Marie Margarete Beier

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Grete Beier

Grete Beier

  • Clasificación: Asesina
  • Características: Envenenadora - Por provecho económico
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 13 de mayo de 1907
  • Fecha de detención: 26 de junio de 1907
  • Fecha de nacimiento: 15 de septiembre de 1885
  • Perfil de la víctima: Su amante, Kurt Pressler
  • Método del crimen: Veneno - Arma de fuego (simuló un suicidio)
  • Lugar: Brand, Sajonia, Alemania
  • Estado: Ejecutada en la guillotina el 23 de julio de 1908
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Grete Beier: «Un traje blanco para morir»

Leonard Gribble – Mujeres asesinas – Ed. Molino – Barcelona, 1966

Nota de los editores de Criminalia: en el texto que reproducimos a continuación se afirma que Grete Beier murió ejecutada por el hacha del verdugo, cuando en realidad acabó sus días el 23 de julio de 1908 bajo la hoja de la guillotina. En casos similares, en los que nos hemos encontrado con un error de bulto tan evidente, hemos optado por buscar otras fuentes alternativas; sin embargo, el no haber podido encontrar obra alguna en lengua española que refleje los actos cometidos por esta conocida asesina alemana, nos ha decidido a publicar el texto, junto con esta aclaración para el lector.

Pocas mujeres en la historia criminal tienen tras de sí una historia de crímenes y violencias como la encantadora Grete Beier. Su rostro era tan pálido que le confería un aspecto etéreo. No solo parecía una «mujer fatal», sino que además era una consumada asesina.

La noche de su ejecución llevaba un blanco vestido blanco de novia al arrodillarse y colocar el cuello sobre una piedra en espera de que el hacha segase su vida. Se ha dicho que nunca apareció tan hermosa como aquella noche.

Cuando esta se produjo contaba con treinta y tres años de edad. Grete Beier era hija del alcalde de un pueblecito de Sajonia. Nacida en 1885, creció en un ambiente refinado.

Desde los primeros meses de su vida gozó de una situación privilegiada. Leyó libros que en aquella época se consideraban inadecuados para jóvenes de su edad, obtuvo copias de otros facilitados por sus padres, que aunque idolatraban a su hija se negaban a dotarla. Sus padres pusieron gran cuidado en encaminarla a una vida honrada. Tenía dinero, buena educación, una posición social envidiable y un hogar tranquilo y feliz. ¿Qué más podía ambicionar?

Grete Beier era una criatura rebelde. Rehusaba aprender por obligación. Dedicó su vida y su inteligencia a satisfacer sus antojos y caprichos. El hogar que abandonó para vivir su propia vida se convirtió más adelante en el centro de todas sus burlas.

Grete tenía la cara de un ángel, pero bajo su rostro se ocultaba un espíritu malvado, que hacía de ella un ser diabólico. Lo sabía y siempre se las ingenió para manifestarlo.

Incluso llegó a experimentar placer asesinando a su propio hijo, y nunca sintió remordimiento por este crimen. Hay pocas mujeres en el mundo que carezcan de sentimientos maternales; pero Grete Beier era una de ellas. Sus bajos instintos se manifestaron ya en su época de colegiala. Resultó imposible de gobernar para sus maestras. Fue enviada a un internado para jóvenes, célebre por la rigidez de sus normas; pero Grete no tenía intención de convertirse en una joven educada.

Logró evadirse por el tejado del colegio para reunirse con un joven que le había presentado una de sus amigas. Estuvo ausente durante varios días mientras las demás colegialas discutían acaloradamente su comportamiento. Por fin la encontraron, la llevaron al colegio y avisaron a su padre.

-Será mejor que saque a su hija de este centro, señor Beier -dijo la directora al preocupado alcalde.

Era una orden conminatoria para el padre. La hija, no obstante, aquella hija de maravillosos ojos azules, creía haber descubierto un gran secreto. Podía hacer lo que le viniese en gana, ya que otros cargarían siempre con las consecuencias. Este descubrimiento era la primera piedra de una filosofía basada en el amor hacia sí misma y en la satisfacción de sus caprichos. Le pareció admirable.

