Eugène Weidmann

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Eugène Weidmann
  • Clasificación: Asesino en serie
  • Características: Robos - Secuestros
  • Número de víctimas: 6
  • Fecha del crimen: Julio - Noviembre 1937
  • Fecha de detención: 8 de diciembre de 1937
  • Fecha de nacimiento: 5 de febrero de 1908
  • Perfil de la víctima: Jean de Koven / Joseph Couffy / Janine Keller / Roger LeBlond / Fritz Frommer / Raymond Lesobre
  • Método del crimen: Estrangulación / Arma de fuego
  • Lugar: Varias, Francia
  • Estado: Ejecutado en la guillotina el 17 de junio de 1939. La última ejecución pública en Francia
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Eugène Weidmann

Última actualización: 8 de marzo de 2016

La Exposición Universal de 1937 trata de hacer olvidar a Francia y al mundo entero los terribles enfrentamientos políticos que, de 1934 a 1936, han hecho estremecer el país. En España, la Guerra Civil está en su apogeo. En el Este, el nazismo enseña sus colmillos amenazadores.

Y París siente miedo: se ha producido una serie de crímenes escalofriantes. El 8 de septiembre, un chófer es asesinado de un tiro en la nuca, en pleno día, en la carretera nacional 20. El 16 de octubre, en Neullly, un empresario perece de igual manera. Una mundana de medio pelo, Laetitia Toureaux, es hallada muerta en un vagón de metro, apuñalada por la espalda. Dos desterrados antifascistas italianos, los hermanos Roselli, son asesinados cerca de Bagnoles-de-l’Orne. El 29 de noviembre, un nuevo crimen: un agente inmobiliario es muerto de un balazo en la nuca. El asesino mata a quien sea, donde sea y como sea…

Y súbitamente, un suspiro general de alivio: tras no pocas pesquisas, se ha conseguido detener al criminal. Se llama Eugène Weidmann y ha nacido en Fráncfort en 1908. Cuando cumplió los veinte años, sus padres lo enviaron al Canadá. Regresó a Fráncfort y se dedicó al robo con escalo. Prisión. Ahí traba amistad con sus dos futuros cómplices, franceses por más señas. Roger Million y Jean Blanc. A su salida de la cárcel, los tres compinches van a instalarse en Francia en la torre La Voulzie, que Weidmann ha alquilado en La Celle-Saint-Cloud.

Weidmann, inicialmente, prueba suerte en el campo de la galantería. La primera intentona conoce tan mala fortuna que se ve obligado a matar a la joven bailarina americana, Jean de Koven. Entierra el cuerpo debajo de una escalinata de su torre. Es el 26 de julio.

A partir de ese momento, se irán sucediendo los crímenes, teniendo siempre como móvil el robo: cinco en cuatro meses, un chófer muerto por 2.500 francos, un empresario por 5.000, un refugiado político alemán por 300, una joven aya por 100, un agente inmobiliario por 5.000; y todos esos cuerpos enterrados aquí, y allá, en la misma La Voulzie o en el bosque de Fontainebleau…

En el mes de marzo de 1938 empieza un proceso que se desenvolverá en medio de una gran afluencia de público. La prensa del mundo entero ha enviado a sus corresponsales. Al término de debates más que encrespados, Eugène Weidmann y Million son condenados a muerte. Y durante el lapso de tiempo que precederá a su ejecución, ese asesino se arrepiente. Al igual que lo hizo en su época Gilles de Rais, pone de manifiesto una contrición mística, hasta tal extremo que su abogado, Moro-Giafferi, podrá decir: «Ha muerto como un santo».

El 16 de junio de 1939, Million se beneficia de la gracia presidencial, en tanto que Weidmann es ejecutado en la guillotina. Será esta la última ejecución pública: se produjo, aquel día, una suerte de kermés indecente en torno al cadalso. Por lo que se refiere a Laetitia Toureaux y a los hermanos Roselli, Weidmann no tenía nada que ver con sus muertes. El comisario Sicot las atribuye a Filliol, matón a sueldo de la Cagoule [una organización secreta de extrema derecha activa en Francia entre 1936 y 1937 conocida por su actividad terrorista], desaparecido en la posguerra.


Eugène Weidmann

Última actualización: 8 de marzo de 2016

En 1922, Eugène Weidmann, cuando solo tenía 14 años, ya había dado que hablar, fue enviado, para su tratamiento reformatorio, al Schloss Dehrn, en Fráncfort del Meno. Su informe, realizado por el doctor Furstenheim, psiquiatra, afirma:

«Eugen Weidmann es muy alto para su edad, y se encuentra en excelente estado de salud. Lo que me pareció notable fue la mucho mayor sensibilidad de la parte izquierda de su cuerpo a ciertas punzaduras, en contraste con la derecha. La variable sensibilidad del lado derecho de su cuerpo parece afectada por influencias psicológicas. Muestra también síntomas de inestabilidad psicopática y cierta carencia de control paternal». Durante el resto de sus días, Weidmann tuvo que ser zurdo.

Sus actos delictivos habían consistido principalmente en extraer objetos de los abrigos de sus condiscípulos, en el guardarropa.

Unos 250 kilómetros al nordeste de Metz, en su domicilio de Fráncfort del Meno, Eugen Weidmann, ya con 17 años de edad, después de una estancia en el reformatorio del Schloss Dehrn, no daba señales más que de rebeldía juvenil. Decidió que debía emigrar al Canadá, en cuyas provincias de las praderas se habían establecido varias generaciones sucesivas de granjeros alemanes. Los arreglos fueron hechos por cierto servicio católico de migración.

La ruta fue por tren hacia Hamburgo; por mar, hasta Grimsby; por tren, a través de Inglaterra, hasta Liverpool, y a partir de ahí en un barco de la Canadian Pacifíe, el Montcairn, que primero tocaba Greenock y después iba hasta St. John. Tres muchachos alemanes y un austríaco compartían un camarote. Al principio, a Weidmann las cosas le fueron bien en Canadá, pero esto no había de durar. Al final, fue deportado, tras cumplir una sentencia de un año por robo.

Eugène Weidmann, a principios de 1931, ya con 23 años de edad, llega de Canadá nuevamente a Fráncfort. Sus padres fueron a recibirlo: le habían comprado un auto, al parecer con la esperanza de que trabajara como taxista, pero, en lugar de eso, Eugène Weidmann saqueó una villa en Sachshausen, atando y amordazando a dos mujeres, por lo que recibió una sentencia de cinco años y ocho meses de prisión, que cumplió en Preugesheim.

Pese a sus condenas anteriores, la sentencia no fue severa y todo lo que ocurrió fue lo que Weidmann más tarde describiría en un libro. Su conducta, como siempre, fue ejemplar en prisión, y esta vez fue nombrado bibliotecario.

En la prisión de Preugesheim, cerca de Fráncfort del Meno, dos jóvenes parisienses habían purgado la mayor parte de su condena por falsificación de moneda. Sus nombres eran Roger Million y Jean Blanc. Este último, rubio, nervioso y totalmente estúpido, era el hijo descarriado de unos prósperos tenderos. Million era más agudo, un chico de barrio, mal hablado, hijo de un camarero.

Entre los prisioneros alemanes se encontraba Fritz Frommer, condenado por delitos políticos, y Eugène Weidmann, que ya había cumplido cinco años por robo y asalto a mano armada, pero que, por buena conducta, inteligencia y cierta relativa cultura, que incluía un buen conocimiento de inglés y, como pronto se demostró, cierta aptitud para el francés, había sido nombrado bibliotecario de la prisión.

