
El Hombre de las Mil Caras
- Clasificación: Asesino
- Características: Atracos - Contrabando - Secuestro
- Número de víctimas: 39 +/-
- Fecha del crimen: c. 1960 - 1979
- Fecha de nacimiento: 28 de diciembre de 1936
- Perfil de la víctima: Hombres y mujeres
- Método del crimen: Arma de fuego - Arma blanca
- Lugar: Varias, Canadá, Francia
- Estado: Murió acribillado a tiros por la policía el 2 de noviembre de 1979
Índice
Jacques Mesrine
Wikipedia
Jacques Mesrine [ʒak mɛsʀin, ʒak meʀin] nacido el 28 de diciembre de 1936 en Clichy, Francia, fue un famoso delincuente francés.
Comenzó con problemas en la escuela, de la que fue expulsado varias veces, luego se fue introduciendo en el mundo de las apuestas, bares, prostitutas y del hampa.
Asaltó gran cantidad de bancos, joyerías, departamentos, etc. Cayó preso y se fugó varias veces, más tarde se estableció en Quebec, donde siguió cometiendo innumerables actos ilícitos hasta que lo detuvieron. Luego de planear concienzudamente su fuga, la ejecutó espectacularmente a plena luz del día. A los pocos días, ya estaba asaltando bancos en Canadá. Toda la policía estaba tras él. Dos guardabosques se toparon con él y con Jean-Paul Mercier, un cómplice en un bosque y los dos se enfrentaron con los delincuentes, los dos guardabosques sacaron la peor parte muriendo en el enfrentamiento.
Viajó a los Estados Unidos y por un tiempo se estableció allí. La policía seguía sus pasos, así que decidió instalarse en Venezuela donde manejaba un restaurante. Cuando el FBI descubrió su nueva nacionalidad, huyó a Francia en 1972.
La policía lo declara Enemigo público número 1 de Francia, logran capturarlo y lo envían a la Prisión de La Santé, donde escribe su biografía, titulada Instinto Asesino, libro en el que reconocería crímenes que la policía desconocía.
El 8 de mayo de 1978 logra una nueva fuga increíble, junto a su secuaz François Besse, un tercer preso fallece en la fuga abatido por los guardias de la cárcel.
El 26 de mayo de 1978 Mesrine y Besse efectúan un robo a mano armanda en París. El dúo robó 130 mil francos del casino de Deauville, la policía llegó tarde pero hubo un tiroteo, alrededor de 50 disparos y Mesrine fue herido, pero los criminales se escaparon. Mesrine y Besse eludieron la barreras que puso la policía en las carreteras ya que tomaron como rehenes a un granjero y su familia, obligándolos a llevarlos a una zona segura.
Posteriormente, el secuestro de un banquero le reportarían 450,000 francos como rescate. A pesar de su posición como el «Enemigo público número uno de Francia» (L’ennemi public numéro un), Mesrine apareció en la portada del 4 de agosto 1978 en la revista Paris Match. En una entrevista en el interior de la edición, Mesrine amenazó al Ministro de Justicia. El permanecer en libertad en la región de París, a pesar de su notoriedad, Mesrine parecía disfrutar hacer el ridículo al Estado galo, la entrevista del semanario Paris Match fue el colmo. Desde los más altos niveles del gobierno, de la policía y de las agencias motivó una caza implacable de Mesrine. El propio presidente de Francia, ordena crear una brigada para atrapar a Jacques Mesrine.
Disfrazándose con pelucas y otros artilugios logra por un tiempo más burlar a las autoridades francesas.
El 2 de noviembre de 1979, la policía siguiendo a un cómplice de Mesrine, logra dar con su guarida y se monta un operativo para seguir a Jacques. Cerca de la estación de Porte de Clignancourt del metro de París, dos camionetas de la policía le cierran el paso cuando circulaba en su BMW negro junto con su amante, Sylvia Jeanjacquot, y sin identificarse, le tirotean el auto y un policía lo remata de un tiro en la cabeza.
La policía francesa anunció que su operación fue un éxito y la corporación recibió las felicitaciones del entonces presidente francés Valéry Giscard d’Estaing. Hubo rumores en la prensa de que a Mesrine le habían disparado sin previo aviso, una ejecución extrajudicial, pero la policía señaló que el delincuente había jurado que nunca se rendiría y que, en el momento del operativo tenía un arma de fuego con él, así como dos granadas adheridas a su cuerpo para activarse en el caso de algún ataque.
