
El asesino del geriátrico de Olot
- Clasificación: Asesino en serie
- Características: Celador de un geriátrico
- Número de víctimas: 11
- Fecha del crimen: 2009 - 2010
- Fecha de detención: 18 de octubre de 2010
- Fecha de nacimiento: 1966
- Perfil de la víctima: Paquita Gironès, 85 / Montserrat Guillamet, 88 / Sabina Masllorenç, 87 / Montserrat Canalias, 96 / Joan Canal, 94 / Lluís Salleras, 84 / Carme Vilanova, 80 / Isidra Garcia, 85 / Teresa Puig, 89 / Francisca Matilde, 88 / Rosa Baburés, 87
- Método del crimen: Envenenamiento (cócteles de barbitúricos, insulina y productos cáusticos)
- Lugar: Olot, Girona, España
- Estado: Condenado a 127 años de prisión el 20 de junio de 2013
Índice
El criminal al que le temblaban las manos
Rebeca Carranco – Jesús Duva – Elpaís.com
12 de diciembre de 2010
El celador del geriátrico de Olot llevaba 20 años en tratamiento psiquiátrico sin que nadie detectase sus pulsiones homicidas. Joan Vila ha confesado la muerte de 11 ancianos de La Caritat.
A los 25 años, Joan Vila Dilmé acudió al psiquiatra obsesionado con un «temblor de manos». La manía le ha perseguido durante dos décadas. El celador de la residencia La Caritat, en Olot (Girona), repetía una y otra vez en la consulta su preocupación por cómo influía en los demás su supuesto temblor. Según él, incluso le despidieron de su trabajo de camarero porque se le notaba.
Sin embargo, a Vila no le tembló el pulso, según algunas versiones, para obligar al menos a tres ancianas inmovilizadas a ingerir por la fuerza productos cáusticos. Las mató en la semana del 12 al 17 de octubre pasado como una forma peculiar de eutanasia, según su confesión. Él era su cuidador. El informe previo del forense apunta a que en los cadáveres de cuatro personas exhumadas por orden judicial «hay evidencias compatibles con la ingesta de sustancias abrasivas».
Vila ha confesado ante el juez el asesinato de 11 ancianos (nueve mujeres y dos hombres) y ha mostrado dudas en otro caso. Lo hizo durante 14 meses, según su relato. La muerte de Paquita Gironès, de 85 años, el 17 de octubre desenmascaró los crímenes del celador de Olot. Esta octogenaria fue derivada al hospital Sant Jaume, en la ciudad, a pesar de las reticencias de Vila: «No hace falta que aviséis a la ambulancia. Se está muriendo». Los médicos del centro vieron que la mujer tenía quemaduras en las vías respiratorias, el esófago y la boca. «Después de acabar su turno de trabajo, Vila acudió al hospital a ver cómo estaba la Sra. Gironès», recoge el acta de inspección del Departamento de Acción Social y Ciudadanía de la Generalitat de Cataluña.
Tras la terrible muerte de Gironès, en medio de una horrible agonía, los Mossos d’Esquadra iniciaron la investigación. Los médicos habían alertado de que el fallecimiento no era natural. «Hicimos gestiones para ver si ella misma se había tomado el veneno accidentalmente o con intenciones suicidas. Pero rápidamente descartamos esta hipótesis al comprobar que la mujer estaba imposibilitada», explica una fuente de la investigación. El cerco se estrechó: el autor del asesinato no podía ser nadie ajeno al centro porque ocurrió por la noche, en una residencia con varios controles para entrar y salir.
Los Mossos d’Esquadra interrogaron al día siguiente a una veintena de trabajadores del hospital y la residencia. Entre ellos estaba el celador. Los agentes se incautaron de las grabaciones de las 28 cámaras de vigilancia del geriátrico.
