Elizabeth Duncan

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Elizabeth Duncan

Mamá Duncan

  • Clasificación: Asesina
  • Características: Asesinato por encargo (contrató a 2 hombres)
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 17 de noviembre de 1958
  • Fecha de detención: Diciembre de 1958
  • Fecha de nacimiento: 1904
  • Perfil de la víctima: Olga Kupzyck, de 30 años (su nuera)
  • Método del crimen: Estrangulación - Golpes con una piedra
  • Lugar: Santa Barbara, Estados Unidos (California)
  • Estado: Ejecutada en la cámara de gas en San Quintín el 8 de agosto de 1962
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Elizabeth Duncan

Wikipedia

Elizabeth Ann Duncan, también conocida como Ma Duncan (nacida en 1904 -muerta el 8 de agosto de 1962), fue una asesina norteamericana. Declarada culpable por planear el asesinato de su nuera en 1958. Fue la última mujer ejecutada en California antes de que la Corte Suprema de Estados Unidos suspendiera la pena de muerte gracias a la resolución de Furman v. Georgia en 1972.

Elizabeth Duncan fue declarada culpable de contratar a Augustine Baldonado, de 28 años de edad, y Luis Moya, de 23 años de edad, para asesinar a su nuera, quien estaba embarazada en ese momento. Los tres prisioneros fueron ejecutados el mismo día en la cámara de gas de la Prisión Estatal de San Quentin, el 8 de agosto de 1962.

Primeros años

Elizabeth Ann Duncan nació alrededor de 1904. Ella se describió como una vagabunda, declaró haberse casado 20 veces y operado un burdel en San Francisco. Tuvo un hijo, Frank, e hizo de él el centro de su vida.

Angustiada por su vida, Elizabeth Duncan trató de cometer suicidio. Durante su recuperación, ella fue atendida por una enfermera, Olga Kupczyk, de 30 años. Frank, que en ese momento tenía 29 años y era abogado, se casó en secreto con Kupczyk. Elizabeth Duncan interfirió con su matrimonio forzándolos a separarse. En 1958 Olga estaba embarazada de su primer hijo.

Caso

En 1958, Olga Duncan desapareció; tenía siete meses de embarazo del hijo de su esposo. Su suegra Elizabeth Duncan levantó sospechas de la policía cuando se descubrió que había obtenido ilegalmente una anulación del casamiento de su hijo Frank Duncan y Olga. Elizabeth Duncan contrató a Ralph Winterstein de 25 años de edad, para presentarse ante el tribunal como la joven pareja.

Casi un mes después, los investigadores encontraron el cuerpo de la joven mujer en Casitas Pass de Carpinteria, California, en el Condado de Ventura. Augustine Baldonado, de 25 años, confesó que él y Luis Moya, de 22 años, habían recibido 6,000 dólares para matarla de parte de Elizabeth Duncan, la suegra de la víctima. Dirigieron a la policía al sitio donde estaba enterrado el cuerpo. Según el forense y las confesiones obtenidas, los dos hombres la secuestraron, golpearon con una pistola, estrangularon y la enterraron en una tumba poco profunda. Todavía estaba viva cuando la enterraron.

Elizabeth Duncan subió al estrado en su defensa, admitió haber hablado con los dos sospechosos pero dijo que la chantajearon. El jurado se tomó 4 horas y 51 minutos para declararla culpable. Fue sentenciada a muerte en diciembre de 1958. Después de apelaciones, que confirmaron la primera sentencia, fue ejecutada en la cámara de gas en 1962.

Motivo

Los investigadores especularon que Elizabeth Ann Duncan se vio amenazada por el vínculo de su hijo con su esposa. Circularon rumores acerca de la relación de Duncan y su hijo después de ser detenida en la cárcel de Ventura.


