El caso de Jack el Invisible

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Jack el Invisible
  • Clasificación: Crimen sin resolver
  • Características: La policía nunca reveló el nombre del asesino
  • Número de víctimas: 6 +
  • Fecha del crimen: 1964 - 1965
  • Perfil de la víctima: Hannah Tailford, 30 años, estaba embarazada / Irene Lockwood, 26 años, también estaba embarazada de pocos meses / Helen Barthelemy, 22 años / Mary Fleming, 30 años / Margaret McGowan, 21 años / Bridie O’Hara, 28 años
  • Método del crimen: Estrangulación
  • Lugar: Londres, Inglaterra, Gran Bretaña
  • Estado: El desconocido asesino se suicidó en marzo de 1965, diciendo en una nota que la tensión era insoportable
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Jack el Invisible, el asesino de la noche: prostitutas atacadas por un misterioso fanático del sexo

Última actualización: 21 de marzo de 2015

A principios de 1964, el cadáver de una prostituta asesinada apareció en el Támesis. Durante los doce meses siguientes, otras cinco personas fueron asesinadas. Un maníaco andaba suelto. Después de una masiva operación policial, se logró atrapar al criminal gracias a un soplo, pero hasta hoy nunca ha sido revelado su nombre.

PRIMER ASESINATO – Muerte en el río

En 1964, Londres empezaba a ser líder mundial de la tolerancia, música pop, moda y diversión. Pero el descubrimiento de una prostituta asesinada en el Támesis iba a dar otro tipo de publicidad a la capital.

La superficie gris del Támesis parecía fría y poco atractiva. Era el 2 de febrero de 1964, de madrugada. Sin embargo, este espectáculo era familiar para los entusiastas remeros del London Corinthian Club, en Hammersmith Reach. Vieron un bulto al borde del agua que les pareció extraño. Lo examinaron atentamente, y se olvidaron por completo de su entrenamiento. La forma sin vida que yacía contra la pila del pontón era el cuerpo cubierto de barro de una mujer joven.

La policía acordonó la zona y sacó el cadáver del agua. Con las medias caídas sobre unas piernas demacradas, la víctima había sido amordazada con una tela que le obstruía la garganta. El eminente patólogo doctor Donald Teare, realizó el examen que permitió descubrir contusiones en la mandíbula. La tela encontrada en la garganta de la mujer era similar a la de su ropa interior. Excepto las medias, su pequeño cuerpo de 1,55 metros estaba desnudo.

Se identificó a la víctima como Hannah Tailford, de treinta años, hija de un minero de Heddon-on-the-Wall, en la región de Northumberland. Había vivido con su novio en un piso de Thurlby Road, en el distrito West Norwood de Londres. Era morena, madre de una niña de tres años, Linda, de un niño de dieciocho meses, y estaba embarazada.

Completaba sus escasos ingresos como camarera y sirvienta, trabajando de noche en las esquinas de Holland Park y Bayswater, calles céntricas de Londres. Había sido condenada cuatro veces, y a lo largo de los años, había utilizado nombres como Anne Tailor, Anne Lynch, Hannah Lynch y Theresa Bell.

Cuando encontraron su cuerpo, hacía diez días que Hannah Tailford había desaparecido. Los intentos de la policía para descubrir su paradero, después de su ausencia del apartamento el 24 de enero, fueron infructuosos. Un hombre y su mujer dijeron que la habían visto en la estación de Charing Cross el 31 de enero, sólo dos días antes de aparecer su cuerpo. Ella había comentado que quería suicidarse. El hombre le había dicho «que no hiciera tonterías».

Los médicos forenses trabajaron con rapidez. Gracias al cálculo exacto del flujo y reflujo del río, pudieron afirmar que Hannah Tailford había sido arrojada al agua 24 horas antes, cerca de Duke’s Meadow, 800 metros río arriba. Duke’s Meadow es una extensa zona de prado a la orilla del Támesis en Chiswick. Era, y sigue siendo, un lugar frecuentado por las parejas y donde las prostitutas rondan de noche en busca de clientes.

Aunque había muerto hacía apenas 24 horas, nunca se pudo determinar la causa exacta del fallecimiento. Las lesiones de la cabeza indicaban que podían haberla golpeado antes de abandonarla. Otros exámenes apuntaban hacia un ahogamiento previo en un estanque o una bañera.

La policía trató de reconstruir el estilo de vida de la difunta con la esperanza de encontrar alguna pista sobre la identidad del asesino. Bajo la dirección del inspector jefe Benjamin Devonald, del Thames Valley, los policías interrogaron a más de 700 personas, pero sus investigaciones tropezaron con un muro de hostilidad y desconfianza por parte de las amistades de Hannah, pertenecientes al oscuro mundo londinense del vicio de los años sesenta, lo que dificultó la encuesta.

Sin embargo, gradualmente, empezó a surgir un retrato de la víctima desde el mundo del vicio y de la perversión. Hannah era un juguete en este mundo insensible y violento, y tenía fama de ser la atracción de extrañas fiestas y orgías sexuales. Se supo que algunas de estas fiestas tenían lugar en el domicilio de personas ricas y conocidas de Mayfair y Kensington.

Uno de los clientes que estuvo con ella justo antes de su muerte era un diplomático extranjero. Él tenía costumbre de pagar chicas para satisfacer sus perversiones sexuales. Aunque dejó el país justo después del descubrimiento del cadáver de Hannah, volvió más tarde a Inglaterra. Scotland Yard no encontró pruebas que le relacionaran con el asesinato y descartó su culpabilidad.

La policía estaba convencida que la mujer había sido asesinada y que algunas de sus ropas fueron introducidas en su boca para ahogar sus gritos, pero las pruebas no eran concluyentes. La investigación sobre su muerte terminó una vista sin conclusión. Hannah Tailford se convirtió en una víctima más del hampa londinense, y sólo fue llorada por los que la conocían.

La vida en las calles volvió a la normalidad. En el pasado, muchas «mujeres de la calle» habían sido asaltadas e incluso asesinadas. «¡Gajes del oficio!» Sin embargo, el 8 de abril de 1964, diez semanas después de la muerte de Tailford, tanto la policía como las prostitutas, se dieron cuenta que se enfrentaban a algo mucho peor que el riesgo.

Irene Lockwood, bonita y pelirroja, tenía veintiséis años y venía de Lincolnshire. Como Hannah, había abandonado el domicilio de sus padres hacía unos años, atraída por las luces de la gran ciudad. Sus desmesuradas esperanzas se transformaron pronto en desilusión.

Irene era consciente de los peligros que acechaban a una chica joven envuelta en el mundo más turbio de Londres. Un año antes, su amiga Vicki Pender apareció apaleada y muerta en su piso del norte de la capital. Todos los presentimientos de Irene fueron inútiles. Encontraron su cuerpo tatuado, desnudo, enredado entre hierbas y ramas en la orilla de Duke’s Meadow, cerca del lugar en el cual el cuerpo de Hannah había sido arrojado al Támesis.

Como Hannah, Irene Lockwood era muy pequeña, medía sólo 1, 50. Ella también hacía las calles de Bayswater Road y Notting Hill. Las dos chicas tenían costumbre de parar coches muy tarde por la noche. Las dos estaban embarazadas cuando las mataron.

Pero la similitud de sus muertes era quizá más importante. Las dos aparecieron prácticamente desnudas y no había indicio alguno que permitiera descubrir el paradero de su ropa o de sus objetos personales. Hannah llevaba una blusa roja de nylon con chorreras con una falda negra; Irene, un abrigo de piel de ocelote, una falda oscura y unas botas de mal gusto.

Una vez más, era imposible asegurar de qué forma habían muerto las víctimas. Unas marcas en la parte posterior de la cabeza hacían suponer un ataque por detrás. Más tarde, se pensó que a Irene la arrastraron inconsciente, o ya muerta, hasta el lugar donde se descubrió su cuerpo. Vivía en un piso de Denbigh Road, en Notting Hill, y se la vio por última vez en un pub de Chiswick el 7 de abril.

El parecido asombroso entre los dos crímenes apuntaba a que un mismo hombre había matado a las dos mujeres. Pero la investigación debía proseguir en varias direcciones, bajo la supervisión del inspector jefe Devonald, que estaba a cargo del caso Tailford, y del inspector Frank Davies, que se unió a la investigación cuando apareció el cuerpo de Irene Lockwood.

En el piso alquilado por Hannah Tailford la policía encontró equipos fotográficos, así como focos y una agenda de direcciones. Se sabía que Vicki Pender, la compañera de piso de Irene Lockwood, recibió una paliza por intentar chantajear a varios clientes, fotografiados sin saberlo.