En las imágenes vieron cómo Vila entraba en el cuarto de la limpieza a las 20.43 y cerraba la puerta en actitud sospechosa. Un minuto después salía del habitáculo y tomaba el pasillo hacia la habitación 226, donde dormitaba Paquita Gironès. Cinco minutos más tarde aparecía de nuevo en el pasillo y se dirigía a un lavabo próximo. Al cabo de unos segundos, se le veía en las imágenes en dirección a las escaleras. Diez minutos después una auxiliar de geriatría encendía la luz del distribuidor, camino de la habitación de Gironès. Allí descubría a la anciana agonizante. «La encontré de lado, con la mirada extraviada, la boca entreabierta, y la lengua de un color extraño, como grisácea, y con un poco de sangre en el labio. Corrí a buscar Joan Vila. Él siempre sabía qué hacer en estos casos», explicó la empleada María Asunción a los mossos.
Todos los indicios apuntaban a Vila. El celador, acosado por los agentes, se derrumbó y confesó que había obligado a la anciana a ingerir un producto de limpieza mediante una jeringa. Esta fue localizada en una papelera próxima a la habitación de la víctima. Vila utilizó GM6, un desincrustante ácido contenido en una botella de plástico de color blanco de un litro. Su acción es la destrucción tisular mediante la deshidratación de los tejidos y la abrasión de los músculos, según el forense.
Al día siguiente, tras enterarse de que habían detenido a un celador de la residencia La Caritat, Anna se puso en contacto con los Mossos d’Esquadra. Su tía, Sabina Masllorens, murió cinco días antes que Paquita Gironès. Anna relacionó en ese momento a Vila con el comentario que le hizo el dueño del tanatorio de Sant Joan de Les Fonts, Gregori Brunsó: «¿Su tía llevaba mascarilla de oxígeno cuando murió? Tenía unas extrañas marcas moradas en la cara que ni siquiera hemos podido disimular con el maquillaje». El causante de esas señales acudió con su madre al velatorio de la anciana para dar el pésame a la familia. Los parientes ignoraban entonces que Vila, con gran cinismo, había dejado escrito en el registro del geriátrico: «Exitus. La sobrina, el sobrino y el resto de familiares, muy agradecidos por el trato y las atenciones dispensadas a Sabina durante su estancia en el centro».
Los mossos preguntaron a Vila por la muerte de Masllorens. El celador confesó en ese momento que también la había matado. «Estaba sola en su habitación, medio dormida. Le metí lejía en la boca con una jeringuilla. Ella no dijo nada. Pareció como si se ahogase. Luego avisé a la enfermera Dolors Garcia, que dijo que seguramente había sufrido una hemorragia interna. No tardó en morir».
Horas más tarde, ante el juez, confesó el asesinato de Montserrat Guillamet. La mató cuatro días después de haber acabado con Masllorens y un día antes del asesinato de Gironès. «Le di de beber lejía con un vaso de plástico blanco. Tuve que dárselo yo porque ella no podía. Le dije ‘verás que ahora te encontrarás bien’. Yo pensaba que la estaba ayudando, que le facilitaba la vida porque había perdido la cabeza, tenía vómitos y el cuerpo rígido. Me daba mucha pena. Ella empezó a toser, tosió mucho, tenía como angustia y parecía que quería vomitar. Me marché y fui al comedor a repartir cenas a otros ancianos».
Antes de morir en el hospital Sant Jaume de Olot, rodeada por sus familiares, y sufriendo terribles dolores, Guillamet intentó quitarse varias veces la mascarilla de oxígeno. Sus hijos se lo impidieron. Hoy se preguntan si aquel acto desesperado de la mujer minutos antes de morir era para explicarle que Vila le había obligado a beber lejía. La directora médico del centro, Josefina Felisart, destacó el «gran sufrimiento» que padeció la víctima.
Mossos d’Esquadra, el fiscal Enrique Barata y el titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Olot, Leandro Blanco, no salían de su asombro. Se enfrentaban a un posible asesino en serie, sin un móvil claro. No había robos, ni abusos sexuales. ¿Por qué Vila exterminaba a los ancianos a los que debería cuidar? ¿Por qué utilizaba un método tan cruel? Él aseguraba que le daban pena y les quería llevar «a la plenitud», aliviando sus males.