Sylvia Jeanjacquot no fue acusada de ningún delito, aunque sobrevivió perdió un ojo y sufrió daños permanentes en un brazo.
La abogada defensora de Mesrine, Maître Malinbaum, continuó durante 30 años luchando por una investigación judicial sobre los hechos que rodearon la muerte de Mesrine en la Porte de Clignancourt y que el Estado francés fue responsable de lo que ella vio como el asesinato de su cliente.
La prensa lo llamaba «el hombre de los mil disfraces», el pueblo lo llamaba «el Robin Hood francés».
Jacques Mesrine cayó en la trampa
Feliciano Fidalgo – El País
3 de noviembre de 1979
«Jacques Mesrine ha muerto». El flash radiofónico que anunció ayer por la tarde la eliminación del «enemigo público número uno» cortó la respiración de muchos millones de franceses. El affaire era poco menos que un asunto de Estado: el ministro del Interior, Christian Bonnet, en cuanto supo la «buena nueva» fue corriendo al palacio del Elíseo para informar al presidente, Valery Giscard d’Estaing, que, según se dijo, a pesar de los diamantes de Bokassa y del suicidio de su ministro de Trabajo, Robert Boulin, había seguido durante los últimos cuatro días minuciosamente el desarrollo de la trama, que concluyó con la muerte a manos de la policía, en París, del hombre más buscado de Francia.
La última etapa de la vida de este «bandido moralista», de 42 años, empezó el lunes pasado en París. Gracias al sistema de escuchas telefónicas, la policía reconoció su voz. Ipso facto, un dispositivo impresionante se puso en acción bajo la dirección del «coordinador de la lucha contra Mesrine», cargo creado por el ministro del Interior hace algunos meses. Desde anteayer, las fuerzas de policía ya habían localizado su apartamento, próximo a la Puerta de Clignancourt, barrio en el que pasó su infancia y en donde estos días vivía con su amiga y cómplice Sylvie. En dos ocasiones fue reconocido por la policía, una de ellas en el mercado callejero en el que hacía las compras con su amiga, pero fue perdonado para evitar un enfrentamiento que podía causar víctimas entre el público.
Ayer, por fin, a las tres y cuarto de la tarde, Mesrine salió de su casa con Sylvie, entró en un coche, y cuando se disponía a arrancar, cincuenta policías, en coches, en camionetas y a pie, distribuidos en forma de cerco infernal, hirieron gravísimamente a la mujer y acabaron con el hombre: dieciocho balas fueron contadas después en su cabeza y en los brazos.
Inmediatamente después del suceso, que no duró más de unos segundos, el público se arremolinó estupefacto y curioso ante el espectáculo: un hombre muerto, una mujer muriendo, sangre, balas y medio centenar de policías abrazándose, intercambiando apretones de manos, gritando de alegría, saltando. Acababa de desaparecer «el enemigo público número uno» de la sociedad francesa.
Sus veinte años de ejercicio de «enemigo número uno» que le atribuyeron los traficantes de las emociones populares fueron, por el contrario, una demostración constante de singularidad. No pertenecía al «medio», las bandas tradicionales le odiaban, cada uno de sus «golpes» fue como un diccionario de audacia, de cálculo y de imaginación. Aparecía y desaparecía como una sombra.
A los veinte años ya realizó su primer secuestro en Canadá contra un industrial que, por doce millones de pesetas, recobró la libertad. Antes ya se había iniciado en el robo en Francia, y después, de vuelta de las Américas, no paró: robos, atracos, asesinatos, secuestros, entrevistas a los periódicos, salpicados con tres detenciones que lo condujeron a la cárcel.
En cada una de estas ocasiones, durante su proceso o desde su celda, con complicidades nunca conocidas, se evaporó de la cárcel. En 1973, durante uno de sus descansos en la cárcel, escribió El instinto de la muerte, libro de memorias. El pasado mes de septiembre citó a un periodista de extrema derecha que no le había tratado bien en sus artículos (y que había sido policía antes que periodista), y, en un bosque cercano a París, le zurró a gusto para después volver al anonimato. Fue su última aventura. Ayer, los franceses, angustiados durante toda la semana a causa de un suicidio político, fueron compensados con el asesinato del crápula oficial del país, al que se añadió a última hora del día la captura de otros dos cómplices de Mesrine. En Francia ya no se habla de otra cosa.
