
El Mendigo Asesino - El Matamendigos
- Clasificación: Asesino en serie
- Características: Alcoholismo - Zoofilia - Necrofilia - Mutilación
- Número de víctimas: 11
- Fecha del crimen: 1987 - 1994
- Fecha de nacimiento: 24 de mayo de 1948
- Método del crimen: Arma blanca (acuchillamiento) - Golpes en la cabeza con una piedra
- Lugar: Madrid, España
- Estado: Absuelto por enajenación mental el 1 de marzo de 1996. Murió en el psiquiátrico penitenciario de Fontcalent el 19 de agosto de 2014
Índice
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(!) ATENCIÓN: Esta galería estará disponible en los próximos días.
Francisco García Escalero – Los crímenes del «Matamendigos»
Francisco Pérez Abellán
Los indigentes desaparecían uno tras otro sin que nadie les echara en falta. Escalero atacaba siempre por la espalda después de haber ingerido una mezcla de pastillas y alcohol. Una «fuerza interior» le impulsaba a matar. Fue detenido tras confesar su último crimen.
«Las voces siguen. Se ríen de mí. Me dicen que quieren sangre», esto era parte del incoherente relato de Francisco García Escalero, de treinta y nueve años, el mayor criminal en serie de la historia de Madrid cuando finalmente se entregó tras el asesinato de su última víctima, la única que no se dedicaba a la mendicidad, Víctor Criado Martí, de treinta y cuatro años, un enfermo esquizofrénico compañero suyo en el Hospital Psiquiátrico Regional (antiguo Alonso Vega).
Escalero se había escapado del psiquiátrico en pijama, con su compañero. Le llevó a beber y a tomar pastillas. Era el 19 de septiembre de 1993.
De repente sintió por dentro la fuerza interior que le impulsaba a matar y le golpeó a traición con una piedra. Quemó su cadáver con periódicos. Era su víctima número 11, según pudo acreditar el fiscal, pero la número 15, según la propia cuenta del loco asesino.
La mayoría eran indigentes, marginados sociales, mendigos. Tal vez por eso nadie les echaba en falta. Probablemente si las voces interiores no le hubieran impulsado a quitarse la vida, jamás le habrían descubierto.
Llevaba más de cinco años cometiendo asesinatos con toda impunidad. Pero esta vez las voces le empujaron a suicidarse. Por obedecerles se arrojó delante de un coche en la carretera de Colmenar. Tuvo suerte: sólo se fracturó una pierna. Fue ingresado en el hospital Ramón y Cajal. Allí, como había hecho otras veces sin que le prestaran atención o le creyeran, confesó su crimen a las enfermeras que le atendían y suplicó que le detuvieran porque no quería seguir matando. Entonces sí lo escucharon.
A partir de ese momento todo fue tirar del hilo para que aparecieran los restos de los asesinados desperdigados por todo Madrid.
Las muertes se habían sucedido sin que pudieran achacárselas. Algunas de ellas las cometió en la trasera del convento de Santa Gema Galgani, junto a Arturo Soria, donde se refugiaba frecuentemente para dormir. Después arrojaba los cuerpos allí mismo, al pozo de la Cuesta de los Sagrados Corazones. En sus profundidades se perdieron no menos de tres cadáveres.
Pero los sembraba por toda la ciudad. Sus lugares preferidos, además del mencionado, eran los descampados y los alrededores del cementerio de la Almudena. La relación de Escalero con el cementerio, los muertos y todo lo muerto fue siempre una constante en su vida.
Nació el 24 de mayo de 1954 y pasó su infancia y adolescencia en una infravivienda del número 36 de la calle Marcelino Roa, apenas a 200 metros de la tapia de la Almudena. Sus padres eran agricultores emigrados de Zamora.
En la capital tuvieron que hacerse a otras ocupaciones: el padre se colocó de albañil, y la madre, de limpiadora. La formación del pequeño Escalero fue muy deficiente. Era un niño melancólico, arrebatado por un gusto enfermizo por pasear entre las tumbas, preferiblemente de noche, y solo. Con frecuencia sufría impulsos suicidas y sin saber por qué se ponía delante de los coches para poner punto y final a su triste existencia.
