
- Clasificación: Asesino en serie
- Características: Asesino en serie inusual cuyos métodos eran tan aleatorios como la elección de sus víctimas
- Número de víctimas: 6 +
- Fecha del crimen: 1959 / 1963
- Fecha de detención: 1 de septiembre de 1963
- Fecha de nacimiento: 1931
- Perfil de la víctima: 3 hombres y 3 mujeres
- Método del crimen: Arma de fuego
- Lugar: Perth, Australia
- Estado: Ejecutado en la horca el 26 de octubre de 1964
Índice
- 1 Eric Edgar Cooke
- 1.0.0.1 El asesino del sábado noche
- 1.0.0.2 Pista falsa
- 1.0.0.3 PRIMEROS PASOS – Una sonrisa torcida
- 1.0.0.4 Marido y padre
- 1.0.0.5 EN LIBERTAD – Desprevenidos
- 1.0.0.6 El paraíso de los merodeadores
- 1.0.0.7 Rastreadores nativos
- 1.0.0.8 Doble vida
- 1.0.0.9 La detención
- 1.0.0.10 La recompensa
- 1.0.0.11 Debajo del puente
- 1.0.0.12 EL JUICIO – Un manto de poder
- 1.0.0.13 El deseo de hacer daño
- 1.0.0.14 Paseo fatal
- 1.0.0.15 ¿Quién mató a Jillian?
- 1.0.0.16 Confesiones falsas
- 1.0.0.17 LA EJECUCIÓN – Contar cuentos
- 1.0.0.18 El caso Button
- 1.0.0.19 Conclusiones
- 1.0.0.20 Las víctimas
- 1.0.0.21 Los supervivientes
- 1.0.0.22 Fechas clave
Eric Edgar Cooke
Última actualización: 13 de marzo de 2015
Fueron necesarias cinco muertes y un estrangulamiento para alertar a la población de Perth de que albergaba en su seno a un asesino en serie. Cuando la policía capturó a Eric Edgar Cooke, éste se confesó autor de otros muchos crímenes.
El asesino del sábado noche
En la noche del sábado al domingo, la ciudad de Perth gozaba de paz y tranquilidad. Una paz bruscamente interrumpida por varios disparos procedentes del rifle de un pistolero que actuaba en solitario, escogiendo, al parecer, a sus víctimas al azar. Cuando aquella sangrienta noche llegaba a su fin, dos personas habían muerto y tres más estaban heridas -una de ellas de gravedad-. Y la policía carecía de pista alguna acerca de la identidad o el móvil del asesino.
Aquella tarde del sábado 26 de enero de 1963, los ciudadanos de Perth disfrutaban del típico día del verano australiano, cálido y soleado. Nicholas August, un vendedor de aves, se encontraba tomando una copa en compañía de varios amigos en su lugar preferido, el hotel Ocean Beach, en el barrio de Cottesloe. A pesar de estar casado, August solía salir a menudo con Rowena Reeves, una de las camareras del Ocean Beach.
Dos calles más allá, en su piso de Broome Street, Brian Weir estaba preparando unos exámenes de contabilidad. A la mañana siguiente tenía que levantarse a las siete para entrenar en el Surf Lifesaving Club, así que tenía intención de pasar una noche tranquila en casa.
A un par de kilómetros de allí, en el tranquilo barrio de Nedlands, George Walmsley, un droguero jubilado, y su familia se disponían a acostarse. El matrimonio ocupaba el dormitorio que daba a la fachada, mientras que su hija mayor, Sandra, dormía en la parte posterior de la casa.
En la pensión de la señora Allen, situada en una calle próxima, el ambiente no era tan pacífico. De hecho, los huéspedes -todos ellos estudiantes de la Universidad de Western Australia- se veían obligados a tener que dormir en el porche. La noche de aquel sábado le tocaba a un joven estudiante de agrónomos, John Sturkey, de diecinueve años de edad. Hacia calor y la cosa no parecía tener demasiado mérito; sin embargo, antes del amanecer, dos de aquellas personas, todas ellas gente corriente que vivían en Perth, estarían muertas y tres más heridas -una de ellas gravemente-, víctimas de una serie de ataques criminales.
En casa de los Walmsley reinaban la oscuridad y el silencio. El compañero de piso de Brian Weir volvió alrededor de la medianoche y los dos jóvenes charlaron un poco acerca del entrenamiento de la mañana siguiente antes de acostarse. A la una de la madrugada Scott McWilliam, otro huésped de la señora Allen, salió al porche a beber un poco de leche y se encontró con Sturkey, que dormía plácidamente.
Mientras tanto, Nick August y Rowena Reeves habían salido del hotel para trasladarse a un restaurante, que abandonaron alrededor de las dos de la madrugada. En la esquina de John Street se despidieron de la pareja que les acompañaba, bajaron por Napier Street y pararon el coche frente al mar. August sacó una botella del maletero y se pusieron a beber y a charlar. Él estaba sentado apoyado en el volante y Rowena se encontraba en el asiento trasero.
Entonces la mujer vio a un hombre que los observaba desde la carretera, y creyendo que era un mirón, Nick August le gritó: «Lárgate, sinvergüenza.» La silenciosa figura no se movió y August le arrojó la botella, ya vacía, pero el tiro falló. Sólo entonces advirtió Rowena lo que el hombre llevaba en la mano. «Mira -avisó a su compañero-, lleva un arma.»
El hombre se encaró el rifle y apuntó cuidadosamente a la cabeza de Nicholas August, pero Rowena se la empujó hacia abajo justo en el momento del disparo.
«Sentí una punzada caliente en el cuello -recordaría la víctima más tarde-. Cuando miré hacia arriba estaba lleno de sangre.»
Simultáneamente oyó a su compañera gritar: «Pon el coche en marcha y atropéllalo.» Él sólo se acordaba de que conducía a toda velocidad, cuando otra bala pasó silbando junto al coche. Mientras se dirigía hacia al Fremantle Hospital, Rowena Reeves yacía aparentemente inconsciente en el asiento trasero, en medio de un charco de sangre.
Pero, a pesar de todo, habían tenido suerte. La bala atravesó el cuello de August antes de romper un hueso del antebrazo de Rowena y alojarse justamente encima de una muñeca. Las heridas parecían serias, pero no corrían peligro sus vidas. Sin embargo, hubo otras tres víctimas del hombre del rifle menos afortunadas.
Alrededor de una hora más tarde, a las 3,50 de la mañana, el sonido de un timbre despertó a Sandra Walmsley. Oyó a su padre decir: «¿Qué es eso?», y contestar a su madre: «El timbre puerta.» Entonces escuchó cómo su padre se levantaba y abría la puerta principal. Casi inmediatamente sonó un disparo. Cuando Sandra llegó a la puerta de entrada, la señora Walmsley estaba ya inclinada sobre su esposo, que había caído de espaldas con una herida de bala en la frente.
A eso de las cuatro, en la pensión de la señora Allen, en la otra esquina, Pauline, la sobrina de la dueña, asustada, despertó a Scott McWilliam. «A John le pasa algo raro», dijo la chica. McWilliam salió deprisa al porche. Vio que de la garganta de Sturkey surgían unos extraños sonidos y le levantó la cabeza creyendo que estaba atragantado. El pelo de la frente de su compañero cayó hacia atrás y entonces Scott vio aterrado un orificio de bala entre los ojos.
George Walmsey y John Sturkey llegaron al hospital con pocos minutos de diferencia, ambos vivos pero inconscientes, y los dos murieron unos momentos después.
Brian Weir no apareció por el entrenamiento del club de surf a la mañana siguiente y uno del equipo fue a sacarlo de la cama. Se lo encontró acostado, cubiertos de sangre la cara, la cama y el suelo. Después de una operación de emergencia que duró seis horas, en el Hospital Real de Perth, Weir seguía vivo, aunque los daños en el cerebro eran tan extensos que la recuperación parecía imposible.
Las investigaciones sobre los asesinatos avanzaban lentamente. Alguien había visto un coche marca Holden de color claro aparcado en la esquina de Louise Street y Princess Road, en Nedland. También se encontraron cartuchos en Napier Street y cerca de la casa de los Walmsley procedentes de un rifle del 22, pero el arma no apareció. La huella de una bota entre las casas de las víctimas de Nedlands provocó grandes expectativas, especialmente cuando se comprobó que coincidía con otra hallada cerca de King’s Park. Sin embargo, el registro masivo de las diez hectáreas de parque resultó infructuoso. Posteriormente se confirmó que la huella pertenecía a un repartidor.