Frommer era un tipo sombrío, pero Eugène Weidmann era alegre, animado y emprendedor. Era bastante bien parecido, especialmente de perfil, bastante alto, moreno para ser alemán, más aún que los dos franceses. También era zurdo. Totalmente masculino en sus modales, hay sin embargo en su historial ciertos datos que sugieren que había sido versátil en su elección de parejas sexuales y que, a los 27 años, se había inclinado decididamente hacia su propio sexo. No hay ninguna sugerencia de que Million o Blanc no fuesen heterosexuales, excepto que el último carecía de todo orgullo viril.

Un punto de interés general en lo que Eugène Weidmann después había de escribir acerca de sus primeros tratos con Blanc y Million es la luz que, de paso, arroja sobre la escasez de metales de 1936 en Alemania, y cómo pudo aprovechar esto para su ventaja personal. Un empleo dado a los prisioneros manualmente menos torpes consistía en desmantelar viejos teléfonos, para extraerles el níquel, cobre y acero que pudieran contener. Los audífonos quedaban descartados, y parece que con estos podían hacerse pequeños aparatos receptores, en los que, una vez conectados a la electricidad, los prisioneros podían escuchar la radio de Hesse; así, por ejemplo, en la primavera hablan podido seguir los progresos de la guerra en Abisinia.

Como bibliotecario, Weidmann se desplazaba por la prisión con bastante libertad, distribuyendo libros, y había logrado entregar a sus amigos franceses un «presente musical»; ellos quedarían libres antes que él. Le prometieron mantenerse en contacto. Él se reuniría con ellos en Francia. Una vez libre, Frommer también pensaba ir a Francia, donde tenía algunos conocidos alsacianos: un tal señor Schott, hombre de negocios, en Estrasburgo, y un tal señor Weber, en París, que, al parecer, tenía ciertas conexiones con la policía.

Eugène Weidmann había cruzado la frontera entre Saarbrücken y Forbach en 1937, donde se había encontrado con Roger Million, que había ido a buscarlo con una motocicleta. Para el 12 de junio, con papeles falsos a nombre de Karrer, se hallaba instalado en un hotel de la Rue de St. Sébastien, cerca del Circo de Invierno, en un distrito del este de la ciudad que, por otra parte, no contiene edificios públicos de interés, como no sea la prisión de la Petite Roquette.

Pocos días después de su llegada se encontró con Frommer en la calle. Desde entonces, junto a Million y Jean Blanc, y con dinero aportado por este último, alquila una minúscula villa fuera de St. Cloud, al oeste de París. La madre de Jean Blanc aportó la vajilla y los accesorios. El propio Blanc después llevó a su amante, Colette Tricot, una mujer casada, de quien se hizo cargo Million, sin que Blanc se quejara más de lo que lo hizo su marido cuando su mujer lo abandonó. Realmente, no parece tratarse de una gran adquisición, aunque supo hacerse útil de varias maneras.

No está claro qué pensaba hacer todo el grupo en La Voulzie, tal como se llamaba la villa, aunque al parecer se habló de manufacturar ciertos productos de belleza. Se establecieron relaciones con los vecinos, especialmente con un tal señor Mouly, hombre de recortado bigotito, ninguna ocupación conocida y una hija, modista, que jugaba al ajedrez con Weidmann. Mouly también se había dedicado a contrabandear dinero y conocía al padre de Million, por lo que parece probable que fuera él quien descubriera que la villa desocupada se podía alquilar.

Frommer fue invitado al lugar y apareció allí más de una vez como huésped, para contrariedad de su tío, el señor Weber, que sabía, por sus conexiones en Fráncfort, que Weidmann era lo que su sobrino no: un criminal común. Acaso fuera por esta razón, para disipar las sospechas de su tío, por lo que Fritz Frommer al parecer presentó a Weidmann bajo el nombre de Siegfried Sauerbrey. Pero también acaso hubiera allí un Sauerbrey. Todo esto ha permanecido en el misterio, así como la fuente de ingresos del señor Mouly.

El número de extranjeros en París durante aquel verano resultó una doble ventaja para Eugène Weidmann. Lo hacía destacar menos, y le ofrecía todo un elenco de extranjeros cuyo idioma conocía. El primer norteamericano a quien trató de atraer a la villa de St. Cloud, con la idea de secuestrarlo y pedir un rescate, fue, según su propio relato, Michael Stein, de Baltimore o de Filadelfia, quien se hospedaba en el hotel Continental, en la Rue de Rivoli, y por cuyo rescate exigirían 25.000 dólares. Stein se dio cuenta a tiempo, aunque al parecer llegó a estar en un auto, camino a La Voulzie, conducido por Weidmann a gran velocidad.

Este episodio no fue revelado entonces, de hecho no fue conocido hasta hace muy poco, y bien puede ser que Mr. Stein haya muerto pacíficamente en Baltimore o Filadelfia sin haberse enterado jamás de qué otras empresas criminales estaban planeándose en aquel «cuartel general» donde tan cerca estuvo de ser secuestrado. Desde luego, también es posible que algún criminólogo de Filadelfia o Baltimore que haya seguido las huellas de Mr. Stein acaso lo encuentre aún con vida, dispuesto a dar buenos informes.

Una joven norteamericana instructora de baile, Jean de Koven, que fue a la Exposición con su tía, Mrs. Sackhehn, no tuvo la misma suerte. Ambas se alojaron en la Rue du Vieux Colombier, donde los hoteles no son elegantes. Sin embargo, fue en el lounge del Ambassadeur, hotel que, si no es completamente de gran lujo como el Continental, si es de lujo, en el Boulevard Haussman, cerca de la Ópera, donde el 24 de julio, la señorita De Koven observó a un joven bien vestido que leía un periódico en inglés y, al dejarlo a un lado, ella le preguntó si se lo prestaría un momento. Dos días después, ella fue estrangulada en La Voulzie.

Completamente vestida, aún con el abrigo, el sombrero y los guantes, su cadáver fue enterrado al pie de los primeros escalones, donde habría de permanecer, sin que se descubriera, durante cerca de cuatro meses.

Durante ese tiempo, Eugène Weidmann despachó, además, al conductor de un coche alquilado, a un agente de bienes raíces, a un aspirante a empresario teatral, a Fritz Frommer y a una mujer de Estrasburgo que había llegado en respuesta a un anuncio en el que se pedía la compañía de alguien que quisiera ir a la Riviera. Los cinco fueron «despachados» de sendos tiros en la nuca. La mujer, Janine Keller, fue enterrada en una cueva del bosque de Fontainebleau.

Es indudable que Million tomó parte en el asesinato del aspirante a empresario teatral. En la nuca tenía dos orificios de bala de pequeño calibre, una disparada por un diestro, la otra por un zurdo. También es probable que Million ayudara a enterrar el cuerpo en la cueva. Madame Tricot estaba muy ocupada cobrando los cheques de viaje de Jean de Koven. No se sabe lo que mientras tanto hizo Jean Blanc. Parece probable que tuviera otros invitados, incluso el señor Mouly. La policía irrumpió en la villa guiada por una tarjeta de visita a nombre del señor Schott y por las sospechas despertadas por el señor Weber.

La Voulzie se encontraba dentro de la jurisdicción de Versalles, en lo que entonces era Seine-et-Oise y hoy es Yvelines. Allí permaneció Eugène Weidmann y allí había de ser procesado después de una investigación judicial que duró ocho meses. Fue confesando por etapas. También acabaron ahí Million, Blanc y madame Tricot, que no fueron inicialmente acusados por él. Para empezar, Eugène Weidmann estaba dispuesto a cargar con toda la culpa, pero al ver que Million estaba demasiado ansioso de aprovecharse de su buena disposición, se volvió contra él.

