
- Clasificación: Asesina
- Características: Intereses económicos (cobro de un seguro de vida)
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 8 de junio de 1998
- Fecha de detención: 8 de junio de 1998
- Fecha de nacimiento: 12 de abril de 1961
- Perfil de la víctima: Alberto César Ortega, de 46 años (su marido)
- Método del crimen: Golpes en la cabeza - Asfixia - Calcinación
- Lugar: Benavídez, Buenos Aires, Argentina
- Estado: Condenada a prisión perpetua en el año 2000 por homicidio calificado agravado por el vínculo, con alevosía y con concurso premeditado de dos o más personas. Huyó en 2005 y desde entonces se encuentra desaparecida. En 2015, el gobierno bonaerense ofreció una recompensa monetaria a quien puediera aportar datos sobre su paradero
Índice
Perpetua para una asesina sin igual
Horacio Cecchi – Archivo.pagina12.com.ar – Graciela Hammes
4 de julio de 2000
A Graciela Mónica Hammes no le bastó la solícita frase con que cerró su alegato final. «Señores jueces, por favor, no se equivoquen», dijo el jueves pasado ante Juan Carlos Fugaretta, Fernando Maroto y Roberto Borserini, integrantes de la Sala I de la Cámara de San Isidro.
Ayer por la mañana los magistrados consideraron que no erraban al condenarla a prisión perpetua, acusada de quemar vivo a su marido, Alberto César Ortega, el 8 de junio de 1998, para cobrar un seguro de vida de cien mil pesos. Al contrario, a lo largo de los 59 folios en que se extendió la sentencia, fue enumerada una sorprendente cadena de errores y exabruptos de la imputada, que derivaron en su posterior condena.
En especial dos detalles que no podían pasar inadvertidos: el primero, que el día del crimen Hammes ocultaba con guantes sus manos quemadas. El segundo, más obvio, aparecía al pie de la póliza de seguro que la tenía como beneficiaria: la mujer había fraguado la firma de su marido. Ortega jamás se enteró de que su muerte había sido valuada en cien mil pesos.
Ortega fue hallado completamente carbonizado dentro de su Fiat 600, el 8 de junio de 1998 a las 6.30 de la mañana, en la calle Los Andes entre San Martín y la Panamericana, en Benavídez, partido de Tigre. Trabajaba como custodio de empresas de carga. En realidad, cuando fue descubierto, Ortega no era más que un cuerpo irreconocible. A tal punto que fue imposible determinar su sexo. Como N.N. quedó asentado en las planillas. A través de la patente del auto la policía encontró a los posibles familiares de la víctima. Se trataba de Graciela Hammes, por entonces de 37 años. «Durmió mal, estaba angustiado por problemas económicos, se levantó muy temprano, a las 5 de la mañana, y salió dispuesto a vender el auto», dijo la sorprendida mujer.
Poco después, Hammes reconoció a su marido por tres objetos: el anillo de casamiento, el reloj y una cadenita. «Es igual al mío», dijo la mujer, en sede policial, cuando le mostraron la alianza. El uniformado le solicitó que enseñara la suya y Hammes, muy nerviosa, trató de eludir el pedido. Aunque era un día de otoño soleado, llevaba guantes que ocultaban serias quemaduras. «Fue con una estufa», aseguró nerviosa.
Pero no sólo sus manos estaban marcadas. A los investigadores no les cerraba la versión de la venta del auto: en la casa de la pareja, a 30 cuadras del lugar del siniestro, habían hallado la cédula verde y el boleto de compra venta del Fiat, y el DNI de Ortega. «Nadie se levanta a las 5 de la mañana para vender un auto y menos sin llevar documentos», sostuvo Martín Cruz Molina, quien junto a Jorge Osores Soler representó a la familia de la víctima. Había más. Ortega tampoco llevaba su registro ni su cédula de identidad: descansaban a 200 kilómetros del lugar, en San Nicolás, en la casa del hijo del primer matrimonio de Hammes, dentro de los bolsillos de su campera.
