
The Lust Killer
- Clasificación: Asesino en serie
- Características: Necrofilia - Fetichismo
- Número de víctimas: 3 - 4
- Fecha del crimen: 1968 - 1969
- Fecha de detención: 25 de mayo de 1969
- Fecha de nacimiento: 31 de enero de 1939
- Perfil de la víctima: Linda Kay Slawson, de 19 años / Jan Susan Whitney (23) / Karen Elena Sprinker (19) / Linda Dawn Salee (19)
- Método del crimen: Estrangulación
- Lugar: Varios lugares, Estados Unidos (Oregón)
- Estado: Fue condenado a tres cadenas perpetuas consecutivas el 27 de junio de 1969. Murió en prisión el 28 de marzo de 2006
Índice
- 1 Jerry Brudos
- 1.0.0.1 CADÁVERES – Muerte en el río
- 1.0.0.2 Retrato de un asesino
- 1.0.0.3 Dick, “El sagaz”
- 1.0.0.4 Mano de hierro
- 1.0.0.5 DEBATE ABIERTO – Las anomalías sexuales y la medicina
- 1.0.0.6 HALLAZGOS – La guarida del maníaco
- 1.0.0.7 Valor desesperado
- 1.0.0.8 Desnudos
- 1.0.0.9 PRIMEROS PASOS – El fetichista adolescente
- 1.0.0.10 La caja de las sorpresas
- 1.0.0.11 MENTE ASESINA – Incontrolables
- 1.0.0.12 JUSTICIA – Tras las rejas
- 1.0.0.13 Conclusiones
Jerry Brudos
Última actualización: 1 de abril de 2015
CADÁVERES – Muerte en el río
La policía del Estado de Oregón estaba desconcertada por una serie de desapariciones de mujeres jóvenes. Dos cuerpos emergieron en el río, y a partir de ese momento, los detectives estuvieron seguros de que un asesino múltiple andaba al acecho y que volvería a matar.
El 10 de mayo de 1969, la policía de Portland, Oregón, supo a ciencia cierta que un asesino múltiple andaba suelto. Un pescador divisó desde el puente Bundy algo que flotaba sobre el río Long Tom y que parecía un paquete. Bajó a la orilla para verlo más de cerca. Pero no era un paquete, sino un cadáver hinchado que aún llevaba puesto un abrigo. La oficina del sheriff del condado de Benton envió a dos agentes a investigar. Se trataba del cuerpo de una chica lastrado con una pesada caja de cambios. La pieza de metal pesaba tanto como el propio cadáver.
El forense, William Brady, calculó que el cuerpo llevaba en el agua unas dos semanas. La causa de la muerte había sido la estrangulación con una especie de ligadura, pero era imposible determinar si la víctima fue violada por el tiempo que llevaba en el río. Y presentaba dos extrañas «heridas» que el doctor no supo explicar: A unos pocos centímetros debajo de cada axila el cuerpo mostraba lo que parecía ser el pinchazo de una aguja gruesa, y alrededor del puntito la piel estaba chamuscada.
La identificación de la chica resultó fácil. Se trataba de Linda Salee, de veintidós años, desaparecida hacía justo dos semanas, el 23 de abril. Nadie la había vuelto a ver desde que salió de su trabajo. Aquel día por la tarde tenía una cita con un amigo suyo, un socorrista, en la piscina donde éste trabajaba. Linda dejó aparcado su Volkswagen rojo, modelo «escarabajo», en un aparcamiento subterráneo cercano. Allí lo encontró la policía, intacto.
Los buceadores de la policía se pasaron los dos días siguientes buscando pistas en el río. En la mañana del lunes, 12 de mayo, uno de los hombres-rana halló un segundo cuerpo a 20 metros del lugar donde fue recuperado el cadáver de Linda. Esta vez también estaba lastrado con una pesada pieza de automóvil: la cabeza de un cilindro. El forense estableció que llevaba sumergido unos dos meses; por lo tanto, no podía ser más que la desdichada Karen Sprinker, de diecinueve años, estudiante de la Oregon State University de Corvallis, la cual desapareció sin dejar rastro el 27 de marzo. Se avisó inmediatamente a sus padres para que confirmaran la identificación.
Karen debía haberse reunido con su madre para comer en unos grandes almacenes de Salen, Oregón, seis semanas antes, pero nunca llegó a la cita. Su coche fue localizado en un aparcamiento, cerrado y en perfectas condiciones. De nuevo hay que reseñar algunas características curiosas. El cadáver estaba vestido, presentaba en el pecho cortes de importancia, lo cual mostraba lo espantoso que fue el asalto a la joven. La víctima había muerto estrangulada con una ligadura, lo mismo que Linda Salee.
Linda y Karen eran dos de una docena de chicas que habían desaparecido en Oregón durante los últimos dos años. Antes del hallazgo del río Long Tom, sólo un cadáver fue recuperado. Se trataba del cuerpo de Stephanie Vilcko, de dieciséis años, desaparecida de su casa en julio de 1968. Sus restos fueron encontrados en la orilla de un riachuelo. Sin embargo, otras dos desapariciones mostraban un terrorífico parecido con las de Linda y Karen. Linda Slawson, una vendedora de enciclopedias de diecinueve años, que desde el 26 de enero de 1968 jamás regresó a su domicilio en Portland, y Jan Whitney, de veintitrés, que se “evaporó” el 26 de noviembre de 1968 entre Eugene, Oregón, y McMinnville al sur de Portland. La policía encontró su coche averiado aparcado en el arcén de la autopista.