Su extraño comportamiento le costó grandes disgustos con su padre que le propinaba brutales palizas. A los catorce años se marchó de casa y empezó a beber no menos de un litro de vino diario. Lo recuerda como una época en la que «tenía ideas raras». Siempre llevaba un cuchillo. Sus principales aficiones eran explorar casas abandonadas y masturbarse espiando a mujeres y parejas por las ventanas. Para subsistir se dedica a cometer pequeños robos.
La sustracción de una motocicleta provoca su primera detención grave. Es ingresado en un reformatorio del que sale en 1973 convertido en un delincuente. Al poco de poner el pie en la calle ataca y viola a una mujer, en presencia de su novio, precisamente en el cementerio de la Almudena. Es el marco recurrente de todos sus delirios.
Pero aquella fechoría le llevará a la cárcel durante los siguientes once años, definitivos en su existencia. Es un preso más que no destaca por su comportamiento. Se cubre la piel con tatuajes entre los que pone especial énfasis en uno que se hace en el brazo derecho: representa una tumba azul con una leyenda que resume su experiencia de la vida: «Naciste para sufrir.»
Durante el tiempo que pasa encarcelado mientras algunos de sus compañeros combaten su soledad con aves que alegran sus celdas, él se lleva a su «chabolo» los pájaros muertos que encuentra porque con ellos dice encontrarse más a gusto.
Sale de prisión con treinta años cumplidos. El mundo que encuentra no le ofrece ningún punto de apoyo. Intenta convertirse en camionero pero suspende el examen del carnet de conducir. Con su pasado de presidiario, sin formación, ni amigos, le resulta imposible encontrar un empleo. No le queda otro camino que vivir de la mendicidad. Ninguna barrera se interpone ya entre él y la atracción que siente por las pastillas mezcladas con alcohol.
La muerte de su padre, que se produce en marzo de 1985, corta cualquier clase de amarra con el pasado. El continuo consumo de alcohol le vuelve violento. Comienza su imparable carrera como criminal. El primer asesinato se produce el 11 de noviembre de 1987 cuando le corta la cabeza a María, una indigente. Profana y viola su cuerpo.
Desde ese momento no callarán las voces dentro de su cerebro: «Iba por la calle como si no existiese. Era como si no tuviera cuerpo. Me miraba a los espejos y no me reconocía. Oía voces interiores que me decían que tenía que matar, que tenía que ir a los cementerios.»
Se suceden los crímenes, siempre por la espalda, siempre con fuego y mutilaciones. Los nombres de sus víctimas desfilan como un macabro carrusel: Mario Román González (cráneo machacado, 1987), Juan Cámara Baeza (marzo, 1988, cosido a cuchilladas), Ángel Heredero Vallejo (marzo, 1989, acuchillado), Julio Santiesteban (mayo, 1989)…
«¿Recuerda a Santiesteban?», le pregunta el fiscal. «No lo recuerdo bien.» «Lo mató en un descampado de Hortaleza. Le acuchilló en la carótida y después, mientras agonizaba, le cortó el pene y se lo introdujo en la boca», prosigue el relato del fiscal.
«Estaba bajo el efecto del alcohol y las pastillas. No sabía lo que hacía», se defiende el reo.
«En el invierno de 1990, estaba usted con Juan, ¿lo recuerda?»
«No muy bien.»
«¿Recuerda que le clavó un cuchillo por la espalda y luego con la navaja le sacó las vísceras…»
A uno le cortó la cabeza y a otro le sacó el corazón y le dio un bocado saboreando el trozo sin sentir nada. Recuerda que se encontraba bien con ellos, con todos los que mató, hasta que de pronto la mezcla de pastillas y alcohol le estallaba en la cabeza. Entonces tenía que matarlos.
Se acuerda de ellos y les reconoce cuando se le muestran fotografías. Está loco pero no tiene un pelo de tonto. Sus víctimas forman una lista muy larga: Mariano Torrecilla (apuñalado y mutilado, 1990), Lorenzo Barbas (apuñalado y quemado, 1991)…
«¿Conocía a Ángel Serrano?»
«Sí, y lo maté.»