Elizabeth Ann Duncan

Última actualización: 19 de marzo de 2015

EL ODIO DE DUNCAN – El corazón de las tinieblas

Mamá Duncan era una mujer rencorosa, vengativa e insensible, que amaba a su hijo hasta el punto de ser capaz de asesinar por él. Cuando su nuera desapareció, las sospechas recayeron sobre la posesiva matriarca.

A última hora de la mañana del 18 de noviembre de 1958, las enfermeras que trabajaban con Olga Duncan comenzaron a sentirse preocupadas. Su compañera no había llegado al trabajo y nadie contestaba a las llamadas realizadas al número 1.114 de Garden Street. Olga no solía faltar al trabajo ni dejaba jamás de informar cuando estaba enferma. Sus colegas decidieron avisar a su casera para que entrara en el apartamento y se asegurara de que todo marchaba normalmente. La casera halló abierta la puerta del apartamento y las luces encendidas. Pero no había nadie dentro.

Olga Duncan era una enfermera muy agradable, descrita por sus amigas del hospital St Francis como una mujer muy complaciente y tranquila. Se trataba de una joven canadiense de veintinueve años procedente de Vancouver, British Columbia, y casada con un abogado a principios de aquel año; estaban esperando su primer hijo.

La noche anterior dos enfermeras habían ido a visitar a Olga. Su apartamento se encontraba en el segundo piso de un moderno edificio de dos plantas enclavado en una pacífica zona residencial con amplios patios y calles flanqueadas de palmeras. Salieron de allí hacia las 11,10 de la noche, después de pasar la tarde intentando consolarla, pues Olga estaba muy trastornada a causa de ciertos problemas matrimoniales. Frank, su marido, no había aparecido por allí. La casera de Frank Duncan le llamó a su oficina para preguntarle si sabía algo del paradero de su señora. No tenía ni idea.

Inmediatamente el señor Duncan avisó a la policía para informar de la desaparición de su esposa. La policía consultó entonces con el médico de Olga, quien les dijo que la enfermera estaba tan deprimida, que había comenzado a padecer neuritis en las manos, síntoma revelador de una aguda tensión nerviosa. Cabía la posibilidad, dijo, que se hubiera suicidado. Al día siguiente el periódico local informó del incidente en pequeños titulares. Proporcionaba unos cuantos detalles encabezados por estas palabras: «La policía busca a una enfermera desaparecida.»

Pasaron varias semanas antes de que aquella desaparición se incluyera de forma oficial en la lista de asesinatos, aunque no había pista alguna del cuerpo de Olga. Durante algún tiempo las sospechas recayeron sobre el propio Frank Duncan, pero pronto se demostró que éste carecía de motivos para matarla. Amaba profundamente a su esposa y la súbita desaparición de la joven y de su futuro hijo le produjo una fuerte conmoción. Más tarde cooperaría plenamente con los detectives de la policía encargados de la investigación.

Roy A Gustafson se hallaba al mando de la búsqueda de la enfermera, tenía cuarenta y dos años y el pelo canoso; gozaba de gran reputación, y era fiscal del distrito. Se le conocía por su decidido apoyo a la pena capital y porque en diez años nunca había perdido un solo caso. El caso Duncan le fascinaba y estaba empeñado en hallar una explicación a la desaparición de la joven.

Pronto se enteró de que las cosas no marchaban demasiado bien entre Olga Duncan y su suegra, Elizabeth. Tanto el médico como las amigas de la enfermera opinaban que las fricciones existentes fueron la causa de la depresión de la joven. Gustafson decidió entonces interrogar a Elizabeth Duncan.

Mamá Duncan, nombre con el que se la conocía, era una indeseable. Aunque la policía todavía no estaba al corriente de ello, había conseguido medrar engañando a los hombres para que se casaran con ella y chantajeándolos luego con la intención de vivir a su costa. Nadie supo jamás con exactitud cuántos maridos tuvo, aunque ella aseguraba que se había casado entre once y veinte veces.

