
Herman Webster Mudgett
- Clasificación: Asesino en serie
- Características: Tortura
- Número de víctimas: 27 +
- Fecha del crimen: 1889 - 1894
- Fecha de detención: 17 de noviembre de 1894
- Fecha de nacimiento: 16 de mayo de 1861
- Perfil de la víctima: Hombres, mujeres y niños
- Método del crimen: Varios
- Lugar: Chicago, Estados Unidos (Illinois)
- Estado: Ejecutado en la horca el 7 de mayo de 1896
El Dr. Holmes
Alain Monestier – Los grandes casos criminales – H. H. Holmes
Un industrial del crimen
En 1893, la Exposición de Chicago debía ser una gran fiesta del progreso… Aquel Barba Azul del Nuevo Mundo aprovechó la ocasión para lanzar la primera fábrica de matar de la historia del crimen.
La posteridad es injusta. Resulta sorprendente que el Dr. Holmes sea totalmente ignorado por el público español y europeo, y casi desconocido por la inmensa mayoría de los americanos, sus compatriotas. Comparados con aquel industrial del crimen, otros mucho más célebres son sólo unos artesanos, incluso unos amables aficionados.
Con unas doscientas muertes, probablemente, sobre la conciencia, este Barba Azul sádico y obseso sexual puede considerarse, en la lista de premios de los grandes criminales, como una especie de recordman en todas las categorías. Su mansión del suburbio de Englewood en Chicago -el Holmes Castle- es aún hoy la casa de matar más sofisticada de toda la historia de la criminología.
Seductor y estafador
El Dr. Holmes, cuyo verdadero nombre era Webster Mudget, nació en 1860 en Gilmanton, en una honrada y muy puritana familia de New Hampshire. Muy pronto manifestó hacia las mujeres -y sobre todo hacia las mujeres de fortuna- el interés poco corriente que iba a hacer de él un auténtico donjuán del crimen. A los dieciocho años, se casó con una rica joven llamada Clara Louering.
Para pagar sus estudios de medicina, la arruinó, y después, una vez obtenidos con lustre sus diplomas en la Universidad de Michigan, la abandonó para irse a vivir con una guapa viuda que se complació en subvenir a sus necesidades gracias a las rentas de su respetable casa de huéspedes. Siendo ya médico, dejó sin pena a aquella segunda conquista, ejerció durante un año en el Estado de Nueva York y fue después a establecerse en Chicago.
Alto, guapo, con aire distinguido, siempre elegantemente vestido, Mudget tenía innumerables éxitos amorosos. Al llegar a su nueva ciudad, no tardó en seducir a una joven encantadora (y casualmente millonaria) llamada Myrta Belknap. Para vencer las reticencias que la virtuosa señorita le oponía, tomó el nombre de Holmes, se casó con ella y, gracias a unas falsificaciones de escrituras, se apresuró a estafar 5.000 dólares a su familia política para hacerse construir, en Wilmette, una casa suntuosa.
Consiguió entonces en las afueras de Englewood la gerencia de una farmacia propiedad de una viuda excesivamente ingenua, de quien se hizo a la vez su amante y hombre de confianza. A base de falsificaciones de contabilidad y de malversaciones de fondos, logró hacerse dueño de la totalidad de los bienes de la desgraciada, después la hizo «desaparecer» y puso en obra su gran proyecto.
El «Holmes Castle»
La exposición de 1893 se estaba preparando y debía atraer a Chicago a una muchedumbre considerable, entre la cual habría, por supuesto, multitud de mujeres guapas, y solas. Ingeniosamente, Holmes decidió por lo tanto aprovechar aquella situación.
Gracias a una serie de hábiles estafas, adquirió un terreno y emprendió la construcción de un enorme hotel con aspecto de fortaleza medieval, cuya disposición interior concibió él mismo.
Cada una de las habitaciones de aquel extraño inmueble estaba provista de trampas y de puertas correderas que daban a un laberinto inextricable de pasillos secretos desde los cuales, por unas ventanillas visuales disimuladas en las paredes, el doctor podía observar a escondidas el vaivén de sus clientes y sobre todo de sus clientas.
Disimulada bajo el entarimado, una instalación rica perfeccionada le permitía por otra parte seguir en un panel indicador instalado en su despacho el menor desplazamiento de sus futuras víctimas. Abriendo unos grifos de gas, podía, finalmente, sin desplazarse, asfixiar a los ocupantes de unas cuantas habitaciones.
Un montacargas y dos «toboganes» servían para hacer bajar los cadáveres a una bodega ingeniosamente instalada, donde eran, según los casos, disueltos en una cubeta de ácido sulfúrico, reducidos a polvo en un incinerador o simplemente hundidos en una cuba llena de cal viva. En una habitación, bautizada como «el calabozo», estaba instalado un impresionante arsenal de instrumentos de tortura.
Entre las máquinas sádicas instaladas por el ingenioso doctor, una de ellas llamó particularmente la atención de los periodistas. Era un autómata que permitía cosquillear la planta de los pies de las víctimas hasta hacerles literalmente morir de risa.
El Holmes Castle fue terminado en 1892 y la exposición de Chicago abrió sus puertas el 1 de mayo de 1893. Durante los seis meses que duró, la fábrica de matar del Dr. Holmes no se desocupó. El verdugo escogía a sus «clientas» con mucha precaución. Tenían que ser ricas, jóvenes, guapas, estar solas y, para evitar las visitas inoportunas de amigos familiares, su domicilio tenía que estar situado en un Estado lo más alejado posible de Chicago.
¿Cuántas mujeres fueron violadas, torturaras y asesinadas en el castillo del Dr. Holmes? La cifra de doscientas es una aproximación verosímil. Seguramente por modestia, Holmes sólo confesó veintisiete, lo cual sería bien poco si se toma en cuenta la importancia de las instalaciones que había colocado.