Mientras tanto, la prensa titulaba «Parque peinado en busca de un asesino maníaco». Los vecinos de la localidad vivían aterrados y los cerrajeros vieron acrecentado su negocio. Las tiendas de animales sufrieron una avalancha de peticiones de perros, y dejaban encendidas toda la noche las luces de las calles. Las mujeres que vivían solas se marchaban de la zona en cuanto podían y los hombres dormían con las armas cargadas debajo de la almohada.
A lo largo de los días siguientes abundaron las denuncias sobre hombres armados con rifles o disparos en medio de la noche. Cada vez que petardeaba un coche alguien marcaba el 000 (el número de emergencia en Australia). El Departamento de Investigación Criminal (CID) investigaba cada llamada. En cinco días interrogó a cuarenta sospechosos, investigó exhaustivamente casa por casa y comenzó a localizar los rifles del 22 registrados en el Estado. Pero la única pista concreta era la descripción que había dado Rowena Reeves del hombre alto y delgado que había disparado contra August y contra ella.
También faltaba averiguar los motivos de los crímenes y la relación entre las víctimas, ya que la policía estaba convencida de que no se trataba de un lunático enloquecido. Un hombre así no mataría a tres personas y luego se desplazaría cinco kilómetros para seguir matando, razonaban ellos.
¿Sería el hotel Ocean Beach el factor de conexión crucial? Weir lo frecuentaba asiduamente, lo mismo que August, y se enteraron de que Walmsley había tocado allí el piano en algunas ocasiones. Pero ¿cómo encajaba Sturkey en el esquema? Los periódicos de Australia occidental y la emisora local de televisión ofrecían recompensas de quinientas a mil libras por cualquier información que condujera a la captura del asesino o asesinos. Pero después de tres semanas de comprobaciones escrupulosas y de pistas falsas, la policía tenía muy pocos resultados que ofrecer. Y entonces los habitantes de Perth se sintieron aterrados, una vez más, por otro espantoso asesinato.
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Pista falsa
Una semana después de los sucesos de Cottesloe-Nedlands, dos hombres, empleados en la reparación de tuberías de una estación de bombeo en los yacimientos de oro de Merredirl, a unos 300 km. de Perth, informaron de que durante la noche un desconocido les había tiroteado. Uno de ellos relató la pelea que mantuvo con un hombre armado que huyó tras golpearle. La policía encontró unas huellas de zapato bien definidas y el Daily News describió a su dueño como «el hombre de los zapatos puntiagudos». Los agentes sospechaban que era el asesino de Perth y prepararon controles de carretera, detuvieron trenes y organizaron un registro aéreo de la zona. También desmontaron un depósito de 80 toneladas de leña destinada a la estación de bombeo, buscando cartuchos para ver si coincidían con los del arma de los crímenes. Todo fue en vano y al cabo de cinco días se dio por terminada la investigación. La policía decidió que no se habían producido disparos y que los «silbidos» descritos por uno de los hombres se debían, de hecho, al zumbido de los escarabajos.
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PRIMEROS PASOS – Una sonrisa torcida
Detrás de su sonrisa, Eric Cooke ocultaba las cicatrices de una infancia atormentada. Su padre llegó a pegarle con tal violencia que terminó en el hospital. En esta y en otras ocasiones sufrió en la cabeza heridas que, casi con toda seguridad, le causaron daños en el cerebro.
Eric Edgar nació en 1931 en Vitoria Park, una zona de Perth. Era hijo de Vivian Thomas Cooke y de su esposa, Christine. Al nacer tenía un labio leporino y el paladar abierto, y tuvieron que someterle a una operación en el hospital infantil. Como secuela le quedó un modo de hablar gutural y confuso, y un aspecto que era motivo de burla para los demás.
Desde la más tierna infancia sufría jaquecas y desvanecimientos agravados por una serie de accidentes, entre ellos una caída de bicicleta y una zambullida en aguas poco profundas a los catorce años. Los doctores diagnosticaron fractura de cráneo, pero ni los Rayos X ni una operación exploratoria revelaron tales daños.
Empezó a ir a la escuela a los seis años, pero a los ocho meses lo expulsaron. Asistió a otras cuatro en Perth antes de comenzar a trabajar a los catorce años. «Sufrí verdaderos tormentos en las escuelas» -confesó-. «Se burlaban de mí y de mi manera de hablar.»
La vida en casa no era mucho mejor. El niño vivía desatendido y su padre le golpeaba con frecuencia. En 1946, a los dieciséis años, permaneció tres semanas ingresado en el Hospital Real de Perth por las lesiones causadas por su padre cuando intentaba proteger a su madre en una pelea entre ambos, aunque contó a los doctores que se había pegado con unos chicos porque, según confesó más tarde: «Me daba vergüenza reconocer que mi padre era así.»
Muchos años después de este incidente, el padre, dando muestras de la cruel indiferencia que había mostrado hacia Eric, declaró a la prensa momentos antes de la ejecución de su hijo: «Es estupendo acabar de una vez con este asunto, quizás ahora podremos empezar a vivir normalmente.»
Después de dejar la escuela, a los catorce años, Cooke se empleó en sucesivos trabajos manuales, en los que duraba muy poco. «Me llamaban gafe», contó. También cumplió sus deberes con la patria en el Servicio Militar Ciudadano durante la guerra de Corea, donde aprendió a manejar el rifle. «Mientras estuve en el ejército -declaró a la policía- aprendí a utilizar todo tipo de armas de fuego y llegué a manejarlas con gran habilidad.»
Se le podría imaginar como un torpe marginado social, pero Eric Cooke no estaba solo. En 1953 se había casado con una mujer llamada Sally, y en años sucesivos tuvieron siete hijos, cuatro chicos y tres chicas.
La vida hogareña, sin embargo, no frenó los instintos criminales de Cooke. En su juventud tuvo problemas con la policía y al hacerse adulto continuó con una vida de raterillo más o menos ininterrumpida. Durante la semana trabajaba en el oficio manual de turno en aquella época, en la que se tomaba días libres en cuanto le apetecía. Pero, en los fines de semana, después de pasar el día con la familia y los amigos, vivía una vida distinta: la vida del crimen.
En 1955 le detuvieron por robar un coche; la madre de Sally puso en venta su casa para pagar la fianza, porque los padres de Cooke se negaron a tener nada que ver con él. También, el 25 de enero de 1960, fue condenado por merodear con intentos delictivos y cumplió la tercera sentencia corta.
Sin embargo, podía vagabundear por las calles de Perth por la noche sin ser descubierto, robando coches, escudriñando a través de las ventanas o entrando en las casas. Él mismo calculaba que, a lo largo de los años, había entrado en doscientos cincuenta edificios antes de cometer su primer asesinato.
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Marido y padre
En el mes de noviembre de 1953, Eric Cooke se casó en la iglesia metodista de Cannington con una estudiante de 18 años llamada Sally, que había llegado en 1947 de Inglaterra con sus padres. La pareja tuvo siete hijos. Sadly, el tercero, era un chico retrasado mental, y la hija mayor, gemela de otra niña, nació sin antebrazo y sin mano derecha.
A pesar de estos reveses, parece ser que el matrimonio era feliz. «Me gustaría que todos supieran que fuimos felices juntos -declaró Sally Cooke cuando recibió la visita de la prensa en su casa de Rivervale, después de la detención de su marido-. Siempre ha sido un buen padre y nuestros vecinos lo admiraban por ello. Me dijo muchas veces que los niños y yo éramos el único amor de su vida». Sally conocía sus tendencias criminales aun después de la boda. Achacaba todo al «nerviosismo» de su marido. «No podía sujetarlo en casa -dijo. Si no hubiera sido por el nerviosismo, las cosas habrían sido distintas».
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EN LIBERTAD – Desprevenidos
A lo largo de los meses siguientes, la tranquila ciudad de Perth vivió atemorizada esperando el siguiente movimiento al azar del asesino. Una joven asistente social apareció estrangulada en su cama y, poco después, una estudiante murió de un balazo en la cabeza. Hasta la detención del asesino, un hombre de cada doce estaba considerado sospechoso.
Un domingo, tres semanas después de los asesinatos de Nedlands-Cottesloe, Joy Noble se levantó temprano. La familia había organizado una excursión, de modo que ella estaba en la cocina a las seis de la mañana, preparando el desayuno en su casa de Perth Oeste. Miró distraídamente por la ventana y lo que vio le hizo dejar de trabajar, estupefacta. En el césped de la parte de atrás yacía el cuerpo desnudo de una mujer joven.
Dio un grito y corrió por la casa llamando: «Caroline.» En el primer momento creyó que se trataba de su hija. Pero no era así. Era una asistente social de veinticuatro años, Constance Lucy Madrill, que vivía en la vecina Thomas Street.