Abandonó el internado con un firme propósito: hacer siempre lo que desease.

El señor Beier hubiese hecho mejor dejándola allí y su esposa hubiera sido más feliz. La verdad es que la actitud de la señora Beier hacia su hija fue cambiando conforme esta crecía. El resultado fue a la larga desastroso para Grete Beier, ya que su encanto y su belleza hacían disculpables todos los errores que cometía.

La señora Beier fue la primera en sucumbir al encanto de su hija.

La madre, que tan severa se mostrara ante las primeras rebeldías de su hija, demostraba ahora una gran indulgencia ante lo que calificaba como «caprichos de Grete».

En lugar de informar a su marido de esos «caprichos», hacía todo lo posible para que no llegasen a sus oídos. Veía el mundo a través de los ojos de una joven, y le parecía recobrar parte de su perdida juventud, pérdida de la que nunca se consolara.

La avispada muchacha comprendió rápidamente la ventaja que podía obtener del nuevo comportamiento de su madre y se propuso obtener de dicha indulgencia el mayor partido posible para sus fines.

Ayudada por su madre, Grete Beier concertaba citas con muchachos fuera de su casa y se procuraba pequeñas sumas de dinero sin que el agobiado alcalde se enterase. Así fue desarrollándose en aquella conservadora morada sajona una conspiración silenciosa. Mientras sucedían estos hechos, la señora Beier se tranquilizaba a sí misma con un subterfugio. Estaba ayudando a Grete a conocer la vida y a disfrutar de su juventud. Cuando Grete fuese mayor no experimentaría la misma sensación de haber perdido la libertad que ella sentía, y siempre estaría agradecida a su madre por sus consejos.

Era una conmovedora pero irrealizable utopía. ¡Pobre señora Beier! Nunca llegó a comprender los sentimientos que anidaban en el corazón de su hija.

Incluso cuando coqueteaba con un muchacho y lo enamoraba, Grete calculaba. Sus éxitos con los muchachos le parecían demasiado fáciles. Se sirvió del poder que ejercía sobre ellos para aprender la complejidad del alma masculina. Pronto aprendió a apasionar a un muchacho, cómo llevarlo hasta la desesperación y luego apartarlo de su vida. Al igual que muchas mujeres sensuales y ambiciosas habían descubierto antes que ella, Grete Beier llegó a la conclusión de que los hombres jóvenes, por muchas razones y entre otras su inexperiencia, son superficiales. Se negaba a aceptar que cualquiera de aquellos muchachos pudiera con el tiempo convertirse en un ser profundo y reflexivo. Grete Beier se estaba convirtiendo en una hermosa mujer y deseaba gozar intensamente de todas las satisfacciones que la vida pudiese ofrecerle.

Hurtó dinero a su padre y con él se compró trajes apropiados para una mujer de más edad. Intentó, adoptando una apariencia más desenvuelta, buscar una aventura con un hombre mayor.

Los acontecimientos se apresuraron a satisfacer sus deseos. La señora Beier no tardó en cansarse de vigilar constantemente a su hija y de oír el resultado de sus entrevistas con sus adoradores, muchachos muy corteses todos ellos.

Parte de la metamorfosis que se operaba en su hija también se produjo en la madre, aunque las primeras manifestaciones de dicho cambio no se manifestaran hasta varios meses después de oír los excitados relatos de su hija. La señora Beier también buscó una aventura. Como mujer del alcalde era una señora importante en la sociedad del pueblo y no tuvo que aguardar mucho tiempo. En casa de unos amigos le presentaron a un hombre de mundo, bien vestido, de porte distinguido que durante toda la velada no dejó de lanzarle intensas miradas. A los ojos de ella, el señor Merker aparecía como el galán deseado.

Lo que no sabía es que él estaba enterado de la hermosura de su hija y que deseaba conocerla.

La señora Beier cometió la locura de invitar a Merker a su casa sin despertar las sospechas de su marido.