El magistrado ordenó revisar todos los muertos que hubiera habido en La Caritat desde que entró Vila a trabajar en diciembre de 2005. Los Mossos d’Esquadra presentaron la lista: de los 59 fallecidos en ese periodo, casi la mitad, 27, murieron en los turnos de Vila (fines de semana y festivos). Este año, 12 de los 15 fallecidos en el geriátrico fueron mientras Vila estaba trabajando. En 2009, cinco de la docena de muertes se habían producido estando él de guardia.
Después de analizar las historias clínicas de los internos muertos durante este año, los forenses encontraron ocho casos sospechosos. Sus muertes difícilmente se podían explicar como naturales. El juez ordenó el 19 de noviembre exhumar los ocho cadáveres enterrados en los cementerios de Olot, Sant Salvador de Bianya y Castellfollit de la Roca, los tres municipios cercanos. Vila acabó confesando el 30 de noviembre que había asesinado a seis de los ocho ancianos. Además, se atribuyó la muerte de dos octogenarias en 2009. El juez ordenó días después que se exhumasen también sus cadáveres.
¿Qué pasó por la cabeza de Vila? ¿Por qué se había convertido en un ángel de la muerte? «La gente que le conoce no se lo explica. Fue un adolescente como tantos. A los 18, iba al pub de Can Manel, en Castellfollit de la Roca, un pueblo de mil vecinos en el interior de la provincia de Girona, donde vivía con sus padres, Encarnación y Ramón. Una familia modesta catalana, que trabajó en una fábrica del pueblo hasta que cerró. Vila, hijo único, a sus 45 años no se había independizado y seguía fuertemente unido a su madre.
«Había chicos más echados para adelante y otros más retraídos. Joan estaba entre los segundos», explica una amiga de infancia, que pide el anonimato. «Era muy buena persona, tímido e introvertido. Tenía una voz un poco afeminada, pero jamás le vimos decantarse por hombres o por mujeres. Nunca salió del armario», añade.
Por entonces, Vila estudiaba peluquería en un centro de Olot. En sus ratos libres quedaba con las muchachas del pueblo y practicaba con ellas. «Nos hacía peinados a la moda. En aquella época se llevaba el estilo del grupo de música Mecano». Cuando los jóvenes del pueblo salían por Olot, Vila no solía beber ni fumar. «Era un chico de muy buen rollo y muy sanote. Estoy convencida de que es verdad eso que dice de que mató a las ancianas como un acto de amor. No ha sabido dónde estaba el límite», sostiene la antigua amiga de infancia. A su entender, Vila no tuvo una adolescencia fácil: «Su vida ha tenido varios golpes. En su juventud debió sufrir mucho por tener la cara marcada por el acné. Y además por su indefinición sexual. Encima, su sueño de la peluquería no salió bien».
A los 23 años, Vila decide montar una peluquería en Figueres, Tons Cabell-Moda. Antes ha estado trabajando como peluquero en otro local en Girona, cuya dueña le define como un joven «muy exigente consigo mismo». Después de pasar una temporada allí, decidió dejarlo. «Quería ir a Barcelona a formarse y a mí me pareció bien», recuerda la ex compañera.
Al volver a Girona, la llamó para que le asesorase en el negocio que quería montar en Figueres. «Le dejé productos de cosmética y le ayudé en lo que pude». Poco a poco, la peluquería arrancó y Vila contrató a una chica para que le echase una mano. «Pero a los dos años se cansó y cerró el local», cuenta la mujer. En el pueblo se dice que Vila decidió clausurar su establecimiento agobiado por una supuesta estafa.
La vida de Vila empezó a sufrir turbulencias constantes que le llevaron a saltar de un trabajo a otro. Algo pasaba en su cabeza y decidió pedir ayuda. A los 25 años, el 9 de julio de 1990, acudió por primera vez a la consulta del psiquiatra Jordi Pujiula, en Olot. Le dijo que tenía dificultades para retener lo que leía y que sentía miedo ante las aglomeraciones de gente. Cada uno o dos meses volvía a ver al doctor y le desgranaba sus fobias y sus angustias.