Había otra posibilidad más escalofriante. Un asesino habitual, escogiendo sus víctimas al azar, rondaba por la zona. El rasgo típico de esta clase de hombres es tener un lugar predilecto de caza, así como una misma manera de matar a sus víctimas. Ciertos hombres trastornados emprenden lo que creen ser una cruzada moral contra las prostitutas. Lo que no podían saber los policías era si el asesino había terminado su tarea, o si acababa de empezarla.

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DEBATE ABIERTO – Investigación científica

La patología forense es el estudio de las enfermedades o traumas del cuerpo humano que pueden utilizarse como prueba en un juicio. Cada vez que un médico forense tiene que estudiar a un cadáver sabe que quizá tendrá que afrontar preguntas rigurosas y hostiles en público, referentes a cada detalle de su examen científico.

El trabajo de un forense es a menudo determinante para establecer la inocencia o la culpabilidad de un sospechoso, así como la existencia de crimen. Aunque los casos de asesinato representan sólo una pequeña parte del trabajo de un forense, éste debe estar capacitado para expresar sus conclusiones delante de un jurado, pensar con lucidez cuando está sometido a presión en el estrado y evitar que le desconcierten.

La patología forense moderna debe en gran parte su categoría a un hombre solitario y tranquilo de principios de siglo, llamado Bernard Spilsbury. Casi sólo con sus manos transformó esta ciencia en un arte conocido del gran público.

Hijo de un farmacéutico, Spilsbury nació en enero de 1877 en el pueblo de Leamington Priors, en Warwickshire. Era una colectividad en la cual aprendían a valerse por sí mismos. A los dieciséis años perdió la punta del dedo índice de la mano derecha en un accidente, pero se resignó a utilizar su mano izquierda, volviéndose rápidamente ambidiestro.

Era un joven prometedor, trabajador y amante de la soledad, al que sus profesores y amigos consideraban totalmente normal. A los veintitrés años ingresó en la escuela de medicina del hospital St. Mary’s en Londres, donde fue el protegido del doctor William Willcox, del doctor A. P. Luff y del doctor A. J. Pepper, los tres fundadores de la patología forense moderna.

Spilsbury obtuvo el título de médico a principios de 1905, y poco después practicó sus primeras autopsias, que llegaron a alcanzar la cifra de 25.000 a lo largo de su carrera. En 1910, la fama de este hombre se había extendido tan rápidamente que sus servicios fueron requeridos para lo que llegó a ser el caso más sensacional de la época, el asesinato de Cora por su esposo, el doctor Crippen.

Spilsbury había establecido ya unos métodos cuidadosos y precisos. Tomaba apuntes en pequeñas fichas, trabajaba solo y no se le escapaba ningún detalle.

La declaración del alto e imponente Spilsbury, luciendo un clavel rojo en su traje oscuro, causó impresión durante el juicio de Crippen en octubre de 1910. Nunca antes la patología forense había alcanzado tanta dignidad pública y estima como cuando se dirigió a la figura determinada del magistrado jefe, Lord Alverstone, y dijo: «tengo mi propia postura independiente y soy responsable de mis opiniones, formadas en base a mis conocimientos científicos».

Spilsbury llegó a ser un testigo vital en procesos tan famosos como los de Frederick Seddon el envenenador (1912),de George Joseph Smith, el asesino de Brides-In-The Bath (1915) y de Patrick Mahon, que descuartizó a su víctima en 1924.

A pesar de su precisión científica, Spilsbury era un detective por naturaleza, capaz de determinar la causa de la más insignificante contusión o pinchazo de alfiler, y de afirmar, en consecuencia, si se había cometido un crimen. La acusación tenía pocos argumentos en el caso de Mahon, pero Spilsbury pasó ocho horas en el lugar del supuesto crimen, un bungalow cerca de Eastbourne. Encontró un poco de carbón y de ceniza que no encerraban ninguna pista, pero un examen de lo más exhaustivo reveló casi mil fragmentos de huesos que fueron identificados como humanos. «Todo empezó a tomar forma como cuando se recompone un rompecabezas», comentó. Poco tiempo después, la muerte de la víctima pudo ser relatada con toda clase de detalles científicos. Mahon fue condenado.

En julio de 1932, Spilsbury fue citado en Old Bailey como testigo de la acusación en el juicio contra Elvira Barney, acusada de haber matado a su amante. Su abogado, Patrick Hastings, obtuvo que Spilsbury abandonara el tribunal hasta que fuera llamado a declarar. Era la primera vez que se hacía una petición de este tipo en la historia del derecho inglés.

El amante de Mrs. Barney, Michael Stephen, había recibido un tiro en el curso de una pelea. Hastings quería asegurarse que el forense no iba a oír la teoría de la defensa sobre la posibilidad de un suicidio, de manera que no se le pudiera preguntar su opinión sobre esta versión durante su dictamen.

La táctica funcionó. Hastings escribió más tarde «no recuerdo haber sentido nunca tanta alegría al ver a un perito abandonar el estrado. Uno de nuestros mayores peligros ha desaparecido». Mrs. Barney fue absuelta.

La investigación médica de Spilsbury le empujaba a visitar el lugar de un crimen, incluso después de que se hubiera retirado el cuerpo. A pesar de ser famoso por su imparcialidad científica, razonaba como un policía y poseía instinto e imaginación suficientes para reconstruir los hechos a partir de unas pruebas tan ínfimas, que hasta Sherlock Holmes le hubiera envidiado. Le concedieron el título de «Sir» en 1923.

Hombre dedicado a su familia, el científico vivía absorto en su trabajo y pendiente de cualquier llamada, 24 horas al día, todos los días del año. Nunca rechazó trabajar con restos de cuerpos humanos. Pero en los años cuarenta sufrió una serie de ataques que le sumieron en el insomnio y la angustia.

En 1947, Spilsbury clasificó cien formularios de autopsia en vez de los habituales quinientos de otros tiempos. El 17 de diciembre, después de rellenar el último formulario, volvió a su laboratorio y reanudó su vida particular.

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Identificación de las víctimas

En la mayoría de los casos, la identificación de un cadáver es un asunto rutinario. Sin embargo, en un caso de asesinato, los indicios habituales, tales como efectos personales, pueden haber desaparecido del lugar del crimen.

La identificación de los cuerpos encontrados en el Támesis fue posible muchas veces por las huellas dactilares, ya que la mayoría de las chicas estaban fichadas. Cuando un cuerpo se encuentra en estado avanzado de descomposición, se puede determinar la edad, el sexo y la altura por los restos del esqueleto, y comparar estos datos con los de las personas desaparecidas. Los archivos dentales han permitido a menudo establecer la identidad de un cuerpo, ya que los dientes resisten todavía más que los huesos a la putrefacción.

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EL JUICIO – Confesión de un hombre

Los policías llevaron a cabo exhaustivas investigaciones en los domicilios. Uno a uno, centenares de presuntos sospechosos fueron tachados de la lista. De pronto, uno de ellos se dirigió a una comisaría de policía y confesó todo con detalle.

Los peores temores del público y de la policía se hicieron realidad cuando, el sábado 24 de abril de 1964, encontraron el cuerpo de Helen Catherine Barthelemy tirado en un callejón, a unos noventa metros de Swyncombe Avenue, en Brentford. El cuerpo, tatuado, yacía boca abajo, encima de un montón de tallos de ruibarbos y otras basuras de jardín. Estaba desnudo y había sido estrangulado.

La ausencia de marcas de violencia en la garganta hacía suponer que la atacaron por detrás con una tela o una almohada presionada contra la boca. Extrañamente, le faltaban tres dientes, pero los labios y la boca no estaban magullados. Era evidente que le habían arrancado los dientes después de morir. Se encontraron huellas de neumáticos que conducían hasta el lugar, y se pensó que la habían matado antes de abandonar su cuerpo en el callejón.

Helen Barthelemy, más conocida por «Teddie», tenía veintidós años y un pasado similar al de las otras víctimas. Nacida en Escocia, trabajó como criada antes de hacer un número de «strip-tease» en el «Golden Mile» de Blackpool.

En una ocasión fue condenada a cuatro años de cárcel, en Liverpool, por tender una trampa a una persona que fue atacada y robada por tres hombres armados con hojas de afeitar. Ella se negó a dar los nombres de sus cómplices, y, a pesar de todo, la sentencia fue recurrida.

Un año después se lanzó a la «vida alegre» en Londres. Trabajaba en un apartamento de Talbot Road, en Willesden, y como las otras chicas, era conocida por atender todas las perversiones sexuales, por raras que fueran. Decían que había prestado servicios gratis a dos amigos negros porque eran «muy simpáticos» y, a diferencia de sus clientes, no «buscaban siempre sexo retorcido».