-Deseo que conozcas al señor Merker -dijo a su hija ingenuamente; demasiado ingenuamente, ya que al punto Grete se sintió interesada por él.

Lo que sucedió era previsible para todos, menos para la ofuscada madre. La muchacha que dominaba a los jóvenes con su experiencia, no tardó en sucumbir ante las galanterías de un don Juan profesional. Poco tiempo después de haber conocido al señor Merker en compañía de su madre, Grete Beier ya mantenía entrevistas secretas con él.

La señora Beier comprendió demasiado tarde que había sido desbancada por su propia hija. Cuando comenzó a discutir con ella se enfrentó con una mirada candorosa y la siguiente pregunta:

-¿Por qué te parece mal, madre? ¿Qué diría padre si lo supiese todo?

La pregunta no tenía contestación. Nada de lo que la angustiada señora Beier pudo decirle causó mella en el ánimo rebelde de su hija.

-Será mejor que dejes de verlo, Grete -insistió la madre.

-¿Por qué?

-Porque es demasiado viejo para ti y porque te lo digo yo.

Ninguna de estas razones le pareció convincente a Grete. Por aquel entonces contaba dieciséis años. Continuó entrevistándose con Merker y cuando él alquiló un piso acudió allí a visitarlo. La señora Beier se hallaba asustada del giro de aquellas relaciones. Corrían el riesgo de que los habitantes de Brand se enterasen de las andanzas de la hija del alcalde y de la pasajera locura de la madre al iniciar una aventura con Merker.

Era una perspectiva poco halagüeña, y la señora Beier no supo hacerle frente. Necesitaba distraerse y comenzó a beber. Al principio no mucho, luego más. Vaciaba las botellas de modo alarmante. El licor le proporcionaba alivio. A partir de ese momento se convirtió en una bebedora empedernida aunque la cosa no trascendió.

Grete Beier supo sacar ventaja rápidamente del creciente vicio de su madre. La obligó a mentirle a su marido respecto a la ausencia de Grete durante determinadas noches.

-Está en casa de unas amigas -explicaba a su esposo.

Mientras la madre conociese las idas y venidas de Grete, el alcalde se consideraba satisfecho. Necesitaba tranquilizar su conciencia diciéndose que lo poco que la conocía, era debido a la rebeldía de la muchacha, ya que se hallaba atravesando una edad difícil.

Los padres de Grete Beier, cada uno por su lado, eran unos egoístas redomados, eludiendo siempre lo mejor para Grete y viendo únicamente lo que les interesaba ver. La madre ya se hallaba dominada por la bebida y el padre tan preocupado por los asuntos municipales como podría estarlo un toxicómano por obtener su droga.

La hija había heredado de los padres el entregarse en alma y cuerpo a la tarea que tenía entre manos. En lugar de lugar de beber como su madre o asistir a reuniones como su padre, se dedicaba a Merker, y la asesina en ciernes completaba una parte de su educación que sus padres ni siquiera sospechaban.

Además de sus atractivos como amante, Merker tenía otros a los ojos de Grete. Disponía de mucho dinero y no trabajaba, o por lo menos no lo hacía a determinadas horas del día. Era un hombre desocupado que vestía bien y podía dedicarle a su Grete todo el tiempo que esta quisiera. La vida de la muchacha era en esta época una sucesión ininterrumpida de momentos felices.

Grete Beier nunca se cansaba de saborear su felicidad. Sin embargo, no tardó en ocurrir lo inevitable. Llegó el día en que comprendió que se hallaba embarazada. Aquella verdad la angustió, pero no por ello perdió su sangre fría. Al explicárselo a Merker, este parecía muy divertido

-¿Qué harás ahora, cariño? -preguntó sonriendo.

-¿Qué debo hacer? -preguntó Grete a su vez.

-Díselo a tu madre. Puede sernos muy útil, querida.

Merker no era un imprudente. Se había enterado de los defectos de la madre de su amante y comprendía que en semejantes momentos mantendría la boca cerrada. Es más, aquel silencio de la señora Beier podría resultarle provechoso a él más adelante.