Al cabo de unos meses el joven entró en barrena. Se volvió inestable e inseguro, acomplejado por su «homosexualidad y su afeminamiento». Por primera vez, Vila confesó a su psiquiatra una obsesión enfermiza que le acompañará a lo largo de los años y le ocasionará más de un problema: un supuesto temblor de manos.
En aquella etapa, se encontraba perdido, desorientado y se vio abocado a una espiral de constantes cambios en su vida en busca de un equilibrio inalcanzable. Quizá eso explica por qué empezó a hacer cursos de todo tipo: quiromasaje, cocina, modisto, masajes, reflexología podal… En diciembre de 1994 inició las clases para ser auxiliar de clínica, pero las acabó dejando. Vila mostró por primera vez cierto interés en el mundo de la medicina, donde 16 años después cometerá sus crímenes.
Pero todavía no se dedicó de lleno a la sanidad. Optó por apuntarse a la Escuela de Hostelería del Alt Empordà y comenzó un periplo por restaurantes y hoteles de la provincia, de Roses hasta Olot. En sus constantes visitas al psiquiatra, el celador daba muestras de angustia, agobio, pérdida de control, ansiedad, insomnio, dificultades de concentración, falta de energía, astenia… Para combatirlo se tomaba coca-cola, café, bebidas energéticas, ginseng. Devoraba chocolate y le costaba controlar su peso. Comía compulsivamente y le preocupaba lo que pensaban de él los demás. Los temblores de manos le martirizaban. Creía que su entorno se fijaba en ese problema.
En octubre de 1999, sobrepasado por las circunstancias, el celador probó con un nuevo psiquiatra, el doctor Josep Torrell Llauradó. A sus 34 años, sufría crisis de pánico, tenía poca autoestima, era influenciable y se obsesionaba por las cosas. Jamás tuvo ninguna relación sentimental. Durante las muchas sesiones con el médico, a varias de las cuales acudía acompañado de su madre, el paciente relataba su inestabilidad laboral, aunque admitía que le gustaba cambiar de trabajo.
Al año siguiente trabajaba en una pizzería en Empuriabrava, una urbanización costera del municipio de Castelló d’Empúries. Vila frecuentaba en verano la zona, donde tiene un apartamento de 20 metros cuadrados en un edificio mastodóntico de 17 plantas. Allí nadie conoce a nadie y eso, lejos del ambiente asfixiante de su pueblo natal, le permitía aflorar su otra cara. Un cocinero que trabajó con él recuerda que solía ir a una discoteca cercana de ambiente gay, situada en un polígono industrial, plagado de camiones, oscuro y alejado de todo.
El temblor de manos siguió obsesionándole y así se lo cuenta a su psiquiatra una y otra vez. Una y otra vez relata al doctor Torrell que le sudan las manos y que no paran de temblarle. Le receta ansiolíticos para relajarle. A pesar de su percepción, personas de su entorno aseguran hoy que no recuerdan que padeciera este trastorno. Pero él está convencido de que sí, incluso cree que fue despedido de un restaurante en Olot porque el encargado consideraba que no podía ser camarero si le temblaban las manos.
En mayo de 2005, Vila entra en contacto por primera vez con ancianos. Consigue un contrato en la residencia geriátrica El Mirador de Banyoles, un pequeño establecimiento privado. «Las personas podrán gozar de un lugar tranquilo, soleado y con vistas panorámicas», un sitio «cómodo y agradable» para los residentes, según recoge su web. Su director, Jaume Caules, nunca sospechó de él. El día que Vila renunció a su puesto para irse a La Caritat, Caules le dejó las puertas abiertas para que volviese cuando quisiera.
Una compañera de trabajo recuerda que era el preferido de los ancianos. «¿Hoy no está Juanito?», preguntaban cuando Vila no les aseaba y les daba de comer. «Cuando todas nos íbamos a casa, él se quedaba fuera de su horario, planchando la ropa para que al día siguiente los abuelos fueran conjuntados. Él siempre decía que le gustaría ir al tercer mundo a ayudar a la gente. Era una persona de confianza, uno de los nuestros».
