras mujeres; pero curiosamente fue la propia Gerda quien le presentó a Sonia Winnicke.

El cabello rubio de Sonia, de 24 años, era tan intenso como el moreno de Gerda, y los ojos azules brillaban como diamantes. Y, lo que era aún mejor, contaba con algunos ahorros y su familia era dueña de una verdulería que Chesney podía utilizar para proporcionar un domicilio social a su negocios. El pirata tenía entonces cuarenta y dos años y ya no era el impulsivo conquistador de la Riviera. De aspecto desgarbado y desproporcionado -pesaba 140 kg- se estaba quedando calvo y la piel, al igual que la seguridad en sí mismo, cada vez más arrugada. Pero todavía era capaz de fanfarronear: cortejó a Sonia con una orquídea diaria y acabó conquistándola.

Les contó a los padres de la chica que se dedicaba al comercio de maquinaria y fertilizantes. El depósito de gasolina de su Packard contaba con un compartimento secreto y pronto Sonia fue testigo de un nuevo desastre cuando en el puerto de Newhaven los aduaneros desmontaron el coche y lo encontraron lleno de café y libras esterlinas. Chesney fue sentenciado a doce meses de prisión en Wandsworth.

Donald Chesney intentó contratar a un asesino a sueldo para que eliminara a su esposa, pero luego decidió hacerlo él mismo y pensó que le resultaría más fácil llevar a cabo el plan en Alemania. Le escribió desde Colonia tratando de atraerla hasta allí con dulces palabras, pero ella actuó con cautela y le contestó que no se movería de su casa. Chesney se puso furioso, volvió a Londres y le robó a Vera el coche.

Vendió el automóvil y estaba en un bar de Chelsea, abarrotado de gente, celebrando las ganancias obtenidas cuando descubrió una cara que le proporcionó una brillante idea para cometer el crimen perfecto. Era un rostro notablemente parecido al suyo, con la misma voluminosa nariz: prácticamente su doble, exceptuando el pelo y las gafas. Se enteró de que el dueño de aquella cara era propietario de un negocio de fotografía en Cheyne Walk, Chelsea. Y tomó nota mentalmente de su nombre: Leslie Chown.

El Packard se puso de nuevo a trabajar, pero ni siquiera al antiguo contrabando de café le quedaba mucho tiempo de vida. Al coche le dieron el alto y los encargados del registro sabían muy bien dónde buscar, Chesney fue sentenciado a tres meses de cárcel. Una vez en libertad, robó la cartilla de ahorros de Sonia, falsificó su firma y se quedó con 500 marcos que necesitaba para visitar a sus contactos en Amsterdam.

Con más dinero de Sonia volvió a Londres y descubrió cuanto pudo sobre Chown.

Armado con los medios necesarios para hacerse con la coartada perfecta, se dedicó a buscar el método perfecto. Y lo halló en un volumen del libro Célebres juicios británicos. Se trataba del famoso caso del «Baño de las Novias”, en el que un hombre llamado George Joseph Smith había conseguido ahogar a sus tres ricas esposas.

Pero lo primero que debía hacer era disipar las sospechas de Vera. Se cruzaron algunas cálidas y nostálgicas cartas, y en diciembre celebraron una feliz reunión. A primeros de febrero de 1954 se trasladó en ferry desde Holanda a Harwich, Essex, y luego viajó hasta Londres, donde se registró en el hotel Earls Court. Pasó varias horas consultando los horarios de metro y autobuses y sorprendió a Vera con una visita inesperada, se la llevó al cine y se separó de ella alrededor de la medianoche.

Chesney consideró un auténtico éxito su ensayo y fijó la fecha del asesinato para una semana después. Se registró en compañía de Sonia en el hotel Frifo, de Amsterdam, bajo el nombre de «Sr. J. D. Milner y esposa”, y, cuando Sonia regresó a Colonia, Chesney, haciéndose pasar por Leslie Chown, hizo una reserva para el vuelo a Londres de la KLM.