Jacques Mesrine, el gángster de las mil caras
Mercè Balada y Mònica Ramoneda – Lavanguardia.com
10 de noviembre de 2009
«Si escuchas esta cinta, es que estoy en una celda de donde no se escapa», rezaba la nota que acompañaba el testamento sonoro que Jaques Mesrine dejó a su compañera. Lo leemos en la wikipedia francesa y la historia, como es de suponer, nos despierta la curiosidad. Seguimos indagando. La versión española de la enciclopedia libre lo define así: «Jacques Mesrine, nacido el 28 de diciembre de 1936 en Francia, de profesión ladrón, contrabandista y asesino». Bien. Sabiendo el currículum, seguimos buscando. Averiguamos que murió acribillado en las calles de París y que la suya fue una de las persecuciones más famosas de la historia. Una auténtica «caza del hombre», de hecho.
Tremenda historia. ¿Cómo se debió vivir en su día? Veámoslo
La historia de un enemigo público número 1
Mesrine descubrió su vocación violenta a los diez años. Con una escopeta de caza abatió un pájaro y notar la sangre caliente del animal resbalando por sus manos fue toda una revelación. Simplemente le gustó.
Y cuando, más adelante, descubrió su pasión por los disfraces y se dio cuenta que tenía la extraña habilidad de poder cambiar de aspecto engañando a todo el mundo, se convenció del todo. Él iba a destacar en el mundo del hampa.
Así, armado con «su don» y con lo que él llamaba «instinto de muerte», Mesrine inició su carrera delictiva. Primero fueron pequeños robos, que le supusieron varias detenciones, y luego ya pasó a palabras mayores. El recuerdo de aquél pájaro que mató a los diez años seguía en su mente. Y era cómo aquello de la magdalena de Proust, anhelaba tocar sangre para volver a sentir aquella felicidad de la infancia.
De homicidio en homicidio
Los primeros asesinatos del terrible Jaques Mesrine fueron en Canadá. Llegó allí con la excusa de trabajar, junto con su novia, al servicio de un millonario. Pero de trabajar para él pasaron a secuestrarle. Y es que a ellos les iba el dinero fácil. Pero la cosa les salió mal y Mesrine terminó detenido. Y entonces fue cuando su habilidad para camuflarse empezó a serle útil y pudo protagonizar la primera de sus muchas fugas. Se disfrazó, logró esquivar la vigilancia y se escondió allí mismo, cerca de la cárcel, mientras la policía canadiense le buscaba por todo el país.
Anotado el punto a su favor y ya creyéndose un profesional del crimen, Mesrine empezó a ir a por todas. Si lo sorprendían cometiendo algún delito, él no dudaba en disparar. Si lograban capturarle, él conseguía escapar. Y así, de asesinato en asesinato y de fuga en fuga, fue a parar de nuevo a su Francia natal. Eran los años ’70 y su fama ya se había fraguado.
Orgullo de asesino
En Francia, todo siguió igual. Cometía el delito, lo pillaban, se fugaba. Si para escapar era necesario encañonar al juez, lo encañonaba (como ocurrió en junio del ’73). Él no tenía manías.
Hasta que un día le detuvieron de nuevo y lograron encerrarle de verdad. No sabemos si fue descuido suyo, mérito de la policía, o si simplemente se dejó atrapar a posta para poder «descansar»; pero el caso es que Mesrine aprovechó esta temporada en prisión para redactar su autobiografía. Orgulloso, la tituló Instinto de muerte y no tuvo manías en contar todas sus maldades, y más. Tal era su afán de notoriedad que en el libro incluso se atribuyó delitos que no había cometido él.
Una vez publicada la autobiografía, quedarse en prisión ya no tenía sentido. Así que decidió fugarse de nuevo. Estaba en la cárcel de máxima seguridad de La Sante y lograr escapar no era nada evidente; pero él lo consiguió y allí nació definitivamente el mito. «Hay que capturarlo vivo o muerto», dijeron las autoridades. Pero Mesrine simplemente se esfumó.