Los últimos crímenes
Con el final de la exposición, las rentas del hotel acusaron una caída brutal, y Holmes se encontró pronto corto de dinero. El medio más sencillo que imaginó para procurarse ingresos fue incendiar el último piso de su inmueble y reclamar a su asegurador una prima de 60.000 dólares, sin pensar un instante que la compañía podría muy bien hacer una investigación antes de pagárselos.
Descubierto, nuestro doctor tuvo que refugiarse en Texas, donde se apresuró a realizar diversas estafas que lo llevaron por primera vez a la cárcel. Liberado bajo fianza, vuelve a salir unos meses después no sin haber puesto en pie una nueva operación crapulosa.
La idea era sencilla e ingeniosa. Un cómplice, llamado Pitizel, debía hacerse un seguro de vida en una compañía de Filadelfia. Se presentaría luego como suyo un cadáver anónimo desfigurado por un accidente. No habría más que repartir la prima que cobraría la Sra. Pitizel, mientras que el «muerto» iría durante algún tiempo a hacerse olvidar a Sudamérica.
Para su desgracia, Holmes tuvo la mala idea de cambiar su plan y de matar realmente a Pitizel. Aquella solución tenía en su opinión la ventaja de ahorrarle la búsqueda peligrosa de un cadáver, y sobre todo de permitirle quedarse él solo la totalidad de la prima, deshaciéndose ulteriormente de la Sra. Pitizel y de sus hijos -lo cual, para él, sólo era un simple trabajo rutinario-.
Muy cooperador, acudió pues a la morgue para reconocer el cuerpo de su amigo, fue a Boston a buscar a la desdichada viuda y la trajo a Filadelfia para que cobrara su dinero. La denuncia de un antiguo compañero de celda, Marion Hedgseth, vino a sembrar la duda en el ánimo de los aseguradores.
La policía hizo una investigación. Remontó con paciencia todos los eslabones de la cadena. Holmes confesó primero la estafa a la compañía aseguradora y, ante las pruebas abrumadoras reunidas en su contra, los asesinatos de Pitizel y de sus hijos.
Holmes fue condenado a muerte por el Tribunal de Filadelfia y ahorcado el 7 de mayo de 1896. Sólo tenía treinta y cinco años.
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Mentiroso empedernido
Los testigos se sorprendieron con la habilidad muy excepcional que tenía Holmes para mentir. A pesar de la evidencia de su culpabilidad en el asesinato de los niños Pitizel, no vaciló en escribir a su madre: «Usted me conoce, ¿me cree realmente capaz de asesinar a niños inocentes, y ello sin ningún motivo para hacerlo?»
¿Doscientas víctimas?
Ante el tribunal, Holmes afirmó haber asesinado a 27 personas a lo largo de su vida. Eso es poco creíble. El acusado disfrutaba burlándose de la justicia; confesaba, por ejemplo, el asesinato de personas que estaban vivas. Por tanto nunca sabremos con certeza el número de sus víctimas. A juzgar por los descubrimientos hechos en su castillo, es considerable. La cifra de doscientas es propuesta por los criminólogos como la más verosímil.
El «Holmes Castle»
Para construir su castillo, el Dr. Holmes recurrió a varias empresas. Estas nunca eran pagadas e interrumpían pronto sus obras. De esa manera, el propietario era el único en conocer detalladamente un edificio cuyo extraño arreglo habría podido suscitar la curiosidad.
El caso Holmes-Pitizel
El policía que, a petición de la compañía de seguros, elucidó el crimen de Pitizel y de sus hijos se llamaba Franck P. Geyer. Era un hombre de Pinkerton. Unos años después, relató el caso en su libro «The Holmes-Pitezel Case, a History of the Greatest Crime of the Century».
H. H. Holmes
Última actualización: 14 de marzo de 2015
Estafador y criminal americano.
Mientras algunos casos reciben más atención de la que merecen (el de Jack «el destripador», por ejemplo), otros más interesantes permanecen oscuros y mal documentados. El hombre que se hacía llamar H. H. Holmes es quizá uno de los más notables criminales que hayan existido jamás, pero, por alguna razón desconocida, muy pocos criminólogos conocen siquiera su nombre.
Holmes fue descubierto accidentalmente. Un tal Mr. Perry, director de una «oficina de patentes», fue hallado muerto en su despacho, aparentemente a consecuencia de una explosión. Días después, un abogado llamado Jephta D. Howe declaraba al gerente de una compañía de seguros que tenía pruebas suficientes para demostrar que el finado se llamaba realmente Benjamín F. Pitezel y que estaba asegurado en dicha compañía por la suma de 10.000 dólares. H. H. Holmes, un amigo de Pitezel, se presentó en Filadelfia para identificar el cadáver. Aceptada la reclamación, se pagó a la viuda el seguro.
Todo parecía terminado cuando un presidiario llamado Hedspeth escribió a la compañía afirmando que había sido víctima de un engaño; declaraba haber conocido a Holmes en la prisión de St. Louis dos años antes y que éste le había confiado un método infalible de estafa que consistía en suscribir un seguro de vida a nombre de Pitezel y, después de conseguir un cadáver de características similares a las de éste, simular una explosión.
El papel de Hedspeth en el complot se redujo a indicar un abogado capaz de prestarse a colaborar, Jephta D. Hove. Consumado el fraude, Holmes no le había entregado la parte convenida. Las investigaciones de la compañía descubrieron pronto que el recluso decía la verdad. Un mes más tarde Holmes fue arrestado en Boston; después de varios interrogatorios se decidió a confesar, declarando que aunque era culpable de la estafa, Pitezel se había suicidado realmente.
Mrs. Pitezel, por su parte, admitió haber sido cómplice del fraude, añadiendo que desde la fingida muerte de su esposo (seguía creyendo que vivía todavía) Holmes se había llevado tres de sus hijos con el pretexto de hacerles pasar una temporada en el campo con una viuda que vivía en Ovington, Kentucky. Desde entonces no había vuelto a verles.