Unas horas más tarde a Vera le dio un vuelco el corazón cuando su Don se deslizó en el dormitorio agitando varias botellas de ginebra. Cruzaron algunas bromas sobre su último disfraz y luego Chesney la tomó entre sus brazos.

Le llevó dos horas atiborrarla de alcohol. Cuando estuvo completamente borracha, Chesney llenó el baño, se cargó a su mujer sobre los hombros, la trasladó al cuarto de baño y la sumergió en la bañera. Ella comenzó a debatirse desesperadamente, pero a él le resultó muy fácil sujetarla hasta que la lucha cesó por completo. Después de echar una satisfecha ojeada sobre la escena, empezó a bajar las escaleras; cuando estaba saliendo de la casa, se abrió la puerta de la cocina y apareció su suegra, con una humeante cafetera en la mano. No le quedaba más remedio que asesinaría a ella también.

La amante

Gerda Schaller conoció al hombre a quien llamaba «Ches» el 17 de noviembre de 1945, cuando contaba dieciocho años. Era hija de un anciano granjero de Saalfeld, en Thuringia, y había conseguido escapar de la zona rusa después de sufrir una angustiosa experiencia con algunos soldados.

Chesney le facilitó el permiso necesario para trabajar en el campamento de Marina de Buxtehüde y luego violó las reglas del ejército al entablar relaciones con la joven, quien se convertiría en su compañera confidente durante un período de siete años.

Al cabo de un mes Gerda descubrió que su romance con Chesney no había logrado disminuir el interés de su amante por otras mujeres, así que ingirió una sobredosis de somníferos; él la descubrió a tiempo de salvarle la vida.

Chesney tuvo que confiar de nuevo a Gerda a los cuidados de un hospital cuando se estrelló contra un árbol con un vehículo del ejército. Se destrozó la cara, pero los cirujanos de un hospital americano consiguieron recomponer los daños causados. Donald Chesney le hacía constantes promesas de matrimonio y en una ocasión celebraron en Argel una ceremonia presidida por un hombre que Gerda creyó que era un sacerdote. La «boda» resultó ser un engaño destinado a confundir a la policía haciéndola creer que estaba en viaje de novios, cuando en realidad proyectaba pasar algunas drogas de contrabando. En consecuencia, también su pasaporte era falso, lo que en 1949 le costaría pasar seis meses en una prisión de Bélgica. La muchacha no tenía por entonces más que veintidós años.

El historial penitenciario

Resulta imposible seguir cada uno de los vericuetos de la carrera de Chesney como delincuente después de la Segunda Guerra Mundial, pero éstas son sus condenas: el éxito de los años treinta se ha desvanecido y el informe evidencia su progresivo declive.

HAMBURGO, 7 de noviembre de 1946. Sometido a consejo de guerra y sentenciado a cuatro meses de prisión en Wormwood Scrubs por robo de bienes militares. Sale en libertad el 27 de enero de 1947.

PARIS, 24 de noviembre de 1947. Sentenciado a cuatro meses en la prisión de La Santé y multado con 150.000 francos por contrabando y por emplear un nombre falso. Sentencia reducida a dos meses en apelación.

BERNA, junio 1948. Sentenciado 11 absentia a 12 meses y multado con 5.000 libras por traficar con dinero falso.

BRUSELAS, 13 de abril de 1949. Sentenciado a cuatro meses por complicidad en el delito de falsificación de pasaporte. Puesto en libertad y deportado al cabo de un mes.

LONDRES, 19 de mayo de 1949. Sentenciado a doce meses en Pentonville por traficar en el mercado negro con medias de nylon. Sale en libertad el 25 de enero de 1950.

LEWES, 24 de abril de 1952. Sentenciado a 12 meses en Wandsworth por tentativa de contrabando de dinero. Sale en libertad el 24 de diciembre de 1952.

VERVIERS, primavera de 1963. Sentenciado a tres meses por intentar pasar a Alemania occidental café de contrabando,

MENTE ASESINA – Un tipo insaciable

Merrett, un hombre que ambicionaba dinero, una vida lujosa y una mujer en cada puerto, actuaba siempre de modo impetuoso y mostraba una despiadada indiferencia por las consecuencias de sus obras.