En El Mirador aguantó ocho meses y lo dejó para irse a La Caritat, en Olot, que está más cerca de su casa paterna, en Castellfollit de la Roca. Sigue con sus crisis de angustia y los temblores en las manos, de forma que decide tratarse en un centro de acupuntura. Persiste el cansancio, está decaído, con dificultades de concentración. Por primera vez Vila, el chico bueno de pueblo para el que nadie tiene una mala palabra, siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo, se siente irritable. Incluso discute en alguna ocasión con sus compañeros de trabajo. Curiosamente, esos episodios de ira se producen en el otoño de 2009, cuando ya había asesinado a Rosa Babures y a Francisca Matilde, según ha confesado al juez Blanco.
Vila, que primero contó que mató a tres octogenarias con productos cáusticos, ahora asegura al magistrado que con el resto de sus víctimas utilizó un cóctel de barbitúricos (en seis de ellas) e inyecciones de insulina (en dos). El informe previo del forense, sin embargo, apunta que miente. De los ocho casos sospechosos, en cuatro hay indicios de que los ancianos pudieron morir intoxicados con algún producto abrasivo. Todavía hay que esperar al análisis de los tejidos para tener certezas.
Uno de los hechos más recientes confesados por el presunto asesino es el de Francisca Matilde Fiol, 88 años, a la que mató el 19 de octubre de 2009. Los forenses todavía no han emitido un dictamen sobre las causas del óbito. Su hija María Dolores contó a los mossos que aquel día notó cómo a su madre le salía por la boca una especie de líquido transparente, maloliente, que luego se tornaba espeso y oscuro. ¿Era esto el veneno usado por el celador para acabar con la mujer? Vila sostuvo ante el juez que ayudó a morir a la octogenaria dándole insulina cuando ambos estaban solos en su habitación, la 308. Falleció horas después en el hospital Sant Jaume de Olot.
¿Cómo se explican los asesinatos en serie de Vila, un hombre bien visto en su entorno y al que los psiquiatras que le trataron durante 20 años nunca le detectaron un perfil homicida? ¿Cómo es que nadie se dio cuenta de que era una bomba de relojería? Vicente Garrido, profesor de Criminología de la Universidad de Valencia, opina que «este tipo de personas sienten una especie de desequilibrio, de turbulencia, que les impide llevar una vida convencional y matan para restablecer el control». A su entender, «mataba para aliviarse de sí mismo».
La compulsión es el rasgo característico de los asesinos en serie, dice Garrido. Eso, según su criterio, es compatible con el trastorno ansioso depresivo con rasgos obsesivos que le diagnosticaron los psiquiatras. «Son diferentes a los asesinos convencionales. Estas personas están trabajando cuando matan. Quizá no lo harían sin esa facilidad. A ellos la posibilidad de acabar con las vidas les parece enormemente fácil», indica Garrido. Su objetivo es «ganar control sobre su vida, sentir sensación de dominio, como si se tratase de una droga».
El abogado del celador, Carles Monguilod, ha pedido al juez que unos peritos psiquiátricos examinen a su cliente. El magistrado ordenó el 2 de diciembre que dos médicos forenses especialistas elaboren un informe que determine «el estado psicopatológico, posibles trastornos de personalidad, anomalías en la esfera cognitiva, volitiva y/o afectiva y, finalmente, se determine un posible perfil psicopático» del encausado. Mientras tanto, el grupo de Homicidios de la Unidad Territorial de Investigación prosigue las pesquisas a la espera de conocer el contenido de varios pen drives y los dos ordenadores que intervinieron en la casa de Vila. Además, se llevaron batas médicas, zapatos y otras piezas de ropa para aclarar si tenían restos de productos tóxicos. El resultado definitivo de las autopsias determinará si es aconsejable exhumar más cuerpos.
Sus padres, Encarnación y Ramón, han ido a visitar a Joan a la unidad psiquiátrica de la cárcel de Brians, en Barcelona, donde está recluido. Durante las dos horas que estuvieron cara a cara, ni él ni sus progenitores mencionaron los 11 asesinatos confesados. El celador les dijo que estaba bien, que hacía cursos de cerámica.