En el apartamento de Helen Barthelemy, la policía encontró las huellas dactilares de un jamaicano que admitió haber estado con ella la noche de su desaparición. Su coartada se comprobó y su nombre fue excluido de la lista de los sospechosos. Muchas personas relacionadas con la víctima estaban fichadas por la policía y no querían hablar, mostrando a veces una hostilidad abierta hacia los inspectores.

Finalmente, pudieron reconstruir la última noche de la vida de Helen Barthelemy. Después de abandonar su apartamento, donde dejó el tocadiscos en marcha, se fue a una cafetería pasada la medianoche. Pidió un filete con arroz y unos guisantes. Luego se dirigió a un club cerca de Westbourne Grove, donde se quedó charlando con unos amigos y fumando marihuana a lo largo de la noche.

Poco antes del amanecer pidió a uno de sus amigos que vigilara su bolso mientras salía un momento. Llevaba una falda ajustada, un abrigo marrón con cuello de cuero negro y unas botas de piel, también negras. Nunca volvió. Su cuerpo apareció en un callejón de Brentford algunos días después. Dos inspectores fueron asignados a la investigación: Bill Baldock, para llevar la encuesta del caso Barthelemy, que supuso más de cien horas de cuidadosos interrogatorios a domicilio, y Maurice Osborne, para coordinar el caso con el de las víctimas anteriores.

En aquel momento, la muerte de las tres prostitutas se relacionó con el descubrimiento del cuerpo de una chica de veintidós años, Gwynneth Rees, en un vertedero de cenizas cerca del puente de Chiswick, el 8 de noviembre de 1963. Al principio, la policía sospechó que su muerte tenía algo que ver con una red de abortistas, pero las circunstancias actuales hacían suponer que podía haber sido víctima del mismo asesino.

Su cuerpo estaba desnudo y cubierto completamente de escoria que no se había tocado en seis meses. El trigo y la hierba empezaban a crecer sobre esta tumba improvisada. La identificación del cadáver fue dificultosa. La prensa hablaba del asesinato de la «Cenicienta»: en efecto, la policía había empezado la investigación comparando un molde en yeso del pie de la víctima con los zapatos de dieciocho mujeres desaparecidas en Londres. Una exploración más minuciosa del vertedero reveló ropa interior, unas medias y un paraguas.

La policía sospechaba que Gwynneth Rees había sufrido un ataque sexual, pero la causa de la muerte no pudo ser probada. La ausencia de ropa y efectos personales, como bolso o joyas, indicaba que debieron haberla matado en cualquier otro lugar y trasladado el cuerpo en coche hasta esta solitaria tumba. Se accedía a la ribera donde la encontraron por un camino estrecho.

Los forenses declararon que la fecha de la muerte debía remontarse a mayo o junio de 1963. Era posible que hubieran atacado a la chica mientras tomaba el sol en la ribera. Se enseñó su retrato a los miembros de los equipos de remo, cuyas embarcaciones se amarraban en una zona próxima a la tumba, y se les preguntó si recordaban haberla visto en el camino de sirga. El resultado fue negativo.

Después del asesinato de Helen Barthelemy, la muerte de Gwynneth Rees tenía más sentido que cinco meses antes. Mirado en retrospectiva, llevaba el sello de un asesino reincidente, que había suprimido a las tres mujeres en circunstancias similares.

Los medios de comunicación se estaban aprovechando de la historia, mientras el pánico se extendía entre las chicas de la calle. La prensa habló de los «asesinatos del Támesis» y apodó al asesino «Jack el invisible». Era un eco exacto y escalofriante de los odiosos crímenes de la zona este del Londres de la época victoriana. Un maníaco andaba suelto.

El inspector que investigaba los asesinatos del Támesis sabia que el hecho de establecer un vínculo entre las muertes no iba forzosamente a ponerle en la pista del culpable. La violencia de los criminales reincidentes se dirige pocas veces hacia personas que conocen, y sus motivos suelen ser complejos y recónditos.

En medio de esas preocupaciones, la policía se enfrentó con un acontecimiento totalmente inesperado. El martes 27 de abril de 1964, tres días después del descubrimiento del cuerpo de Helen Barthelemy, un hombre maduro entró en la comisaría de Notting Hill y preguntó por el oficial responsable del caso de Irene Lockwood, la segunda víctima de la serie. Tranquilamente, el hombre confesó que él la había matado.

Se trataba de Kenneth Archibald, de cincuenta y cuatro años, vigilante del Club de Tenis de Holland Park Lawn, al oeste de Londres. Vivía en el distrito de Hammersmith, cerca del dique donde se encontró el cuerpo de Irene Lockwood.

Fue un gran alivio para los inspectores. Si Archibald era el asesino, se evitaban así futuras muertes y los crímenes iban a terminar antes que la preocupación popular desembocara en pánico y críticas hacia la policía. El alivio fue aún mayor cuando el inspector Frank Davies recordó que Archibald había sido uno de los sospechosos. Su tarjeta de visita, que decía «Kenny. Teléfono Park 7157», fue encontrada en el apartamento de Irene Lockwood, y él había sido la primera persona interrogada.

En aquella ocasión el sospechoso declaró que no sabía cómo su tarjeta fue a parar a manos de la víctima. No la había visto en su vida. Alegó que las tarjetas de visita las imprimió por un conocido con el cual pensaba abrir una tasca en una planta baja de su propiedad.

Sentado en la comisaría de Notting Hill, Archibald, arrepentido, adoptó otro tono. Sí, había conocido a Irene Lockwood. Conocía a muchas de las chicas de los alrededores del Club de Tenis. Miró al inspector Davies a los ojos y, con mucho pesar, dijo «La he matado. Tenía que decírselo a alguien.»

Para hacer una comprobación en regla, Davies pidió un coche y recorrió el camino que Archibald pretendía haber seguido la noche del crimen. El presunto asesino enseñó el pub de Chiswick, donde había tomado una copa por primera vez con Irene.

Luego, conduciendo hacia campo abierto, cerca del puente de Barnes, mostró el lugar donde se peleó con ella por motivos de dinero.

En su declaración a la policía el 27 de abril, Archibald dio esta versión de la muerte de Irene Lockwood: «debí perder el control y rodeé su cuello con mis manos. No podía gritar. Luego le quité la ropa y la empujé al río. Llevé sus efectos a casa y los quemé».

Sin embargo, el sospechoso no se confesó autor de los asesinatos de Hannah Tailford y Helen Barthelemy. La policía estaba convencida que el mismo criminal había matado a las tres chicas. Se hizo una comprobación rápida de los movimientos de Archibald durante los días inmediatos al descubrimiento de los cuerpos de Tailford y Barthelemy, y se estableció que no podía haber sido el autor de estos crímenes.

Sin embargo, Archibald parecía conocer detalles sobre la muerte de Irene Lockwood que la policía no había revelado al público y lo acusaron de asesinato.

El juicio empezó en Old Bailey el 19 de junio de 1964. El acusado se declaró inocente, y en el estrado se retractó de su confesión. Explicó que había caído en una profunda angustia por verse acusado de organizar un robo en el club donde trabajaba. Se sintió muy mal y bebió unas seis cervezas antes de ir a la comisaría y confesar, declaró al jurado.

«No sé por qué lo hice -dijo-, estaba tan aturdido. Realmente, no podía más.» El 23 de junio, después de deliberar 55 minutos, el jurado absolvió a Archibald del cargo de asesinato. No había ninguna prueba, excepto su propia confesión, extrañamente exacta, que él calificaba ahora de mentira.

La policía, perpleja y curiosa de ver si un jurado independiente pensaba que Archibald era culpable, no cerró el caso de Irene Lockwood y siguió considerándolo como un asesinato de la serie. El misterioso criminal seguía suelto.

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Falsa confesión

Kennet Archibald, el hombre que hizo una confesión falsa sobre el asesinato de Irene Lockwood, no explicó nunca con detalle su decisión de correr el riesgo de cadena perpetua al admitir el crimen. «Nunca volveré a confesar nada mientras viva», declaró después de ser absuelto. «Fue una locura.»

Soltero, nacido en Sunderland, Archibald había servido en el ejército durante veinte años, «Nunca hubiera debido confesar -dijo-, Me quedé confundido después de ser interrogado por la policía.» Añadió que estuvo desconcertado porque sospecharon que había organizado un robo en el Club de Tenis de Holland Park Lawn, «Tuve miedo de perder mis dos pensiones del ejército y mi alojamiento. Supongo que hay algo de verdad en las historias acerca de mi vida alegre, simplemente porque intenté abrir una tasca que no funcionó. Siempre he llevado una vida normal.»