Lucy había sido violada, estrangulada y arrojada al patio de los Noble. Su vestido de noche azul aparecía arrugado a su lado y en el pliegue del codo tenía una botella de whisky vacía. La señora Noble la llamó tres veces, creyendo que la joven estaba inconsciente, bebida o hasta dormida, pero no obtuvo respuesta y entonces, asustada, llamó a la policía.
Lentamente, pieza tras pieza, el Departamento de Investigación Criminal llevó a cabo una reconstrucción de los hechos. No había duda alguna sobre el modo en que el asesino penetró en el piso de la víctima. Aquella noche había dejado abierta la puerta trasera para que su gata siamesa pudiera entrar y salir. Cuando llegó la policía aún estaba sin cerrar. En el suelo del dormitorio vacío encontraron un trozo de cable arrancado, al parecer, de la lámpara de la mesilla de noche. Las marcas oscuras en el cuello de la joven sugerían que podía tratarse del arma asesina.
Después de realizar la autopsia, no cabía duda de que Constance Lucy había sido golpeada, violada y, por fin, estrangulada en su propia casa, pero, aparentemente, su compañera de piso, Jennifer Hurse, no había oído nada.
A las 11,30 de la noche del fatídico día se despidió de Lucy cuando ésta entró en su cuarto y le devolvió el libro que había estado leyendo en su dormitorio, situado al otro lado del vestíbulo. Jennifer se había levantado a eso de la 1,30 y a través de la puerta abierta del dormitorio había visto a su amiga durmiendo. Lo primero que oyó a las siete de la mañana del día siguiente fue la llamada de la policía, con la sobrecogedora noticia de que Lucy había sido asesinada.
Las únicas señales de lucha en el cuarto de la víctima eran la ropa de cama desordenada y, entre el lecho y el tocador, una fotografía enmarcada caída en el suelo. ¿Fue tan silencioso el ataque como para no despertar a Jennifer de su sueño?
La botella de whisky resultó ser una vacía que Max Noble había tirado al jardín alrededor de la media noche anterior.
La policía encontró huellas en la parte trasera de la casa y las fichas del puzzle comenzaron a encajar. El asesino había arrastrado el cuerpo de Lucy por el vestíbulo -como demostraba una alfombrilla arrugada junto a la puerta trasera-, cruzando con él doce metros de césped y la verja del jardín, cuyo candado estaba roto. El cadáver después fue depositado sobre una arena suave antes de que, probablemente tirando de los tobillos, el asesino lo trasladara por el callejón y lo arrojara al césped de los Noble a través de un hueco de la tapia. La herida de la cabeza, producida al parecer después de la muerte, pudo haberla causado el pavimento de cemento.
Pero, ¿por qué? ¿Por qué se había tomado el asesino tan espantoso trabajo? Generalmente los maníacos sexuales asaltan y matan a las víctimas, y luego desaparecen lo antes posible. ¿Por qué éste había corrido el riesgo de que lo descubrieran mientras trasladaba el cuerpo hasta el jardín vecino?
La policía no tenía respuesta, pero sí una teoría sobre la identidad del asesino. Mas como Lucy Madrill trabajaba en el Departamento de Bienestar Indígena, su primera sospecha se centró en algún aborigen. Aunque no había antecedentes de nativos que atacaran a mujeres jóvenes en Australia occidental y Lucy se ocupaba especialmente de mujeres y niños, aquélla parecía ser la explicación más convincente.
El comisionado de policía, O’Brien, sólo estaba seguro de una cosa: «No había relación entre este caso y los disparos de Cottesloe-Nedlands.»
A finales de abril se habían realizado dos mil entrevistas e investigado innumerables denuncias de merodeadores y de disparos. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de la policía, no se habían descubierto ni a los autores de los disparos ni a los agresores sexuales. Perth volvió gradualmente a la normalidad y la gente se limitó a cerrar las puertas con más cuidado antes de meterse en la cama.
Pasaron seis meses. La noche del sábado 10 de agosto estalló una tormenta y llovía copiosamente, pero Carl y Wendy Dowd estaban invitados a una fiesta y pensaban acudir. Se pusieron de acuerdo con la canguro de costumbre, Shirley McLeod, para que cuidara a su hijo Mitchell, de ocho meses.
Shirley llegó temprano a la casa de los Dowd en Wavell Road, Dalkeith, situada aproximadamente a kilómetro y medio del escenario de los crímenes de Nedlands, y el matrimonio charló un rato con la joven, antes de marcharse. Estaba estudiando ciencias en la Universidad de Perth y se acercaba el fin de curso. Como quería lograr buenos resultados, no pensaba salir con ningún chico hasta después de terminar los exámenes finales.
Cuando Carl y Wendy se fueron, ella estaba ya estudiando sentada en el sofá. Carl Dowd cerró todas las puertas, excepto una, que conducía a la casa desde el garaje.
Fue una gran fiesta y los Dowd no regresaron hasta las dos de la mañana. Estaba encendida la luz del cuarto de estar y un disco giraba todavía en el plato. Shirley continuaba hundida en el sofá, con la pluma en la mano, y una frase inacabada en el cuaderno, con una serena expresión en el rostro, como si estuviera dormida. Tenía entre los ojos un orificio de bala. Había muerto a consecuencia del disparo de un rifle del 22. El hijo de la pareja, Mitchell, dormía indemne en la habitación contigua.
Esta vez no hubo duda en la conexión de este caso con los asesinatos de enero. Si no era el mismo hombre, era su copia exacta. Todas las víctimas, excepto la pareja del coche, habían muerto de un disparo en la frente con un rifle del 22 y todos los crímenes, este último y los de Nedlands, habían tenido lugar en sábado, en el mismo punto del ciclo lunar.
El Departamento de Investigación Criminal citó a todas las personas que habían visitado la casa de los Dowd en los últimos dieciocho meses. Empezó por interrogar a los estudiantes de la Universidad y se enteró que Shirley McLeod y John Sturkey, una de las víctimas más recientes, habían formado parte del mismo grupo. ¿Sería por fin una relación?
La policía pensó que las huellas dactilares que aparecían en una botella podían pertenecer al criminal y, a la semana del asesinato, se inició la mayor operación puerta a puerta llevada a cabo en todo el Estado. Se interrogó a ocho mil residentes en la zona de Dalkeith y se obtuvieron sus huellas. Se repitió la operación en Cottesloe una semana después, junto con las de dos mil estudiantes y el personal de la Universidad.
La estrategia del Departamento de Investigación comenzó por tomar las huellas dactilares de uno de cada doce varones de la ciudad. Hubo quien pensó que se conculcaban los derechos civiles de los ciudadanos inocentes y fueron aún más los que sospecharon que la policía estaba desesperada.
De nuevo se alzaron voces en el Congreso solicitando ayuda extra para la policía. «O los autores de esos hechos son diabólicamente inteligentes -declaró el jefe de la oposición, Tonkin- o los hombres que tratan de capturarlos no son tan listos, están agotados o ambas cosas, aunque por supuesto puedo estar equivocado» -añadió-. «Lo está», le soltó Craig, el ministro del Interior.
La prensa local, así como los grupos femeninos de Perth, pidieron ayuda extraordinaria, pero el Premier Nalder y la policía se opusieron. La Policía Estatal arguyó que el caso exigía unos conocimientos que sólo ellos tenían y que era esencial que cada ciudadano evitara la presencia de desconocidos en su propio terreno. El asunto se convirtió en una patata caliente, tanto para los políticos como para los aterrorizados habitantes de la zona.
«Se ha desatado una extraordinaria ola de pánico», escribía un psiquiatra en el West Australian. Se aconsejaba a la gente que cerrara por la noche puertas y ventanas, una precaución inaudita en la grata y tranquila ciudad de Perth.
Las chicas que cuidaban niños debían evitar situarse frente a las ventanas, a las puertas o debajo de la luz. Se aconsejó cerrar los antiguos callejones traseros de muchas casas, ya que parecía que el asesino los utilizaba para moverse sin ser visto. De nuevo los residentes dormían con las armas junto a la cama.
La policía estaba convencida de que alguien, en algún sitio, sabía quién era el asesino y lo estaba encubriendo. Mientras tanto continuaban con sus investigaciones puerta a puerta y controlaban cada rifle del 22 que podían localizar, hasta que por fin tuvieron un golpe de suerte.
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El paraíso de los merodeadores
La zona de Perth Oeste, donde fue asesinada Lucy Madrill, era conocida como el «Shangri-La de los merodeadores». La mayoría de los residentes eran personas solteras que vivían en pisos o residencias. Los ladrones podían acecharlas sin ser vistos desde los callejones posteriores de la mayoría de las calles. La señora McDaniell, vecina de la víctima, declaró al Daily News: «El hombre de la gabardina es una figura familiar en la vida del barrio. Hace años que nos hemos acostumbrado a él».
