Guillermo Antonio Alvarez

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Guillermo Antonio Alvarez

El Concheto - El Patovica

  • Clasificación: Asesino en serie
  • Características: Robos
  • Número de víctimas: 4
  • Fecha del crimen: 1996 / 1998
  • Fecha de detención: 1 de agosto de 1996
  • Fecha de nacimiento: 21 de marzo de 1978
  • Perfil de la víctima: El empresario Bernardo Loitegui / El subinspector de la Policía Federal Fernando Aguirre y la estudiante María Andrea Carballido, de 24 años / El recluso Elvio Aranda
  • Método del crimen: Arma de fuego / Arma blanca
  • Lugar: Buenos Aires, Argentina
  • Estado: Condenado a 25 años de prisión el 4 de septiembre de 1998. Condenado a reclusión perpetua en 1999. Condenado a 18 años de prisión en 2000. Puesto en libertad el 20 de diciembre de 2015
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Ordenan liberar a uno de los asesinos seriales más sanguinarios de la historia

Gustavo Carabajal – Lanacion.com.ar

19 de diciembre de 2015

El «Concheto» Álvarez fue condenado a reclusión perpetua por cuatro homicidios, pero la Cámara de Casación dijo que la pena «se había agotado».

Durante un raid de sangre y tiros que duró seis horas, entre la noche del 27 de julio y la madrugada de 28 de julio de 1996, Guillermo Álvarez asesinó al empresario Bernardo Loitegui (h.), al subinspector de la Policía Federal Fernando Aguirre y a la estudiante María Andrea Carballido. Dos años después, en noviembre de 1998, mientras estaba detenido en la vieja cárcel de Caseros, había matado durante una pelea a Elvio Aranda, un compañero de pabellón. El 28 de octubre de 1999, un tribunal unificó las penas y lo condenó a reclusión perpetua más la accesoria por tiempo indeterminado.

Ayer, dos jueces de la Sala II de la Cámara de Casación Penal consideraron que «la pena de prisión perpetua no puede exceder los 25 años» y dispusieron que el asesino serial -condenado por matar a cuatro personas y que admiraba a Carlos Robledo Puch- saliera en libertad.

Esto significa que, en las próximas horas, beneficiado por la interpretación de un artículo del Código Penal, el jefe de la banda de «Los Chicos Bien», de 37 años, uno de los asesinos seriales más sanguinarios de la historia argentina, estará caminando por Acassuso.

Si bien está preso desde agosto de 1996, con la resolución de la Cámara de Casación, se consideró que cumplió 26 años, nueve meses y 16 días y se le dio por agotada la pena. Esos seis años que figurarían de más, según las fuentes judiciales, corresponden a la parte de la condena que se computó doble por el tiempo que pasó en prisión sin que la sentencia estuviera firme.

«Yo robo porque me gusta, no por necesidad. Los robos me atraen, me seducen. Es como tener la novia más linda», le dijo Álvarez a uno de los remiseros que lo llevaban a buscar a los cómplices que reclutaba a una villa de Beccar para asaltar restaurantes. En uno de esos robos, ocurrido el 28 de julio de 1996, contra el pub Company, de Migueletes 1338, en Belgrano, el jefe de la denominada banda de «Los Chicos Bien», mató al policía federal Aguirre y a la estudiante Carballido.

Ayer, dos jueces de la Cámara de Casación sostuvieron que no correspondía aplicar en el caso Álvarez, un multirreincidente, pues el artículo 52 de Código Penal lo considera inconstitucional. Dicha norma indica que «se impondrá reclusión por tiempo indeterminado como accesoria de la última condena, cuando la reincidencia fuere múltiple en forma tal que mediaren cuatro penas privativas de libertad, siendo una de ellas mayor de tres años».

Para fundar la inconstitucionalidad de la mencionada norma, los jueces consignaron una acordada de la Corte Suprema de Justicia, en el denominado fallo Gramajo.

Con este argumento, los magistrados Ángela Ledesma y Alejandro Slokar revocaron la decisión de un juez de Ejecución que, en marzo de 2014, había fijado en 37 años y seis meses el límite temporal de la pena que Álvarez recibió por los cuatro asesinatos. Los camaristas consideraron que no había que aplicar esa norma, pues no estaba vigente en ese momento.

En 1998, Álvarez recibió la primera de las cuatro condenas. La Cámara de Apelaciones de San Isidro lo sentenció a 25 años de cárcel por asesinato del empresario Loitegui, hijo de un exministro de Obras Públicas en el gobierno de Alejandro Lanusse. En 1999 lo condenaron a reclusión perpetua por los homicidios en el pub Company. Al año siguiente sumó una nueva condena, 18 años de prisión por el asesinato de Aranda en la vieja cárcel de Caseros y tuvo dos sentencias a seis meses de cárcel por intentos de fuga.