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Pista a lo largo del río

En la época victoriana, el legendario «Jack el Destripador» merodeaba por la zona este de Londres. El asesino de prostitutas del siglo XX eligió el lado opuesto de la ciudad.

Los crímenes de la ribera tuvieron lugar en una época en que gran parte de las hileras de casas sórdidas del oeste de Londres se estaban derrumbando, en medio de vertederos y terrenos abandonados. A pesar de los «alegres años sesenta», todavía había mucha pobreza, y sólo los más ricos llevaban ropa buena y bonita. La mayoría de la población se quedaba en casa por las noches, viendo la televisión. «Jack el invisible» comprendió que podía pasar inadvertido en este ambiente gris.

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LA INVESTIGACIÓN – Unidos por el miedo

Por primera vez desde hacía años, el mundo londinense del «vicio» se puso del mismo lado que Scotland Yard, del lado de la ley. Tenían un interés común. Los transeúntes se transformaron en espías de la policía en un intento de atrapar al asesino.

La policía encontró finalmente su primera pista importante en el asesinato de Helen Barthelemy. Por tanto, la investigación que había empezado con encuestas a domicilio, pudo alcanzar el terreno de la precisión científica.

El estado del cuerpo presentaba una diferencia crucial con los de Hannah Tailford e Irene Lockwood. El contacto del agua no lo había deformado. Este hecho dio una abundancia de nuevas pistas a los expertos forenses y les ayudó a esbozar el perfil del asesino.

En primer lugar, el cuerpo estaba mugriento. Esto indicaba que lo habían escondido en algún lugar antes de llevarlo al callejón de Brentford, donde fue encontrado. Aparecieron unas ínfimas partículas de pintura de distintos colores en su piel: naranja, amarillo y verde, con predominio del negro. Con esta información, la policía pudo reducir la lista de los posibles lugares donde el cuerpo fue escondido.

Estas partículas fueron analizadas con espectro-fotómetros de infrarrojos y ultravioletas. El examen reveló que el elemento de base de esta pintura era el acetato, al igual que en las pinturas utilizadas para pintar automáticamente con pistola. Esta forma de pintar hace pensar en seguida en coches, pero se usa también para muebles y piezas de metal. La variedad de colores encontrada en la piel de la víctima indicaba que el lugar donde se había escondido el cuerpo estaba cerca de una gran fábrica, más que de un almacén en una callejuela.

Parecía poco probable que el cuerpo hubiera estado en un taller de pintura, donde se podría descubrir. Era más posible que se tratara de una habitación o un espacio disimulado, muy próximo al taller de pintura. Esta teoría estaba apoyada por el hecho de que la pintura líquida sale con tal presión que puede penetrar en pequeños intersticios de ventanas y puertas cerradas.

El laboratorio forense de Scotland Yard no había trabajado nunca con tanta intensidad como en los meses del verano de 1964. En un momento dado, veinte de las sesenta personas del equipo trabajaban en exclusiva sobre el caso. Una de ellas dijo que, si se detenía al sospechoso y se encontraba el edificio donde escondía a sus víctimas, entonces «podrían identificarlo con toda seguridad».

Las muestras de pintura fueron cuidadosamente analizadas con una tecnología punta que permitió reconstruir una imagen y una «prueba» que hubiera sido irrefutable ante un tribunal. El sistema de célula fotoeléctrica utilizado por los científicos reveló también sustancias sobre las cuales el cuerpo había reposado después de la muerte, tales como una áspera tela de saco y una estera de goma. Se sospechaba también que el cadáver hubiera podido permanecer en un estante.

La teoría por la que Helen Barthelemy había sido depositada en algún lugar antes de ser abandonada fue confirmada por el descubrimiento de los médicos forenses: estaba totalmente vestida cuando murió. Lo notaron por la presencia de marcas dejadas por la ropa interior apretada en el cuerpo.

Como una visión de los métodos del criminal empezaba a dibujarse, la policía verificó también la lista de similitudes entre las víctimas. Desde luego, el hecho más importante fue que las víctimas eran todas prostitutas trabajando en las zonas londinenses de North Kensington, Bayswater y Soho. Era demasiada coincidencia para ignorarlo, y su significado no había escapado a las chicas que quedaban en esta zona. Un clima de terror se instaló entre ellas.

Normalmente, hay una atmósfera de desconfianza y odio silencioso entre la policía y el oscuro mundo de los chulos y las prostitutas. No era distinto en los primeros meses de 1964. Sin embargo, en casos de emergencia, se establecían extrañas alianzas. Este fue uno de esos casos.

Uno de los inspectores con más experiencia del país, el comandante George Hatherill, jefe del cuerpo de inspectores de Scotland Yard, había asumido la responsabilidad completa de la investigación. El 28 de abril de 1964, cuatro días después del descubrimiento del cuerpo de Helen Barthelemy, Hatherill hizo un llamamiento público poco usual a las prostitutas, para que se presentaran con cualquier información que pudiera ayudar a la policía. Las relaciones tradicionales entre prostitutas y policías eran, en el mejor de los casos, precavidas, y estas mujeres no solían ofrecer su ayuda. Sin embargo, en este caso, les convenía hacerlo.

El comandante Hatherill prometió el secreto absoluto y se dirigió a las que corrían más riesgo. El informe constaba de los nombres de las tres víctimas descubiertas en 1964, así como el de Gwynneth Rees, y añadió: «la policía teme, que si no recibe más información, pueda encontrar otra prostituta muerta. Deseamos interrogar, en particular, a cualquier chica que haya sido atacada y obligada a desnudarse».

La iniciativa de Hatherill, planeada desde varios días antes, se dio a conocer sólo una fecha después de que Kenneth Archibald confesara ser el autor de la muerte de Irene Lockwood. Los inspectores no tenían ninguna seguridad de que las muertes fueran obra de una misma persona, o de varios culpables trabajando de forma independiente. Scotland Yard dijo que había una «posibilidad» que un solo hombre hubiera matado a todas las mujeres, pero no había prueba concreta de ello.

Hatherill continuó con su llamamiento: «algunas personas han comunicado ya información a la policía, que la ha ayudado en sus investigaciones, pero tiene que haber muchas más que pueden ser útiles diciéndonos todo lo que saben acerca de las costumbres, amistades o lugares frecuentados por las víctimas, y acerca de hombres raros o excéntricos en sus relaciones con prostitutas, especialmente si las obligan a desnudarse».

En el curso de una entrevista con periodistas, el comandante Hatherill admitió que esta declaración no era nada corriente. «Estamos esperando una formidable reacción… Se podría considerar como un comunicado de choque. Realmente, lo es. Quiero que estas mujeres se enteren que queremos protegerlas.»

En las horas que siguieron al comunicado, veintitrés prostitutas contactaron con la policía para hablar. La mayoría llamó por teléfono a la comisaría de Shepherd’s Bush, centro de coordinación de la investigación. En cada caso, se les aseguró amnistía y una entrevista en secreto.

Un inspector jefe comentó la respuesta obtenida: «El impacto del llamamiento ha sido asombroso. Se están presentando mujeres que nunca hubieran imaginado hablar con un policía.»

El 30 de abril de 1964 por la tarde, el número de respuestas aumentó seriamente. Unas cincuenta y cinco mujeres y veinticinco hombres habían contactado con la policía. Para sacar provecho de la información recibida, los inspectores jefes de Scotland Yard empezaron a comprobar ficheros sobre los asesinatos.

Al mismo tiempo que los inspectores empezaban a seguir nuevas pistas, se vigilaba de manera especial los coches que iban despacio, en busca de aventura, en las calles y zonas sospechosas. Una brigada de mujeres policía fue asignada a la caza del asesino.

Fingiendo ser prostitutas, vestían ropas llamativas, esperando atraer al criminal a una trampa. Cada una de ellas estaba vigilada a distancia por un policía masculino por si surgiera algún problema, y llevaban una grabadora en el bolso. Sus experiencias resultaron muchas veces desagradables.

Las esperanzas crecieron, al tiempo que se difundía la impresión de que por fin se avanzaba. Pero estas se desvanecieron, justo dos meses después del llamamiento del Comandante Hatherill. Un cuarto cadáver apareció conmocionando la noche londinense.

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Jack el Destripador

El asesino del Támesis llegó a ser visto por el público como la versión del siglo XX del famoso criminal de los anales del crimen inglés, Jack el Destripador.

