
El Señor de Gambais
- Clasificación: Asesino en serie
- Características: "Barbazul"
- Número de víctimas: 11
- Fecha del crimen: 1915 - 1919
- Fecha de detención: 12 de abril de 1919
- Fecha de nacimiento: 12 de abril de 1869
- Perfil de la víctima: Mujeres
- Método del crimen: Desconocido
- Lugar: Varios lugares, Francia
- Estado: Ejecutado en la guillotina el 25 de febrero de 1922
Índice
- 1 Henri Landru
- 2 Henri Landru
- 2.0.0.1 La caza
- 2.0.0.2 La leyenda de Barba Azul
- 2.0.0.3 El inspector Belin
- 2.0.0.4 PRIMEROS PASOS – Un ambicioso
- 2.0.0.5 LA INVESTIGACIÓN – Mujeres solitarias
- 2.0.0.6 Titulares de prensa
- 2.0.0.7 El horno
- 2.0.0.8 Las agendas de Landru
- 2.0.0.9 Una sociedad machista
- 2.0.0.10 EN LIBERTAD – El estafador
- 2.0.0.11 Pequeña recompensa
- 2.0.0.12 Las vacaciones de Landru
- 2.0.0.13 Autosatisfacción
- 2.0.0.14 El punto de vista de la Policía
- 2.0.0.15 LOS ASESINATOS – La villa de la muerte
- 2.0.0.16 Los métodos del asesino
- 2.0.0.17 Esqueletos
- 2.0.0.18 Las anotaciones
- 2.0.0.19 La guillotina
- 2.0.0.20 EL JUICIO – Las pruebas
- 2.0.0.21 Videntes
- 2.0.0.22 Las víctimas
- 2.0.0.23 Fechas clave
- 3 Henri Landru
- 3.0.0.1 Preludio familiar
- 3.0.0.2 Infancia y juventud
- 3.0.0.3 La escalada de la delincuencia
- 3.0.0.4 Las redes del amor-negocio
- 3.0.0.5 Aparece la señora Cuchet
- 3.0.0.6 Semblanza de un tipo
- 3.0.0.7 Problemas del subconsciente
- 3.0.0.8 Testigos inoportunos
- 3.0.0.9 Desaparecen los Cuchet, madre e hijo
- 3.0.0.10 Esperando el olvido
- 3.0.0.11 Cambio de aires
- 3.0.0.12 Un paréntesis erótico
- 3.0.0.13 Otro ejemplar para el erotismo
- 3.0.0.14 Fernanda, una excepción
- 3.0.0.15 Interviene el alcalde de Gambais
- 3.0.0.16 Un desayuno interrumpido
- 3.0.0.17 Investigación en marcha
- 3.0.0.18 La obstinación, arma defensiva
- 3.0.0.19 Desarrollo del proceso
- 3.0.0.20 Una defensa encarnizada
- 3.0.0.21 La familia en el proceso
- 3.0.0.22 Asesino profesional
- 3.0.0.23 El epílogo de la monstruosidad
- 4 Henri Landru
- 5 Henri Landru
Henri Landru
Brian Lane – Los carniceros
El hombre rojo de Gambais
La Gran Guerra había terminado. Esa locura de conflictos cuyos cuatro implacables años de sufrimientos inevitables habían embotado los espíritus de los pueblos europeos con el agotamiento, la pena y la ira había llegado a su fin. Durante aquellos años la Muerte había acechado en todos los corazones y pocas eran las familias que no habían sentido su contacto. Los ciudadanos franceses estaban hartos de muertes.
Pero no estaban lo bastante hartos como para que no les fuese posible hacer excepciones, pues cuando el sexo, el drama y el humor conspiran con la muerte, pocos son los que pueden resistir el atractivo de semejante cóctel. Francia no estaba tan harta de cadáveres como para darle la espalda al «caso Landrú».
La primera parte de la vida de Henri Landrú casi era un lugar común. ¿Cuántas veces hemos oído decir que un famoso criminal era hijo de padres «pobres, pero respetables»? Bueno, así era en el caso de Landrú. El joven Henri nació en París el 12 de abril de 1869 y, como era de esperar, en su infancia no hubo nada que se saliera de lo normal. Estudió en la católica École des Fréres y tuvo su inevitable flirteo con la iglesia (al igual que John George Haigh, famoso por su habilidad con el baño de ácido, Landrú adoraba cantar en el coro y prestó el concurso de su voz al coro de St-Louis-en-lle, cerca de Notre Dame). Se alistó en el 87 regimiento de infantería de San Quintín, y llegó hasta el rango de sergent-fourrier, o ayudante del sargento contramaestre, después de lo cual decidió sentar cabeza y sacar el máximo partido posible de su matrimonio con Mademoiselle Marie Catherine-Remy, una lavandera a la que había seducido y dejado embarazada. Landrú se ganaba modestamente la vida vendiendo coches y muebles usados. A primera vista, no se distinguía en nada de sus vecinos.
Las diferencias estaban ocultas en las profundidades de su ser. Los más románticos quizá opinen que Henri Désire Landrú tenía «el alma negra» y que su corazón estaba endurecido por la enfermedad de la avaricia. Esta incapacidad para mantener sus manos alejadas de lo que pertenecía a los demás llamó la atención de las autoridades en 1904, y el 21 de julio de ese año Landrú fue sentenciado por estafa y pasó su primera temporada en la cárcel. A ésta siguieron cuatro condenas más, casi pegadas la una a la otra. La última -cuatro años de cárcel- se la ganó el 26 de julio de 1914, pocos días antes de que Alemania declarara la guerra a Francia, lo cual debería haber impedido que Henri Landrú cometiera más delitos durante las hostilidades, pero el pájaro ya había volado y el proceso in absentia jamás llegó a incoarse. Francia se enfrentaba a un problema mucho más grande que el representado por un pequeño estafador.
Landrú se encontró en una situación que bien podía compararse con su más entusiástico idea del paraíso. No pudo evitar darse cuenta de que el conflicto estaba llenando París de viudas nerviosas que no estaban acostumbradas a tomar decisiones sin el consejo de los esposos u otros miembros masculinos de la familia, y a las que aterrorizaba el espectro de una vejez solitaria. Era el momento ideal para que Henri Landru entrara en escena. Su escasa talla, su calvicie y su frondosa barba negra no le convertían en ningún ideal de seducción, pero su labia y su aparente sinceridad le permitían ser un pretendiente más que creíble. Al menos, ésa fue la opinión de casi trescientas mujeres durante los años siguientes…
La guerra había ayudado mucho a Henri Landrú, pero todo lo bueno se acaba y era inevitable que alguien acabara dándose cuenta de que sus manejos tenían como fin la estafa, y era igualmente inevitable que esa persona no estuviera dispuesta a permitir que sus modestos recursos fueran consumidos por el voraz Monsieur Landrú. De hecho, sabemos que hubo once personas de tales características, y en abril de 1919 Landrú fue arrestado y acusado de tener algo que ver con sus desapariciones.
Dar con la fórmula que utilizaba no le había exigido ningún gran esfuerzo intelectual, y la verdad es que actualmente nos parece más bien tosca. Tomemos el caso de Madarne Celestine Buisson, una viuda con un niño. Madame Buisson leyó una solicitud de matrimonio insertada por un tal «Monsieur Fremyet» en las columnas de anuncios particulares de un periódico:
Viudo con dos hijos, cuarenta y tres años de edad, buenos ingresos, afectuoso, serio, buen círculo social, desea conocer viuda con vistas a contraer matrimonio.
Madame Buisson dejó a su hijo en casa de su tía, Mademoiselle Lacoste, y se citó con «Monsieur Fremyet» para emprender un viaje del que jamás regresó. No se volvieron a tener noticias de ella. Todo podría haber ido bien si el niño no hubiese muerto; pero murió y Mademoiselle Lacoste, desesperada, quería informar de ello a la madre. Mademoiselle Lacoste recordó haberle oído mencionar la dirección a la que iría acompañada por su nuevo amor: Villa Ermitage, en Gambais, cerca del Bosque de Rambouillet. Escribió una carta al alcalde hablándole de su pariente:
Desde septiembre de 1917 me ha sido imposible entrar en contacto con Madame Celestine Buisson, mi hermana. Fue a vivir a su pueblo con su prometido, Monsieur Fremyet. Les he mandado varias cartas, pero no he recibido ninguna contestación… Me pregunto si la dirección que tengo es incorrecta o incompleta. ¿Podría informarme de cuál es la dirección correcta…?
La carta que recibió en contestación le informaba de que el inquilino actual de Villa Ermitage era un tal Monsieur Dupont; el alcalde había examinado todos los archivos a su disposición, pero no había logrado encontrar ningún dato indicador de que la villa hubiese tenido un ocupante llamado Monsieur Fremyet. El alcalde también comentaba que los parientes de una tal Madame Anna Collomb le habían hecho preguntas parecidas sobre la villa recientemente.
La policía -que, indudablemente, estaba agobiada por el trabajo extra que le daba la guerra- no logró encontrar a Monsieur Dupont, Fremyet o Diard, ni a ninguno de los numerosos alias que correspondían a una sola identidad: Henri Landrú.
La desaparición de Madame Buisson es muy representativa del modus operandi empleado por Landrú, pero también es única. Por aquel entonces Landrú no tenía ninguna razón para imaginárselo, pero aquella mujer sería la Némesis que acabaría con él desde más allá de la tumba. O, mejor dicho, sería su hermana quien se encargaría de ello…
La verdad es que la cadena de coincidencias fue realmente notable. Dio la casualidad de que Mademoiselle Lacoste pasó por la Rue de Rivoli al mismo tiempo que el hombre al que conocía como Monsieur Fremyet, el prometido de su hermana. El encuentro tuvo lugar el 19 de abril de 1919. El hombre entró en un comercio de porcelanas, los «Lions de Faience», y Mademoiselle le siguió a una distancia discreta. Cuando el hombre hubo completado su transacción comercial, Mademoiselle convenció al dependiente para que le diese la dirección de su cliente.
Cuando los agentes de policía llamaron a la puerta del número 76 de la Rue de Rochechouart fueron recibidos por Monsieur y Madame Lucien Guillet. Pero el hombre bajito y corpulento de calva cabeza y negra barba era Henri Landrú, y Madame Guillet era Fernande Segret, su amante, dependienta y actriz ocasional. Landrú fue arrestado inmediatamente.
La policía estaba segura de que su prisionero era un asesino -probablemente con varias víctimas sobre su conciencia-, pero no tardó en descubrir lo difícil que resultaba demostrarlo. Había pruebas más que suficientes sobre los engaños, las estafas que habían destrozado el corazón de muchas viudas e incluso el robo puro y simple; y las desapariciones tampoco escaseaban. Lo que los agentes de la Súreté no lograban encontrar era cadáveres. Finalmente decidieron concentrar su atención en los objetos personales requisados a Henri Landrú cuando se le arrestó y, especialmente, en un cuadernito de anotaciones negro que no parecía tener nada de particular y que acabó demostrando ser de lo más notable. En una de sus páginas había una lista de nombres: «A. Cuchet, G. Cuchet. Brasil. Crozatier, Havre. Ct. Buisson. A. Collomb. Andrée Babelay. M. Louis Jaume. A. Pascal. M. Thr. Mercadier.»
Ahora sabemos -como sabía la policía- que Mesdames Buisson y Collomb habían desaparecido; la policía tampoco ignoraba que Madame Cuchet y su hijo André habían desaparecido. Atribuir identidades a la lista de «golpes» de Landrú resultó largo y laborioso, pero la policía acabó consiguiendo sus once nombres y las once identidades de quienes sospechaban habían sido sus víctimas.
Mientras tanto otro equipo de agentes había estado intentando resolver el problema de la falta de cuerpos, para lo que registraron meticulosamente una y otra vez la casa de Gambais y cavaron tanto en el jardín como en los alrededores. Los interrogatorios a que fueron sometidos los aldeanos revelaron que en varias ocasiones éstos habían visto humo saliendo de la chimenea, y que habían notado un repugnante olor a carne quemada procedente de la villa.
Los agentes acabaron encontrando dientes y trozos de huesos calcinados en una zanja para los desperdicios cercana a un cobertizo; la caldera de la cocina resultó ser otro escondite que contenía huesos humanos calcinados mezclados con trozos de carbón a medio quemar. Los expertos lograron identificar un total de cuarenta y siete dientes o fragmentos de diente y aproximadamente un kilo de huesos, casi todos procedentes de cráneos, pies y manos. En otras palabras, las partes del cuerpo más útiles para identificar un cadáver… Entre las cenizas también se encontraron algunos objetos metálicos más resistentes que posteriormente fueron identificados como varios tipos de cierres y presillas usados en la ropa femenina.
Tuvieron que pasar dos años y medio antes de que Henri Landrú fuera juzgado, y durante ese período sus frecuentes comparecencias ante los magistrados le convirtieron en una de las atracciones más populares de París. El descaro con que contestaba a las preguntas y sus bufonadas causaban gran diversión tanto en el tribunal como fuera de él. Landrú acabó siendo conocido con varios apodos afectuosos -Viejo Barbazul, asesino de señoras, el hombre rojo de Gambais-, y fue entrando en la mitología popular a través de canciones, chistes, dibujos y espectáculos de music-hall.
El 7 de noviembre de 1921 Landrú compareció ante el Conseiller Gilbert en el Tribunal de Versalles. Tal y como se esperaba, el prisionero estuvo a la altura de su reputación burlesca y proporcionó un espectáculo muy entretenido al elegante público que abarrotaba la sala del tribunal. Pero Landrú puso demasiado empeño en comportarse como se esperaba de su reputación y se olvidó de las personas que realmente importaban: los miembros del jurado. Sus contestaciones eran muy graciosas, pero lo cierto es que Landrú, sencillamente, no se defendía; y permitió que un fiscal inteligente -el Avocat General Maître Godefroy- fuese construyendo un sólido caso en su contra sin oponerle ninguna resistencia.
Cuando se le hizo una pregunta sobre el cuadernillo fatal, Landrú replicó con tono sarcástico: «Puede que la policía hubiese preferido encontrar una entrada en la página uno donde se leyera: «Yo el abajo firmante confieso haber asesinado a las diez mujeres cuyos nombres he anotado aquí.»» Cuando se le hizo notar que las diez habían desaparecido, Landrú observó: «¿Acaso no han desaparecido muchas otras sin que se haya acusado a nadie de su muerte?»
Henri Landrú estaba empezando a comportarse y hablar como un vividor, un hombre que usa su labia natural para escapar de situaciones difíciles. En resumen, daba la impresión de ser un timador y la clase de hombre capaz de cortejar a mujeres indefensas y enamorarlas para robarles cuanto poseían, incluido -¿por qué no decirlo?- sus mismas vidas.
El 30 de noviembre de 1921 el jurado llegó a esa misma conclusión. Tras una deliberación que duró sólo dos horas, el portavoz anunció un veredicto de culpabilidad en todos los cargos sin circunstancias atenuantes. ¿La sentencia? Muerte en la guillotina.
Landrú no obsequió al público que le había sido tan fiel con más chistes o frases ingeniosas. La única reacción que se permitió fue volverse hacia su pobre abogado defensor, que llevaba mucho tiempo sufriendo, y darle las gracias con estas palabras: «Si hubiera sido posible salvarme, sé que usted lo habría hecho.»
Pasaron tres meses más antes de que Landrú exhalara su último aliento, y durante ese período se negó tajantemente a confesar sus crímenes o a oír Misa. El 25 de febrero de 1922, el último día que Henri Landrú pasó sobre la tierra, rechazó el vaso de licor que se le ofrecía y, cuando el funcionario le preguntó si deseaba hacer una confesión, Landrú replicó que, dado el momento, la pregunta le parecía de lo más insultante. Su última petición -lavarse los pies- fue rechazada.
A las cuatro de la madrugada de un día bastante frío un grupo de observadores congregado ante la prisión de Versalles aguardó la llegada del verdugo Anatole Deibler, a quien la tradición llamaba «Monsieur de París». Entre ellos estaba el escritor Webb Miller, quien nos ha dejado esta descripción de los últimos segundos de vida de «El Barbazul de París»:
Los carceleros se apresuraron a poner a Landrú de bruces bajo la «lunette», un bloque de madera con forma de media luna que le inmovilizó el cuello bajo la hoja de la guillotina. La guillotina descendió en una fracción de segundo y su cabeza cayó en el cesto con un golpe ahogado. Un ayudante levantó el tablero haciéndolo girar sobre sus goznes, colocó el cuerpo decapitado en la gran cesta de paja y en ese momento vimos brotar un terrible chorro de sangre.
Posdata
El mundo ha tenido que esperar 46 años para conocer «la auténtica confesión de Landrú», como la llamaron los periódicos donde fue publicada.
Se decía que había sido escrita en el dorso de un dibujo enmarcado hecho por Landrú mientras estaba en su celda de muerte. Landrú entregó el dibujo a M. Navieres du Treuil, uno de sus abogados, segundos antes de acudir a su fatídica cita con Monsieur de París. La hija de Navieres du Treuil le quitó el marco para limpiarlo y descubrió un mensaje cuya traducción varía según el periódico en que apareció. Para el Daily Express era «Lo hice. Quemé los cuerpos en el horno de mi cocina», y para el News of the World era «Los testigos del juicio son idiotas. Maté a las mujeres dentro de la casa.»
El caso Landrú tuvo una segunda posdata todavía más extraña. En 1965, Françoise Sagan, una de las novelistas más famosas de Francia, escribió el guión de una película basada en la vida del archicriminal, que fue estrenada con el título de Landrú (La película fue dirigida por Claude Chabrol y el papel de Landrú fue interpretado por Charles Denner).
Y, para asombro de todos, Fernande Segret, la «prometida» de Landrú cuando fue arrestado, surgió de la nada como un fantasma del pasado y demandó a la productora exigiendo la suma de 200.000 francos como indemnización por la imagen que se daba de ella en la película.
Mademoiselle Segret se marchó de Francia después de haber conocido un breve período de popularidad en el music-hall durante el juicio de Landrú, y acabó trabajando como gobernanta en el Líbano. «La prometida que se largó» volvió 40 años después y se instaló en un asilo de ancianos de Flers-de-I’One, en la región de los manzanos de Normandía. El tribunal acabó indemnizándola con 10.000 francos en concepto de daños y perjuicios, pero aparte del beneficio financiero obtenido con su resurrección, el caso también trajo una renovación del interés público hacia «la amante de Barbazul». La publicidad posterior llegó a ser tan desagradable que Mademoiselle Segret, incapaz de enfrentarse a las murmuraciones y los dedos que la señalaban, se arrojó al foso del castillo de Flers-de-I’One y se ahogó, dejando la siguiente nota: «Sigo amándole [se refería a Landrú], pero sufro demasiado. Voy a suicidarme.»
Henri Landru
Última actualización: 15 de marzo de 2015
El asesino en serie más famoso de Francia utilizaba su encanto para ganarse el corazón de docenas de mujeres solitarias. Ellas querían casarse; él quería su dinero y sus vidas para garantizar su silencio.
La caza
Se descubrió por casualidad que dos mujeres habían desaparecido sin dejar rastro tras visitar una retirada casa de campo y la policía empezó a seguir la pista de un caballero de mediana edad con fama de seductor. Usaba varios nombres falsos, pero su nombre real era Henri Désiré Landru.
El pueblo de Gambais, situado en el suroeste a 40 km. de París, tiene muchas calles sinuosas y antiguas, así como un bonito ayuntamiento del siglo XVIII. Fue en este edificio, en una soleada mañana de mayo de 1918, donde el alcalde recibió una carta procedente de una doncella llamada señorita Lacoste, en la que le manifestaba su preocupación por su hermana. Parecía ser que Célestine Buisson se había dejado seducir por un hombre llamado Fremyet, al que había conocido a través de un anuncio matrimonial. Durante el mes de agosto se trasladó a vivir con él a una casa de campo en Gambais y desde septiembre nadie había vuelto a saber nada de ella.
El alcalde le dijo a su secretaria que creía recordar que había recibido una carta muy similar unas semanas antes y le pidió que la buscara. En efecto, ambas cartas eran muy parecidas. La primera era de una señora llamada Pelat que explicaba que su hermana, Anna Collomb, también había desaparecido. Lo último que supo de ella era que se había ido a vivir a una casa de campo en Gambais, con su novio, el señor Dupont
El alcalde estaba intrigado. El que dos mujeres desaparecieran en un pueblo de apenas 900 habitantes parecía una coincidencia más extraña. En ninguna de las cartas se daba la dirección de la casa de campo, pero el lugar que describían se parecía mucho a la Villa Ermitage, que estaba junto al cementerio. El propietario era un ingeniero ya retirado llamado Tric, que la tenía alquilada. El alcalde se puso el abrigo y salió a dar una vuelta por los alrededores.
La casa estaba desierta; las paredes desconchadas y el jardín completamente abandonado. Pero el zapatero que vivía al otro lado de la calle pudo dar una descripción del señor Dupont. Se trataba de «un hombre bajo, calvo y con una barba puntiaguda. El típico seductor que siempre parecía tener una mujer diferente».
Más tarde, ese mismo día, el alcalde dictó una carta respondiendo a la de la señorita Lacoste, lamentando no poder proporcionarle noticias sobre su hermana, pero añadía que tal vez le interesara ponerse en contacto con la señora Pelat, de la que él había recibido una carta muy similar a la suya. Cuando recibió la carta del alcalde, la destinataria no dudó en llamar a la familia Pelat. Aunque no pertenecían a la misma clase social, recibieron amablemente a la doncella.
Le preguntaron cómo era el novio de su hermana -el señor Fremyet- y ella les contó que «era calvo, tenía una barba puntiaguda y unos ojos muy profundos.»
Su interlocutora se quedó estupefacta al comprobar que la descripción se ajustaba perfectamente a la del señor Dupont, el hombre que había seducido a su hermana.
Los familiares decidieron contar lo ocurrido a la policía, que inmediatamente se puso a trabajar en el caso. Ya tenía entre manos varios casos de mujeres que habían desaparecido después de contestar varios anuncios matrimoniales. El primero de estos casos concernía a un hombre llamado Raymond Diard, que convenció a su novia, Jeanne Cuchet, de que se fuera a vivir con él a una villa de Vernouillet en diciembre de 1914; tanto la señora Cuchet como su hijo de dieciséis años desaparecieron y todos los intentos para localizar al novio habían fracasado rotundamente.
La policía no tardó mucho en deducir que Diard, Dupont y Fremyet eran la misma persona, y que probablemente se trataba de un asesino. Pero les costó más reunir todas las pistas y averiguar que su presa había hecho lo posible para borrar las huellas. En abril de 1919 se dictó una orden de arresto contra «Freymet», y la villa Ermitage fue registrada. Era un lugar desierto e incómodo, y los agentes no encontraron nada incriminatorio. El gendarme de la zona recibió la orden de vigilarlo y de arrestar al sospechoso si regresaba.