Las mujeres de la zona ya habían sufrido agresiones. Antes de este asesinato, una enfermera fue apuñalada hasta morir mientras dormía en su piso de Thomas Street, la misma calle donde estaba la vivienda de Lucy. Sin embargo, la gente continuaba dejando abiertas las puertas y las ventanas en las noches calurosas. Esta actitud descuidada cambió a consecuencia de la muerte de Lucy Madrill.
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Rastreadores nativos
Al principio, la policía mostró un considerable interés por una huella de bota aparecida en la escena del crimen de Walmsley y por la de un pie desnudo hallada en la arena, al lado del cuerpo de Lucy Madrill. El CIB australiano tenía una gran confianza en la capacidad de los rastreadores nativos, los aborígenes, para interpretar dichas pistas y para averiguar adónde conducían. Muchas comisarías, especialmente en el interior, tenían rastreadores entre el personal.
Sin embargo, quien colaboró durante la infructuosa investigación de la estación de Merredin y en la del asesinato de Madrill fue un malayo, Mervyn Hunter, un rastreador del norte de Australia que estaba de vacaciones. La prensa criticó que se hubiera contratado a un extranjero, pero ya en esa época no se podían encontrar rastreadores locales. El último de Perth, Jimmy Rankin, hacia poco tiempo que se había retirado.
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Doble vida
Eric Cooke, delincuente durante dieciocho de sus treinta y tres años, era un ratero de fin de semana. Sus vecinos, sin embargo, lo consideraban un padre de familia y un esposo ejemplar.
Cuando los periodistas acudieron a visitar a la señora Cooke, una semana después del arresto y de la acusación de asesinato contra su marido, se encontraron con la casa llena de otros niños de Rivervale jugando en ella. Las personas que conocían a la familia no podían creer que el padre fuera el responsable del reinado de terror que había reducido a Perth a un estado de pánico.
La pregunta de cómo aquel ratero de fin de semana había pasado a convertirse en un asesino violento fue un tema de preocupación tanto para la Policía como para los psiquiatras. Los agentes que persiguieron al asesino estaban asombrados por la ausencia de modelo en aquella serie de crímenes. Las pruebas no indicaban un plan preconcebido. Y sí los asesinato no tenían un motivo premeditado, ¿significaba que Cooke estaba loco? Los datos psiquiátricos eran ambiguos.
El abogado de Eric Cooke, K.W. Hatfield, citó como testigo de la defensa al doctor Ian James, un psiquiatra del Heathcote Reception Hospital, donde con anterioridad el acusado había recibido tratamiento, y se comprobó que Cooke tenía un amplio expediente de reconocimientos sobre posibles anormalidades cerebrales, bien congénitas, bien causadas por una serie de accidentes o por golpes recibidos en su juventud.
A pesar de que no había pruebas de daños cerebrales, el letrado insinuaba que las continuas sospechas de doctores sobre «algo extraño» introducían un elemento de duda sobre la salud mental de su cliente. Y fue más allá, intentando sostener que su defendido era, de hecho, un asesino que sufría alucinaciones que le impedían ser responsable de sus actos.
En el último minuto se anuló el permiso concedido al doctor James para examinar al presunto asesino antes del juicio. La acusación quería que fuera el director de Servicios de Salud Mental, el doctor Ellís, quien llevara a cabo el reconocimiento y creía que su colega James, que también había trabajado en el mismo hospital, no podría resistir una confrontación rival. No había tiempo ni dinero para que la defensa trajera de fuera a un experto para que examinara a Cooke.
El doctor Ellis buscaba una razón para los impulsos asesinos de Cooke, pero desechó la idea de que fuera esquizofrénico. Afirmó taxativamente que «no encontraba indicios de enfermedad mental». En vez de ello declaró que el acusado mostraba una anormalidad de carácter que provocaba «un deseo desmesurado de llamar la atención… Necesitaba reforzar su afán de propia estimación y estaba dispuesto a llegar hasta donde fuera con tal de conseguirlo». Descubrió que Cooke sentía odio hacia la sociedad, fruto de su deformidad y de una infancia desdichada.
En su última alocución al jurado, el abogado defensor K. W. Hatfield insistió de nuevo en que su cliente sufría de esquizofrenia cuando disparó contra sus víctimas y, por lo tanto no sabía lo que estaba haciendo. Pero la ausencia de cualquier prueba médica que apoyara dicha teoría disminuía la fuerza de su aserto. Sin embargo, el letrado hizo lo que pudo y concluyó afirmando: «El mismo acusado prueba con sus actuaciones lo que los doctores no pudieron comprobar con su ciencia.»
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La detención
La policía no encontraba relación entre las víctimas del hombre conocido como «el maníaco asesino» y el móvil de los crímenes. Pero un rifle escondido entre unos arbustos los condujo hasta el hombre despiadado que mataba sin motivo y elegía como presas a desconocidos.
Un sábado 17 de agosto, una madura pareja de Perth, el señor y la señora Keehner, salieron a dar un paseo por los alrededores de Canning River. Pasaban por la frondosa Rookwood Street, en Mount Pleasant, cuando ella descubrió un arbusto Geraldton Wax en flor junto a la calzada. «Cuando me incliné para cortar unas ramas -recordaría más tarde- vi brillar algo en el suelo; era un rifle.» Se trataba de un Winchester del 22.
Los Keehner se volvieron a casa y llamaron a la policía. Los agentes fueron a recogerlo y, tras las pruebas correspondientes, descubrieron que era la misma arma que la utilizada para matar a Shirley McLeod. Representaba el avance que estaban esperando desde hacía tiempo.
Supusieron que el asesino había escondido allí el rifle para poderlo usar con posterioridad, y no para desprenderse de él, y lo sustituyeron por otro enganchado al arbusto. Varios policías se apostaron al otro lado de la calle detrás de la maleza y esperaron acontecimientos durante dos semanas. Por fin, el domingo 1 de septiembre, un conductor de camiones llamado Eric Edgar Cooke trató de sacar el arma del interior del arbusto. La policía había acertado en su apuesta.
Condujeron a Cooke al Cuartel General de la Brigada de Investigación Criminal, donde el sargento detective Neilsen le interrogó sobre sus movimientos durante la noche del 10 de agosto, fecha de la muerte de Shirley McLeod. El detenido aseguró que había llegado a su casa a las 8,15 de la tarde y su mujer lo confirmó.
Pero, poco después, la policía tomó declaración a Sally Cooke. Esta rectificó el horario de su marido y afirmó que no había vuelto a casa hasta después de medianoche. Cuando Eric oyó dicha declaración, negó que fuera de su mujer, y el detective Neilsen hizo presentarse a Sally en la comisaría: «¿Es esta la declaración que nos firmó usted?», le preguntó.
-Sí -contestó la mujer.
-¿Por qué haces esto? -preguntó Cooke a su esposa.
-Porque es la verdad, Eric.
-¿Qué crees que va a ser de mí ahora?
-Tienes que pensarlo y decidirte de una vez -fue la contestación de Sally.
Cooke se miró las manos en silencio y luego se inclinó sobre la mesa. «Les diré la verdad -confesó-. Pude haberla matado yo, pero pongo a Dios por testigo de que no recuerdo haber disparado contra ella.»
El presunto asesino comenzó a hablar y contó a Neilsen su espeluznante historia. El sábado por la tarde salió de su casa en coche. Estuvo jugando con un amigo a los bolos hasta las 7,30, y después, ya solo, empezó a buscar algún sitio propicio para perpetrar un robo.
Entró en una casa de la calle Pearse, en Cottesloe, por la puerta trasera. Había un hombre y una mujer sentados en el salón, pero Cooke se dirigió silenciosamente al dormitorio principal en busca de dinero.
En el armario se encontró con un Winchester del 22 y algunos cartuchos que se llevó con el propósito, según dijo, de venderlos más tarde. Luego decidió «probar suerte en Dalkeith o en los alrededores, por si encontraba otro lugar más rentable para sus fechorías».
Recordaba haber aparcado el coche en la zona de Dalkeith, que llovía intensamente y que abrió la puerta de una casa. «Me quedé asombrado al verme con el rifle en la mano. No me acuerdo de si entré en la casa o de si oí a alguien en ella», afirmó.
Lo único que recordaba era que volvió hacia el coche, que en el Winchester había un cartucho vacío y que lo expulsó, Luego se dirigió hacia su casa, deteniéndose en el camino para esconder el rifle en Rookwood Street.