La defensa de Álvarez había presentado un recurso contra la decisión del juez de ejecución penal. Entonces, al analizar el planteo de la defensa, la jueza Ledesma sostuvo que «frente a dos interpretaciones posibles el magistrado debía inclinarse por la más favorable para el imputado».

Anoche, Álvarez estaba en condiciones de abandonar el penal de Gualeguaychú, donde cumplió la última parte de la condena ante la imposibilidad de alojarlo en una cárcel del Servicio Penitenciario Federal por los dos intentos de fuga que protagonizó. Por una cuestión de seguridad, lo llevaron a Entre Ríos.

Antes de salir en libertad, Álvarez debía pasar por alguna dependencia de la Policía Federal, donde deberá verificar que no tuviera ninguna causa pendiente.

Sólo su admirado Robledo Puch mató más gente que él. César Humberto Ghirardi, otro asesino múltiple liberado hace un mes, fue condenado por tantos homicidios como el «Concheto». Cuando fue detenido por personal de la comisaría de Beccar, a las órdenes del comisario Jorge Avesani y por un grupo de detectives de la División Homicidios de la Policía Federal en agosto de 1996, encontraron en su poder recortes de diarios con noticias sobre Robledo Puch.

En el chalet en el que vivía con sus padres, Álvarez guardaba una carpeta con las publicaciones de los restaurantes que había asaltado y los homicidios que había cometido. Se jactaba de haber «reventado un lugar en el que estaban Susana Giménez y Huberto Roviralta».

Álvarez, cuyo padre tenía dos cines y una galería comercial y concurrió a los mejores colegios de San Isidro, reclutaba a sus cómplices en la villa La Cava, de Béccar. Aprovechaba su buen aspecto para entrar en los restaurantes, se hacía pasar por cliente y hacía inteligencia. Después volvía con sus cómplices, que irrumpían armados en los locales y concretaban los robos.

«¿Viste el robo en Belgrano a la confitería Company? Fui yo. Lo robé. No puedo creer que me bajaron a un compañero. El «poli» le dio a traición, pero yo tengo la tranquilidad de haber vengado la muerte de mi compañero. Entré y le tiré. Le vacié el cargador. Le pegué siete tiros en la espalda y tres en la cabeza», admitió y confesó sin pudor Álvarez, según el relato del remisero.


Pistolero por seis días

Luis Barud – Puntal.com.ar

7 de junio de 2009

Un joven de excelente posición social decide incursionar de lleno en el mundo del hampa. En menos de una semana comete un raid de asaltos a mano armada, en los que resultan muertas tres personas.

Guillermo Alvarez tenía 18 años, gozaba de una excelente posición social, vivía en San Isidro y tenía desde su niñez una tendencia enfermiza por la violencia.

Trabajaba con su padre. Atendía los fines de semana un kiosco ubicado en uno de los cines pornográficos que sustentaban la fortuna familiar, aunque preferían esconderlo.

Era disciplinado y jamás faltaba a su tarea. Se mostraba en el colegio como un joven incontenible y en la casa no reparaba en límites, para el trato con su hermano y las empleadas domésticas, a las que maltrataba desconsideradamente. Vivía en un lujoso chalet en Acassuso.

Su inclinación por la violencia y la transgresión terminó enviándolo a la villa La Cava, donde comenzó a cultivar sus amistades. Se deslumbró por los chicos que con apenas 13 años, comenzaban a abrirse paso en el mundo del hampa. Sintió una irrefrenable inclinación al delito. Una adrenalina especial lo envolvía cada vez que escuchaba el relato de un robo a sangre y balazos. Sus nuevos amigos lo apodaron «El Concheto» y comenzó su carrera asesorándolos sobre el valor y la importancia de los objetos robados. Sobre todo las joyas y los relojes, de marcas mundiales, indicándole donde venderlos y cuanto pedir.

Se conoció con los chicos de las villas La Cava y Urquiza en un gimnasio donde solía asistir diariamente para aprender boxeo. Una tarde salieron todos a recorrer Villa Urquiza y a partir de ese momento se sintió uno más entre ellos.

Empezó a fascinarse con los relatos que los chicos chorros hacían de sus robos, arrebatos callejeros y en algunos casos asaltos a mano armada que terminaban en una balacera. «Eso quiero hacer», se repetía en silencio.

Como la mayoría de las cosas que se propuso en la vida, Guillermo de a poco se incorporó al paisaje delictivo de la villa.