Todavía no identificado, Jack el Destripador mató a cinco prostitutas en calles y callejones oscuros de Whitechapel, al este de Londres, entre el 31 de agosto y el 8 de noviembre de 1888. La leyenda le atribuye, sin embargo, muchos más crímenes a lo largo de los años. El misterio de su identidad sigue vivo. Se insinuó que se trataba de un médico de la reina Victoria, un agente provocador ruso o un procurador que se suicidó.

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Alianza infernal

El pánico levantado por la serie de asesinatos de la ribera era tan grande, que policías y prostitutas abandonaron su tradicional hostilidad para dar paso a una incómoda tregua hasta la captura del asesino. Seis chicas del «vicio» se incorporan incluso al personal de la policía para ayudar a los inspectores de paisano.

Se les dio el número de teléfono de Shepherd’s Bush, SHE 1113, para contactar de manera discreta con los oficiales. Debían anotar cuidadosamente todos los detalles sobre clientes cuyos raros apetitos carnales les chocaran incluso a ellas. Se les pagaba una cantidad para sus pequeños gastos. Otras cincuenta prostitutas ayudaban a la policía sin remuneración, teniendo sólo los ojos y los oídos bien abiertos, en los bares y clubs donde los inspectores no lograban pasar desapercibidos.

Aunque no era inusual que la policía pagara información viniendo del mundo del vicio, se cree que nunca había habido tal cooperación por parte de las prostitutas después de que tres de ellas habían sido asesinadas en el Soho, en el centro de Londres, desde la Segunda Guerra Mundial. «Forman un círculo muy cerrado» -dijo un oficial-, «y la única forma de penetrarlo es utilizar a alguna de ellas. Supone mucha paciencia y persuasión».

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DEBATE ABIERTO – La prostitución y la ley

Una mujer que vende su cuerpo no comete un delito en Gran Bretaña. Pero la ley juzga severamente a los que la explotan para enriquecerse.

La prostitución -dinero a cambio de sexo- no está considerada como un delito por el derecho inglés, aunque ciertas actividades anexas son ilegales.

Se habla de delito, normalmente, cuando la prostituta aborda a personas en la calle con intención de que le sea pagado el servicio. Esto infringe el Street Offences Act (Ley de delitos en la vía pública) de 1959, pues considera como tal delito que una prostituta habitual aborde a la gente en la calle para sus fines. Se decidió en un pleito que las mujeres sentadas en las vitrinas de una casa de Southampton estaban cometiendo el mismo delito que en la calle.

En estos casos, el castigo del tribunal es una multa que puede alcanzar las 400 libras. No se puede encarcelar a una prostituta por estar en la calle. Sin embargo, cuando no puede o no quiere pagar la multa, la ley establece que si ésta no se paga en plazos semanales regulares, se puede emitir una sentencia de encarcelamiento.

Para ser clasificada como prostituta habitual, una mujer tiene que haber recibido dos advertencias o amonestaciones por parte de la policía local. Por ejemplo, una advertencia en Doncaster no se tiene en cuenta en Londres, y de hecho, la policía londinense difícilmente llegará a enterarse de ello. La mujer amonestada puede apelar a los magistrados locales, y si tiene éxito, se anula dicha amonestación. Sin embargo, una vez que tiene la etiqueta de prostituta habitual, le es muy difícil impugnar una causa y ganarla. Las cifras del Ministerio del Interior muestran que en 1988, unas 9.183 mujeres fueron procesadas por callejear o abordar, de las cuales 8.829 fueron condenadas.

Otro delito relacionado con la prostitución es vivir de las ganancias de una prostituta, castigado con un máximo de siete años de cárcel. En 1988, noventa y cinco hombres fueron acusados de proxenetismo y setenta y cinco de ellos, condenados. La acusación solo necesita demostrar que este hombre vive con una prostituta o es visto de forma regular con ella. El hombre debe entonces demostrar que ignoraba que esta mujer era prostituta. Es también delito obligar a una mujer a prostituirse. La pena máxima es de dos años de cárcel.

Hubo un caso en el cual un hombre que dirigía un salón de masajes que fue acusado de inducir a una mujer a la prostitución. Le condenaron porque pagaba a chicas por realizar actividades fuera de su profesión.

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CONCLUSIÓN – Retrato del asesino

El misterioso homicida disfrutaba provocando y ridiculizando a la policía. Parecía anticiparse a sus movimientos. Como el pánico popular creció, mató con cierta impunidad, inconsciente del cerco que se iba estrechando lentamente a su alrededor.

Poco después de las 5,30 de la madrugada del martes 14 de julio, un conductor que se dirigía a su trabajo por Acton Lane, en Chiswick, tuvo que frenar en seco para evitar a una camioneta que salió disparada de un callejón. Preocupado por este incidente, el conductor decidió llamar a la policía. Tres minutos más tarde, los inspectores llegaron con un coche patrulla y comprobaron en seguida que habían estado a punto de atrapar a su presa.

Delante del garaje de una casa de la calle adyacente de Berrymede Road, encogido y en cuclillas, yacía el cuerpo desnudo de Mary Fleming. Su boca esbozaba todavía media sonrisa de sorpresa que dejaba entrever los dientes.

El primer hombre que vio el cuerpo fue George Heard, un chófer que vivía cerca. Se asomó a la ventana, en la media luz del amanecer, y pensó primero que se trataba del maniquí de un sastre. Una segunda inspección reveló la verdad.

Para gran decepción de los oficiales de policía, el conductor agraviado fue incapaz de recordar otra cosa que el color oscuro de la furgoneta. Las pesquisas no pudieron explicar qué hacía esta camioneta en Berrymede Road a esas horas de la madrugada. La única explicación lógica es que había servido para abandonar el cuerpo de Mary Fleming. La zona fue rastreada, pero era demasiado tarde. El hombre se había esfumado en medio del tráfico londinense.

Para cualquier persona, incluso poco familiarizada con el caso, era evidente que «Jack el invisible» había atacado de nuevo. Una vez más, la víctima era una prostituta que medía 1,50 metros, y paraba coches en la misma zona que las víctimas anteriores. Tampoco era londinense de nacimiento: había venido a la capital unos años antes desde Escocia. Cuando la encontraron, llevaba más de tres días muerta.

Unas marcas reveladoras indicaban que esta última chica fue desnudada después de morir y atacada por detrás. Un hecho interesante era que había las mismas partículas de pintura que en el cuerpo de Helen Barthelemy. Los policías tuvieron la certeza que las dos mujeres habían sido asesinadas de manera parecida y escondidas en el mismo lugar antes de que sus cuerpos fueran abandonados desde el mismo vehículo.

La investigación sobre este último homicidio reveló que Mary Fleming era consciente del peligro. Pocos días antes de su muerte había comentado a unos amigos que sabía cómo defenderse en caso de ser atacada por el asesino. Había sacado un cuchillo de su bolso, diciendo que no se separaba nunca de él. Desgraciadamente, estas precauciones fueron inútiles. Nunca se recuperaron el cuchillo, el bolso ni la ropa de la víctima.

Fleming, conocida también como Mary Turner, vivía en Lancaster Road, en Notting Hill, y unos amigos la vieron viva por última vez en Queensway a la una de la madrugada, el sábado 11 de julio. Dejaba una niña de dos años y un hijo de nueve meses.

Una vez más, la policía había fracasado. No había obtenido más pistas. La única afirmación que podía hacer era que el hombre se mostraba absolutamente temerario o extrañamente tranquilo.

Después de esconder el cuerpo durante varios días, se había deshecho de él en una zona que debía suponer plagada de policías. Se trataba de una tremenda provocación que indicaba que el asesino estaba llevando a cabo alguna venganza contra la policía.

Lo único que pudieron hacer los inspectores fue aguantar la presión. Ocho mil personas fueron interrogadas y cuatro mil declaraciones recogidas, pero no se adelantó mucho. Un hombre de Scotland Yard dijo: «por muy brillante que sea uno, si no tiene un golpe de suerte, no llega a ninguna parte»

Resignada ante la posibilidad de otro asesinato, la única opción que quedaba a la brigada del caso «Invisible» era jugar a esperar. Los meses corrían, y al mismo tiempo se relajaba la vigilancia de las prostitutas en las calles. En vez de colaborar, como habían empezado a hacerlo por seguridad, volvieron a sus carreras en solitario.

La policía vigilaba los antiguos lugares predilectos de las mujeres asesinadas, haciéndose pasar por clientes normales. La vigilancia se extendió a los pubs, lavanderías automáticas y cafeterías. La espera finalizó el 25 de noviembre de 1964. De un montón de escombros en un parking de la calle Homton, sólo a unos 900 metros de la concurrida Kensington High, al oeste de Londres, el cuerpo de una quinta víctima fue encontrado.