Era uno de sus compañeros mendigos. Iba con él cuando recogía limosnas en la iglesia de Covadonga, cerca de Manuel Becerra. Estuvieron bebiendo. Escalero tomó pastillas de Rohypnol, un potente hipnótico, con dos litros de vino, hasta que resucitaron las voces en su interior. El impulso ciego se apoderó de sus sentidos. Recogió una piedra del suelo y golpeó a Ángel por detrás, en la cabeza. Una, dos, tres veces. Le estalló el cráneo. Salía mucha sangre. Se cayó al suelo.
Como siempre también, porque Escalero aplicaba la misma técnica, le iba bien, para qué la iba a cambiar, arrimó al cadáver papeles de periódicos viejos y mantas. Le prendió fuego. Borraba a la vez las huellas y su conciencia. Con frecuencia solía cortar las yemas de los dedos con un cuchillo.
Fue en un lugar conocido, como otras veces, próximo a la iglesia de Santa Gema, en el solar de Arturo Soria, en dirección a la Plaza Castilla, junto al pozo. Cuando lo recuerda se acentúa el estrabismo de su ojo derecho. Los asesinatos los alternaba con macabras orgías de necrofilia y aberración en el cementerio.
De vez en cuando saltaba las tapias de la Almudena bajo el efecto de su mezcla explosiva de pastillas, rompía nichos, sacaba los cuerpos y abusaba de ellos sexualmente.
Sólo una víctima se escapó viva. Por entonces Escalero ya batía su propia marca de beber cinco litros de vino al día. La afortunada fue una mujer, Ernesta, de cuarenta y cinco años, alcohólica crónica. La atacó en la madrugada del 1 de junio de 1993, acompañado de Ángel Serrano a quien también asesinaría (junio 1993).
La sacaron en volandas de un 7 Eleven en las proximidades de la Avenida de América. La llevaron a un solar de la calle Corazón de María donde abusaron de ella, le golpearon la cabeza con piedras y le dieron un navajazo en la cara. La dejaron por muerta. Pero Ernesta pudo recuperarse y presentó denuncia. No obstante hasta la confesión voluntaria de Escalero no podría establecerse quiénes habían sido los autores de la agresión.
Un estremecimiento de horror recorrió la espina dorsal de la sociedad madrileña cuando se supo con certeza que el «Matamendigos» había actuado con toda libertad e impunidad desde 1987 hasta 1993 sin que nadie hubiera reparado en su siniestra actividad.
Los cuerpos desaparecían a un ritmo increíble sin que ni siquiera mucho después pudiera establecerse con certeza cuáles fueron las víctimas del mendigo psicópata. Escalero era un ex presidiario en tratamiento por esquizofrenia y psicopatía, con diversos controles policiales, médicos y judiciales, pero ninguno de ellos detectó lo peligroso que era. Los forenses que le examinaron ofrecieron un dictamen demoledor: «Se trata de un fracaso estrepitoso de la sociedad en general y más en concreto de sus instituciones.»
Juzgado a finales de febrero de 1996, Escalero fue absuelto de sus crímenes por enajenación mental aunque el tribunal mandó que fuera recluido en el psiquiátrico penitenciario de Fontcalent (Alicante).
Francisco García Escalero – El hijo del cementerio
Jerónimo Andreu – Elpais.com
17 de agosto de 2008
Francisco García Escalero, un mendigo esquizofrénico y obsesionado con la muerte, se confesó autor de más de una docena de asesinatos a mediados de los noventa.
La mañana del 22 de diciembre de 1993, el abogado Ramón Carrero entró en la enfermería de la cárcel de Carabanchel. Le esperaban un psiquiatra, dos inspectores del Grupo de Homicidios y un transcriptor. Junto a ellos, un vagabundo: su cliente. Un hombre en pijama, con un mar de tatuajes anudado a los brazos y barba rala. Carrero había recibido una llamada del Colegio de Abogados la noche anterior, en su turno de oficio. Sabía que tenía un caso que defender, pero no se imaginaba que su hombre era uno de los mayores asesinos en serie de la historia de España.
Hierático, indolente, el vagabundo miraba fijamente pese al estrabismo de su ojo derecho. Se llamaba Francisco García Escalero y tenía 39 años. Un hombre al que, en el juicio que vendría, los psiquiatras iban a definir como «paradigma de la locura».