Según declaró, a la noche siguiente, al ver en la televisión la noticia de la muerte de una joven canguro de un tiro en la cabeza, tuvo «la penosa sensación de que estaba relacionada con él en algún modo». Entonces decidió recuperar el arma y arrojarla al río, momento en que lo detuvo la policía.
Eric Cooke fue acusado del asesinato de Shirley McLeod a las 3,55 de aquella misma tarde, pero sus revelaciones no habían terminado. Al día siguiente la policía le llevó a la escena del crimen de Lucy Madrill, donde confesó que aquel asesinato era también obra suya. Declaró que cuando recorría el piso en medio de la oscuridad vio a las jóvenes durmiendo en sus cuartos, pero que, al buscar dinero en el tocador, se le cayó al suelo una fotografía enmarcada. En ese instante la chica se despertó y abrió la boca para gritar.
«Alcé el puño y la golpeé en la sien y en el cuello con tanta fuerza que me hice daño en los nudillos -continuó diciendo-. La agarré por la garganta con ambas manos y apreté con todas mis fuerzas. Ni siquiera gritó. «Luego arrastró el cuerpo de la joven, aún con vida, hasta un dormitorio libre, lo depositó encima de un colchón que había en el suelo y la estranguló con el cable de un flexo. Descansó un momento y abusó sexualmente de la víctima.
El asesino necesitaba ocultar el cuerpo y por ese motivo lo arrastró fuera del piso. Lo dejó en el césped de los Noble y buscó un coche para llevarlo a algún lugar, pero no logró encontrar ninguno. Sin pensarlo más, robó una bicicleta, montó en ella y dejó el cadáver en el jardín.
Pero si los detalles de los asesinatos de McLeod y Madrill eran sobrecogedores, la historia que Cooke contó al detective Neilsen al día siguiente sobre los sucesos del 26 de enero, lo era aún más. Después de negar su responsabilidad, el acusado acabó confesándose autor de los disparos que acabaron con la vida de cinco personas más aquella noche, sin ni siquiera saber quiénes eran, solamente porque «deseaba hacer daño a alguien».
Cuando aquel fatídico día Eric Cooke salió de su casa era también sábado por la tarde. Tomó el autobús en la ciudad porque su coche estaba en el taller, fue a jugar a los bolos como de costumbre, entró en un cine, pasó una hora con sus padres y luego visitó un par de bares, Mientras, se había hecho de noche; el momento apropiado para su «ronda» habitual del sábado. Entró en distintas casas de Perth Sur, donde robó un Lithgow del 22 y un coche marca Holden.
Conducía el flamante automóvil por Cottesloe, junto al océano, cuando vio a un hombre y a una mujer dentro de un coche aparcado. La luz interior se apagó. El asesino se detuvo y salió tratando de espiar a la pareja. Llevaba el rifle consigo.
Oyó que la mujer le decía algo al hombre. Este, entonces, le insultó y le arrojó una botella que cayó a sus pies. Cooke se encaró el rifle y disparó. «La mujer del coche gritaba -recordó-. Creo que el hombre dijo «Cristo», o algo así.» El coche salió a toda velocidad. Los guijarros que levantaron los neumáticos golpearon a Cooke, que volvió a disparar contra el vehículo.
Entonces bajó por Napier Street, cargó el arma otra vez y giró al azar hacia Broome Street. Subió los escalones de cemento de un edificio de dos pisos, saltó las barandillas de una azotea y, a través de una ventana, vio a un hombre que dormía plácidamente. La cama le cortaba el paso para penetrar en la habitación. Con el arma apoyada en la cadera, apuntó a la cabeza de la víctima en línea recta y disparó una sola vez. «Creo que el hombre se quejó, pero no estoy seguro.»
Aquel fue el tiro que produjo daños irreversibles en el cerebro de Brian Weir. Los disparos que mataron a John Sturkey y a George Walmsley en las proximidades de Nedlands procedían del mismo rifle, por un motivo igualmente arbitrario.
Cooke siguió hacia Nedlands, aparcó en la esquina de Princess Road y Louise Street, y comenzó a merodear por las casas de la vecindad. En la parte posterior de una de ellas, situada en Vincent Street (la pensión de la señora Allen), se agachó para pasar bajo una cuerda con ropa tendida y vio a un hombre dormido en una cama en el porche. Apoyó de nuevo el arma en la cadera y, sin más, disparó. «Oí el ruido sordo de la bala al hacer blanco y aún lo oigo en mi interior» -le confesó a Nielsen.
Salió del jardín de la señora Allen por la puerta trasera y expulsó el cartucho vacío que más tarde aparecería en el callejón. Volvió a Louise Street, rodeó el número 51, apoyó el rifle contra una tubería y llamó al timbre de la puerta principal. Mientras le abrían volvió precipitadamente al lugar donde había dejado el arma.
«Apunté con el rifle a la puerta principal» -recordaba-. Las ventanas venecianas de la fachada estaban abiertas. Cooke vio encenderse la luz y un hombre apareció precipitadamente en el vestíbulo mientras se ponía la bata. «Creo que era de color rojo» -matizó-. El hombre abrió y se asomó al exterior en busca de la persona que había llamado al timbre. En ese momento el asesino le disparó en la cabeza. «Le vi caer de rodillas y dar con la cara en el suelo -declaró-. Esto es todo lo que recuerdo de él y todavía lo estoy viendo caer tal y como lo he descrito.»
Cuando corría hacia el coche, Cooke oyó a alguien gritar: «Papá.» Entonces se dirigió hacia King’s Park, arrojó el resto de la munición por la ventanilla del vehículo y luego tiró el rifle al río Swan desde el puente Narrows. Dejó el coche aparcado donde lo había encontrado y volvió andando a casa. «Mi mujer estaba dormida cuando entré y no quise despertarla» -finalizó el acusado.
¿Y la cuestión fundamental del motivo? ¿La relación que la policía buscó durante tanto tiempo y tan intensamente? No había respuestas. Eric Cooke no conocía a las víctimas y afirmó no tener «la más ligera razón» para hacerles daño. Su horrorosa declaración fue realista y únicamente añadió que se sentía «más aliviado» después de haber descargado su conciencia.
Sólo se emocionó al hablar del caso de Sturkey. «Era tan joven… -confesó al detective Neilsen-. No tuvo oportunidades. Nunca llegaré a conocerlo, porque él estará arriba y yo abajo. Sólo soy un asesino despiadado.» Estas últimas palabras iban a tener una influencia decisiva en el juicio y aportarían al mismo el agravante de alevosía.
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La recompensa
El escondite de Rookwood Street, desde donde la policía acechaba a la espera de que alguien fuera a retirar el fusil oculto entre los arbustos, estaba al otro lado de la calle, tras una valla, bajo un árbol de caucho. El tiempo era desapacible y, para guarecerse de la lluvia, montaban por las noches una tienda de campaña del Ejército camuflada, que desmontaban al amanecer. Pero la larga espera estaba justificada y la recompensa llegó después de tres penosas semanas. El domingo un Holden bicolor aparcó en la acera, el conductor bajó del coche, se acercó a los arbustos y sacó el rifle. La policía tenía a su hombre.
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Debajo del puente
El 2 de septiembre Cooke condujo a la policía a casa de Donald Cornish, en Perth Sur, donde afirmaba haber robado el rifle que empleó en los asesinatos de Cottosloe-Nedland. El mismo día un grupo de agentes fue a casa de Cornish para preguntarle por el arma y comprobar los permisos del rifle. El asesino declaró que lo había arrojado desde el puente de Narrows; la policía comenzó a buscar en el cauce del río Swan y después de varias horas lo encontraron cubierto de lapas. La comparación al microscopio con los cartuchos y fragmentos de bala procedentes de los asesinatos de enero demostró, sin lugar a dudas, que era el arma que estaban buscando.
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EL JUICIO – Un manto de poder
Eric Cooke nunca negó que era el asesino, pero ¿podría un hombre en su sano juicio cometer aquellos absurdos crímenes? Afirmó que se sentía lleno de un secreto poder, «como si me creyera Dios». Sólo la opinión del jurado decidiría si el acusado debía afrontar la pena definitiva… la muerte en la horca.
El lunes 2 de septiembre, la gente de Perth pudo echar una primera ojeada al hombre que había aterrorizado a la ciudad durante siete meses. Al día siguiente de la detención, Cooke fue trasladado precipitadamente a pie desde las celdas de Beaufort Street hasta el juzgado, situado al otro lado de la calle, para ser acusado formalmente del asesinato con alevosía de Shirley McLeod.
Una enorme multitud aguardaba en las puertas de la cárcel desde primeras horas de la mañana. El preso iba medio escondido entre el grupo de detectives que le protegía. Aunque Rowena Reeves había descrito a su agresor como un hombre alto y delgado, Cooke, de hecho, era robusto y sólo medía 1,60.