Cuando la policía la interrogó, la señora Duncan denunció el hecho de que dos mexicanos intentaban hacerle chantaje. Aunque aseguró que habían amenazado con matarla a ella y a su hijo Frank, no quiso revelar sus nombres. La policía conectó un aparato a su teléfono para que todas las llamadas quedaran registradas y atrapar de este modo a los chantajistas; pero no se dieron cuenta de que, siempre que éstos llamaban, Mamá Duncan se limitaba a desenchufar el mecanismo.

El comportamiento de Mamá Duncan era bastante extraño y Roy Gustafson, el perspicaz fiscal del distrito, decidió investigar sus pasos. Pronto descubrió que unos meses antes, el 7 de agosto, Mamá Duncan había llevado a cabo una extraña e ilegal anulación del matrimonio de su hijo con Olga. Haciéndose pasar por su propia nuera, acudió acompañada de dos amigos: Ralph Winterstein, que simulaba ser Frank, y la señorita Short como tía de Olga. Gustafson ordenó encarcelar inmediatamente a Mamá Duncan y arrestó a la señorita Short.

Esta fue quien reveló el misterio que rodeaba la desaparición de Olga. Confesó a la policía que el odio de Mamá Duncan hacia su nuera era tan grande, que había planeado matarla por medio de dos asesinos a sueldo -los dos mexicanos que Mamá Duncan había denunciado como chantajistas-. La pasión por su hijo, a quien adoraba, se había convertido en una auténtica obsesión. La señorita Short relató al fiscal una historia que revelaba el carácter desequilibrado de Elizabeth Duncan.

Mamá Duncan había pasado algún tiempo en el Cottage Hospital, de Santa Bárbara, después de ingerir una sobredosis de somníferos. Había intentado suicidarse tras una violenta discusión mantenida con Frank a raíz de un instituto de belleza que tenía proyectado adquirir. La ironía del destino quiso que fuera su futura víctima, Olga, la que la ayudara a recuperarse.

Pero cuando su hijo comenzó a citarse con la agradable enfermera, Mamá Duncan hizo cuanto pudo para separar a los dos enamorados. La señorita Short declaró que la primera vez que Frank invitó a casa a su prometida, la señora Duncan comentó que ojalá tropezara y se rompiera una pierna. Su resentimiento acabó convirtiéndose en una amenaza para la joven, a quien atosigaba con siniestros actos de venganza y rencor.

La pareja estaba demasiado asustada para comunicarle a la señora Duncan que ya se habían casado; pero la suspicaz y obsesiva mujer pronto lo descubrió. Planeó entonces atemorizar e intimidar a su nuera, y lo primero que hizo, tan sólo cuatro días después de la boda, fue publicar un anuncio en el periódico que decía: «Desde el día 25 de junio en adelante no me hago responsable de las deudas contraídas por otra persona que no sea mi madre.» Lo firmaba Frank Duncan.

Pero poco a poco sus planes fueron adquiriendo mayor violencia. Elizabeth decidió dejar a su hijo sin conocimiento después de hacerle tomar una dosis de somníferos, mientras la señorita Short esperaba oculta en un armario. Luego atarían a Frank y se lo llevarían a Los Angeles, donde, pensaba Mamá Duncan, podría convencerle de que su matrimonio era un error. El absurdo plan se vino abajo cuando el hijo se negó a tomar las píldoras.

Fue por estas fechas cuando Mamá Duncan llevó a cabo la falsa anulación del matrimonio de Frank. Olga estaba tan asustada que cambió de domicilio, pero al cabo de dos semanas su verdugo se había enterado de la nueva dirección y acudió a su casa para golpear la puerta una y otra vez con un zapato. Quería expulsar a la joven de la casa, aduciendo que su matrimonio estaba anulado. Y llegó incluso a amenazarla físicamente: «La mataré. Aunque sea la última cosa que haga.»

Aquel odio demencial poseyó de tal manera a Elizabeth que decidió poner por obra su amenaza. Primero le pidió a la señorita Short que engañara a su nuera para que ésta acudiera a su apartamento, donde ella misma se encargaría de estrangularla. El plan fue desechado porque a la cómplice no le agradaba la idea de pasar una noche entera con el cadáver.