El oficial encargado de la investigación fue el detective Jim Stovall. Aunque tenían los cuerpos, seguían sin pistas sobre la identidad del asesino. El único indicio consistía en que ambos cadáveres fueron atados con cable eléctrico; por lo tanto, podría tratarse de un electricista. Otro dato: de las piezas de motor con que fueron lastrados los cuerpos podía inferirse, asimismo, la profesión de mecánico.
Stovall decidió empezar por buscar en el campus universitario de Corvallis, donde una de las muchachas había accedido y Karen cursaba sus estudios. El detective y un ayudante, Gene Daugherty, se instalaron en una habitación del campus e interrogaron a todas las chicas de la Universidad. Lo único que sacaron en claro es que un hombre extraño había adquirido la costumbre de llamar a la residencia de estudiantes, preguntaba por una chica, facilitando sólo un nombre propio. Si alguna le contestaba, se pasaba un buen rato charlando con ella y le contaba que era un veterano del Vietnam y un «psíquico». Al final siempre intentaba concertar una cita, y si la interlocutora se negaba, solía enfadarse. El interés de Stovall aumentó cuando se supo que una de las muchachas había accedido a quedar con el “veterano”.
Pero el aspecto del misterioso sujeto desilusionó a la chica. Era un tipo gordo, bien entrado en los treinta, con la cara redonda, pecosa y unos ojos pequeños, achinados, con una expresión poco agradable que desprendían una mirada pícara e inquietante.
No obstante, la pareja se sentó en el salón y hablaron durante un buen rato. La joven seguía teniendo la sensación de que aquel tipo era un poco «raro». Esta sensación se confirmó cuando él le puso una mano en el hombro y dijo: «Procura estar triste.» «¿Por qué?», preguntó ella. «Piensa en los dos cuerpos de las chicas que acaban de encontrar en el río», respondió él. Al despedirse, el «veterano» le pidió que le acompañara a dar un paseo en coche. La chica rechazó el ofrecimiento y entonces el hombre hizo este curioso comentario: «¿Cómo sabes que no te voy a llevar al río para estrangularte?»
La muchacha añadió que el sujeto de la cara pecosa le había dicho que la volvería a llamar. Stovall y Daugherty le rogaron que si lo hacía quedara con él en el mismo sitio e inmediatamente les avisara. La estudiante no estaba muy convencida, pero asintió cuando los detectives le aseguraron que llegarían antes que el «veterano». Lo que tenía que hacer era darle alguna excusa para que ellos pudieran presentarse a tiempo.
Al cabo de una semana, el domingo 25 de mayo, la policía de Corvallis recibió la llamada que con tanta impaciencia estaban esperando. El «veterano del Vietnam» acababa de llamar a la chica y ella le había dicho que iba a lavarse el pelo, que la fuera a ver dentro de una hora.
El tipo regordete y pecoso entró en la sala de la residencia de estudiantes de Callaghan Hall. Dos hombres de civil se le acercaron y le mostraron sus insignias, cosa que no pareció sorprenderle. Se identificó como Jerry Brudos. Vivía en Salem habitualmente, pero ahora estaba en Corvallis porque trabajaba en las proximidades como electricista.
Brudos no había cometido ningún delito y no podían arrestarle, ni siquiera someterle a interrogatorio, así que los oficiales se limitaron a acompañarlo al exterior del edificio y tomaron el número de matrícula de su camioneta.
En la comisaría comprobaron que no había mentido al facilitar sus datos y que, efectivamente, trabajaba de electricista en Corvallis. Pero al echar un vistazo a su historial, Stovall se dio cuenta de que era el tipo de hombre que andaban buscando: Jerome Henry Brudos; treinta años; con una amplia trayectoria de violencia contra las mujeres. Sus desviaciones sexuales le habían mantenido internado durante buena parte de su juventud en un hospital para desequilibrados mentales. Y aún había más: el sospechoso vivía, en la época de la desaparición de Linda Slawson, la vendedora de enciclopedias, en el mismo distrito de Portland.
Retrato de un asesino
Los detectives que se ocupaban del caso de los “cuerpos en el río” no tenían ni idea de quién era el asesino, qué aspecto tenía, cómo se llamaba o dónde vivía. Sin embargo, consiguieron componer un perfil psicológico del criminal que buscaban mediante una combinación de experiencia profesional y finas intuiciones. El teniente Jim Stovall lo plasmó en un escrito con increíble “ojo clínico”:
1.- Edad entre los veinte y treinta años: Todas las víctimas son jóvenes.
2.- Electricista: El cable de cobre empleado para atar los cuerpos da una vuelta y está partido; después se encuentra anudado con un doble nudo siguiendo las costumbres de un electricista.
3.- De inteligencia media, por lo menos. Los nudos encontraron requieren una cierta habilidad manual.