En días sucesivos Eric Cooke fue acusado también de los otros crímenes que había confesado a la policía, pero se decidió juzgarle solamente por el asesinato con alevosía de John Sturkey, ya que en aquella época en Australia occidental dicho delito era merecedor de la pena de muerte.
El presunto asesino solicitó ayuda legal y le fue asignado como defensor el notable letrado K W. Hatfield. La vista preliminar se fijó para el 21 de octubre. Aunque la Corona había decidido procesarlo por un solo cargo, el fiscal A. J. Dodd citó gran número de pruebas relacionadas con los otros crímenes y la defensa protestó enérgicamente, pero el magistrado admitió todas las que tenían conexión con el caso Sturkey. Cooke fue citado ante el tribunal solamente por dicho caso.
El juicio propiamente dicho se inició el lunes 25 de noviembre, con el juez Virtue como presidente. El inculpado caminó serenamente hacia el banquillo, escuchó la lectura de los cargos y entonces, el público, que se apiñaba en la sala, y los periodistas de la galería de la prensa, escucharon sus primeras palabras: «No culpable.»
Eric Cooke no negaba haber matado a Sturkey, la alegación de «no culpable» se refería al cargo de asesinato con alevosía. El juicio se centró en determinar si el acusado estaba sano o no lo estaba cuando cometió el crimen. Si no lo estaba, no podría considerársele culpable de asesinato con alevosía y no iría a la horca.
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El deseo de hacer daño
El primer día de juicio la acusación estableció la secuencia de los hechos en las primeras horas del 27 de enero, cuando Sturkey fue asesinado; después, la detención y la confesión de Cooke, en septiembre, y el hallazgo del arma en el río Swan.
John Biggins, un vecino de los Walmsley, declaró que cuando volvía a su casa a eso de las cuatro de la mañana vio un Sedan Holden de color claro aparcado en Princess Road. Luego, al dar la vuelta a la esquina de Louise Street, oyó un sonido seco, corto, como «un cajón que cayera de golpe desde el piso a la calle», seguido del ruido de un coche que se alejaba. De hecho, había oído, a pesar de no verlo, el asesinato de George Walmsley.
La acusación presentó su informe en un solo día. A la mañana siguiente, el mismo Eric Cooke ocupó el banquillo. En una declaración confusa y difícil de seguir debido a su dificultad para expresarse y a su pobre vocabulario, relató al tribunal la historia de los desdichados días escolares y la crueldad de su propio hogar. Hatfield, entonces, le ayudó a recordar la noche de los disparos de Cottesloe y Nedlands.
El acusado volvió a contar cómo se situó con el rifle a unos siete metros del coche de August y Reeves, «como desde aquí al jurado», dijo señalando con un gesto el lugar que ocupaba éste. Y, entonces, varió de modo significativo la declaración que había hecho ante la policía el día siguiente a la detención.
Había confesado al detective Neilsen que era incapaz de dar una razón que explicara los crímenes, excepto un deseo de «hacer daño a alguien». Ahora tenía una. «El poder llegó a mí» -dijo-. «Era como un manto: yo estaba lleno de él, había tomado posesión de mis facultades, de la vista, del oído; era un poder acuciante que me hacía creerme Dios por encima de la vida y de la muerte.» Según explicaba, el poder lo acompañó hasta después de los disparos sobre Walmsley. Entonces «me sentí como un balón pinchado. Yo sabía lo que había hecho, pero era demasiado tarde. No podía arrepentirme de lo sucedido».
El fin de estas declaraciones era el de hacer ver que no era responsable de sus actos, que sus crímenes no eran premeditados y que, por lo tanto, no podía considerársele culpable de asesinato con alevosía. Pero cuando el ayudante del fiscal, R. D. Wilson, le preguntó por qué había robado también la munición cuando cogió el rifle, Cooke contestó: «¿Para qué sirve un arma de fuego sin munición?» El juez Virtue advirtió al jurado de lo que sugería tal respuesta.
Virtue subrayó que el acusado no había mencionado ningún «poder» en la primitiva declaración a la policía y que los psiquiatras no habían descubierto en él síntomas de enfermedad mental alguna. Y, además, constaban aquellas palabras cruciales pronunciadas por Cooke al referirse a la muerte de Sturkey: «Sólo soy un asesino despiadado.» ¿Había firmado su propia sentencia de muerte al pronunciar aquellas cinco palabras?
El juez explicó al jurado que podía declarar a Cooke culpable de asesinato con alevosía o no culpable por causa de locura.
Los miembros del jurado, ocho hombres y cuatro mujeres, volvieron a los sesenta y cinco minutos para emitir su veredicto: «Culpable.»
El juez Virtue sentenció a la horca a Cooke por el asesinato con alevosía de John Lindsay Sturkey. Al salir de la sala, el condenado murmuró: «Gracias, señor.»
El juicio había durado tres días, pero el controvertido caso de Eric Edgar Cooke nunca quedó del todo claro.
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Paseo fatal
En su declaración ante los tribunales, Cooke dio una detallada descripción del modo en que sustrajo el coche Holden del garaje de una vivienda en Karoo Street, Perth Sur, la noche del 26 de enero de 1963, y de cómo lo devolvió a la mañana siguiente.
John Biggins recordó que, al volver a su casa en su scooter, había visto el coche aparcado cerca de la casa de Walmsley. Sin embargo, el propietario, Henry Therlfall, no denunció el robo, ya que, de hecho, ni siquiera se habla enterado de que durante la noche no estuvo donde lo dejó.
Therlfall metió el coche en el garaje el sábado a las once de la mañana con las llaves puestas y a la mañana siguiente, el automóvil estaba en el mismo sitio.
Cuando lo volvió a usar, el lunes por la mañana, el propietario no advirtió el cambio en el cuenta kilómetros, pero se quedó asombrado al descubrir que faltaba la bombilla de la luz interior, aunque no pensó en denunciarlo a la policía. Así que Therlfall no tenía ni idea de que su coche estaba involucrado en la noche más violenta de la historia de Perth.
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¿Quién mató a Jillian?
En 1959, dos hombres confesaron por separado haber dado muerte a la rica y distinguida Jillian Brewer
Solamente uno de ellos decía la verdad. ¿Fue el condenado el auténtico culpable?
En la noche del sábado del 19 de diciembre de 1959, la distinguida y bella dama de la alta sociedad Jillian Brewer, de veintidós años, moría cruelmente asesinada en su dormitorio del apartamento que ocupaba en Stirling Highway de Cottesloe, en Perth. El criminal había empleado un hacha y unas tijeras, pero no había pistas ni aparecían huellas dactilares.
La puerta trasera de la casa estaba cerrada por dentro, así como la principal, y no había señales de que las cerraduras hubieran sido forzadas. La policía estaba desconcertada.
Durante cuatro meses apenas hizo progresos, pero, de repente, se produjo un avance inesperado. Darryl Beamish, un sordomudo de veinte años, fue detenido por importunar a muchachas jóvenes. Sometido a un interrogatorio -con ayuda de un intérprete del lenguaje de los signos-, confesó también el asesinato de Brewer.
Durante el juicio, Beamish alegó que había confesado bajo coacción y el fiscal no tenía más pruebas que dicha confesión. Fue declarado culpable de asesinato premeditado y sentenciado a muerte. Apeló sin éxito en tres ocasiones en contra de la condena y le fue conmutada por la de cadena perpetua.
El asunto quedó así hasta que, en diciembre de 1963, los abogados de Beamish obtuvieron una confesión de Eric Cooke, quien desde su celda de la cárcel se declaraba autor del asesinato de Jillian Brewer; por lo tanto, Darryl Beamish era inocente.
El joven apeló de nuevo contra la condena. Tres jueces asistieron a la vista el día 17 de marzo de 1964. Uno de ellos era el que había dictaminado en el primer juicio y los otros dos, los que habían denegado los recursos anteriores. Por lo tanto, todo parecía prever que prejuzgarían el caso. Ya desde el principio los jueces estaban dispuestos a no creer la confesión de Cooke, a pesar de que los detalles de su declaración sugerían que había estado en el piso de Jillian Brewer en la noche del asesinato.
Cooke afirmó haber visto una botella de leche en la puerta de servicio a eso de las 2,45 de la mañana. El repartidor lo confirmó, asegurando que aquella mañana la había dejado más temprano que de costumbre. «En el vertedero de basura estaba tirada una freidora eléctrica», había declarado Cooke. Los policías que tomaron las fotografías después del asesinato insistieron en la veracidad de este punto. Cooke aclaró también el acertijo de las puertas cerradas. Explicó que tenía una llave del apartamento que había sustraído poco tiempo antes del piso de la madre de la víctima.