La joven, Margaret McGowan, fue descubierta por el oficial de Defensa Civil David Sutton sólo tres metros más arriba del centro de control subterráneo de la División de Kensington. Su cuerpo estaba encajado entre ramas y malezas, y tapado por dos losas de cemento. La tapa de un cubo de basura cubría su rostro. El informe del forense reveló que el cuerpo llevaba por lo menos una semana en esta tumba improvisada, y que hacía más tiempo que había muerto.

Una vez más, la firma reveladora de «Jack el invisible» era inconfundible. La joven apareció desnuda y estrangulada. De nuevo, ínfimas manchas de pintura moteaban todo su cuerpo. Le faltaba también un diente. En el antebrazo izquierdo tenía un tatuaje de casi quince centímetros de largo. Sobre tres ramos de flores rojas y hojas verdes, aparecía el nombre de «Helen»; debajo, las palabras «mamá y papá».

El pasado de Margaret McGowan parecía una copia del de las víctimas anteriores. Tenía veintiún años y medía 1,52 metros. Natural de Glaswegian, se había escapado de un reformatorio de Edimburgo para ir a Londres y caer en la prostitución. Adquirió una dudosa notoriedad al estar relacionada con Stephen Ward, el hombre que fue el centro del escándalo Profumo en 1963.

Una vez más, la policía buscó una pista, hasta agotar todas las posibilidades. Pero en este caso tuvo más éxito. Margaret McGowan fue vista por última vez el 23 de octubre; llevaba un abrigo nuevo, color turquesa, y zapatos rojos. Ella y otra chica fueron abordadas por dos hombres mientras estaban sentadas en el cruce de las calles de Portobello y Lancaster, en Notting Hill.

Poco antes, esa misma tarde, McGowan comentó los asesinatos mientras charlaba con su amiga Kim Taylor en el pub Warwick Castle, en la calle Portobello. Se lo tomaron con humor. Cuando los dos hombres se acercaron a ellas, unas horas después, se trataba de trabajo, como siempre. Ellos iban en distintos coches, pero se conocían. Las chicas se separaron, marchándose cada una con su cliente.

La policía emitió inmediatamente retratos robot de los dos hombres. Era posible que no tuvieran nada que ver con la muerte de McGowan, pero nadie se presentó. Los inspectores pensaron que quizá estos hombres estaban relacionados con el Salón del Automóvil de Earl’s Court y no querían comparecer por miedo a comprometer sus puestos de trabajo.

La policía tenía otra pista. El criminal había robado dos joyas pequeñas del cuerpo de Margaret McGowan. Una cruz de plata con cadena, y un anillo dorado con una diminuta perla engarzada entre dos piedras azules. Se revisaron los libros de los joyeros y prestamistas sin encontrar rastro de las dos piezas.

Con el descubrimiento de cada nuevo cuerpo, se asignaban más policías al caso. Sin embargo, como dijo uno de ellos: «parecíamos incapaces de parar los asesinatos. En cuanto terminábamos una investigación, otra nueva empezaba».

La tensión volvió a crecer. Día y noche se realizaban masivos controles y verificaciones. Centenares de coches fueron controlados con calma y bastante discreción por parte de la policía, para no comprometer a «padres de familia». Las mujeres policías seguían arriesgándose y se hacían pasar por «chicas de vida alegre», en un intento desesperado de atraer al asesino a una trampa.

Aparentemente, según el razonamiento de los psicólogos, este maniático podía ser una persona respetable, e incluso sumisa. No debía ser muy alto y por eso elegía mujeres de baja estatura que dominaba fácilmente. Su verdadera personalidad era la de un psicópata insensible con una aversión maniática hacia las mujeres, lo que podría explicar que llevara su propia cruzada moral contra el vicio.

Parecía respetar un patrón de diez semanas entre cada asesinato. Noviembre dejó paso a Navidad y Año Nuevo. Cuando el desapacible invierno londinense se instaló, la policía se puso en guardia. Sus peores temores se hicieron realidad.

En la mañana del 16 de febrero de 1965, un hombre que iba andando hacia su trabajo, vio las uñas pintadas de rojo de unos pies en un cuerpo desnudo. Estaba encima de unas ramas de helecho, detrás de un almacén, fuera de la carretera de Westfield, en Acton. La víctima era una chica irlandesa llamada Bridie O’Hara. «Jack el invisible» había atacado de nuevo.

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Dr. Stephen Ward

Margaret McGowan prestó declaración a favor de la defensa en el juicio del Dr. Stephen Ward en 1963, un osteópata de la alta sociedad acusado de proxenetismo. El caso salió a la luz cuando el entonces Secretario de Defensa del Gobierno conservador, John Profumo, admitió que tenía un «asunto» con una «call-girl» -o prostituta de lujo- que también se veía regularmente con un agregado militar soviético. Profumo dimitió.

Margaret McGowan prestó testimonio bajo el nombre de Frances Brown, declarando sus citas con el Dr. Ward, lo que evidenció las relaciones de éste con otras prostitutas con más fuerza que los propios testigos de la acusación. Ella declaró que ganaba entre nueve y quince libras cada noche. Antes que el jurado le condenara, el Dr. Ward injirió una sobredosis y murió en un hospital, escoltado por la policía.

Margaret McGowan acudió con un ramo de flores poco después de su muerte. El caso Ward fue el primer gran escándalo de la clase dirigente, referente al sexo, en los años sesenta; llevó al pueblo a una comprensión más real de cómo algunos de los ricos, nobles y privilegiados disfrutaban de su tiempo.

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Retrato-robot del asesino

Poco después del descubrimiento del cuerpo de Margaret McGowan, dos retratos-robot fueron comunicados a la prensa. Estaban hechos en base a las descripciones de los dos hombres que recogieron a McGowan y a su amiga la noche del 23 de octubre de 1964.

Kim Taylor dijo a la policía que después de abandonar el bar Warwick Castle, en Portobello Road, dos hombres se acercaron a ellas y se fueron por caminos distintos en pareja.

El hombre que acompañaba a Margaret debía tener entre treinta y treinta y cinco años, constitución robusta y una altura de 1,70 metros. Hablaba con acento londinense y conducía un Ford Zephyr o Zodiac grís. La chica no volvió a aparecer, pero la policía no estaba segura que su acompañante de esa fatídica noche fuera el asesino.

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MENTE ASESINA – Deseos retorcidos

«Jack el Invisible» engañó a los psicólogos y a la policía. Lo poco que se sabe de él revela una mente pervertida.

Es difícil analizar la estructura psicológica de un hombre que nunca ha sido identificado públicamente. Sin embargo, ha dejado el sello de su mente en sus asesinatos. La naturaleza obsesiva de los homicidios del «Invisible», su astucia, el momento oportuno, así como la elección de sus víctimas, todo tiene un sentido.

Los asesinos reincidentes son los más difíciles de descubrir. La falta de motivo aparente -excluyendo fobias profundamente disimuladas- impide a los policías establecer una lista de sospechosos con un motivo reconocible para matar, como, por ejemplo, la codicia.

Aunque de alguna manera, las víctimas de «Jack el Invisible» eran elegidas al azar, él las seleccionaba cuidadosamente. Todas eran prostitutas que vivían en un mundo apartado de la moral convencional. Esto hizo pensar a muchos inspectores que el asesino se había lanzado a una pervertida cruzada para purificar a Londres de la degradación.

El oficial que resolvió el caso, el inspector jefe John Du Rose, rechazaba toda teoría de venganza contra mujeres de moral dudosa.

Du Rose, convencido de que el asesino estaba preso de irresistibles impulsos sexuales que no podía satisfacer de una manera normal, pensaba que en principio no tenía intención de matar.

Decía que si hubieran arrestado al culpable después de la muerte de la primera víctima, Hannah Tailford, y si el tribunal hubiera conocido la naturaleza del acto sexual que habían realizado, seguramente hubiera acusado al asesino de homicidio involuntario, y no premeditado. En otras palabras, la brutalidad de sus apetencias sexuales, seguida por un arrebato de locura, habrían desembocado en el muerte de Hanna Tailford.

Si esta teoría fuera acertada, el asesino se hubiera encontrado en la necesidad de elegir entre frustrar sus violentos deseos o matar. Había escogido la segunda opción.

Muchas de las otras características del criminal eran debidas a su conocimiento de la policía y de las normas de seguridad, no sólo a su violencia sexual. Los efectos personales de las víctimas habían desaparecido, sencillamente para no dejar pruebas.

Sin embargo, los indicios hacían suponer que las perversiones del criminal eran más osadas que las que causaron la muerte de las prostitutas. La policía encontró pruebas de que el homicida guardaba algunos de los cuerpos durante varios días antes de deshacerse de ellos. Cabía la posibilidad de que el misterioso maníaco fuera adicto la necrofilia.