4.- Probablemente tenga un pasado familiar atormentado (padres separados), una madre con carácter fuerte y un padre débil: la profanación y mutilación de los cuerpos femeninos es indicio de un latente odio hacia su madre.
5.- Seguramente cuenta con un largo historial de comportamiento antisocial.
6.- No practica deportes que implican el contacto físico: las mujeres están estranguladas, pero no las ha pegado.
7.- Sin trabajo regular asalariado: las horas de desaparición de las chicas, durante el día, son poco habituales.
Dick, “El sagaz”
El detective Jim Stovall, encargado del caso Brudos, era un excelente tirador, un magnífico esquiador, fotógrafo, piloto y un brillante profesional, que había resuelto numerosos sucesos enrevesados gracias a su meticulosidad durante las investigaciones. También esclareció algunos casos considerados como “irresolubles”, como el del hombre que apareció muerto en el interior de su casa cerrada sin que el arma del crimen fuera hallada jamás. El detective Stovall abordó el misterio como tenía por costumbre: tomó cientos de fotografías de la escena del crimen, después estudió todas y cada una de las realizadas en el interior de la casa, y decidió ampliar la foto de una puerta-biombo de rejilla. Este proceso lo repitió tres veces hasta que notó una irregularidad en la red de hilo metálico. El agujerito se debía a la trayectoria de una bala. Un ojo normal no podía detectar esta deformación minúscula, porque la rejilla metálica había recobrado la forma primitiva después de sufrir el impacto. Alguien había asesinado a la víctima desde el exterior de la casa. Jim Stovall resolvió el enigma gracias a una astuta combinación de lógica y “sexto sentido”.
Mano de hierro
La madre de Jerry Brudos le había tratado siempre con dureza y él empleó la misma táctica con su hija Megan, dándole un manotazo siempre que la niña intentaba sentarse en sus rodillas. Las relaciones con su mujer eran las de un hombre que nunca había llegado a adaptarse a la realidad. Mientras ella se mostrase dócil, él la profesaba adoración. Brudos gobernaba su casa al igual que lo había hecho su madre, con mano de hierro. La más ligera desviación de sus reglas la consideraba una traición personal que liberaba la violencia latente bajo su costra de aparente bondad. Su matrimonio estaba a punto de romperse mucho antes de la detención, y su mujer pasaba largos períodos fuera del hogar.
DEBATE ABIERTO – Las anomalías sexuales y la medicina
Durante mucho tiempo a los culpables de cometer delitos sexuales graves se les dejaba abandonados en una celda. Pero desde hace años se han empezado a comprender este tipo de desórdenes mentales.
Por suerte, el llamado «maníaco sexual» sigue siendo una rareza. Muchos criminales violentos son sencillamente unos oportunistas. Si se presenta la ocasión, tratarán de abusar sexualmente de la víctima, pero no dedican toda su vida y su energía a obtener un determinado placer sexual. Sin embargo, las personas que sufren desórdenes psicosexuales pueden llegar a ser dominadas totalmente por este irrefrenable «deseo».
El Estrangulador de Boston -Albert de Salvo- era uno de esos enfermos que llegó a la criminalidad para satisfacer sus impulsos. Otro asesino sexual americano, Richard Turner, fue encarcelado en 1976 por violar a dos adolescentes. Un vigilante de la cárcel llegó a convencerse de que era un buen chico, de que era inocente, e insistió en que el sheriff le dejase libre unas horas para «que tuviera un descanso». Al amanecer del día siguiente, «el buen chico» había asesinado al empleado de la penitenciaria, a su mujer, a sus dos hijas y a su hijo recién nacido. Además, le dio tiempo a violar a tres mujeres, y antes de que le volvieran a capturar se suicidó. La violentísima obsesión de Turner era tan poderosa que superaba cualquier otro impulso vital, incluso el de la supervivencia.
Las razones que explican este comportamiento irracional son en parte de tipo biológico. La inclinación sexual masculina está controlada por una hormona llamada testosterona. De ella depende el desarrollo de los órganos genitales y el estímulo que provoca la formación del semen. Los hombres y las mujeres que tienen un alto índice de esta hormona maduran sexualmente mucho antes que la medía. Si se hubiera realizado un detallado estudio de Richard Turner, es casi seguro que se hubiera descubierto que se desarrolló sexualmente siendo aún un niño.
Pero también interviene el factor psicológico. Se sabe que tanto Glatman como Brudos alcanzaron la pubertad prematuramente, y que pasaron años dando rienda suelta a sus fantasías sexuales mediante una continuada masturbación. Esta “costumbre” no hizo más que incrementar el deseo por “lo prohibido”. Asimismo, ambos pertenecían a la clase de seres humanos que Freud denominó «fetichistas». En estos sujetos, la fuerte imaginación erótica se polariza en la vestimenta del objeto deseado y prohibido, sobre todo en los zapatos y la ropa íntima. Normalmente tales deseos se identifican con relaciones familiares, madre o hermana. Muchos maníacos sexuales empiezan como fetichistas robando ropa de señora de los expositores de un almacén o coleccionando “revistas de chicas”. Más tarde, utilizan a mujeres vivas como “oscuros objetos de deseo”, abusando de ellas sin contemplaciones.