Un detective llamado Geyer se encargó de recorrer de nuevo el camino que había seguido el delincuente con los tres niños. La búsqueda fue provechosa: en Toronto encontró los cadáveres de dos niñas y en Indianápolis los restos del niño. Holmes fue juzgado el 28 de octubre de 1895 en Filadelfia.
La policía había ido descubriendo poco a poco una complicada historia. Holmes, cuyo nombre real era Hermann Webster Mudgett, había nacido en Gilmanton, Hampshire, el 16 de mayo de 1860; era hijo de un administrador de Correos. Después de graduarse fue maestro de escuela, al mismo tiempo que estudiante de medicina en Ann Arbor, donde obtuvo el título de doctor a la edad de 24 años. Durante algún tiempo ejerció su carrera en Nueva York.
A los 18 años había contraído matrimonio con Clara Lovering, de quien tenía un hijo; en 1886 la abandonó y, bajo un nuevo nombre, se trasladó a Chicago donde conoció a una muchacha, Ramada Myrta Belknapp.
Al año siguiente la hacía su «esposa» y se disponía a estafar a uno de los tíos de la joven, hombre de fortuna que, a consecuencia de la conducta del marido de su sobrina rompió con toda la familia. Holmes enderezó desde entonces sus pasos por el sendero del crimen. Comenzó a trabajar como dependiente en una farmacia de Englewood, un barrio del sur del Chicago.
Poco después la propietaria del establecimiento, Mrs. Holden, desaparecía misteriosamente dejando a Holmes encargado del negocio, quien propagó la noticia de que Mrs. Holden había partido para California. Tomó un piso en los alrededores de la farmacia y se dedicó de lleno a los placeres amorosos, teniendo numerosas aventuras.
En 1890 trasladó su domicilio a Englewood un joyero llamado Conner, casado y con una hija, Pearl, de 8 años de edad. Holmes le invitó a compartir su establecimiento, instalando a medias un pequeño negocio de reparación de relojes. No habían pasado muchos meses antes de que se convirtiera en amante de la esposa y de la hermana de su socio.
Conner, enterado del hecho, abandonó su hogar y presentó una petición de divorcio. Mientras tanto, Holmes se había transformado en un hombre rico; compró un solar situado frente a la farmacia y comenzó la construcción de un fantástico edificio concebido como un castillo medieval, con habitaciones y pasadizos secretos.
Julia Conner resultó ser una mujer exigente; entre otras cosas, se oponía a las relaciones, aparentemente inocentes, que mantenía Holmes con una muchacha de 16 años llamada Emily Van Tassell. Un día ésta desapareció tan misteriosamente como Mrs. Holden y Julia vivió tranquila durante algún tiempo.
Pero pronto el insaciable don Juan contrataba los servicios de una rubia secretaria, Emily Cigrand, que poco después pasaba a ser su amante. Cuando Julia opuso algunos reparos, siguió, junto con su hija el destino de las anteriores desaparecidas. Emily Cigrand, la antigua secretaria de Holmes, reinó durante algunos meses como única señora del castillo; al cabo de los cuales se desvaneció a su vez.
A fines de 1892 Holmes vendió la farmacia. Por aquella época conoció a una rica heredera de Mssissippi, Minnie Williams, quien pronto se trasladó a Englewood, pasando ante los ojos de los vecinos como su esposa.
Seis meses después su hermana Nannie venía a hacerla una visita; nunca más fue vista de nuevo con vida. Parece ser que murió meses antes de la desaparición de Minnie (ocurrida en noviembre de 1893), lo cual plantea el problema de si su hermana tuvo noticia y consintió que Holmes consumara su asesinato.
En mayo de 1893 se inauguró en Chicago una Feria Mundial; la ciudad se vio inundada por turistas que invadían toda clase de alojamientos. «El castillo» se llenaba cada noche; se tienen pruebas concluyentes de que Holmes estafó en aquella ocasión a muchos de sus huéspedes y se sospecha también que algunos de ellos «desaparecieron».
En noviembre se declaró un fuego en el edificio, ardiendo el techo completamente, pero su propietario no recibió un céntimo de la compañía de seguros por haber testimoniado Minnie Williams que lo había provocado él mismo. Sin duda esta acción precipitó los planes que sobre su fin abrigaba, ya con anterioridad su amante.
Holmes, por otra parte, se había enamorado de una respetable muchacha de Indiana que se negó a convertirse en su querida pero que recibió encantada su proposición de matrimonio. Se «casaron» a mediados de noviembre de 1893 y poco después Holmes era encarcelado convicto de fraude, saliendo de la prisión meses más tarde bajo fianza. Parece ser que durante el año siguiente actuó en complicidad con Pitezel (que había venido a Chicago con su familia en 1888).
Tras frecuentes disputas, Holmes terminó por asesinarle, decidiendo después eliminar a su familia para apropiarse del dinero del seguro. Afortunadamente fue arrestado antes de que pudiera consumar sus crímenes.
La policía quedó atónita al registrar «El castillo», donde Holmes había volcado toda su fantasía: pequeños orificios disimulados en la pared para espiar, tubos de gas ocultos tras los muebles y habitaciones sin ventanas y forradas de láminas de hierro o una capa de asbestos, comunicaciones directas entre el segundo y tercer pisos con el sótano, donde se encontraron varios instrumentos de cirugía y un horno, lo suficientemente grande como para quemar un cadáver…
Uno de los aspectos más sorprendentes del caso es que todas las personas que descubrieron la verdadera personalidad de Holmes guardaron silencio sobre ello. Un conserje admitió haber visto el cuerpo de Julia Conner en la casa; Charles Chopmen, mecánico de Chicago, confesó haber trabajado para el criminal arrancando la carne de tres cadáveres que Holmes declaró procedían de una Escuela de Medicina y cuyos esqueletos proyectaba vender a unos estudiantes, recibiendo 108 dólares (6.500 pesetas) por su trabajo. Los cuerpos eran los de dos mujeres y un hombre, víctimas del asesino durante la Feria Mundial.