En realidad, como más tarde consideró probado el tribunal, Ortega no tuvo necesidad de llevar su licencia de conductor porque jamás se sentó al volante. Recibió un golpe contundente en el cráneo, que lo tomó por sorpresa y lo desvaneció. Los 85 kilos de Ortega fueron cargados en el asiento trasero del Fitito. No debió ser fácil. Por ése y otros detalles, los jueces ordenaron que se reabriera la investigación para determinar la coparticipación de cómplices. Después, condujo el auto hasta el descampado, lo roció con nafta y echó un fósforo.
Algunos vecinos declararon haber visto al hijo del primer matrimonio de Hammes, chupando nafta con un tubito del tanque del mismo Fiat, la noche anterior al crimen. «Resultaba demasiado evidente que fuera a comprar combustible con un bidón», señaló Molina a Página/12. La misma Hammes reconoció un gorro con visera hallado a metros del auto quemado, como perteneciente a una de sus hijas. También una vecina figura dentro de las carpetas giradas a la fiscalía.
Pero lo que delató las intenciones de la condenada fue la póliza de seguro. El 22 de mayo del ‘98, Hammes contrató un seguro de vida recíproco por cien mil pesos. Si ella moría, los beneficiarios serían su marido y su hijo de San Nicolás. Si la Parca tocaba a Ortega, cobraría sólo ella. Al pie del documento, aparecía la firma complaciente del difunto. Los peritos de Gendarmería determinaron que Ortega jamás firmó. El trazo no se correspondía con sus firmas, pero tenía demasiadas semejanzas con la caligrafía de la mujer.
Ayer, Fugaretta, Maroto y Borserini sentenciaron a prisión perpetua a Graciela Mónica Hammes por homicidio calificado por el vínculo, con alevosía y con el concurso premeditado de dos o más personas.
Graciela Hammes
Jorge Omar Charras – Camada30.fullblog.com.ar
20 de septiembre de 2010
Gladys Tolosa caminó por un pasillo de la Comisaria de Tigre acompañada por un oficial. Tropezó con una baldosa floja y trastabilló. Se miró los pies con indiferencia. Escuchó que el policía le decía que habían llegado. Estaban frente a un cuarto ínfimo mal pintado de verde agua. Había un escritorio de madera que le recordó la escuela primaria y cuatro sillas de plástico color naranja. Al fondo, una ventana enrejada dejaba ver un árbol seco, desplumado con un par de bolsas de plástico enganchadas en las ramas. Era julio y hacía frío. Con un movimiento mecánico se secó los ojos, pero hacía un rato que había dejado de llorar.
El hombre le preguntó si no quería volver otro día. Gladys lo pensó. Estrujó un saquito de lana color mostaza que llevaba en el brazo y negó con un movimiento de cabeza. Pasaron a la oficina verde. Ninguno de los dos se sentó. Se ubicaron cerca de la ventana. Gladys preguntó si faltaba mucho, pero en ese mismo momento entró Graciela Mónica Hammer, vestida con unos jeans azules, botas altas y un suéter negro. Una mujer policía la sostenía del brazo y se fue apenas el oficial que acompañaba a Gladys Tolosa le hizo una seña.
Graciela se acomodó el pelo castaño y largo, estudió las sillas, dudó unos segundos y al fin eligió la que estaba más cerca de la puerta. «Mejor me siento, ¿no?». Miró a Gladys con una sonrisa. Levantó las cejas. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y sacó un paquete de cigarrillos que llevaba en el bolsillo de sus jeans.
¿Cómo estás, Gladys? Y usted, señor, ¿no me da fuego? El oficial le alargó un encendedor de plástico verde transparente y no dijo nada. Gladys miró a la mujer que fumaba entre suspiros.
-Decime, Graciela, ¿por qué mataste a mi hijo?
Lo dijo como al pasar, como quitándole todo contenido a la pregunta.
-Yo no lo maté.
-¿Cómo podés estar así, tan tranquila? Lo mataste, y vas a terminar tu vida en la cárcel.
-Eso decís vos. Yo creo en Dios. Vamos a ver cómo termina el juicio.