Una abogada de Versalles, Renée Jardin Birnie, fue la abogada de oficio local que defendió a Weidmann, y se las arregló para ser asesorada en la audiencia pública por nada menos que Vincent de Moro-Giafferi. Tenía lástima de su cliente y como este parecía tener auténticos remordimientos, ella lo inició en un curso de lecturas religiosas y le hizo llevar un diario, en un libro de ejercicios que le regaló.

Como él había sido educado en la fe católica, sus lecturas pueden parecer un poco extrañas; pero, sin duda, se debieron, en parte, al hecho de que su lengua materna era el alemán. Sea como fuere, parece haberse concentrado en el Nuevo Testamento y en la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis.

Algunas de las personalidades religiosas parecen haberse sentido inmediatamente atraídas por Weidmann. En una carta sin fecha, pero de la que puede deducirse que fue escrita el 16 de diciembre de 1937, un destacado novelista católico escribió lo siguiente a Renée Jardin:

L’Hermitage, Boulevard Louis-Sorel, Toulon

Señora:

No tengo el honor de conocerla y el sentimiento que me mueve a escribirle es uno de aquellos cuya expresión habitualmente se limita a un pequeño círculo de amigos. ¡No importa! Tampoco estoy enterado de si fortuitamente habrá usted abierto algún libro mío, o si conoce siquiera mi nombre.

¡Una vez más, no importa! Lo que me preocupa mucho más es encontrar las pocas y sencillas palabras sin las cuales el que yo me dirija a usted sólo puede parecer ridículo o afectado.

No tengo ninguna predisposición romántica en favor de los asesinos. Pero me parece que una vez pasado cierto grado de horror, el crimen empieza a parecerse a los extremos de la pobreza: tan incomprensible y tan misterioso como la miseria total. Por igual, el crimen y la pobreza ponen a un ser humano fuera de la vida, cual si estuviera más allá de ella.

Nada sé acerca de la miserable criatura a quien usted está ayudando. Pero es imposible ver sin una especie de terror religioso las admirables fotografías del Paris-Soír, especialmente una del número del jueves 14, que, entre los rostros de policías, indudablemente dignos pero ordinarios, hace de él la imagen misma de la soledad, de un abandono sobrenatural.

Aquella noche estaba yo cenando en un monasterio cerca de Toulon y a los monjes que me acompañaban, y que no sabían nada de estas espantosas noticias, repetí las palabras que los periodistas, al parecer erróneamente, pusieron en boca de Eugène Weidmann («Es porque ustedes me hablan tan amablemente…»). No repetiré a usted toda nuestra conversación, pues se prolongó hasta bien entrada la noche. El que un niño pudiera venir al mundo con este signo invisible ya impreso en la frente, el que deba aportar un pretexto para muchas ingeniosas teorías, de parte de los psicólogos y moralistas… Yo no soy un psicólogo, y mucho menos un moralista, siendo un cristiano. El pensamiento simplemente despierta en mí ese sentido arrebatador, arrebatador hasta el punto de la angustia y más allá, de una esperanza apenas concebible: la solidaridad de todos los hombres en Cristo.

Dejo a usted, señora, la decisión de revelar a Eugène Weidmann lo que pensamos este servidor y aquellos amables monjes. Por mi parte, sé que puedo ofrecer muy poco. Me gustaría creerlo capaz de comprender que los hombres religiosos, en su soledad, están haciendo más que apiadarse de él: están compartiendo hoy fraternalmente una parte de su aterradora carga.

Bernanos

Por entonces, Georges Bernanos estaba en el pináculo de su fama. Aun en inglés, su Diario de un cura rural había sido recibido con frenético entusiasmo y, mientras Eugène Weidmann permanecía en prisión en Versalles, esperando a ser juzgado, sus relatos, publicados al año siguiente, de las matanzas de Mallorca, habían de deleitar a la izquierda y escandalizar a la derecha. Acaso sea cierto que no estaba predispuesto a romantizar a los asesinos, pero sí estaba interesado en los crímenes.

Un crime (traducido el año anterior) trata de un asesinato cometido por una mujer que se disfraza de sacerdote. Hay crímenes en La Joie y en Bajo el sol de Satanás, ambos anteriores, pero aún no traducidos. Hubo crímenes en Monsieur Ouine y en Nouvelle Histoire de Mouchette. Y lo que Bernanos escribió a Renée Jardin no era, para él, ociosa gazmoñería. Realmente creía que los sacerdotes pueden echarse encima las culpas de otros, aunque a veces murieran por ello.

Entre los asesinos en serie, Weidmann no ha sido el único que, después de algunos años de cometer delitos menores, de pronto se lanza al asesinato y comete todos sus grandes crímenes en pocos meses, como si, una vez habiendo empezado, no pudiera detenerse. Puedo afirmar que no era un sádico en el sentido real de esta palabra. Asesinó por dinero, aunque obtuvo muy poco, como le ocurriera a Landrú. Y pareció alegrarse cuando lo detuvieron. Acaso sea único en la variedad de ángulos desde los cuales podemos verlo.

En Belin encontramos la preocupación del policía por una serie de hombres asesinados a tiros en la nuca, con los que aún nadie conectaba las desapariciones de Jean de Koven y madame Keller. A su debido tiempo, se presentaría más de la usual variedad de reacciones de los periodistas y de otros durante el juicio y después. Se descubrió el contenido del libro de ejercicios, así como las cartas de un granjero alemán aposentado en Canadá.

No contamos con un estudio clínico tan detallado como el que el psiquiatra doctor Karl Berg pudo dedicar a Peter Kürten, aun cuando sí conocemos las revelaciones del doctor Furstenheim acerca del chico Weidmann, de 14 años, que incluyen la relativa insensibilidad del costado derecho del joven delincuente a las punzaduras del neurólogo.

Y sin embargo, he de decir que Eugène Weidmann no me parece menos mediocre que los otros asesinos. Por una parte, era un mitómano, un mentiroso compulsivo o patológico como, a mi parecer, no sólo son todos los asesinos, sino todos los delincuentes. En el libro de ejercicios, ya en pleno juicio, hizo lo que, al parecer, fue su mejor esfuerzo por decir la verdad; y sin embargo, es demostrable que allí se deslizaron mentiras, así como fantasías poco convincentes, que no se pueden comprobar.

Entre estas, sin duda, podemos encontrar claves dignas de atención. Me figuro que algunas de ellas son claves verbales que yo, con mi pobre conocimiento del alemán, no alcanzaría a descubrir, aunque tuviera el texto original (el texto alemán, pues no creo que haya sido publicado.) Descubrí una de tales claves mientras traducía el texto de Bernanos.

El lector acaso haya notado que dejé el nombre de Weidmann en su nombre afrancesado de «Eugène». Tal es la forma en que más comúnmente lo vemos. Aunque los ingleses no estamos tan dispuestos a anglificar los nombres extranjeros como los franceses lo están a afrancesarlos, se sabe que no es una mera suposición el hecho de que entre los canadienses de habla inglesa, Eugen se ha convertido en Eugène, pronunciado a la manera inglesa, y luego, familiarmente, en Gene -para las personas angloparlantes, «Gene» es un homófono de «Jean»-. La sugestión es que el asesinato de Jean de Koven, el primero de todos, acaso haya sido, simbólica e inconscientemente, un acto de autodestrucción.

Es una idea extensamente aceptada el que los impulsos homicidas y suicidas en general son ambivalentes y en gran parte intercambiables. En este caso, una simple homofonía de nombres acaso fuera suficiente para sacar a la superficie, o casi, un doloroso deseo de morir, que encontró a mano un sustituto.