El inspector Jean Belin, de París, se encargó del caso. Se trataba de un hombre guapo, de complexión atlética, que no daba la imagen del típico policía. Lo primero que hizo fue llamar a la señorita Lacoste a fin de averiguar lo que sabía del hipotético novio de su hermana. La misión ofrecía muchas dificultades. La cocinera que salió a abrirle la puerta le explicó fríamente que a su compañera no se le permitía recibir visitas durante las horas de trabajo, y cuando Belin finalmente pudo verla, la doncella se mostró desconfiada y se negó a hablar con él -después de todo, había transcurrido ya un año desde que notificó la desaparición de su hermana-. El inspector la hizo llamar a su superior para que éste le confirmara su identidad.
Después, la señorita Lacoste, más confiada, le contó la historia que él ya había leído en el expediente -Célestine contestó a un anuncio matrimonial, se enamoró locamente del encantador y considerado señor Fremyet que decía ser un rico hombre de negocios, y la convenció para que vendiera sus muebles y se fuera a vivir con él-. La familia de la mujer había albergado muchas sospechas sobre Fremyet, que contestaba a sus preguntas de una manera muy evasiva; pero nada logró persuadir a Célestine de que su novio no era todo lo que él decía. Luego, ella había dejado de contestar a sus cartas…
Cuando Belin se despidió de la doncella, insistió en que si volvía a ver al tal «Fremyet» le siguiera y llamara a la policía. Pero incluso cuando se lo decía, se daba perfecta cuenta de que la posibilidad de que eso ocurriera era una entre mil. El inspector pasó el resto del día hablando con la señora Pelat sobre su hermana, Anna Collomb, y comprobó que ambas historias eran similares. Luego regresó a su despacho para redactar su informe. A las 7 de la tarde se disponía a marcharse cuando sonó el teléfono y al otro lado del auricular le contestó una voz muy excitada.
Era la señorita Lacoste, que le dijo que acababa de ver al sospechoso en una tienda de la calle Rivoli agarrado del brazo de una joven. La doncella los había seguido discretamente y había oído cómo preguntaban por un juego de té. Luego, él dejó su tarjeta y cogieron el autobús. Belin le dijo que le esperara y salió a toda prisa a encontrarse con ella.
Ya en la casa en la que estaba empleada, la doncella Lacoste le describió cómo había seguido a «Fremyet» y a la joven hasta la Place de Chátelet y cómo cuando cogieron el autobús hacia Montmartre, ella les seguía tan de cerca que le dio un empujón al hombre. Belín pensó que tal vez el sospechoso la había reconocido.
Corrió a la tienda de la calle Rivoli, pero acababan de cerrar y con la ayuda del sereno consiguió la dirección del propietario. Cogió un taxi para dirigirse a una casa de las afueras y, cuando explicó los motivos de su visita, el propietario le acompañó a la casa del vendedor que había atendido a «Fremyet». Después, los tres volvieron a la tienda y buscaron entre las facturas. Encontraron la factura con la tarjeta que buscaban; era de un tal Lucien Guillet, un ingeniero que vivía en el n.º 76 de la calle Rochechouart, al norte de Montmartre. La descripción que el ayudante hizo del cliente confirmó el parecido de este hombre con Fremyet y Dupont
Ahora, el inspector Belin se encontraba con un problema: las leyes francesas prohibían a la policía entrar, durante la noche, en la casa de un sospechoso. Lo único que podía hacer era esperar en la calle hasta el amanecer y así lo hizo, aunque más tarde comprobó que su paciente espera no había servido de nada, ya que por el portero se enteró de que el señor Guillet y su acompañante, la señorita Fernande Segret, se habían marchado la tarde anterior.
Fue un paso en falso; pero el conserje le comentó que no creía que se hubiera ido para siempre y el inspector decidió esperar a que regresaran. Mientras tanto se apresuró a conseguir una orden de arresto para «Fremyet», organizó la vigilancia alrededor de la casa de la calle de Rochechouart y dedicó parte del tiempo a ganarse la confianza del portero.
Ya que el sospechoso solía recurrir a los anuncios en la prensa, Belin ordenó a sus hombres que buscaran el nombre de Lucien Guillet en todas las columnas de los periódicos. Pronto lo encontraron; un tal señor Guillet anunciaba la venta de un coche en Etampes, una población cercana a Gambais, donde se habían iniciado las investigaciones.
Durante los cuatro días siguientes el policía estuvo investigando en los bares y cafés cercanos a la vivienda, y pocos días después el portero le dijo que el sospechoso había vuelto. Por desgracia era de noche y, una vez más, el inspector tuvo que esperar hasta el amanecer, pero al menos esta vez el conserje le dejó estar en el descansillo frente a la puerta de «Guillet». Por la mañana, el inspector Riboulet acudió a reunirse con él.
A las 9,30 llamaron a la puerta. Una voz somnolienta preguntó quién era y Belin contestó que venía por lo del anuncio. «Vuelva después», se oyó detrás de la puerta. «Me es imposible», contestó el policía. Entonces abrieron la puerta y los agentes irrumpieron en la habitación y se encontraron con un hombre bajo y de barba puntiaguda que, encolerizado, les preguntó: «¿Qué significa esto?». «Policía» contestó Belin. «Tenemos una orden de arresto contra usted» (lo cual no era del todo cierto, ya que la orden estaba a nombre de Fremyet y Guillet podría haberles echado de su casa).
Al gritar el inspector «Policía», se oyó un grito en el dormitorio, éste abrió la puerta de la habitación y se encontró con una bella joven. «Guillet» acudió a tranquilizarla y por un instante Belin pensó que se había equivocado; aquel hombre estaba realmente enfadado y parecía que todo había sido una equivocación.
Sin embargo, sus dudas desaparecieron poco después al ver que «Guillet» estaba dispuesto a acompañarles mientras cantaba un aria de la ópera Manon, de Massenet, llamada «Adieu notre petite table», en la que el amante canta a su amada cuando se ve obligado a abandonarla. El inspector tuvo la sensación de que el sospechoso se daba perfecta cuenta de que veía esa habitación por última vez.
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La leyenda de Barba Azul
Barba Azul era el «héroe» de un cuento de hadas oriental, adaptado en el siglo XVII por el escritor francés Charles Perrault. Cuanta la historia de un siniestro terrateniente que se casa con Fátima, la hija de una familia del lugar. Cada vez que él se marcha de casa, la deja a ella las llaves del castillo, con instrucciones estrictas de no entrar en una de las habitaciones. Evidentemente, su mujer no obedece la orden y se encuentra en la habitación un montón de cadáveres mutilados de mujeres que le habían precedido. Barba Azul descubre que ella le ha desobedecido por una mancha de sangre que ve en la llave y está a punto de asesinarla cuando sus hermanos llegan y le matan.
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El inspector Belin
Nacido en 1887 en Dijon, Jean Belin entró en la policía en 1909 después de tres años de servicio militar. Su primer caso importante fue el de un anarquista y ladrón de bancos llamado Jules Bonnot. El trabajo secreto que desarrolló en este caso fue importante porque condujo a varios miembros de la banda ante la justicia. El mismo Bonnot murió en un tiroteo con la policía en 1913.
Durante la Primera Guerra Mundial, Belin estuvo en el ejército. Después le encargaron el caso Landru, que le convirtió, según sus propias palabras, «en el policía del que más se habla en toda Francia», y más tarde desempeñó un papel importante en muchos casos. En 1937 ayudó a atrapar a otro asesino de masas, el asesino psicópata Eugen Weidmann, que fue ejecutado en 1939. Cuando se retiró, se dedicó a cultivar rosas y a escribir sus memorias.
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PRIMEROS PASOS – Un ambicioso
Landru procedía de una familia pobre, pero muchos pensaron que con su inteligencia llegaría a ocupar un puesto importante en la sociedad. Sin embargo, el crimen le proporcionaba un camino más rápido hacia el éxito.
Nacido en 1869, Landru creció en pleno corazón de París, que por entonces era el centro del universo. Corría la época del can-can, del Moulin Rouge, de los impresionistas y de los escritos de Guy de Maupassant. Pero este mundo tan brillante y romántico no estaba al alcance del hijo de un pobre fogonero de una fundición y de una costurera que intentaba llevar a su casa algo más de dinero.
Fue un niño mimado; sus padres habían deseado con toda su alma tener un hijo varón y por eso le llamaron Désiré. Era un chico inteligente al que le gustaba la música y la literatura, y cuando a los dieciséis años acabó los estudios, el expediente académico era brillante. Los curas que le habían educado tenían muchas esperanzas puestas en él y el propio Landru era consciente de esto.
Al salir de la escuela consiguió trabajo en el despacho de un arquitecto pero no tenía suficiente dinero para pagarse los estudios necesarios para convertirse en un buen técnico.
Su jefe murió un año después y durante los dos años siguientes trabajó para otros dos arquitectos y continuó cantando en el coro de la Iglesia, donde llegó a ser subdiácono. Poco a poco fue alejándose de sus amigos del colegio y se convirtió, en palabras de uno de ellos, en una persona «fría y presumida». Sedujo a su prima Marie-Catherine, que se quedó embarazada.
Después de este percance hizo el servicio militar, y demostrando una vez más su valía entró en el ejército como soldado de segunda clase, pronto ascendió a cabo y más tarde a auxiliar del oficial de intendencia.
Le gustaba el ejército y tal vez se hubiera planteado seguir la carrera militar, pero tuvo que casarse. Durante el período de servicio militar su vida había quedado un tanto desorganizada, pero todavía tenía esperanzas de triunfar.
¿Qué fue lo que ocurrió entonces? Algunos biógrafos dicen que le prestó 1.800 francos a su jefe, un tal Raimbault, y que éste se largó con ellos a Sudamérica. Este hecho explicaría la razón por la que Landru decidió vengarse y convertirse en un estafador.
El biógrafo británico Dennis Bardens señala que esta historia es poco probable, ya que un hombre recién casado, que acaba de salir del ejército, no dispondría de mucho dinero e insiste en que fue Raimbault el que le prestó los 1.800 francos, y que Landru nunca se los devolvió.
Hay algo curioso -tal vez fruto de la estupidez o de la desesperación- en los intentos de este hombre por alcanzar el éxito a toda costa. En 1900 puso un anuncio en el que solicitaba un viajante de comercio para trabajar en París y añadía que era imprescindible tener bicicleta. Cuando se presentó un aspirante al puesto, Landru le encargó que fuera a pie a hacer unos recados, y le robó la bicicleta.
Esto revela que aún no pensaba en dar un gran golpe. Y de este tipo fueron todos los pequeños delitos que le llevaron siete veces a la cárcel durante los doce años siguientes. Pero en 1909 ya había decidido lo que quería hacer: vivir de las mujeres.
En 1909 estafó 15.000 francos a una viuda llamada Izoret, en lo que se puede considerar su primer gran golpe y también el delito más grave cometido hasta esa fecha, pero esta vez la sentencia fue más dura.
Mientras tanto, su madre había muerto y seguramente Landru sintió que para ella él sólo había sido una gran decepción. En 1912, su padre, por la desgracia que suponía tener un hijo criminal, se colgó de un árbol en el Bois de Boulogne. Al principio intentó alcanzar el éxito honestamente como contratista, empresario de mudanzas y fabricante de bicicletas -donde incluso llegó a diseñar una motocicleta-. Ahora que sus padres habían muerto todo estaba perdido; podía aceptar la «carrera» a la que parecía destinado.
También es concebible suponer que fue la promiscuidad la causa de su caída -un hombre para el que la seducción significaba tanto, probablemente se inició en ella a muy temprana edad- pero carecemos de información a este respecto. Lo que está claro es que aprendió la lección tras el fiasco de la señora Izoret y llegó a la conclusión de que si la hubiera matado no le habría podido denunciar.
A partir de ese momento decidió no volver a cometer ningún error y de este modo un timador aparentemente inocente se convirtió en un asesino de masas.
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LA INVESTIGACIÓN – Mujeres solitarias
Landru fue el sospechoso más difícil al que el inspector Belin tuvo que interrogar jamás. Mantuvo siempre la compostura y el ingenio, era imposible engañarle y cuando no tenía una respuesta preparada, simplemente callaba.
El inspector Belin dejó que Riboulet llevara al sospechoso a la comisaría -al cuartel general de la 1.ª Brigada- mientras él se quedaba a inspeccionar el piso. No tenía autorización para hacerlo, pero la mujer no pareció darse cuenta.
En el bolsillo de una gabardina encontró un sobre dirigido a un tal Landru (era un nombre tan vulgar que el mismo agente lo había utilizado en una ocasión durante un fin de semana que pasó con una chica). «¿Conoce a alguien llamado Landru?», -preguntó a la joven-. «No», contestó ella tajante. Y no mentía.
Mientras tanto, en el coche de policía, Riboulet advirtió que «Guillet» escondía la mano en uno de sus bolsillos, y un minuto después le asió la muñeca cuando intentaba tirar algo por la ventanilla abierta; le siguió apretando hasta que el detenido dejó caer una pequeña agenda negra. El inspector la guardó en el bolsillo preguntándose por qué «Guillet» intentaba desembarazarse de ella.
Cuando Belin se reunió con Riboulet en la Prefectura le felicitó por evitar que se perdiera la libreta. Un simple vistazo reveló que contenía algunas interesantes pruebas: los nombres de docenas de mujeres. Después registraron a «Guillet» y encontraron otra agenda, en la que se hallaban escritos los nombres de Buisson y Collomb, pertenecientes a las dos mujeres cuyas desapariciones fueron la causa de que comenzaran las investigaciones.
«¿Por qué conoce a tantas mujeres, señor Guillet?» -le preguntó el inspector Belin.
El hombrecillo le contestó fríamente:
«No tengo nada que decir.»
«¿Incluso si le digo que es usted sospechoso de asesinato?» -replicó el policía.
«No» -afirmó el detenido.
Era evidente que no quería cooperar. No quiso probar el vino durante la comida, así que no había posibilidad de que se fuera de la lengua. Belin le dejó despedirse de Fernande Segret y fue a mirar en los archivos criminales, donde encontró lo que esperaba: una ficha de Henry Désiré Landru, un timador condenado ocho veces y al que desde hacía cinco años se buscaba por estafar a una pareja de ancianos. Ahora Jean Belin sabía que podría mantener a su hombre bajo custodia durante todo el tiempo que quisiera.
De vuelta en la oficina le preguntó al sospechoso: «¿Es Landru su verdadero nombre?» El hombrecillo se encogió de hombros. «Sí. La policía me busca, por eso utilizo un nombre falso. Pero eso no quiere decir que sea un asesino.»
Era el sospechoso más difícil al que el inspector había interrogado jamás. No se inmutaba por nada y no había forma de hacerle admitir su culpabilidad. En una de las agendas, Belin descubrió una entrada que demostraba que, el año anterior, Landru había viajado a Houdan -la estación más próxima a Gambais- y que había comprado un billete de ida y vuelta para él y uno sólo de ida para su acompañante. Cuando le preguntó por esto, Landru contestó que no recordaba ese viaje.
La policía continuó interrogándole una y otra vez en un intento por confundirle, pero tuvieron que admitir, a regañadientes, una cierta admiración por el sospechoso. No se quejó ni suplicó nada; se mostró frío y algo aburrido. Su comportamiento era el de un hombre convencido de que nunca podrían hallarle culpable.
Entre los papeles que encontraron en el piso había un recibo de alquiler de un garaje en Clichy y allí hallaron un montón de muebles -armarios, mesas, sillas- así como palanganas y aguamaniles, junto con ropa de mujer y una pila de documentos que, probablemente, concernían a algunas de las propietarias de dicha ropa, incluidos certificados matrimoniales y de nacimiento. Entre ellos, Belin encontró los documentos personales de Anna Collomb y Célestine Buisson, y se convenció de que se encontraba frente a un asesino de masas.
Al día siguiente, el inspector condujo a Landru en coche hasta Gambais y una vez allí le llevó a villa Ermitage, que aunque desde fuera parecía un lugar impresionante, no parecía, el «nido de amor» ideal. Las habitaciones apenas decoradas se hallaban en desorden, y los muebles eran viejos y baratos.
El detenido seguía sin querer cooperar. Cuando el policía le preguntó por un baúl con las iniciales C. L,, éste le contestó que eran las suyas: Charles Landru.
«¿Me toma por tonto? -le dijo Belin-. Su nombre es Henry Désiré Landru. Las iniciales C. L son las de Célestine Lacoste, la señora Buisson. En la etiqueta está escrito Bayona, su ciudad natal. ¿Que hizo con ella?»
«Le compré el baúl y le di varios cientos de francos para desembarazarme de ella.»
«¿Entonces, dónde está ahora?»
«Eso lo tendrá que averiguar usted.»
Pero a pesar de que se negaba a cooperar, las cosas parecían prometedoras. Había manchas en un colchón que parecían de sangre y en el cobertizo había fragmentos de huesos carbonizados y más manchas de sangre sobre un montón de arena. Bajo un almiar encontraron los esqueletos de tres perros y Landru explicó que el dueño le había pedido que se deshiciera de ellos, aunque no dio su nombre.
Los huesos carbonizados parecían indicar la suerte corrida por las mujeres desaparecidas. Algunos de los vecinos de Landru en Gambais se habían quejado de la enorme humareda que salía de la chimenea de la cocina. Belin examinó el horno -que Landru había hecho instalar allí-, pero no encontró ningún indicio de restos humanos.
Sin embargo, los conductos de la chimenea estaban desgastados como si hubieran sido sometidos a una temperatura muy elevada. Después quemó en el horno la cabeza de una oveja y comprobó que ésta quedaba completamente carbonizada en tan sólo un cuarto de hora.
Sin embargo, aunque los forenses realizaron un examen exhaustivo del horno y la chimenea -la carne humana carbonizada deja grasa en el hollín-, no había nada que demostrara que se hubiese cometido un asesinato. Se comprobó que las manchas de sangre eran de animal; y los huesos carbonizados no se pudieron identificar.
Cuando Belin supo que Landru había empapelado de nuevo todas las paredes para cubrir manchas, hizo desempapelarlas con sumo cuidado, pero debajo no había nada. Si ser un genio consiste en esmerarse en una tarea, el sospechoso era un sabio en la ocultación de pruebas.
A pesar de los duros interrogatorios a los que se vio sometido, Landru nunca se delató; no quiso beber vino que le ofrecían ni hacer una confesión de culpabilidad, y el policía comenzó a exasperarse con él, ya que estaba seguro de que era un asesino. Se trasladaron a la gendarmería de Mantes, la ciudad vecina cuyo Tribunal tenía jurisdicción sobre el caso, y Belin regresó a París a estudiar las dos agendas y repasar las pruebas.
Las agendas recogían meticulosamente el estado de las cuentas de Landru y se evidenciaba como un contable obsesivo. También constaban citas con, al menos, doscientas ochenta y tres mujeres, de las cuales todavía no se sabía con exactitud cuántas habían desaparecido.
Una carta encontrada en el piso de Montmartre revelaba que una mujer que firmaba «Ninon» esperaba encontrarse con él en la estación St. Lázare para salir hacia Gambais ese mismo fin de semana. Probablemente se trataba de su siguiente víctima, pero la policía no pudo encontrarla entre la multitud que se agolpaba en la estación.
El siguiente paso era intentar localizar a las mujeres cuyos nombres aparecían en las agendas. Era una ardua tarea, pero evidentemente merecía la pena llevarla a cabo. Tras meses de trabajo, el equipo de detectives descubrió que la mayoría estaban vivas, y que muchas de ellas habían vivido con Landru y más tarde fueron estafadas también por él.
En casi todos los casos, las había conocido a través de anuncios matrimoniales y estaba claro que consideró la cuestión del dinero, sin perder el tiempo con aquellas que no lo tenían. Sedujo con éxito a todas las que le interesaron.
¿Cuál era el secreto de su éxito, teniendo en cuenta que Landru era un hombre de cincuenta años que carecía de atractivo físico? Las investigaciones de Belin revelaron que se basaba en su habilidad para hacer creer a las mujeres que se interesaba por ellas. Según parece, era el más atento y encantador de todos los hombres, y esto, junto con su encanto personal y sofisticación, le hacía ganarse la confianza de señoras solitarias y abandonadas.
Al inspector le interesaban en particular las mujeres de las que se sabía con seguridad que nunca regresaron de la «villa» de Landru. Pero ¿cómo se había desembarazado de ellas? El estanque artificial del jardín estaba vacío, así como el pozo; también dragaron otro estanque en el que le vieron tirar unos bultos. El hedor era insoportable, pero no descubrieron ningún cadáver.
Belin estaba convencido de que el supuesto asesino había utilizado la gran losa de piedra que había en el sótano para descuartizar los cadáveres con la ayuda de varias sierras; pero si los hechos fueron como suponía, tuvo mucho cuidado de que no quedara ningún rastro de sangre que le pudiera delatar.
En vista de que el examen forense no arrojaba ninguna luz sobre el caso, el policía volvió a estudiar las agendas, con el fin de encontrar algo en común en la vida de las pobres víctimas de Henri Désiré Landru.
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Titulares de prensa
El caso Landru proporcionó a los periódicos franceses titulares sensacionales. Las autoridades también ayudaron a la prensa a destacar el caso en primera plana, con el fin de desviar la atención del público de la Conferencia de Paz de París, que se estaba desarrollando desfavorablemente para Francia. Esta tuvo lugar entre 1919-20, y en ella se llegó a un acuerdo internacional, poco después de la Primera Guerra Mundial. Francia quería asegurarse de que el poder alemán fuera reducido al máximo para evitar futuras agresiones, Sin embargo, el primer ministro francés, Georges Clemenceau, tuvo que renunciar a su petición inicial de que Alemania desocupara todo el territorio oeste del Rhin.
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El horno
En julio de 1918 Landru, que se encontraba en una situación económica desesperada, intentó subarrendar la villa de Gambais a un tal Lambert. Este se quejó del estado en que se encontraba el horno de la cocina: «Da la sensación de que se ha utilizado mucho. Los conductos están desgastados. No parece de buena calidad». Landru contestó que lo había comprado en Houdan, en 1915, y que era el mejor que tenían, pero que tal vez, debido a la guerra, los conductos no eran tan buenos como deberían y convino en sustituirlos, pero Lambert nunca se trasladó a vivir a la Villa.
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Las agendas de Landru
Seguramente Landru se lamentó más de una vez de no haber destruido las agendas, ya que éstas constituían, tal y como dijo el inspector Belin, «las únicas pruebas de culpabilidad de que dispone la acusación». En estas dos agendas de bolsillo, Landru llevaba un registro de todas las relaciones que mantuvo con las mujeres que conoció a través de los anuncios, y sus transacciones financieras -incluyendo los asuntos más triviales- apuntando incluso lo que le costaba coger el metro o el autobús. Belin dijo que eran un registro tan detallado de sus actividades que «se podría seguir la carrera de este famoso estafador en los últimos cinco años, día a día, casi hora a hora».