Gladys Tolosa, que hasta ese momento había hablado en tono bajo y monocorde, dejó de lado los modales tranquilos y se abalanzó sobre la que fuera la esposa de su hijo muerto. El oficial le cerró el paso y la sacó a empujones al pasillo, pidiéndole que se calmara. Graciela Hammer, impasible siguió fumando.
El 8 de junio de 1998 era un día frío y nublado. A las 8:40 de la mañana sonó el teléfono de la comisaría Cuarta de Benavídez partido de Tigre. Un Policía de la Segunda de Escobar le alertaba que en la calle Los Andes, a cincuenta metros de la ruta nacional 9, había un auto incendiándose con una persona adentro.
Un rato más tarde llegaron al lugar policías y bomberos. El auto era un Fiat 600 patente C 805574. Por un minúsculo sector del guardabarros trasero pudieron ver que el auto era azul. En el asiento trasero había una persona, totalmente carbonizada: estaba boca arriba, con la cabeza caída sobre el hombro izquierdo.
Uno de los policías recorrió la zona. Encontró una gorra con visera a pocos metros del Fiat. Tenía impresa la figura del Ratón Mickey. La calle de tosca tenía algunos charcos de agua estancada. Frente al auto había unos silos de una empresa procesadora de cereales.
A las 13,30, después de abrir el techo y cortar los hierros de las butacas delanteras, los bomberos sacaron el cuerpo del auto. El muerto llevaba una cadenita dorada al cuello y un reloj Casio Titanium gris con fondo blanco en la muñeca izquierda. Marcaba las 6:45. En el piso del auto encontraron un anillo de metal dorado tallado adentro. Un policía fue a buscar líquido corrector para limpiar las zonas carbonizadas y leer la inscripción. La alianza decía: «Por siempre. 8-2-95».
Mientras despejaban la zona, un testigo, Abel Héctor Ramos, dijo que a las 08:10 había pasado una mujer corriendo frente a su casa, diciendo que a dos cuadras había un auto incendiándose. La mujer tendría entre 35 y 38 años, vestía calzas y campera de lluvia oscura. Ramos recordó que ya la había visto antes un par de veces.
Dos horas después de llevar el cadáver a la morgue de San Isidro, la policía determinó que el dueño del auto era Alberto César Ortega domiciliado en Fenni 4798, de Tortuguitas. A las 20 el oficial inspector José Alejandro Voisin fue a la casa del hombre calcinado. Lo atendió Graciela Hammer, la esposa quien estaba junto a sus hijos viendo el programa de Susana Giménez.
Después de todo, el marido había desaparecido de madrugada y en algo tenían que entretener las horas muertas. Voisin le explicó sin mayores detalles que había habido un problema con su marido y su auto, y que tendría que acompañarlo a la comisaría. En la penumbra de la casa, solo iluminada por el resplandor del televisor, la mujer, sin impacientarse, se puso una campera, un par de guantes y dejó a sus tres hijas menores a cargo del hijo mayor.
Cuando le dieron la noticia de la muerte de su esposo, Hammer desvió la vista del comisario y mascó enfáticamente su chicle. «No sé qué puede haber pasado. Él se fue de casa a las cinco de la mañana para vender el auto. Quería venderlo para arreglar el otro auto que tenemos, un Fiat Duna blanco del 94, con el que trabajaba de remisero a veces, y otras veces en una agencia de seguridad, la agencia Segam. Pero creo que de ahí lo habían despedido hacía unos días. Por lo menos no le daban más trabajo. Yo le dije que para qué iba a ir tan temprano para vender el auto, pero él fue igual. y después no supe más nada».
Los policías le pidieron sus datos personales. Ella hizo una síntesis de sus 37 años: dijo que en 1982 se casó con Jorge Valles con quien tuvo un hijo, Gerónimo, de 15. «A Jorge nunca más lo vi después de que nació mi hijo. Después estuve juntada con Jorge Mansini. Tuvimos tres hijas, Julieta, Andrea y Bárbara, que tienen 10, 7 y 5 años. Y en el 1994 conocí a Ortega. Con él me casé en 27 de noviembre de 1995. Él tiene 46 años es más grande que yo. Bueno, era más grande. Con él, hijos no tuvimos».