El momento en que «Jack el Invisible» decidió burlarse de la policía no estaba claro. Se había notado que abandonaba a cada una de sus víctimas en un distrito diferente, y este sistema de límites sólo era conocido por la policía y pocas personas más.

Si, tal como muchos inspectores pensaban al principio de la investigación, el asesino era un exoficial de policía o un guardia de seguridad, hubiera podido cruzar tranquilamente y sin sospechas las zonas plagadas de controles. Evidentemente, era capaz de adoptar una apariencia convincente, ya que dos de sus víctimas habían hablado del peligro de encontrarse con él justo unas horas antes de ir a trabajar.

Esto hacía pensar que conocía esta oscura y secreta faceta de su personalidad desde hacía muchos años y que sabía disimularla. Pero una vez que se desataron sus deseos perversos, el asesino debió empezar a preocuparse por la imagen que el mundo tenía de él. Habría leído lo que se publicaba sobre él, quizás al principio con orgullo por haber burlado a los inspectores más listos, pero después con el peso de la soledad al verse tratado como el hombre más denigrado de Gran Bretaña.

Dicen que «Jack el Invisible» se quitó la vida al sentir que el cerco de la policía se estrechaba, y dejó una nota confesando que ya no podía aguantar la tensión. Si así fue, sería interesante saber si se refería a la tensión de un arresto inminente o a la del rechazo público.

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«Big-John»

En el libro: Descubierta desnuda y muerta (1974), el escritor Brian McConnell pretendía que un antiguo policía rencoroso había cometido los asesinatos. McConnell lo llamó «Big John» y contó que había sido criado en el seno de una familia dominada por el fanatismo. En el ejército, prefería las prostitutas a las amigas estables, y se vio envuelto a menudo en peleas de borrachos.

Después de 1945, «Big John» se incorporó a la policía de Londres. Se casó y se mantuvo alejado del alcohol hasta que fue rechazado por la policía secreta. Volvió a la bebida y finalmente dejó el cuerpo.

McConnell relataba que «Big John» tenía unos gustos sexuales grotescos y una obsesión de toda la vida por las prostitutas. Sabiendo que le pisaban los talones, abrió el gas y murió por asfixia en su casa.

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EL DESENLACE – Muerte de un desconocido

La policía nunca vio o encontró al maníaco que perseguía. Pero lo acechó con paciencia, estrechando su campo de acción hasta acorralarlo.

Bridie O’Hara era la última víctima del hombre llamado «Jack el invisible». Las huellas eran inconfundibles. Bajita, como las otras, medía 1,55 metros, era prostituta y murió por asfixia. No era natural de Londres, sino de Dublín, donde se había criado. Vivía en Agate Road, en Hammersmith, y había empezado a trabajar en una fábrica al llegar a la capital. Cuando su matrimonio se deshizo, se dedicó a la prostitución.

Las noticias del asesinato llenaron las primeras páginas de los periódicos y el pánico popular alcanzó un nivel crítico. La reacción de sir Ranulph Bacon, ayudante del comisario de Scotland Yard, fue inmediata. Llamó esa misma tarde al inspector de homicidios con más experiencia y éxito del país, que se encontraba de vacaciones, para que se hiciera cargo de la investigación.

A principios de 1965, el inspector jefe John Du Rose, responsable de la patrulla de homicidios de Scotland Yard, llevaba treinta y tres años sirviendo en el cuerpo de policía. Se había forjado una excelente reputación y era famoso entre sus colegas como «Johnnie cuatro días», por la rapidez con la cual resolvía los casos que desconcertaban a sus compañeros. Nunca se había necesitado su talento y su ingenio con tanta urgencia.

Du Rose no escatimó medidas, que en casos menos importantes podrían haber suscitado dudas en cuanto a la capacidad de los hombres a su mando. Solicitó la ayuda del grupo Special Patrol con sus trescientos hombres. Además, pidió que el equipo de doscientos oficiales trabajando en el caso se incrementara con cien más de uniforme. Sus dos peticiones fueron atendidas sin la menor vacilación.

Bridie O’Hara fue vista por última vez el 11 de enero de 1965 en el hotel Shepherd’s Bush, e identificada por varios hombres que hablaron con ella. Murió seguramente aquella misma noche, después de haber subido sin la menor sospecha al coche del asesino. Llevaba un amplio abrigo gris y una falda negra. En las manos, lucía un anillo de compromiso y una alianza. Ninguna de sus pertenencias fue recuperada por la policía.

La pintura era siempre el mejor indicio. Significaba que había una fábrica o taller de pintura con un almacén, garaje o dependencia, escondite del cual se podía fiar el asesino durante días e incluso semanas.

En el cuartel general de la patrulla se pensaba que el criminal atraía a sus víctimas en un coche o camioneta y las conducía a la fábrica para atacarlas por detrás. Después de matarlas, debía desnudar el cuerpo y esconderlo en algún lugar seguro y cercano al área de pintura.

La momificación del cuerpo de Bridie O’Hara añadió una pieza más al rompecabezas. Este fenómeno ocurre cuando se seca el cuerpo después de la muerte, y esto era especialmente evidente en una de las manos de la víctima. Se podía suponer que el cuerpo fue escondido cerca de una fuente de calor. Había restos de aceite y de fibra que indicaban que se habían envuelto los cadáveres en una lona alquitranada antes de abandonarlos.

Du Rose organizó sus efectivos en tres grupos para barrer el terreno de manera descomunal, en busca del escenario donde se pintaba con pistola. Siguiendo el Támesis, rastrearon una superficie de 38 kilómetros cuadrados, examinando cada casa y todos los edificios.

El inspector jefe quería detalles sobre cada habitual de la zona, sobre el coche que tenía o usaba, y si había manejado una pistola. De los edificios industriales, quería muestras del tipo de pintura utilizado.

Se volvieron a examinar las circunstancias de los asesinatos. Todas las víctimas habían desaparecido entre las 11 de la noche y la una de la madrugada y abandonadas entre las cinco y las seis de la mañana. Este detalle convenció a la policía de que se trataba de un trabajador de noche, seguramente de un vigilante nocturno. La soledad de su oficio y la oscuridad le proporcionaban tiempo y ocasión para llevar a cabo sus crímenes sin ser molestado.

Mientras el trabajo preparatorio de detección se desarrollaba a gran escala, Du Rose empezó a jugar al gato y al ratón con el asesino. Sabía que el criminal estaba esperando para actuar de nuevo; celebró ruedas de prensa regulares y anunció a los periodistas que las investigaciones estaban a punto de finalizar con éxito. Se elaboró una lista de sospechosos que la policía interrogaba uno a uno. El asesino estaría pronto entre rejas. La verdad no era tan sencilla, pero el inspector jefe pretendía colocar al criminal en una situación de extrema tensión.

Esta tensión aumentó con una operación masiva en pleno terreno predilecto del homicida. Durante meses, oficiales de policía controlaron a los conductores que iban por callejuelas del oeste de Londres. Du Rose decidió dar un paso más. Corrió el riesgo de ser acusado de emprender una «purga moral» y extendió el control policial a una superficie de 32 kilómetros a la redonda, desde el centro de la ciudad.

Cada vehículo que entraba y salía del área entre las ocho de la tarde y las siete de la mañana era registrado. En las calles, había patrullas de oficiales en coches particulares, vehículos de policía, furgonetas y a pie. Los automóviles que cruzaban el límite más de tres veces se señalaban en rojo en una lista especial, para ser interrogados más adelante.

Era una estrategia brillante pero un poco tardía. «Estábamos poniendo en marcha todos nuestros trucos», comentaba un inspector. «Francamente, la situación iba a traemos muchas críticas, y supongo que estábamos ofendidos por que la reputación del Yard fuera cuestionada. El asunto se nos había escapado de las manos.»

De los informes de sus oficiales, Du Rose reunió datos suficientes para destruir la felicidad familiar de centenares de hombres. Sus coartadas eran examinadas y controladas, y los conductores señalados en rojo en la lista solían dar extrañas explicaciones a sus vidas nocturnas. La policía llamaba a casa de cada sospechoso con el pretexto de investigar un accidente de tráfico. A solas con él, le revelaba la verdadera naturaleza de su visita.

Uno de los inspectores encargado de estos interrogatorios comentó: «La muestra más representativa que se puede imaginar: obreros, empleados, médicos, dentistas, abogados… de todo.» Unos se mostraban furtivos, otros indignados. Se les convenció a todos para que hablaran.