Los jueces, por su parte, encontraron muchas razones para rechazar las palabras de Eric Cooke. De hecho, éste había confesado el asesinato de Brewer en septiembre de 1963, aunque se retractó de su declaración cuando el detective sargento Neilsen le demostró varias razones por las que no podía ser cierto. Ahora incluía en su descripción del ataque a Jillian Brewer algo de lo que el policía le había dicho en septiembre. El tribunal sospechaba que adornaba la historia en un intento por hacerla más convincente.
La confesión de Cooke se desviaba de los hechos conocidos en otros aspectos. Por ejemplo, aseguró que la desgraciada mujer había gritado: «¿Quién es?», antes del ataque. El forense aseguró, sin embargo, que era médicamente imposible que la víctima hubiera podido hablar después de recibir la primera y fatal herida en el cuello.
La confesión de Eric Cooke, sometida a un análisis escrupuloso, aparecía plagada de lagunas. Por otra parte, la confesión original de Beamish, a pesar de haberse obtenido por medio de preguntas tendenciosas, se aceptó sin reservas, aunque mostraba también numerosas incongruencias.
Darryl Beamish fijó equivocadamente la fecha del crimen al decir que era domingo en lugar de sábado, y afirmó que salió corriendo por la puerta de servicio después del crimen, lo que era imposible porque apareció cerrada por dentro. La policía le insinuó que podía haber salido por la puerta principal, que sólo tenía un cerrojo tipo Yale, y él obedeció la sugerencia.
La apelación de Beamish fue rechazada una vez más. Los jueces pensaban que posiblemente Cooke había estado en el piso de la víctima con anterioridad, o incluso estaban dispuestos a aceptar que ambos hombres habían estado en el piso a horas diferentes la noche fatídica. Pero no creían que Eric Cooke hubiera matado a Jillian Brewer.
Llegaron a la conclusión de que Cooke había leído en el periódico las noticias sobre el crimen y urdido una historia para atraer la atención. Estaban convencidos de la culpabilidad de Beamish y se negaban a la celebración de un nuevo juicio. Cuatro meses después, el Tribunal Supremo confirmó su decisión.
Esta decisión de denegar a Darryl Beamish un nuevo juicio parece, por lo menos, discutible. Es probable que un jurado opinara que la confesión de Eric Cooke arrojaba dudas sobre la culpabilidad de aquél y, después de todo, se supone que la duda razonable es motivo suficiente para que un acusado sea absuelto.
Tras ser desestimada la apelación de Beamish, Cooke fue ahorcado por el asesinato de John Sturkey y con su muerte desapareció la única sombra de duda sobre la culpabilidad de Beamish, y con ella la posibilidad de revisar el juicio.
Sin embargo, persistieron las sospechas de que Darryl Beamish había sido víctima de un grave error judicial. Las posteriores pruebas médicas sugerían que Jillian Brewer pudo haber hablado a pesar de estar herida en el cuello. Hubo peticiones de perdón para el joven sordomudo y por fin quedó en libertad bajo palabra en el año 1971.
Confesiones falsas
Uno de los dos, Cooke o Beamish, hizo una falsa confesión sobre su culpabilidad en la muerte de Brewer. La gente confiesa crímenes que no ha cometido por varias razones: para llamar la atención, como se sugirió en el caso de Cooke; por una exagerada presión por parte de la policía o a preguntas tendenciosas, como los abogados de Beamish aseguraban que había ocurrido con su cliente; aunque también puede ser por problemas mentales que dan lugar a sentimientos de culpa y al deseo de sufrir un castigo.
En los días sucesivos a los asesinatos de Cottesloe-Nedlands se produjeron alrededor de treinta confesiones falsas. Un hombre permaneció detenido durante varios días mientras los detectores de minas de la marina buscaban el arma asesina, que, según su declaración, estaba enterrada en las dunas del norte de Cottesloe. Como no aparecía, el hombre cambió su historia y la policía volvió a perder el tiempo registrando el río Swan bajo el puente Garrat. Como resultado se acusó a varias personas de hacer declaraciones falsas.
LA EJECUCIÓN – Contar cuentos
Según pasaban los meses, el número de víctimas de Cooke iba en aumento. Una confesión seguía a la anterior… pero ¿decía siempre la verdad? Dos hombres encarcelados por los asesinatos que él se atribuía solicitaban ahora la revisión de su caso, y el reo no podía ser ejecutado hasta que no se probara su culpabilidad.
Cuando fue interrogado por la policía, en septiembre de 1963, Cooke confesó varios de los crímenes sin resolver en la zona de Perth. Por fin se le atribuyeron no menos de cuarenta y un delitos, entre los que se incluían cuatro asaltos con lesiones físicas a mujeres, treinta delitos de allanamiento y cinco casos de daños corporales por atropello con vehículo de motor.
Cooke creó un gran impacto al confesar el asesinato de Patricia Berkman, una mujer que en 1959 apareció apuñalada en su piso de Perth, y fue acusado de este crimen el 25 de octubre de 1963. Pero como estaba condenado a muerte, no tenía sentido continuar juzgándole por este u otros delitos.
Además, también confesó su culpabilidad en otros dos asesinatos por los que unos hombres estaban cumpliendo condena. El 10 de septiembre, Cooke declaró al detective sargento Nielsen que en la noche del 10 de febrero había matado a una mujer joven, en Shenton Park, atropellándola con un coche robado. La víctima era Rosemary Anderson, de diecisiete años, y su novio, John Button, un albañil, estaba sentenciado a diez años de cárcel por homicidio involuntario.
Eric Cooke se atribuyó también la muerte de Jillian Brewer, de veintidós años, cuyo cuerpo desnudo apareció con varias puñaladas en el dormitorio de su apartamento, el 20 de diciembre de 1959. En agosto de 1961, Darryl Beamish, un sordomudo, fue condenado por este crimen a cadena perpetua en la prisión de Fremantle.
Realmente Cooke ya había sido interrogado, en 1960, por el asesinato de Brewer y negó cualquier implicación. Cuando la admitió, en 1963, la policía se negó a creer la historia y le indicó varios motivos por los que su supuesta participación en ambos crímenes era incompatible con los hechos conocidos; él, entonces, retiró ambas confesiones diciendo: «Me resulta muy familiar, pero ahora me doy cuenta de que no pude hacerlo yo.»
Sin embargo, cuando terminó el juicio de Sturkey, Cooke insistió en su afirmación de que había matado a las dos mujeres. Los abogados de Button y Beamish, cuyos clientes estaban condenados por esos asesinatos, se entrevistaron con Cooke en la cárcel con objeto de conseguir su confesión, y poco después iniciaron los procedimientos judiciales para reabrir ambos casos.
Hubo mucha controversia sobre las declaraciones de Cooke. ¿Intentaba exclusivamente llamar la atención sobre su persona… para «realzar» su fama de asesino? Cuando Christine Cooke, su madre, le visitó en la zona de los condenados de la cárcel de Fremantle y le preguntó por qué se había atribuido las muertes de Anderson y Brewer, Cooke replicó con orgullo: «En toda Australia no hay nadie que haya cometido tantos asesinatos como yo.» Le volvió a preguntar ella horrorizada: «¿Quién te crees que eres, Al Capone o Ned Kelly? »
¿Intentaba retrasar la ejecución, sabiendo que no podían ahorcarle mientras estuvieran pendientes las apelaciones de los casos de Button y Beamish? ¿Dudaba realmente de haber cometido los asesinatos? Los confesó del mismo modo que el de Shirley McLeod.
Las apelaciones se alargaban. El 2 de mayo de 1964 fueron rechazadas, pero los abogados de Button y Beamish elevaron recursos al Tribunal Supremo. Mientras tanto, Eric Cooke esperaba que se cumpliera su destino en la celda de los condenados de la prisión de Fremantle. Tenía derecho a media hora diaria de ejercicio, oía la radio, leía -a veces novelas, a veces la Biblia- o escribía a Sally, su esposa. Ella lo hacía a diario e iba a verle un día a la semana.
El 14 de septiembre, el Tribunal Supremo desestimó los recursos de apelación de ambos condenados, basándose en la falta de credibilidad de las confesiones de Cooke; y con ello quedaba abierto el camino para la ejecución, fechada para el lunes 26 de octubre.
El reverendo James Hamilton, líder de un movimiento en contra de la pena de muerte, declaró: «Esta ejecución no puede ayudar ni a su familia ni a las familias de las víctimas.» Pero en las calles de Perth la gente opinaba de otro modo y lo expresaba públicamente: «No hay más que un sitio para los tipos como él: el patíbulo. Matar era como una gran partida de caza para Cooke. Hizo un pasatiempo de ello.»