Donald Merrett no era precisamente un niño mimado al que las cosas se le acabaron yendo de las manos. Se le puede considerar, por el contrario, un auténtico psicópata de la clase más peligrosa.

Los psicópatas obran de modo agresivo, impetuoso y despiadado en la búsqueda de su autosatisfacción. Carecen por completo de escrúpulos morales y de sensibilidad ante las necesidades ajenas.

Cuando le conviene, el psicópata puede deslumbrar a la gente con su encanto; y su falta de inhibiciones los convierte en seres fascinantes y a menudo incluso envidiados. Pero en cuanto ven sus planes frustrados se vuelven viles y depravados. Entonces son capaces de vender a su mejor amigo y no se detienen ni siquiera ante el asesinato.

Donald Merrett, bajo cualquiera de sus «alias» satisfacía todos estos requisitos.

En un sentido legal estricto los psicópatas no pueden ser considerados como dementes, puesto que conservan el sentido de lo real y son conscientes de lo que hacen. Tras la muerte de su madre, Donald fue examinado y declarado «completamente cuerdo».

Cuando las cosas les van bien, las personalidades psicópatas pueden parecer simplemente irresponsables e infantiles, y hasta adorables. Inmediatamente confiesan sus faltas y el extravagante comportamiento se perdona a raíz de sus promesas de reforma. Esta fue la salida utilizada por Chesney en innumerables ocasiones, tanto con Vera como con sus otras mujeres.

Cuando las circunstancias se tuercen y por cualquier motivo se consideran contrariados, los psicópatas son capaces de cometer impulsivamente un «crimen pasional”; y en tan sólo unos momentos comenzar a borrar todas las huellas y cambiar súbitamente de humor, demostrando su pena o el sentimiento que sea más apropiado para la ocasión, exhibiendo además un talento propio de actores profesionales. Así ocurrió con Donald unos instantes después de que su madre resultara herida.

Los psicópatas rechazan y odian a los representantes de la autoridad; y Merrett/Chesney pasó toda su vida luchando contra cualquier tipo de autoridad. En situaciones de peligro los psicópatas son capaces de jugárselo todo y por eso suelen destacar en las peleas, en los deportes y en las aventuras amorosas. Tal era el caso del capitán Chesney, héroe de Tubruk y héroe de un gran número de jovencitas que cayeron rendidas a sus pies.

Aunque son muy rápidos para saber lo que desean en un momento dado, los psicópatas suelen fracasar porque constantemente sacrifican las oportunidades futuras a cambio de obtener un beneficio inmediato. Se hallan anclados en el presente y son incapaces de comerciar de modo eficaz con el futuro. Las falsificaciones de cheques realizadas por Donald constituyen un típico ejemplo de esto, ya que desde el principio estaban condenadas a ser descubiertas.

Su estado mental se corresponde con un desarrollo incompleto de la personalidad. Un psicópata, o un sociópata, es desde el punto de vista emocional un niño encerrado en un cuerpo de adulto, que cubre sus necesidades sin medir las consecuencias. Los discípulos de Freud explican este comportamiento como un fallo en el desarrollo del superego y algunos investigadores buscan la causa en las deficientes relaciones padres-hijos o en la inestabilidad sufrida durante la infancia. Otros, sin embargo, creen que las razones son genéticas o biológicas.

El padre de Donald Merrett no es más que una figura en la sombra que desapareció de la vida de su hijo en los primeros años de vida, presumiblemente muerto. Su madre era dulce, metódica y perfeccionista, también poseía un enorme encanto personal y adoraba a su hijo.

La herencia recibida por Donald le aseguraba una vida cómoda, al menos durante algún tiempo. Vera animó a su esposo a abrazar como ella la fe católica y él parecía querer a su mujer y a los hijos adoptivos. Tenía incluso la costumbre de bendecir la mesa. Pero nada fue capaz de mantenerle alejado de la perniciosa carrera.