Me atrevo a decir que esto no tiene importancia; no soy un freudiano incondicional, y no ofrezco esa idea con gran solemnidad. Para mí, los asesinos son gente opaca: tal es la razón por la cual escribo acerca de ellos. En una serie, claramente el que importa es el primer crimen. Como robar autos, andar asesinando personas a tiros en la nuca, es algo así como alardear. En el caso de los dos orificios en la nuca, parece que Weidmann dejó disparar a Million y luego le dijo, dándole un codazo en el costado: «¡Así no, inútil! ¡Así!».

Pero el asesinato de Jean de Koven fue muy extraño y cometido en privado. La idea era secuestrarla y pedir rescate, hechos que con demasiada frecuencia conducen al asesinato: el nombre que se da a un factor que se supone común a todos esos casos es «pánico».

Los indicios materiales sugirieron, tanto a la policía como después a la acusación que, habiendo llegado a la villa de St. Cloud, Jean de Koven fue estrangulada inmediatamente, mientras daba la espalda a Eugène Weidmann para que él pudiera ayudarla a quitarse el abrigo.

El relato escrito de Weidmann afirma que le puso veronal en el café, que la ató de manos y pies mientras ella dormía, que luego él mismo se durmió y que, al despertar, la encontró ya desatada y en posesión de la llave y el revólver cargado que él había colocado bajo su almohada, que ella disparó contra él, en una pierna, y que entonces, enfurecido, él la estranguló. Si tal historia no es totalmente increíble, por lo menos esta palabra es la mejor que se le puede aplicar.

Ciertamente se le ocurrió a Weidmann que el nombre «Jean» era interlingualmente ambiguo. Surgió entonces el problema de cómo cobrar los cheques de viaje.

«Fue el nombre «Jean» el que me dio la idea de valerme del pasaporte de la bailarina. El nombre «Jean de Koven» sería un nombre masculino en Francia. Y tal como lo pensé, lo hice. Quité la fotografía de Jean y metí la fotografía de mi pasaporte en el de ella. Me apliqué entonces a imitar su firma.»

De ser cierto esto, su sugestión de identificación del asesino con la víctima perdería importancia, porque servía a un propósito práctico. Parece haber sido una simple fantasía. Los cheques de viaje fueron cobrados por Colette Tricot, que se parecía lo bastante a la fotografía de pasaporte de Jean de Koven para poder pasar por ella, entre las prisas y apreturas de los visitantes de la Exposición.

En el curso de la audiencia judicial parecen dignos de notar dos incidentes. El asesinato por el que Weidmann mostró mayor arrepentimiento fue el de Janine Keller, pero también la reconstrucción de ese crimen mostró circunstancias de cruda explotación comercial, que, aunque acaso halagarán la vanidad común de los asesinos, debieron de hacer que Weidmann, relativamente sensible, se preguntara si aquella era realmente la clase de éxito que él había deseado.

Era verano. Había una muchedumbre de visitantes. Al lado de la cueva del bosque de Fontainebleau se habían levantado puestos de refrescos, y algunos baratilleros vendían tarjetas postales de Eugène Weidmann; algunos de los compradores se acercaban a este, pidiéndole que las firmara (se dice que firmó algunas, pero también parece que su mano de escribir, la izquierda, estaba esposada a la derecha de un gendarme).

Antes de que los coches de policía y los de los periodistas y visitantes que para la ocasión habían salido de París, empezaran a regresar, Renée Jardin nos dice que por un momento su cliente se quedó casi solo, que se sentó entre unas piedras, llorando, y que ella le preguntó en qué pensaba, a lo que Weidmann replicó: «Meine Mutter!» («¡Mi madre!»). Desde luego, escépticamente podemos decir que ya sabemos todo acerca de los asesinos y de sus madres. La de Eugène Weidmann , en realidad, parece haber sido notable en lo que podemos considerar como una explicación parcial.

Si en realidad su inclinación era homosexual, encontraremos en sus primeros años la clásica situación de un padre ausente y no porque estuviera muerto, de una madre que, sea como fuere, era la influencia dominante, siendo él hijo único. Frau Weidmann, de hecho, fue llevada a París durante el proceso. Su hijo trató de evitar hasta la más breve confrontación con ella, mas no se le permitió.

Ella, por su parte, estaba feliz en París. Una periodista, Claudie May, que hablaba alemán, se encargó de ella:

«La acompañé en una visita a la ciudad. Compramos perfume. Frau Weidmann estaba muy ansiosa de comprar algún perfume francés y lamentó no haber podido venir a la Exposición el año pasado. Traté de llevarla a un restaurante tranquilo, donde pasáramos inadvertidas pero Frau Weidmann no quiso saber nada de eso. Deseaba un ejemplar de «L’Intransigeant», porque en él había una fotografía suya. Un chico nos lo trajo. Ella dijo: «¡Oh, no he salido bien!».

»Dijo que Eugen era un buen chico y no era posible que hubiera hecho lo que le atribuían. Luego fuimos a un cine. Exhibían una película de los Hermanos Marx. Yo no pude concentrarme en ella, pero Frau Weidmann rió como cualquier otro.»

Eugène Weidmann había llegado a París tres días después del asesinato de los hermanos Rosselli en Normandía. Entre las fechas de los primeros dos crímenes de Weidmann, el jefe sobreviviente de los corsos de Montmatre, Jean-Paul Stéfani, había sido muerto a tiros en las calles.

Entre las fechas del segundo y el tercer asesinatos de Eugène Weidmann, hubo unas explosiones sincronizadas, perpetradas por la extrema derecha, cerca de la Plaza de la Estrella, y el general Miller, dirigente de los Blancos Militantes en París, se desvaneció: no fue el primer general ruso zarista secuestrado con éxito en París por agentes soviéticos.

Entre el tercer y quinto crímenes de Weidmann, Pluvinage, un hombre excéntrico de edad ya avanzada, en un acceso de rabia mató a tiros a tres de sus vecinas, en el sexto piso de una casa de la Rue Condorcet, y no fue descubierto durante seis años. Un golpe de Estado planeado por la ultraderecha fue frustrado por la policía en noviembre, antes del quinto y el sexto asesinatos de Weidmann.

A mediados de marzo de 1939, se inició, en Versalles, el juicio de Eugène Weidmann, Roger Million, Jean Blanc y Colette Tricot. Su conclusión es parte de la historia penal. Aunque nadie podía suponerlo, tal había de ser la última causa célebre de la Tercera República Francesa, el último juicio efectuado en Francia ante un jurado de doce miembros.

Entre los periodistas se encontraba la gran Colette, asidua a los procesos criminales durante los 27 años pasados, que cubría este para el Paris-Soir; y, desde Londres, por el Daily Mail, la novelista y criminóloga F. Tennyson Jesse. Pero también había periodistas, de lugares tan lejanos como Japón y Argentina. Según Marcel Montarron, en aquel pequeño tribunal había el doble de periodistas que, 18 años antes, en el caso de Landrú. No dejaron de observar los paralelos con este caso.

La celda de Eugène Weidmann había sido la de Landrú. Había habido una villa. Una víctima, Janine Keller, de Estrasburgo, había respondido llena de esperanzas, a un anuncio. Renée Jardin (fotografiada posando junto a Maurice Chevalier), no era la única mujer penalista. La hija de un novelista, Lucile Tinayre, representaba a la familia del agente y una bonita rubia a los Frommer.

En los bancos de la defensa, junto al banquillo de los acusados, uno de los dos caballeros barbados, el defensor de Roger Million, era Henri Géraud, que había defendido a Corguloff, el asesino loco del presidente Doumer. En nombre de Eugène Weidmann, además de la srta. Jardin y de Moro Giafferi, se hallaban el decano del colegio de abogados de Versalles, Roger Planty, y uno de sus jóvenes ayudantes. Moro era ya un señor rechoncho, de cabello y mostacho blancos.