Mamá Duncan se dio cuenta de que necesitaba una ayuda menos escrupulosa y comenzó a buscar candidatos más adecuados. Y lo intentó con ocho hombres y mujeres distintos de la zona de Santa Bárbara antes de dar con alguien dispuesto a matar en su lugar. A ninguno de ellos le extrañó o perturbó la petición de la señora Duncan tanto como para comentarla con los amigos o informar de ella a la policía.

El hecho de que nadie la traicionara, ni siquiera la señora Romero, a quien Olga había atendido como enfermera en el hospital de British Columbia, nos da idea del poderoso ascendente que esta mujer lograba adquirir sobre las personas. Durante el juicio quienes la conocían bien dijeron: «Conseguía hechizar de un modo increíble a cualquiera que entrara en contacto con ella.»

Finalmente, la búsqueda de un asesino le condujo hasta el Café Tropical, una sórdida cervecería cuya propietaria, la señorita Esperanza Esquivel, era amiga suya. La señora Duncan le comentó que deseaba deshacerse de su nuera, quien intentaba chantajearla. La señorita Esquivel conocía a dos hombres a quienes ese trabajo les podría interesar y le prometió presentárselos.

Los dos jóvenes eran de origen mexicano -Luis Moya, de veintiún años, y su amigo Agustín «Gus» Baldonado, de veintiséis. Las negociaciones no duraron mucho. Ambos jóvenes buscaban nuevas y excitantes emociones. No tenían experiencia en este tipo de crímenes, pero aceptaron cometer el asesinato a cambio de 6.000 dólares, de los cuales 175 se pagarían por adelantado y el resto una vez hubieran cumplido el trabajo. Mamá Duncan había encontrado a los ejecutores de su nuera.

*****

Amor de madre

Frank Duncan, nacido el 7 de noviembre de 1928 en Santa Bárbara, iba a convertirse en objeto de un amor obsesivo por parte de su madre. Elizabeth Duncan comentó que le quería más que a todos sus demás hijos juntos; y, ya adulto, continuaba sirviéndole el desayuno en la cama. En la época del juicio corrieron rumores de una relación incestuosa entre madre e hijo, aunque nunca se demostró que ésta fuera real.

Frank padecía un defecto de pronunciación que le valió el mote de «El Zopaz». A pesar de ello, Duncan ejercía como abogado y su madre siempre asistía a las audiencias en las que participaba su hijo. Incluso se le negó a ver en la sala con las manos de su madre entre las suyas. Mamá Duncan, por su parte, le aplaudía calurosamente cuando ganaba un caso o bien insultaba al fiscal del distrito si el veredicto era contrario a su hijo.

Mientras su madre se dirigía a la cámara mortal, en el último minuto, Frank se hallaba implorando del juez federal un aplazamiento de la ejecución.

*****

Comprar la muerte

Mamá Duncan contrató a otros para que asesinaran en su lugar. ¿Qué fue lo que le condujo a un odio tan profundo como para acordar fríamente la muerte de su víctima?

Mucha gente afirma que el acto de planear la muerte de un ser humano es producto de la locura. Otros opinan que es una prueba de maldad.

¿Qué decir del estado mental de Mamá Duncan? ¿Se trataba de una loca o de un ser perverso? Un psiquiatra designado por el tribunal, el doctor Louis R. Nash, quien se entrevistó con ella en tres ocasiones en la cárcel del condado de Ventura, dictaminó que la señora Duncan padecía «trastorno de la personalidad» y poseía una «personalidad psicópata». Stephen S. Gillis, un marino norteamericano que fue víctima de chantaje por parte de Mamá Duncan, quedó asombrado ante su carácter: «No importa qué mentiras o qué fantasías contara; las hacía todas creíbles.»