Su afición a la bebida, al juego y a las mujeres se convirtió en la comidilla de la Marina, así como su pantagruélico apetito y sus extravagancias. «Era siempre el alma de las fiestas», comentó un oficial compañero de Merrett. Y también era siempre fanfarrón y estaba dispuesto a buscar camorra con los más débiles.

El dinero surtía sobre él un efecto mágico. Entonces sus carcajadas se volvían contagiosas y su exuberancia no conocía límites. Cuando se hallaba sin fondos, se transformaba en un ser peligrosamente rencoroso y sentía lástima de sí mismo.

Los años le hicieron cada vez más supersticioso: evitaba el color verde y consultaba constantemente a los astros. Su catolicismo se convirtió en un amuleto mágico centrado en San Antonio de Padua, a quien consideraba el santo patrón de los contrabandistas. Antes de emprender un viaje rezaba siempre y luego deslizaba un envoltorio con el 10 por 100 de los beneficios por debajo de la puerta de la iglesia. «Se lo merece», le dijo una vez a Gerda, que le miraba atónita.

De entre todas sus víctimas la que más sufrió fue su esposa, quizá porque la utilizó más que al resto. Le escribió muchas cartas. «Cariño mío -empezaba una de ellas, escrita durante la guerra-, estoy tan triste sin ti… No tengo a nadie con quien hablar o que me ayude a aliviar mis preocupaciones. A veces el ansia de tenerte me hace llorar. Te adoro tanto… Si alguna vez algo nos separara me moriría.» Luego venía la inevitable petición de dinero.

Convirtió a Vera en una madre-sustituta en quien confiar y a quien pedir ayuda. La última vez que volvió con ella era un hombre marcado en el que nadie creía ya. Ella sólo valía para algo muerta; así. que debía morir.

Era lo más lógico, excepto por el hecho de que, como siempre, Merrett se olvidó de medir las consecuencias.

Ver doble

Chesney ideó el plan de asesinato basándose en el empleo de un «doble».

En cierta ocasión engañó a un oficial de la Marina americana destinado en Argel encargándole que le llevara una caja herméticamente cerrada con «importantes documentos familiares» a la hermana gemela de «su esposa», residente en Francia. La caja estaba en realidad llena de droga. Al término del viaje, el incauto oficial se encontró con que la destinataria en cuestión no era otra que la misma persona de la que se había despedido en Argel, es decir, la fiel amante de Chesney: Gerda Schaller. Uno de los trucos favoritos de Chesney consistía en emplear dos embarcaciones exactamente iguales: una trabajaba en negocios perfectamente legales, encubriendo de este modo a la otra, que se dedicaba al contrabando.

Su plan para llevar a cabo el crimen perfecto no era más que una variante de la estratagema de los dos barcos gemelos. Una vez que Chesney hubo localizado a su doble y enterado discretamente de su nombre completo (Leslie Bernard Treville Chown), completó el parecido existente afeitándose la barba, engominándose el pelo, quitándose el llamativo pendiente de oro y poniéndose unas gafas de gruesos cristales. Luego obtuvo una copia del certificado de nacimiento de Chown en la oficinas del registro de Somerset House.

El 26 de junio de 1953 solicitó un pasaporte a nombre de Chown. Este le fue inmediatamente concedido y a partir de este momento Chesney pudo realizar varios viajes a Gran Bretaña, con escasos intervalos de tiempo y con distintas identidades: unos con fines completamente inocentes, otros con intenciones homicidas.

Obsesionado por los astros

Cuantos más años cumplía, más supersticioso se volvía Chesney. Sobre todo se interesaba por la astrología y leía con avidez los horóscopos: en cuanto el periódico caía en sus manos buscaba rápidamente la página del futuro.

Le agradaba haber nacido bajo el signo de Leo y presumía de que dicho signo se asociaba generalmente con el fuego o con una energía dinámica.