La visita a la cárcel es una de las pocas salidas que los padres de Vila han hecho desde que el 18 de octubre su hijo fuese detenido. Permanecen encerrados a cal y canto en su casa, en Castellfollit de la Roca. Ni siquiera abren las ventanas del balcón que da a la calle, frente a la iglesia. Unos vecinos les hacen la compra. No quieren oír hablar de periodistas. Una de las escasas ocasiones en que Encarnación bajó a la calle se encontró con la hija de una de las ancianas asesinadas. Ambas se echaron a llorar. «Tú eres víctima, pero yo también soy víctima», se dijeron.
«No os podéis imaginar por lo que están pasando», gritó el pasado miércoles una familiar de Vila, a la vez que expulsaba airada a los reporteros de El PAÍS a los que un minuto antes habñia abierto la puerta de la vivienda tras confundirlos con unos amigos. En el pueblo un manto de silencio protege a los Vila. Los curiosos no son bienvenidos. «¡Váyanse de una vez y dejen en paz a esta familia, que ya tienen bastante con lo suyo!», reprocha un vecino de la zona.
Cronología de los asesinatos en la residencia La Caritat
El celador Joan Vila fue dejando un rastro de muerte en el geriatrico de Olot entre el verano de 2009 y el otoño de 2010. El diario de sus crímenes es aterrador.
2009
29 de agosto
Rosa Babures Pujol. 87 años. (Habitación 310)
19 de Octubre
Francisca Matilde Fiol. 88 años. (Habitación 308)
2010
14 de febrero
Teresa Puig Boixadera. 89 años. (Habitación 216)
28 de Junio
Isidra García Aceijas. 85 años. (Habitación 226)
18 de Agosto
Carme Vilanova Viñolas. 80 años. (Habitación 203)
21 de Agosto
Lluís Salleras Claret, El James. 84 años. (Habitación 209)
19 de Septiembre
Joan Canal Julià. 94 años. (Habitación 202)
25 de Septiembre
Montserrat Canalias Muntada. 96 años. (Habitación 325)
12 de Octubre
Sabina Masllorens Sala, 87 años. (Habitación 303)
16 de Octubre
Montserrat Guillamet Bartolich, 88 años. (Habitación 301)
17 de Octubre
Paquita Gironès Quintana. 85 años.
Joan Vila Dilmé – El placer de asesinar
Rebeca Carranco – Elpaís.com
31 de agosto de 2014
El celador de Olot se sentía una mujer atrapado en un cuerpo de hombre. Con sus crímenes de ancianos buscaba una satisfacción personal que nunca tuvo en su vida.
Joan Vila Dilmé se sentía mujer pero nunca lo dijo. “De pequeño jugaba con muñecas y a las cocinitas, saltaba a la cuerda con las niñas, hacía de mamá… En casa no ha entrado una pelota”, contó a los psiquiatras que le visitaron en prisión.
De adolescente, solía peinar a sus amigas al estilo del grupo de música de Mecano. Y ya de adulto, cuando era celador de la residencia geriátrica La Caritat, en Olot (Girona), compraba lacas de uñas para acicalar a las ancianas. “En mi fantasía siempre me he visto como una mujer, formando una familia, cuidándola”.
Un secreto que el conocido como celador de Olot, de 49 años, mantuvo consigo hasta que fue detenido por matar a 11 ancianos de la residencia con cócteles de barbitúricos, insulina y productos cáusticos.
Acomplejado, confundido por su orientación sexual, poco adaptado en su pueblo, Castellfollit de la Roca, en el interior de Girona, y con la obsesión de agradar a los demás, Vila se convirtió en un asiduo del diván durante más de dos décadas. En ese tiempo, ninguno de los especialistas que le trató detectó que tenía delante a un asesino en serie.
Y es que ni es un psicópata, ni tiene problemas para distinguir lo que está bien de lo que está mal ni sufre ningún tipo de desdoblamiento de personalidad que le haya servido como atenuante para explicar por qué envenenó a los ancianos (nueve mujeres y dos hombres). Con sus crímenes buscaba la satisfacción que le daba controlar el tránsito de la vida a la muerte, según los peritos psiquiátricos y psicológicos que le examinaron.