La madre al enterarse de la situación de su hija, reaccionó como Merker había previsto.

-No debes tener esa criatura, Grete -dijo a su hija, disponiéndolo todo para que su nieto no naciese.

Pero las pócimas que le hizo ingerir a la joven no le causaron ningún efecto. Grete Beier era una mujer sana y la naturaleza no parecía dispuesta a interrumpir su maternidad incipiente. A pesar de los esfuerzos de ambas mujeres, con sus diecisiete años Grete dio a luz un niño al que odiaba.

La pobre criatura no tenía más que unas horas cuando Grete Beier la ahogó a sangre fría con una almohada. En lugar de sentirse horrorizada por lo que acababa de hacer, comenzó a pensar en cuál sería el mejor medio de hacer desaparecer el cuerpo de su hijo. Nada podía torcer su propósito.

Recién levantada de su alumbramiento, Grete Beier envolvió a la criatura en un chal y después de oscurecer salió de la casa llevándosela. Cuando regresó había tirado a su hijo por la cloaca.

Acababa de dar a luz y asesinar a su hijo y no comprendía el significado de sus actos, únicamente deseaba volver a la vida que su forzada maternidad le obligara a interrumpir.

Entonces, Merker, que había ayudado junto con la señora Beier a mantener secreto el nacimiento, le hizo saber que se hallaba sin un céntimo. Le explicó que durante todo aquel tiempo había vivido con el producto de algunas audaces falsificaciones.

-La Policía está siguiéndome los pasos y debo marcharme de Brand -dijo-. Ahora es a ti a quien toca conseguir dinero, corazón.

-Pero yo no tengo ni un céntimo.

-Tú no, pero tu familia, sí.

-No -protestó Grete-. No puedo pedirle dinero a mi padre.

-¿Quién dice que se lo pidas?

-Ya le robé una vez, no puedo hacerlo de nuevo.

-Si no puedes recurrir a tu familia, arréglatelas como puedas -cortó Merker tajantemente.

-¿Qué quieres decir?

La explicación de Merker completó otra faceta de la formación de Grete Beier. Se sobrepuso a la desilusión que le causara que su amante, aquel hombre encantador y bien educado, no fuese más que un vulgar estafador.

Merker se la llevó de Brand, le puso un piso y pagó los gastos con el dinero que ella recibía por sus favores a ricos comerciantes y jóvenes libertinos.

En muy poco tiempo, Grete Beier, que había roto por completo con su familia, se estableció como una prostituta de categoría. No tardó en adaptarse a las exigencias de su nueva vida. Incluso fingió estar enamorada de alguno de sus adinerados visitantes. Estos no escatimaban el dinero con ella y se sentían atraídos por aquella encantadora mujer que, incluso entre sus brazos, no dejaba de ser un enigma. Dicha estratagema le proporcionaba abundantes ingresos; dinero que siempre iba a parar a los vacíos bolsillos de Merker, quien indujo a Grete Beier a aceptar aquella nueva vida.

Como hombre experimentado y conocedor de los bajos fondos de su época, sabía que Grete en su calidad de prostituta no se fijaría jamás en ningún otro hombre que no fuese él. Manejaba sus ingresos considerándose socio de Grete Beier en aquel asunto. Sobrevino otra crisis monetaria; Merker le dijo a Grete que necesitaba urgentemente una considerable suma de dinero para no ir a la cárcel. Le dio cuanto tenía.

-No es suficiente, Grete, tienes que procurarte más. Ahora es el momento de acudir a tu familia. Piensa que si voy a la cárcel tú no tendrás a nadie que te proteja.

Grete Beier ya no era la misma muchacha que meses atrás por amor a su amante robase a su padre. Su género de vida la hundía más y más en el fango. Mintió y se rebajó para obtener dinero. El pensamiento de que Merker no estaría a su lado le resultaba intolerable. El hombre era parte de su propia vida. Fue a Brand y llamó a su madre. Rápidamente y sin rodeos le dijo que necesitaba la llave de la caja fuerte de su padre.

-Ya te daré algo para que puedas comprarte algunas botellas -añadió cínicamente.