El 30 de noviembre de 1894 Holmes fue condenado a la última pena por el crimen de Pitezel. Su apelación fue denegada. Mientras estaba en la prisión publicó sus memorias en un periódico, describiendo detalladamente cómo había realizado veintisiete asesinatos.
Más tarde alegó que todo lo había imaginado para no desilusionar a sus lectores. Otra de las cosas a que aludía en sus memorias era que había sufrido una extraña enfermedad (sin duda imaginaria) de los huesos que le había producido un alargamiento de la cabeza, lo cual le proporcionaba una apariencia demoníaca.
Fue ahorcado el jueves 7 de mayo de 1895. En el patíbulo se declaró inocente de los crímenes que se le imputaban, excepto de los de Emily Cigrand y Julia Conner, que habían resultado muertas a consecuencia de operaciones ilegales.
El astuto farmacéutico
Última actualización: 14 de marzo de 2015
Aparentaba ser un farmacéutico, pero en realidad H. H. Holmes «creaba» esqueletos para la investigación médica y mataba a sus víctimas para cobrar los seguros.
La señora E. S. Holton creyó haber encontrado al hombre de su vida. Su nuevo amante era un tipo de aspecto atractivo, amable e inteligente. El drugstore (tienda combinada de productos comestibles y farmacéuticos) ganaba con su presencia un indiscutible toque de distinción, además de beneficiarse de sus conocimientos en temas de farmacia.
Herman Mudgett -que había preferido darse a conocer con el nombre de «Henry Howard Holmes»- se sentía igualmente satisfecho. Pero sus razones diferían de las de la buena señora Holton: su bella concubina era viuda y su marido le había legado la lucrativa tienda situada en la esquina de la calle Wallace con la 63, en pleno centro de Chicago. Holmes había prometido casarse con ella, persuadiéndola de que le traspasase con anterioridad todas sus propiedades y ahorros.
A los pocos meses de haber iniciado la relación con la apetecible viuda, un agente de policía preguntó a Henry qué era lo que estaba descargando de su camioneta en el basurero municipal. Sin vacilar, contestó que se trataba de los desechos de una carnicería de las inmediaciones. La explicación parecía razonable, de manera que el policía se despidió y siguió su camino.
En realidad, el astuto farmacéutico estaba deshaciéndose de los restos mortales de la señora Holton y de su hija pequeña, previamente asesinadas y despedazadas en el cuarto trasero de la tienda.
Holmes tampoco titubeó al explicar la repentina desaparición de la anterior dueña a los clientes del establecimiento: «Se ha ido al Oeste. Pobrecita, tenía tan mala salud… Una mujer muy frágil, sabe usted. Sí, sí, se llevó a su hijita con ella. Bueno, yo le pagué muy generosamente el traspaso del negocio.»
Al cliente que inquiría algo más empujado por una malsana curiosidad le mostraba, acto seguido, un contrato de venta firmado por la difunta. Henry lo enseñaba con cierta complacencia y la firma, por supuesto, la había falsificado él mismo.
A pesar de la ausencia de la señora Holton, el drugstore continuó dando jugosas rentas. Su nuevo propietario decidió poner casa justo encima de la tienda y ganarse en la vecindad una buena reputación de farmacéutico amable, alegre y bonachón. Con cierta frecuencia hablaba de sus planes de futuro en relación con el solar que había al otro lado de la calle, donde tenía pensado edificar un hotel -un proyecto que requería ingentes cantidades de dinero-. Además, había que darse prisa, porque Chicago iba a acoger una exposición internacional con sus miles y miles de visitantes en busca de un lugar donde dormir bajo techo.
Pidió algunos préstamos y la obra se puso en marcha. El edificio que levantó no llamaba la atención más que por su tamaño; la fachada en sí tendía más bien a la vulgaridad: varias tiendas en el piso bajo, una serie de habitaciones en el primero y, coronando el todo, la oficina y las habitaciones privadas del «magnate» Holmes. Los habitantes de Chicago encontraron rápidamente un mote para el hotel, lo llamaron «El castillo de Holmes».
No pudieron elegir un nombre más idóneo; tras aquella fachada, el edificio estaba infestado de pasadizos secretos y mirillas ocultas para espiar a los clientes. Varias trampillas y puertas falsas conducían a misteriosas escaleras que desembocaban en la calle; otras aberturas estaban cegadas por macizas paredes; y lo más extraño era la caja de ascensores que ascendía hasta la oficina de Holmes sin cabina en su interior.
Una de las habitaciones se transformó en una cámara a base de planchas de acero, con salidas de tuberías de gas empotradas en las paredes, que se ponían en funcionamiento desde un cuarto contiguo.
El despacho del «magnate>, estaba conectado por un tobogán con el sótano, donde había excavado un pozo de cal viva reforzado con muros de hormigón, junto a un depósito de barriles de ácido y varios hornos de gran tamaño. A principios de 1893, Holmes entró en el negocio hotelero pisando fuerte; los precios eran increíblemente baratos y además ofrecía un puesto de trabajo a los huéspedes femeninos.
El cebo de trabajo más alojamiento fue todo un éxito y las candidatas se presentaron por decenas. El taimado patrón entretenía a su víctima con algún que otro trabajillo administrativo de poca importancia y se concentraba en irse «camelando» a la inocente señorita.
Si la chica le rechazaba, era despedida. Si no, primero pasaba por su cama y después conseguía que le traspasase todos sus bienes a cambio de una promesa de matrimonio, sin olvidar la póliza de seguro de vida. Al final, la ingenua «novia» tenía derecho a disfrutar de una última noche de pasión. Henry salía entonces sigilosamente del dormitorio para regresar con un frasquito de cloroformo, dejaba inconsciente a la muchacha y la tiraba por el tobogán secreto, cuya boca se abría justo encima del pozo de cal viva.