El juez que presidía era Laemmlé. En el cubículo situado a su derecha se hallaba sentado el procurador general regional, Balmary. Los acusados, de izquierda a derecha, eran Eugène Weidmann, Million, Jean Blanc y Colette Tricot. También estaba la señorita Jardin, una regordeta mujercilla con anteojos. Million fue acusado de asesinato y complicidad de asesinato, Blanc de dar asilo a criminales, la señorita Tricot de recibir bienes robados. Los tres se sentaron.

En respuesta a los muchos cargos de los que se le acusaba, Weidmann afirmó que se declaraba culpable y que no deseaba ser defendido. El juez Laemmlé le ordenó sentarse. En Francia, hay que defenderse, una admisión de culpabilidad simplemente significa que, entre las cosas que deben oírse, se encuentra la propia confesión. La única pregunta era si deseaba confirmar su elección de defensor. Weidmann asintió. Un empleado del tribunal leyó la acusación.

La audiencia del primer día terminó con la declaración policiaca de cómo habla sido la detención. Esa declaración fue hecha, bastante pintorescamente, por el inspector Bourquin, del escuadrón volante n.º 1, de la Sûeté Nationale, que había ido a St. Cloud y llegado a La Voulzie en compañía del inspector Poignant, con gendarmes esperando en el exterior; en el ayuntamiento de Vaucresson, el superintendente Primborgne había dirigido las operaciones desde una distancia prudente.

Bourquin: «Entramos en la villa dos veces y allí no había nadie. La segunda vez, ya nos alejábamos cuando un joven de buena presencia salió de una calle lateral. Estaba jugando con un perro. Nos vio a mí y a Poignant, dejó al perro, se acercó y nos preguntó si podía ayudamos. Le pregunté si conocía al señor Karrer. Dijo que él era el señor Karrer y que qué deseábamos. Le dije que éramos de la oficina de Hacienda y queríamos sólo verificar el alquiler. Poignant sacó su tarjeta. Obviamente, el tipo había visto que éramos de la policía, pero no dio ninguna señal de alarma, y nos invitó a seguirlo. Entramos en un cuarto muy pequeño. Karrer nos pidió nuestros papeles, por lo que yo le pedí ver los suyos. Había sido bastante cortés. Un intercambio justo. Se llevó la mano izquierda al bolsillo interior derecho, con mucha naturalidad. Luego, su mano salió rápidamente. Había una pistola en ella. Nos dijo: «¡Aquí están mis papeles, malditos!», y disparó. Salté sobre él. Poignant había recibido el tiro y se desplomó en el diván, llevándose la mano al hombro. Yo traté de detener al tipo. Hizo dos disparos más, al nivel de mi cara. Una de las balas me pasó rozando la frente, sobre el ojo derecho. La otra pasó a través de mi sombrero, un sombrero nuevo, que yo usaba por primera vez. Lo así por la muñeca, pero siguió disparando. Las balas rebotaban en las paredes. No lo solté. Es un tipo atlético, puedo asegurarlo. Giró en redondo y cargó contra mí de costado. Yo lo había asido por el cuello. Allí mismo, sobre la mesa, veo un pequeño martillo, de la clase que usan para clavar tapetes. Desde luego, allí estaba la salvación. Le solté la cabeza y le pegué tres veces. Cuestión de atontarlo, no deseaba hacerle ningún daño, o él se quejaría de brutalidad policial. Poignant dijo algo y eso fue un alivio. Pensaba que estaba gravemente herido».

El presidente del tribunal, Laemmlé: «¿No tuvo usted oportunidad de usar su revólver?».

Bourquin: «No lo llevaba conmigo, señor presidente».

El presidente: «¿Y el inspector Poignant?».

Bourquin: «Aún lo llevaba abotonado en su pistolera».

Roger Planty: «Señor presidente, deseo señalar una cosa que es importantísima desde el punto de vista psicológico. Parece que Eugène Weidmann tiró del gatillo de su pistola sin haber sido amenazado en manera alguna».

El presidente: «Estaba siendo amenazado con la detención».

(Risas)

Roger Planty: «Weidmann, ¿por qué disparó usted?».

Weidmann: «Había una persona dormida en la habitación contigua. Disparé para advertir a esa persona».

El presidente: «¿De qué sexo era esa persona que estaba durmiendo la siesta en su casa? ».

Weidmann: «Era del sexo masculino».

El presidente: «Bueno, díganos su nombre».

Weidmann: «No puedo hacer eso».

Tinayre: «Señor presidente, ¿puede Eugène Weidmann informar al tribunal de si ese misterioso durmiente era el hombre al que mi cliente mató?».

Weidmann: «Yo lo maté».

Así terminó la audiencia del primer día.

El martes 14 de marzo, el doctor Paul describió los hallazgos de los patólogos. En una jarra se mostró casi un metro de tela descolorida que habían introducido en la garganta de Jean de Koven al estrangularla. Empezó entonces la procesión de psiquiatras, que ocupó varios días de la audiencia. Cuando hubieron terminado, Moro-Giafferi decidió «trabajar» a dos de los más eminentes entre ellos.

MORO: «En su declaración, el culto especialista afirmó que no habla descubierto nada, ningún estigma, ninguna tara hereditaria. Sin embargo, afirmó que había indudables anomalías. Eso parece no ser ni negro ni blanco. El culto doctor no encuentra nada pero nota anomalías. Las encontró, debió de encontrar algo. Aquí está un libro. ¿Lo conocen? La Prevención y Cura de Desórdenes Nerviosos y Mentales, por el doctor Génil-Perrin. ¡Ah! ¿Usted lo escribió? Déjeme leer el capítulo 2: «Desórdenes afectivos». Al parecer, estos incluyen hiperemotividad, ansiedad y obsesión, dificultades para conciliar el sueño, variaciones de energía y perversiones del instinto. Veinte páginas sobre una forma de locura sobre la cual, en una corte, usted niega la existencia… y, querido profesor Claude, esto es lo que usted enseña. Se encuentra en su Psiquiatría medicolegal, página 77. Yo resumo. «El criminal puede ser considerado como un ser que muestra defectos psicomorales que le impelen a cometer actos antisociales.» Y usted se extiende, pasando al «degenerado» y el «loco moral» con todo su juego de perversiones instintivas. Muy instructivo. ¡Gracias, profesor! Esa es la línea que yo seguiré cuando defienda mi caso. Gracias, señor presidente».

Efectivamente, Moro alegó locura, pues la idea de la responsabilidad disminuida aún no se encontraba especificada en el Código Penal, ni lo estaría durante los siguientes 15 años.

La línea de defensa de Million consistió en negarlo todo. Jean Blanc afirmó que no se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo y madame Tricot que al cobrar los cheques de viaje había actuado bajo presión (en realidad había aceptado una estola de piel, un cinturón, un reloj y varios buenos vestidos). Una de sus respuestas podría haber sido tomada de Los caballeros las prefieren rubias.

Presidente: «¿Cómo explica usted que le hicieran estos regalos, cuando por entonces todos ustedes eran muy pobres?».

Tricot: «No me interesa de dónde ni cómo llegan los regalos, siempre y cuando lleguen».

Weidmann, por su parte, aceptó serenamente casi todo, insistiendo tan solo en la complicidad de Million en el asesinato del agente Leblond y en el entierro de madame Keller. La acusación no había llamado al misterioso señor Mouly. La defensa insistió y fue llevado desde Lisieux, en Normandia, donde acaso tuviera esperanzas de que se le dejara al margen. Se indignó al ser citado y parece bastante probable que la policía o el Ministerio Público le hubiera prometido no llamarlo, habiendo ayudado, indudablemente, durante la investigación.