Es posible que la señora Beier intentase disuadirla. Si fue así, no lo consiguió. En aquel entonces la pobre mujer carecía [de] toda fuerza de voluntad. Grete Beier obtuvo la llave que deseaba y sacó de la caja fuerte de su padre un libro de cheques y joyas. Pocas horas después del robo, Merker, que había obtenido una copia de la firma del alcalde, vació la cuenta corriente de este último.

Deseosa de que las sospechas no recayesen sobre ella y que su madre no fuese interrogada demasiado estrechamente, Grete Beier hizo recaer las sospechas sobre una persona inocente.

Se procuró un duplicado de la llave y fue a visitar a una amiga de la familia acompañada de su madre. Cuando dicha señora se hallaba ausente, Grete ocultó la llave en el cajón de una mesa.

Días después el alcalde abrió su caja fuerte y descubrió el robo. La señora Beier, bien aleccionada por su hija, admitió haber visto a aquella amiga que ella y su hija fueron a visitar, examinar la caja fuerte la última vez que acudió a visitarla. El alcalde dio parte a la policía y esta fue al domicilio de la mujer. Juró que era inocente, pero los detectives no tardaron en hallar la llave. La arrestaron.

No obstante, el caso se esclareció de forma inesperada. Su sirvienta era más curiosa de lo que ella creía y esto fue su salvación. Mientras la señora Beier y su hija estuvieron solas en la habitación, ella las estuvo espiando por el ojo de la cerradura. Vio cómo Grete Beier abría el cajón de la mesa. Recordó aquel detalle poco después de que su señora fuese detenida y le dijesen el motivo.

Las pesquisas cambiaron de rumbo. La mujer inocente fue puesta en libertad y Grete Beier acusada de haber sustraído el libro de cheques y las joyas de la caja fuerte de su padre. El escándalo que esta noticia causó en el pueblo fue enorme. El alcalde sufrió un colapso del que tardó mucho en recuperarse.

Mientras tanto, Grete Beier aguardaba en la cárcel a que se celebrase su juicio. No se hallaba apenada, sino todo lo contrario. Escribió una nota a Merker, quien permanecía oculto temiendo que el reciente drama de la familia Beier pudiese perjudicarlo, en la cual le inducía a ir al domicilio de la sirvienta, cloroformizarla y estrangularla después para que no pudiese declarar en el juicio. Ocultó la nota en el dobladillo de una blusa y metió esta dentro de un paquete de ropa sucia que enviaba a su madre para que la lavase. Las cosas no sucedieron tal y como ella quería, ya que una celosa guardiana examinó el contenido del paquete y halló la nota. Entre los cargos formulados contra Grete Beier figuró también el de incitar a cometer un asesinato.

La historia se hizo pública, Grete Beier fue incomunicada y Merker se apresuró a huir.

Cuando se celebró el juicio, Grete Beier parecía apesadumbrada y contrita.

Era un actriz consumada, capaz de representar el papel que mejor le conviniese. Además, no hay que olvidar que era una mujer sumamente atractiva y que los jueces no dejaron de advertirlo. Quizá su desconsuelo y modestia redujeron su condena a cinco años de cárcel.

Si fue así, esto explica su comportamiento de presa modelo, que había cambiado completamente, y que las monjas que la visitaban dijeran que se había reformado. Las autoridades, en vista de su buena conducta, decidieron ponerla en libertad antes de haber cumplido su condena.

Al salir de la prisión se dirigió a casa de sus padres, en Chemnitz, ya que su padre, tras recobrar la salud, abandonó la alcaldía de Brand. Sin embargo, la novedad de su situación, una respetable hija de familia, no tardó en resultarle monótona. Grete Beier había aprendido demasiado de Merker; había vívido una vida más conforme a su naturaleza y no tardó en buscarse un nuevo acompañante.