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Una sociedad machista
Una sociedad dominada por los hombres obligó a cientos de miles de mujeres a ganarse la vida a través de la prostitución, mientras que muchas damas respetables llevaban una vida de tedio infinito.
El París en el que Landru nació estaba lleno de «mujeres perdidas» -es decir, de jóvenes que eran tan pobres que se veían obligadas a venderse para sobrevivir-. Virtualmente cualquier «chica trabajadora» resultaba accesible. Sin duda, esto también ocurría en muchas de las grandes capitales del siglo XIX -en Londres se pagaban cinco chelines por ellas- y posiblemente el doble si se trataba de una virgen.
En teoría los ingleses no toleraban en absoluto la prostitución y daban una extraordinaria importancia a la virtud y a la modestia, características de las mujeres de clase media. La heroína convencional de las novelas inglesas de la época victoriana solía ser una joven señorita muy virtuosa.
Idealizaban a las mujeres, muchas de las cuales tenían que pagar un alto precio por ser «el ángel de la casa» y soportar una vida rígida y disciplinada. Los mismos que se acostaban con prostitutas no se hubieran atrevido a pronunciar la palabra «amante» en sociedad; se hubiera considerado un insulto a todas las damas virtuosas que se hallaban presentes.
Los ingleses decían estar -y probablemente fuera cierto- escandalizados por la actitud menos hipócrita de sus vecinos del otro lado del canal, que aceptaban que todo aquel que se lo pudiera permitir tuviera un amante; y que no parecían tampoco objetar mucho en contra de que sus propias esposas tuvieran un amante. Sin embargo, en esta censura también había algo de oculta envidia.
Cuando los jóvenes ingleses iban a París a estudiar arte, no tardaban mucho en introducirse rápidamente en la vida «bohemia» típicamente francesa y en tener una amante que solía ser una chica de la clase trabajadora y sin muchos recursos.
Para los ingleses, la actitud más liberal que demostraban los franceses hacia el sexo se revelaba incluso de forma alarmante en la literatura. Novelistas como Balzac, Flaubert y los hermanos Goncourt escribieron abiertamente sobre mujeres que eran infieles o sobre hombres que tenían amantes.
Incluso Emile Zola llegó a escandalizar a sus propios compatriotas al hacer a una prostituta heroína de una de sus novelas, o Guy de Maupassant, el escritor más célebre de su generación, que era un «sátiro» y sus narraciones están llenas de escenas de seducción.
Así que es imposible negar que la Francia en la que Landru se crió y educó era una sociedad «machista» en la que las mujeres estaban consideradas «presas» o juguetes para los hombres. Muchas tenían que trabajar en pésimas condiciones para conseguir unos cuantos centavos al día, y los barrios bajos estaban llenos de chicas que se vendían gustosas por un franco.
Todo esto hizo que la mayor ambición de cualquier muchacha joven fuera la de encontrar un marido que pudiera mantenerla. Si luego él tenía una amante, no era tan importante después de todo, era él el que ganaba el pan, y el que mantenía a la familia. ¿Quién tenía derecho a quejarse?
Este era el ambiente en el que Landru se introdujo para comenzar su «carrera» como seductor de mujeres deseosas de casarse y sólo tuvo que publicar un anuncio en un periódico, en el que decía que era un viudo de buena posición para recibir docenas de respuestas. Pocos años después de la ejecución de Landru, el asesino de masas de Düsseldorf, Peter Kürten, se quejaría en el tribunal de que las mujeres se habían vuelto fáciles, y el juez, indignado, le hizo callar.
Landru podía haber dicho lo mismo, únicamente tuvo que decir que estaba interesado en el matrimonio para recibir la contestación de un gran número de confiadas mujeres que estaban dispuestas a dejar su vida y su dinero en sus manos.
Es interesante señalar a este respecto que las dos únicas mujeres a las que Landru no asesinó por dinero se entregaron a él fácilmente. Andrée Babelay se convirtió en su amante pocas horas después de que se conocieran en el metro, o Anne-Marie Pascal, que ya había tenido muchos amantes.
Por el contrario, las dos únicas mujeres a las que Landru fue fiel -su esposa y Fernande Segret- cayeron en sus brazos mucho tiempo después de haberle conocido. Condicionado por la sociedad en que vivía, Landru clasificaba a las mujeres en «virtuosas» o «perdidas» y esto refleja la situación de la mujer y los valores machistas por los que se regía aquella época.
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EN LIBERTAD – El estafador
Landru confiaba plenamente en sus encantos y seducía a las mujeres con una insolente frialdad. Dada su complicada vida amorosa se arriesgaba a que se descubriera todo el engaño, pero el ingenio le salvó.
La primera conquista de Landru fue su pobre esposa, que además era su prima. Marie-Catherine era una guapa lavandera de mejillas sonrosadas que trabajaba al lado de la iglesia de la Isla de San Luis, cerca de la catedral de Notre Dame de París, y Landru cantaba en el coro de la iglesia y ayudaba en las misas.
Ya a los dieciocho años tenía mucha facilidad de palabra y no le importaba mentir. Le dijo a Marie que había cumplido el servicio militar y que ya podía casarse. Con esta garantía, ella se dejó seducir y más tarde descubrió -cuando se quedó embarazada que todavía no se había incorporado al ejército.
Pese a esto, en 1893 se casó con ella, y aunque parezca sorprendente fue casi un buen marido regresando a casa cuando salía de la cárcel o entre conquista y conquista, y un buen padre para sus cuatro hijos. La señora Landru era una de las pocas mujeres que realmente podía lamentar que arrestaran a su marido.
Otra de ellas era Fernande Segret, la conquista más joven de Landru, al que conoció en un tranvía en París en 1917. Iba con una amiga y se dio cuenta de que frente a ellas un hombre pequeño la miraba fijamente y al bajarse vieron que las seguía. «Son demasiado jóvenes y atractivas para pasear solas por París», les dijo con una voz agradable y una mirada irresistible. Al poco tiempo estaba sentado con ellas, charlando con la seguridad de un hombre que se sabe muy atractivo.
Se presentó como Lucien Guillet, un ingeniero de Rocroi, y les comentó que era propietario de un garaje y de una casa de campo en Gambais. Las jóvenes permitieron que las acompañara hasta su casa, en una calle cerca de Montmartre, y Fernande, que le encontraba muy interesante, aceptó verle al día siguiente.
La joven, que trabajaba en una peletería, pero quería ser cantante, tal vez pensó que el elegante hombre de negocios podría ayudarla. Se encontraron en el Arco de Triunfo, fueron a remar al Bois de Boulogne y pasearon por los jardines. Al igual que Landru, Fernande Segret era muy alegre y tenía mucho sentido del humor, y al regresar a casa ya casi estaba enamorada de él.
Le invitó a comer con su familia, y se quedó encantada de su ingenio y sofisticación. Cuando iba a buscarla a la peletería siempre le llevaba algún regalo, bombones, flores o pasteles, y en pocas semanas la muchacha rompió su compromiso con un joven soldado que estaba en el frente y se fue a vivir con su nuevo amor.
A la madre le disgustó mucho que su hija se fuera a vivir con él e incluso llegó a decir que su futuro yerno era un estafador. Pero Fernande le adoraba y ni siquiera le presionaba para casarse. En la fiesta que dieron para celebrar el traslado a la calle de Rochechouart -el piso estaba muy cerca de la vivienda de los padres de ella- Landru llenó la casa de flores.
Cuando la señora Segret le preguntó cuando pensaba casarse con su hija, «Lucien» le contó que sus documentos se habían perdido durante la guerra y que hasta que no pudiera conseguir otros, no podría probar su identidad.
Landru llevó a Fernande a Gambais, y allí alquilaron unas bicicletas para explorar los alrededores. Era como una luna de miel y ella estaba encantada con su nuevo «marido», y nunca le preguntaba por qué pasaba tanto tiempo fuera de casa.
Sólo en una ocasión él le mostró su verdadero carácter; la sorprendió leyendo unos documentos que tenía sobre el escritorio, entre los que había algunos pagarés y se encolerizó con ella por fisgonear entre sus cosas; pero luego le pidió disculpas y le aseguró que no tendrían secretos el uno para el otro.
Cuatro meses después de que se hubieran ido a vivir juntos, él desapareció sin decir nada y su madre insistió en viajar a Rocroi para visitar la fábrica, pero Fernande ya se había llevado una desilusión al ver el «garaje» en Clichy; no era el tipo de negocio que hubiera esperado de un hombre rico y de nuevo volvió a sorprenderse en Rocroi donde nadie parecía haber oído nunca el nombre de Lucien Guillet.
Cuando Landru regresó, descubrió que su adorada había vuelto a casa de su madre, ya que dudaba de él. Le escribió una carta larga y tierna en la que prometía contarle «absolutamente todo», pero la verdad es que únicamente le dijo que se encontraba solo. Al ver que ella no tenía intención de perdonarle, comenzó a escribirle varias cartas al día.
Finalmente, convencida de que él estaba a punto de suicidarse, ella volvió a su antiguo piso; lo encontró lleno de flores y con una silla a modo de reclinatorio en frente de su retrato. Landru la sorprendió saliendo de un armario y ella se arrojó a sus brazos.
Cuando terminó la guerra, su ex novio volvió del frente, y ella tuvo que convencerle de que prefería a aquel ingeniero de mediana edad, lo que resultaba aún más penoso porque éste no parecía tener intención de casarse con ella.
Landru había montado un pequeño drama, e insistió en que su amada se encontrara con el joven para comprobar si realmente ya no le amaba; cuándo Fernande volvió a su casa, él se arrodilló ante ella y le besó las manos.
Pero, ¿qué hacía Landru cuando se ausentaba de «casa»? La pequeña agenda desveló el misterio: estaba seduciendo a Célestine Buisson, y su hermana denunció su desaparición ante la justicia. La señora Buisson estuvo casada con el dueño de un hotel que al morir le dejó una fortuna de unos diez mil francos.
Tres años después de la muerte de su marido, Célestine, de cuarenta y cuatro años, sentía que su vida había terminado. En 1915 vio uno de los anuncios matrimoniales de Landru y envió una carta al apartado de correos.
Recibió la respuesta del señor Fremyet, que se alojaba en un caro hotel de Beauvais y en ella explicaba que era un hombre de negocios que se había visto obligado a huir ante el avance alemán. Ella le contestó, y a partir de entonces él empezó a escribirle cartas cada vez más apasionadas.
Pero la dama tenía grandes dudas sobre aquel caballero que decía haberse enamorado de ella sin siquiera haberla visto. ¿Acaso se trataba de un hombre extremadamente feo o socialmente inaceptable? Debió llevarse una grata sorpresa al descubrir que se trataba de un señor ingenioso, sofisticado y rico, y pronto comenzó a citarse con él en hoteles en Beauvais y Biarritz, ignorando que el dinero que se gastaba en ella se lo había robado -unos cuarenta mil francos- a una tal Marie Guillin.
Cuando Landru le pidió que se casara con él, Célestine insistió en que conociera a su familia -a sus dos hermanas, la señora Paulet y la señorita Lacoste, que trabajaba corno doncella- y les causó una grata impresión. Mientras salía con Célestine, el «novio» se citaba con muchas otras mujeres, que contestaban a los anuncios matrimoniales; rechazó a algunas, sedujo a otras y finalmente escogió a dos para sus futuros planes. La relación con Célestine pareció consolidarse en 1917 cuando la señora Paulet murió y él se hizo cargo del funeral.
La pareja volvió a hablar de matrimonio y se quedó en Gambais con los hijos de la hermana fallecida. En junio ella encargó un traje de novia y el 19 de agosto de 1917, tres meses después de que Landru se hubiera ido a vivir con Fernande Segret, volvió con Célestine a Gambais. Compró un billete de ida y vuelta y otro sólo de ida. La última vez que vieron a la novia fue trece días después de esto, el 1 de septiembre. Landru escribió en el diario: «10,15.» Probablemente la hora en que ella murió.
En su cuenta bancaria, en la que originalmente había ochenta y ocho francos, aparecía ya un saldo de más de mil.
Pocos días después fue a recoger el traje de boda que ella había encargado. Luego mandó una postal a la señorita Lacoste firmándola en nombre de Célestine. En septiembre se presentó en el piso de la desaparecida en la calle Banquier y le mostró al portero una carta firmada por ella en la que le autorizaba a disponer de los muebles.
El portero puso reparos y él contestó con arrogancia que la señora Buisson se hallaba en ese momento «en el Sur», ayudando a las tropas norteamericanas. El hombre, intimidado, aceptó finalmente y Landru vendió los muebles, tal y como había hecho ya con los valores de la desdichada víctima. (Curiosamente, la verdadera mujer de Landru, Marie, le ayudó en esta venta.)
Había sido un mes muy ajetreado, pero a finales de septiembre, Landru volvió a la calle de Rochechouart en busca de Fernande Segret. Debió ser muy desagradable para él descubrir que ella ya no estaba allí; había dejado de confiar en su amado y había vuelto con su madre. La escribió una larga carta en la que le decía que todo había sido un desagradable malentendido.
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Pequeña recompensa
Lo que más sorprendió al inspector Belin fue el comprobar lo poco que -desde el punto de vista económico- Landru ganaba con los crímenes. En sus memorias escribió: «Lo más sorprendente de todo el asunto es que Landru trabajara tanto por tampoco.» Calculó que en total, con todos los crímenes, «ocurridos en cuatro años y meticulosamente planeados», debió de ganar unas setecientas cincuenta libras.
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Las vacaciones de Landru
Entre el arresto de Landru y el juicio pasaron dos años y medio, y en el verano de 1919 Landru escribió al juez, Bortin, pidiéndole unas vacaciones. «El régimen de la prisión no se ajusta a mi temperamento. Necesito respirar aire puro, y le solicito que me deje en libertad una temporada. Si es posible iré a mi casa de Gambais y le prometo permanecer a su disposición puesto que estoy preparado para defenderme de las débiles acusaciones hechas en contra mía». Obviamente, la petición fue denegada.
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Autosatisfacción
Aunque Landru mataba por dinero, lo que realmente le satisfacía era seducir a las mujeres.
El caso de Landru muestra claramente el problema que se plantea al intentar establecer una diferencia entre el llamado «asesino de masas» y el «asesino en serie».
Por definición, «el asesino de masas» es aquel que mata por un motivo claro y preciso, como puede ser el dinero, mientras que «el asesino en serie» es un «obseso» que a menudo mata llevado de un violento impulso psicológico, con un fuerte componente de autoestima, en el que el sexo juega una parte muy importante. El caso de Landru es una mezcla de los dos, mataba por dinero, pero antes conquistaba a sus víctimas y en ello encontraba una gran satisfacción.
No hace falta buscar ningún acontecimiento excepcional en la vida de Landru para explicar por qué decidió dedicarse al crimen. La verdad es que la mayoría de los asesinos tiene un bajo umbral de defensa y cuando la vida se les pone difícil recurren a la autocompasión e intentan buscar un «atajo».
Durante largos años, Landru fue hundiéndose cada vez más en el mundo del crimen, a medida que veía que sus expectativas de alcanzar el éxito se alejaban. La primera condena de dos años por fraude, cuando tenía treinta años, debió de ser ciertamente un duro golpe para él e incluso le llevó al borde del suicidio.
¿Qué esperaba Landru en la vida? En realidad lo que todo el mundo espera: convertirse en un gran hombre de negocios, ir a hoteles lujosos, comer en buenos restaurantes y ver mundo.
Pero la mayoría de los señores de su edad quieren algo más: una mujer, no sólo en el aspecto sexual, puede ser algo más profundo. Su prima Marie colmaba eso necesidad; ella estimulaba su autoestima y le hacía creer que se encontraba en el camino del éxito.
En realidad, por diversas razones, el éxito nunca llegó; la vida se convirtió en una dura lucha por la supervivencia y se fue hundiendo en una profunda depresión, ya que ni siquiera era capaz de ganarse el pan. La mujer que había confiado y creído en él tuvo que trabajar a menudo para ayudar a mantener a la familia.
Resulta sorprendente descubrir que por lo menos amaba a su mujer y a sus hijos. Los franceses dan un gran valor a la familia y él sentía el deber de proteger a la suya.
Cuando el dinero empezó a escasear pensó que tenía que ser audaz y buscar una solución -el tipo de comportamiento que ella esperaba de él cuando se casaron-. Y comenzó a cometer delitos que le llevaron varias veces a la cárcel.
No fue casual el hecho de que decidiera vivir de las mujeres. Para él, su éxito con ellas era embriagador. Como Casanova, encontraba que el arte de la seducción era «el más fascinante de todos los deportes». Algo había en él que encandilaba a muchas mujeres.
La edad y la calvicie no importaban para nada, de hecho le daban cierto aire de respetabilidad, y las señoras veían en él a un padre y a un protector.
Ellas se arrojaban en sus brazos confiadamente y deseaban que fuera él el que se hiciera cargo de sus vidas. Podía ser un farsante y un fracasado, pero cada vez que veía esa mirada implorante en los ojos de una mujer se sentía como un dios.
Esto explica por qué sedujo a Andrée Babelay y a Anne-Marie Pascal, mujeres sin dinero a las que acabó matando para recuperar la libertad. También explica el que mantuviera relaciones con Fernande Segret aun cuando se había visto obligado a desembarazarse de Andrée Babelay muy poco antes de conocerla.
Finalmente fue el «carácter burgués» de Henry Landru el que precipitó su caída. ¿Qué hay más burgués que encargar un servicio de té chino y dejar una tarjeta de visita? Si la señorita Lacoste no le hubiera reconocido y el inspector Belin no le hubiese seguido la pista hasta su piso de París, probablemente habría continuado buscando más víctimas. Belin se alegraba de que «su» asesino de masas no fuera más que un típico francés de clase media.
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El punto de vista de la Policía
El inspector Belin, en su autobiografía «Mi trabajo en la policía», dedicó al caso de Landru una atención especial. En ella expone su parecer sobre el estado mental del asesino: «La mayoría de los policías estábamos de acuerdo en que tenía una doble personalidad. Más tarde aprendí que en algunos de estos casos el sujeto no es consciente de lo que su otro yo ha hecho… es posible que en el juicio se negara a hablar de sus crímenes porque realmente creyera que era inocente; probablemente no recordaba esa otra parte técnica de su vida…»
«Lo más curioso de todo es que, a pesar de los terribles asesinatos, yo no podía evitar sentir cierta admiración por él. A veces me daba la impresión de ser un niño abandonado en un mundo difícil al que se enfrentaba con un corazón y una frialdad notable. Tal vez fuese esta tristeza y no su supuesto poder hipnótico lo que atraía a las mujeres».
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LOS ASESINATOS – La villa de la muerte
Amparado por las circunstancias de la guerra, en la que el número de desaparecidos era elevado, Landru desarrolló un método criminal que utilizó una y otra vez. Cortejaba y robaba a mujeres crédulas a las que luego conducía a un viaje sin retorno.
Después de leer las agendas de Landru, el inspector Belin comprendió por qué había tenido tanto interés en deshacerse de ellas. Sin ellas hubiera sido mucho más difícil acusarle de asesinato. En el garaje encontraron pruebas incriminatorias, pero sin lugar a dudas el sospechoso podría haber dado una explicación satisfactoria, como lo había hecho en el caso del baúl de Célestine. Las agendas ofrecían una detallada, aunque oscura, descripción de su carrera criminal.
Cuanto más sabía Belin de «su» asesino más difícil le resultaba comprender cómo un hombre tan inteligente había sido tan estúpido. Aparentemente, él quería convertirse en un brillante hombre de negocios, pero siempre por el camino más corto. En 1900 le condenaron por primera vez por fraude y a ésta le siguieron otras siete por causas similares.
En 1908, cuando cumplía una condena por fraude, la policía de Lille empezó a seguirle la pista por el robo de quince mil francos a la señora Izoret a la que había conocido a través de un anuncio matrimonial; por este delito fue condenado a otros tres años. En 1913, una vez en libertad, no perdió el tiempo y sustrajo todos los ahorros a una pareja de ancianos. Desapareció antes de que la policía pudiera encontrarle, y todavía cuando Belin le arrestó en 1919 se le buscaba por ese delito.
Al comenzar la Primera Guerra Mundial, Landru tenía cuarenta y cinco años y con tantos hombres en el frente le hubiera resultado muy fácil encontrar un buen trabajo para mantener a la familia. En cambio, lo que hizo fue recurrir a los anuncios matrimoniales. ¿Por qué? Porque estaba obsesionado con las mujeres y el ejercitar su encanto para seducirlas era una de las sensaciones más placenteras que conocía.
Las agendas revelaban que fue a principios de 1914 cuando conoció a Jeanne Cuchet, una viuda de treinta y nueve años, que trabajaba en una lencería y tenía un hijo llamado André. Era una de las tantas señoras que contestó a este anuncio: «Viudo de cuarenta y tres años con dos hijos, desahogada situación económica, afectuoso, serio, de buena familia, desea conocer a viuda de misma condición social, con intenciones matrimoniales.»
Landru fue a visitarla acompañado de dos niños pequeños -no se sabe si eran sus hijos- y se presentó como el señor Diard, de profesión ingeniero. A ella le pareció encantador y muy pronto empezó a pasar con él los fines de semana en su «villa» de la Chausée, en el distrito de Chantilly. Landru también estaba encantado con ella, puesto que además de ser rica era muy atractiva.
Por el contrario, a la señora Friedmann el nuevo novio de su hermana no le gustó nada; tenía la impresión de que era un embaucador y de que sólo estaba interesado en el dinero de Jeanne, pero ésta desoyó sus consejos.
Después de varios meses ella también empezó a sospechar, ya que el señor «Diard» no parecía albergar intenciones de casarse y finalmente perdió la paciencia y rompió con él.
Landru intentó convencerla con patéticas cartas de amor, diciéndola que le había roto el corazón y renovando sus promesas de matrimonio. Así que Jeanne Cuchet volvió a la villa de Chantilly con su hermana y su cuñado buscando una reconciliación.
La casa estaba vacía y las habitaciones, pobremente amuebladas, no parecían demostrar que «Diard» fuera un acaudalado ingeniero. En uno de los cuartos encontraron una caja cerrada que su cuñado abrió con un cincel. En ella encontraron varias cartas contestando anuncios matrimoniales que demostraban que el novio era un estafador y además revelaban que su verdadero nombre era Landru.
Jeanne Cuchet volvió a París con el corazón destrozado y se sintió aún peor cuando su hijo le dijo que había visto a Landru junto a una mujer muy atractiva y bien vestida. Pero Henry Landru fue a visitarla a su apartamento y le contó que estaba casado con una mujer a la que no amaba y de la que se iba a divorciar, y la convenció para que volviera con él a Chantilly.
En diciembre de aquel año -1914- Landru alquiló una villa, más retirada que la anterior, en la pequeña población de Vernouillet. Trasladó allí los muebles del piso de París de la señora Cuchet y le dijo que estaba a punto de recuperar la libertad, después de lo cual se casaría con ella. Mientras tanto, la señora Friedmann había estado investigando en Malakoff, donde Landru tenía alquilado un garaje; ratificó que era un estafador y fue corriendo a Vernouillet a decírselo a su hermana.