Para la actividad en la que deseaba descollar contaba con una gran ventaja. Era un experto en armas, como su padre. Los Alvarez viajaban seguido al campo para disfrutar de sus cacerías. Guillermo distinguió a partir de ese momento cada detalle de un arma. Era a esa altura un verdadero entendido en la materia. Habría de servirle mucho para lo que se proponía.

*****

Abandonó los estudios luego de peregrinar por los colegios de la zona. Se dedicó a estudiar guitarra, tomando clases con un profesor particular. De esa manera descomprimió la difícil situación familiar que tuvo por la deserción escolar. Calculó hasta el más mínimo detalle. En el estuche de la guitarra transportaría las armas, para utilizar en su nuevo trabajo.

Su itinerario era una rutina fácil de adivinar. De su mansión de Acassuso se trasladaba a La Cava y de allí al centro hasta el cine del padre.

El 27 de julio de 1996, comenzaron las fechorías de la banda integrada por «El Concheto» Alvarez, «El Osito» Alberto Reynoso y César Mendoza, con asaltos al boleo en San Fernando y Martínez, lugares muy próximos al chalet de Guillermo.

En todos los asaltos robaron dinero y el auto de modo urgente, preferentemente cuando los integrantes de una familia llegaban a sus domicilios.

Todos los damnificados declararon que uno de los integrantes de la banda era rubio de muy buen aspecto y que en nada parecía un delincuente según el estereotipo que de ellos tenían. El rubio no era otro que Guillermo Alvarez.

La noche del 27 de julio de 1996 decidieron asaltar el famoso restaurante Harry Ciriani, ubicado en Recoleta. Habían robado un automóvil Mercedes Benz, que sería conducido por Guillermo.

Alvarez ingresó primero al lugar, vestido con riguroso traje. Luego lo intentaron sus cómplices, aunque sin suerte. Ambos fueron rechazados por la guardia del restaurante, con la excusa que no habían efectuado reservas.

Parado junto a la barra del negocio Guillermo apuntó al encargado con su revólver logrando que abriera la puerta a sus secuaces. En pocos minutos el trío emprendió la huida del lugar con el cargamento de relojes, billeteras y joyas. Salieron con la Policía detrás.

Pocos minutos después asaltaron el restaurante Alcorta y Tagle. Levantaron el botín y cambiaron el auto por el Honda de un cliente con el que emprendieron la vuelta a la villa.

*****

La locura ya tenía un punto de partida.

Un día más tarde salieron a robar por las calles de Martínez, sorprendiendo al empresarios Bernardo Loitegui junto a su familia, en momentos en que guardaba su automóvil Volkswagen Passat.

Cuando el trío se acercó a pedirle el auto, Loitegui se resistió. Alvarez le pegó dos tiros en el pecho y lo mató en el acto.

Escondieron las armas un basural y volvieron a la villa, donde Guillermo se deleitaba repartiendo medallitas, cadena y objetos de valor, entre las chicas.

Esta vez sin embargo traían la carga de un homicidio. La Policía, hasta entonces obsesionada por el raid delictivo de la banda, puso todos sus efectivos detrás de ellos. En Belgrano habían reforzado las guardias a los restaurantes, todos asaltados salvajemente por el rubio y sus dos cómplices morochos y desaliñados.

El 28 de julio, un día más tarde, decidieron asaltar el Company Bar en Belgrano. A su estilo, en un golpe comando, en menos de tres minutos cargaron con todo lo que tenían sus clientes.

Cuando estaban por salir, un policía de civil disparó hiriendo gravemente al «Osito» Reynoso. El delincuente quedó inmóvil en el piso.

Guillermo volvió sobre sus pasos y ejecutó al policía Fernando Aguirre, quien se encontraba con una amiga en el lugar.

En el tiroteo murió una joven que tomaba un licuado en el bar: María Andrea Carballido.

Alvarez y Mendoza cargaron con Reynoso rumbo a la Clínica San Luca de San Isidro. Lo tiraron del auto en la puerta. Ingresó muerto.

Guillermo y Mendoza asistieron al otro día al velatorio en villa Urquiza. Los policías de civil infectaron la zona. Filmaron a los asistentes, entre ellos a Alvarez.

Guillermo se trasladaba desde su casa de Acassuso hasta la villa en autos de una remisería y hacía alardes de las aventuras delictivas recién iniciadas. Los choferes resultaron claves a la hora de buscar datos sobre el rubio que manejaba los autos.

El 1 de agosto, seis días después de su comienzo en el mundo del hampa, fue detenido. Una carrera tan sangrienta como corta. Tenía tres homicidios para responder.

Los padres, increíblemente, no se sorprendieron cuando recibieron la noticia.