Aunque si le sobraba tiempo, prefería ocuparse personalmente de gasear a su prometida. Tampoco le desagradaba emplear el hueco del ascensor: introducía a la víctima, lo sellaba con una plancha de cristal gruesa y danzaba encima de la desafortunada, mientras disfrutaba del espectáculo viéndola asfixiarse. Con frecuencia se divertía envenenando y reviviendo a las chicas para forzarlas a escribir cartas explicando que se había ido a Europa o «al Oeste».
Muriesen de una forma o de otra, todos los cadáveres terminaban en el sótano. Al lado del pozo de cal, Holmes había dispuesto una serie de hornos y numerosos barriles llenos de ácido. Lo único que le preocupaba era como deshacerse de los huesos de sus múltiples «secretarias». Algunas veces los guardaba, limpiaba y componía, vendiendo los esqueletos a algún laboratorio o escuela de medicina. Pero la mayoría de las veces no se molestaba tanto, amontonaba los restos en un barril vacío mezclándolos con osamenta de animales.
Las mujeres no fueron las únicas víctimas de Holmes, también mató a un inventor llamado Warner incinerándolo vivo dentro de su «último modelo» de estufa crematoria. Otro hombre llamado Rogers, un inversor de la bolsa de Wisconsin, fue gaseado y sometido a una total inanición, hasta que firmó un cheque por valor de 70.000 dólares. Después le envenenó y vendió su cuerpo como material de disección.
Holmes contó durante un cierto tiempo con un compinche. Declaró haber asesinado a Rogers con la ayuda de un «joven británico que, según sus propias palabras, había cometido todo tipo de delitos, excepto el del asesinato; y quién sabe si estaría diciendo la verdad».
En otra ocasión, Henry hizo causa común con un hombre que deseaba «eliminar» a su rica concubina. El perspicaz «empresario» le aconsejó que tomara una habitación en su hotel y poco después el cliente satisfecho abandonó el «Castillo» solo. De su amante nunca más se supo.
Pero el cómplice principal de Holmes fue un tal Benjamín Pitezel. No se sabe con seguridad si cometió directamente algún asesinato, pero jugó un destacado papel atrayendo a las chicas al «Castillo» y probablemente echó una mano a la hora de deshacerse de los cadáveres.
Transcurrió un año y el negocio prosperó como ningún otro. La mesa de Holmes estaba inundada de cartas de candidatas a secretaria y para evitarse las entrevistas, optó por exigir que adjuntaran una fotografía. Las que le gustaban iban a una carpeta especial con la indicación: «Para ser empleadas y enriquecidas.» Todas las seleccionadas fueron empleadas y «enriquecidas» por riguroso orden, si bien al cabo de un tiempo empezaron los problemas.
Un buen día el portero se empeñó en bajar al sótano para hacer limpieza general. Decía que los vecinos se andaban quejando de los malos olores que emanaban de las chimeneas del edificio. Holmes le increpó: «En el sótano está instalado mi laboratorio y nadie más que yo puede acceder a él.»
Al final del año su mortuorio subterráneo estaba lleno a rebosar. Por añadidura, la hipoteca del hotel y los gastos de sus experimentos se empezaron a notar en la contabilidad. Sólo los suministros de ácido, cloroformo y cal viva ascendían a más de 50.000 dólares, y pensó que era necesario buscar una nueva fuente de ingresos.
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Un hombre de recursos
El lema de Holmes rezaba así: «Nunca dejes para mañana al sujeto que puedes engañar hoy.» Una de sus estafas más descaradas fue la «invención de una máquina que transformaba el agua gas». Una compañía canadiense quedó tan impresionada por el artefacto que tenía instalado en su sótano, que le pagó 2.000 dólares por los derechos de patente.
Pero a la Compañía de Gas de Chicago no se le podía tomar el pelo con tanta facilidad: una cuidadosa inspección puso de manifiesto que simplemente había sacado una derivación de la conducción general de municipio. Poco después publicó un anuncio en varios periódicos, en el que decía «haber descubierto una fuente de agua mineral en el sótano del edificio».
Las colas que se formaron en su tienda fueron monumentales y cada botellita del preciado elixir costaba diez centavos. Pero los inspectores de sanidad municipales examinaron atentamente la fuente y resultó que el ingenioso farmacéutico sencillamente había «pinchado» las conducciones de agua en la ciudad, aprovechando el agujero hecho poco antes para empalmar con las tuberías de gas.
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Identidades secretas
Holmes se llamaba en realidad Herman Mudgett, aunque casi nadie lo sabía fuera de su ciudad natal.
Su afición a los seudónimos le llevó a adoptar diferentes identidades: H. M. Howard, D. T. Pratt, Harry Gordon, Henry Gordon, Edward Hatch, J. A. Hudson, Alexander Cook y el señor Hall. No obstante, su favorito siempre fue el de H. H. Holmes; quizá lo eligiera inspirándose en la obra del escritor sir Arthur Conan Doyle. Una vez le preguntaron por su esposa, una tal «señora Holmes», en Wilmett, y contestó: «Hay mucha gente que se llama Holmes. Por ejemplo, piense en el personaje de ficción de ese famoso escritor…»
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El malvado oportunista
Era sujeto listo de modales refinados, pero poseía una mente cruel y retorcida. Durante toda su vida empleó muchos nombres falsos y se casó con innumerables mujeres. Sin embargo, sus más espantosos crímenes se debieron a la combinación de un monstruoso instinto de asesino múltiple con una insaciable y corrompida codicia.
El tortuoso mundo interior de Henry Howard Holmes estaba suavemente recubierto de encanto personal e inteligencia. Desde el principio de su vida le enseñaron a temer a Dios y a respetar la educación recibida. Él siempre negó que su crianza le hubiera influenciado negativamente o que, sus padres fueran en último término los culpables de sus acciones posteriores. Pero a lo largo de su existencia supo sacar buen provecho de todo lo que aprendió de niño.