“A los 10 años, me veía una mujer, una mujer que va a la escuela. A los 13 o 14, me ponía los tacones o la ropa de mi madre en casa. A los 14 años, me veía como una niña. Las miraba con sus novios y soñaba que yo tenía uno con moto, que me llevaba a la discoteca, bailaba con él…”, relató a los dos psiquiatras forenses Miguel Ángel Soria y Lluís Borràs, contratados para su defensa, que alegó que Vila quería “ayudar a morir a sus víctimas” sin ser consciente del mal que causaba, y pidió para él 20 años de libertad vigilada. La tesis que peleó el abogado Carles Monguilod no cuajó y Vila fue condenado a 127 años de prisión, con el agravante de ensañamiento y alevosía en sus asesinatos.
Los psiquiatras sostienen que su identificación con una mujer le causó un “elevado sufrimiento”, una “agonía vital” debido a su “incapacidad para estructurar su sexualidad femenina”. Su primer enamoramiento llegó a los 18 años, pero “basado en una fuerte fantasía”, como si fuese una joven. “Me veía guapa, deseada… Cuando nadie miraba, ponía los pies sobre la moto, como si fuese una chica”, refirió el celador. Todavía tardaría 10 años en mantener su primera relación sexual con un hombre (jamás mantuvo relaciones con mujeres).
En aquella época salía por la noche, acudía a bares de ambiente gay y se refugiaba en un diminuto piso familiar, de 20 metros cuadrados, que poseían en Castelló d‘Empúries, una zona muy turística, que en verano garantizaba el anonimato. Pero no logró nunca mantener una relación sentimental larga; la que más, duró tres meses.
Lo que le llevó por primera vez al psiquiatra no fue el amor, sino el cierre de la peluquería Tons Cabell-Moda, que había montado dos años antes en Figueres, y la sensación de fracaso y angustia. Vila sufrió un torbellino de cambios de trabajo (empresa de plásticos, sector textil, hostelería…) y de cursos (quiromasaje, cocina, modisto, masajes, reflexología podal…) y una obsesión que le acompañaría casi para siempre: un temblor de manos, imperceptible para las personas que le conocían. Cambió varias veces de psiquiatra, probó con ir únicamente a psicólogos, o una combinación de ambos en los 15 años que tardó en encontrar una profesión estable: el cuidado de ancianos.
Empezó en Banyoles, en la clínica El Mirador, en mayo de 2005 y ocho meses después dio el salto a La Caritat, que dirigía precisamente uno de sus psicólogos, Joan Sala, que jamás le vio como un peligro para nadie. Su perfil responde al de un “inmaduro emocional” que “carece de empatía”, “introvertido, obsesivo con pocas habilidades sociales e interpersonales”, según los informes que constan en el sumario. Era un maniático del orden, consumía muchas bebidas energizantes, en ocasiones mezcladas con alcohol y ansiolíticos, comía compulsivamente y tenía una leve depresión.
Vila empezó matando a los ancianos en agosto de 2009 con barbitúricos e insulina para “sentirse bien”, como un “dios” que decide sobre la vida y la muerte, según los especialistas que le trataron en prisión por orden del juez. Primero los asesinatos eran espaciados (cada dos o tres meses).
Pero el ritmo se fue acelerando hasta que cometió sus tres últimos asesinatos en una semana (entre el 12 y el 17 de octubre de 2010) y con un método mucho más cruel: quemó a las ancianas por dentro obligándolas a beber lejía o ácido desincrustante.
Al inicio buscaba “tener el control”, pero cuando ya no le llenaba “hubo una segunda etapa en la que buscaba la sensación de infligir sufrimiento”, explicó Álvaro Muro, el coordinador de la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica de Cataluña. Lo comparó con “tener hambre y buscar comida”.
“La subida de endorfinas que produce la sensación de tener poder sobre la vida y la muerte cada vez se busca más y con la repetición se produce menos, por lo que hay que buscar otros métodos para que esa sensación se produzca”, explicó el especialista, para quien La Caritat se convirtió en “el laboratorio de la muerte” de Vila.