El propio abogado de Mamá Duncan declaró que no había «nada bueno en ella. Creía que carecía de corazón y que tenía la misma sangre fría que Lady Macbeth. Sólo se diferenciaba de ella en un aspecto: adoraba a su hijo Frankie con un sentimiento tan intenso que estaba dispuesta a matar a cualquiera que amenazara con separarla de él. Olga Duncan, la joven esposa de Frank, se convirtió en la víctima de su obsesión asesina.

Consideraba a todos los seres humanos, excepto a su hijo, como juguetes. Elizabeth Duncan, una «embustera patológica», declaró que era incapaz de recordar cuántas veces se había casado. Había pruebas de la existencia de dos maridos -aunque afirmaba que no se acordaba de ellos-: un tal señor Mitchell y el señor Edward Lynchberg. Mamá Duncan llegó a asegurar que no podía decir cuántos hijos tenía, aunque creía que eran seis.

Pensaba que Frank jamás la abandonaría. «No se atrevería. No se atrevería a casarse», le dijo a un médico. Y, si lo hacía -prometió-, ella se «haría cargo» de la esposa.

Mamá Duncan aseguraba amar a su hijo, pero no se planteaba su felicidad ni cuáles eran sus estados de ánimo. Lo único que sabía era que debía permanecer siempre junto a ella. No podía imaginar que la gente tuviera otras necesidades -las personas eran para ella sólo instrumentos para satisfacer sus caprichos-. Su personalidad era inmadura. El hecho de que Oiga Kupczyk le hubiera salvado la vida en una ocasión le parecía irrelevante. Olga se convirtió en esposa de Frank y Mamá Duncan no deseaba que él se casara; así que la joven debía ser eliminada.

*****

AFICIONADOS – Una conspiración de locos

Los dos hombres a quienes contrató Mamá Duncan para cometer el asesinato no eran más que ridículos aficionados. Después del golpe, de dudoso éxito, la pareja ni siquiera estaba segura de la muerte de su víctima. Mamá Duncan, por su parte, mostraba cierta reticencia a pagar a aquellos chapuceros; un error que la conduciría a la cámara de gas.

Las antiguas amigas del Cottage Hospital de Olga Duncan se habían marchado hacia unos 20 minutos cuando llamaron a la puerta. Eran las 11,30 del lunes 17 de noviembre de 1958; Olga se preguntó quién iría a visitarla a una hora tan intempestiva.

En la puerta se hallaba un joven de 1,60 de estatura, de rasgos mexicanos, quien le dijo que había estado en un bar bebiendo en compañía de Frank, su marido; y que era tal su borrachera que le había escoltado hasta casa. Estaba abajo, en el coche, y tendrían que subirlo entre ambos. La joven, aliviada al saber que su marido estaba sano y salvo, se ofreció inmediatamente a ayudarle. Aunque no llevaba más que un camisón rosa con estampado de flores y unas zapatillas, creyó ciegamente en el hombre y le siguió escaleras abajo sin preocuparse de cerrar la puerta de su apartamento. «Por supuesto que le ayudaré a subirlo», respondió encantada.

Abajo, frente al número 1.114 de Garden Street, se hallaba aparcado un Chevrolet 1948 color crema; en el asiento posterior se veía la silueta de un hombre desplomado sobre él. Convencida de que su marido se había desmayado, Olga Duncan abrió la puerta trasera del coche. Se inclinó para ocuparse de él y entonces una mano le asestó un rápido golpe en la parte trasera de la cabeza con una pistola. En respuesta a su grito, la figura que yacía inconsciente resucitó súbitamente y la arrastró al interior del coche. Era muy tarde y estaba oscuro; ningún vecino oyó ni vio nada.

En realidad, el hombre del asiento trasero no era otro que Gus Baldonado, el segundo de los dos hombres contratados por Mamá Duncan para asesinar a su infortunada nuera. El otro, encargado de llamar a la puerta de su piso, era Luis Moya.