De su marido, Hammer no dijo demasiado: contó que Ortega había vivido en concubinato durante veintitrés años con otra mujer, con la que había tenido tres hijos, Ulises, Ernesto y Paula, de 25, 21 y 13 años.
Dijo que su matrimonio era normal, «con las peleas que tiene cualquier pareja». Enseguida a Hammer le hicieron ver la cadenita de oro, la gorrita grabada con el Ratón Mickey, el reloj y la alianza. «Sí, todo es de él. Bueno, la gorrita es de una de mis hijas, me parece. El reloj se lo regalé yo para un aniversario, y la alianza es de él. Yo tengo la misma».
El comisario que llevaba el interrogatorio vio la oportunidad. «¿Me la muestra, por favor? Me gustaría ver su alianza». Hacía rato que le llamaba la atención que la mujer no se hubiera quitado en ningún momento unos guantes de lana negros.
Graciela Hammer vaciló. «Sí, como no». Se miró los guantes sin saber qué hacer. «Con los nervios tengo tanto frío, sobre todo en las manos y los pies». «Es un minuto, señora, quisiera ver el anillo», insistió el policía. Hammer se quitó los guantes con fastidio. Tenía las manos con quemaduras de primero y segundo grado.
«Mire, me quemé las manos hace un par de días, mientras prendía una estufa de querosén. Por eso las tengo así».
Esa noche quedó detenida e incomunicada.
En mayo de 1998, menos de un mes antes de la muerte de su esposo, Graciela Hammer se acercó a la compañía de Seguros Sur. Quería contratar un Seguro de Vida recíproco, con alguna salvedad. Si ella moría, los beneficiarios serían su marido y su hijo mayor, Gerónimo Valles. Si el que moría era Ortega la única beneficiaria sería ella. La prima era de unos veintidós pesos por mes, y en caso de muerte se cobrarían 100.000 pesos. Hammer se llevó los papeles a su casa, para hacerlos firmar por su marido. Pero aparentemente Ortega nunca supo de este seguro. Hammer falsificó su firma y presentó los papeles el 22 de mayo. Fueron aprobados de inmediato.
José Voisin, el mismo policía que fue a buscar a Hammer el día de la muerte de su marido, volvió al barrio unos días después. Su tarea era dar con alguna pista para seguir la investigación. Entre varios vecinos entrevisto a Nazarena Daiana Ramírez, una amiga del hijo de Hammer.
La chica, de 15 años, estaba encantada de proporcionar detalles que pudieran develar algún misterio. Al principio se explayó en un relato acerca de las peleas permanentes del matrimonio. «Gerónimo me dijo que Ortega le pegaba a Graciela, su mamá. Puede ser, porque se lo pasaban discutiendo, yo los escuchaba muchas veces, cuando pasaba por la puerta de la casa».
Ese día, Nazarena se guardó un detalle que unas semanas después declaró en el juzgado. «El domingo 7 a la noche, la noche antes de que mataran a Ortega, Gerónimo estaba con un amigo en la vereda sacando nafta, con una manguera, del Fiat 600. Yo le pregunté por qué lo hacía y él me dijo que se lo había pedido la vieja y que no sabía para qué. y después él me contó que la madre le pidió que fuera a cargar nafta».
En el relato, Nazarena agregó que el lunes a la noche, cuando Hammer estaba declarando en la policía, ella fue a ver a su amigo y lo encontró llorando, con una carta de su madre, y preparando sus cosas para ir a San Nicolás, a la casa de su padre.
Según consta en los testimonios del expediente judicial, la vida de Ortega cambió en forma radical a partir de su relación con Hammer. Él venía de una convivencia apacible con la madre de sus tres hijos. Vivieron veintitrés años juntos hasta que una tarde, un compañero de trabajo lo invitó a comer a su casa. Se trataba de Jorge Mansini, pareja de Hammer.
Ortega llegó sin su esposa a la casa de la calle San Juan donde se encontró con su amigo y Graciela, una mujer que lo miraba como si fuera el hombre al que esperó toda su vida. En un principio, Ortega se sintió incómodo ¿Su amigo no advertía lo que estaba pasando?