El precio de salir en la foto
No fue hasta 1978 que volvió a aparecer en la escena pública. Y lo hizo por todo lo alto. Protagonizando un atraco al más puro estilo Mesrine («El atraco del casino de Deauville es una obra maestra de provocación», dijo La Vanguardia de la época. Y es que Mesrine, antes de atracar el salón de juegos, tuvo la desfachatez de presentarse disfrazado en la comisaría del pueblo para averiguar con qué «efectivos policiales tendría que enfrentarse en caso de que el atraco no resultase fácil») y retomando una vieja costumbre suya: la de mandar comunicados a la prensa.
Y es que a Jaques Mesrine le gustaba salir en los medios de comunicación. Incluso la revista París Match había publicado un reportaje sobre él, con sesión de fotos incluida. Pero cuando se enteró que en la revista derechista Minute se había publicado un reportaje poco halagador sobre él, su ego gritó venganza. Se citó en un bosque con el periodista autor del desafortunado texto; éste, iluso, acudió a la cita pensando quizás que aquello iba a ser la exclusiva de su vida y Mesrine le propinó tres tiros. Tal y como el propio asesino contó a la prensa, fueron tres balazos llenos de mensaje: uno en el brazo por las calumnias escritas, el segundo en la boca por haber hablado mal de él y el tercero en el flash de la cámara. Para que el cuerpo herido quedara bien en la foto.
La opinión pública, tan alucinada como atemorizada, cargó entonces contra las autoridades y su ineficiencia. ¿Cómo era posible que ese animal siguiera libre? Finalmente, el 2 de noviembre de 1979, la Unidad Antigang (un grupo policial creada especialmente para acabar con Mesrine) preparó la emboscada definitiva. Consiguieron rodearle y una lluvia de balas cayó sobre él. Eufóricos, los policías dejaron el cadáver expuesto en plena calle durante más de una hora. Había muerto el enemigo público número uno.
Posdata: De nuevo, muerte el hombre nace el mito. La reedición de las memorias de Mesrine se convirtió en todo un éxito y su editor, en el prólogo, no dudó en hablar de él como «la encarnación de la libertad». (Y cabe añadir que el tal editor, que fue un conocido activista del Mayo del ’68, también murió asesinado, pero esto ya es otra historia).
Jacques Mesrine: La incierta confesión del enemigo público número uno
Rubén Arranz – Jotdown.es
Cuando Jacques Mesrine comenzó a escribir su autobiografía sabía que estaba cavando su propia tumba. Lo que contara seguramente le condenaría al paredón o a pasar el resto de sus días en la cárcel. Aún así, dedicó uno de sus encierros en la prisión parisina de La Santé a redactar las primeras cuatro décadas de su vida y lo hizo sin escatimar detalles. Asaltos, asesinatos, palizas, ajustes de cuentas, engaños, fugas imposibles o emboscadas aparecen en sus páginas con la naturalidad con la que se narra una novela de aventuras. Quien fuera considerado como enemigo público número uno en Francia y Canadá en la década de 1970 confirmaba con este libro que aspiraba a algo más que a ser un gánster respetado en los bajos fondos. Él quería humanizar su figura, ser considerado un rebelde con causa, un renegado de la sociedad que se venga de ella por haberle arrastrado a la marginalidad. Como suele ocurrir con algunos de los más destacados miembros del hampa, con el tiempo Mesrine se convirtió en una especie de icono pop gracias al amplio espacio del que sus tropelías gozaron en los periódicos e incluso llegó a ser ovacionado a la entrada de uno de sus juicios por devotos y admiradores. Una vez más, se dio la paradoja del criminal que trasciende al crimen.
Jacques Mesrine (1936-1979) lo tenía todo para liderar de forma eficiente una organización criminal. Era astuto, temerario, rudo, inteligente y violento. Siempre fue fiel a sus amigos y nunca se apiadó de sus enemigos. Tuvo a decenas de policías tras sus talones y supo evadirse durante largos periodos de tiempo con una sorprendente pericia. Protagonizó fugas espectaculares de prisiones herméticas y salió airoso de emboscadas de las que escapar vivo o libre era todo un reto. Como reconoció en su sorprendente autobiografía L’instinct de mort (publicada en España bajo el título Instinto de muerte, Editorial Pepitas de Calabaza), la experiencia hizo que perdiera el miedo a las consecuencias de sus actos y los realizaba con una pasmosa naturalidad, con la facilidad de un auténtico virtuoso del hampa.