Mucha gente creía que la condena del joven sordomudo Darryl Beamish no era definitiva y esperaba que Cooke permaneciera con vida como un testigo vital en caso de que se reabriera el juicio. Sin embargo, una moción en la Asamblea Legislativa para retrasar la ejecución fue rechazada por la escasa diferencia de veintiún votos contra veinte.
Christine Cooke, que había dicho en público: «Cuanto antes muera mi hijo, mejor será para todos», le hizo la última visita cuatro días antes de la ejecución y Sally, su mujer, fue a despedirse el domingo, llevando consigo las fotografías de sus hijos, a los que les habían dicho que su padre estaba enfermo en el hospital.
El domingo, a las seis de la mañana, con las manos atadas a la espalda, el reo fue conducido a una celda donde estaba preparado el patíbulo. Se confesó con el ministro metodista George Jenkins e insistió en hacerse responsable de las muertes de Jillian Brewer y Rosemary Anderson. Después fue ahorcado en presencia de dieciocho testigos.
El caso Button
El 6 de mayo de 1963 John Button, un albañil de 19 años, fue condenado a diez años de trabajos por homicidio involuntario en la persona de Rosemary Anderson, su novia. El Tribunal consideró que el día 9 de febrero, cuando la joven se disponía a volver caminando a su casa tras una discusión, Button la atropelló deliberadamente; después la llevó herida a un médico, pero la muchacha murió al día siguiente. Él aseguraba que iba conduciendo su coche cuando la vio caída a un lado de la calzada. Pero después de un interrogatorio de seis horas en la comisaría, varió su declaración y admitió haberla atropellado.
Un año después, Cooke se declaró autor del atropello. Firmó que lo hizo cuando iba conduciendo un coche robado, que luego empotró contra un árbol para ocultar las huellas del crimen. Apoyándose en esta confesión, Button apeló, pero el Tribunal Supremo desestimó el caso, considerando verídica su primera confesión, que corroboraban los daños en la carrocería del coche. Cooke fue calificado de «un mentiroso empedernido».
Conclusiones
Al día siguiente de la ejecución, Eric Cooke fue enterrado ante dos funcionarios de la prisión, dos sepultureros y un empleado de pompas fúnebres, en un lugar aislado del cementerio de Fremantle. No hubo lápida ni estuvo presente nadie de su familia. Su última petición, la de descansar junto a las cenizas de Michael, su hijo retrasado muerto en un accidente ocho meses antes, no pudo cumplirse por falta de medios. La oferta procedente de un desconocido de Adelaida para pagar un entierro privado llegó demasiado tarde.
Después de las amplias críticas vertidas contra la policía durante la persecución del asesino de Perth, los familiares de las víctimas acabaron el inteligente trabajo del CIB en el caso. Heath McLeod, padre de Shirley, la canguro asesinada, declaró en el West Australian: «Uno de los detectives que nos dieron la noticia estaba tan alterado como si se tratara de su propia hija.»
Algunos investigadores consideraron a Cooke como un maníaco sexual cuando fue detenido, nueve años antes, por robo de coches. Los psiquiatras que lo examinaron entonces no creían que fuera violento, pero la pregunta seguía en pie: ¿pudo ser diagnosticado Eric Cooke en tan temprano estadio de la enfermedad?
Sally, la viuda de Cooke, continuaba recibiendo amenazas y siendo molestada por algunas personas que merodeaban por su casa muchos meses después de la ejecución de su marido. Seguía viviendo en su domicilio habitual de Gladstone Road, en Rivervale.
Eric Cooke reivindicó su último crimen un año antes de morir ejecutado. Brian Weir, al que disparó en la cabeza el 26 de enero de 1963, continuó con vida durante casi tres años más. Después de extraerle algunos fragmentos de bala en una operación que duró seis horas y media, los doctores dieron a su familia muy pocas esperanzas de supervivencia. Permaneció en coma durante varias semanas. Weir era fuerte y sano y no murió; en vez de ello comenzó a mejorar muy lentamente. Por fin logró mantenerse en pie con ayuda de unos aparatos y recuperó cierto control de la mano izquierda. Pero tenía paralizada la parte derecha, había perdido la vista de un ojo y casi totalmente la capacidad de expresarse. Aunque continuaba progresando, había retrocesos e infecciones secundarias. Murió el 19 de diciembre de 1965, a los treinta y un años.
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Las víctimas
- Brian Weir, 29 años, contable, gravísimamente herido de un tiro en la cabeza mientras dormía. Sobrevivió tres años con grandes daños en el cerebro, antes de fallecer a causa de dichas heridas.
- John Sturkey, 19 años, murió de un disparo en la cabeza cuando dormía en el porche de la pensión donde se alojaba. Era un estudiante de agronomía en la Universidad Occidental de Australia. De su cerebro se extrajeron tres balas del 22.
- George Walmsley, 54 años, tendero retirado. Murió de un disparo en la cabeza a las 3,50 de la mañana cuando salía a abrir la puerta de su casa, en un suburbio de Perth.
- Shirley Martha McLeod, 18 años, estudiaba ciencias en la Universidad de Australia Occidental. Pensaba trabajar como asistente social después de graduarse.
- Constance Lucy Madrill, 24 años, era licenciada en psicología y trabajaba en el Departamento de Bienestar Indígena. Los vecinos declararon que era una chica tranquila, muy encariñada con su gata.
- Patricia Vinico Berkman, 33 años, divorciada y madre de un niño de 9 años, murió apuñalada en su propia cama. Su amante, una conocida personalidad de la radio Fotis Hountas, descubrió el cuerpo, con numerosas heridas en el pecho y en la cara, en su piso de Perth sur el día 30 de enero de 1959. Cuatro años más tarde Eric Cooke se declaró autor del hecho y afirmó que había sido su primer asesinato. El 25 de octubre de 1963 fue acusado del crimen.
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Los supervivientes
- Nicholas August y Rowena Reeves fueron descritos inicialmente por la policía como «una pareja de mediana edad»; durante seis semanas se silenciaron sus nombres, con objeto de que el asesino no los persiguiera. Él tenía heridas leves en el cuello y ella fractura de un brazo como consecuencia del mismo disparo.
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Fechas clave
- 27/1/63 – Nicholas August, Rowena Reeves y Brian Weir heridos; John Sturkey y Georges Walmsley, muertos por los disparos de un rifle del 22.
- 28/1/63 – La policía registra King’s Park.
- 29/1/63 – Ofrecimiento de una recompensa de 1.500 libras por cualquier información que conduzca a la detención del asesino.
- 3/2/63 – La policía sigue una pista equivocada en la estación de bombeo de Merredin, al este de Perth.
- 8/2/63 – Abandonan la investigación de Merredin.
- 16/2/63 – Constance Lucy Madrill aparece violada y muerta en Perth oeste.
- 3/63 – Se solicita una ayuda extraordinaria para la policía.
- 10/8/63 – Shirley McLeod asesinada en Dalkeith mientras cuida un niño.
- 17/8/63 – La policía comienza los interrogatorios y toma las huellas dactilares de 8.000 residentes en Dalkeith.
- 17/8/63 – El señor y la señora Keehner encuentran un rifle en Rookwood Street. La policía monta un servicio de vigilancia.
- 1/9/63 – Arrestan a Eric Edgar Cooke en Rookwood Street. Se confiesa autor del asesinato de Shirley McLeod.
- 2/9/63 – Cooke se declara culpable de la muerte de Lucy Madrill.
- 3/9/63 – Cooke autor de los disparos de Cottesloe-Nedlands.
- 10/9/63 – Cooke se confiesa autor del asesinato de Jillian Brewer y Rosemay Anderson.
- 11/9/63 – Cooke se retracta.
- 21/10/63 – Empieza la audiencia preliminar.
- 22/10/63 – Citan a juicio a Cooke por el asesinato con alevosía de John Sturkey.
- 25/10/63 – Cooke acusado del asesinato de Patrick Berkman.
- 25/11/63 – Comienza el juicio.
- 26/11/63 – Cooke presta declaración y asegura que un «poder» le obligó a matar.
- 27/11/63 – Condenan a Cooke.
- 2/12/63 – Cooke presta declaración ante los defensores de Beamish y Button, declarándose culpable de las muertes de Brewer y Anderson.
- 14/9/64 – El Tribunal Supremo rechaza los recursos de apelación de los letrados.
- 14/10/64 – Se fija la fecha de la ejecución.
- 26/10/64 – Ahorcan a Eric Cooke en la cárcel de Fremantle.