Los dos hombres condujeron a Olga Duncan fuera de Santa Bárbara y se dirigieron hacia la frontera mexicana. En el asiento posterior, Baldonado no cesaba de forcejear con la mujer, a quien el golpe en la cabeza no había dejado inconsciente. Intentó frenéticamente taparle la boca, pero no lo consiguió. Al detenerse en un cruce, Luis Moya se volvió y la golpeó varias veces en la cabeza con el revólver hasta que el arma acabó rompiéndose.

«Esto la tranquilizó… Le até las manos con esparadrapo», declararía más tarde Baldonado ante el tribunal.

Desde ese momento los planes de estos asesinos aficionados fueron de mal en peor. El coche comenzó a calentarse demasiado y se dieron cuenta de que no lograrían cruzar la frontera con él. Entonces Baldonado sugirió deshacerse de su víctima en las cercanas montañas de Ojai, una zona que conocían muy bien.

Más tarde Moya declaró al tribunal que estuvo de acuerdo en continuar conduciendo hasta encontrar «el lugar adecuado donde enterrarla».

Cuando lo hallaron, los dos muchachos estaban histéricos. Olga Duncan aún no estaba muerta, pero no podían rematarla porque Luis había estropeado el arma al emplearla para golpear a la joven en la cabeza. Y no estaban preparados para ponerse a cavar en plena noche. Tuvieron que usar sus propias manos para abrir un hoyo, escasamente profundo, y para estrangular a la víctima, quien aún continuaba luchando por su existencia. Baldonado empleó una roca para golpearla en la cabeza una vez más; luego le tomó el pulso con el fin de asegurarse de que estaba muerta.

Incluso después de abandonarla allí, ninguno de los dos sabía con certeza si su víctima permanecía o no con vida. La enterraron en una zanja, a menos de 15 kilómetros al sur de Santa Bárbara, junto a la autopista 150 del condado de Ventura. El propio Baldonado guió a los hombres del fiscal del distrito hasta la tumba de Olga y derramó abundantes lágrimas mientras desenterraban su cadáver.

Poco después de las dos de la madrugada los asesinos se hallaban de vuelta en Santa Bárbara. Tanto ellos como el coche alquilado estaban cubiertos de sangre. Se lavaron y se cambiaron de ropa antes de destrozar las fundas de los asientos. Hicieron un revoltijo con ellas, con la pistola destrozada y con una de las zapatillas de Olga, y ocultaron el macabro paquete en el garaje de un amigo. Al día siguiente devolvieron el coche, explicando que su lamentable estado se debía a que habían cogido una borrachera y le habían prendido fuego con un cigarrillo sin darse cuenta.

Pero cuando Moya comunicó a Mamá Duncan que él y su compañero «se habían hecho cargo de ella», se dio cuenta de que debía haber insistido en el pago por adelantado, pues era evidente que la señora Duncan no estaba dispuesta a cumplir su parte del acuerdo; y, por otra parte, no podían obligarla a hacerlo sin que saliera a la luz su propia complicidad en el asesinato. Como la policía sospechaba que Elizabeth se hallaba involucrada en la desaparición de su nuera, lo último que deseaban los criminales a sueldo era dejarse ver en su compañía.

Cuando Moya le pregunto si «iba a cumplir» su parte del contrato, ella intentó ganar tiempo. En ese momento no disponía de los 5.825 dólares que les debía, y alegó que si retiraba dicha cantidad del banco la policía la interrogaría al respecto. Se fijaron algunas entrevistas secretas con las señoritas Short y Esquivel como intermediarias. En el transcurso de estos encuentros la señora Duncan intentó acallar a los asesinos con un cheque de 200 dólares que su hijo le había entregado para pagar una factura. Los dos hombres, indignados, le reclamaron la suma total.