Pero no pudo resistir la atracción y en un momento, cuando Mansini fue al baño, Ortega le dijo a la mujer que la llamaría al día siguiente, lo más temprano posible. Hammer lo miró a los ojos, sonrió y le rozó apenas la mejilla con el dorso de la mano. Ese mínimo gesto bastó para que Ortega decidiera que no le importaba nada, que dejaría a su esposa, que traicionaría al amigo, que se iría con esa mujer cuyo nombre ni siquiera podía recordar.
Al día siguiente empezaron una relación clandestina que no duró mucho. Hammer quiso blanquear la situación desde el principio: por experiencia sabía que si dejaba pasar el tiempo, el amantazgo se eternizaría. Él aplazaría el momento de abandonar a su mujer, ella se acostumbraría a su condición de segunda. Ella iría sintiéndose menos y menos segura para imponer condiciones, y él estaría cada vez menos convencido de tomar una decisión adecuada.
Por fuerza, con el correr del tiempo una amante va perdiendo el brillo inicial, y esa opacidad que se descubre con el correr de la relación va igualando a esa amante con la mujer legítima, igualmente deslucida y opaca. Ella ya había sido amante en otras oportunidades, y esta vez quería manejar las riendas desde el vamos. De modo que en menos de un mes Hammer estaba caminando de la mano con Ortega, llevándolo a reuniones familiares y sirviéndose los ravioles de su futura suegra.
Para cuando se casaron, Ortega todavía conservaba el entusiasmo por esa mujer a la que llamaba «mi bastoncito». Pero a partir de la convivencia fue deprimiéndose más y más. No tenía tiempo para ver a sus propios hijos, el dinero no le alcanzaba porque tenía que mantener a Graciela y sus cuatro chicos y tenía que pasar parte de su tiempo libre limpiando la casa y lavando la ropa: Graciela no tenía la menor intención de hacerse cargo de las tareas domésticas.
Se habían mudado a una casa de dos ambientes en Tortuguitas, cuarenta y cinco metros cuadrados oscuros y destartalados que albergaban al matrimonio y los cuatro hijos de ella. Las peleas eran constantes. La falta de espacio enloquecía a todos por igual y cualquier conflicto terminaba en el mismo cuadro: Graciela furiosa, a grito pelado, repartiendo cachetadas y amenazando con abandonar la casa. Ortega, que tampoco era un espíritu apocado, iba poniéndose igualmente violento. Pero después de las peleas, venía la depresión. Se quedaba tirado en la cama días enteros, con las persianas bajas, temblando.
Dejó de ver a sus amigos y concentró toda su vida social en las visitas semanales a sus hijos.
El 6 de mayo de 1998, Hammer llamó por teléfono a Aldo Camera, un comisario retirado que trabajaba como director técnico en la agencia de investigaciones Segam, donde trabajaba Ortega. Le dijo que su marido estaba con un ataque de nervios, llorando, desesperado, y que no sabía qué hacer con él. Camera le sugirió que lo llevara al hospital Fernández.
Hammer nunca explicó por qué decidió llamar a uno de los directores de la empresa y no a un compañero de su marido para pedir ayuda. Por su parte, Camera eludió todo tipo de detalles y pidió no ir a prestar declaración. Después de ese ataque de nervios, la estabilidad psíquica y laboral de Ortega se fue a pique.
El informe de la autopsia reveló que el cadáver tenía fractura en la base craneana. El golpe habría provocado un estado de indefensión en la víctima. A su vez, había humo en las vías respiratorias, lo cual demuestra que estaba vivo mientras se incendiaba el auto. Tenía quemaduras en el ciento por ciento de su cuerpo. La muerte se produjo, entonces, por una combinación de quemaduras e intoxicación.
Gladys Tolosa llevaba treinta años de enfermera cuando se enteró de que su hijo había muerto carbonizado.
«Yo leí la autopsia, yo vi el informe de todo los pulmoncitos, los riñones. Yo entiendo de eso, ¿sabe lo que eso significa para mí? Era mi único hijo, era todo lo que yo tenía en la vida, era todo, todo todo. Mi hijo era tan bueno, tan lindo. Era tan pero tan lindo que apenas nació yo empecé a tener miedo. Siempre tuve miedo de que le pasara algo. Terror. De noche me quedaba horas mirándolo, me parecía que si lo miraba, él iba a estar más seguro. y esa mujer me lo quitó, me lo mató.