Lo que acabamos de explicar es aplicable al 99 por 100 de los maníacos sexuales; de manera que cabe la posibilidad de tratar esta enfermedad con drogas que debiliten ese ímpetu, por ejemplo los bromuros. Si se administran en forma de tabletas para dormir, tienden a sedar la actividad del sistema nervioso y reducen el impulso sexual. No obstante, existen drogas más modernas y eficaces.
En algunos países -por ejemplo, en Alemania- los delincuentes sexuales ven reducida su pena si acceden a mutilarse sexualmente.
Los defensores de los derechos humanos y la mayoría de la profesión médica se oponen, comprensiblemente, a la aplicación de medidas tan radicales. Recurrir a la cirugía o suministrar drogas es invadir la esfera de las libertades del individuo, y privarle de uno de los componentes de su personalidad.
Releer los casos de Judy Dull o Karen Sprinker nos lleva inequívocamente a la conclusión de que los criminales sufrían algún tipo de demencia que ha de ser tratada como una patología mas. El Estrangulador de Boston era consciente de que estaba «enfermo», y suplicó que le pusieran en tratamiento médico tras ser arrestado, e incluso llegó a fugarse en protesta por la falta de dicho tratamiento. No le valió para nada, aun así no se le facilitó.
En 1940, el médico de cabecera de la familia Glatman le dijo a sus padres que no se preocuparan, que esas chiquilladas -el intento de estrangulación- pasarían con el tiempo. Cincuenta años después sabemos que estas actitudes no son más que vanas ilusiones. Los síntomas de un desorden psicosexual son reconocibles al poco de manifestarse, en el caso de Richard Turner, nada mas ser encarcelado por la doble violación.
HALLAZGOS – La guarida del maníaco
La policía arrestó a Jerry Brudos por importunar a jovencitas. Por fin, tenían un sospechoso para el asesinato de Karen Springer. Al visitar su casa, descubrieron más indicios.
Lo primero que había que hacer era investigar a fondo a Brudos. El detective Jim Stovall le visitó en su casa de la calle Center, en Salem, y estuvo hablando con él en el garaje. Otro detective, Jerry Frazier, también se dio una vuelta por allí, y se fijó en unos trozos de cuerda que estaban tirados encima de una mesa y en el gancho que había en el techo. Una de las cuerdas estaba anudada, y el nudo era idéntico al empleado para lastrar y atar las víctimas del río.
Stovall se convenció de que era su hombre, ya que todo encajaba. Trabajaba de electricista y mecánico de coches. Había desempeñado su oficio en Lebanon, Oregón, muy cerca del sitio donde fue encontrado el vehículo de Jan Whitney y vivió cerca del lugar donde desapareció Karen, en Salem.
Y aún había otra prueba más que acusaba a Brudos. El 22 de abril, una chica de quince años que corría al colegio bordeando las vías del tren, fue acosada por un tipejo gordo y pecoso que la amenazó con una pistola. Consiguió zafarse, y más tarde identificó a Jerry Brudos en una fotografía que le mostraron los detectives.
No obstante, esta identificación era lo único que tenían contra el sospechoso; de ahí que el detective Stovall fuera reacio a detenerle y acusarle de asesinato. A los cinco días de la entrevista en Corvallis, el policía decidió que no podía correr el riesgo de dejar en libertad a un posible maníaco. Mientras se encontraba de camino hacia la casa de Brudos, recibió un aviso por radio: el sospechoso y su familia habían abandonado el pueblo e iban en dirección a Portland. A las pocas horas, un coche patrulla detuvo la camioneta del presunto asesino. Él no se encontraba sentado al volante, muy al contrario, estaba en la parte trasera, escondido bajo una sábana.
En la comisaría de Salem le hicieron vestirse con un mono antes de meterlo en la celda, y bajo el pantalón y la camisa llevaba puesta ropa interior de mujer.
Jim Stovall interrogó a Jerry Brudos durante cuatro días seguidos y no consiguió sacarle una sola palabra. El detective no le preguntó a bocajarro si había matado a las muchachas; se limitó a plantearle cuestiones más generales con la esperanza de ir obteniendo información para cuadrar el rompecabezas. Al quinto día, de pronto, Brudos empezó a hablar del gran interés que tenía por los zapatos de señora y la ropa íntima femenina. Contó cómo una vez había seguido a una chica atractiva hasta su casa… porque llevaba unos zapatos preciosos. Se metió en su dormitorio por una ventana y salió corriendo con los zapatos bajo el brazo. Poco después describió cómo había robado el sujetador negro que se encontró en el cadáver de Karen.
Casi había admitido un asesinato. A lo pocos minutos, le estaba contando al detective Stovall el primer crimen, en enero de 1968. La víctima resultó ser una joven vendedora de libros. Caía la tarde y una muchacha delgada y bonita, con unos preciosos zapatos de tacón alto, se dirigió a Brudos, que se encontraba en el patio de su casa, para preguntarle si estaba interesado en comprar una enciclopedia. La muchacha se llamaba Linda Lawson. La invitó a entrar en el garaje. Su mujer tenía una visita… La chica se sentó en un taburete y empezó a explicarle todo lo referente a la enciclopedia. Él se puso detrás de ella y la dejó inconsciente de un golpe seco con una estaca de madera. Después se arrodilló a su lado y la estranguló. Su madre estaba en el piso de arriba junto con sus dos hijos; les dijo que se fueran a cenar a una hamburguesería y regresó al garaje.