-Yo creí que mi hijo andaba en la droga, por los tipos que lo llamaban, pero jamás en una cosa de estas… dijo la madre con un abrigo en la mano, esperando turno para entregárselo a Guillermo.

En la cárcel mató con una púa a un recluso, peleando por el liderazgo del pabellón.

Cuando todo parecía haber sido vivido en la prisión por un joven de 22 años, proveniente de una familia pudiente de Acassuso, pidió declarar ante la jueza Susana López. Le contó que los guardiacárceles, a cambio de salidas para robar y repartirse el botín, le encomendaron matar al juez Alberto Baños que investigaba al Servicio Penitenciario por corrupción.

Declaró que le daban permiso para salir a robar y quedarse con el 20 por ciento del botín que conseguía. El 80 restante lo entregaba a los guardiacárceles. La revelación fue un escándalo nacional, lo mandaron a golpear por otros presos y tuvo que ser cambiado de alojamiento a Gendarmería, para salvarle la vida.

Guillermo cumplió su ansiado sueño de pistolero tan solo por seis días. En ese tiempo mató a tres personas y corrió fascinado tiroteándose con la Policía. Desde entonces está en la cárcel, pagando por una breve vida de seis días.


Condenado por 4 homicidios, teme que lo maten en la cárcel

Virginia Messi – Clarin.com

12 de mayo de 2003

Vivía en un chalé de Acassuso, pero lideró una banda de marginales. Fue condenado por 7 asaltos y 3 homicidios. Luego volvió a matar en la cárcel. Dice que los guardias lo asesinarán porque los denunció.

Cuando todavía no había cumplido los 21, en setiembre de 1998, un tribunal oral de San Isidro lo condenó a 25 años de prisión por una serie de asaltos y el asesinato de un empresario. Poco después, otro tribunal -esta vez de Capital-, le impuso «reclusión por tiempo indeterminado» como responsable de una nueva seguidilla de golpes que terminaron con la muerte de un policía y una chica de 24 años. La tercer sentencia en su contra -a 18 años de prisión por acuchillar a un interno en la cárcel de Caseros- ya no sorprendió a nadie.

Preso desde 1996, Guillermo Alvarez (25), conocido como «El Patovica» (debido a su afición al gimnasio) o el «Concheto» (creció en un coqueto chalé de Acassuso), nunca quiso contar su historia. ¿Qué lo llevó a cambiar la rutina de colegios privados por la violenta experiencia de «integrar» -y según la Justicia «liderar»- una banda de ladrones formada en las villas del norte del conurbano bonaerense?

Alvarez nunca contestó esta pregunta. Pero ahora quiere hablar porque tiene miedo de que lo maten y eso lo convenció de conceder por primera vez una entrevista. Detenido en dependencias de Gendarmería en Campo de Mayo debido a que en el año 2000 denunció que guardiacárceles de Caseros lo sacaban cada tanto del penal para robar, teme que -por una reciente disposición del Ministerio de Justicia- lo vuelvan a trasladar a una cárcel del Servicio Penitenciario Federal (SPF).

«En Gendarmería vivimos tres presos que declaramos ante el juez Alberto Baños contra el SPF (además de Alvarez son Alejandro Penczansky y Alejandro Hebert Núñez). Y a uno de ellos ya le firmaron el pase a Ezeiza. Parece que la Gendarmería no va a alojar más detenidos. Yo estoy seguro de que si me mandan a una cárcel me van a matar», le dijo Alvarez a Clarín.

-¿Está convencido de una venganza en su contra?

-Por nuestras denuncias cayó una cúpula entera del SPF y le pusieron una bomba en Tribunales a un secretario. Si eso le pasó a un funcionario qué me espera a mí en un penal cuando apaguen las luces.

-¿Es cierto que pagó 90.000 dólares por una fuga que se frustró?

-Sí. Iba ser del hospital Piñero. Cuando volví a Caseros los penitenciarios, que no sabían que había sido un arreglo, me mataron a patadas. En el SPF se arregla de todo, lo que quieras. Entre el 99 y el 2000 salí varias veces de la cárcel para robar.

-¿Cómo empezó a salir de Caseros?

-Me lo ofrecieron. Primero te dan el dulce. Te lo plantean como una posibilidad de hacerte de plata: de lo que robás, un 20 por ciento te toca a vos. Pero en definitiva no te quedás con mucho porque esa plata la tenés que usar para pagarle a los penitenciarios otra salida. Y eso costaba entre 40.000 y 50.000 pesos.

-¿Iba a robar con penitenciarios?