»Yo tengo grabada en la cabeza esa vez que la vi, a ella, a Graciela, en la comisaría. Ella me dijo que no lo había matado. Mentira. Ella lo mató. Era violenta, mala. Le pegaba cruelmente a sus propios hijos, a las nenas y al más grande también, a Gerónimo. No me lo contaron, yo lo vi. Una vez estábamos comiendo y él la contradijo. Ella estaba parada y el chico sentado, y le dio una cachetada así, de arriba abajo, que casi le parte la cara. Era tremenda. Así como era de chiquita, un metro y medio, era tremenda igual.
»Mi hijo era grandote, medía casi un metro ochenta y pesaba 78 kilos. Él debía estar dormido cuando ella le pegó un golpe en la cabeza, cuando ella le partió la cabeza, como salió en la autopsia. Si no, no hubiera podido. Mi hijo se hubiera defendido. y después, cuando mi hijo estaba desmayado, lo debe haber arrastrado hacia el auto, que estaba adentro, en el garaje, y después llevó el auto al descampado ese donde lo quemó. Y mi hijito todavía estaba vivo. ¿Por qué no lo llevó a un hospital para salvarlo? A lo mejor podía haber vivido después del golpe…
»Una vecina me dijo que tenía que haber habido otra persona, que ella sola no podría haberlo matado, o no podría haberlo llevado al auto. Que alguien la debe haber ayudado. y yo digo que yo soy enfermera y que conozco de esas cosas, yo también peso poco y puedo llevar al baño a un hombre de cien kilos, o lo puedo trasladar de una camilla a otra, o levantarlo del piso si se cayó. Se puede, que no me vengan a decir a mí, que soy enfermera. Aunque a lo mejor sí había otra persona. Puede ser, no digo que no. Es posible que ella tuviera un amante.
»Mi hijo había venido a casa a dormir el fin de semana antes de su muerte, con la nena más chica, Paulita. Mi hijo tiene tres hijos hermosos, yo sigo viviendo por ellos. La cuestión es que mi hijo me dijo que le prepare un cuarto porque se iba a venir a vivir conmigo, la iba a dejar a esa mujer. Me dijo que ella salía con alguien y que andaba en algo raro.
»¿Qué me quiso decir? Es algo que se llevó a la tumba y ella a la cárcel. Eso me mata la cabeza. Bueno, y el sábado siguiente, dos días antes de morir, vino a casa con Paulita y dijo que el lunes se venía a vivir conmigo. Paulita le dijo que se quedara esa misma noche, que para qué iba a esperar al lunes, pero él miraba la hora y decía que no, que esa noche tenía que volver a la casa, y eso que estaba sin el auto y vivía a treinta y siete kilómetros.
»Se ve que quería llegar de sorpresa a ver si la encontraba con alguien, no lo sé. y después el chico de ella, Gerónimo, dijo que antes de que mi hijo se fuera, a las cinco de la mañana del lunes, escuchó las voces de su madre, de mi hijo y de otro hombre. Pero como era menor, no sé qué pasó con su declaración y al final la cambiaron, no sé cómo habrá hecho el asesino que es el abogado de ella, porque sólo un asesino puede defender a una asesina.
»Pero por suerte a ella le dieron perpetua, porque si no le hubieran dado perpetua la hubiera matado yo. Se lo juro. Yo, que siempre me dediqué a salvar vidas, la hubiera matado. Hubiera borrado con el codo lo que escribí con la mano, mire lo que es la vida. El otro día estaba con una amiga viendo fotos de mi hijo y había varias en las que salía ella. Mi amiga me dijo que era bonita. Puede ser, pero yo no la veo linda porque ella mató a mi hijo, es una alimaña, un elemento pernicioso.