La siguiente hora se la pasó vistiendo y desvistiendo el cuerpo sin vida de la muchacha; como si estuviera jugando con una muñeca gigante. Aquella misma noche, mientras su familia dormía, metió el cadáver en la furgoneta y condujo hasta el río Willamette. Lo tiró al agua desde el puente, lastrado con una cabeza de cilindro, pero se guardó una parte de la víctima -un pie- en el congelador del garaje: lo quería para probar los zapatos.
En el mismo mes de noviembre se topó con su segunda víctima. Al volver a casa, se paró en la autovía, al lado de un coche averiado. La conductora era Jan Whitney acompañada de dos hippies que había recogido en autoestop. Brudos explicó que era mecánico, pero que desgraciadamente no llevaba las herramientas consigo, podían pasar por su casa y recogerlas. Los tres subieron a la camioneta y continuaron hasta Salem, donde los hippies se bajaron.
Ya en su garaje, Jerry dejó a la chica esperando mientras comprobaba que su mujer y sus hijos no estaban en casa. Habían salido a visitar a unos amigos. Entonces se subió a la furgoneta por la parte trasera. La confiada muchacha no le oyó. Cogió una correa de cuero y la estranguló. Las siguientes horas las pasó vistiendo y desvistiendo el cuerpo y haciéndole fotografías. Cuando terminó, colgó a la víctima por las muñecas del gancho del techo.
Esta vez, sin embargo, no se deshizo del cuerpo enseguida; lo estaba pasando bien con su nuevo juguete. Durante dos días continuó jugando a las muñecas al volver del trabajo. El garaje permanecía cuidadosamente cerrado para que nadie pudiera entrar.
Unos pocos días más tarde, sus devaneos necrofilicos casi le llevan a la ruina. El 28 de noviembre de 1968 llevó a su familia a Portland para la fiesta del Día de Acción de Gracias. El cadáver quedó suspendido del gancho en el garaje y al volver comprobó con verdadero pavor que una de las esquinas del garaje estaba derruida. Un coche se había salido de la calzada chocando con la pared, y la policía estaba allí, investigando el accidente. Sin embargo, no pudieron entrar en el garaje. Uno de los agentes intentó echar un vistazo al interior por el hueco de la pared, pero la penumbra le impidió ver el cuerpo. Brudos no perdió el tiempo. Escondió a Jan Whitney en la caseta de la bomba de agua antes de llamar a los policías para que revisaran el garaje. Esa misma noche el cadáver cayó al agua del río Willamette lastrado con una pieza de hierro colado.
Se había librado por los pelos. Jerry esperó algún tiempo antes de dar su próximo «golpe». El sábado, 27 de marzo de 1969, la tentación pudo con él de camino a los almacenes Meier & Frank de Salem.
Al principio le atrajo una chica vestida con minifalda y zapatos de tacón alto. Aparcó y se metió en la tienda detrás de ella, pero la perdió de vista. Al regresar a su camioneta, vio a otra muchacha, preciosa, a punto de subir a su coche. La cogió por el hombro y amenazándole con la pistola, le dijo: «Ven conmigo y te prometo que no te haré daño.» Karen Sprinker estaba demasiado asustada para gritar. Le rogó que no disparara y le precedió hasta la furgoneta. Jerry llevó a Karen a su casa. Su mujer y sus hijos habían salido y nadie le interrumpiría en un buen rato. A punta de pistola obligó a la chica a entrar en el garaje. Ella le aseguró que haría todo lo que deseara.
El maníaco la mandó quitarse la ropa y después de violarla le sacó unas cuantas fotografías, por supuesto, con zapatos de tacón alto.
Finalmente, la maniató por la espalda y le colocó una cuerda alrededor del cuello. Empezó a cerrar el nudo. Le preguntó a Karen si estaba demasiado fuerte y ella contestó que sí. Entonces Brudos la levantó del suelo, la colgó del gancho y observó cómo se asfixiaba. «Pataleó un poco y murió.» Acto seguido, Jerry violó el cadáver. Se deshizo del cuerpo sin vida tirándolo al río Long Toro, lastrado con una cabeza de cilindro.
Valor desesperado
Una de las víctimas de Jerry Brudos, Sharon Wood, se defendió y hoy puede contar la dramática experiencia. Dos días antes del rapto de Linda Salee -el 12 de abril de 1969- se metió en el aparcamiento subterráneo de la Universidad de Portland y se fijó en que alguien la seguía. Un hombre regordete de mirada aviesa la amenazó con un revólver y le ordenó que le siguiera. Ella respondió un rotundo «¡No!», y se soltó. El sujeto la agarró con el antebrazo por el cuello, pero Sharon le propinó un tremendo mordisco en el pulgar. Estaba tan aterrorizada que sus mandíbulas se quedaron paralizadas y no podía abrir la boca. Brudos la lanzó al suelo y empezó a golpearle la cabeza contra el cemento hasta que la víctima casi perdió el conocimiento. En ese momento apareció un coche y Jerry salió corriendo.