Le impresionaba profundamente el hecho de que a los Leo se les supusiera valientes, llenos de recursos, imaginativos y siempre dispuestos para la acción. Y no se detenía en los aspectos negativos de su signo: la tendencia a llevar siempre la contraria a cualquiera, la susceptibilidad y la crueldad en las relaciones con los demás.

Los astrólogos alegarían sin duda que Chesney, con esa mezcla explosiva que ofrecía temeridad, audacia, violencia, pasión y generosidad, era un perfecto -si no exagerado- ejemplo del carácter de un Leo.

AJUSTE DE CUENTAS – Sangre en Sunset House

El plan para asesinar a su esposa fue desastroso; Chesney huyó del país y se enfrentó a una auténtica agonía de indecisión. Sabia que no tenla posibilidades de escapar, pero encontró el modo de burlarse de la justicia.

Antes de que lady Menzies pudiera gritar, una enorme mano le atenazó la boca. Alguien agarró la cafetera y le golpeó con ella en la cabeza; la cafetera se quedó abollada y al caer, la víctima salpicó la pared de sangre. Los muchos años de la madre de Vera la hacían parecer débil y él era fuerte y corpulento; pero lady Menzies defendió su vida con uñas y dientes. La frágil mujer, que había cumplido los sesenta y ocho años, se debatía desesperadamente y le arañaba, clavando las uñas en los puños y en los brazos que la sujetaban hasta que le faltaron las fuerzas.

Entonces Chesney le rodeó el cuello con una de sus medias. En tan angustiosa situación tuvo la presencia de ánimo suficiente como para emplear un nudo convencional con el fin de desviar cualquier sospecha: de un marinero se esperaría que utilizara instintivamente el nudo típico de su profesión.

Después ocultó el cadáver, lo limpió lo mejor que pudo y se deslizó escaleras arriba para cerrar la puerta del cuarto de baño. Escondió la llave debajo de unas cartas que había sobre una bandeja de plata. Lo único que Chesney necesitaba ahora era tiempo para alejarse de la escena del crimen.

Sintió un momento de pánico cuando un motorista trasnochador le ofreció a llevarle a algún sitio; y otro cuando la niebla amenazó con retrasar el vuelo en el que huía. Pero los moradores de la casa de Montpelier Road, en Ealing, se despertaron sin sospechar nada y estaba bien entrada la mañana cuando a la doncella, Eileen Thorpe, le empezó a preocupar la desaparición de las dueñas de Sunset House.

La policía envió a un detective que pasó algún tiempo interrogando a la hija adoptiva de Chesney y a una prima que vivía cerca de allí. Sólo entonces se dieron cuenta de que la puerta del cuarto de baño estaba cerrada y se dedicaron a buscar la llave.

Por fin la hallaron y, al abrir la cerradura, descubrieron el cadáver. El agua se había desbordado. Vera yacía tumbada del lado derecho, con la mano izquierda aferrada a uno de los lados de la bañera. Le rodeaba la espalda una rebeca de color rosa sobre un ligero camisón negro. No había señales de violencia, pero la puerta, cerrada por fuera, exigía alguna explicación. El comisario jefe del Departamento de Investigación Criminal, Wilfred Daws, reunió a todos los ancianos en el vestíbulo, mientras sus hombres registraban a fondo la casa.

Detrás de las cortinas de una habitación trasera de la planta baja vieron que asomaba una pierna desnuda, oculta bajo un montón de almohadones. Los levantaron y hallaron el cadáver de lady Menzies apoyado contra la pared.

Eran ya las dos de la tarde pasadas y a esas horas, en Amsterdam, el señor Milner entraba en el hotel Frifo. Por la noche pidió comida china y el camarero observó que estaba muy nervioso, o quizás agotado; pero el huésped comió con apetito y luego felicitó al chef. Hizo una llamada telefónica y se retiró después de pagar la cuenta y pedir que le despertaran temprano. A las 6,30 de la mañana salió del hotel para tomar un tren hacia Alemania.