La policía quería demostrar que había matado a Víctor Luis Criado, de 34 años, un compañero del hospital Psiquiátrico Provincial. Su cuerpo había aparecido calcinado junto al cementerio de la Almudena. La policía detuvo a Francisco, que había abandonado el centro con Víctor el 19 de septiembre para regresar a las pocas horas solo. Nadie se imaginaba la cadena de horrores que iba a desvelar la confesión de aquel crimen.
Únicamente hablaba cuando le preguntaban. Sin inmutarse, García Escalero confesó que había machacado el cráneo de Víctor. A un policía se le ocurrió preguntar por otro crimen, y él respondió. Siguió haciéndolo durante cuatro horas, describiendo con su voz cavernosa escenas cada vez más escalofriantes. A veces sonreía tímidamente. Ante la perplejidad de la policía, se atribuyó 11 crímenes entre agosto de 1986 y septiembre de 1993. En días posteriores reconoció cuatro homicidios más que no pudieron ser probados. Todas las víctimas eran limosneros cuya desaparición estaba enterrada en el cajón de casos sin resolver.
Mataba siguiendo un patrón. Con el dinero que mendigaba junto a las víctimas compraba alcohol. Bebía, perdía el control y las apuñalaba o lapidaba. Luego quemaba los cadáveres con colchones viejos y cartones. En ocasiones les rebanaba los pulpejos de los dedos para dificultar su identificación. Tres de los muertos aparecieron en un pozo de la Cuesta del Sagrado Corazón. Escalero los arrastraba hasta allí y los dejaba desplomarse en un vacío tan profundo que tenía que esperar varios segundos antes de oírlos tocar fondo.
Para la prensa, Escalero se convirtió en el Mendigo Psicópata o el Matamendigos. Su cuadro clínico era espeluznante: esquizofrenia alcohólica, manía depresiva, necrofilia… Todo agudizado por una vida de vagabundeo y drogas.
El psiquiatra forense Juan José Carrasco, uno de los responsables del informe pericial que se utilizó en el juicio, recuerda cómo el mendigo le explicó que la sinrazón criminal la podía desatar una discusión por un cartón de vino o un puesto en la puerta de la iglesia. «Eran luchas de supervivencia, de una brutalidad primitiva».
Actuaba siempre narcotizado: cinco litros de vino diarios más un puñado de medicamentos psicotrópicos despertaban la voz que le controlaba desde su cabeza. La «fuerza interior» se apoderaba entonces de él, embriagadora, irresistible. Envestido de una energía descomunal, abría como piñones las cabezas de sus víctimas. En seis años dejó tras de sí un reguero de decapitados y mutilados, troncos huecos, sin entrañas ni corazón.
En parte de los ataques le acompañó su cómplice, Ángel Serrano, el Rubio. Fueron siete años de asociación criminal, pero Escalero no era un sentimental: acabó convirtiendo en papilla la cabeza de El Rubio la noche del 29 de julio de 1993.
La sexualidad atormentada del Matamendigos está detrás de muchas de sus agresiones. Era demasiado tímido y sólo lograba saciar sus apetitos con el cuerpo de los muertos, que le fascinaban. La policía lo había devuelto varias veces al Psiquiátrico Provincial tras descubrirlo profanando tumbas. En una ocasión lo encontraron frente a tres cuerpos desenterrados. Los había colocado contra un muro y se masturbaba frente a ellos; cuando le interrogaron aseguró que no había llegado más lejos porque la fetidez de la carne en descomposición era insoportable.
Sólo una persona sobrevivió a sus ataques: Ernesta de la Oca, una limosnera a la que Escalero y el Rubio acorralaron en un 7Eleven de la avenida de América, la arrastraron a la calle ante la mirada indiferente del guardia de seguridad y violaron en un descampado. La golpearon hasta que creyeron que estaba muerta. La mujer compareció en el juicio con el rostro cosido a navajazos y pedradas. «No me dejaban. Me tocaban como en un juego de imaginación. Les movía como una potencia». «Si quieres matarla, mátala», recuerda Ernesta que le dijo Escalero a el Rubio con displicencia mientras fumaba un cigarrillo y contemplaba la tortura. Después de declarar, Ernesta volvió a desvanecerse en su oscura noche de cartones de vino barato.