La policía tomó declaración a la joven, pero nadie notificó el hecho al detective Stovall. Si se hubiera hecho, es muy probable que la descripción de Sharon Wood hubiera significado la detención del asaltante y salvado la vida de Linda Salee.
Desnudos
Darcie, la esposa de Brudos nunca entendió del todo la afición de su marido por hacerle fotografías “extrañas”. En una ocasión le pidió que se pusiera una media en la cara y sus rasgos se distorsionaron de forma grotesca. En otras tomas aparecía de pie con zapatos de tacón alto. Darcie le dijo que en la tienda de fotografías, los encargados del revelado verían de qué se trataba, pero Jerry respondió que solo se preocupaban de echar un vistazo a la primera y a la última fotografía, y que él se aseguraba de que éstas fueran escenas campestres totalmente inocentes.
PRIMEROS PASOS – El fetichista adolescente
Las violentas obsesiones de Jerry Brudos sobrepasaban con mucho los sueños infantiles de un chiquillo.
La peculiar «manía» de Brudos se manifestó por primera vez cuando tenía dieciséis años. Robó la ropa íntima de una vecina y después le dijo a ésta que trabajaba para la policía como agente secreto y que le podía ayudar a recuperar lo sustraído. Con este pretexto, Brudos la “atrajo” hasta su dormitorio una noche que su familia estaba cenando fuera. De pronto, un sujeto enmascarado saltó sobre la muchacha y la amenazó con un cuchillo. El desconocido la obligó a desvestirse, y luego se dedicó a hacerle fotos. Cuando el enmascarado desapareció, Jerry entró corriendo en la habitación y se justificó diciendo que un tipo le había encerrado en el cobertizo. La chica sabía que estaba mintiendo, pero no podía hacer nada más que callarse y procurar salir de allí.
Un año más tarde, en abril de 1956, Brudos invitó a una muchacha de diecisiete años a dar un paseo en su coche. En una autopista del desierto, la sacó de malas maneras del vehículo, le dio una paliza y le ordenó desvestirse. Una pareja que pasaba por allí oyó los gritos de la chica, se acercó y sorprendió al maníaco. Este no objetó nada y acompañó a los tres hasta la casa de la pareja desde donde avisaron a la policía. Contó que a su acompañante la había atacado «un tipejo raro», pero los agentes no se lo tragaron y le condujeron a la comisaría. Entonces la vecina se decidió a hablar y explicó la historia del hombre enmascarado.
Los psiquiatras que examinaron a Brudos llegaron a la conclusión de que no estaba mentalmente desequilibrado ni tenía tendencias violentas -a pesar de la paliza que había propinado a la muchacha en el desierto-. Sin embargo, en casa del joven maníaco, la policía encontró una caja bastante grande llena de ropa interior de mujer y zapatos. Fue enviado al Hospital Estatal de Oregón para observación médica y a los nueve meses le dieron de alta. Le tocó cumplir el servicio militar, pero quedó rebajado del servicio de armas a causa de extrañas alucinaciones que sufría con frecuencia.
En Salem atacó a una chica y le robó los zapatos. Lo volvió a repetir en Portland. Parecía que nada iba a impedir que se convirtiera en un violador empedernido… Pero conoció a una muchacha dulce, de diecisiete años, llamada Darcie, que deseaba salir cuanto antes de la casa de sus padres y accedió a casarse con Jerry. Megan, su primera hija, nació a los ocho meses.
La vida matrimonial le iba a Brudos como anillo al dedo, y vivieron contentos y felices unos cuantos años. En 1967, mientras su esposa estaba esperando el segundo hijo en el hospital, él siguió a una «preciosidad» que llevaba unos llamativos zapatos hasta su casa. Por la noche descerrajó la puerta del dormitorio, la dejó inconsciente de un golpe y la violó. Al abandonar el apartamento, llevaba consigo los zapatos. A partir de ese momento se transformó en una bomba de relojería que sólo esperaba el momento oportuno para explotar.
La caja de las sorpresas
Jerry tenía un hermano mayor llamado Larry al cual su madre quería más que a él. Eileen Brudos tenía la esperanza de concebir una niña y, al llegar el pequeño Jerry, se sintió bastante desilusionada. Más tarde, el criminal se quejaría de que su madre no le había dado ningún afecto. La describía con palabras como «terca, egoísta, egocéntrica». No obstante, cuando él se casó, su madre cuidaba a sus hijos. A los quince o dieciséis años, Larry empezó a coleccionar pósters de chicas en ropa interior y los guardaba escondidos en una caja. Jerry encontró la caja, y mientras estaba mirando los carteles su madre le sorprendió. El pequeño intentó «echarle la culpa» a su hermano; a fin de cuentas, en opinión de su madre, él no era capaz de hacer nada a derechas. El resultado de esta relación fue un duradero rencor hacia su madre.