-Claro, no me iban a dejar solo en la calle con un arma. Te llevaban y te custodiaban autos de civil. Como excusa para sacarme de la cárcel tomaban turnos para tratamientos en el hospital Piñero. Pero yo nunca llegaba al hospital.

La charla sigue repasando su vida. Mientras de la computadora -que el juzgado de Baños le autorizó a instalar- sale música y su gato «Tito» duerme en una de las sillas de la celda, «El Patovica» toma mate y cuenta: «Cómo explicar lo inexplicable. Yo era un pendejo, para mí todo era como una película, una aventura. Me arruiné la vida y también me la arruinaron», sintetiza.

Su postura: admite que integró una banda y que estuvo en tiroteos pero niega haber matado a alguien. «No soy un asesino y quiero que las familias de las víctimas lo sepan. Yo no maté a esa gente», insiste una y otra vez.

-Usted se presenta como una víctima, pero para la Justicia es un asesino…

-Creo que no fui bien defendido en los juicios. Sí me siento responsable por los homicidios de las dos causas por las que me condenaron. Yo era el único de la banda que sabía manejar y si no hubieran contado conmigo para llegar a los asaltos tal vez esa gente estaría viva. No digo que no tendrían que haberme condenado, lo que digo es que en los homicidios no pasé de ser partícipe.

-¿Cuándo empezó a robar?

-A los 15, 16. No tuve buenas juntas y encima mis padres se estaban separando, estaban en su mundo, peleando por determinadas cosas. Fue paulatino. No es que un día me subí a un auto, agarré un fierro y salí. Una cosa va llevando a la otra.

-¿Pero cómo empezó?

-Yo iba a un gimnasio, practicaba boxeo y allí me vinculé con gente totalmente distinta a la que yo trataba, pibes de La Cava, Villa Uruguay, Boulogne. Me junté con ellos como un acto de rebeldía, de valentía. Les tenía un gran respeto. Me había criado en una burbuja y de pronto me hice de confianza de esta gente, fui a sus casas, conocí a sus familias. Yo siempre viajaba en remís y con ellos tenía que poner las moneditas para los colectivos. En un momento, como yo sabía manejar y ellos no, me dijeron ¿nos llevás a tal lado? Y así empezó el tema de los robos. Yo manejaba armas desde chico, porque iba a cazar, por eso no me dio miedo agarrar una.

-Según la Justicia, usted era el jefe de la banda…

-Eso no es verdad. No sabía ni limpiarme el c… y ellos eran más grandes que yo. Sí cumplía una función más pensante, primero revendiéndoles las cosas que robaban o aconsejándoles a qué precio debía venderlas y luego opinando si tal o cual golpe era seguro. Pero en muchas cosas no podía ni opinar.

Durante las dos horas del diálogo con Clarín, Alvarez trata de revertir su imagen de homicida. Se presenta como un estudiante de computación a distancia preocupado por tener «buena conducta» y así lograr una conmutación de penas.

«No me di cuenta de lo que hacía. En parte también me tentó la vida fácil, la plata fácil. Eso te atrae aunque digas que no. Fui un estúpido: por mi posición hubiera sido más coherente que fuera estafador», es la curiosa conclusión de Alvarez.


La historia de un asesino con cara de buen chico

Rolando Barbano – Clarin.com

6 de septiembre de 1998

¿Qué hizo ahora? Si hizo algo, que lo pague. La voz de Viviana San Román sonó entre preocupada y enojada en el teléfono. Del otro lado, el comisario que había detenido a su hijo unas horas antes intentó una explicación. Lo acusan de haber asaltado el pub Company, de Belgrano. Es algo pesado: mataron a un policía y a una chica. También murió un ladrón.

Era la noche del 1 de agosto de 1996. El policía tenía en la celda de la comisaría de Beccar a Guillermo Alvarez, por entonces de 18 años, el joven condenado el viernes a 25 años de prisión por asesinar al ingeniero Bernardo Loitegui (h) para robarle el coche. Y que ahora espera ser juzgado por aquel asalto a Company.

Se empezaba a desentrañar la historia de un criminal sorprendente. El que con su cara de buen chico pasó de veranear en Punta del Este a cometer más de 15 asaltos liderando una banda de marginales.

Alvarez nació el 21 de marzo de 1978. Tuvo todo para triunfar. Los negocios de su padre, Alberto Alvarez, dueño de una cadena de cines -varios de ellos dedicados a pasar películas eróticas-, le permitían vivir en una de las zonas más exclusivas de San Isidro. Y le aseguraban un trabajo de fin de semana en el quiosco del cine Avenida, en Avenida de Mayo al 600.