»Dice mentiras y no baja la vista, las dice de frente. No soy racista pero sí creo en la maldad humana. Ella es alemana, y debe tener algo de la crueldad de los nazis. Pero a mi hijo lo tenía agarrado sexualmente, si hasta él me lo contaba, me tenía mucha confianza, me hacía bromas con eso. Y a ella le gustaba mucho la plata, y mi hijo no andaba bien de trabajo. Trabajaba de vigilador en una agencia y le habían dicho que no fuera más. Seguro que esa última noche él le dijo que se iba a vivir conmigo, y por eso ella no pudo esperar más y lo mató.
»Porque quería cobrar el seguro de vida. Yo me imagino que ella pensaba esperar más tiempo para que no sospecharan, pero si él se venía a vivir conmigo no lo iba a poder matar. Ahora que lo pienso, me acuerdo que cada vez que yo iba a Tortuguitas, a la casa de ellos, a visitar a mi hijo, me entraba un frío espantoso. Y a unas cuadras antes de llegar me agarraba frío. Eso me pasó durante meses. Y ahora que sé que me lo mataron ahí, me doy cuenta por qué tenía frío, Porque sabía que ahí él iba a morir».
Una de las pocas amigas de Hammer la recuerda con rencor. «Siempre me miró a mi marido. Las mujeres no la querían, y los hombres se le acercaban porque ella los buscaba: Pero me da lástima, porque, según me dijo ella, su primer marido y su concubino le pegaban. y parece que al final Ortega le pegó también. Pero tenía sus razones, parece que ella estaba saliendo con el jefe de su marido».
La amiga de Hammer tiene una teoría para explicar su conducta, que se basa en una extraña relación que ella habría tenido con su padre, a quien adoraba.
Él era ingeniero y su madre empleada judicial. Pero por alguna razón que la amiga dice desconocer, Hammer y su madre eran prácticamente enemigas.
«Según Graciela, la madre la odiaba porque le decía que ella le había arruinado el matrimonio. Parece increíble, pero la madre le tenía celos, le decía que le había quitado el amor del padre, no sé por qué decía eso. No importa. Igual ella no tenía por qué haber matado a su marido. Yo ni pienso ir a visitarla a la cárcel. Ni loca».
Graciela Hammer fue condenada a prisión perpetua por homicidio calificado agravado por el vínculo, con alevosía y con concurso premeditado de dos o más personas. Ella nunca declaró, ni tampoco se encontró al supuesto cómplice.
Importante recompensa por la mujer más buscada de la Provincia
Infonews.com
4 de septiembre de 2015
Hace más de diez años que Graciela Mónica Hammes logró despistar a los guardias que la custodiaban en Constitución y desde entonces no se supo más nada de ella. Hoy, la mujer de 54 años, condenada a prisión perpetua por matar y calcinar a su esposo, Alberto César Ortega, para cobrar un seguro de vida en junio de 1998 en Benavídez, es la más buscada en la provincia de Buenos Aires y el gobierno bonaerense ofrece una recompensa de entre 50 mil y 150 mil pesos a quien pueda aportar datos sobre su paradero, informó Tiempo Argentino.
La asesina, cuyo caso fue relatado en el capítulo 5 del libro Mujeres Asesinas de la periodista y escritora Marisa Grinstein, también figura en la lista de buscados por Interpol.
El crimen fue descubierto durante la mañana del 8 de junio de 1998 en la calle Los Andes, a metros de la Ruta 9, donde ardía un Fiat 600 azul. En el asiento trasero estaba el cadáver de Ortega.
La autopsia determinó que el hombre, cuyo cuerpo estaba quemado en su totalidad, había recibido varios golpes que lo dejaron inconsciente y que la causa de muerte fue una combinación de la inhalación del humo y las quemaduras.
Luego de identificar a la víctima, los investigadores se dirigieron a su vivienda, ubicada en la calle Fermín 4798 de la localidad de Tortuguitas, donde se entrevistaron con Hammes y le pidieron que los acompañara a la comisaría.
La esposa comentó que Ortega había salido temprano a vender el auto, pero algo no cerraba en su historia. A los policías les llamó la atención que la mujer no se quitara los guantes y cuando le solicitaron que mostrara sus manos, para ver su alianza de bodas, constataron que tenía quemaduras.