Poco tiempo después, en abril o mayo, la madre y el hijo desaparecieron. Un carnicero del lugar observó, cuando paseaba de noche, que de la chimenea de la casa salía un denso humo negro y reconoció el inconfundible olor de la carne quemada. A la mañana siguiente, un policía fue a la villa para dar cuenta de las quejas de los vecinos. Landru le miró con sorpresa y le dijo que «tan sólo estaba quemando basura».
El agente dio la cuestión por zanjada y a continuación Henry Landru efectuó un golpe maestro. El mayor peligro lo constituían los Friedmann, así que fue a visitarles y les contó que Jeanne y André Cuchet trabajaban de forma secreta para el ejército y que habían tenido que salir para Inglaterra. Sorprendentemente, ellos se creyeron la historia y todas las explicaciones que les dio. Si en lugar de ello hubieran acudido entonces a la policía, «la carrera> del asesino hubiera terminado allí, pero siguió libre y volvió a matar nueve veces más.
Tan sólo un mes después, en junio de 1915, los vecinos de Vernouillet pudieron ver a otra dama recogiendo flores en el jardín de la villa. Era de origen sudamericano y, según la agenda, se trataba de la señora Thérèse Laborde-Line, una viuda de cuarenta y seis años, a la que Landru llamaba «Brazil». Es poco lo que se sabe de ella, excepto que en pocas semanas vendió los muebles y anunció a sus amigos que se trasladaba con su novio a Vernouillet. Después de cinco días desapareció y Landru liquidó sus valores, vendió sus muebles y guardó el resto de sus efectos personales en el garaje alquilado.
En esta etapa el asesino también cortejaba a Désirée Guillin, una viuda de cincuenta y un años que había sido dama de compañía, y cuando la señora para la que trabajaba murió recibió una suma que ascendía a veintidós mil francos. En contestación al anuncio de Landru, le informó de su buena suerte y él no perdió un segundo en ir a visitarla a su casa de la calle Crozader. Le contó con su locuacidad habitual que en recompensa a sus servicios el Gobierno iba a ofrecerle un puesto de cónsul en Australia y que buscaba a alguien que estuviera dispuesto a acompañarle.
Las notas de Landru revelan que creía que la señora Guillin sería un hueso duro de roer, pero finalmente ella sucumbió a sus encantos tan fácilmente como las otras. En un increíblemente corto período de tiempo le permitió vender todos sus muebles, y el 2 de agosto de 1915 se trasladó a la villa de Vernouillet, donde dos días después desapareció. El asesino se apresuró a volver a su piso, trasladó lo que quedaba al garaje y vendió las joyas de la víctima, pero guardó una peluca.
Como siempre, se desconoce lo que hizo con el cadáver. Sin embargo, seis meses más tarde, unos empleados de la estación de ferrocarril de Arachon notaron que de un baúl que llevaba en la consigna desde agosto se desprendía un olor nauseabundo, y dentro de él encontraron un cadáver en avanzado estado de descomposición. Era el cuerpo de una mujer de mediana edad, pero dado su estado se hizo imposible la identificación.
Como en el caso de Célestine Buisson, Landru se encontró con muchas dificultades y tuvo que recurrir al engaño y a la falsificación para vender los valores de la señora Guillin. A finales de 1915 su saldo bancario aumentó en catorce mil francos, pero se los gastó enseguida y tuvo que empezar a pensar en su próxima víctima. Las agendas revelan que en 1915 se citó en un mismo día con cuatro mujeres diferentes en París.
Ya no le gustaba la villa de Vernouillet porque al estar muy cerca de las otras casas, estaba a merced de las miradas curiosas de los vecinos, y en el invierno de 1915 decidió trasladar sus «negocios» a Gambais, ya que la «villa Tric» (o Ermitage) se encontraba mucho más aislada.
Lo primero que hizo allí fue comprar un horno de cocina así como una gran cantidad de cemento y ladrillos a prueba de incendios. Para entonces ya había decidido cuál de sus cuatro novias sería la primera en habitar aquel «nido de amor». Se trataba de la señora Héon, una viuda de cincuenta y cinco años que vivía en el distrito de Ernont, que se mostró encantada cuando el elegante señor «Petit» le propuso matrimonio, y no puso ningún reparo a que él vendiera sus muebles. Esto fue lo que hizo en septiembre de 1915, poco después de haberse desembarazado de Désirée Guillin. El 8 de diciembre compró dos billetes para Gambais: uno de ida y vuelta y otro sólo de ida. La señora Héon desapareció aquella misma noche.
La siguiente víctima de Landru, Anna Collomb, era la amante de un hombre llamado Bernard, con el que vivía en la calle Rodier, pero como él se mostraba reacio a casarse con ella, contestó al anuncio puesto por el asesino en mayo de 1915.
Cuando conoció finalmente al señor «Dupont», que se presentaba a sí mismo como un rico hombre de negocios, decidió inmediatamente que era mejor que su antiguo amante. Simultáneamente Landru se enteró de que ella disponía de ocho mil francos en su cuenta bancaria y decidió que eran almas gemelas.
Ella le presentó a su madre y a su hermana, a quienes no agradó, pero no pudieron hacer nada para disuadir a Anna de que no se fuera a Gambais con su nuevo novio el día de Navidad de 1916. Como siempre, él había comprado un billete de ida y vuelta y otro sólo de ida. Parece ser que fue asesinada al día siguiente, si la anotación «a las cuatro en punto» que el asesino hizo en su agenda significaba lo que Belin supuso.
La siguiente víctima es casi un misterio. Se llamaba Andrée Babelay, tenía diecinueve años y trabajaba para una echadora de cartas; Landru la conoció en febrero de 1917, cuando la vio llorando en un andén del metro. Acababa de discutir con su madre y no tenía ningún lugar donde dormir.
Él la invitó a su apartamento de la calle de Mauberge -una de las nueve direcciones en las que estuvo entre 1915 y 1917- y ella le devolvió el favor compartiendo la cama y convirtiéndose en su «doncella», aunque la presentaba a sus conocidos como su sobrina. Pero Landru pronto advirtió que aquella «doncella» suponía un obstáculo para sus «negocios» y complicaba su ya de por sí ajetreada vida. El 29 de marzo de 1917, Landru compró un billete de ida y vuelta y otro sólo de ida para Gambais, y Andrée Babelay desapareció el 12 de abril.
La siguiente víctima del conquistador, Célestine Buisson, fue la que precipitó la detención. Se la vio por última vez el 1 de septiembre de 1917 y poco después Landru fue a pasar unos días a la villa con una tal señora Louise Jaume, a la que había estado cortejando desde marzo de ese mismo año, y también la invitó a su nuevo piso de la calle Rochechouart, el que compartía con Fernande Segret -se supone que por entonces la joven ya había vuelto con su madre-.
La señora Jaume volvió de su primer viaje a Gambais, pero no así del segundo, el 24 de noviembre de 1917. El hijo de Landru le ayudó a sacar los muebles del piso de la víctima, por los que obtuvo unos veinte mil francos.
La siguiente desaparecida demuestra, de nuevo, que Henri Landru no podía resistirse a una mujer atractiva, aunque ésta no tuviera dinero. Anne-Marie Pascal tenía treinta y seis años y muchos amantes; además de ganarse la vida como modista, ejercía también la prostitución. Sobrevivió a un fin de semana en Gambais, en marzo de 1918; pero cometió el error de volver al mes siguiente, que fue cuando se evaporó.
La última víctima del seductor fue Marie-Thérése Marchadier, una mujer de treinta y seis años que había conseguido ahorrar ocho mil francos. Conoció a Landru a finales de 1918, a raíz de un anuncio que puso en el periódico para vender su casa, e inmediatamente se ofreció a comprar la casa y se ganó las simpatías de la dueña al hacer algunas gracias a sus tres perritos. En realidad Landru no tenía dinero, en aquellas fechas tan sólo contaba con quince francos.
La señora Marchadier partió hacia Gambais el 13 de enero de 1919 y desapareció dos días después. Los esqueletos de perro que la policía encontró más tarde en el jardín eran de sus perritos. El 16 de enero los vecinos de nuevo percibieron un olor nauseabundo que procedía de la chimenea de la cocina.
Al día siguiente, Landru, que volvía a ser solvente, se apresuró a pagar sus deudas más urgentes. El dinero de la desdichada Marie Thérése le permitió vivir confortablemente durante aproximadamente un mes. En abril ya estaba planeando un nuevo asesinato cuando la ficha policial de «Dupont» fue a parar a manos del inspector Belin y seis días más tarde Landru fue arrestado.
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Los métodos del asesino
No se conocen los métodos que el asesino utilizó ya que nunca se encontraron los cadáveres de las víctimas y Landru se negó a dar a la policía ninguna información. Sin embargo, en su autobiografía, el inspector Belin escribió: «Yo siempre he creído que Landru estrangulaba a sus víctimas haciendo nudos corredizos con cables».
«Como generalmente se trataba de mujeres fuertes de la clase trabajadora, probablemente las drogaba antes. En la casa encontré un libro sobre envenenadores y envenenamientos». También creía que el asesino despedazó los cadáveres de algunas de sus víctimas sobre la losa de piedra del sótano de la casa de Gambais.
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Esqueletos
De vez en cuando aparecen restos humanos que posiblemente estén relacionados con el caso Landru. Por ejemplo, en marzo de 1933, durante la demolición de una casa del barrio de St. Denis en París, cercana al apartamento donde había vivido Landru, encontraron el esqueleto de una mujer joven bajo el suelo de la cocina. En 1958, tras las excavaciones que se hicieron junto a la antigua villa del asesino en Vernouíllet, se encontraron partes de dos esqueletos. Parecían ser los restos de una mujer y un niño. Posiblemente los de Jeanne Cuchet y su hijo, André, que fueron allí con Landru en diciembre de 1914 y que desaparecieron un mes después.
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Las anotaciones
Landru anotaba meticulosamente todo lo referente a las mujeres que conocía a través de los anuncios matrimoniales que publicaba en los periódicos de París. Entre sus papeles se encontraron doscientas ochenta y tres respuestas a estos anuncios que fueron clasificadas por el mismo Landru, como si de negocios se tratara, de la siguiente manera:
- Para ser contestadas a lista de correos.
- Sin dinero.
- Sin muebles.
- No contestadas.
- Para ser contestadas y firmadas con iniciales a lista de correos.
- Una posible fortuna.
- En reserva. Para unas futuras investigaciones.
Se descubrió que había mantenido correspondencia con ciento sesenta y nueve mujeres.
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La guillotina
La guillotina se introdujo en Francia en la época de la Revolución como una alternativa más humana a otras formas de ejecución y pronto se convirtió en un símbolo macabro del terror.
La palabra «guillotina» procede del apellido de un físico francés llamado Joseph-Ignace Guillotin, Durante la Revolución Francesa fue miembro de la Asamblea Nacional, en donde propuso una ley que asegurara que todas las sentencias de muerte «se ejecutaran por medio de una máquina» para que aquéllas fuesen lo menos dolorosas posibles. Antes de esto los aristócratas tenían el «privilegio» de ser decapitados con un hacha o una espada, mientras que al pueblo llano se le aplicaba otros métodos que generalmente prolongaban la agonía de la muerte y la hacían bastante más cruel.
Primero se experimentó con cadáveres, ovejas y terneras, antes de que se utilizara la máquina por primera vez el 25 de abril de 1792. La víctima fue Nicolas – Jacques Pelletier, un salteador de caminos, que fue ejecutado frente a una gran multitud que se agolpaba en la Place de Greve de París.
Se suele contar que el doctor Guillotin murió guillotinado; pero lo cierto es que falleció de muerte natural a los setenta años. También se ha dicho que fue él el inventor de la máquina, sin embargo este método ya se había utilizado varios siglos antes en Inglaterra, Escocia y otros países europeos.
Pero de, entre todos ellos, la guillotina es la más conocida por la inmensa cantidad de personas que murieron en ella durante la Revolución Francesa. E incluso llegó a adquirir un macabra popularidad al venderse joyas que la reproducían en miniatura. Se utilizó por última vez en 1977, y en Francia la pena de muerte quedó abolida en 1981.
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EL JUICIO – Las pruebas
Landru contaba con una brillante defensa. La prueba fundamental la constituían sus agendas; pero ¿eran éstas lo suficientemente incriminatorias como para llevarle a la guillotina?
El resultado del juicio era previsible. Desgraciadamente, el verdadero problema -tal y como señaló el fiscal Godefroy- era la falta de conexión entre las pruebas. El propio abogado de Landru, De Moro-Giafferi, un corso fiero e histérico, también se dio cuenta y en ello basó su defensa para salvar a su cliente de la muerte.
La vista comenzó el 7 de noviembre de 1921 en el Palacio de Justicia de Versalles; el juez -o presidente, como se le llama en Francia- era el consejero magistrado Gilbert. Sin lugar a dudas era el juicio del siglo en Francia y el interés del público era enorme. El mismo acusado se dio cuenta de que éste era el mayor reto de su vida; si podía engañar al jurado tal y como había engañado a tantas mujeres -y a tantos cajeros-, tal vez podría beneficiarse de una condena por robo y falsificación.
Durante las tres horas que duró el discurso de la acusación, Landru permaneció impasible, y un espectador indignado declaró: «Tiene un corazón de piedra.» El abogado defensor interrumpió el discurso de la acusación para protestar, ya que se estaba refiriendo al pasado de su cliente, lo que consideraba poco relevante para el caso.
Cuando preguntaron al inculpado si quería hacer algún comentario sobre lo dicho por la acusación, contestó: «Durante tres años he estado buscando las pruebas de las acusaciones vertidas en contra mía. ¿Pruebas? No existen.» Un periodista señaló que el acento de Landru no era el de un hombre educado, pero la pose que adoptó durante el juicio era tal que, a pesar de su corta estatura, otro periodista lo definió como un hombre alto.
Hubo un momento en que pareció que conseguiría salvarse. justo antes de que comenzara el juicio, se descubrió que una viuda llamada Guillin, que había mantenido relaciones con él, estaba viva. Desgraciadamente para el asesino se trataba de otra viuda Guillin, a la que había seducido para abandonarla poco después.
Pronto se hizo evidente que la defensa basaba el caso en una serie de negativas del tipo: «No pueden probar esto.» Cuando le preguntaron por los once nombres de las víctimas que aparecían en una de sus agendas, Landru contestó que simplemente se trataba de gente con la que había hecho negocios -en algunos casos eran personas a las que apenas conocía- y entonces figuraban con apodos como «Brazil» y «Havre».
Señaló también que eso no implicaba que hubiera ninguna declaración del tipo: «Yo, Landru, declaro que he matado a las personas aquí mencionadas.» Explicó que había conocido a todas esas mujeres sólo para poder comprarles los muebles al precio más bajo posible en ese momento.
Estaba claro que el acusado confiaba en el éxito de su defensa y se mostraba muy ingenioso -como aquella vez en la que contó que la mayoría de las mujeres que había tratado decían tener la edad que figuraba en su acta de confirmación, en vez de la que figuraba en la de su nacimiento-. Y provocó las risas de los allí presentes cuando al advertir que una dama no encontraba asiento en la sala se levantó educadamente diciéndole: «Si la señora quisiera sentarse en mi sitio…»
De hecho, tal y como su abogado ya se había percatado, Landru pretendía despistar al jurado. Incluso cuando los hechos en su contra resultaban abrumadores, continuaba negándolos con feroz persistencia. Y cuando se le preguntaba sobre algo que no podía explicar, respondía fríamente que se trataba de un secreto y que la ley francesa le otorgaba el derecho a permanecer en silencio.
Otra polémica la suscitó el propio inspector Belin al no ser del todo honesto; declaró que había registrado la casa de Landru en presencia del sospechoso, aunque más tarde admitió en sus memorias que éste ya estaba camino de las comisaría cuando comenzó a inspeccionar el piso. Y el acusado que en ese mismo momento cayó en la cuenta de que cuando el policía fue a su domicilio no poseía una orden de detención válida, le acusó, indignado, de haberle arrestado de forma ¡legal. Esta era una buena base para su defensa, pero parecía muy difícil convencer al jurado de su inocencia.
Durante el juicio se produjo un hecho que acabó definitivamente con las simpatías que el jurado pudiera tener hacia Henri Landru y hacia su abogado. La señora Friedmann -la hermana de Jeanne Cuchet, primera víctima de Landru- estaba prestando declaración y se conmovió profundamente al mirar el pequeño montón de antigüedades que habían pertenecido a su hermana, y declaró que ella nunca habría abandonado sus «tesoros».
Cuando Landru le preguntó fríamente por qué eso le incitaba a pensar que su hermana había sido asesinada, el contraste entre aquella mujer emocionada y temblorosa, y el frío y cínico seductor causó una fuerte impresión en todos los presentes en la sala.
El abogado defensor Moro-Giafferi intentó intervenir antes de que las cosas se pusieran peor, y le preguntó si la historia sobre la desaparición de su hermana no sería sólo un sueño, como el que había relatado durante el interrogatorio. Pero cuando la testigo volvió a contar su pesadilla -en la que aparecía su hermana y le decía que su novio le había cortado la garganta mientras dormía- se hizo evidente que el intento del letrado por desacreditarla había fracasado; muchos presentes en la sala quedaron convencidos de que la premonición era real.
Incluso la presencia de Fernande Segret no tuvo el efecto esperado por Landru, aunque su tristeza conmovió al jurado. Pero cundo citó la siguiente frase que le había dicho su amante: «La guerra va a terminar demasiado pronto para mí», todo el mundo se dio cuenta de lo que había querido decir. Había sido la confusión creada por la guerra la que le permitió seguir asesinando durante tanto tiempo.
Sin embargo, no había duda de que Moro-Giafferi estaba en lo cierto al decir que todas las pruebas en contra de su cliente eran circunstanciales. Si la ley francesa permitiera al juez hacer un resumen -como ocurre en Inglaterra- y el consejero magistrado Gilbert hubiera hecho hincapié en este punto, el acusado se hubiera podido salvar.
De hecho, había muchos periodistas presentes en la sala que pensaron que tenía una posibilidad de conseguir una absolución total y el mismo asesino creía lo mismo, envalentonado por la cantidad de cartas de admiradores que había recibido durante el proceso, la mayoría de las cuales eran de mujeres.
Pero el principal argumento de la defensa -que las once supuestas víctimas podrían estar vivas- no convenció a nadie. Y cuando finalmente el jurado entregó un veredicto de culpabilidad, la algazara y la alegría del público asistente hizo que el juez les llamara al orden. Sorprendentemente, los miembros del jurado solicitaron que el acusado no fuera ejecutado, pero el juez ignoró la petición.
En sus últimos días, Landru aparentaba la misma tranquilidad de siempre, pero en el fondo estaba destrozado.
Un periodista americano llamado Webb Miller describió este último acto el 25 de febrero de 1922.
«Cuando empezaban a despuntar en el cielo las primeras luces del amanecer sacaron el cadáver de Landru, descalzo y vestido con una camiseta y unos pantalones oscuros, de la prisión de Versalles después de la ejecución.
Dos carceleros le condujeron con las manos atadas a la espalda, hasta la guillotina. Le sujetaban por los brazos e intentaban caminar deprisa. El reo iba descalzo, pisando los guijarros; parecían temblarle las rodillas. Estaba pálido, y cuando vio la guillotina se puso terriblemente colorado.
Primero, los dos hombres le hicieron poner la cara contra el borde derecho de la guillotina. Esta bajó un poco, lo que hizo que Landru se estremeciera, y luego le pusieron la cabeza bajo la madera, dejándole el cuello bajo la cuchilla. Un segundo después la hoja cayó, y la cabeza se desplomó haciendo un ruido sordo dentro de una cesta pequeña. Cuando se levantó la cuchilla para recoger el cadáver y meterlo a continuación en un cesto de mimbre, un gran chorro de sangre lo cubrió todo.
Otro ayudante alzó la cesta en que había caído la cabeza y la hizo rodar como si fuera una calabaza para introducirla en otro recipiente más grande, y rápidamente la metió en un coche fúnebre que había esperando. Las puertas de éste se cerraron y los caballos marcharon al trote.
Cuando Landru apareció en el patio de la prisión, miré la hora. Ahora la he vuelto a mirar. Sólo han pasado veintiséis segundos».
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Videntes
En el invierno de 1921, el doctor Gustav Geley, un psiquiatra francés, organizó unas sesiones en el Instituto Metafísico de París para poner a prueba a una vidente que decía «ver» la historia a través de los objetos. Había allí un novelista escéptico llamado Pascal Forthuny, el cual cogió una carta que iban a pasar a la vidente y que poniéndosela sobre la frente dijo con voz sepulcral: «Sí, veo un crimen… un asesinato…» Cuando terminó el doctor Geley le dijo: «Esa carta era de Landru». (El juicio había comenzado pocos días antes).
Divertido por su «éxito» anterior, Forthuny quiso probar otra vez.
Esta vez cogió un abanico. «Tengo la sensación de estar ahogándome. Oigo un nombre: ¡Elisa!» La mujer de Geley le miró estupefacta -el abanico había pertenecido a una pariente suya que murió por congestión pulmonar y cuya doncella se llamaba Elisa-.
Cuando el novelista probó por tercera vez con el bastón de un oficial, «vio» que pertenecía a un joven oficial que había estado en Oriente, cuyo barco fue torpedeado cuando regresaba a casa y que murió dos años después. De nuevo la señora Geley confirmó todos los detalles. Para su propio asombro, Pascal Forthuny se convirtió en uno de los más notables «videntes» de su tiempo.
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Las víctimas
- Celestine Buisson
Viuda de cuarenta y cuatro años, con un hijo natural. Tenía fama de ser muy ahorradora y contaba con diez mil francos en la cuenta corriente.
- Anna Collomb
Viuda de cuarenta y cuatro años, le dijo a Landru que solo tenía veintinueve. Trabajaba como mecanógrafa y tenía ahorrados ocho mil francos.
- Jeanne Cuchet
Una atractiva viuda de treinta y nueve años con un hijo de diecisiete, André. Fueron las primeras víctimas de Landru.
- Therese Laborde-Line
Viuda, cuarenta y seis años. Se quedó sola cuando su hijo y su nuera se fueron a vivir a Nancy.
- Señora Héon
Viuda, cincuenta y cinco años. Su hijo murió en la guerra y su hija fallecería poco después.
- Louise Jaume
Una mujer muy religiosa de treinta y cinco años. Hacía poco tiempo que se había divorciado de su marido, ausente.
- Anne-Marie Pascal
Divorciada, guapa y esbelta de treinta y seis años. Su negocio de confección era una tapadera para ejercer la prostitución.
- Marie-Therese Marchadier
Soltera, vivaz y popular de treinta y seis años. Regentaba una casa de huéspedes que era en realidad un burdel.
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Fechas clave
- 12/14 – Landru alquila una villa en Vernouillet.