Una visión muy distinta a la del celador, que calificó su etapa en el geriátrico como la “más feliz de su vida”. “Me sentía muy querido y valorado”, dijo durante el juicio, en el que no pudo reprimir un “¡pobre!” cada vez que el fiscal Enrique Barata le preguntaba por sus víctimas. “Formaban parte de mi vida, los necesitaba… Eran más que personas, eran mi familia”, dijo.
Al verlas “agonizar” quiso “ahorrarles sufrimiento y darles paz”, sostuvo el celador, en contra del testimonio de muchos de los familiares de los ancianos, que destacaban su buen estado de salud. “No pensé que estaba cometiendo un asesinato”, insistió Vila, que incluso asistió al entierro de algunas de sus víctimas, mostrándose afectado.
“Es bondadoso y buena persona con la gente, pero dentro de su privacidad va volviéndose más peligroso hacia los demás”, aseguró Muro. Tras conocer sus asesinatos, algunas de las palabras de Vila cobraron especial importancia para sus compañeros en la residencia. “Qué mala suerte, se me mueren todas a mí”, les dijo tras las últimas muertes.
“Se está despidiendo de todo el mundo. Es como si oliera a muerte”, comentó sobre Joan Canal, otra de sus víctimas. Después de ver cómo Sabina Masllorens, a la que abrasó por dentro con cáusticos, se retorcía y expulsaba sangre por la boca, contó a los psicólogos que se fue a casa, se duchó y se puso a ver la tele. “No me sentía culpable”, admitió. Y aseguró que lo volvería a hacer.
El Supremo confirma 127 años y medio de cárcel para el celador de Olot por asesinar a 11 ancianos
María Peral – Elmundo.es
10 de octubre de 2014
El Supremo confirma 127 años y medio de cárcel para el celador de un geriátrico de Olot (Girona) por el asesinato de 11 ancianos internados en el centro en los años 2009 y 2010, a quienes suministró ácido cáustico, psicofármacos y otras sustancias para matarles.
La Sala II confirma las sentencias dictadas por un tribunal del jurado de la Audiencia de Girona y por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. El Supremo, en sentencia de la que ha sido ponente el magistrado Alberto Jorge Barreiro, rechaza el recurso del celador, Joan Vila Dilmé, que argumentaba que no había pruebas suficientes para acreditar que la muerte de 8 de los 11 ancianos se debiera al suministro por su parte de dosis elevadas de las sustancias citadas, que él confesó haberles dado en sus declaraciones ante la Policía, el juez instructor y el juicio oral.
Según resalta el Supremo, hasta su abogado, en el juicio inicial, admitió en sus conclusiones la autoría de los once asesinatos, pero pidió entonces la aplicación de la eximente completa de trastorno psíquico. Pero tras su condena, ya solo admitió 3 asesinatos y recurre por vulneración de la presunción de inocencia por los otros 8, al entender que no basta su confesión para probar el delito.
El Supremo califica de contradictorios e incoherentes los argumentos de Vila, ya que confiesa haber suministrado los productos tóxicos a los ancianos y luego sostiene que pudieron haber fallecido por causas ajenas a su conducta, ya que, en su opinión, las autopsias no fueron concluyentes.
Para el TS, el recurrente «se adentra en una línea argumental notablemente irreal e inverosímil, al apuntar hacia la posibilidad de que, al margen de su conducta homicida, concurriera la de otra persona que, sin estar de acuerdo con él y por su propia cuenta, perpetrara también esta clase de actos homicidas con respecto a otros ancianos diferentes a los que tres que él admite haber asesinado».
La sentencia también indica que cuando consta el cuerpo del delito (como es el caso) la confesión puede por sí misma ser prueba suficiente de la autoría, aunque en este supuesto lo contrario tampoco hubiese beneficiado a Vila, ya que hubo datos complementarios suficientes -testimonios y autopsias, que se citan en la sentencia- que corroboraron su confesión de los crímenes.
La sentencia confirmada condena además a Vila al pago de indemnizaciones por un total de 369.000 euros a los familiares de las víctimas, y establece en 40 años de cárcel el límite de cumplimiento efectivo.