Su declaración no es mencionada por Montarron ni por Jarin-Birnie, es decir, Renée Jardin. En cambio, mucho partido le saca Tennyson Jesse, que parece haberse molestado mucho por el chismorreo de los mal informados periodistas franceses, que quizá con mayor razón siempre han visto con desconfianza la política, la policía secreta y estamentos similares.

El señor Montarron y el ayudante de la defensa de Weidmann parecen haber comprendido muy bien cuál era su posición. Podemos decir que, discretamente, Mouly estaba siendo «protegido». No deseaba comparecer, lo que haría de él una figura desagradable. No había ninguna buena razón por la que debiera aparecer, excepto por lo que la defensa pudiera ganar difundiendo por doquier vagas sospechas. Me parece que, en esta ocasión, Tennyson Jesse se pasó de ingenua.

Sin embargo, lo que me parece interesante es que, al hablar de los casos ingleses, por ejemplo, en el proceso de los criminales Moor en 1966, el señor Montarron se muestra asombrado de nuestra formalmente reconocida inmunidad otorgada a los testigos de la acusación contra quienes se hayan presentado cargos de complicidad y ayuda. Revela la gran brecha entre los procedimientos penales que se consideran aceptables en los dos países y no siempre en ventaja de los ingleses.

Todas las víctimas menos una, Janine Keller, estuvieron representadas por partes civiles. Sólo los abogados hablaron en nombre de los Frommer y los De Koven, habiendo vuelto estos últimos a Estados Unidos. También hablaron la madre del aspirante a empresario, las viudas del chófer y del agente Leblond.

La que se recuerda como gran escena, ocurrió durante esta parte media del juicio. Leblond había sido asesinado con una pistola de calibre menor que los demás, una 6,35 mm, disparada dos veces, desde diferentes ángulos, por lo que pareció natural pensar que había tirado una vez un diestro y otra un zurdo. El 22 de marzo, Eugène Weidmann insistió en que había sido Million el primero en disparar. Al abrirse la audiencia el día 23, Weidmann pidió la palabra:

Weidmann: «Ayer, señor presidente, en la presentación de las pruebas del caso de Leblond, cuando Million y Géraud estaban protestando acerca de algún punto que no puedo recordar, vi una mirada, del lado del que menos hubiera esperado. Del lado de madame Leblond. Ello me causó una conmoción, y también un sentimiento de alegría. Había una persona, al menos, que creía que yo estaba diciendo la verdad.

»No es que yo desee ver convicto a Million. Me complacerá mucho ver que salve la cabeza. Pero deseo que se conozca la verdad. Deseo, de ser posible, que se me perdone hasta donde se pueda. Usted sabe los remordimientos que siento por lo que he hecho. Por lo que no he hecho, deseo ser perdonado. Es difícil que usted sepa cuán importante es eso para mí. Para comprenderlo, tendría que encontrarse en mi situación.

»Van a castigarme con la mayor severidad de la ley. Pero ve ante usted a un hombre dispuesto a aceptar ese sacrificio redentor, y que lo aguardará valientemente, hasta su último minuto. No se niegue mi última petición. Esta es un grito que le llega a usted desde las profundidades de mi alma. Veo a usted con total confianza. No me rechace. Concédame al menos un consuelo y crea en la sinceridad de mis sentimientos. Mi madre…, perdón… Ah, sí, su perdón…»

En este punto no pudo seguir y lloró, apoyando sus manos en el barandal del banquillo. Hubo cierta conmoción, en gran parte hostil al prisionero. Se oyó claramente una voz en italiano que gritaba: «Commediante! Tragediante!». El juez que presidía ordenó un breve aplazamiento.

Colette conocía a Renée Jardin y se acercó a ella. «Desde allí», le dijo, «lo vi todo. No me perdí ni un parpadeo. Estaba llorando y sufría. ¿Es verdad, entonces, esta historia de una conversión? No importa, está bien para mí. Lástima que tengan que guillotinarlo. Es un chico guapo». Colette entonces salió del tribunal y escribió para el Paris-Soir:

Huelga decir que Weidmann, cargado de crímenes, sigue siendo abominable. Nunca se ha necesitado de la ley para juzgar nada más negro. Pero para conmover a sus oyentes, la confesión pública, los reconocimientos gritados a los cuatro vientos, solo necesitaban el acento de un abandono moral, que saca sus sollozos y sus lágrimas de una mera debilidad física. No podemos haber sido víctimas de una alucinación colectiva, juguetes de una exhibición casi de genio. Weidmann, palabra tras palabra, esfuerzo tras esfuerzo, estremeciéndose y sudando profusamente, dijo, en suma: «Million mató a Leblond, pero todos los demás crímenes son míos. De haber perdón para mí, solo podría esperarlo de Dios y no de nada de esta tierra». Entonces, como si estuviera ahogándose, finalmente perdió la capacidad de hablar y se desplomó. Dijeron que se había desmayado, mas no era cierto. Desde donde yo estaba sentada, pude ver la abundancia de sus lágrimas, que durante tanto tiempo se le negaron, los profundos espasmos que hacen los sollozos de un hombre, tan conmovedores para nosotras, las mujeres. El poder de confesar es un torrente que se lleva todo consigo. Weidmann, pasado su número, es hoy una paja al viento. Día tras día, noche tras larga noche, flotará a la deriva al unirse a aquellos, los muertos, a los que ya se asemeja.

Comprensiblemente, los periodistas pensaron que ya habían tenido suficiente y pocos volvieron después del aplazamiento. Se perdieron de un poco más de lo mismo.

Eugène Weidmann: «Acabo de decir que pido perdón. Es cierto. A cambio de ese perdón estoy ofreciendo mi vida y deseo decir por qué. Esta es la razón. En mi celda, he encontrado a Dios, el Dios de mi infancia, a aquel de quien mi madre me hablaba por las noches cuando me metía en mi cuna. Por esto siento arrepentimiento y vergüenza. Por esto no quise presentar ninguna defensa».

Madame Leblond: «¡Yo le creo, Weidmannl ¡Y estoy dispuesta a perdonarlo, como el Señor sin duda lo perdonará!».

Madame Tinaybe: «¡Monstruo! ¡Inmundo payaso! Solo estás repitiendo una lección que te enseñó mi colega, que te enseñó Renée Jardin!».

Madame Jardin: «Contéstele, Weidmann».

Weidmann: «Algunos me creerán, y algunos no, no importa. Soy culpable, soy terriblemente culpable. Les ofrezco mi vida. Es todo lo que puedo ofrecer, mis remordimientos y mi vida. Espero que se me permita escribir a mi madre que he sido condenado, pero también que he sido perdonado. Es todo lo que ahora puedo darle».

Esa primavera, la última antes de la guerra, el clima de fines de marzo fue magnífico. Con toda moderación, el señor Balmary, en su toga roja, pidió las cabezas de Eugène Weidmann y Roger Million. Por la defensa del primero habló antes Roger Planty, y luego su joven protegido; después, Renée Jardin, quien terminó así:

Madame Jardin: «…Caballeros, hay una palabra que acude muy naturalmente a los labios de las mujeres cuando se trata de una posible efusión de sangre. No la pronunciaré. ¡Ah, caballeros, basta de muertes, basta de estas abominaciones, que cesen la matanzas! Otros países civilizados han abolido la bárbara pena que se os ha pedido imponer, de acuerdo con la antigua lex talionis. Cada fibra de nuestra carne femenina se rebela contra la inhumana visión que estoy evocando. Haréis lo que consideréis justo. Eugène Weidmann está preparado. Pero recordad las circunstancias que permitieron desarrollarse a esa satánica vida, y recordad que la vida es puro azar para quienes nacieron perversos y malvados. Si de esta negra alma deseáis que brote la luz, que el tiempo la capacite para redescubrir a Dios con una nueva conciencia, entonces permitiréis que suene en sus labios esa palabra que, por respeto a nuestra pena presente, no he pronunciado. Tened la seguridad de que si le concedéis la vida, esta será tal, que durante los años de confinamiento, germinará en su corazón el amargo fruto del arrepentimiento».