«Yo me relajo con el atraco a mano armada. Solo vivo para el riesgo. Sé que es un poco estúpido, pero me gusta poner mi vida en peligro. Ya he superado el nivel del miedo. Esa palabra no existe para mí. Por ese motivo soy un hombre peligroso».
Llegó a ser muy popular por sus delitos, pero también por un discurso fundamentado en el culto a su persona que le convirtió en una especie de mito del hampa. Sabía que a cada acción le acompañaba una repercusión, y si esta no estaba a la altura se frustraba y despotricaba. Mesrine fue apresado por intentar atracar un banco el día del golpe de Estado de Pinochet. Al leer el periódico al día siguiente, clamó porque su portada estuviera dedicada al militar chileno en lugar de a su arresto. No solo valía con delinquir, sino que a cada fechoría le debía acompañar una necesaria dosis de publicidad para que así engordara su leyenda negra.
La carrera criminal de Mesrine fue larga y, en cierto modo, exitosa. Se inició en el hampa con el atraco a domicilios. Entre golpe y golpe se familiarizó con el dinero fácil y con una vida al margen de la ley en la que predominaban las «pistolas, putas, alcohol, juego y robos». Cumplía su palabra y sus amenazas, y eso hizo que fuera respetado desde muy pronto, bien por confianza, o bien por miedo. Antes de introducirse en este submundo, vivió dos conflictos bélicos que disiparon su inocencia, incrementaron su odio y endurecieron su espíritu, según reconoció. Pasó la Segunda Guerra Mundial entre los bombardeos previos a la ocupación de París y los movimientos de los partisanos de las provincias francesas, y allí conoció de cerca el sinsentido de la guerra para la gente corriente.
Años después, combatió junto al ejército de su país en Argelia y tuvo la oportunidad de exhibir con creces su lado temerario. Participó en todas las misiones en las que pudo como soldado raso, poniendo en riesgo su integridad en no pocas ocasiones y siendo condecorado por su especial valor. Los hechos a los que asistió en el país norteafricano desencadenarían en él los primeros síntomas claros de su sociopatía y le harían plantearse cuáles eran las verdaderas intenciones del Estado para con el ciudadano:
«Que un hombre pudiera morir en defensa de su país contra el invasor podía admitirlo, pero que un gobierno dejase reventar a su juventud en una guerra colonial (…) no podía admitirlo y la sola idea me resultaba insoportable. La sociedad me había convertido en un cornudo que arriesga el pellejo por una causa falsa, devolviéndome luego a la vida civil sin preocuparse de las secuelas que aquella guerra había dejado en mi psique. Por tanto, iba a enfrentarme a ella y a hacerle pagar el precio de lo que había destruido dentro de mí».
Un criminal sin piedad con sus enemigos
Ese combate no tardó en desatarse y pronto cometió su primer delito de sangre. Mesrine había conocido los placeres carnales gracias a Sara, una prostituta que se ganaba la vida en los más oscuros burdeles y tabernas de París, y que pagaba su diezmo a un chulo llamado Ahmed. En un ataque de celos, Mesrine le propinó una brutal paliza delante de sus secuaces. Humillado y enrabietado, este descargó su ira contra Sara, a la que dejó al borde de la muerte. En venganza, Mesrine le secuestró, le llevó a un bosque y allí le degolló. «Nunca había visto a un tipo como tú», le espetó Guido, su compañero y cómplice al observar su crueldad. Antes de cometer esa atrocidad, Mesrine preparó cada detalle para evitar ser descubierto, separando cada capa de tierra removida para camuflar mejor la fosa tras enterrar el cadáver y ocultándola con ramas y abono.