Para él la vida se reducía a una excepcional oportunidad para hacer dinero a espuertas. De hecho, no veía nada deshonroso en mantenerse al margen de la ley en la peculiar atmósfera que se respiraba en el Nuevo Mundo. Más que eso, disfrutaba devanándose los sesos para multiplicar las ganancias obtenidas con sus crímenes.
Si no se hubiera dedicado a hacer el mal, este «genio» habría terminado siendo un hombre de negocios de éxito con casi absoluta seguridad.
Incluso poco antes de ser ajusticiado, se permitió el lujo de adoptar una actitud «contable», en relación con los asesinatos Pitezel. En su diario podemos leer: «Hoy por hoy me resulta casi imposible pensar que pude experimentar satisfacción asistiendo a sus muertes para cobrarme con ello las notables cantidades de dinero que me gasté en su bienestar, incluyendo los supuestos réditos que habría recibido como pago de sus minúsculos seguros de vida.»
Pero, cómo siempre, su impulso de hacer beneficios quedó anegado por la necesidad de matar. Por ejemplo, aparte del hotel, poseía también una frutería muy rentable. Sin embargo, lo que le interesaba de este negocio no era sólo la obtención de dinero, sino la posibilidad de conocer a gran cantidad de bellas muchachitas, que se ocupaba de atraer con halagos hasta la guarida mortal del «Castillo».
Incluso llegó a echar mano a las creencias religiosas que sus padres le habían inculcado «a golpe de Biblia» y después del arresto declaró que, a pesar de parecer un hombre normal, hacía tiempo que había «vendido su alma al diablo».
Durante el tiempo que permaneció en la cárcel pretendió hacer creer a los vigilantes que los rasgos de su cara se estaban transformando en los de una demoníaca gárgola de una catedral medieval.
No le costaba ningún trabajo admitir su «sed de sangre», tal como reflejó en el relato del caso Pitezel- «Su tortura fue tan horrible que estoy tentado de atribuírsela a factores más humanos. Entiéndaseme bien, no lo hago para exculparme sino porque temo que nadie creerá que pueda existir un ser maligno tan depravado y falto de corazón, que disfrutara tanto con su muerte.»
Detrás de esta malvada naturaleza se escondía la mente fría y calculadora de un contable. La única vez que se percibió un atisbo de remordimiento en su conciencia fue en relación con el asesinato de Howard Pitezel: «Pensar que cometí este y otros crímenes por el sencillo placer de matar a mis congéneres, de escuchar sus gritos implorando piedad y pidiéndome que les dejara el tiempo suficiente para prepararse a morir, resulta ahora un recuerdo demasiado horrible incluso para mí, que soy un criminal encallecido.» La razón de tanta «compasión» se encontraba escrita un poco más adelante: «El no poder decir que haya ganado un solo dólar con estos actos.»
La mente del contable terminó cometiendo un error de cálculo: a pesar de las grandes cantidades de dinero que consiguió torturando a sus víctimas, su deseo de matar resultó demasiado costoso. Él mismo se dignó explicarlo «como un llamativo ejemplo de los caprichos que de vez en cuando se permite el espíritu humano. Si lo comparamos con la búsqueda de un tesoro al final del arco iris o lo sueños de un fumador de hachís, estas dos actividades se nos aparecen sin lugar a dudas como mucho más salutíferas».
Al final, su sesgo oportunista se llevó el gato al agua, y vendió prensa por 10.000 dólares. De camino hacia el cadalso su inteligencia matemática debió de sentirse reconfortada: era más o menos lo que había dejado de ganar con el asunto Pitezel.
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Quien bien te quiere…
Holmes nació el 16 de mayo de 1860 en una pequeña población de New Hampshire llamada Gilmanton. Su padre, un granjero, procuró que no le faltase ninguna comodidad y su madre, una ex profesora, se dedicó a que el chiquillo recibiese una buena educación. Sus padres eran de fe metodista y, por lo tanto, muy estrictos; en palabras de Holmes: «Si era necesario, subrayaban sus palabras con el empleo de una vara sin ahorrar esfuerzo».
En la escuela nunca gozó de excesiva popularidad, aunque su gran inteligencia le permitió terminar sus estudios a los 16 años. Después, como tantos otros estudiantes, tuvo que trabajar para pagar la estancia en la Universidad. Holmes robaba cadáveres que colocaba en el escenario de incendios «accidentales» y acto seguido aseguraba que el pobre fallecido era un familiar suyo para poder reclamar los pagos del seguro.
Finalmente le pillaron sacando un cuerpo del laboratorio de la Universidad y le expulsaron. Más tarde se dedicaría a vender los esqueletos de sus víctimas a diferentes facultades de medicina.
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EL HALLAZGO – El osario
La opinión pública y la policía se llevaron una gran sorpresa al comprobar que el «Castillo de Holmes» escondía los más siniestros secretos: una cámara de gas, y un horno crematorio. Infinidad de huesos humanos chamuscados alfombraban el sótano y era imposible saber quiénes o cuántos habían muerto allí.
Holmes halló la solución a sus acuciantes estrecheces económicas. Esa solución tenía nombre y apellidos, era aficionada a empinar el codo y se llamaba Benjamín Pitezel. Henry le propuso a su «compañero de fatigas» una estafa que los haría ricos.
La idea consistía en que Benjamín contratase un seguro de vida y después se esfumase a Filadelfia. Una vez allí se cambiarla de nombre, mientras él robaba un cadáver de su mismo tamaño y lo colocaba convenientemente en la escena de un desgraciado accidente. Por supuesto, en el «accidente» el cuerpo quedaría terriblemente mutilado, de forma que resultase irreconocible. Acto seguido, entraría en juego la esposa de Pitezel, Carrie, para cobrar el dinero del seguro y se repartirían las ganancias.
Al presunto accidentado le pareció un plan seguro y sencillo, mucho menos peligroso que cualquier otro crimen de los que había cometido hasta la fecha. El 9 de noviembre de 1893 la Fidelity Mutual Life Association registró el susodicho seguro extendiendo una póliza de 10.000 dólares a nombre de Benjamín F. Pitezel.