En respuesta a sus presiones, la mujer no hizo más que acumular mentiras. Por una parte trató de tranquilizar a los asesinos, diciéndoles que estaba a punto de recibir algún dinero de San Francisco; y por otra, les comentó que la policía le había enseñado las fotos de ambos hombres, haciéndole algunas preguntas acerca de ellos. Ella les había contado que los mexicanos estaban chantajeándola. En total, Mamá Duncan no llegó a pagar más que 335 dólares por el asesinato de su nuera. Otro plazo más, ascendente a diez ridículos dólares, les fue entregado dentro de un sobre por la señorita Short.

Fue el decidido comportamiento de Gustafson el que terminó forzando la solución del caso. Después de arrestar a Mamá Duncan por la anulación del matrimonio de su hijo, presionó a la señorita Short, por medio de la cual logró enterarse de los detalles del plan de asesinato ideado en el Café Tropical. Aunque no existía cadáver alguno, la policía interrogó a Baldonado y a Moya. Al primero no le llevó mucho tiempo darse por vencido y accedió a mostrar a los detectives dónde se hallaba enterrado el cuerpo. Todo ello a condición de que no se le obligara a mirar cómo se exhumaba a la joven y de que le acompañara un sacerdote. Ambas peticiones fueron aceptadas.

Moya no cedió tan fácilmente como su cómplice. Pero la tarde del día de Navidad de 1958 hizo llamar a un sacerdote, quien el dijo: «No te ayudaré a leer la Biblia si continúas mintiendo a la gente.» Al día siguiente, abrió de par en par su corazón a Gustafson y confesó.

Mamá Duncan se mostró impenetrable en los interrogatorios, sin confesar jamás haber cometido algún delito. Pero las confesiones de los dos asesinos y de las señoritas Short y Esquivel confirmaron su culpabilidad y firmaron su sentencia de muerte. Después de apelar en varias ocasiones, los tres implicados en el crimen murieron en la cámara de gas, en San Quintín, el miércoles 8 de agosto de 1962.

La mañana del día de la ejecución Elizabeth Duncan continuaba declarándose inocente. Mientras subía las escaleras que conducían a la cámara de cristal y acero, se volvió hacia Warden Fred Dickson y le preguntó: «¿Dónde está Frank?» Su hijo, el objeto de la obsesión que costara cuatro vidas, se hallaba implorando aún un aplazamiento de la ejecución en el momento en que el gas letal envolvía el cuerpo agonizante de su madre. Unos minutos más tarde, a las 10,12 de la mañana, Mamá Duncan estaba muerta.

Aquella misma tarde los dos asesinos a sueldo iban a sufrir la misma suerte. Sentados el uno junto al otro, mientras los gases les rodeaban, no cesaban de reír y bromear. Cuando echaron unas bolitas de cianuro en los cubos llenos de ácido colocados bajo las sillas, Baldonado saludó a su hermanastro, a quien habían permitido asistir a la ejecución, y le gritó:

«Todo va bien… Encárgate de ver a los chicos.»

Los dos infelices continuaron charlando hasta que el gas letal les cubrió por entero y sus cuerpos comenzaron a sufrir espasmos involuntarios. A Moya se le declaró muerto a la 1,15 de la tarde; y, un minuto más tarde, a Baldonado. La mortal obsesión de Mamá Duncan se había cobrado sus dos últimas víctimas.

*****

Las celdas de la muerte

San Quintín es la prisión del Estado de California; y, hasta la abolición de la pena de muerte, contaba con su propia «galería de la muerte», un mundo aparte del resto de la cárcel. En los años cincuenta, dicha galería contaba con treinta y cuatro celdas, desprovistas de ventanas, instaladas en el último piso del bloque norte, que parecía una fortaleza. Cada celda medía 1,40 por 3.

A este piso se accedía por medio de un ascensor que no se detenía en las plantas restantes. Nadie podía salir o entrar de aquel bloque sin pasar antes cuatro puertas de acero custodiadas por su correspondiente puesto de vigilancia. A los presos no se les permitía hacer ejercicio ni comer fuera de aquellas puertas. Se afeitaban con unas navajas especiales que les eran entregadas cada día en sus celdas.