En Londres, Scotland Yard había puesto a sus mejores hombres a trabajar en el caso. El inspector jefe Toro Barratt, que hacía no mucho se había ocupado del caso Christie, desalojó a los ancianos y, con la ayuda del inspector Perey Law, jefe del departamento fotográfico de Scotland Yard, y del detective jefe Jack Livings, encargado de la investigación de huellas dactilares, examinó toda la casa con el microscopio.

Los hombres de Scotland Yard recompusieron pieza por pieza lo sucedido a lady Menzies. Pero ¿por qué? No faltaba dinero y el violento intruso no parecía haberse quedado con nada más. Uno de los ancianos había oído correr el agua en el cuarto de baño del piso superior y otro, escuchado algunos golpes durante la noche. Pero ¿qué pasaba con los perros de la señora Chesney? Nadie recordaba haberles oído gemir ni una sola vez.

El forense informó que en el momento de la muerte la señora Chesney estaba borracha y un escondrijo lleno de botellas vacías reveló sus hábitos alcohólicos. Dos de aquellas botellas contenían algunas gotas de ginebra muy reciente. Y ambas carecían de huellas dactilares.

No se encontraron huellas de extraños, pero alguien con las manos ensangrentadas había tocado las sábanas de la cama de la señora Chesney, estableciendo una relación directa entre ambas muertes. La cerradura de la puerta trasera estaba estropeada y la valla rota, lo cual proporcionaba un fácil acceso a través del jardín a cualquiera que supiera el camino -alguien tan bien conocido por los perros que éstos no ladrarían al verle y menos le atacarían.

El registro reveló miles de cartas dirigidas a Vera Chesney y firmadas por «Don». No les llevó mucho tiempo descubrir la identidad del remitente y el contenido de las cartas era suficiente para confirmar un motivo de asesinato, una vez conocidas las condiciones del acuerdo matrimonial entre ambos esposos. Aunque aparentemente Chesney había salido del país una semana antes de la muerte de su esposa, Scotland Yard quería asegurarse. El sábado siguiente al día del crimen la Gaceta de la Policía incluía una descripción del presunto asesino que fue enviada a todos los puestos fronterizos, mientras que se alertaba a los cuarteles de la Interpol, en París, para que iniciaran la búsqueda.

Los titulares de los periódicos sobre el caso aumentaban a medida que los periodistas descubrían más datos sobre el pasado de Chesney. El domingo todo Flect Street se dedicaba a la caza de aquel violento gigante, conocido por diversos nombres. En Colonia, Chesney, sin dinero para tomar otro avión, sufría la agonía de la presa durante una cacería. El lunes por la mañana se refugió en el tranquilo bar de un hotel cercano a la catedral y se tomó una cerveza mientras leía furtivamente la información de un diario inglés sobre las investigaciones llevadas a cabo en Ealing. En su bolsillo guardaba su Colt del calibre 45. Se levantó y se dirigió al teléfono.

En Hastings, el procurador Stephen Clarke se quedó de una pieza al oír al otro lado del aparato la temblorosa voz de su cliente John Milner contándole que se acababa de enterar por la prensa del asesinato de su esposa. Milner quería saber qué debía hacer y cuándo podría hacerse con el dinero del acuerdo matrimonial. «La información de los periódicos no es cierta -insistió-. Yo no he estado en Inglaterra.»

Clarke le aconsejó que regresara y le pidió un documento que le autorizara a arreglar el asunto del acuerdo matrimonial. Tratando de imprimir un timbre de confianza a su falso tono de voz, Chesney/Milner dio las gracias al procurador y le prometió estar en Inglaterra a finales de aquella semana.

Volvió a su asiento del bar y se puso a redactar el documento que le había pedido el procurador. Era muy tarde cuando salió a la calle. Se dirigió a la parada de taxis más próxima. Cuando le pidió al taxista que le llevara a la terminal del ferry, éste protestó y Chesney le ofreció más dinero.