La casa de Escalero, un antiguo chamizo que hoy corresponde al número 36 de la calle de Marcelino Roa Vázquez, está a unos 200 metros del cementerio de la Almudena. Su madre, Gregoria, murió el año pasado. Los vecinos recuerdan a la familia como un grupo extraño. El único miembro que sigue vivo, el hermano de Francisco, pasa una vez al mes por la zapatería de la calle para pagar la comunidad. Los problemas entre Francisco y los vecinos eran constantes. Creía que le perseguían, que le espiaban miles de orejas pegadas a su puerta. En un rapto de locura tiró a una vecina por las escaleras.
Fue un paso más en un camino hacia el vacío que arrancaba de las lápidas entre las que Escalero consumió su infancia. Nació en 1954 en Madrid. Su padre, un albañil curtido en la miseria del campo de Zamora, le golpeaba con frecuencia. No entendía el culto a la muerte de su hijo, sus paseos de madrugada por el camposanto, los cortes que se infligía o su afición a arrojarse ante los coches.
A los 14 años comenzó a desaparecer intermitentemente. Merodeaba con un cuchillo por casas abandonadas, espiando a parejas y masturbándose. Siempre volvía al cementerio. Allí, en 1973, participó en la violación de una mujer. En castigo pasó 11 años en prisión, durante los que no se le detectó ningún síntoma de locura. Quizá porque no se metía en problemas; prefería encerrarse a jugar con sus mejores amigos, «los pájaros muertos que guardaba en la celda», recuerda el doctor Carrasco que le reveló un día.
Cuando recobró la libertad se encontró en un mundo hostil. Apenas sabía leer, no trabajaba. Empezó a mendigar por las avenidas de Madrid, narcotizado hasta que la «fuerza interior» le poseía y le insuflaba una vida de una intensidad demoniaca.
En una sofocante tarde de verano, el forense Juan José Carrasco pelea contra el aire acondicionado de su consulta. «El problema de Escalero es que no estaba ingresado ni recibía tratamiento», explica. «Permanecía en el espacio de la marginación. Falló él, pero también el resto de la sociedad. La red sociosanitaria no supo prever ni evitar las consecuencias de su locura». Después de cada crimen, el asesino regresaba al Psiquiátrico Provincial y forzaba su ingreso entre hipidos: «He matado a alguien». Nadie le tomó en serio.
A lo largo del juicio, en la Sección Primera de la Audiencia Nacional, Escalero mejoró físicamente. Acudía con la calva repeinada y las mejillas arreboladas. Permanecía siempre cabizbajo, escuchando. La tranquilidad con que subió al estrado el día de su declaración cortó la respiración de la sala.
-¿Recuerda usted a Julio Santiesteban, al que mató en un descampado de Hortaleza?
-Por el nombre no lo recuerdo bien.
-¿Recuerda que le acuchilló y que después le cortó el pene y se lo introdujo en la boca?
-No recuerdo. Estaba bajo el efecto del alcohol y de las pastillas. No sabía lo que hacía.
A su lado se sentaba su nuevo abogado. Atraído por la sangre y la luz de los flashes, se había incorporado al espectáculo un letrado con vocación de tiburón: Emilio Rodríguez Menéndez, poco ortodoxo conductor de casos como el de La dulce Neus o El Dioni.
Ramón Carrero, el viejo abogado de oficio, aún no ha olvidado el día en que descubrió que la defensa de García Escalero ya no dependía de él. «Antes de que las diligencias llegaran al juzgado, Rodríguez Menéndez se cruzó y se llevó el caso de mi vida», explica con su voz rota por el tabaco. Se detiene y da una calada al pitillo apoyado en la puerta de la Consejería de Asuntos Sociales de la Comunidad de Madrid, donde trabaja como consultor. «Es una de esas experiencias que te agrían el carácter», sonríe y se echa el pelo hacia atrás con un golpe de mano.
«La defensa no tenía ninguna dificultad: el informe pericial era avasallador», explica el forense Carrasco. Reconocida la autoría y la inimputabilidad de Escalero por enfermedad mental, el juicio se centró en determinar si le confinarían a un hospital penitenciario o a una residencia civil, como solicitaba Rodríguez Menéndez.
El abogado no consiguió seducir al tribunal, pese a su intento de presentar a su cliente como un niño grande un poco bruto. «Le voy a decir al juez que voy a ser bueno y que nunca más beberé vino, para no hacer cosas tan malas como las que he hecho. Y que tomaré la medicación que el médico me diga», solía musitarle Escalero al abogado, según contó éste a los periodistas.