El cerebro de la operación siguió ejecutando el plan. Paso primero: asegurar el hotel; paso segundo: prenderle fuego. Pero el «Castillo de Holmes» era un edificio de sólida construcción y no quedó reducido a cenizas. La mayor parte de la estructura continuó en pie, desafiando el estropicio organizado por su dueño, y la compañía de seguros insistió en que la policía inspeccionara el edificio antes de soltar un solo dólar.
Holmes no perdió el tiempo; hizo las maletas y huyó a Texas. La carcasa carbonizada del «Castillo» permaneció precintada y vallada en la esquina de la calle 63.
Desde Texas, el asesino pirómano se trasladó a Denver, donde contrajo matrimonio con una chica de San Luís. Tras la boda la pareja fue a vivir al pueblo de la muchacha, donde él compró una tienda, la hipotecó y finalmente vendió la propiedad. En cuestión de semanas fue acusado de obtención fraudulenta de dinero y encerrado en la cárcel. Entre rejas hizo amistad con otro recluso, un tal Marion Hedgspeth.
Henry le puso al corriente de su «negocio» de Filadelfia y le pidió que le recomendara un abogado «hábil» para sacarle de la prisión; si la cosa salía bien se ganaría la bonita suma de 500 dólares. El recluso, Hedgspeth, tenía lo que Henry le pidió: un letrado tramposo llamado Jeptha D. Howe.
Entretanto, en Filadelfia, Pitezel no se quedó de brazos cruzados. El 17 de agosto colocó un cartelito en la ventana del número 1.316 de la calle Callowhill: «B. F. Perry, Compraventa de Patentes.»
El señor «Perry» recibió a su primer y único cliente el 22 de agosto. Se trataba de un carpintero, de nombre Eugene Smith, que había inventado un novedoso sistema para aserrar madera.
Smith volvió a los diez días, entró en la casa y se encontró con el abrigo y el sombrero de «Perry» en la percha, pero de su persona no había ni rastro. Regresó al día siguiente, pero todo seguía igual que la mañana anterior. Esta vez decidió curiosear algo más y subió al piso de arriba.
El cuerpo de «Perry» -es decir, de Benjamín Pitezel- yacía en un trastero del primer piso, prácticamente carbonizado. A su lado había una botella rota de bencina, una pipa y algunas cerillas.
Aquel mismo día se realizó la autopsia: la víctima había encendido una cerilla demasiado cerca de la botella y le estalló en la cara. Lo único que llamó la atención del forense fue hallar restos de cloroformo en su estómago, pero, no obstante, el cadáver fue enterrado.
Howe, el corrompido abogado, escribió al juez de Instrucción Forense y a la compañía de seguros diciendo que, en realidad, el cuerpo era el de Benjamín Pitezel y, el sábado 22 de septiembre, «Perry» fue desenterrado e identificado por Henry Holmes y Alice, la hija de quince años del difunto. La señora Pitezel cobró los 10.000 dólares, menos 2.800 que fueron a parar a manos de Howe.
Poco después, la viuda de Benjamín, Carrie, empezó a sentirse preocupada al ver que Alice no llegaba a casa. En su lugar apareció Henry con malas noticias: la compañía de seguros estaba investigando de nuevo el caso, lo mejor para todos era que la familia Pitezel permaneciese «desperdigada». Él se quedaría con los dos chiquillos restantes, Nellie y Howard, y los ocultaría en Filadelfia.
Dentro de todo este lío, sin embargo, los criminales no contaron con un miembro insatisfecho de la banda: el presidiario Marion Hedgspeth, el cual se había enterado por terceros del éxito del «negocio» de Holmes y Howe. Como el 9 de octubre aún no sabía nada de sus 500 dólares, llamó a la policía, quien, a su vez, alertó a la compañía Fidelity y ésta puso sobre la pista de Holmes a su inspector más avezado, W. Gary.
Pero Gary no lo iba a tener nada fácil. Desde San Luis viajó a Cincinnati, Indianápolis y Detroit. Tuvo que cruzar la frontera canadiense para seguir la pista de su hombre y, el 17 de noviembre, trasladarse a Boston para dar con él al cabo de otros dos días más de búsqueda. Holmes fingió estar arrepentido y admitió haber tomado parte en el engaño, añadiendo que Benjamín Pitezel había abandonado el país junto con sus hijos.
Poco tiempo después Henry cambió la declaración inicial y dijo que, en realidad, el cuerpo con quemaduras de Filadelfia sí era el de Pitezel, que se había suicidado con cloroformo y después él en persona se decidió a quemarlo para simular un accidente y que la familia pudiera reclamar el dinero del seguro. En cuanto a los hijos, estaban «en Europa».
Llegados a este punto la policía de Filadelfia empezó a sospechar que Henry Holmes no sólo había matado a Benjamín, sino también a sus hijos, y pusieron a su mejor agente, Frank Geyer, sobre la pista del presunto asesino, para seguir su trayectoria por Estados Unidos. El detective esperaba poder obtener información gracias a las fotografías de Holmes y de los niños. Confiaba en que alguien les reconocería y así fue.
En Cincinnati el recepcionista del hotel Bristol los identificó como la familia «Cook». En uno de los barrios periféricos de la ciudad una mujer recordó la cara de Henry Holmes; era el hombre que había alquilado la casa contigua a la suya para instalar una enorme estufa.
En Indianápolis otra persona reconoció a los niños, porque le llamó la atención que su «padre» los mantuviese siempre encerrados en la habitación del hotel. En Canadá, Geyer averiguó que alguien inscribió a los niños en el libro de registro de un hotel con el nombre de Canning, y un tal señor «Howell», el 25 de octubre, había recogido a los dos pequeños; a partir de ese día nadie los había vuelto a ver con vida.