Precisamente ese era uno de los rasgos más característicos del enemigo público número uno. Le gustaba cubrirse bien las espaldas y cuidaba hasta el más mínimo aspecto para evitar ser descubierto o para poder escapar si algo se torcía. Trabajaba con meticulosidad y solo se rodeaba de gente de confianza. Si decidía desvalijar una casa, se vestía con ropa elegante y compraba un ramo de flores para que los más curiosos intuyeran que estaba allí de visita si se cruzaban con él en el descansillo. Si se trataba de poner en el mercado una importante suma de billetes falsos, examinaba minuciosamente las características de cada uno de ellos para asegurarse de que nada fallara. Y si alguno de sus dispendios le había dejado sin blanca y optaba por atracar un banco, tomaba todo tipo de precauciones para que sus huesos no fueran a parar a prisión.
La infinidad de asaltos a mano armada que perpetró convirtió a Mesrine en un auténtico azote para los bancos de Francia y Canadá. La rutina era siempre la misma. Acudía junto a su compinche a la sucursal elegida y se dirigía a la oficina del director con la máxima tranquilidad para no levantar sospechas. Sabía exactamente cuándo y quién pulsaba la alarma y el tiempo medio que transcurría entre el momento en que se activaba la alerta y la aparición de la policía. Una vez obtenido el dinero de la caja fuerte, se dirigía amablemente a las cajeras para que le proporcionaran el resto del botín, al tiempo que su compañero de fechorías instaba a los clientes a no levantar las manos para que los viandantes no pudiera adivinar lo que dentro se cocía. Tras el golpe, escapaba en uno, dos o varios coches colocados en puntos estratégicos y hacía uso de sus excelentes conocimientos de las carreteras secundarias para despistar a la autoridad.
Consciente o inconscientemente, Mesrine también era un aliado del espectáculo. Algunas de sus acciones fueron tan inverosímiles y requirieron tanta pericia que fueron objeto de admiración en público y en privado. Es el caso de sus fugas de centros vigilados hasta el extremo, como la prisión canadiense de Sainte-Anne-Des-Plaines. Este penal establecía un nuevo concepto de encierro, con unas completas instalaciones y una filosofía que pasaba por un trato atento y respetuoso a los reclusos. Todo un giro de tuerca cuya misión era minimizar el malestar de los hombres más peligrosos por su cautiverio y, por ende, disuadirlos de intentar escapar. Pero sus arquitectos habían concebido esta jaula dorada de tal forma que nadie pudiera evadirse de ella y, en caso de que lo lograra, su situación en una explanada sin árboles ni otros elementos que le pudieran servir de escondrijo facilitaría que los vigías localizaran al fugado con la mayor facilidad.
Desde su primer día de encierro, Mesrine buscó a hombres dispuestos a jugarse su integridad por conseguir su libertad. Estaba casi seguro de que los guardias de las torres de vigilancia tenían orden de disparar si en la fuga había hombres peligrosos, de modo que había que planificar todo cuidadosamente, no había lugar para el fallo. Analizó cada palmo de la prisión hasta encontrar su punto débil, y si bien no halló resquicios en sus milimetradas instalaciones, sí que vio un filón en el elemento humano.
Las autoridades penitenciarias habían construido en Sainte-Anne-Des-Plaines una pista de tenis para los presos. Jugaban con palas de madera fabricadas en el propio taller del penal, dentro de un patio acotado por una alambrada rematada por alambre de espino y siempre bajo la atenta mirada de las torres de control. O eso parecía a simple vista. Mesrine descubrió mientras peloteaba que los lunes por la mañana, tras la cogorza del domingo, los vigías solían descuidar su labor y dormir largas siestas al calor de su resaca. Para comprobar la profundidad de su sueño, durante varios lunes lanzó una pelota intencionadamente al otro lado de la línea que los presos no podían cruzar y vio que, cuando iba a buscarla, no recibía ningún aviso. Escapar a plena luz del día y por uno de los lugares en teoría más observados de la penitenciaría era arriesgado, pero todo parecía indicar que era factible y quizá su única vía de salida.
Para agujerear la verja, fabricaron en el taller del penal una raqueta con una herramienta de hierro oculta en su interior y la enviaron al patio sin problema, en una clara negligencia de los carceleros y del propio alcaide. Ayudados de ella, con habilidad y con sigilo, rompieron el perímetro de seguridad y escaparon. Algunos de los hombres fueron interceptados en las horas posteriores, sin embargo, Mesrine supo eludir a la policía.