Moiro-Giafferi: «Señor presidente, caballeros: este proceso se aproxima a su fin. Perdónenme si aplazo su terminación con un discurso que me gustaría hacer breve, pero que debo hacer largo, porque debo tratar de hacerlo completo para acallar mi conciencia y la vuestra. Ya os puedo oír diciendo: «¿Para qué? El hombre mató. ¡Hacedle morir!». Entonces, ¿para qué estamos aquí? ¿Para qué llevo esta toga y para qué llevan los jueces la suya? ¿Para qué todas estas formas y ceremonias? Porque esta es la mansión de la ley, y no un matadero.

»El hombre que se halla ante nosotros nació con cierta herencia, de la que no pudo librarse…

Una gran parte del discurso final de Moro estuvo dedicado a la psiquiatría. Empezó con los pasados antecedentes de algunos de quienes hablan sido escuchados.

«…Truelle, por ejemplo. ¿No fue él quien certificó «sobre su honor y su conciencia» que las hermanas Papin eran completamente responsables y estaban en su juicio? Ahora, ambas están aullando en plena locura tras los barrotes de una jaula en el asilo donde hubo que encerrarlas la noche misma del veredicto».

Esto no es exacto, como recordará el lector. Realmente confinada la mayor, Christine, había muerto cuatro años antes, en tanto que la menor, Lea, se hallaba en prisión, donde habría de permanecer dos años más, después de los cuales tuvo aún ante ella al menos treinta años de una existencia bastante tolerable. Pero otras causes célebres del pasado habían de mencionarse mucho en el curso de ésta.

«…Y Génil-Perrin, ¿no examinó a Gorguloff y lo declaró responsable de sus actos? Ese hombre estaba completamente loco, pero tuvo que ser ejecutado por razones de Estado. Mi querido amigo Henri Géraud lo recordará, aunque de momento está allí sentado tranquilamente, sin decir nada…»

Moro debió de disfrutar de su ataque a los psiquiatras. Lo que puede considerarse como su punto principal fue más revelador, aunque un poco mañoso:

«…Midiendo muy cuidadosamente mis palabras, os digo que los crímenes cometidos por Eugène Weidmann son crímenes alemanes. La política de una nación se refleja en la conciencia de sus individuos. Estoy defendiendo la causa de un niño a quien se enseñó que el poder es bueno, de un joven que creció entre asesinos y presenció un renacimiento de la bárbara Edad Media. La cuestión de la normalidad de mi cliente se os presenta en una forma excepcionalmente aguda, no sólo a causa del número de sus crímenes, sino porque es alemán, porque por sus venas corre el veneno del mal.

»Sí, Weidmann es víctima no de su propia naturaleza, sino de todas las que recibió al nacer. Y ahora comprenderéis por qué me atrevo a pronunciar ante vosotros la palabra que, habiendo sido admirablemente sugerida, Renée Jardin no se atrevió a pronunciar la palabra «¡piedad!». Os pido ser piadosos, no en nombre de Eugène Weidmann, sino en vuestro propio nombre. Miembros del jurado, ¿no sentís hasta qué alturas os ha elevado este proceso? De quienes se sientan en esas bancas ante vosotros, se acostumbra decir que son los representantes de la sociedad. Vosotros sois más que eso. Me parece que sois los delegados de la humanidad. No permitáis que se os confunda con palabras. Con una barata facilidad, indigna de él, vuestro acusador regional dijo: «¿Anormal? ¡Bueno, desde luego! ¡Santo cielo! ¡Todos los asesinos son anormales y alegrémonos de que sea así, de que no son como nosotros!». Cuando dijisteis eso, mi culto amigo, sabíais que estabais evadiendo la verdad esencial. No estoy hablando de las diferencias que pueden existir entre los miembros de una especie.

»Yo que conozco a Eugène Weidmann y que sé lo que mis colegas me han dicho, yo digo que es un ser que fue arrojado a este mundo en diferentes condiciones de aquellas que asisten al nacimiento de otros hombres. De ciertas almas bienaventuradas se ha dicho que se han tomado la molestia de nacer. Temeroso y temblando, yo os digo que allí está sentado un hombre que cometió el crimen de nacer.

»Al borde del mundo, sea cual fuere el clamor elevado por un público ávido de pan y circo y sangre…, vosotros, mis conciudadanos, jueces de mi país, os digo esto…, a esta caída criatura de otra raza, aquí, hoy, habéis de ofrecerle el elevado, el magnífico espectáculo de una justicia que sabe que la verdadera grandeza se halla en el equilibrio, en la reflexión y la profundidad, en la piedad».

El aplauso fue, quizá engañosamente, entusiasta y prolongado.

El señor Géraud, que hasta entonces se había mantenido cruzado de brazos, con el gorro sobre la cabeza, luciendo su larga barba (como un Elías, dice Tennyson Jesse), se levantó entonces para hablar en defensa de Roger Million.

Géraud: «Señor presidente, caballeros. Sé que mi cliente no es un favorito del público. Al parecer, su rostro carece de gracia y de armonía. En el gran drama judicial que está ocurriendo aquí, no es el mejor tipo de acusado: carece de elegancia o de encanto, o de la radiante sonrisa de una cabeza juvenil.

»En este proceso, es Eugène Weidmann quien desempeña la parte de un personaje realmente simpático, del príncipe encantador; Weidmann, cuyas melosas palabras y obsequiosos gestos son paladeados, a quien el respetable público ve con ojos tiernos, y que al mismo tiempo es el auxiliar esencial de la acusación, su motor y testigo principal. Cuando la acusación empieza a tambalearse, se llama a Eugène Weidmann al rescate. Él aportará toda la información que mis cultos amigos de enfrente necesitan.

»En realidad, no es el Estado, sino Weidmann el que nos acusa. Preguntémonos, al menos, lo que vale su palabra, cuáles son sus credenciales. Porque se ha contradicho bastante frecuentemente, y sin embargo, el suyo es el único testimonio, si exceptuamos algunas palabras igualmente contradictorias de la dama sentada en el banquillo de los acusados, cuya memoria parece tan variable como sus favores. Ni rastros de una prueba material. ¡Ni una huella, ni un solo testigo desinteresado, ni una sola admisión! Todo se basa en la importancia que atribuimos al testimonio de Weidmann, suficientemente motivado por el odio a su antiguo compañero de prisión.

»¡Ah, caballeros! ¡Qué asombroso actor es ese hombre cuyas manos están tintas en sangre. ¡Con qué arte, con qué lentitud calculada se puso en pie! ¡Con qué gesto cuidadosamente estudiado se enjugó la frente! ¡Con qué afectada humildad pidió silencio y rogó no ser interrumpido durante su teatral monólogo. Y obtuvo silencio, profundo silencio, religioso silencio. Las personas contenían el aliento. Eran todo ojos, todo oídos, ansiosas de no perder una palabra, una sílaba, una coma, de ese terrible criminal que hacia su confesión, pidiendo el perdón de las familias de sus víctimas, llamando a su madre y a su abuela.

