Guy Desnoyers

El cura de Uruffe

  • Clasificación: Asesino
  • Características: Abrió el vientre de la víctima con un cuchillo, desgarró la cara del feto y le atravesó el corazón
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 3 de diciembre de 1956
  • Fecha de detención: 5 de diciembre de 1956
  • Fecha de nacimiento: 24 de febrero de 1920
  • Perfil de la víctima: Su amante, Régine Fays, de 19 años
  • Método del crimen: Arma de fuego (revólver calibre 6,35 mm)
  • Lugar: Meurthe-et-Moselle, Francia
  • Estado: Condenado a reclusión perpetua en enero de 1958. Puesto en libertad en agosto de 1978. Muere el 21 de abril de 2010
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Guy Desnoyers – El cura de Uruffe

Alain Monestier

Mezclando sacerdocio, seducción y asesinato, Guy Desnoyers reproducía un guión deleitoso del suceso. Su crimen aberrante le convirtió en una estrella de la actualidad criminal.

El caso del cura de Uruffe tuvo una repercusión extraordinaria. El crimen en sí era horrible. Quizás habría bastado para que el autor se mereciera el interés del público. La calidad de cura del asesino le dio un sabor suplementario.

Un hombre santo

Tras una juventud desgraciada y una escolaridad turbada por la guerra y por la ocupación, Guy Desnoyers había entrado en el seminario. Pero sus estudios dejaban tanto que desear que el obispo había dudado mucho antes de consentir su ordenación.

Recibió sin embargo el sacerdocio en 1950 e inmediatamente fue nombrado cura del pequeño pueblo de Meurthe-et-Moselle, cuyo nombre se volvería famoso seis años después en toda Francia.

Lo que choca en el personaje de aquel cura es la duplicidad diabólica con la que ocultó sus ignominias. Aparentemente, era un devoto hombre de iglesia que ejercía su sacerdocio con diligencia y plenamente entregado a volver hacia Dios a una juventud turbada por la guerra y que la jerarquía católica había puesto particularmente bajo su vigilancia.

No había nada en la actitud del cura de Uruffe que pudiera hacer dudar de su santidad ni de la sinceridad de su vocación: mirada angelical, lectura asidua del breviario, sotana impecable y ejercicio cotidiano de la oración. Era un hombre de iglesia irreprochable.

Para llevar bien a cabo su piadosa misión, se había mostrado imaginativo y hasta innovador en la elección de los medios. Una compañía de teatro aficionada, un equipo de fútbol, fiestas y sobre todo frecuentes excursiones al campo le permitían establecer relaciones amistosas con el conjunto de los habitantes del pueblo, que, encontrándole servicial y atento hasta el exceso, le abrían confiados las puertas de sus casas. Se había convertido en el amigo, el confidente y el consejero de todos.

Un confesor y un consolador

Todo aquello, sin embargo, sólo era una apariencia engañosa. El sacerdocio era para Desnoyers una cómoda máscara destinada a satisfacer en secreto unas aspiraciones nada espirituales.

Gracias a toda aquella escenificación tan hábil, el cura de Uruffe, que se había convertido en un maestro en el arte de componerse actitudes tranquilizadoras, logró engañar al pueblo durante seis largos años. Nunca se sospecharon las relaciones que tenía con las parroquianas -chicas jóvenes o mujeres casadas que venían a animar a su equipo de fútbol, le daban la réplica en el escenario, se encerraban con él en el secreto de un confesionario o se extraviaban en su compañía durante las excursiones campestres. Consolaba a las viudas llorosas y a las jovencitas en flor.

Confesaba sus propias faltas a las penitentes que venían a confiarle su infidelidad conyugal o sus sueños indecentes. Los secretos compartidos creaban una especie de complicidad entre las parroquianas el confesor. La persuasión hacia el resto y las conquistas amorosas del amable cura se multiplicaban sin que los habitantes del pueblo se dieran cuenta.

Las chicas seducidas temían el escándalo. Ya no sabían, y con razón, a qué santo encomendarse. Se callaban, ocultaban sus embarazos, y el galante seguía interpretando su papel de pastor irreprochable, siempre dispuesto a escucharlas en confesión sin que a ninguna se le ocurriera denunciarle.

Eliminar la prueba

Pero todo se estropeó en 1956, cuando Régine Fays -diecinueve años- decidió guardar el niño que le había hecho y criarlo en medio del pueblo. Era la primera vez que se presentaba el caso. Desnoyers se asustó. Temió que con el tiempo un parecido demasiado visible le traicionara e hiciera caer la máscara hipócrita tras la cual se creía seguro.

Entonces ocurrió el drama. Aterrorizado por la perspectiva, aunque fuera lejana, de ser reconocido por sus parroquianos como el verdadero padre del niño, el cura de Uruffe se llevó a la chica en coche, se detuvo al borde de una carretera desierta y fríamente le disparó en la espalda una bala de revólver, tras lo cual, movido por un horrible impulso de locura mística, desvistió el cadáver de su amante, le abrió el vientre con un cuchillo y, tras haberle piadosamente bautizado, desgarró la cara del niño y le atravesó el corazón.

El 4 de diciembre, el cuerpo de la joven Régine fue descubierto por los gendarmes. Los investigadores no tardaron mucho en identificar al culpable, que, en su apresuramiento, se había olvidado de recoger los casquillos del cartucho con el que había cometido su crimen. La peritación balística les llevó directamente al presbiterio. Allí encontraron el revólver.

Un veredicto clemente

Desnoyers intentó negar; en vano. Sus mentiras y sus mohínes no pudieron nada contra la perspicacia de los policías que lo interrogaron. La duplicidad de aquel Tartufo de pueblo se hizo pública, para gran asombro de los habitantes.

El juicio tuvo lugar en el mes de enero de 1958. Tuvo un éxito tremendo. Un cura asesino no es cosa corriente, es una pieza selecta para la crónica de sucesos.

Sensibles quizás a la teoría de la locura mística o preocupados por enviar a la muerte a un hombre consagrado a pesar de todo al servicio de Dios -sacerdos in aeternum-, el jurado concedió a Guy Desnoyers el beneficio de las circunstancias atenuantes. Se salvó de la guillotina y sólo fue condenado a reclusión perpetua. Fue liberado en 1978.

Contrición

Al final de los debates, el abad Desnoyers pronunció estas palabras: “Reconozco todas mis faltas. ¿Cómo ha ocurrido? No lo sé. Me arrepiento sinceramente de lo que he hecho. Pido por ello perdón a Dios, a la iglesia, a las familias de mis víctimas, a toda la sociedad. Sigo siendo cura. Me abandono a Dios, pues confío en su misecordia.

Los curas sanguinarios

En la crónica de los sucesos y en los periodicuchos de antes los curas asesinan mucho. Al menos los crímenes cometidos por eclesiásticos se benefician generalmente de una gran repercusión. Son innumerables los periodicuchos que en el siglo XIX explotaron ampliamente este tema. La distorsión entre un acto y la personalidad o el estatuto social del que lo comete es una constante del suceso. Resulta paradójico que el cura, hombre de paz, dé la muerte; que el notario, imagen de la honradez y la respetabilidad, cometa una estafa; o que un médico cuyo oficio es curar proporcione veneno y haga morir. Las estadísticas sin embargo son formales: los curas y las monjas matan bastante menos que las demás categorías “socio-profesionales”

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