Solo unos pocos afortunados consiguieron el indulto. La mayoría acabó sus días en la cámara de gas.

*****

PRIMEROS PASOS – La locura mexicana

A pesar de provenir de un ambiente miserable, Luis Moya y Gus Baldonado encontraban la vida divertida. La búsqueda de nuevas emociones fue lo que les condujo hasta el mundo del delito.

Luis Moya y Gus Baldonado pertenecían a la segunda generación americana de inmigrantes mexicanos. Moya nació en 1938 en San Angelo, al oeste de Texas, y Baldonado, en Camarillo, California, el año 1930. Ambos eran de origen humilde; y Moya tuvo que añadir a la pobreza una infancia alejada de sus padres: su madre no le proporcionó demasiado cariño y el padre favorecía claramente a su hermana mayor, Eloísa.

En la escuela demostró ser un consumado y entusiasta deportista, con una inteligencia que superaba la media. Pero al cumplir los doce años comenzó a desviarse del buen camino.

Ante el enojo de su padre, Luis hacía novillos y se mezcló con unos individuos de más edad que él que fumaban marihuana y cometían delitos menores. Las palizas que le propinara su padre sólo sirvieron para aislarle más de su familia y acercarle a sus nuevos amigos. Pronto el joven Moya se dedicaba a asaltar cajas de caudales y a introducir drogas en México a través de la frontera.

Tras ser arrestado por la policía mexicana después de robar un almacén de joyas, fue entregado a su familia, quien lo puso en manos de las autoridades norteamericanas. Esto aumentó el resentimiento del chico hacia su familia en particular y, por extensión, hacia la sociedad entera. Pasó nueve meses en un reformatorio y al salir se fue a vivir con una tía suya; trabajó durante algún tiempo, para volver a caer más tarde en actividades delictivas.

Gus Baldonado, completamente opuesto al brillante y astuto Moya, había nacido para vivir imitando a los demás. Aunque su rápido ingenio y sus constantes bromas le habían granjeado cierta popularidad, tenía una pobre opinión de sí mismo.

Baldonado pertenecía a una familia de ocho hermanos en la que se le descuidó en todos los aspectos. En la escuela pasó completamente desapercibido; pronto tuvo problemas con la justicia y fue enviado al reformatorio de Los Prietos, de donde más tarde se le expulsaría.

Baldonado sirvió activamente en el Cuerpo Médico, en Corea, donde saboreó las emociones de la guerra. Esta acabó pronto para él, pues un día le sorprendieron inyectando heroína a un compañero.

Después de abandonar el ejército, se casó y tuvo dos hijos, uno de los cuales murió. Pero fue incapaz de asumir las responsabilidades de la paternidad y escapó a Santa Bárbara, donde trabó amistad con Luis Moya.

Durante su infancia ninguno de los dos mostraron huellas de auténtica maldad. Aunque en su juventud se vieron ocasionalmente involucrados en peleas callejeras y en los bares, éstas no fueron demasiado importantes; sus delitos eran menores, y no actos de violencia premeditados. Así que los familiares y amigos de ambos apenas podían creer que hubieran cometido un asesinato; lo que no les sorprendió fue su incompetencia.

*****

Fechas clave

  • 6/11/57 – La enfermera Olga Kupczyk atiende a Elizabeth Duncan.
  • 21/6/58 – Matrimonio de Frank Duncan y Olga Kupczyk.
  • 7/8/58 – Elizabeth Duncan lleva a cabo la fraudulenta anulación del matrimonio de su hijo.
  • 13/11/58 – Elizabeth Duncan se entrevista con Luis Moya y Gus Baldonado.
  • 17/11/58 – Secuestro de Olga.
  • 18/11/58 – Se informa de la desaparición de Olga Duncan.
  • 12/58 – Arresto de Moya y Baldonado.
  • 8/8/62 – Ejecución de Moya, Baldonado y Elizabeth Duncan en la prisión de San Quintín.

 


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