Este criminal se movía por objetivos y para alcanzarlos arriesgaba hasta donde fuera necesario, aunque ello conllevara poner su vida en juego. Así lo demostró en otra espectacular fuga que pudiera haber sido ideada por cualquier guionista de cine de acción. Mesrine se hallaba en la prisión de La Santé («esa vieja leprosa») esperando ser juzgado en la corte de justicia de Compiègne. Antes de la fecha del juicio, sus compinches introdujeron una pistola en la cisterna de uno de sus servicios, con la idea de que Mesrine pudiera acceder a ella en algún momento e iniciar un plan de escape. El día de la vista oral, los gendarmes que custodiaban a Mesrine no vieron nada sospechoso en el hecho de que reclamara acudir al baño varias veces durante su corto viaje. Su plan consistía en simular una diarrea para que, en el momento que llegara al juzgado y pidiera utilizar el servicio, los guardias no pusieran ningún impedimento. Y así fue. En su visita al retrete se hizo con el revólver y, en el momento en que le quitaron las esposas para iniciar el juicio, se abalanzó con el arma en la mano sobre el juez, lo tomó como rehén y escapó. Los miembros de su banda ya se habían ocupado de preparar todos los detalles en el exterior para que la huida tuviera los menores contratiempos posibles. Una vez más, este criminal pudo burlar a la justicia francesa.
La importancia de saber improvisar
Si con esto quedaba algo claro es que Mesrine era escurridizo, un pájaro para el que no existía la jaula inexpugnable, un enemigo público de mente privilegiada que siempre encontraba una vía de escape. Sus instintos le guiaban a la perfección y elegía casi siempre el camino correcto. Jugó al gato y al ratón con las fuerzas de seguridad durante años y ganó la mayoría de las partidas; muchas veces con una capacidad de improvisación ejemplar, como ocurrió en uno de sus viajes a la isla de Mallorca con motivo del que tenía que haber sido un lucrativo golpe. Su amigo Guido le había informado de una excelente oportunidad para ganar una buena suma de dinero. El plan era arriesgado, pues consistía en asaltar el chalé del gobernador militar de la isla y extraer unos nombres de la agenda que guardaba oculta en su escritorio. ¿Para qué? ¿Quizá para obtener los fondos de alguna cuenta bancaria en el exterior custodiada bajo una clave secreta?
Durante su estancia en la isla, los dos malhechores estudiaron de forma concienzuda las rutinas de cada una de las personas que vivían y trabajaban en esa casa y acordaron asaltarla a la única hora en la que permanecía vacía. Tras superar las diversas medidas de seguridad de la casa, obtuvieron los datos deseados, sin embargo, la llegada antes de tiempo del gobernador y de sus escoltas hizo que Mesrine fuera apresado. Al sorprenderle usurpando esa información confidencial, el militar especuló con que Mesrine no era un vulgar ratero, sino un agente secreto. Mesrine, sabedor de que la confusión del gobernador podía jugar a su favor, se mostró en todo momento ambiguo y trató de despistar a los investigadores con su testimonio y con sus silencios. ¿Se habría dirigido un vulgar ladrón a ese lugar en el que se guardaban datos tan sensibles, o por el contrario hubiera optado por arramblar los objetos de valor material?
Mesrine fue trasladado a las dependencias centrales de seguridad en Madrid y llegó a obtener incluso la mediación del embajador francés, quien interpretó la negativa del criminal a contarle lo sucedido como un signo de que era un agente secreto. Sabedoras del revés diplomático que podrían sufrir ejecutando o condenando a varios años de prisión a un trabajador de la inteligencia exterior, las autoridades franquistas trataron de forma respetuosa y cordial a Mesrine y solo le impusieron una simbólica pena de libertad vigilada en la isla de Mallorca. Desde luego, el criminal francés estaba aliado con la suerte y atesoraba un excelente dominio de las situaciones de riesgo.