Habían pasado varias semanas desde el asesinato de Bridie O’Hara, cuando el gigantesco esfuerzo de la policía dio de pronto resultados: una muestra de pintura correspondía exactamente a las partículas encontradas en el cuerpo de las víctimas; se descubrió debajo de un transformador cubierto, detrás de un edificio de la fábrica Heron Factory Estate, en Acton. La excitación del equipo de Du Rose fue total al encontrar en frente un taller de pintura.

Las partículas encajaban perfectamente con las del taller, y el calor del transformador era suficiente para momificar un cuerpo que estuviera cerca. Era evidente que el asesino conocía perfectamente la fábrica y sus alrededores. Según Du Rose, más de siete mil personas fueron interrogadas en la zona. La matrícula de cada coche que entraba o salía del recinto se anotaba.

En un intento de intimidar al asesino, la policía hizo una serie de declaraciones destinadas a disuadirle de volver a atacar.

Se dijo públicamente que, por el proceso de eliminación, el número de sospechosos se iba reduciendo a tres, dos, uno…

Mientras los inspectores seguían con su registro, ocurrió una tragedia que no pareció tener relación con la serie de asesinatos. Un tranquilo padre de familia que vivía al sur de Londres se suicidó. Dejó una nota que decía que «no podía aguantar más esta tensión». La investigación sobre su muerte no tuvo interés, salvo para un pequeño círculo de familiares y amigos.

Estábamos en junio de 1965. Hacía meses que el asesino no se había manifestado. El ciclo de diez semanas estaba roto. Du Rose ordenó entonces a su equipo que investigara el pasado del suicida. Había trabajado en una empresa de seguridad y su turno encajaba perfectamente con la rutina horaria del supuesto asesino, de 10 de la noche a seis de la mañana.

La casa y el garaje del hombre fueron examinados con minuciosa precisión y su familia, interrogada. No se encontró nada que pudiera relacionarle con las mujeres asesinadas. Aunque no existía prueba física que le acusara, la prueba circunstancial era suficientemente evidente como para convencer a los inspectores encargados del caso que el suicidio de aquel hombre significaba el final de los asesinatos.

«Jack el invisible» nunca volvió a atacar. Du Rose declaró públicamente que estaba convencido que el suicida anónimo era el asesino que se les había escapado durante tanto tiempo. Hasta hoy, Scotland Yard se ha negado, por respeto a la familia, a revelar su nombre.

Tranquilamente, el tamaño y la amplitud del destacamento de fuerzas asignadas al caso se redujo. El asunto perdió el interés de las primeras páginas. Las prostitutas que ayudaron a la policía regresaron a su mundo nocturno. Du Rose volvió a sus tareas en Scotland Yard. Nadie fue inculpado. Oficialmente, el expediente de «Jack el invisible» permanece abierto.

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Huellas de un asesino

«Iack el invisible» dejaba pocos indicios, pero sus crímenes revelaban un sello inconfundible:

  • Todas sus víctimas eran prostitutas que trabajaban en las zonas londinenses de Kensington, Bayswater y Soho.
  • Todas fueron atacadas por detrás y ahogadas con la ropa puesta.
  • Se pensaba que fueron abordadas entre las 11 de la noche y la una de la madrugada, y abandonadas horas después.
  • El asesino se deshacía de ellas después de tenerlas durante días o semanas en un «almacén» oculto.
  • Todas eran de baja estatura, entre 1,50 y 1,57 metros.
  • Nunca se recuperaron las ropas o joyas que llevaban las víctimas en el momento de la muerte.
  • Todas fueron encontradas muy cerca del Támesis, en Hammersmith.

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Fuera de control

En su autobiografía, El crimen era mi trabajo (1973), el inspector jefe Du Rose describe al misterioso «Jack el invisible» como una persona con gustos sexuales anormales, y rechaza la teoría de una venganza personal contra las prostitutas. «Estaba seguro de que se trataba de un hombre de unos cuarenta años, preso de fuertes y desequilibrados deseos sexuales, que quizá por su edad, no podía satisfacer fácilmente», escribe Du Rose. El «Invisible» buscaba prostitutas porque se solían someter a apetencias sexuales poco habituales. «Al obtener placer, se volvía completamente loco y mataba a las chicas.» El inspector añade que se sintió «defraudado» por el suicidio del hombre que sospechaba autor de los asesinatos. «El hecho de que las víctimas fueran prostitutas no restó horror a los crímenes.»

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Conclusiones

Du Rose ascendió a comisario adjunto en Scotland Yard. Se jubiló en la primavera de 1970, después de cuarenta años al servicio de la policía.

El 2 de abril de 1970, cinco años después del último asesinato, Du Rose comentó en el programa «24 horas» de la BBC que se sentía aliviado al saber que el criminal se había suicidado. Dijo que la policía había utilizado a la prensa y a la televisión «para asustarle y obligarle a actuar. Obtuvimos el resultado esperado. Se asustó tanto que se quitó la vida».

Durante mucho tiempo se pensó que el «Invisible» era el autor de unas misteriosas desapariciones, pero el 1 de julio de 1966, se canceló finalmente la masiva operación de engaño destinada a atraparle.

A pesar de todas las teorías sobre la identidad del asesino, nunca se reveló el nombre del misterioso individuo que se suicidó al sur de Londres.

El director de cine Alfred Hitchcock basó su película Frenzy en los asesinatos de la ribera.

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Las víctimas

  • Hannah Tailford, 30 años, venía de Northumberland. Trabajó como camarera a tiempo parcial y tenía dos niños pequeños. Estaba embarazada y sufría depresiones. Sus padres se enteraron de su muerte por la televisión.
  • Irene Lockwood, 26 años, nacida en Lincolnshire. Había protagonizado varias películas eróticas y era conocida en los círculos del vicio del Soho londinense. También estaba embarazada de pocos meses.
  • Helen Barthelemy, 22 años, escocesa. Trabajaba como artista de strip-tease y prostituta en Lancanshire, antes de llegar a Londres.
  • Gwynnet Rees, la policía no reveló nunca si pensaba que también fue víctima de «Jack el Invisible», pero su muerte llevaba el sello inconfundible del maníaco.
  • Mary Fleming, 30 años, escocesa. Separada de su marido, tenía dos niños pequeños y había ejercido la prostitución durante diez años. Llevaba un cuchillo para protegerse.
  • Margaret McGowan, 21 años, nacida en Glasgow, tres hijos. Llevaba un tatuaje de flores con las palabras «Helen, mamá y papá».
  • Bridie O’Hara, 28 años, natural de Dublín. Su familia, de doce hermanos, no se imaginaba que era prostituta. Su cuerpo estaba parcialmente momificado cuando lo encontraron.

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Fechas clave

  • 02/02/64 – Cuerpo de Hannah Tailford, hallado al lado de Hammersmith Reach, en el Támesis.
  • 08/04/64 – Cuerpo de Irene Lockwood, descubierto en Duke’s Meadow, cerca de Hammersmith Reach.
  • 24/04/64 – Cuerpo de Helen Barthelemy hallado en un callejón en Brentford, al oeste de Londres.
  • 27/04/64 – Kenneth Archibald se confiesa autor del asesinato de Irene Lockwood.
  • 28/04/64 – Scotland Yard pide cooperación al mundo del vicio.
  • 30/04/64  -Los inspectores empiezan a comprobar las informaciones dadas por setenta personas del hampa.
  • 05/64 – Los expertos de la policía encuentran rastros de pintura en el cuerpo de Helen Barthelemy, vitales para la investigación.
  • 19/06/64 – Juicio de Archibald por asesinato en Old Bailey. Se retracta de su confesión.
  • 23/06/64 – Archibald es absuelto.
  • 14/07/64 – El cuerpo de Mary Fleming encontrado en el exterior de un garaje en Chiswick.
  • 25/11/64 – El cuerpo de Margaret McGowan, descubierto debajo de unos escombros en Kensington.
  • 16/02/65 – El cuerpo de Bridie O’Hara encontrado detrás de un almacén en Acton.
  • 03/65 Hombre no identificado se suicida al sur de Londres, diciendo en una nota que la tensión era insoportable.
  • 06/65 Las fuerzas policiales registran su casa y encuentran una prueba circunstancial.
  • 07/65 La investigación sobre el crimen se reduce.
  • 07/66 La investigación se da por cancelada.
  • 04/70 Du Rose afirma que el suicida del sur de Londres era «Jack el Invisible».

Bibliografía

  • John Du Rose: Murder Was My Business (1971).
  • Brian McConnell: Found Naked and Dead (1974).
  • Murder Casebook núm. 33: Jack the Stripper. The Hammersmith Nude Cases (1990).

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