- 3/12/14 – Jeanne Couchet y su hijo se trasladan allí.
- 4/1/15 – Jeanne y André desaparecen.
- 25/6/15 – Therese Laborde-Line desaparece en Vernouillet.
- 3/8/15 – Desirée Guillin desaparece en Vernouillet.
- 12/15 – Landru alquila una villa en Gambais.
- 8/12/15 – Madame Héon desaparece allí.
- 27/12/16 – Anna Collomb desaparece en Gambais.
- 12/4/17 – Andrée Babeley desaparece en Gambais.
- 4/17 – Landru conoce a Fernande Segret.
- 1/9/17 – Celestine Buisson desaparece en Gambais.
- 24/11/17 – Louise Jaume desaparece en Gambais.
- 5/4/18 – Anne-Marie Pascal desaparece en Gambais.
- 5/18 – El alcalde de Gambais recibe una carta sobre la desaparición de Celestine Buisson.
- 13/1/19 – Marie-Therese Marchadier desaparece en Gambais.
- 6/4/19 – El inspector Jean Belin se hace cargo del caso de las mujeres desaparecidas.
- 12/4/19 – Arresto de Landru.
- 7/11/21 – Comienza el juicio en el Palacio de Justicia de Versalles.
- 30/11/21 – Landru sentenciado a muerte.
- 25/2/22 – Ejecutan a Landru en la prisión de Versalles.
Henri Landru
Edgard Lustgarten – De profesión: asesino
Preludio familiar
Como buen marido y padre cariñoso y tierno, amaba sinceramente a su esposa y sus cuatro hijos. Aunque riguroso a veces al imponer la disciplina y fácil presa de la vanidad, este jefe de una tribu que le obedecía ciegamente, se hacía perdonar sus defectos merced a una abnegación a toda prueba.
A pesar de sus muchas y diversas ocupaciones y prolongadas ausencias, la familia era siempre el centro de su vida. Cuando la desgracia se abatió sobre él, se desveló el drama y su propia vida se halló en peligro, concentró todas sus fuerzas en proteger y defender a los suyos.
Amaba con ardor la belleza. Toda la hermosura afectaba a su alma y lo emocionaba voluptuosamente. Tenía verdadera pasión por las rosas: su color, su perfume, la suavidad aterciopelado de sus pétalos lo fascinaban. Era tal la pasión que por ellas sentía que, cuando destrozaron su casa y su jardín en busca de los cuerpos de sus víctimas, no tuvo otra preocupación que salvar sus flores.
Desde el coche celular, era capaz de extasiarse ante la belleza del paisaje. Sentado ya en el banquillo de los acusados, se permitió criticar el decorado de la sala del tribunal. Obligado a menudo, por razones de dinero, a descender de su ideal, aún entonces conocía y saboreaba las delicias del amor.
Era un actor consumado, y, aunque nunca subió a un escenario y sólo se sentó entre los espectadores para escuchar las óperas que le gustaban, sin embargo se consagró en cuerpo y alma a interpretar en la vida los papeles que él mismo escogió. Poseía toda la imaginación necesaria y una técnica depurada. Sabía representar a la perfección el papel del vendedor honrado o el amante apasionado con más entrega y convicción que los mismos personajes reales. A su talento de actor cabe añadir el de autor: improvisaba el texto a medida de sus necesidades.
Sin embargo, era, ante todo y sobre todo, un hombre de negocios. Hoy en día, aparecería rodeado de máquinas calculadoras y mezclado entre un revoltijo de estudios de mercados y estadísticas. En su agenda llevaba cuenta meticulosa de sus ingresos y gastos de toda clase. Mantenía al día sus fichas y documentación acerca de todas las transacciones relacionadas con su presupuesto personal. Tenía designados números a los miembros de su familia: él era el número 1, su esposa, el número 2, y así sucesivamente, no porque dejara de amarlos y considerarlos seres humanos, sino porque este sistema le resultaba mucho más cómodo para pasar cuentas.
En sus buenos tiempos, Landrú llevó con habilidad diversos negocios. Pero pasó el Rubicón a la edad de cuarenta y cinco años y, a partir de entonces, el asesinato fue ya su ocupación ordinaria.
Infancia y juventud
Henri Desiré Landrú nació el 12 de abril de 1869. Sus padres fueron pobres, pero honrados, ejemplo de la admirable clase obrera de París. Su padre fue en un principio fogonero y luego embalador; trabajó más de veinte años en la misma empresa, lo que dice mucho en favor dé su integridad, aunque no de su ambición. Para acrecentar los ingresos familiares su madre trabajaba de costurera a domicilio, y había adquirido una clientela regular, aunque humilde, lo que juzgan a las claras de su destreza y laboriosidad. Ninguno de los dos había manifestado síntoma alguno de desequilibrio, hasta el día en que el padre de Landrú se suicidó. Pero entonces era ya muy anciano, se había jubilado, lloraba la muerte de su mujer y sobre todo -tal como declaró el presidente del tribunal durante el proceso contra Landrú- la conducta de su hijo lo tenía desesperado. Para entonces Landrú había iniciado su carrera criminal, y el día en que su padre se ahorcó en el Bois de Boulogne, Landrú había pasado ya diversas temporadas en la cárcel.
Ciertamente, por el medio ambiente que rodeó la infancia y juventud de Landrú y por su educación, nadie habría podido presagiar el porvenir tan desagradable que le aguardaba. Su primera juventud fue normal, sana y tranquila como la de miles de muchachos hijos de familias modestas que alborotan en las calles de las barriadas obreras. El joven Landrú disfrutaba de la seguridad de su pequeña vida íntima y se aprovechaba de la libertad que gozaban los chiquillos de su clase social.
Sus padres al escoger una institución educadora se dejaron guiar por su piedad. Lo enviaron a la Escuela de los Hermanos de la calle Bretonvilliers, colegio de excelente fama dirigido por los jesuitas. Era monaguillo y se levantaba a las seis de la mañana, dos veces por semana, para ayudar la primera misa. Sus maestros y los clérigos lo apreciaban por su inteligencia y sensibilidad, y cuando creyeron oportuno lo admitieron como subdiácono en la fundación religiosa de San Luis en la Isla.
Ni la piedad que reclamaban las funciones que desempeñaba, ni las distracciones que su Orden le proporcionaba, lograron frenar los instintos sexuales del joven. Satisfacía sus deseos con un ardor que estaba más en consonancia con un mujeriego que con un devoto. Una joven prima suya fue el centro de sus amores, y se convirtió muy pronto en su «amiga»: eufemismo de moda en nuestra época. Tenía veintidós años cuando ella dio a luz un hijo fruto de sus relaciones, pero Landrú no la dejó «plantada» -como se dice ahora- sino que a la edad de veinticuatro años se casó con ella.
Es éste un hecho que no debe inducirnos a formarnos una mala opinión de Landrú, pues los jóvenes son iguales en todas partes, sea en Londres, París o Madrid. Y por lo menos, fue honorable al permanecer fiel a su amante, reconocer el hijo como suyo y no intentar rehuir sus responsabilidades. Posiblemente no anduvo en esta acción impulsado sólo por el sentimiento abstracto del deber. Al revés de cualquier libertino profesional, Landrú sentía afición al matrimonio y a la vida familiar.
Realmente, cierto: durante su juventud nada absolutamente daba motivo a sospechar que, al llegar a la madurez, sería considerado en el mundo entero como el mayor criminal del siglo.
La escalada de la delincuencia
Por entonces tenía que mantener tres bocas a las que se añadirían otras en un próximo futuro, y su principal preocupación era la de ganar el dinero suficiente. Aunque inteligente y de espíritu vivaz, Landrú no poseía ninguna formación profesional, no podía aspirar a desempeñar una carrera y consideraba indigno de él seguir las huellas humildes de su padre.
Incapacitado como estaba para escalar elevadas metas en el mundo de la abogacía o de la medicina; despreciando los humildes oficios de fogonero o de embalador, Landrú recurrió a una fórmula de compromiso bastante frecuente: se hizo corredor de comercio.
Esta denominación un tanto vaga y general goza de una gran ventaja: se le puede dar el sentido que se quiera. Existen como en todos los oficios y trabajos algunos corredores honrados, por encima de cualquier sospecha, que sirven sólo de intermediarios en el comercio. Pero en esta actividad se presentan también innumerables oportunidades de entregarse a las turbias combinaciones, y éstas son cada vez más tentadoras a medida que el agente comercial va aprendiendo los trucos del oficio. Cuanto más los conoce, más maniobras intenta hasta que halla el mercado más fácil y más provechoso.
No creo que Landrú, al menos en sus comienzos, tuviera como objetivo primordial la estafa. Fue cayendo paulatinamente en ella. De modo sucesivo, y a veces simultáneamente, se ocupó en asuntos de automóviles, juguetes, publicidad, deudas impagadas y muebles de ocasión, que compraba y revendía. Para emplear un término moderno, al principio de estas transacciones se dedicó al «mercado negro». Algo más tarde, fue acercándose cada vez más a la imprecisa frontera que separa el traficante del estafador.
No sabemos en qué fecha traspasó esta frontera. Mientras fue un soplón, que denunciaba a la policía a los demás traficantes y estafadores, pudo disfrutar de relativa impunidad. Pero esta clase de impunidades no suele durar mucho tiempo y, en 1900, cuando contaba treinta y un años, Landrú fue detenido por vez primera y condenado a tres años de prisión. A la luz de su carrera posterior y la publicidad que se hizo de ella, se advierte la clase de delito que cometió: intentó engañar a una viuda de edad ya madura a propósito de un contrato matrimonial.
Aproximadamente en torno a los cuatro años que duró la primera guerra mundial, fue cuando Landrú cometió sus mayores crímenes, especializándose ya en un sistema de engaño que, con el tiempo, le pareció que podía reportar a sus ingresos notable incremento.
Las redes del amor-negocio
Los moralistas, que estudian la naturaleza humana bajo sus más degradados aspectos, se preguntan a menudo cuál puede considerarse el crimen más atroz. La cartas están todavía sobre el tapete. Puede optarse la elección por el asesinato o por las traiciones, considerar peor la violación que la muerte, o el chantaje peor que el estupro: cada una de estas acciones tiene razones poderosas para poderse considerar delito mayor. Tal vez sea más fácil preguntar cuál de ellas exige más insensibilidad. En este baremo sería difícil hallarle competidores al delito, tan corriente por otra parte, de estafa matrimonial.
Las condiciones para esta cruel infamia son muy simples. Un solterón, aparente o real, hace sus insinuaciones a una mujer sin marido ni amante: le estrecha el cerco poco a poco y mueve ante sus ojos el cebo del matrimonio. Embriagada por confesiones de amor, engañada por el anzuelo y los proyectos de un porvenir que la seduce y fascina, la dama se desprende de su dinero, de sus fincas, o de ambas cosas a la vez. El hombre desaparece tan rápido como ha aparecido.
Una particularidad tiene esta estafa: el truhán elige sus víctimas entre las mujeres indefensas, entre las que no tienen ya la arrogancia de la juventud y que los ataques de una solitaria ancianidad las han vuelto exageradamente crédulas. Las viudas jóvenes, las solteronas, las divorciadas que añoran su vida conyugal, son los peces que pican mejor en el anzuelo, y tragan con avidez lo que creen que es su última esperanza de amor.
Al aplicar esta fórmula a su caso particular, Landrú no se alejó mucho de los ejemplos clásicos. Publicó anuncios breves en los periódicos («Caballero de 45 años, sin familia, con suficientes ingresos, desea casarse con señora de edad, de situación análoga»). Leía los anuncios publicados por los demás y respondía («Señora de 43 años, afectuosa, en buena situación, desearía conocer viudo…»). Con prudencia, frecuentaba las agencias matrimoniales. También practicaba la pesca indirecta («Señora, su guante… su pañuelo…») si su olfato le advertía que la dama en cuestión era una solitaria, algo mustia y con ahorrillos.
Una vez entablaba relación, la reafirmaba con una verdadera oleada de cartas seductoras, de visitas zalameras, de una o dos salidas baratas, almuerzo en un restaurante o velada en un teatro, y, cuando era necesario (y lo era muy a menudo) algunas caricias: sin mostrar el menor deseo por su parte. Ciertas demostraciones físicas de ternura y de fogosidad conseguían a veces conquistar la confianza de una mujer cuando había fracasado la elocuencia más apasionada. Y la confianza iba acompañada de la llave del arca de caudales o de la firma en el cheque, con bastante frecuencia. Logrado esto, Landrú podía perderse en París y escribir en su agenda: «Asunto terminado satisfactoriamente».
Pero no todas estas aventuras acababan «de modo satisfactorio». A decir verdad, la mayor parte constituían un fracaso: las mujeres se ponían en guardia, o bien no tenían nada; sólo de vez en cuando algunas empresas producen dividendos. A fin de ganarse la vida, Landrú se veía obligado a cortejar a varias mujeres a la vez, cosa nada fácil, como puede suponerse.
Esto le acarreaba minuciosas anotaciones que debía mantener escrupulosamente al día. Tenía que ocultarse bajo una multitud de seudónimos o nombres falsos, y mantener excesivas citas en una sola jornada; no podía equivocarse nunca ni de nombre ni de lugar, y tenía que hallar siempre un pretexto convincente para salir airoso y poder estar puntual en el lugar de la siguiente cita.
Y exigía también, aun cuando el asunto terminara «satisfactoriamente», una brusca ruptura, que debía ser absoluta y definitiva.
Aparece la señora Cuchet
Landrú se aproximó a otra frontera fatal, la que separa la infamia del asesinato, cuando cayó en sus redes la simpática señora Juana Cuchet. Ni él ni ella se percataron entonces de que ambos se hallaban al borde de un precipicio.
La señora Cuchet era una viuda de unos cuarenta años de edad y tenía un hijo de unos dieciocho aproximadamente. Era morena, de cabellos ondulados, atractiva todavía, pero seria y trabajadora. Desde hacía muchos años ocupaba una situación estable en uno de los grandes almacenes de París.
El primer encuentro de Landrú y de Juana Cuchet ha suscitado diversos interrogantes y versiones. William le Queux, en una obra basada sobre los hechos, pretende que Landrú la hizo caer en la emboscada de uno de sus breves anuncios, e incluso dedujo el texto del mismo.
René Masson, en una reconstrucción que pone de manifiesto su brillante imaginación, describe las hábiles maniobras de Landrú para abordarla, mientras ella echaba comida a las palomas en los Jardines del Luxemburgo. El propio Landrú admite que fue en estos jardines, pero pretende que la entrevista había sido concertada por el joven Cuchet, que quería trabajar a las órdenes de Landrú y necesitaba el consentimiento de su madre. ¿Por qué ese consentimiento tuvo que ser solicitado al aire libre y en un territorio neutral? Landrú no lo explicó.
En el proceso de Landrú, el presidente del tribunal no se decidió por ninguna de las dos versiones; le bastaba con que la entrevista se hubiera tenido y nosotros vamos a seguir su ejemplo.
Cualesquiera que fuesen sus primeras relaciones, los acontecimientos subsiguientes demuestran que Landrú tenla intención de esquilmar a la señora Cuchet. Como de costumbre, adoptó un nombre falso, el señor Diard, y también, como solía, se declaró perdidamente enamorado de ella: al fin, hubo de dejarse presentar en calidad de prometido a sus ancianos padres y al hijo.
Habló mucho de negocios y de banca, y declaró que en un próximo futuro todo cuanto él poseía le pertenecería a ella. Naturalmente, sus seductoras palabras no consiguieron una rápida victoria, pues Landrú se vio comprometido a casarse con ella, extremo al que casi nunca tuvo que llegar.
Al parecer, esta vez conquistó la fortaleza, pues al comenzar el verano de 1914, cuatro o cinco meses después de sus primeros intentos, la señora Cuchet le confiaba a Landrú cinco mil francos, la mayor parte de sus economías, si no la totalidad de ellas.
Tantos detalles quedan oscuros, en las maniobras maquiavélicas de Landrú, que ninguna prueba cierta existe acerca de cómo se las arregló para poner punto final al episodio Cuchet. Puede que simulara una discusión o desavenencia preparada para llegar a la ruptura, o llevara a cabo una de sus acostumbradas desapariciones, o por cualquier otro medio difícil de imaginar, Landrú se apresuró a desaparecer de la vida de la señora Cuchet, pues su principal objetivo ya lo había conseguido. Al parecer, el asunto quedaba ya «terminado satisfactoriamente».
Semblanza de un tipo
Si en esta ocasión Landrú hizo balance de la operación efectuada, y un hombre tan meticuloso como él debía realizar estas cuentas retrospectivas con mucha frecuencia, esta vez debió felicitarse con cierta efusión.
Algunos signos inequívocos anunciaban una guerra inminente contra Alemania: los espíritus observadores no tenían necesidad de esperar el chispazo de Sarajevo, como tampoco sus descendientes la explosión de Dantzig. Pero para Landrú esta guerra sería una mina.
Para soslayar muchos inconvenientes y no tener que recurrir a los anuncios de los periódicos, tenía al alcance de su mano una más amplia gama de ganancias ilícitas y una mayor abundancia de mujeres desamparadas. Cultivando el segundo campo, Landrú había empezado en aquellos tiempos a llenarse los bolsillos. Los beneficios obtenidos en cada ocasión no habían sido muchos, pero los éxitos iban en constante aumento.
Salvadas las distancias, estamos asistiendo a los progresos de un actor que de día en día mejora sus interpretaciones. Landrú iba aprendiendo a explotar mejor sus encantos. Quienes han visto estremecidos de horror sus fotografías, imágenes de un vampiro calvo y barbudo, pueden preguntarse con sobrada razón en qué diablos consistía esta fascinación. Pero nadie ha dejado de amar o de admirar a una persona aunque sea reconociendo la incapacidad de una máquina fotográfica para captar los encantos que han suscitado su amor o su admiración.
No puede decirse que Landrú fuera guapo, sea cual fuere el sentido que se atribuya a este adjetivo. Sin embargo, los hombres guapos, con escasas excepciones, no son irresistibles ni siquiera seductores en opinión de la mayoría de las mujeres. Landrú poseía las dos cualidades y no conviene fiarse de sus fotografías. Sus muchas conquistas son la mejor prueba de ello.
Su barba espesa y pelirroja, de la que estaba orgulloso y que cuidaba mucho, constituía el detalle más llamativo de su rostro, y sus ojos de color negro azabache tenían un magnetismo especial que atraían todas las miradas. Bajo sus espesas cejas arqueadas y sus largas y sedosas pestañas poseía el arte de hacer brotar entre las mujeres los más diversos sentimientos: a veces su fría mirada las amedrentaba; otras veces brillaban con suave ternura y reblandecían el corazón más fiero. A medida que progresaba y perfeccionaba su técnica, Landrú adquirió el arte de inspirar a su voluntad estos sentimientos.
Además de sus ojos poseía también otras cualidades en su personalidad que desempeñaban un papel importante. Pese a su acento, que atestiguaba una educación poco refinada, su voz de tenor era agradable al oído, y a pesar de sus requiebros exagerados, sus maneras desarmaban a las mujeres y las seducían. Era de baja estatura y de cuerpo más bien débil, pero emanaba de toda su persona una indefinible impresión de virilidad, especialmente turbadora para una mujer que ha visto desaparecer ya su primera juventud.
Con tales atractivos, que el paso del tiempo iba, aunque lentamente haciendo desaparecer, pero que eran utilizados cada vez con mayor exquisitez, Landrú hubiera podido continuar durante años su carrera de estafador sin introducir grandes cambios en su sistema. Con más razón todavía al perfeccionar los pretextos que le permitían permanecer en contacto con su familia. Metido a la vez en media docena de «asuntos» que su esposa y sus hijos creían honestos, siempre encontraba el tiempo suficiente para llamar a los suyos por teléfono.
Sin embargo, una nube amenazadora envolvía de continuo a Landrú, nube que no podía disipar y que se volvía cada vez más negra.
Problemas del subconsciente
Es evidente que con las estafas en que fingía promesas matrimoniales, pese al cuidado que ponía en ocultar sus huellas, corría siempre un riesgo más o menos inminente: el de ser reconocido un día u otro.
Al fin y al cabo, un nuevo encuentro es siempre posible, por prudente, malicioso o espabilado que uno sea. París es una ciudad inmensa y muy poblada, pero la seguridad en ella no es absoluta, y no puede proporcionarle a nadie el más completo anonimato.
Con un simple encuentro casual en plena calle con alguna de sus amantes abandonada, encuentro cuya posibilidad Landrú no rechazaba, o una exclamación murmurada al oído de una amiga («¡Es él, es él, sí, te juro que es él!») o ciertas investigaciones secretas para averiguar su residencia, el juego quedaría al descubierto y la policía puesta sobre la pista. Esto podía ocurrir mañana, o quizá esta misma tarde, o tal vez nunca. Era una simple cuestión de suerte.
Pero Landrú contaba con la suerte, aunque alguna vez le agitara la inquietud. Era como un piloto de aviación, un capitán de buque o un maquinista de un tren: conocía los riesgos de su profesión, pero no se atormentaba por ello. Sólo cuando el avión se estrella en el suelo, el buque naufraga y el tren descarrila, el aviador, el capitán o el maquinista, si logran sobrevivir pierden un tanto de su confianza. Hasta que no fue sorprendido una o dos veces, y esto le costó caro, Landrú consideró al azar como cómplice suyo.
A partir de entonces, y aunque todo parecía sonreírle, reflexionó profundamente.
¿Cómo remediar este fallo en sus planes tan bien trazados? ¿Cómo protegerse de sus antiguas conquistas y cómo conjurar las posibles denuncias?
¿«Cómo reducir al silencio a las posibles denunciantes»?
Sin lógica alguna, Landrú no quiso penetrar inmediatamente en el meollo del problema. Su alma iba recorriendo prudentemente la periferia. Pero esta actitud de reserva no impide, desde luego, que se entre en acción. En el cerebro de los seres humanos, las fuerzas del mal van actuando a menudo antes incluso de que adquieran plena conciencia de sí mismas…
Cuando comenzó la huida de los refugiados empujados por la invasión alemana, las casas de los alrededores de París perdieron todo su valor. En noviembre de 1914, sin propósito fijo, simplemente porque podría serle útil en caso de necesidad, Landrú alquiló en Vernouillet una villa llamada «The Lodge».
Testigos inoportunos
Por casualidad, y no como consecuencia de un plan premeditado, la señora Cuchet inauguró el nuevo método de Landrú.
Para Landrú, ella podía muy bien haber muerto, porque la había barrido literalmente de su vida y en su agenda no ocupaba ya ni un solo renglón. Como un fantasma que surge del pasado, pero un fantasma tangible, reapareció ella para acosarlo y atormentarle.
Dé nuevo, y esta circunstancia se repite sin cesar en la vida de Landrú, se desconocen los detalles concretos y no pueden avanzarse sino conjeturas: simplemente, y por razones literarias, prefiero creer la leyenda que muestra a Landrú estupefacto y consternado copándose frente a frente con Juana en un hospital, donde cuidaba a los soldados, para olvidar sus penas y donde acudirían sus recuerdos para turbarla en los ratos perdidos.