»Pero desde luego, lo que nos interesa principalmente es saber si Million mató a Leblond o si Eugène Weidmann lo ha acusado por despecho, por venganza, sin duda y según él, de un mal cómplice, de un mal amigo. Bueno, hemos escuchado de mi eminente colega mucho acerca de la psicología de Weidmann. Que es un monstruo parece ser su principal defensa. Los informes médicos insisten en el hecho de que es un mentiroso y de que sus sentimientos fueron pervertidos. Sin embargo, la acusación depende de su palabra. Por mi parte, yo os digo que el hombre que estranguló a la joven y encantadora bailarina Jean de Koven, y que cometió todos los otros crímenes que conocemos, y aquellos que no conocemos, es perfectamente capaz de decir mentiras para culpar a un hombre inocente…

Y Géraud peroró acerca de ciertos clásicos errores de la justicia, mencionando en particular a Peter Vaux, a Dreyfus y a Cristo.

Le siguió la señora Zevaés, en nombre de Blanc y Tricot. Se ordenó retirar a los prisioneros. El jurado se retiró. Permaneció ausente un largo tiempo. Para cuando volvió, era medianoche. Sobre su honor y su conciencia, ante Dios y ante los hombres, el presidente del jurado informó al tribunal de que, por una mayoría de más de siete a cinco, ofrecían una respuesta afirmativa a todas las preguntas concernientes a Weidmann y a Million, que fueron encontrados culpables de todos los hechos alegados contra ellos, con circunstancias agravantes de premeditación y acecho. Para el prisionero Blanc encontraron circunstancias atenuantes. Exoneraron de toda culpa al prisionero Tricot.

En consecuencia, se hizo traer de nuevo a los prisioneros. Weidmann y Million fueron informados de que se les cortaría la cabeza en un lugar público; a Jean Blanc de que había sido sentenciado a quince meses de prisión, pero que debía considerar que ya los había pasado en prisión, y que por lo tanto, quedaría en libertad, del mismo modo que Colette Tricot.

La conducción del proceso no revela ningún defecto de forma, ni ninguna nueva prueba que hubiese salido a luz; las apelaciones fueron rechazadas. Se fijó para el 16 de junio la ejecución de Weidmann y de Million. La víspera, el presidente de la República, Albert Lebrun, firmó la suspensión de la sentencia de Million, pero no la de Eugène Weidmann.

En consecuencia, durante la noche, Henri Desfoumeaux y sus asistentes levantaron los maderos de la justicia en el pavimento, frente a la prisión de San Pedro, en Versalles. Empezó a reunirse una multitud, y los bares y restaurantes permanecieron abiertos. En su celda iluminada, Weidmann acaso oyera la música, los martillazos y las risas.

A las 4 a.m. se permitió el acceso a la prisión a unas cuarenta privilegiadas personas. Entre ellos se hallaban los abogados de las partes civiles y los de Weidmann. El capellán se encerró con el prisionero, que hizo su última confesión. Salieron juntos de la celda, Eugène Weidmann, con sus propias ropas, manos y pies libres. Un empleado del tribunal apareció con un cablegrama, en inglés. Decía: «ANTE LA GUILLOTINA OS CONMINO A DECIR LA VERDAD (punto) VIOLÓ USTED A JEAN DE KOVEN (interrogación)».

Creo que debemos suponer que realmente procedía de la familia de Jean de Koven y no de algún lector de periódicos, aunque cualquiera que realmente estuviera al tanto de los procedimientos sabría que se habían presentado pruebas en el sentido de que poco antes de la muerte de la joven, esta no había tenido relaciones sexuales.

Puede suponerse que el propio Weidmann habría podido leer el cable, pero tenía que serle leído en francés, y no estaba presente ningún traductor acreditado. Como su principal defensora, Renée Jardin, no recibió autorización de hacerlo, tenía que ser uno de los magistrados, pero ninguno de los presentes sabía inglés.

Por fin, el abogado que en el proceso había representado los intereses de los De Koven y los Sackheim recibió autorización de traducir y leer este espléndido ejemplo de delicadeza trasatlántica. Cuando esto llegó a los periodistas, fue muy comentada la ironía de la respuesta de Weidmann: «No, no la toqué». Esto fue taquigrafiado y firmado por él.

Siguió una misa y comunión en el locutorio, que habitualmente se evitaban. Hubo más firmas, argucias acerca de posesiones personales, entrega de sobres sellados, el arranque del cuello de la camisa, un trago de ron, varias caladas a un cigarrillo; luego, sus manos fueron atadas a su espalda, sus pies asegurados y se le quitó el saco. Para entonces, había tanta luz fuera que se apagaron los reverberos de la calle. Hacía más de cien años que las ejecuciones eran absolutamente públicas, desde que se hacían en un cadalso en mitad de la Place de Gréve, llamada después (como aún se llama hoy) la Place de l’Hôtel de Ville, durante la tarde.

La perfeccionada máquina decapitadora del doctor Guillotin se elevaba hoy en el pavimento, al nivel de la calle. Unas doscientas personas, de pie en semicírculo, eran contenidas por unas barreras extendidas a lo largo de los rieles del tranvía. Pese a los esfuerzos de la policía, los camarógrafos se instalaron en las ventanas de un elevado edificio cercano.

La larga y distinguida carrera del nuevo verdugo no tuvo un buen principio. La bascule, o plancha móvil a la que se ata al «paciente», para que luego quede horizontal, había sido mal ajustada en altura, por lo que el cuello de Weidmann no yacía limpiamente en la lunette. El asistente conocido como «el fotógrafo» tuvo que tirar de él hacia delante, por el cabello y las orejas, y aun así la cuchilla le rebanaría la mandíbula.

Entre quienes se encontraban en el semicírculo se hallaba Tennyson Jesse. No siento gran apetito por los horrores de la guillotina, pero la citaré por un interesante detalle que acaso no esté registrado en ninguna otra parte.

«La gran hoja descendió con estruendo y rebotó por su propia fuerza y peso. La voz que había sido tan bella, tan dulce, tan suave en el tribunal, había callado para siempre. Solo brotó de Weidmann una última exclamación, y fue involuntario: el silbido que siempre suena cuando se corta una cabeza. Pues el cuello siempre emite un jadeo cuando el último aliento sale de los pulmones, aunque la cabeza ya esté en la cesta. Es la tráquea del hombre la que protesta, no su lengua.»

Marcel Montarron habla de un «surtidor de sangre». Renée Jardin notó los ojos muy abiertos. Vincent de Moro-Ciafferi exclamó: «Vivió como un monstruo. Ha muerto como un santo». Las mujeres se arremolinaron para mojar sus pañuelos en la brillante sangre arterial antes de que fuera lavada y que se echara arena sobre el pavimento.

Fueron las fotografías, tomadas a plena luz, las que causaron un grito de protesta. Como no se sabía que existían, las autoridades no hicieron nada por impedir su publicación, con informes del comportamiento de la multitud. Se recordaron a las gentes ciertas realidades que habían hecho todo lo posible por olvidar. Dos grandes sentimientos se provocaron, por el hecho de que el hombre ejecutado había sido un alemán, en tanto que un francés había sido indultado en el último momento. Por una parte, esto fue considerado parcial.

Por otra parte, en un tiempo en que las relaciones entre los dos países eran tensas, se temió que los alemanes pudieran irritarse porque los franceses habían ejecutado a uno de sus ciudadanos del sexo masculino, en edad militar. De hecho, lo que la prensa alemana exigió fue la sangre de Moro. Sea como fuere, no había de haber más ejecuciones públicas en Francia. Por un estatuto del 24 de junio, todas las sentencias de muerte, en adelante, se cumplirían dentro de los muros de una prisión, como en Inglaterra, ante nueve funcionarios especificados.

 


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