El viernes pasado, un empleado del cine confirmó este dato a Clarín, mientras colocaba el anuncio de Top Models, una película exclusiva para mayores. Lo que no dijo fue que Alvarez intentó usar ese trabajo como coartada durante el juicio por el crimen de Loitegui.

Junto a sus hermanos, de 13 y 17 años, y a su mamá, Alvarez pasó toda su vida en un amplio y lujoso chalet de dos pisos en Las Heras al 1000, en Acassuso, donde finalmente fue detenido. Las tejas bordó, los revestimientos en madera y el jardín de la casa sobresalen en una calle llena de autos importados y guardias de seguridad.

Pero ya desde antes de 1996 no todo era felicidad para Guillermo Alvarez. Sus padres se divorciaron al empezar su adolescencia, uno de sus hermanos tenía problemas por ser sordomudo y a él no había colegio privado que lo aguantara.

Hizo el primario y parte del secundario en el colegio San Patricio de Acassuso. Según algunos de sus excompañeros, era el gordito del grado.

Pero todo empezó a cambiar cuando cursaba tercer año. Decidió dedicarse a cambiar su físico: se anotó en un gimnasio, salía a correr y aprendió a jugar al tenis. Así logró bajar 10 kilos y darle forma a su metro ochenta de estatura. Hay vecinos que aún recuerdan la primera vez que repararon en él: Tuvimos un discusión porque les tiraba a los gatos con un rifle de aire comprimido, contó uno de ellos.

Durante esa metamorfosis de gordito a patovica, lo echaron del San Patricio por mala conducta. Tuvo que seguir estudiando en el Estrada de Acassuso y luego en el Instituto Fátima, que también lo expulsó.

Alvarez ya tenía 16 años y sus visitas al gimnasio Body Builders -Santa Fe al 1100, Acassuso- eran cada vez más frecuentes. Empezó haciendo aparatos y después full-contact (mezcla de boxeo con karate). No era muy constante. Venía con amigos, que desaparecieron después de lo que pasó, le dijo a Clarín Diego Celestino, encargado del gimnasio.

Según Celestino, en el gimnasio nadie sabía en qué andaba Alvarez. Según los policías que lo investigaron, ya había empezado a robar motos, pasacasetes y cosas chicas. Pero se puso más pesado cuando se juntó con gente de la villa Uruguay y de La Cava, las dos de San Isidro. El contacto lo hizo en un burdel de la zona, donde frecuentaba a dos prostitutas.

Allí se hizo notar contando anécdotas de sus robos. Decía que se la bancaba, que podía demostrar que era guapo. Entonces lo llevaron a la villa y empezó a robar con gente de ahí, dijo el investigador.

Alvarez pronto exhibió su habilidad. Se hizo mucho cartel. Luego de los asaltos, entraba a la villa y repartía relojes, cadenitas y otras cosas. Iba en los autos importados que robaba. Por eso lo empezaron a llamar el concheto, aseguró el policía.

Entre los 16 y los 18 años, lo que duró su carrera criminal, Alvarez perfeccionó una técnica. Reclutaba gente en las villas de San Isidro y les daba un plan. Iban a los restoranes en autos importados y él siempre entraba primero.

Se mostraba de sobretodo y traje oscuro y, a veces, llevaba un estuche de guitarra con armas. No parecía un ladrón, pero tampoco tenía el look Clark Kent que lució en el juicio por el crimen de Loitegui.

Una vez en el restorán elegido, Alvarez se sentaba a una mesa y observaba el lugar. Si le parecía adecuado, abría su teléfono celular y convocaba a sus cómplices.

Durante el robo era controlado y frío. Y no dudaba en disparar. Se cree que fue él quien fusiló de tres balazos a un policía en el asalto al pub Company, el 28 de julio de 1996, y quien dejó parapléjico a otro en un tiroteo en el bar Camerún.

Las fotos de estos policías que publicó Clarín estaban colgadas en el dormitorio de Alvarez cuando los investigadores allanaron su casa. Yo sabía que andaba en algo raro. Lo llamaba gente que no era como uno, le dijo ese día su madre a la Policía.


Un nuevo crimen del jefe de la banda de los «chicos bien»

Gustavo Carabajal – Lanacion.com.ar

25 de marzo de 1999

En la cárcel: se trata de Guillermo Alvarez, a quien se acusa de haber dado muerte a un preso en el penal de Caseros.

Nada ni nadie parece poder detenerlo. Después de matar a Bernardo Loitegui (h.), al subinspector de la Policía Federal Fernando Aguirre y a María Andrea Carballido, el hombre fue a prisión, donde ahora lo acusan de asesinar a sangre fría a un compañero de celda.