Sea como fuere, este inoportuno encuentro debió producirle a él enorme susto y una intensa emoción. En seguida, se vio forzado a inventar un complicado pretexto para explicar su abandono. De nuevo, tuvo que recurrir a su poder de fascinación y ejercerlo con mayor eficacia que nunca. En efecto, informada antes del encuentro por él mismo -para curarse en salud por otra persona-, la señora Cuchet sabía que Landrú estaba casado.
En caso de querer utilizar tal informe, tenía una peligrosa ventaja sobre él. Pero la señora Cuchet no le amenazó con denunciar su estafa. Este primer temor que él experimentó, quedó pronto disipado gracias a sus propias maniobras y a la condescendencia de su víctima. Juana lo había amado siempre y ahora estaba más enamorada de él que nunca. No le presentaba ninguna exigencia imperiosa y no le pedía sino lo que se hallaba a su alcance. Ahora bien: él no tenía la menor intención de renunciar a lo poco que ella pedía.
Pretextos y explicaciones aceptados y olvidados. En lo sucesivo pondría a prueba de forma concreta la fidelidad de su enamorado. Ella buscaba su compañía, su ternura, los placeres sexuales que pudiera ofrecerle, y, en una palabra: el matrimonio, cuando llegara el momento oportuno. Si Juana obtenía todo esto no habría por qué temer represalias y el pasado quedaría borrado como un efímero momento de extravío. Y aunque no formuló jamás una amenaza, si lo hacía, la venganza caería sobre la desgraciada cabeza de Landrú.
Landrú se encontró en situación angustiosa. No amaba a la señora Cuchet y no podía perder el tiempo con ella. Significaba un obstáculo en sus negocios y una traba a sus placeres. Había sacado de ella todo cuanto podía ofrecerle, excepto algunas joyas, unos cuantos valores y un piadoso seguro de vida para su hijo.
Era necesario deshacerse de esta mujer y de su hijo, un adolescente desconfiado y curioso, y enviarlos a otra parte. Deshacerse de los dos.
Desaparecen los Cuchet, madre e hijo
La señora Cuchet no ocultó su alegría cuando Landrú la invitó a Vernouillet. ¿No era cierto que la invitación demostraba que se habían reconciliado por completo y que las promesas de Landrú eran sinceras? Demostraba que su matrimonio, aplazado por motivos verdaderos, se celebraría cuando llegara el momento oportuno.
El hecho de que Landrú invitara también al jovencito aumentaba su confianza. A no dudarlo, aquella estancia perdería algo de su carácter romántico, pero sería el principio de una vida familiar. Ella hizo los preparativos para esas vacaciones en el campo con el entusiasmo propio de una mujer de ciudad deseosa de verdor y de aire puro.
Al joven Cuchet no le parecía lo mismo. No le agradaba la invitación, ni el señor Diard, ni el modo como éste le hacía la corte a su madre. Había considerado siempre la intrusión de aquel hombre, del que nada sabían, con la animosidad de un adolescente desgraciado, y estaba seguro de que a su madre la estaba engañando.
Le hubiera gustado decirle que no al señor Diard y escupirle al rostro. Pero estaba tan obligado a aceptar como Landrú lo estaba a invitarle; el uno defendía los intereses de su madre y el otro los propios. El joven Cuchet consideraba a Landrú un aventurero, y Landrú veía en aquel joven un enemigo que, andando el tiempo, podía causarle daño. Landrú no se hallaba dispuesto a este género de complicaciones, y mantenía, como es natural, la política de su propia seguridad.
El 8 de diciembre se dirigieron los tres a Vernouillet, pocas semanas después de haber alquilado Landrú «The Lodge». La instalación y el mobiliario dejaban mucho que desear. Halagada por las promesas de Landrú, es posible que la señora Cuchet esperara algo mejor. Pero como mujer enamorada completamente, decidida a desempeñar su papel de ama de casa y no mostrarse demasiado exigente, puso manos a la obra y trató de sacar el mejor partido de la situación. Su hijo tenía motivos de queja, pero se los calló.
Aproximadamente, pasaron un mes juntos en Vernouillet. La falta de práctica, la inseguridad sobre el método que debía adoptar, tal vez expliquen este aplazamiento, largo en comparación con lo que ocurrió después. Aún hoy la causa de estos dos asesinatos está un tanto oscura. ¿Fueron estrangulados la madre y el hijo? ¿Fueron envenenados?
Hay defensores para ambos sistemas. Pero si la manera de ejecutar los crímenes está todavía poco clara, se sabe sin embargo el modo cómo Landrú se deshizo de los cuerpos. Sirvió de prueba la espesa humareda que se escapaba de la chimenea y que desprendía un hedor insoportable, las grandes hogueras del patio que apestaban a carne quemada y un extraño polvillo negro que se desparramó por la campiña.
Estos fenómenos inquietaron a los vecinos, pero duraron poco. El humo se desvaneció, se disipó el hedor y el viento hizo desaparecer el polvillo. Cuando Landrú hubo ejecutado lo que se había propuesto, cerró con llave «The Lodge» y se reunió con su familia.
Esperando el olvido
No se volvió a ver a la señora Cuchet y a su hijo. Los habitantes de Vernouillet creyeron que hablan regresado a París. En la capital, los miembros de su familia les creían con el señor Diard. Y en cuanto al señor Diard, se había evaporado. Una pregunta o dos («No han dicho dónde iban»), una carta o dos («Ausentes sin dejar dirección») no informaron en absoluto a quienes preguntaron ni a quienes escribieron.
Los más inquietos, los padres de la señora Cuchet, se encogieron de hombros al principio, y luego levantaron las manos con gesto de desesperación. No podían hacer nada, reducidos como estaban a la impotencia. Sólo les cabía esperar lo mejor, aun temiendo lo peor. Y lo peor que temían estaba muy por debajo de la verdad.
A medida que su doble crimen iba perdiéndose en el pasado sin que se descubriera, Landrú contaba angustiosamente los días y las semanas y respiraba con más tranquilidad a cada minuto que pasaba. Poco a poco, rectificó su estrategia. Había hallado el buen camino: un final rápido y se acabaron las preocupaciones. Ya no tendría necesidad de escuchar el rumor de los pasos, ni mirar hacia atrás furtivamente. Un asunto que se desvanecía como el humo, era asunto concluido y no le quedaba ya más que olvidar.
Sólo el primer paso es el que cuesta, dice un proverbio. Y a Landrú le ocurrió de esa manera. A este primer paso le siguieron después muchos otros, aunque por motivos diferentes. Pues, mirando hacia atrás, el lucro no fue el móvil dominante en el asesinato de los Cuchet.
Sin embargo, el dinero fue el móvil determinante de todos, o casi todos, los numerosos asesinatos que Landrú perpetró después.
Cambio de aires
Abreviemos el relato; en todo caso, estas muertes premeditadas, tan parecidas en su fría concepción y ejecución, resultarían tan monótonas y fastidiosas como tal vez lo fueron para Landrú. Éste, a diferencia de Heath, no experimentaba placer alguno en los asesinatos, y ni siquiera se enorgullecía de ellos -como Haigh- ni de su forma de ejecución, casi, casi artística. El asesinato era un medio para alcanzar un fin, un instrumento para poder vivir, un oficio para alimentar cinco bocas que pedían pan. Se dedicaba a matar como otros van a sus oficinas o almacenes.
Entre mayo de 1915 y enero de 1919, Landrú asesinó a nueve mujeres, por lo menos. Fueron las que, junto con la señora Cuchet y su hijo, figuraron en el acta de acusación del proceso. Eran los asesinatos que el representante civil creía, con sobrada razón, que era capaz de demostrar; y creía también, con una certeza casi absoluta, que el número total de asesinatos de Landrú era varias veces más elevado.
Ahora más que nunca, el asesinato había llegado a ser para Landrú una ocupación a plazo fijo. En sus agendas figuran cada año cincuenta nombres de mujeres. A pesar de su imaginación, ya le faltaban seudónimos y acabó adoptando los apellidos de sus antiguas víctimas. Sin bromear: se hacía llamar señor Cuchet. Los negocios son los negocios: todo es bueno, si es que sirve.
El único cambio importante que se produjo en esta serie de crímenes fue el de lugar. A finales de 1915, Landrú trasladó su cuartel general a «Villa Ermitage» de Gambais, en Sena y Oise. Disfrutaba allí de un aislamiento que le faltaba en Vernouillet. Menos preocupaciones por lo que pudiera verse en su casa y, sobre todo, por las humaredas nauseabundas que salían por su chimenea. Nadie estaba lo suficientemente cerca para ver u olfatear. Además, el jardín de «Villa Ermitage» aparecía colmado de rosas, espléndidas de color, de perfume, bellas y exuberantes. A su exquisita belleza unían su utilidad.
Su establecimiento en Gambais no alteró para nada sus costumbres. Continuó anotando sus cuentas en su agenda. Los presupuestos y gastos, hasta el último céntimo. Incluso los billetes de ferrocarril que tomaba en París para sus compañeras y para él, gastos insignificantes, eran anotados con escrupulosa regularidad.
No podía haber una prueba más contundente. Landrú era tan ahorrador que rayaba en avaro. En cada ocasión, escribía: «Ida y vuelta», «ida sólo».
Un paréntesis erótico
Los nombres de las víctimas de Landrú sólo pueden interesar a coleccionadores y especialistas. Como a todos les dio el mismo trato, no se notaba en ellas ninguna diferencia: la señora Guillin, la señora Héon, la señora Buisson, la señora Jaume, todas son perfectamente iguales, excepto en la etiqueta. Todas tuvieron el mismo punto de partida, siguieron el mismo camino y tras haber recorrido los mismos pasos alcanzaron el mismo fin.
La única de las mujeres con quienes se tropezó Landrú durante esta época, que merece ser considerada con atención, por suerte para ella, quedó al margen de sus acostumbradas actividades. Era rubia y graciosa, y apenas había pasado de los veinte años cuando Landrú, un día de mayo de 1917, le cedió su asiento en un autobús atestado de gente.
Cuando descendieron, entablaron esta conversación:
-Señorita…
Había él lanzado ya una ojeada a su mano izquierda.
-Señor…
-Me llamo… -sólo vaciló un segundo- Luciano Guillet. Vengo a Rocroi y soy ingeniero.
-Señor, yo…
-Se lo ruego, se lo suplico, no me confunda… Créame, es con todo el respeto, que le pido su nombre.
-Segret -respondió ella después de breve silencio-: Fernanda Segret.
-¿Una taza de café… un vasito de vino? -invitaba Landrú con voz llena de esperanza.
-Lo siento, tengo mucha prisa -replicó Fernanda Segret.
Aunque a ella se le antojó hacerse pasar por actriz lírica, en realidad trabajaba en una peletería.
-Quizá mañana.
Persuadida por la insistencia de Landrú, aceptó. Volvieron a verse y sintieron que en ellos se despertaba un amor sensual como el que nace a cada momento en los cafés de París.
-Luciano, parece que está usted muy solo…
-Ah, mi querida Fernanda, mi dulce Fernandita… -Landrú tenía el arte del patetismo cuando la ocasión lo exigía-. Tiene usted mirada de mujer. No puedo ocultarle nada.
-Ni lo intente, Luciano, ni lo intente.
Y depositó ella suavemente la mano sobre la suya.
-Usted es muy hermosa, Fernanda…
Este es el más viejo piropo del mundo, pero difícilmente deja de alcanzar su objetivo.
-… pero debe de haber… oh, sí: temo mucho que exista ya otro hombre en su vida.
-Es cierto. Pero casi no le conozco. No es más que un muchacho, y está en el frente.
-La juventud llama a la juventud.
Fernanda no lo negó. Pero su mirada le revelaba a Landrú que él alcanzaría la victoria.
-Quizá mañana -dijo él, lo mismo que la víspera.
Esta vez, ella no se hizo rogar.
Otro ejemplar para el erotismo
Algunos han creído que la Fernanda de Landrú tuvo mucha suerte y que puede ser comparada con la Yvonne de Heath, pues su amante la destinaba para otro fin y cambió luego de opinión. Claro está que se trata de una teoría que puede ser defendida, pero yo no la comparto. Landrú, astuto y experimentado, no podía suponer que aquella modistilla tuviera algún valor comercial. Simplemente, sentía afición por las lindas sonrisas o los senos torneados, como cualquier hombre pícaro y experto, sea padre de familia o un simple asesino.
Para que esta opinión no ofrezca duda alguna, cabe recordar la conducta de Landrú con relación a la señorita Babelay.
Andrea Babelay tenía diecinueve años y era más pobre que una rata. Parece que no era extremadamente seductora, pero para un hombre maduro, poseía al menos la magia de su fresca juventud. Landrú la conoció en el «metro» y sin más ceremonias la instaló en un pisito que alquiló en la calle de Maubeuge. Cuando la condujo a «Villa Ermitage» en Gambais, pocas semanas antes de su encuentro con Fernanda, no la consideraba seguramente como un «asunto interesante», pues sabía que no tenía un céntimo.
Sin embargo, no salió jamás de allí y con toda certeza fue asesinada, pues su nombre figuró en el acta de acusación. Pero, al revés que todas las demás mujeres de este expediente, excepción hecha de una tal señora Pascal, ella no murió para engrosar los caudales de Landrú. Del mismo modo que Mary Rogerson, asistenta de niños, pereció a manos de Ruston, ella murió también porque, por casualidad, había visto demasiadas cosas y era preciso silenciarla. Andrea Babelay no fue más que un amorío que acabó mal.
Como ella, también Fernanda participaba de la vida sexual de Landrú, pero el destino no se le mostró tan cruel como a Andrea Babelay. El idilio no tuvo desenlace trágico; al contrario, se transformó en amor.
Fernanda, una excepción
Fernanda Segret no era una muchacha de vida equívoca, siempre y cuando no se la juzgue según las reglas monásticas. Durante algún tiempo, pese a sus íntimos y ocultos deseos, resistió el asedio de Landrú, pero una promesa de matrimonio acabó con su resistencia. La maniobra comercial de Landrú era útil también para el amor. Los ritos tradicionales tranquilizaron a la joven y Landrú desempeñó a maravilla su papel de novio. Sólo después Fernanda la acompañó a Gambais, y en esta ocasión se sacaron los billetes de ida y vuelta; y sólo después aceptó ella compartir un piso con él, cuando el hombre tenía tiempo, en la calle Rochechouart.
Quienes conocen la psicología femenina no se sorprenderán al saber que, una vez terminadas las ceremonias de los esponsales, Fernanda no insistió en obtener más ventajas. Para una jovencita que intenta sólo satisfacer sus deseos sensuales, afianzados en un impulso sentimental, el matrimonio no tiene el mismo atractivo que para una mujer que le dobla la edad.
Landrú había pronunciado un juramento sagrado y los convencionalismos quedaban a salvo. Compartían el mismo lecho, y sus deseos quedaban satisfechos. Los juegos ilegítimos tienen un sabor particular, sobre todo cuando se cree que van a ser duraderos. Cuando se junta todo esto a la edad de Fernanda, se puede aplazar para más tarde el supremo sacrificio de la libertad.
Landrú nada hacía para enturbiar la situación, pues ninguna razón tenía. Se sentía feliz. Deseaba a Fernanda con toda su alma como amante; pero no podía, aunque lo hubiera querido, tenerla como esposa. Las imperiosas necesidades de su vida coincidían así con la tolerancia de Fernanda. Ni discutían ni se encontraban opuestos; al contrario, se entendían a maravilla. Le parecía que Landrú podía ser un amante tierno y delicado. «No tengo ni un solo reproche que hacerle -declaró Fernanda durante el proceso, a la luz de los proyectores-. Lo amaba profundamente y era muy feliz con él.»
En la calle Rochechouart o en «Villa Ermitage», adonde Landrú la conducía a menudo entre uno y otro crimen, llevó Fernanda durante casi dos años la envidiable existencia de una mujer amada con pasión. Con prodigiosa astucia, en el transcurso de estas relaciones, consiguió Landrú ocultar a su compañera la existencia de su familia y la naturaleza de su oficio. Realmente, Fernanda ignoraba ambos aspectos cuando Landrú fue detenido en el piso que compartían.
El amor de Landrú hacia Fernanda era sincero, pero no disminuyó en absoluto la dedicación a su familia. Ahora bien; tenía entonces dos hogares que mantener, en vez de uno, y una necesidad cada vez más apremiante de dinero.
Interviene el alcalde de Gambais
Los representantes de la ley no detuvieron a Landrú hasta 1919, el doce de abril, sólo ocho días después de una nueva visita de Fernanda a Gambais. Al contrario que Andrea Babelay, la despreocupada Fernanda no sospechaba nada y fue esta ignorancia lo que la salvó. Por intensos que fueran su amor y su deseo, estoy seguro de que Landrú no hubiera arriesgado su cabeza. Pero en Gambais todo ocurría apaciblemente y los dos amantes regresaban a París en perfecta armonía.
Las denuncias habían tardado tanto en llegar que Landrú ni siquiera pensaba en ellas, arrullado como estaba por la euforia del criminal a quien la suerte le acompaña siempre. Sin embargo, el hecho sobrevino por lo único que había temido y procurado evitar siempre: un encuentro casual con alguien que sabía o adivinaba demasiadas cosas de él. Había suprimido sistemáticamente los testigos más peligrosos, pero Landrú no podía asesinar a todas las personas que conocía. Y esto ocurrió precisamente con una mujer sencilla que, para mayor asombro suyo, fue la causa de su derrumbamiento y ejecución.
La señorita Lacoste era la hermana de la señora Buisson, una de las víctimas de Landrú. La señora Buisson pertenecía a lo que pudiera llamarse el tipo medio femenino en la carrera profesional de Landrú; llegó a Gambais -y desapareció allí- en 1917. Su hermana Lacoste, una sirvienta, se inquietó mucho pero no sabía qué hacer. Por fin, se decidió a escribir al alcalde de Gambais, pidiéndole que la ayudara a encontrar una viuda de cierta edad, que algún tiempo antes, había ido a la «Villa Ermitage» con un hombre barbudo llamado Fremyet.
El alcalde de Gambais estaba todavía interesado en esta investigación cuando recibió otra carta parecida a la primera. Era también de una mujer que trataba de encontrar a una hermana viuda, la señora Collomb, que en 1917 se había trasladado a la «Villa Ermitage», también con un hombre barbudo, llamado Cuchet, y que, al igual que la señora Buisson, no había vuelto a aparecer.
El alcalde prosiguió sus investigaciones. Se enteró de que el ocupante de «Villa Ermitage», conocido en Gambais con el apellido Dupont, había desaparecido sin dejar dirección alguna. Pero sus señas personales coincidían por entero con las de los señores Couchet y Fremyet.
Aquellas aguas eran demasiado profundas y turbias para el alcalde, y decidió que los profesionales resolvieran aquel enigma. Éstos no se sorprendieron demasiado; pues tenían ya un voluminoso fichero de mujeres desaparecidas, con indicios y pistas que llevaban todas a la misma dirección. Pero los indicios eran insuficientes, las pistas se borraban de repente y el fichero parecía olvidar el asunto. Nuevas desapariciones confirmaban la teoría sin proporcionar hechos concretos, y unas gestiones poco minuciosas en Gambais y en Vernouillet no dieron resultado satisfactorio. Una orden de arresto contra un señor X, llamado también Fremyet, apenas significó otra cosa que un simple gesto para demostrar la buena voluntad de los investigadores.
Esta situación hubiera podido durar años o incluso quedar definitivamente olvidada, si al fin una coincidencia, bastante previsible, no se hubiera producido. El 11 de abril, tras sus entrevistas con la policía, la señorita Lacoste pasaba por la calle de Rivoli. De pronto sus ojos tropezaron con un hombre barbudo que llevaba cogida del brazo a una joven muy linda y rubia.
Un desayuno interrumpido
Landrú no sospechó siquiera que había sido reconocido. Entró en unos almacenes con Fernanda, examinó los objetos expuestos, encargó un servicio de mesa y salió con paso indolente sin percatarse de aquella mujer que lo seguía.
Fuera ya de los almacenes, ella lo perdió de vista, pero era un detalle sin importancia. Landrú había dejado la dirección de su domicilio al vendedor, para que le entregaran allí su encargo. A la mañana siguiente, a las siete, el señor Guillet -es decir, el «Luciano» de Fernanda- salió de su piso de la calle de Rochechouart para comprar el periódico. Cuando regresó, Fernanda tenía ya hecho el café y la feliz pareja se dispuso a saborearlo.
-¿Bastante fuerte?
-Sí, querida.
-¿Bastante caliente?
-Sí, querida.
Landrú no levantó el rostro; estaba mirando los pequeños anuncios del periódico.
-Voy a vestirme -advirtió Fernanda, y se dirigió al dormitorio.
Landrú prosiguió su tarea diaria y apuntó una o dos notas. Se hallaba tan absorto que no advirtió pasos en el rellano. De repente se oyeron dos golpes característicos en la puerta.
-¿Quién está ahí?
Sin responder siquiera, llamaron de nuevo. Con cierta precaución, Landrú entreabrió la puerta. Unos robustos mocetones la abrieron del todo y entraron. Dos de ellos sujetaron a Landrú por los brazos, y su jefe tomó la palabra.
-¿Fremyet?
-Guillet -corrigió Landrú.
-Fremyet, Guillet, Cuchet o Dupont, llámese como quiera… Queda usted detenido.
-¿De qué se me acusa?
-De asesinato.
En el momento de la detención, los asesinos suelen tener reacciones inesperadas.
-!Oh!-exclamó Landrú-. ¡Oh, señor comisario! Es una cosa terrible acusarme de asesinato. Esto puede conducirme a la guillotina.
-¡Registradle! -ordenó el comisario.
Trató primero de ocultar la pequeña agenda negra de hojas separables, e incluso trató de arrebatársela, pero ellos se la habían encontrado y no quisieron devolvérsela. Era el tipo de agenda que todo hombre de negocios suele llevar consigo. Pero ésta contenía el resumen abreviado de los crímenes de Landrú, con la mención reveladora de los billetes ferroviarios de «sólo ida» a Gambais.
Investigación en marcha
La policía tenía ya el hombre, pero todavía le faltaban pruebas. Demostrar que muchas mujeres que se habían marchado con Landrú habían desaparecido, ya era bastante, pero comprobar que las había asesinado o incluso que habían muerto, era ya tarea más difícil. Al fin y al cabo, el asesinato no era la única explicación posible.
Para pasar de la certeza moral a las pruebas legales los detectives tuvieron un arduo trabajo. La simple inspiración sirve de bien poco, en general, en asuntos criminales, pese al clásico ejemplo del célebre inspector Maigret. Con mucha más frecuencia una labor concienzuda y una inagotable paciencia llevan a algún resultado positivo.