El tribunal entendió que Escalero, autor de 11 asesinatos, una agresión sexual y un rapto, era un hombre peligroso cuyo «riesgo de fuga sería incuestionable» en un centro abierto. Después, Rodríguez Menéndez perdió varios juicios más; el último, el suyo: en 2005 fue condenado a seis años por un delito contra la Hacienda pública, y a dos más por difundir un vídeo erótico de un famoso periodista.
Escalero terminó en el psiquiátrico penitenciario de Fontcalent (Alicante). Instituciones Penitenciarias no permite hablar con él. Sólo el tribunal tiene noticias suyas: cada seis meses recibe un informe sobre su evolución. Carrasco tuerce el gesto. Sabe que sus posibilidades de rehabilitación son remotas. No podrá permanecer en Fontcalent más de los 30 años equivalentes a la pena máxima. Después pasará a otro centro, más tarde, a otro.
«Los albergues están llenos de personas como él», afirma el psiquiatra. «Antes estaban en los manicomios, que se cerraron por caros e impopulares. Los dementes han pasado a la mendicidad, muchos recalan en la cárcel, sin tratamiento». Un problema que merece atención, aunque no todos sigan el itinerario del limosnero de Madrid. Su caso es especial. El psiquiatra recuerda la última vez que se vieron, cuando preparaba su informe. Escalero le miró con su ojo estrábico: «Las voces siguen… Se ríen de mí… Me dicen que quieren sangre».
La Audiencia absuelve al mendigo de sus crímenes y le recluye en una cárcel
José Antonio Hernández – Elpais.com
2 de marzo de 1996
Francisco García Escalero, de 42 años, la biografía criminal más dantesca de la crónica negra madrileña de este siglo, pasará los próximos años de su vida en el psiquiátrico penitenciario de Fontcalent (Alicante).
La Audiencia de Madrid, en una sentencia que hizo pública ayer, le declara autor de 11 asesinatos, una agresión sexual y un rapto, pero le absuelve de todo ello porque le considera un «enajenado mental».
García Escalero, según el fallo, no podrá salir de Fontcalent hasta que sane, y siempre bajo la autorización del tribunal.
La Sección 1ª de la Audiencia madrileña, que preside José Manuel Maza, ha ordenado a la dirección de Fontcalent que impongan un tratamiento sanitario adecuado a su mal y que, cada seis meses, le informe de su estado. Tras su entrega / detención en 1993 (él mismo pidió ser encerrado para no seguir matando), García Escalero estuvo preso, como preventivo, en Fontcalent. Los forenses que le exploraron durante el juicio advirtieron al tribunal que el tratamiento al que había estado sometido debía modificarse por incorrecto. Así lo hará saber el tribunal a la dirección de Fontcalent.
El tribunal razona la absolución: «Los trastornos que padece [esquizofrenia, manía depresiva y diversas psicopatologías, paradigma de locura, alcoholismo crónico, trastorno de la inclinación sexual, necrofilia…] son de suficiente entidad como para anular sus capacidades intelectivas y volitivas».
García Escalero, conocido como el mendigo asesino, confesó en el juicio que mató a sus víctimas guiado por una irresistible «fuerza interior» que despertaba en él un instinto asesino. La mayoría de sus víctimas eran, como él, mendigos.
Ese irrefrenable impulso asesino, indica el tribunal en la sentencia, se apoderaba de él en cuanto bebía alcohol y tomaba tóxicos. La sentencia detalla la sevicia de las once atrocidades que cometió García Escalero entre agosto de 1986 y septiembre de 1993. Para la mayoría de sus asesinatos eligió como escenario el cementerio madrileño de La Almudena (también sufre necrofilia). Llevaba allí a sus víctimas, bebían hasta la saciedad y luego, a traición, le acuchillaba o golpeaba en la cabeza. Después quemaba los cadáveres.
Aunque le declara insolvente, el tribunal establece en la sentencia que indemnice con 20 millones de pesetas a Agustín Criado Maroñas y María Martín Sierra, familiares de su última víctima. También deberá indemnizar con 10 millones a Félix Serrano Blanco, hermano de otro asesinado.