Conoció a un joven ingeniero llamado Pressler que le habló de sus ilusiones. No tardó en enamorarse de ella. Quería casarse con Grete, y el matrimonio era lo que más ardientemente deseaba el señor Beier para su hija. Creía ingenuamente, como muchos padres, que el estado matrimonial ayudaría a que Grete sentase de una vez la cabeza. Mas Grete no era ninguna alocada; era una criminal que vivía una etapa transitoria de su vida.

Durante este período Merker volvió a aparecer en escena. Se había enterado de su libertad, seguido su huellas hasta Chemnitz y permaneció escondido hasta ver qué cariz que tomaban los acontecimientos.

Eligió para presentarse ante Grete Beier una fecha fatal: días antes de su proyectado matrimonio con el ingeniero.

Parecía que ambos amantes nunca se habían separado. El demonio que llevaban dentro demostró ser más resistente que el acero. Grete Beier se procuró la firma de un anciano tío y Merker falsificó un documento en el cual hacía donación de todos sus bienes a su querida sobrina. Pero el anciano se aferraba tenazmente a la vida, y Merker no quería ni oír hablar de asesinato debido a los antecedentes penales de Grete.

Esta decidió que Pressler debía morir y dejarle su dinero. Copió las cartas de amor que había recibido de él y destruyó los originales. Por aquel entonces imitaba su letra lo bastante bien para confundir a cualquier lector. Muy excitada, ya que no había pedido a Merker que le ayudase, siguió adelante con su plan.

El día de la feria de Friburgo dijo a algunos amigos:

-Debo regresar a Chemnitz, porque mi tío llega de París y mi padre desea que sea yo quien prepare la cena.

Era falso. No tenía ningún tío en París. En Chemnitz se encontró con Pressler y fue con él a su piso. Se comportó con él como cualquier otra novia en semejantes ocasiones. En su bolso llevaba una pistola y una ampolla de cianuro potásico.

No mentía, pues, al decirle:

-Te he traído un regalo de la feria. Cierra los ojos.

Tranquilamente y sin denotar nerviosismo, le vendó los ojos.

-Di algo, cariño -murmuró Grete Beier.

Pressler abrió la boca para hablar, pero antes de pronunciar la primera palabra, ella introdujo en su boca el cañón de un diminuto revólver y apretó el gatillo. El hombre cayó hacia atrás.

Sin experimentar el más leve remordimiento su asesina puso en práctica la segunda parte de su plan. En una mesita cercana colocó el falso testamento que había escrito y una nota en la que Pressler explicaba que estaba decidido a suicidarse.

En el testamento Pressler legaba todo cuanto poseía a la mujer con la que iba a casarse. Mezcló entre los papeles del ingeniero una falsa carta de una italiana en la que se dirigía a Pressler como su marido. La escritora declaraba que se había casado con él para vengar a su hermana, seducida y luego abandonada por Pressler, marchándose de su lado y aguardando la ocasión propicia para desacreditarlo. Su compromiso con Grete Beier le proporcionaba la oportunidad que tanto ansiaba. En la carta le ofrecía dos alternativas: denunciarlo por bígamo si se casaba con aquella alemana, o suicidarse.

Su suicidio demostraba cuál había sido su elección.

Grete Beier poseía una fecunda y fértil imaginación y no se sentía aterrada al recurrir a ella.

Regresó a Friburgo en tren, se reunió con sus amigos y envió un telegrama a su madre diciéndole que iría al día siguiente. Pasó aquella noche con Merker, a quien no dijo nada de lo ocurrido.

Cuando la policía descubrió el cadáver de Pressler creyó que realmente se trataba de un suicidio. Grete Beier, vestida de negro y terriblemente apenada, recibió la mayor parte del dinero de su difunto prometido.

Volvió a reunirse con Merker y disfrutó de su compañía. La mayor parte del dinero que Grete recibiera fue a pasar a Merker, que alababa sin cesar la astucia de su amante.

-Debes renovar tus atenciones con tu tío -le dijo sonriendo.

Grete Beier no echó en saco roto aquel consejo. Es probable que el rápido desarrollo de los acontecimientos impidiesen que Grete planeara un nuevo asesinato.