Estas dos cualidades se derrocharon en el curso de las pesquisas a las que la señorita Lacoste infundió nueva vida. Se montó un plan complicado de encuestas e indagaciones. No sólo se registraron más a fondo las casas de Landrú en Vernouillet y en Gambais, sino que pudieron también examinarse sus restantes residencias: en Clichy, donde vivían su mujer y sus hijos; en la calle Rochechouart, donde había vivido con Fernanda Segret; en la calle de Châteaudun, piso donde acudía algunas veces; diversos garajes, desde donde dirigía y quizás enmascaraba sus operaciones comerciales. Pero el resultado tampoco fue el que se esperaba.
Se encontraron sospechosas vestiduras de mujeres, de extraordinaria variedad. Cabellos postizos; que también infundían sospechosas. Papeles con gran diversidad de nombres femeninos: más sospechosos todavía. Estafas basadas en promesas de matrimonio, demostradas documentalmente. Pero cuando Fremyet, Cuchet, Dupont, etc., etc. fueron identificados con Landrú, los policías apenas si supieron más que antes. ¿Hasta dónde había llegado en la ejecución de estas estafas? Se buscaban pruebas de crímenes mucho más graves que la simple indelicadeza.
La pieza que ofrecía mayores esperanzas probatorias fue una especie de cocina económica, que podríamos llamar horno. Este armatoste parecido a una caja, de noventa centímetros de altura, había sido instalado por Landrú en Gambais. Los expertos cribaron en un cobertizo y en el jardín, las cenizas halladas en este crematorio, y las examinaron minuciosamente. La investigación empezaba a dar sus frutos. Se encontraron centenares de fragmentos de huesos humanos y dientes. Los expertos comprobaron que estos restos pertenecían por lo menos a tres seres humanos, cuyo sexo no pudieron determinar con exactitud. Los broches de vestidos mezclados con los huesos sólo proporcionaban una pista no del todo segura.
En la comisaría de policía, la agenda fue examinada con gran atención, junto con los demás documentos que Landrú había conservado. Revelaron nombres de ciento sesenta y nueve mujeres, y posteriormente otros datos descubiertos incrementaban la cifra hasta doscientas ochenta y tres, con quienes, sin duda alguna, había concertado entrevistas. Fueron halladas todas e interrogadas a excepción de diez. Los apellidos de estas diez, comprendidas Buisson, Collomb, Cuchet, por supuesto, aparecían escritos con lápiz y con letra de Landrú en la primera página de la agenda. El undécimo nombre que completaba la lista, el del hijo de la señora Cuchet, constituía también una pista, pero no una prueba.
Ahora quedaba planteada la primera cuestión: ¿qué diría Landrú?
La obstinación, arma defensiva
Ciertos criminales concienzudos se trazan un plan concreto y detallado para aplicarlo en caso de probable confrontación. Otros, se dejan llevar de la improvisación o la inspiración del momento.
Dado el carácter de Landrú, estoy seguro de que en cualquier época de su vida se entretuvo en elaborar un plan, aunque, después de tan larga impunidad, este plan pudo ser casi abandonado u olvidado. Esto podría explicar la relativa incongruencia de las primeras palabras que pronunció en el momento de ser detenido. Pero pronto recobró la serenidad y recurrió a la estrategia que tenía ya pensada. «Solo hablaré en presencia de un abogado», declaró pocos minutos después. En seguida pudo comprobarse que estas palabras no respondían en nada a la realidad. Pues a fin de cuentas, nunca habló del todo.
En Francia los procedimientos judiciales en lo criminal, son bastante diferentes de los ingleses, sobre todo en los comienzos del proceso. En vez de audiencia pública ante un magistrado, o varios magistrados, para decidir si las pruebas permiten incoar una acusación, se encarga un juez de instrucción de interrogar al acusado personalmente y tratar de arrancarle confesiones.
Un procedimiento capaz de todos los abusos. El acusado sólo cuenta como protección con el silencio o algo equivalente, silencio que exige a menudo una voluntad de hierro. Landrú poseía esta férrea voluntad y la utilizó. Todas las tentativas para obtener confesiones de sus propios labios resultaron rotundos fracasos. Estos primeros interrogatorios, siguiendo los métodos franceses, se efectuaron con una lentitud desesperante.
El proceso oficial de Landrú no se inició hasta treinta y un meses después de su detención, y durante todo este tiempo opuso al juez de instrucción un silencio obstinado: «No sé nada»; «usted me acusa, luego es usted quien debe hallar las pruebas». Sin duda alguna, el juez de instrucción estaba tan fatigado con tales respuestas como el mismo Landrú con las preguntas que las provocaban.
Sin embargo, Landrú era lo bastante perspicaz para inclinarse ante lo inevitable y hacer concesiones que nada aportaban a la acusación. Por ejemplo, confesó que había conocido a las mujeres desaparecidas, y cuando lo consideraba oportuno incluso avanzaba una explicación positiva: esto ya no era estrategia, sino simple táctica. La señora Cuchet había abandonado Vernouillet para irse a Inglaterra donde su hijo esperaba alistarse en el ejército inglés. La señora Buisson se había ido a los Estados Unidos a trabajar en un bar americano. Sin embargo, con frecuencia tendía a divagar: «Soy un caballero galanteador» «Soy hombre de honor y no revelaré los secretos de mis amigas».
Pero con mayor frecuencia repetía su primera tesis: «Yo sé nada», «Nada tengo que decir», «No responderé».
Desarrollo del proceso
En el proceso de Landrú no hay nada ejemplar, si no es su inicio, para quienes están acostumbrados a lo largo de su vida a una actuación diferente. Si algún reproche se le puede hacer, aunque en vez de reproche sea tal vez simple prejuicio, no recae sobre los magistrados ni los abogados.
El presidente, el consejero Gilbert y sus dos asesores, el fiscal o abogado general para la acusación y el abogado defensor, el docto Moro-Giafferi, todos cumplieron su deber con integridad y competencia e incluso el defensor con indiscutible brío. En mi opinión, lo que entorpecía el desarrollo del proceso no se debe imputar a defectos de parte alguna, sino al sistema.
La historia de Landrú, incluidas sus anteriores condenas, fue revelada desde sus comienzos a los miembros del jurado. Robos y estafas fueron añadidos al acta de acusación y presentados simultáneamente. Se permitían las declaraciones basadas en testimonio ajeno: «alguien dijo … », «me contaron que … » No hubo resumen de los debates para exponer las pruebas, ni derecho alguno de apelación, salvo por vicio de forma.
El interrogatorio principal era dirigido por el presidente y se concentraba en Landrú. La influencia de los abogados, en esta fase, quedaba excluida y no pudieron ejercerla hasta el momento de sus alegatos finales. Como otros grandes procesos franceses, también este se convirtió esencialmente en una serie prolongada de preguntas al acusado.
Landrú resistió aquel embate con aplomo y sin perder la serenidad. Se mostró más locuaz y expresivo que ante el juez de instrucción, como si la presencia de la multitud lo incitase a hablar. Toda aquella multitud que se apretujaba para verlo más de cerca, halagaba la vanidad de Landrú, sobre todo porque allí acudían, día tras día, gran número de importantes señoras de la alta sociedad, las damas de moda entonces. Princesas, duquesas, actrices célebres, estaban allí presentes y se llevaban consigo su almuerzo frío y su perrito.
A medida que el proceso avanzaba, se disputaban los asientos cada vez con mayor animosidad, y las grandes señoras no desdeñaban humillarse para poder obtener un buen lugar. Landrú, el eterno galante, comentaba, entre indulgente y cínico: «Si alguna de estas damas desea mi asiento se lo cedo de buena gana».
No obstante, aunque la multitud pudo influir en la actitud de Landrú, sin embargo no causó mella alguna en su carácter. Acogió las preguntas del presidente, del mismo modo que la de su antecesor. Interrogado sobre la desaparición de la señora Cuchet, respondió: «Es la policía quien tiene que encontrarla».
Al preguntarle sobre la desaparición de la señora Héon, se limitó a responder: «Repito: tráigame la prueba del crimen». Le interrogaron sobre la desaparición de la señora Collomb y alegó: «Es un secreto entre ella y yo». Al preguntarle sobre la desaparición de la señora Jaume dijo: «Espero una prueba de mi crimen, entonces me defenderé».
Por más que insistían, Landrú no se desviaba ni un ápice de su línea de conducta.
Una defensa encarnizada
El hecho de que Landrú añadiera algunos detalles a sus explicaciones cuando lo consideraba oportuno, por ejemplo, al intentar conciliar su conducta con su inocencia, no disminuyó el peso de esta afirmación.
¿Por qué buscaba contactos con tantas mujeres de cierta edad? Para ver si ellas le querían vender sus muebles. ¿Por qué reclutaba sus clientes por medio de agencias matrimoniales? Se trataba de una pequeña astucia comercial que halagaba su vanidad. ¿Por qué había abandonado «The Lodge» de Vernouillet donde estaba rodeado de vecinos, y se trasladó a «Villa Ermitage» de Gambais, donde se hallaba prácticamente aislado? Únicamente por razones económicas. ¿Por qué se había apresurado a comprar una cocina-crematorio? Porque sólo se podía instalar una cocina sencilla. ¿Por qué tomó billete de «ida y vuelta» y billete de «ida solo» para Gambais? (El presidente, que disponía de varios ejemplares para escoger, no hizo alusión más que al caso de la señora Collomb). Porque sus negocios le llamaban casi inmediatamente a París, mientras que la señora Collomb tenía deseos de descansar en Gambais. (Hubiera sido descortés tomar billete de regreso para ella, y hubiera equivalido a despedirla).
El examen atento de estas explicaciones nos demuestra cómo Landrú procuraba no revelar nada en ellas. Podían ser tenidas por la defensa como razonables y convincentes, o bien sancionadas por el fiscal como engañosas y absurdas. Pero tales explicaciones no suscitaban nuevas preguntas. La lentitud del proceso operaba en favor del acusado, y el examen de las declaraciones resultaba cada vez más difícil a medida que se alejaban los acontecimientos objeto de las mismas.
Con una prudente mezcla de reflexión e intuición, Landrú explotaba su situación con hábil sagacidad. Se acercaba temerariamente a la zona peligrosa, pero jamás penetraba en ella. Se arriesgaba a pasar a la ofensiva cuando se creía en posición ventajosa y cuando el propio fracaso no podía menos de favorecerle. Todas sus maniobras estaban tan hábilmente calculadas que sorprenden y admiran. La sangre fría que ponía al servicio de sus intereses no le abandonó hasta que sus adversarios intentaron presentar a su mujer y a sus hijos como cómplices de sus crímenes.
La familia en el proceso
Landrú había descubierto ya su punto flaco. En el transcurso de la prolongada requisitoria del juez de instrucción, la esposa de Landrú y su hijo mayor fueron detenidos y encarcelados. El motivo de la acusación, en la que el hijo sólo figuraba como una sombra, estribaba en que la señora Landrú había usurpado el nombre de dos de las mujeres desaparecidas para conseguir sus bienes, en provecho de su marido. Ante los cajeros de las empresas bancarias, se deshizo en un mar de lágrimas. «Sí, he obrado mal -sollozaba-, fue sin querer. Yo soy una mártir y no una criminal. Mi desgracia ha sido amar demasiado a mi marido». Landrú, el «hombre galante», demostró hallarse a la altura de las circunstancias.
Al juez de instrucción le dijo que las personas desaparecidas se hallaban «de viaje». La firma de su mujer era una simple formalidad. «Si constituye un delito castigado por la ley, yo soy aquí el único culpable. Mi esposa no hizo más que obedecer mis órdenes. Ella ha sido sólo un instrumento inconsciente, y mi hijo también». El hombre que replicaba con un enigmático encogerse de hombros, cuando se hallaba solo en el juego, recobraba toda su elocuencia para defender a los suyos.
No cambió de tono ni bajó la voz en la sala del tribunal. Su mujer y su hijo habían sido puestos en libertad hacía ya siete meses, y aunque su prisión pertenecía ya al pasado, Landrú, sin embargo, se irritaba aún como si hubiera ocurrido la víspera. Cualquier leve alusión a este asunto lo transformaba y la cólera le hacía olvidar su sangre fría: «¡Protesto! -gritaba vehemente, perdiendo su compostura e impasibilidad-. ¡Protesto de la persecución a que está sometida una mujer inocente!»
El imperturbable, el frío e inconmovible Landrú, «de corazón más duro que la piedra», como decía un espectador, golpeaba su pecho con los puños cerrados para infundir mayor energía a sus palabras. La multitud que llenaba la sala, rió a carcajadas aquel día como si asistiera a la cabal representación de un actor profesional.
Pero su cólera no era lo que se dice una comedia, ni estaba calculada de antemano. Esta airada protesta era la expresión de una ternura que tantos años de crímenes no habían logrado asfixiar.
Asesino profesional
Crímenes cometidos «en serie», ejecutados por un profesional, porque él no era otra cosa. Se apruebe o no el mecanismo judicial que lo sentenció, la culpabilidad de Landrú fue comprobada y no quedó la menor sombra de duda.
Las pruebas consistían -no es ésta la primera, ni será la última vez- en una combinación de elementos entremezclados, más que en un solo detalle concluyente. No provocaron el veredicto de culpabilidad por sí solas, ni la compra del horno crematorio, ni las hogueras, el humo nauseabundo o el polvo negro.
Tampoco lo llevaron, por sí solos, a la muerte, los vestidos y papeles en posesión suya, ni las listas de nombres de su agenda, ni siquiera los fragmentos de huesos humanos que se hallaran en las cenizas. Lo que constituía una terrible acusación era la evidencia que se desprendía del conjunto: las desapariciones, la cocina, las hogueras, el humo nauseabundo, el polvo negro, los vestidos, los papeles, las listas en la agenda y los huesos en la ceniza, todo un bloque. Si todo este cúmulo de detalles, por sí solo, hubiera convencido al jurado, nadie hubiera manifestado la menor sorpresa.
Sin embargo, como era natural, el fiscal no se conformó sólo con esto.
Así, el fiscal preguntó: ¿Cómo explicar que el caudal de Landrú se enriqueciera con sumas iguales a las que perdían las mujeres desaparecidas? La señora Jaume, por ejemplo, marchó a Gambais y se evaporó en el transcurso del mes de noviembre de 1917. Ella se llevó de París la suma de 274,60 francos, y el 26 de noviembre de 1917, Landrú tenía 274,60 francos de más en su poder.
Puede que sea simple coincidencia, pero de esas que cortan el aliento. Sin embargo, las coincidencias que se repiten demasiado engendran, al fin, el escepticismo y, en buena ley, tantas coincidencias juntas quitan la posibilidad de que sean simples y meras coincidencias.
Se produjeron hechos concretos, que por sí solos podían inclinar la balanza, pero, por encima de todo, flotaba como una nube de imponderables que acaso ejercieron su acción decisiva en el espíritu de los miembros del jurado. Confieso que hasta mis dudas más insignificantes se disiparon.
No era sólo una mujer la que había desaparecido, ni siquiera dos o tres, sino diez las que se habían esfumado sin dejar rastro, según los cálculos más moderados del fiscal, y sin contar, además, con el hijo de la señora Cuchet. Eran once personas adultas que podían leer los periódicos mientras la crónica de las aventuras de Landrú se divulgaba por todo el mundo.
¿Era materialmente posible que todas ellas estuvieran vivas y que ningún periódico cayera en sus manos? ¿Era también posible materialmente que si alguna se hubiera enterado de la cruel situación de Landrú permitiera que muriese en el cadalso? ¿Que alguna no gritara «¡Eh, que estoy viva!»? No; la respuesta es que no. Un no categórico.
¿Estamos en lo cierto? Supongamos que este razonamiento fuera falso. Aun en el caso de que tales desaparecidas no sintieran simpatía alguna hacia Landrú, ¿por qué no mantenían ningún contacto con sus respectivas familias? «Si mi hija viviera -afirmaba la madre de la señora Collomb- me habría enviado noticias. Nos quería muchísimo y estaba consagrada por entero a sus padres. Su padre murió de pena por haberla perdido.» La madre de Andrea Babelay decía: «Ella no nos hubiera jamás dejado sin noticias durante cuatro años». Y el cuñado de la señora Buisson hacía constar que «ella nunca hubiera dejado de escribir a su desgraciado hijo, que está ahora ciego».
Pero todas las víctimas permanecieron silenciosas como una tumba.
El epílogo de la monstruosidad
Landrú fue ejecutado el 23 de febrero de 1922. Pocos instantes antes, declaró: «Está bien: no es la primera vez que se condena a un inocente». De este modo, demostró hasta en el último momento su capacidad para fanfarronear.
Desde el punto de vista material o de cualquier otro, no sacó gran cosa. Sus asesinatos, perpetrados durante cuatro años, le proporcionaron aproximadamente unos 35.000 francos, el equivalente a un modesto salario semanal. En cambio, las consecuencias para su propia familia, cuya estimación tanto deseaba, fueron un divorcio continuo e incluso un cambio constante de apellido.
El caso de Landrú nos demuestra que el crimen no es rentable en el mejor de los casos.
Henri Landru
Alain Monestier – «Los grandes casos criminales»
El «Señor de Gambais»
No se puede hablar sin un deje de humor de aquel cincuentón veleidoso. Sus amores que se desvanecían en humor tenían un encanto bucólico que constituyó su éxito.
Varias decenas de años después de que su cabeza de sátiro barbudo rodara en la cesta de la guillotina, la gloria de Désiré Landru no ha perdido nada de su lustre. A pesar de los Petiot, los Haarmann y demás Dennis Nilsen que le han sucedido aventajándole muchas veces en horror, el ilustre «Señor de Gambais» sigue siendo para el público, y no sólo en Francia, el personaje referencia al cual se comparan de buena gana los otros asesinos de la misma familia. Es todavía la encarnación más perfecta y fascinante del mito Barba Azul.
Unos principios mediocres
Henri Désiré Landru nació en 1869 en una honrada familia de la pequeña burguesía parisiense. Su padre era un modesto industrial y su madre ejercía el oficio de costurera. Los dos esposos vivían felices compartiendo el mismo gusto por el trabajo y la religión. Después de unos estudios muy serios con los frailes de las Escuelas Cristianas, el joven Désiré entró en un despacho de arquitectura y empezó a ganarse la vida.
Fue a los veinte años, según se cree, cuando hizo su primera conquista amorosa en la persona de una prima, de la que tuvo un hijo. Como buen chico que aún era, se apresuró a casarse con aquella joven que había «deshonrado» y se fue de inmediato a cumplir con sus obligaciones militares. A su regreso del ejército, y para subvenir a las necesidades de su pequeña familia, abrió un despacho de arquitectura y empezó a dedicarse a sus primeras estafas.
Entre 1902 y 1914, Désiré tuvo tres hijos más de su mujer. Unos delitos bastante mediocres le valieron tres penas de cárcel sucesivas y acarrearon la muerte de su padre que, avergonzado, prefirió poner fin a su vida antes que soportar semejante deshonra. Esta inclinación por la estafa quizá no habría hecho de él un gran criminal si la guerra de 1914-1918 no le hubiera brindado la oportunidad de dar libre curso a su talento.
Las gangas de la guerra
Con las tremendas hecatombes que diariamente se producían en el frente, el número de mujeres desasistidas y de viudas de guerra aumentaba constantemente. Cada día Landru podía ver en el periódico alargarse la lista de los anuncios matrimoniales: Señora sola… busca compañero…. tantas aflicciones que sólo desearon ser consoladas.
Aquella lectura fue para el ingenioso Désiré una auténtica revelación. En un chispazo, comprendió lo que un hombre como él -atractivo, aún joven pero sin movilizar y teniendo además un sentido excepcional de la organización- podría sacar de semejante situación. Se puso manos a la obra sin más tardar. Desde el año 1914, Landru hizo publicar en el periódico un anuncio que decía así: Señor serio desea casarse con viuda o mujer incomprendida entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años.
Recibió inmediatamente una gran cantidad de cartas rebosantes de poesía y aflicción, que clasificó en unos grandes ficheros para estudiarlas y seleccionarlas con un espíritu de método casi enfermizo. Las fichas de candidatas apuradas llevaban la mención S.F. (sin fortuna); eran inmediatamente apartadas. A las demás les enviaba una respuesta para recoger más información y asegurarse de la rentabilidad del idilio que podía ocasionalmente trabar.
La primera conquista que le procuró aquel método fue la de una viuda de treinta y nueve años, llamada Jeanne Cuchet. Tenía unos ahorros consistentes, vivía con un hijo de diecisiete años y tenia una urgente necesidad de afecto. Landru la sedujo inmediatamente con su exquisita cortesía y su aspecto de señor «como Dios manda». Dijo llamarse Diard, haber sido echado de Lila por la ocupación alemana y ejercer el oficio de inspector de correos. No sólo le prometió casarse con ella, sino que también prometió conseguir para el chico un empleo estable y con futuro en la administración. La viuda creyó soñar. Aceptó a ciegas y siguió a su novio hasta el apartamento que él había alquilado en Vemouillet para anidar sus amores.
Madre e hijo desaparecieron sin dejar huella y sin provocar por otra parte la menor investigación por parte de una policía reducida en número y de todos modos demasiado ocupada en perseguir a los desertores. El método Landru era perfecto.
Animado por aquel primer éxito, el amable donjuán se apresuró a renovar la experiencia y lo hizo a gran escala, llevando a cabo simultáneamente varias aventuras «sentimentales». Entre 1915 y 1919, hizo, interpretando siempre el mismo guión, nueve conquistas sucesivas. La mayoría de sus «novias» eran viudas cuya edad variaba entre cuarenta y cinco y cincuenta años y que, consumidas por la soledad, no salían de su asombro ante su buena fortuna. Estaban dispuestas a creer todas las charlatanerías de su futuro esposo. Utilizando un encanto que, se dice, era muy grande, Landru se encargaba de sus negocios, se hacía confiar por sus víctimas todas las joyas, muebles y ahorros que tenían, y luego se las llevaba a pasar una luna de miel al campo.
En Gambais
La mansión de Vernouillet no presentaba las garantías de discreción necesarias -sus vaivenes habían acabado por intrigar a los vecinos- y Landru la abandonó y fue a alquilar en Gambais un pabellón florido llamado «La Ermita», lugar ideal para esconder sus amores.
La industria de Landru habría podido seguir así durante mucho tiempo. Désiré hacía sus conquistas en París y venía de vez en cuando a pasar el domingo en Gambais, pero llevaba por lo demás una vida casi «normal»; visitaba (muy regularmente) a sus hijos, mostrándose con ellos un padre atento, y regalaba a su mujer unas joyas cuya procedencia nunca le indicaba.
Acabado por su manía
Todo se echó a perder cuando las familias de las desaparecidas empezaron a manifestar su preocupación. Fueron primero los familiares de la Sra. Collomb, la quinta novia, que escribieron al alcalde de Gambais para pedir noticias de la joven y de un tal señor Dupont con quien había sido vista por última vez. Algún tiempo después, la familia Buisson pidió a su vez noticias de su parienta, la séptima conquista, de un tal Frémyet que la había llevado a Gambais. El alcalde no había oído nunca hablar del Sr. Frémyet, pues era con el nombre de Dupont con el que Landru había alquilado «La Ermita».