Se trata de Guillermo Antonio Alvarez, alias El Concheto o El Karateca, señalado por la policía como el líder de la banda de los «chicos bien», que asoló elegantes restaurantes porteños entre junio y julio de 1996.

El 4 de septiembre último, la Sala I de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de San Isidro lo condenó a 25 años de prisión por considerarlo penalmente responsable del homicidio del empresario Bernardo Loitegui (h.), ocurrido el 27 de julio de 1996, en Martínez.

Antes de que el tribunal leyera la sentencia por el crimen de Loitegui (h.), Alvarez había derramado lágrimas cuando escuchó la declaración de su madre que, en vano, intentó convencer al tribunal de que cambiara la imagen que tenía de su hijo. Luego se volvió a emocionar cuando leyó una carta manuscrita de su novia. Fueron los únicos momentos en que Alvarez dejó de lado la cara de póquer que había mostrado durante el juicio.

Pero los hechos siguieron. El 15 de noviembre último se produjo una reyerta en uno de los pabellones de la Unidad 16, la vieja cárcel de Caseros, donde están alojados los presos menores de 21 años.

Durante la riña murió un recluso, que, según fuentes judiciales, habría sido identificado como Elvio Aranda. Lo habían atravesado con una faca (nombre con el que se conoce a las armas blancas realizadas por los presos).

El Servicio Penitenciario Federal se encargó de la investigación que tuvo como principal sospechoso a Guillermo Antonio Alvarez, que esperaba en la cárcel el juicio oral por los asesinatos del policía Aguirre y de la joven Carballido, ocurridos el 28 de julio de 1996, en el pub Company.

De acuerdo con los testimonios recogidos por los agentes penitenciarios, Alvarez y Aranda encabezaban los dos grupos que se disputaban el liderazgo del pabellón. Unos días antes del crimen, Aranda y sus cómplices arrinconaron a Alvarez en el patio y le dieron una paliza.

Fuera de sí, Alvarez, el muchacho de buen vestir y finos modales que cursó el secundario en colegios de San Isidro, habría jurado venganza contra su agresor.

Ahora, la Justicia investiga si, efectivamente, Alvarez cumplió su promesa. En principio, el juez de Instrucción Nº 41 Daniel Turano caratuló la causa como homicidio o lesiones, debido a que, si bien se estableció que el acusado participó en la riña, no se había determinado si Alvarez fue el autor de la estocada mortal.

Después de recibir el resultado de los peritajes, el magistrado lo procesó por el homicidio, según aseguraron a La Nación fuentes de la investigación.

Actualmente la causa está en poder de los médicos forenses, ya que el abogado Víctor Stinfale, defensor de Alvarez, pidió que se analicen las heridas sufridas por Aranda para tratar de establecer si se corresponden con el arma homicida.

«Los penitenciarios persiguen a mi defendido y lo acusan sin fundamento. Le imputan que mató con un sable, cuando Aranda fue asesinado con una faca, según los testigos. Además, hemos realizado estudios para demostrar que es inimputable y que sufre una psicopatía», expresó Stinfale.

Anteayer, Alvarez cumplió 21 años y dejó la relativa tranquilidad de la cárcel vieja de Caseros para pasar a la Unidad 1, de mayores, muy lejos del lujoso chalet familiar de Las Heras al 1000, en Acassuso.


Demasiado miedo para hablar

Carlos Rodríguez – Pagina12.com.ar

4 de mayo de 2000

Acusado por un asesinato dentro la cárcel, Guillermo Alvarez -apodado el «niño bien»- se negó a declarar en el juicio. Pero su capacidad de intimidación también acalló a los testigos: un preso aterrorizado admitió que había sido amenazado de muerte por el propio Alvarez y se echó a llorar. Las sospechas sobre el SPF.

«Me gustaría decir lo mismo que declaré antes, pero tengo mucho miedo», admitió ante los jueces Mario Cruz Córdoba, 20 años, detenido en la Unidad 24 de Marcos Paz y testigo de cargo en otra causa por homicidio en la que está involucrado Guillermo Alvarez, el «niño bien», condenado a perpetua por otro doble crimen.

Balbuceando, el testigo terminó por quebrarse sin reiterar su acusación contra Alvarez, a quien en la instrucción le imputó la autoría de la muerte de un preso, en 1998, en la cárcel vieja de Caseros, de una certera cuchillada en el corazón. Cruz Córdoba confesó, antes de echarse a llorar, que había sido amenazado de muerte, mediante una nota, por el propio Alvarez.