El primero de estos acontecimientos fue el descubrimiento por parte de un hermano de Pressler de ciertas anomalías en el testamento. Creía firmemente que Pressler no hubiese ocultado aquel hecho a su propia familia.

Comenzó a hacer averiguaciones. Obtuvo muestras de la letra y firma de su hermano; pero cuando le pidieron a Grete Beier las cartas de Pressler, ella presentó las falsas. Un experto en caligrafía halló notables diferencias entre ambas; diferencias que no se hallaron entre la carta de la supuesta italiana y las cartas de amor copiadas por Grete.

Grete Beier fue detenida de nuevo, pero esta vez acusada de asesinato.

Su padre sufrió un nuevo colapso del que no se repuso, muriendo pocos días después. Grete no pudo asistir al funeral. Merker volvió a esfumarse. La historia de Grete Beier se repetía. Esta vez, sin embargo, adoptó una actitud completamente diferente: se confesó autora del asesinato de Pressler. También confesó ante la abarrotada sala sus relaciones con Merker, del que dijo haber tenido tres hijos.

-Ninguno de ellos llegó a vivir -declaró con voz neutra-. No deseábamos hijos. Sólo queríamos vivir juntos.

Narró también cómo había envenenado el café de Pressler antes de disparar contra él.

Su frialdad y objetividad al referir los hechos y sus movimientos después de la muerte de Pressler resultaban increíbles a los ojos de todos los que llenaban la sala. En determinado momento de su confesión, llegó a jactarse de su perversión:

-Tomé una servilleta -dijo-, y la coloqué alrededor de su cabeza. Creo que lo hice para no ver sus ojos. Introduje la pistola en su boca cuando la abrió y apreté el gatillo.

El presidente del tribunal le preguntó si había experimentado algún remordimiento o intranquilidad. Su respuesta sonó falsa:

-Me sentí culpable durante el funeral.

Fue declarada culpable y condenada a muerte. En 1908 los condenados a muerte en Sajonia eran decapitados. El verdugo, según la costumbre de la región, iba vestido con levita y corbata blanca. Disponía para la ejecución de una espada de doble filo y la ley permitía solo un tajo en el cuello que debía separar limpiamente la cabeza del tronco.

Un carnicero de Dresde llamado Max Ulmfeld era el verdugo del Estado de Sajonia por aquel entonces, solo seis años antes de que Guillermo II lanzase a sus alanos a través de la frontera con Bélgica, dando comienzo así a la primera guerra mundial.

El señor Ulmfeld apareció en la celda de Grete Beir poco antes de la medianoche indicándole que se vistiese. La joven miró su levita oscura y su corbata blanca y al punto comprendió de quién se trataba, a pesar de no haberle visto jamás con anterioridad. Según le habían dicho era costumbre no informar al condenado a muerte de la fecha de su ejecución.

Se arregló rápidamente y tras haberse puesto un vestido blanco siguió a su verdugo desde la celda hasta el patio de la prisión, donde se habría erigido un pequeño altar, tapizado de negro. Sobre él se veía un crucifijo blanco. Tras el altar se alzaba una mesa oscura ocupada por los miembros del tribunal y el fiscal.

El juicio y la condena fueron leídos a la acusada, que aunque palideció se mantuvo tranquila. También le explicaron que la gracia le había sido denegada.

El sacerdote acudió a su lado.

-¿Te arrepientes de lo hecho, hija mía? -preguntó suavemente.

Siguió a estas palabras una dramática pausa interrumpida solo cuando Grete alzó su hermosa cabeza y murmuró:

-Sí. Me arrepiento.

Fue conducida hasta el patíbulo. Al llegar allí se arrodilló junto a un gran tocón de madera. Sus brazos fueron atados a unos bloques de piedra. Sus ojos miraban al cubo que recogería su cabeza. No los dirigió ni una vez al negro ataúd que encerraría dentro de breves instantes su cuerpo.

Al filo de la medianoche, Max Ulmfeld levantó el hacha. Cuando esta cayó, la ley se había cumplido. Un solo tajo y la cabeza de Grete Beier fue a caer a la cesta.

 


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