La policía se encargó del asunto. Abrió inmediatamente una investigación que prometía ser difícil, pues la filiación del misterioso seductor no podía ser más aproximativa: calvo, barba negra, estatura mediana. Pero el azar, como ocurre a menudo, facilitó las cosas. Efectivamente, por una casualidad extraordinaria, la hermana de la Sra. Buisson se cruzó con Landru el mismo día en que la denuncia «contra X» había sido presentada.
Acompañado por una nueva conquista, Fernande Segret, estaba comprando porcelanas en una tienda de la calle de Rivoli. La policía interrogó al comerciante. El hombre había dejado su tarjeta: «Lucien Guillet, 76, calle Rochechouart.
El 13 de abril de 1919, Le Petit Journal publicaba el artículo siguiente: «La primera brigada móvil ha detenido ayer, en París, a un individuo elegantemente vestido, casi calvo, pero con una abundante barba negra. El individuo se ocultaba desde hace varios años bajo nombres falsos. Se llama Henri Landru. Está actualmente inculpado de robos con agravantes y de estafas, pero cargos más graves pesarán sobre él.»
Los policías fueron a Gambais. Descubrieron la cocina, el cobertizo donde Landru amontonaba los muebles de sus víctimas, cantidad de ropas femeninas y algunos gramos de osamentas humanas calcinadas. Pero las pruebas convincentes que más les interesaron fueron sus ficheros, y sobre todo la libreta en la cual, como auténtico maníaco del ahorro, había anotado cuidadosamente el precio de los billetes de ferrocarril de París a Gambais.
La gloria del proceso
El proceso de Landru duró dos años. Tuvo un éxito sorprendente. Después de cuatro años de una guerra sanguinaria, fue para el público la ocasión de cambiar un poco de preocupaciones. La personalidad de aquel hombrecito calvo y barbudo, con perfil de pájaro, que negaba con calma, bromeaba con cinismo y daba en todo momento muestras de la más delicada cortesía, hizo las delicias de los periodistas.
El acusado ejerció sobre el público una fascinación asombrosa. En su celda, donde estudiaba sus expedientes con una calma angélica, Landru recibió de sus admiradoras cajas de bombones, de puros y una multitud de propuestas de matrimonio. En las elecciones de 1919, cuatro mil franceses escribieron el nombre de Landru en su candidatura. Para el «Señor de Gambais», aquello era la gloria.
Los debates fueron seguidos con una pasión tanto mayor cuanto que, si nadie ponía en duda la culpabilidad del acusado, tampoco había contra él ninguna prueba formal. No se había encontrado el cadáver de ninguna de las once personas que habían desaparecido (diez «novias» y el hijo de la Sra. Cuchet). En cuanto a la cocina, no había más que 996 gramos de osamentas humanas reducidas a cenizas. Había grandes presunciones pero ninguna prueba.
A pesar de todo su talento, el Sr. de Moro-Giafferi no logró salvar la cabeza de su cliente. Abierto el 7 de noviembre de 1921, el proceso duró tres semanas. Landru fue condenado a muerte en una sala de audiencia en la que se apiñaba un público selecto.
En la madrugada del 22 de febrero de 1922, la cabeza barbuda, calva y enigmática del «Señor de Gambais» rodaba en el serrín. Sucedió delante de la puerta de la cárcel de Versalles.
De acuerdo con la ley, los efectos pertenecientes al ajusticiado fueron vendidos por la autoridad. El 28 de enero de 1923, los aficionados de reliquias sangrientas se apiñaron en el Palacio de Justicia de Versalles. La cocina fue adjudicada una primera vez por la cantidad de 42.000 francos a un holandés que sin embargo se abstuvo de pagarla. Fue puesta de nuevo en venta y adquirida, esta vez realmente, por un italiano que ofreció 40.000 liras por ella.
*****
Entre los seudónimos que se había fabricado Landru para llevar a cabo sus empresas de seducción, uno ha pasado a la lengua corriente: Tartampion.
Landru durante el juicio: «¡No me crean si no quieren, pero nunca he sabido encender un fuego correctamente!»
Filmografía: «Landru», de Claude Chabrol (1962), con Charles Denner.
Las difuntas de Landru:
- La Sra. Cuchet, viuda, 39 años.
- La Sra. Laborde, viuda, 46 años.
- La Sra. Guillin, 51 años. Era fea, pero acababa de heredar 20.000 francos.
- La Sra. Héon, la primera que fue a Gambais.
- La Sra. Collomb, viuda, 39 años.
- Andrée Babelay, 19 años, guapa y sin dinero. Es la excepción en esta galería y, contrariamente a las demás víctimas, no fue reclutada por anuncio, sino encontrada casualmente en el metro.
- La Sra. Buisson. Virtuosa, tardó dos años en ceder.
- La Sra. Jaume. Muy católica, sólo aceptó las proposiciones de Landru tras la promesa de matrimonio.
- La Sra. Pascal. Joven y guapa, fue la única que desconfió. Unos días antes de irse a Gambais, escribió a su tía: «No sé lo que hay en él, pero me asusta. Su mirada ceñuda me angustia. Parece el diablo».
- La Sra. Marchadier. Una antigua prostituta. Llevó con ella sus tres perros a Gambais; también ellos se desvanecieron en humo…
- Fernande Segret fue el último idilio de Landru. Le amó apasionadamente. Ante la Audiencia afirmó: «Dormía como un niño. Cuántas veces le habré mirado. Su sueño era tranquilo, su respiración regular».
Últimas palabras de Landru a su abogado, el Sr. de Moro-Giafferi: «Le he confiado una causa bien difícil… digamos desesperada… En fin, no es la primera vez que condenan a un inocente». El abogado parece escéptico. Y Landru insiste: «Sí, maestro, digo bien: inocente».
Henri Landru
Última actualización: 15 de marzo de 2015
Ejecutado en febrero de 1922 convicto de una serie de crímenes.
Landrú nació en París en (o alrededor de) el año 1869. Hijo de un fogonero de las «Fundiciones Vulcano» (que desde 1888 trabajó para la firma Masson), estudió en la «Ecole des Frères», donde fue considerado como un niño de gran inteligencia. Más tarde fue admitido como subdiácono en el convento de St. Louis, en I’Isle. A los 16 años siguió un curso en la Escuela de Ingeniería Mecánica.
Hizo el servicio militar en St. Quentin y permaneció en el ejército durante cuatro años, llegando a alcanzar el grado de sargento. Por aquel tiempo sedujo a su prima, Mlle. Remy, de quien tuvo una hija en 1891. Dos años después la hizo su esposa. En 1894 volvió a la vida civil, entrando al servicio de una firma que le exigió una suma como fianza; poco después el director huyó a América con su dinero. Quizá esta experiencia decidió a Landrú vengarse de la sociedad emprendiendo una vida de crímenes.
En 1900 cumplió su primera condena de cárcel por fraude, intentado suicidarse en la prisión. Fue la primera de las siete sentencias que habría de cumplir en su vida. La segunda condena en 1904, fue de dos años, en 1906, la tercera de trece meses y en 1908 la cuarta de tres años. Cuando aún no había terminado de cumplir esta última fue juzgado de nuevo por otro delito cometido anteriormente en Lille, por el que recibió otros tres años. Parece ser que publicó un anuncio matrimonial en un periódico de aquella ciudad a través del cual trabó amistad con una viuda de 40 años, Mme. Izore que, a cambio de sus promesas, le entregó una «dote» de 15.000 francos.
Inmediatamente antes de estallar la guerra del 14 la policía buscaba a Landrú por varios delitos; juzgado en ausencia, fue condenado a cuatro años de cárcel y deportación perpetua a Nueva Caledonia. La sentencia se aplicaría cuando pudiese efectuarse el arresto.
Quizá la guerra decidiese a Landrú a comenzar su «carrera» de asesino, o quizá su soledad. Su madre había muerto en 1910; su padre se había suicidado el 28 de agosto a causa suya.
En 1914 Landrú conoció a una viuda de 39 años, Mme. Cuchet, que trabajaba en una tienda de lencería de la Rue Monsigny y tenía un hijo de 16 años. En aquella ocasión, Landrú se hizo pasar por ingeniero y cambió su nombre por el de M. Diard. Algún tiempo después tuvieron una disputa y Mme. Cuchet pidió a sus padres y cuñado que fuesen a visitar a «M. Diard» para pedirle en su nombre que consintiera en olvidar lo sucedido. Landrú había salido pero los visitantes le esperaron en el salón, donde el cuñado de Mme. Cuchet encontró, guardadas en un cajón, innumerables cartas de mujeres. Cuando aquélla fue informada de que «M. Diard» era un impostor, no quiso creerlo, prefiriendo antes romper las relaciones con toda su familia.
Alquiló una villa en Vernouillet y se trasladó allí con Landrú y su hijo André; poco después en enero de 1915, éste y su madre desaparecían. En el mes de junio anterior, Landrú había abierto una cuenta en un banco de Chaniílly con 5.000 francos; más tarde declaró que aquella suma era parte del dinero que había heredado de su padre. Mme. Landrú recibió por entonces como regalo de su esposo el reloj de Mme. Cuchet. La siguiente «prometida» del criminal fue Mme. Laborde-Line, nacida en Buenos Aires y viuda de un hotelero. Se conocieron a primeros de junio de 1915.
El 21 de aquel mismo mes Mme. Laborde-Line vendió todos sus muebles diciendo a la portera que proyectaba trasladarse a Vernouillet con su futuro marido; allí fue vista por última vez mientras cortaba unas flores. El 26 de junio desapareció; Landrú vendió parte de sus propiedades personales, almacenando el resto en un garaje de Neuilly.
Su tercera víctima fue otra viuda, Marie Angelique Desireé Pelletier, o Mme. Guillin, que vivía en la Rue Crozatier de París. Tenía 51 años y una renta vitalicia de 22.000 francos. Conoció a Landrú a través de uno de sus anuncios matrimoniales, al que contestó el 1 de mayo de 1915. Poco después le visitaba en su villa de Vernouillet, volviendo a París entusiasmada.
El 2 de agosto, después de alquilar su piso y almacenar sus muebles, se instaló en Vernouillet. Unos días más tarde Landrú vendía unos títulos de la deuda de Mme. Guillin. En noviembre y diciembre de 1915, gracias a varias falsificaciones, logró hacerse con los 12.000 francos que aquélla había colocado en el Banco de Francia; para ello utilizó el nombre de Georges Petit y declaró ser el cuñado de su víctima, afirmando que ésta había sufrido un ataque de parálisis y había dejado la administración de sus negocios en sus manos.
En diciembre de 1915, bajo el nombre de M. Dupont y diciendo ser un ingeniero de Rouen, alquiló una casa en Gambais (al sur de París) «Villa Ermitage». Estaba situada al borde de una carretera y a una distancia de 200 ó 300 metros de las viviendas más cercanas.
Su primera víctima después del traslado fue una viuda llamada Mme. Héon, nueve años mayor que Landrú, cuyo hijo había muerto en la guerra y su hija poco antes de conocer al criminal. En septiembre de 1915, Landrú vendía los muebles de Mme. Heon, que no fue vista nunca más desde el 8 de diciembre. Algunas de sus amigas recibieron, hacia esta fecha, postales firmadas por Landrú en que les comunicaba que Mme. Héon no podía escribirlas por el momento. Una de las primeras cosas que había comprado al trasladarse a «Villa Ermitage» fue una gran estufa, en la que quizá hiciese desaparecer a su víctima.
La siguiente habría de ser la causa indirecta de su caída; fue una viuda de 45 años llamada Mme. Collomb, mecanógrafa de una oficina de la Rue Lafavette. Había conseguido ahorrar durante toda su vida 10.000 francos y vivía con un hombre llamado Bernard, que o no quería o no podía hacerla su esposa. El 1 de mayo leyó el siguiente anuncio publicado por Landrú en un periódico:
«Viudo con dos hijos, de 43 años, buena posición, cariñoso, serio y bien relacionado, desea conocer a viuda con propósitos matrimoniales».
Mme. Collomb contestó, afirmando tener 29 años, y pronto recibió una respuesta de «M. Cuchet» (Landrú adoptó esta vez el nombre de su primera víctima). Aunque ella estaba deseosa de llegar a un acuerdo, Landrú la abandonó durante un año. Cuando se volvieron a encontrar, éste la llevó a visitar Gambais y accedió a conocer a su familia, en la cual causó mala impresión.
En noviembre de 1916, Mme. Collomb se trasladó al piso que Landrú poseía en la Rue Chateaudun; pocos días después salían para Gambais, donde recibieron la visita de la hermana de la viuda. Esta desapareció el día de Navidad; el 29 de enero un soldado que se decía hijo de M. Cuchet pagó una factura que aquélla debía y envió unas flores a su hermana, Esta fue la última noticia que recibió de Mme. Collomb su familia; en vista de su desaparición pidieron ayuda al alcalde de Gambais, quien les puso en contacto con la hermana de Mme. Buisson la cual había sido vista también por última vez en «Villa Ermitage». Las dos familias se reunieron y se comunicaron mutuamente sus sospechas.
Este encuentro había de tener consecuencias más tarde. Mientras tanto, Landrú se ocupaba de su nueva víctima, que había de constituir uno de los aspectos más extraños del caso. Se trataba de una sirvienta de 19 años que trabó conocimiento con el criminal en enero de 1917, un día que se encontraba llorando en una estación de metro y éste se acercó a interesarse por ella; había discutido con su madre, no tenía dinero y la habían despedido de la casa donde trabajaba.
Landrú le ofreció su habitación de la Rue Mauberge, y el 11 de marzo, la muchacha, cuyo nombre era Andrée Babelay, visitaba a su madre para decirle que pronto contraería matrimonio.
El 29 de marzo la pareja se trasladaba a Gambais; Landrú sacaba un billete de ¡da y vuelta para él y uno de ¡da solamente para su prometida.
Desde el 12 de abril no se la volvió a ver, aunque su documentación fue hallada más tarde en poder de Landrú. Puede suponerse que éste comenzó su amorío con su habitual avidez por experimentar nuevas sensaciones sexuales; cuando se cansó de Andrée terminó con ella de la forma acostumbrada. Durante el proceso, el fiscal sugirió que quizá la muchacha había encontrado algo en «Villa Ermitage» que decidió a Landrú poner fía a su vida.
La siguiente víctima fue Mme. Buisson, una viuda nacida en 1871 y que poseía una pequeña fortuna de 10.000 francos. Comenzó a tener correspondencia con Landrú en mayo de 1915. Al fin se conocieron; la cortejó durante seis meses, desapareciendo después durante otros seis, diciéndola a su vuelta que había estado en Túnez en viaje de negocios.
En julio de 1917, Mme. Buisson le presentó (bajo el nombre de Fremyet) a su madre y su hermana. Desde entonces trató de alejarla de su familia lo más posible. En junio, su «prometida» encargaba un traje de novia a su modista. El 19 de agosto, Landrú sacaba dos billetes para Gambais, uno de ida y otro de ida y vuelta; aquella fue la última vez que Mme. Buisson fue vista con vida.
Probablemente fue asesinada el 1 de septiembre, fecha en que el criminal ingresó en su cuenta la cantidad de 1.000 francos. A fines de aquel mismo mes, Landrú tuvo cuidado de solucionar los asuntos pendientes pagando el traje de novia y escribiendo una carta firmada con el nombre de su víctima a la portera de la casa de ésta, quien dudó de la autenticidad de la carta y respondió pidiendo a Mme. Buisson que le repitiese la notificación por teléfono.
Landrú llamó explicando que ésta se había trasladado al «sur». La octava víctima fue una tal Mme. Jaume, mujer profundamente religiosa separada de su marido, que conoció a Landrú, bajo el nombre de M. Guillet, en el verano de 1917 a través de una agencia matrimonial. En septiembre le visitó en Gambais.
El 25 de noviembre de 1917 dejó su casa de la Rue de Lyanes y desapareció completamente. Pocos días después, Landrú ingresaba en su cuenta 275 francos y finalmente el 30 de noviembre se hacía, empleando un cheque falsificado, con el resto de los ahorros de la víctima: 1.400 francos que guardaba en el Banco Allaume.
La subsiguiente fue una viuda de 36 años, Mme. Pascal, mujer bastante liviana. Conoció a Landrú en octubre de 1916 y pronto se había convertido en su amante. Tenía muy poco dinero y sin duda su caso fue similar al de Andrée Babelay. Conocía al criminal con el nombre de M. Forest. El 5 de abril de 1917 se trasladó a Gambais con Landrú (quien había sacado para ella un billete de ida). Pocos días después el asesino vendía sus muebles.
La última víctima de que se tiene noticia fue una tal Mme. Marchandier, propietaria de una pequeña casa de huéspedes en el 330 de la Rue St. Jacques. En 1918, necesitando dinero, escribió a Landrú, a quien conocía por M. Guillet, ofreciéndole la pensión por 7.000 francos. Este no tenía esta cantidad en aquella fecha pero le pidió prestado a su esposa.
El 1 de enero de 1919 pidió a Mme. Marchandier en matrimonio, quien le contestó por carta: «No puedo imaginar nada mejor que vivir en el campo». El 9 de enero, la pareja se trasladó a Gambais; Landrú andaba escaso de dinero y aquella vez sacó los dos billetes sólo de ida, pidiendo prestado dinero a un zapatero, M. Vallet, para los de vuelta. De nuevo en París, Mme. Marchandier vendió parte de sus muebles por 2.000 francos.
El 13 del mismo mes regresaron a Gambais; un conductor de autobús vio a Landrú por los alrededores de «Villa Ermitage» en aquella fecha transportando dos cubos de carbón. Mme. Marchandier, que había llevado a Gambais sus dos perros, de los que no se separaba nunca, desapareció aquel día y no volvió a ser vista más.
El resultado del citado encuentro entre las familias de Mme. Collomb y Mme. Buísson fue un registro de «Villa Ermitage» y, finalmente, una orden de arresto contra Landrú. El 11 de abril de 1919, la hermana de Mme. Buisson, Mme. Lacoste, tropezó en la Rue de Rivoli con el asesino, que acompañaba a una elegante joven; les siguió hasta una tienda donde oyó como aquél encargaba que le fuese enviado a su domicilio una vajilla de porcelana.
Inmediatamente comunicó el hecho a la policía, que descubrió a través del empleado de la tienda que Landrú era conocido como un ingeniero llamado Lucien Guillet y que vivía en el 76 de la Rue Rochechouart. La joven que le acompañaba era Fernande Segret, una dependienta de peletería de 27 años que había conocido al pretendido ingeniero en un autobús y vivía ahora con él convertida en su amante.
El 12 de abril de 1919 se llevó a cabo el arresto de Landrú; en su bolsillo se halló un pequeño «bloc» de notas de tapas negras que contenía observaciones sobre sus once víctimas (incluido el hijo de Mme. Cuchet) y que fue la prueba más importante que se presentó contra él en el proceso.
El registro de «Villa Ermitage» sólo había dado por resultado el hallazgo de tres perros enterrados en el jardín. No pudo encontrarse, en cambio, rastro alguno de las víctimas. (Este es todavía el aspecto más interesante del caso: ¿cómo pudo deshacerse de los cuerpos sin dejar vestigio de ellos?). Landrú no cooperó en lo más mínimo con la policía, declarando que el paradero de los cadáveres era cosa suya y que no era él mismo quien había de probar su culpabilidad, sino el fiscal.
Entre las cenizas de la chimenea de «Villa Ermitage» se encontraron algunas astillas de huesos, pero, en resumidas cuentas, nada que pudiera considerarse una prueba definitiva. El único hallazgo de importancia fue el de documentos y ropas de las víctimas.
Fue juzgado en Versalles del 7 al 30 de noviembre de 1921 (dos años y medio después de su arresto). Sin duda, las autoridades incitaron a la prensa a dedicar gran espacio diariamente al proceso para distraer así la atención pública de la Conferencia de Paz, que iba tomando un cariz desfavorable para Francia.
Landrú, aparentemente, creía que no podrían condenarle si no aparecía por lo menos uno de los cuerpos, y así, su defensa consistió en encerrarse en sí mismo para no traicionarse. Todas las mujeres desaparecidas habían sido sus clientes y si sabía lo que había ocurrido, en todo caso era un secreto entre él y ellas que no tenía por qué comunicar a nadie.
Quizá la obstinación que demostró contribuyó a que el jurado pronunciase un veredicto de culpabilidad y a que fuese condenado a muerte. Como otro criminal de su estilo, Max Gufler, Landrú conservaba toda la correspondencia que había mantenido con las mujeres que respondieron a sus anuncios (169 en total) cuidadosamente archivada.
La policía pudo localizar a todas excepto a las once víctimas mencionadas en el libro de notas.
Algunos testigos declararon que de la chimenea de «Villa Ermitage» salía un humo espeso y de olor fétido. Otro afirmó haber visto a Landrú arrojando algo a una charca durante la noche; un muchacho dijo haber pescado en aquella charca días después un trozo de carne putrefacto.
La aparición de Fernande Segret en la Sala causó una gran sensación. La muchacha contó cómo había conocido al criminal en un autobús en mayo de 1917, cómo había roto por él con un joven de su edad con quien tenía relaciones y cómo, finalmente, Landrú había accedido a casarse con ella. Cuando tuvo lugar el arresto llevaban viviendo juntos más de dos años; quizá Landrú esta vez se había realmente enamorado.
La sesión del 28 de noviembre fue dedicada enteramente a la intervención del fiscal, M. Godefroy; la sala estaba tan abarrotada como todos los días del proceso. El presidente del Tribunal, M. Gilbert, se vio obligado a llamar la atención a los asistentes, que se levantaban y empinaban sobre los demás para poder ver mejor al acusado, diciendo: «Señores, no estamos en un teatro». El defensor, M. Moro-Giafferi, habló con gran brillantez durante dos días; al terminar, muchos opinaban que Landrú nunca sería condenado a muerte. Sin embargo, el jurado no se dejó ablandar. Fue guillotinado el 23 de febrero de 1922.
Landrú llegó hasta el final con dignidad. Durante el proceso conservó en todo momento su sentido del humor; en una ocasión en que una de las asistentes no pudo encontrar asiento en la sala, se levantó y la ofreció galantemente su puesto en el banquillo de los acusados. En sus últimos momentos se negó a recibir la ayuda del sacerdote, diciéndole que se preocupase de salvar su propia alma. Por otra parte, la lectura de su proceso (publicado en «Serie de juicios famosos», de Geoffrey Bles) no deja de provocar cierta irritación; aun cuando las pruebas contra él eran definitivas, continuaba negando saber nada con exasperante persistencia.
Cuando no podía encontrar la explicación adecuada para un hecho cualquiera, replicaba fríamente que era su secreto y que la ley francesa le confería el derecho de silenciarlo. Y en silencio permaneció hasta su muerte.