A los familiares de las otras víctimas, el tribunal les niega las indemnizaciones, porque «no mantenían relación de afectividad» ni se preocuparon de ellas cuando vivían. Eran mendigos, sin techo. Asegura la Audiencia que, salvo en los casos antes citados, la muerte del familiar no supuso «ningún menoscabo patrimonial». El hermano de uno de los mendigos asesinados admitió, al ser informado del crimen, que llevaba 20 años sin saber nada de él.
José Emilio Rodríguez Menéndez, abogado de García Escalero, anunció ayer que no recurrirá la sentencia. «Cada seis meses va a ser sometido a una revisión y cabe la posibilidad de modificar su actual situación», explicó el letrado. En el juicio, Rodríguez Menéndez pidió al tribunal que enviase a García Escalero a un hospital psiquiátrico civil. «Creo que la sentencia», indicó, «se ajusta a derecho; y me consta que, aparte de Fontcalent, ningún otro centro ha querido hacerse cargo de él».
El tribunal entiende que García Escalero es una persona muy peligrosa, cuyo «riesgo de fuga sería incuestionable» en un centro abierto. Los magistrados consideran, pues, que Fontcalent es un lugar adecuado y proporcionado a su peligrosidad, ya que se trata «de un centro especial» en el que «prevalece el carácter asistencial» al punitivo.
El tribunal lamenta, no obstante, la falta de hospitales psiquiátricos cerrados en la red pública, fruto de una corriente «antimanicomios». Tras la extinción de los antiguos manicomios provinciales, algunos jueces de la Audiencia se han quejado de la falta de hospitales psiquiátricos cerrados que reúnan condiciones de seguridad y medios adecuados para tratar a este tipo de enfermos. «Los establecimientos psiquiátricos son centros destinados al cumplimiento de las medidas de seguridad privativas de libertad aplicadas por los tribunales», explica al respecto este tribunal.
García Escalero, el mendigo psicópata, volverá, pues, a Fontcalent, donde ya estuvo tras su entrega / detención en 1993.
El mendigo asesino no era responsable al matar, según los forenses
Jan Martínez Ahrens – Elpais.com
10 de junio de 1994
Francisco García Escalero, el mendigo de 39 años que se ha confesado autor de 15 crímenes, no era responsable de sus actos al matar. Así lo determina el informe forense, que sostiene que Escalero sufría un cuadro de esquizofrenia, alcoholismo crónico y trastorno de la inclinación sexual en el que se mezclaban el homicidio y la agresión con objeto cortante, los intentos de suicidio, las lesiones autoinfligidas, así como la exclusión y el rechazo social.
Los especialistas resumen la historia de este asesino en un doble fracaso: el de Escalero y el de las instituciones que fueron incapaces de «descubrir y prevenir» la sangre que dejó a su paso.
El informe es fruto del trabajo de dos médicos forenses desde enero hasta abril de 1994. A lo largo del estudio se describe la oscura y atávica personalidad del mayor asesino en serie que ha pisado Madrid. Degollaba, emasculaba y descuartizaba. También profanaba tumbas y violaba muertos.
Sus víctimas vivían de la mendicidad. A los 17 años, pasa de ser un chorizo de barrio a violador. En prisión, pisará los primeros pabellones psiquiátricos. No saldrá a la calle hasta 1987. Entonces es cuando empezará a matar.
Francisco García Escalero, detenido en octubre pasado, permanece ingresado en el hospital penitenciario de Carabanchel. Las siguientes frases, recogidas durante las entrevistas, resumen parcialmente este recorrido.
Infancia
«No era como los demás, hacía cosas que no estaban bien. No me gustaba estar con la gente, me gustaba ir a sitios solitarios y se me pasaba la idea de matarme… De pequeño también me ponía delante de los coches… A los 12 años me atropelló uno».
Adolescencia
«Ya tenía ideas raras, paseaba por las noches con un cuchillo. Me gustaba entrar en casas abandonadas y no sé por qué. Miraba por las ventanas de los pisos para ver a las mujeres y a las parejas de novios. Me masturbaba».
Cárcel
«Cogía los pájaros y animales muertos que me encontraba y me los llevaba a la celda, me sentía más a gusto».
Psiquiátrico penitenciario
«Me veía raro, me veía mal, me ponía nervioso de pasear por los pasillos, de estar con gente».