Si bien la mujer dijo que se había quemado manipulando una estufa de querosén, esa misma noche quedó demorada. Su suerte quedó sellada cuando descubrieron los trámites del seguro de vida.
Los investigadores determinaron que para cometer el crimen, la mujer debió haber recibido ayuda -se cree que de un amante-, aunque nunca se identificó a su supuesto cómplice.
En 2000, la justicia determinó que el móvil del crimen era cobrar un seguro de vida de 100 mil pesos que la mujer había tramitado pocos días antes del hecho, en cuyo trámite incluso falsificó la firma de la víctima.
Luego de ser condenada, Hammes estuvo alojada en el penal de Los Hornos en La Plata. A principios de 2005 se le dio un permiso especial para viajar en tren a Neuquén para visitar a un familiar enfermo. Ya de regreso en la estación de Constitución, el 26 de enero, pidió ir al baño y, aprovechando una distracción de sus custodios, huyó.
La solicitada, publicada ayer por el Ministerio de Seguridad bonaerense, consigna que quienes quieran aportar los datos sobre el paradero de Hammes deberán presentarse ante los Fiscales Generales de Cámara de cualquier Departamento Judicial de la Provincia o la Cámara de Apelación y Garantías en lo Penal del Departamento Judicial de San Isidro, o llamando a los números 4732-6440 u 011-4732-6437.
También se puede denunciar ante la Dirección Provincial de Registro de Personas Desaparecidas en calle 2 entre 51 y 53, en La Plata o a los teléfonos 0221-429-3015 y 429-3211.
Otras recompensas que ofrece el gobierno bonaerense
- De $ 10 mil a $ 100 mil
El ex agente de la Policía Federal Cristián Javier Terraza es buscado desde el 22 de mayo de 2006, cuando el cuerpo de su pareja Patricia Vanesa Gasparotti fue hallado en su casa de Virrey del Pino. La mujer de 29 años llevaba varios días muerta y había sido golpeada y asfixiada.
- De $ 20 mil a $ 100 mil
César Benítez, ex agente del Servicio Penitenciario Bonaerense, es buscado desde 2012 por la tortura seguida de muerte de Patricio Barros Cisneros, ocurrida el 28 de enero de ese año en la Unidad 46 de José León Suárez. Cinco penitenciarios fueron condenados a perpetua por ese hecho.
- De $ 50 mil a $ 150 mil
Alberto Ángel Pérez, conocido también como «El Loco Cacho», está prófugo desde el 28 de diciembre pasado. Ese día, en medio de una disputa vecinal en Avellaneda, mató a tiros a Silvia Isabel Rosso y su hija Yamila Zaira Rosso y luego escapó en una moto.
- De $ 20 mil a $ 50 mil
Desde hace más de 20 años el ex oficial de la Bonaerense Pablo Martín Gerez está prófugo e impune por el secuestro, torturas, asesinato y ocultamiento del cuerpo de Andrés Núñez por agentes de la Brigada de Investigaciones de La Plata, ocurrido el 27 de septiembre de 1990.
- De $ 20 mil a $ 100 mil
El presunto autor intelectual del Triple Crimen de General Rodríguez, Ibar Esteban Pérez Corradi, tiene una orden de captura nacional e internacional por aquel hecho ocurrido el 7 de agosto de 2008 y que destapó el negocio de venta ilegal de efedrina en nuestro país.
- De $ 20 mil a $ 300 mil
Alberto Walter Brawton Steimbach purgaba una pena de 40 años de cárcel por varios casos de violación cuando el 17 de agosto de 2013, durante una salida transitoria a la casa de sus padres en Mariano Acosta, sedó al guardia que lo custodiaba y escapó del lugar.

Graciela Mónica Hammes. Foto: Carlosfelice.com.ar

Graciela Mónica Hammes. Foto: Mseg.gba.gov.ar

La víctima, Alberto César Ortega. Foto: Sitioandino.com.ar
MINISTERIO DE IGUALDAD: OFERTA PÚBLICA DE RECOMPENSA
Docs
DIARIO HOY – 4 DE JULIO DE 2000 – PERPETUA A UNA MUJER QUE MATÓ AL MARIDO PARA COBRAR EL SEGURO