No habían recorrido mucho trayecto cuando Donald Chesney cambió de opinión y le dio al taxista la dirección del barrio de Colonia donde vivía Sonia. El taxi se paró unos metros antes de llegar a la tienda y el conductor esperó mientras él subía la calle y llamaba a la puerta. El hombre que salió a atenderle le dijo que Sonia había salido. Chesney volvió al taxi furioso y mandó al taxista con una nota para Sonia, que el anciano se negó a recoger.

El taxista Hans Hemd se pasó dos horas sentado en una cafetería bebiendo café y coñac en compañía de su cliente, quien permaneció en la parte más oscura del establecimiento. Antes de medianoche volvieron a la tienda y Donald llamó a la ventana del dormitorio de Sonia. No hubo respuesta.

Al regresar al taxi, el gigante se mostraba muy abatido y en la parte trasera del automóvil se puso a escribir una carta que empezaba así: «Liebchen, mein Liebchen» (querida mía, queridísima). Luego ordenó a Hemd que lo condujera a la estación de Colonia, donde pagó el taxi y se sentó a escribir una segunda carta a su procurador.

Desde la estación Chesney recorrió varios kilómetros a través de frías y oscuras calles hasta llegar a un parque lleno de árboles. Siguió un sendero que desembocaba en un claro; se dejó de oír el crujido de sus pasos sobre la escarcha. Sacó su revólver, se lo puso en la boca y apretó el gatillo.

Un arma del calibre 45 en la boca es un medio eficaz para suicidarse. John Donald Merrett, alias John Donald Milner, alias John Ronald Chesney, falleció en el acto, pero la labor de la policía no había hecho más que empezar. No existía confesión alguna: tan sólo una última y lastimera negativa de su culpabilidad.

«Me doy cuenta de que, a pesar de ser inocente, no tendré la suerte de salir con bien de este embrollo -escribió Chesney a su procurador-. La salida que he escogido puede parecer cobarde, pero creo que al menos exige cierto valor. Y sé también que probablemente será considerada como prueba de mi culpabilidad. Pero no es el caso. Lo único que puedo esperar es que la policía acabe encontrando al autor de los hechos.»

Scotland Yard aceptó el reto. Mientras esperaba en Amsterdam, Chesney había telegrafiado a Sonia diciéndole que la niebla estaba retrasando todos sus negocios. Esto sugería que había efectuado un viaje en avión y el examen de las listas de pasajeros reveló a un tal «Leslie Chown» registrado en un vuelo de la KLM.

En seguida hallaron la pista del señor Chown, quien probó que no había salido del país en diez años y que la firma de la solicitud de pasaporte no era la suya. Cuando a los viajeros que habían volado con el «señor Chown» se les mostró la fotografía de Chesney, lo reconocieron inmediatamente.

El laboratorio forense de Scotland Yard resolvió el caso definitivamente aportando una serie de muestras microscópicas de fibras, cabellos y sangre. Al jurado de la investigación no le llevó más que 37 minutos decidir que Merrett/Chesney era «el autor de los hechos». Dieciocho minutos menos de los que otro jurado invirtiera, veintisiete años antes, en salvarle de la horca.

La noticia de «Se busca»

Esta es la nota confidencial publicada el sábado 13 de febrero de 1954 en la Gaceta de la Policía:

ASESINATO

A las 2,30 de la tarde del día 11 del corriente mes fueron hallados, en la residencia de ancianos de la que eran propietarias, los cadáveres de Isobel Verónica Chesney, de 42 años, y de su madre, de 68.

Rogamos sigan la pista de John Donald Merrett, alias Ronald John Chesney y John Donald Milner, de cuarenta y seis años, 1,85 de estatura, constitución robusta, tez curtida, cabello castaño, bigote pequeño, ojos grises, con orejas agujereadas y la izquierda habitualmente con un pendiente; cicatrices en el puente de la nariz, en la muñeca derecha y en el dedo pulgar de la mano derecha; lleva un traje de mezclilla azul y gris, chaleco de punto, camisa azul claro con rayas oscuras, corbata de lazo, zapatos de cuero gris claro con suelos de crêpe y guantes marrones. Habla con soltura el árabe, el español y el egipcio. Embarcó en Harwich el pasado día 4 hacia Holanda, pero se cree que ha regresado al país.