La denuncia provocó la apertura de una causa para investigar la supuesta intimidación y la orden del tribunal al Servicio Penitenciario Federal (SPF) para que «garantice la seguridad» del detenido. La defensa del «niño bien» rechazó la denuncia, mientras una fuente oficial dijo a Página/12 que «es imposible» que Alvarez haya podido concretar la amenaza «sin apoyo interno» del SPF. En abril, el acusado admitió ante la Justicia que tuvo la posibilidad de escapar de la cárcel luego de pagar 90.000 pesos de coima a personal penitenciario.

El sorprendente testimonio de Cruz Córdoba fue la culminación de una primera audiencia en la cual abundaron los miedos y las rectificaciones respecto de las declaraciones iniciales, tal como ocurrió también con los testigos Domingo Citraro, Eduardo Sobre Pereyra, Raúl Ayarbe y Alberto Monzón, quien directamente se negó a declarar aunque se le hizo saber que podía ser acusado del delito de falso testimonio. «¿Jura o promete decir verdad?», le reiteró varias veces el presidente del Tribunal Oral 12, Carlos Bruno, quien dispuso un cuarto intermedio para convencerlo. Nada produjo el efecto esperado y Monzón fue citado otra vez para hoy.

¿Qué habían declarado Cruz Córdoba y Monzón durante la instrucción? El primero sostuvo que el domingo 15 de noviembre de 1998, a las 13.20, en el pabellón uno de la cárcel vieja de Caseros, el «único que tenía una faca (cuchillo) en la mano era El Patovica», como le decían a Alvarez, con temor, sus compañeros de celda.

Cruz aseguró incluso que vio cómo Alvarez «lo pinchó en el pecho, al lado del corazón» al interno Elvio Aranda, que murió en el acto. El preso acallado por el pánico hasta precisó que la faca era «un fierro de cuarenta centímetros de largo». Monzón, del mismo modo, había señalado sin dudar que el Patovica manejó el arma asesina.

Ayer, en cambio, Cruz tuvo que ser guiado de la mano, como un niño, para que confesara lo que era obvio: que había sido amenazado. «Al Patovica lo sentí nombrar», fue una de las primeras frases que soltó entre dientes, desconcertando a los jueces. «Estaba durmiendo, mirando televisión» (sic), «me metí adentro del baño», «no sé de qué pabellón eran», fueron otros datos indicativos de que algo raro estaba pasando.

-¿Tiene miedo? -preguntó el juez Bruno.

-Sí -admitió por primera vez Cruz Córdoba.

-¿Por qué tiene miedo? -insistió el presidente del Tribunal.

-No sé qué decirle porque no puedo hablar -replicó el testigo en peligro.

Con la confusión en aumento, Cruz insinuó primero que cuando declaró en la instrucción estaba «empastillado» (drogado), pero luego admitió que recordaba «muy bien» todo lo que había dicho y desnudó su alma acongojada: «Me gustaría decir lo mismo, pero tengo mucho miedo». Entonces relató que hace unos días, citado por otro juez en los tribunales de Comodoro Py, otro interno «le leyó» al oído una carta en la cual le exigían que cambiara su declaración contra Alvarez. «Tenía que hacerlo, a cambio de mi vida», dijo con la voz ahogada por su temor en aumento. Sobre la versión textual de la nota dijo: «No me quiero ni acordar».

-¿Usted sabe quién es el autor de la amenaza? -preguntó Bruno.

-Sí -respondió Cruz luego de un larguísimo silencio.

-¿Está acá en la sala? -creyó adivinar el titular del Tribunal Oral 12. -Sí -admitió Cruz después de otro silencio interminable, pera luego agregar que el nombre «estaba en el legajo» leído al abrirse el juicio.

Por una cuestión formal, Bruno mencionó primero los nombres de Gonzalo Pazo, 20 años, y de Hugo Schmidt, 21, coimputados por el homicidio de Elvio Aranda, hasta que llegó la definición: «¿Guillermo Alvarez es la persona a la que se refiere?». El «sí» de Cruz fue un suspiro que precedió al llanto, largo y silencioso, con la cabeza gacha, de cara hacia los jueces. Bruno instruyó al jefe de la custodio del SPF para que se garantizara la seguridad del preso, quien deberá ser llevado, como él mismo pidió, al pabellón «F», el más seguro, de la Unidad 24 de Marcos Paz.

Teodoro Alvarez, abogado del «niño bien», nada dijo en la audiencia sobre lo afirmado por Cruz. Luego declaró a este diario que su defendido «nunca lo pudo haber amenazado porque desde noviembre de 1998 están en cárceles diferentes». Sobre la nota amenazante, cuestionó: «Los testigos son presionados por el SPF para incriminar a Alvarez; es imposible que una carta llegue tan lejos si no hay ayuda de los guardias».

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