El policía volvió a dar en el clavo en el 18 de la calle Vincent: un vecino reconoció la foto de Holmes. Bajo el linóleo del suelo de la cocina, Geyer descubrió una trampilla que conducía al sótano. La tierra del piso hacía poco tiempo que la habían removido; hurgó y desenterró los cuerpos a medio descomponer de Alice y Nellie Pitezel, El asesino había taponado el tiro de la chimenea con sus ropas para esconder todas las pruebas.
Aún quedaba por localizar el muchacho, Howard Pitezel. Frank lo rastreó durante semanas con incansable tenacidad, hasta dar con una casa que Henry había alquilado durante unos pocos días. En el fondo de una enorme estufa encontró la dentadura del pequeño y sus restos mortales: una masa informe de intestinos chamuscados.
Frank Geyer regresó a Filadelfia justo a tiempo para participar en el registro del «Castillo de Holmes». La tarea fue ardua para los diversos equipos de investigadores. Del sótano emanaban olores insoportables, que obligaban a trabajar en turnos muy breves para rastrillar las cenizas e ir sacando los barriles repletos de huesos. Nunca se pudo saber cuántos desdichados encontraron la muerte en aquella cámara de los horrores; los cálculos más fiables cifraron las víctimas entre 150 y 200.
Holmes lo negó todo: «¡Mentiras, nada más que mentiras! ¡Viles injurias!» Pero estos arrebatos no le favorecieron ante la justicia. El 28 de octubre de 1895 fue acusado de la muerte de Benjamin Pitezel. Cuando su esposa, Carrie, subió a declarar al banquillo de los testigos, las pruebas incriminatorias se multiplicaron vertiginosamente.
El 2 de noviembre el jurado llegó a un veredicto de culpabilidad y el acusado fue condenado a morir en la horca.
Al ver cerca el momento de la muerte, Henry Howard Holmes se decidió a hablar y describió en varias confesiones a todas las personas que había asesinado y la forma empleada para acabar con ellas. En cuanto hubo terminado, negó todo lo dicho, y más tarde empezó a contradecirse de forma enloquecida.
El 7 de mayo de 1896 subió los trece peldaños del cadalso en la prisión de Moyamensing. «¡Dios es testigo! ¡Sólo soy responsable de la muerte de dos mujeres! ¡Dejadme que os diga … !» La trampilla se abrió bajo sus pies y nunca terminó la última frase.
El juez Michael Arnold presidió el juicio de H. H. Holmes. Su comentario es significativo: «La vida de Holmes es más extraña que lo que he leído jamás en cualquier novela.»
H. H. Holmes
Última actualización: 14 de marzo de 2015
Americano estafador y asesino. Holmes pasó los primeros años de su vida en una granja de Vermont. Estudió medicina, y durante aquella época conspiró con otro amigo para obtener un seguro de vida de 1.000 dólares, substituyendo un cadáver por otro.
Después de sus estudios médicos trabajó en un asilo de lunáticos de Pennsylvania, llegando más tarde a ser un famoso químico de Filadelfia. Poseía unos modales corteses y muy agradables que le facilitaron sus relaciones con numerosas mujeres.
Después de su legítimo matrimonio en 1878, se casó otras veces ilegalmente, por lo que cometió el delito de bigamia. Cometió asimismo varios delitos de menor importancia, si bien jamás dejó de sentirse atraído por la idea del fraude de seguros, presentando un falso cadáver y cobrando el dinero con la ayuda de un cómplice asegurador, de forma que el dinero a cobrar tuviera que repartiese entre él, un abogado y el asegurador.
La culpabilidad de Holmes quedó al descubierto a raíz de una conversación que sostuvo con un compañero suyo de prisión, llamado Hegspeth, en la cárcel de San Louis, en 1894; Holmes contaba treinta y cuatro años. Le había prometido a Hegspeth 500 dólares si aquél le daba el nombre de un abogado de fiar, y enfurecido al no percibir el dinero Hegsperth dio cuenta del esquema de fraude de Holmes.
La compañía de seguros estafada puso a Pinkerton sobre las huellas de Holmes, el cual fue arrestado en Boston el 17 de noviembre de 1894. Pero ya había sido cometido el asesinato.
El septiembre anterior había sido hallado en Filadelfia un cadáver que aparentaba ser el de Benjamín Pitezel, muerto aparentemente por una explosión. Los parientes de Pitezel y un abogado llamado Howe habían confirmado su identidad, y Holmes había reconocido ciertas marcas físicas.
Al ser interrogado, Holmes admitió el fraude, declarando que el cadáver había sido obtenido de un médico y que el verdadero Pitezel se había ido del continente con sus tres hijos. Pitezel, su esposa, Holmes y Howe fueron multados con 10.000 dólares por fraude. Holmes mentía, y Mrs. Pitezel, que había pensado que el cadáver sería sólo un sustituto, tenía sus dudas. A medida que proseguía la investigación, Holmes admitió que el cadáver era el de Pitezel, pero asegurando que éste se había suicidado, y que los niños se hallaban a salvo en Inglaterra.
Este último aserto no pudo probarse y empezó a sospecharse que Holmes había asesinado a Pitezel y a los niños, cuyas cartas no echadas al correo ayudaron a los detectives a reconstruir sus movimientos. Los restos de los hijos, en realidad eran dos niñas, fueron hallados en una bodega de Toronto, y los del otro niño en la chimenea de una casita en Irvington.
El proceso de Holmes por el asesinato de Pitezel empezó el 28 de octubre de 1895. Todas las pruebas fueron condenatorias por lo que fue declarado culpable y ejecutado el 7 de mayo de 1896.
La evidencia en el proceso demostró que Holmes, el cual vivía y trabajaba en Chicago, poseía allí un «cuartel general» que contenía un laboratorio con una mesa de disección con recogedor de sangre, una escalera secreta y una cueva a prueba de sonidos. En la chimenea se hallaron huesos humanos y otros restos quemados en la cueva. La confesión de Holmes, deliberadamente exagerada por la prensa, resulta increíble. Sus víctimas, que incluían señoras casadas, empleadas suyas y conocidas, sumaron más de una docena.