MENTE ASESINA – Incontrolables
Harvey Glatman y Jerry Brudos tuvieron dos personalidades totalmente opuestas. Glatman pasaba por ser un “niño de mamá”, con su cara de conejito y sus orejas de soplillo. Brudos odiaba a su madre tanto como ella le odiaba a él, y se transformó en una especie de monstruo autocompasivo y gimoteador.
Sin embargo, los dos hombres compartían una cosa: el fetichismo. En ese estado enfermizo del ánimo, la satisfacción sexual se obtiene de objetos inanimados. El origen del comportamiento fetichista aún no está claro del todo. Ni siquiera el psicólogo que acuñó el término, Alfred Binet, conocía todos los pormenores de esta obsesión. Algunas veces se presenta en criaturas tan jóvenes que es difícil imaginarse cómo puede haberse “desarrollado”.
En el caso de Jerry se manifestó por primera vez cuando contaba cinco años y encontró en un vertedero un par de zapatos de cuero femeninos. Se los llevó a casa y se los probó. Su madre, al verlo, se enfadó con él. “Devuélvelos inmediatamente al vertedero”, le ordenó. Pero el pequeño Jerry los escondió para ponérselos a escondidas. Cuando su madre le descubrió, se llevó una paliza monumental y los zapatos terminaron en la hoguera.
En la escuela primaria quedó fascinado con los zapatos de tacón alto que su profesora guardaba siempre en un cajón para tenerlos de repuesto. Un día los robó y los escondió en el patio del colegio, pero los descubrieron y se los devolvieron a la maestra. Más tarde confesó el “delito” y la profesora le preguntó por qué lo había hecho. El chico no supo qué contestar; salió corriendo del aula… La verdad es que ni él mismo lo sabía.
Lo mismo se puede decir de Glatman. Un chiquillo de doce años no está capacitado para explicar el motivo que le incitó a rodear su cuello con una cuerda y tensar el nudo hasta casi estrangularse.
La naturaleza les había jugado a ambos una mala pasada. Les dotó de un impulso sexual descomunal y de un carácter tímido, vergonzoso y apocado. No obstante, desconocemos los detalles sobre la vida sexual de Glatman durante su infancia.
El interés de Jerry Brudos por la ropa interior de señora se desarrolló mucho antes de llegar a la adolescencia. La familia se trasladó a Oregón y el muchacho solía jugar en la casa de unos vecinos. Él y uno de los hijos del vecino se metían sin ser vistos en la habitación de la hermana para jugar con su ropa a escondidas. Más tarde empezó a soñar con raptar a las chicas para tenerlas como esclavas suyas. Su biógrafa, Ann Rule, destaca que nunca tuvo el más mínimo interés por la ropa ni los zapatos de su madre, si bien es verdad que pocas veces llevó zapatos de tacón,
Muchos muchachos adolescentes tienen en la pubertad un desarrollo de la sexualidad muy marcado que, en poco tiempo, conduce a la madurez, y Brudos y Glatman se diferenciaban de los demás en que su fijación era enfermiza y mucho más profunda, estaban suficientemente desesperados como para intentar transformar sus fantasías en realidades tangibles. Jerry obligó a una vecina a dejarse fotografiar desnuda; Harvey intentó obligar a una chica a desvestirse amenazándole con una pistola de juguete, pero le cogieron y prefirió irse a Nueva York para convertirse en el «Bandido fantasma». Probablemente, el tener a una mujer asustada contra la pared apuntándole con una pistola le gustaba más que nada. En Los Angeles, tras salir de la prisión, se procuró un trabajo que le permitía entrar en la casa de la gente. De esta forma conseguía llegar hasta los dormitorios de las propietarias, para reparar sus televisores. Como estaba acostumbrado a llevar a la práctica sus fantasías, no tardó mucho en convertirse en un violador y en un asesino.
Jerry Brudos también fue detenido tras intentar violar a una mujer en el Hospital Estatal de Oregón. El personal del centro le recordaba como alguien que simplemente necesitaba “madurar”. Cuando consiguió convencer a una tímida y amable muchachita de 17 años de que se casara con él, todo parecía indicar que finalmente había “crecido”, que sus fantasías y extraños sueños permanecerían encerrados en su mente.
JUSTICIA – Tras las rejas
La nauseabunda confesión de Jerry Brudos se prolongó durante horas y el criminal no omitió ningún detalle, por repugnante que fuera. Los policías le escuchaban en silencio, procurando no dejar traslucir sus emociones. Al final del espantoso relato, no cabía la menor duda: acabarla su vida tras los barrotes de una celda. Oregón se había librado de la «bestia llorona».
El miércoles 23 de abril de 1969, unas cuatro semanas después de la muerte de Karen Sprinker, una jovencita delgada y atlética, llamada Linda Salee, estaba haciendo compras en Portland, a unos 80 kilómetros de Salem. Buscaba un bonito regalo de cumpleaños para su novio. Al volver a su coche cargada de paquetes, Brudos se le acercó, la cogió por el brazo y le mostró una placa de policía. La detenía por hurto en los grandes almacenes. Ella le creyó en un principio, pero protestó alegando que tenía todos los recibos que demostraban que había pagado las compras. Jerry le confesó entonces que «le estaba tomando el pelo» y la condujo al garaje de su casa.