Pero las rachas de buena suerte no son eternas y todo fugitivo que no tome las suficientes precauciones acaba cayendo en manos de su captor. A pesar de ser perseguido durante años por decenas de policías y de disponer de un patrimonio con el que hubiera podido vivir de forma holgada durante toda su vida, Mesrine nunca dejó de delinquir. Sus compinches le advirtieron de que, si no se retiraba, tarde o temprano perdería su libertad para siempre, pero no supo frenarse, según reconoció. Los atracos eran para él el pan de cada día y le proporcionaban la dosis de adrenalina y beneficios que necesitaba para vivir y para reivindicarse. Como en tantos otros casos, el criminal fue víctima de su adicción al crimen.
En medio de esta escalada de delitos, la popularidad de las fuerzas armadas francesas se resentía, de ahí que el Gobierno de Valéry Giscard d’Estaing decidiera en 1979 crear una unidad especial con infinidad de medios que se volcó en su captura. Y así fue. La tarea no fue nada fácil, pues se enfrentaron a un perspicaz enemigo que podía adoptar mil y una caras para evitar ser descubierto -se disfrazaba de muy diversas formas- y que tenía una amplia red de armas, escondrijos y vehículos a su disposición siempre que lo necesitara. Pero los esfuerzos dieron su fruto y en noviembre de ese mismo año lo encontraron y lo acribillaron en su coche BMW, cuando viajaba por las afueras de París junto a su novia.
Ese día desapareció toda una amenaza para la seguridad de los ciudadanos, pero también un virtuoso del hampa. Sabía que cada paso en falso podía ser su perdición y se esforzaba en lograr el crimen perfecto. Consideraba su trabajo como un mundo paralelo e implacable que se regía por unas leyes especiales que podían condenar al gánster más respetado a la muerte al más mínimo descuido o señal de debilidad. Ese fue uno de los motivos por los que justifica en su autobiografía cada uno de sus delitos de sangre. Todos los que no estaban con él eran su enemigos, y si no acababa con ellos, serían ellos los que terminarían con él.
Sabiendo esto, surge una pregunta. ¿El afán que muestra en su libro por justificar esos asesinatos es un intento de apaciguar su conciencia o de lavar su imagen? Cuenta Mesrine que el día de la muerte su padre se empezó a preguntar por el dolor que había causado con sus actos a las personas que rodeaban a sus víctimas. Probablemente, se habrían enfrentado al desgarro de la pérdida y a los contratiempos generados por la ausencia, pero él nunca hasta ese momento se había parado a reflexionar sobre ello. Por otra parte y a pesar de la brillantez de alguno de sus golpes, sin el aura de misterio con la que pretendió envolver a su personaje -y, en algunos casos, lo consiguió-, Mesrine no hubiera pasado de ser un simple mafioso con demasiada suerte y con poco respeto por la vida y la ley. ¿Cuál fue entonces el verdadero motivo de redactar sus tropelías en un libro?
En esta autobiografía deja un cabo suelto que clarifica un poco el objetivo que quería cumplir con esta obra y que constituye su única señal de arrepentimiento verdadero. Con su relato, parece pretender conservar su estatus de tipo duro e implacable, pero con buenos sentimientos más allá de su guerra contra los malos. Aún era un niño cuando sus padres adquirieron una casa en el campo para pasar los fines de semana. Allí, Mesrine acostumbraba dar largos paseos por los bosques y a practicar el tiro con una escopeta de cartuchos mientras exploraba los caminos y escuchaba los sonidos de la naturaleza. En una de sus excursiones, encontró canturreando a un pájaro el cual, al ver al muchacho, lejos de espantarse y volar se acercó a él. En un impulso imprevisible, Mesrine encañonó al animal y lo disparó.
«Al pie del árbol yacía el animalito, ensangrentado y con el pecho arrancado por el plomo. Sentí un inmenso vacío en mi interior. ¿Qué había hecho? No era posible que lo hubiera matado. (…) Me odiaba por lo que había hecho. De repente, comprendí que un arma servía para matar. (…) Por extraño que pueda parecer, siempre recordé con tristeza ese momento. Al matar a aquel pájaro destruí quizá lo mejor que había en mí».
Sobre Jacques Mesrine:
–Instinto de Muerte (L’instinct de mort). Jacques Mesrine. Editorial Pepitas de Calabaza.
–Mesrine: Parte 1. Instinto de Muerte (2008), Jean-François Richet.
–Mesrine: Parte 2. Enemigo público n.º 1, Jean-François Richet.