Al microscopio

Las intensas investigaciones llevadas a cabo por los forenses a raíz de la muerte de lady Menzies contrastan abiertamente con el error de la policía en el primer caso de asesinato en que Merrett se vio involucrado, cuando ni siquiera tomaron las huellas dactilares. Los policías de Scotland Yard consiguieron:

Dos cabellos oscuros hallados en una de las zapatillas de lady Menzies y otros más en la rebeca de Vera Chesney; todos ellos concordaban con los encontrados en la americana de Chesney.

Fibras de la ropa de lady Menzies mezcladas con pelos de los perros en la americana de Chesney.

Un pequeño grupo de fibras con sangre incrustada, tomadas de la tirilla del chaleco de Chesney, contenían pelos de perros idénticos a los hallados en la residencia de Ealing.

El chaleco tenía cabellos de lady Menzies y algunas fibras de su pañuelo. También había sangre en la ropa de Chesney.

La última carta de amor

La última carta de Chesney dirigida a Sonia, un auténtico ejercicio de autocompasión y de sutil crueldad, causa una profunda impresión. He aquí algunos párrafos:

«Este es todo el dinero que me queda. Desgraciadamente, y como podrás comprobar, he malgastado mucho. Pero a pesar de que me has dicho que me quieres, eres incapaz de ponerte al teléfono o de salir un momento a verme … »

«Me gustaría mirarte una vez más a los ojos y abrazarte fuerte. Sabes que soy inocente y qué difícil es para los dos cuando leo en los periódicos que me creen culpable. En vista de lo que me espera, y en vista de que no has querido verme esta noche, voy a acabar con todo…»

«Cuando leas esta carta yo ya no viviré. Te pido una vez más que me perdones todo el mal que te he hecho. Desde que te conocí sólo te he querido a ti. Y en el momento de mi muerte te quiero más que nunca. Adieu, querida, adieu. Ches.»

Fechas clave

  • 4/1/26 – Los Merrett llegan a Edimburgo.
  • 2/2/26 – Donald extiende el primer cheque falso.
  • 13/2/26 – Donald compra la pistola.
  • 6/3/26 – Donald compra la motocicleta.
  • 16/3/26 – La cuenta bancaria se halla al descubierto.
  • 17/3/26 – El disparo.
  • 22/3/26 – Donald adquiere una motocicleta de carreras.
  • 26/3/26 – La señora Merrett entra en coma.
  • 27/3/26 – Donald extiende el último cheque falso.
  • 1/4/26 – Fallecimiento de la señora Merrett.
  • 9/12/26 – Donald, citado para el juicio.
  • 3/28 – Matrimonio de vera con Donald, quien cambia su nombre por el de Ronald Chesney.
  • 6/28 – Donald en prisión por extender cheques sin fondos.
  • 1/29 – Sale en libertad.
  • 8/29 – Hereda los bienes de su abuelo.
  • 1931 – Compra la mansión Weybridge
  • 1935 – Primeros negocios de contrabando en el Mediterráneo.
  • 1939 – Pierde el barco por deudas de juego.
  • 1940 – La Marina le encomienda una misión.
  • 1942 – Capturado en la batalla de Tobruk.
  • 1943 – Repatriado gracias a un canje de prisioneros.
  • 1945 – Destinado a Alemania.
  • 11/46 – Sometido a consejo de guerra.
  • 10/2/54 – Salida de Amsterdam del vuelo de la KLM con destino a Londres.
  • 11/2/54 – Vera muere ahogada en la bañera y lady Menzies estrangulada.
  • 12/2/54 – Chesney toma el tren para Colonia.
  • 13/2/54 – Scotland Yard alerta a la Interpol.
  • 15/2/54 – Chesney se pone en contacto con el procurador.
  • 16/2/54 – Suicidio de Chesney.

 


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