Vuelta a la libertad
«Iba por la calle como si no existiese, no chocaba con la gente, era como si no tuviera cuerpo».
«Me miraba a los espejos, como si no fuera yo, no me reconocía. Llegué a pensar que podría ser un espíritu, otra persona que se había metido en mí (…)».
«Oía voces interiores, me llamaban, que hiciese cosas, cosas raras, que tenía que matar, que tenía que ir a los cementerios».
Un asesinato
«Lo maté. Estuvimos bebiendo en un parque al lado del cementerio y tomando pastillas, me las pedía el cuerpo para poder hablar mejor. Luego le dije dónde íbamos a dormir y en el cementerio sentí las fuerzas, me daban impulsos, cogí una piedra y le di en la cabeza y luego le quemé con periódicos y luego me fui a dormir al coche y al día siguiente al hospital. Ahora me siento con la mente en blanco, como si estuviera muerto».
Sus respuestas son cortas, monosilábicas. La voz no se altera ni cuando narra los hechos más violentos. Los médicos le describen como un hombre hosco, introvertido, solitario. «No sonríe apenas, no sabe contar chistes». Si se le pregunta por la trascendencia de sus actos, recuerdan los facultativos, responde: «No me lo he planteado».
Una vida sexual sin relación afectiva -a las prostitutas les obliga a decir cosas cariñosas a terceros- la práctica de la zoofilia y la necrofilia, así como el alcoholismo crónico -bebía un mínimo de cuatro litros de vino al día- marcan un recorrido al que desde 1980 azotan las alucinaciones y delirios, especialmente de persecución, posesión y desdoblamiento. «Se relaciona mejor con objetos que con personas, por eso la conducta fetichista, el voyeurismo, la actividad sexual onanista…».
A esta maraña se suman los impulsos violentos, que «surgen sin apenas elaboración, que no generan sentimientos de piedad, culpa o arrepentimiento». «Es como si el motivo fuera solamente el matar», indican los médicos. Esa furia la describe Escalero como una fuerza que le sube de repente a la cabeza. Pasa inmediatamente a la acción. Los facultativos describen esto como «actos cortocircuito».
Los ejecutará en la calle. No en balde, para este antiguo presidiario, alcohólico y esquizofrénico, vivir fuera de las rejas se torna difícil. Es la marginación. Temeroso de los vecinos -cree que le escuchan y siguen a todas partes- se convierte en un vagabundo. Duerme en la calle o en coches. Surge en él una gran individualidad, «desconfianza del otro, violencia y agresividad». La dirige, sobre todo, hacia quienes tiene que disputar un poco de comida, un puesto de limosnero.
Se trata de una agresividad muy primitiva, cruel, sin conmiseración: «Algunos datos de sus conductas violentas, como la utilización del pene, las consideramos, más que sexuales, como expresión del dominio animal, de la necesidad instintiva de dominar al otro mediante la muerte y además exponer los atributos de la presa».
Estas conductas violentas, para los psiquiatras, derivan de «patologías muy graves con intensidad suficiente para incidir en la libertad y voluntad del procesado». Es más, los facultativos recuerdan que cuando ocurren los homicidios su psicosis llevaba varios años desarrollándose y que los móviles no respondían a interés alguno. De hecho, es su gratuidad la que le mantiene impune tantos años -desde 1987 hasta finales de 1993-.
A ello añaden los médicos los continuos ingresos de Francisco García Escalero en el hospital Psiquiátrico Provincial, sus declaraciones hostiles, de asesinato -«voy a matar al primero que pase por delante»-, en fin, la agudización de su «proceso psicótico esquizofrénico» bajo una actividad delirante y alucinatoria. «Sólo se puede pensar que el transtorno le impedía actuar en libertad. Que sus actos eran patológicos, una manifestación más de su enfermedad».
Desde este horizonte, los forenses establecen un pronóstico clínico negativo. Le consideran una persona peligrosa, con riesgo de criminalidad, mientras la psicosis se mantenga. También, aunque dan el visto bueno a su capacidad de testificar, ven imposible que tenga un futuro en sociedad. «Va a precisar de tutela institucional, con la consideración de indefinida».
VÍDEO: ENTREVISTA DE JESÚS QUINTERO A FRANCISCO GARCÍA ESCALERO