Linda se comportó con extraordinaria docilidad, al igual que Karen. El maníaco aparcó el coche dentro del garaje, cerró los portones y le dijo a la chica que le siguiera a la casa. Abrió la puerta y cruzó el patio hasta la entrada de la vivienda. En este momento, la mujer de Brudos salió al porche, éste se volvió y le mandó a la muchacha que se estuviera quieta. Si hubiera gritado o hubiera corrido hacia la verja del jardín, habría salvado la vida. Pero Darcie Brudos no la vio, ya que estaba demasiado oscuro. Su marido agarró a Linda, la metió de nuevo en el garaje y la ató. Después, con la más absoluta tranquilidad, se fue a cenar a la casa. Al poco rato regresó y vio que la chica había conseguido liberarse. Sin embargo, Linda no llamó a la policía desde el teléfono del garaje. Más tarde, el asesino declararía con aire satisfecho: «Simplemente estaba allí, esperándome, creo…»
Al ver a su raptor, la chica se debatió. Pero era demasiado tarde para luchar. Para el criminal gordinflón no supuso ningún problema dominar aquel «gatito salvaje». Jerry le colocó una tira de cuero alrededor del cuello, la anudó y tiró. Linda preguntó: «¿Pero por qué me hace esto?» Acto seguido, se desvaneció. En el momento de morir, Brudos se divertía violándola.
La bestiecilla se merecía un «castigo» por ser tan molesta. De manera que la suspendió por el cuello del gancho del techo y decidió hacer un experimento con el cuerpo sin vida. La pinchó en los costados, entre costilla y costilla, con dos agujas hipodérmicas -los dos pinchazos que tanto extrañaron al forense- y enganchó unos cables eléctricos. Al conectar la corriente, esperaba que la muchacha «bailase». «Pero en vez de eso, sólo se quemó».
Jerry Brudos «se la guardó» durante otro día. Y la violó una vez más. La segunda noche metió el cadáver en su camioneta y lo tiró al río Long Toro, lastrado con la caja de cambios de un coche.
Brudos realizó la confesión con una especie de precisión pedante, como si fuera necesario explicar con detalle cómo desmontar una caja de cambios. Parece ser que nunca se le pasó por la cabeza que el detective Stovall pudiera estar asqueado u horripilado al escucharle. De hecho, el policía procuró controlarse para no reaccionar violentamente; por encima de todo, no quería interrumpir la «riada» de datos que estaba aportando el asesino.
Jerry fue acusado de la muerte de Kare Sprinker. Al día siguiente, orden de registro en mano, los detectives pusieron patas arriba la casa vacía del criminal, ya que la mujer y los niños se habían ido a vivir con unos familiares. En el desván fue localizada la colección de zapatos y ropa de señora por docenas. Sobre una repisa del cuarto de estar había una réplica de un seno de mujer, por lo menos parecía una imitación hasta que los agentes lo estudiaron más de cerca. Porque era real; estaba conservado dentro de un molde de plástico transparente. En el sótano hallaron la caja de herramientas donde el maníaco guardaba las fotografías de las chicas, algunas colgando del gancho del techo y otras posando en ropa interior. La policía averiguó más tarde que Brudos había telefoneado a su mujer desde la prisión ordenándole que destruyera el contenido de la caja de herramientas; por una vez en la vida, Darcie decidió desobedecerle.
Bajo el banco de trabajo del asesino apareció una fotografía que le incriminaba más allá de toda duda. Al fotografiar a una de sus víctimas, su propia imagen se había reflejado en un espejo, y sin darse cuenta se había plasmado en la foto.
Jerry Brudos se declaró culpable de cuatro acusaciones de asesinato, y no hizo falta celebrar el juicio. Fue condenado a cadena perpetua. Un vecino, no obstante, declaró que había visto cómo Darcie ayudaba a su marido a meter una de las víctimas en la casa. La esposa del criminal fue acusada de complicidad en el asesinato de Karen Sprinker, pero el jurado la consideró inocente. Cuando se resolvió su caso, Jerry ya había empezado a cumplir sentencia.
Conclusiones
El primer año de Brudos en prisión fue una época difícil y peligrosa. Los otros reclusos odian a los criminales sexuales y normalmente se les mantiene aislados por su propia seguridad. A Jerry no le separaron, simplemente fue ignorado. Nadie hablaba con él ni se sentaban con él a comer. Otro preso consiguió atacarle y le propinó un golpe fuerte en la cabeza con un cubo. Acabó en el hospital de la penitenciaría.
El cuerpo de Jan Whitney (la segunda víctima de Brudos) apareció en la orilla del río Willamette en el verano de 1970. Se le pudo identificar gracias a la dentadura.
La vida de Jerry Brudos en la cárcel mejoró con el paso de los años. Resultó que tenía una especie de talento innato para la electrónica, y pasó a ocuparse del sistema informático de la penitenciaría. Las autoridades de la cárcel le permitieron, hasta un cierto límite, continuar con su afición: coleccionar zapatos y ropa interior de mujer. En la celda tenía verdaderas montañas de catálogos y muestrarios llenos de fotografías de chicas.