
- Clasificación: Asesinato
- Características: Timo del «marido ofendido» - Móvil de robo
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 25 de septiembre de 1901
- Fecha de detención: 27 de julio de 1901
- Perfil de la víctima: Ángel María Lorenzo Ozores, indiano, nacido en Padrón, 54 años de edad
- Método del crimen: Cuchilladas (navaja)
- Lugar: Santiago de Compostela, La Coruña, España
- Estado: Manuela Carreira Corredoira, alias la Peizoca, y Celestino Rodríguez alias O Vimianzo y El Correo, fueron sentenciados a la pena capital el martes 28 de abril de 1902. Condena sustituida por cadena perpetua por indulto real en marzo de 1904. En 1910, Celestino se fuga del penal de Melilla y huye a América. Celestino volvió a España y en 1926 es detenido nuevamente. Celestino es protagonista de numerosas leyendas, una de las cuales afirma que durante la Guerra Civil Española apareció disfrazado de falangista y protagonizó varios crímenes
Índice
- 1 Sangriento día del Apostol en el Paseo de la Herradura (el Crimen del Paseo de la Herradura)
- 1.0.0.1 El crimen
- 1.0.0.2 Aspecto elegante
- 1.0.0.3 La detención
- 1.0.0.4 El caso del Alemán
- 1.0.0.5 El juicio
- 1.0.0.6 El interrogatorio de Celestino
- 1.0.0.7 Habla la Peizoca
- 1.0.0.8 Continúan los interrogatorios
- 1.0.0.9 Intervención del fiscal
- 1.0.0.10 La intervención del defensor
- 1.0.0.11 Condena, fuga y epílogo
Sangriento día del Apostol en el Paseo de la Herradura (el Crimen del Paseo de la Herradura)
Carlos Fernández
Actualizado 15 de septiembre de 2017
Uno de los timos más socorridos en la historia de la Humanidad es el del «marido ofendido». En síntesis, consiste en que una mujer de aspecto agradable o menos agradable pero con un cuerpo atractivo, provoque a la víctima -a ser posible con dinero- y se la lleve a la cama o al monte y allí inicien el acto sexual. Cuando están inmersos en el mismo, aparece el marido -casi siempre falso- de la mujer «ultrajada», quien tras enojarse grandemente por el hecho, chantajea al violador con dinero u otras compensaciones a cambio de olvidar tan «penoso» incidente.
Lo malo de este picaresco proceder es cuando el violador no sólo es chantajeado económicamente, sino robado y agredido hasta darle muerte. Tal es lo que ocurrió el día del Apóstol de un ya lejano 1901 cuando el apacible paseo de la Herradura de Santiago se llenó, además de paseantes alegres y festivos, de sangre.
He aquí la pequeña historia del todavía recordado crimen de la Herradura.
Manuela Carreira Corredoira había nacido en San Román, provincia de Lugo, el 2 de noviembre de 1872, hija de Ramón Carreira y María Corredoira, los cuales tuvieron dos hijos más en su matrimonio. En su casa no reinaba la miseria, aunque tampoco la opulencia. Su madre era jornalera y del padre llegó a heredar 8.000 reales. Durante su juventud, Manuela se dedicó a labores de cosida y costura en Cunturiz, Atonda y Santa Comba, en las que se daba cierta maña. También fue tratante en quesos, pan, trigo y carnes, especialmente jamones.
Tras devanear con varios galanes, acabó casándose con Celestino Rodríguez, alias el Correo, al que había conocido en una casa de baños en La Coruña, a pesar de que tanto a una como a otro no les gustaba mucho el agua. La boda se celebraría en la iglesia de San Jorge, aunque no firmaron el acta, pues tanto Manuela como Celestino eran analfabetos. El varón ejercía como camarero en una fonda y ganaba algún dinero.
Manuela pronto comenzó a enojarse por los devaneos amorosos del marido y para compensarlo, tras una monumental paliza a una jovencita seductora a la que por poco parte la cabeza, se dedicó por libre a ejercer la prostitución, para lo cual estaba bien dotada, pues aunque su rostro no era bello, su cuerpo tenía atractivo, lo cual se añadía a un vocabulario incitante.
De La Coruña marchó el matrimonio para Vigo, en donde estaría poco tiempo, pues pasaron a Portugal, en donde Manuela estuvo detenida por comprar unos billetes de lotería que eran considerados contrabando. Poco después, volvieron a Vigo y acabaron en Santiago, en donde su marido tenía parientes, afincándose en la rúa del Villar. Manuela se dedicaba a vender ropa de segunda mano y Celestino perdía lo ganado en el juego. Tras una extorsión que hicieron a un ciudadano alemán, ingresaron en la cárcel, de la que saldrían mediante la fianza de un familiar. Trasladados a una pequeña casa de la calle Pombal, Manuela, conocida ya desde hace tiempo como la Peizoca, continuó comerciando con su cuerpo.
Celestino Rodríguez había nacido el 2 de noviembre de 1876 en Vimianzo y no fue reconocido por su padre, José Santos Lema, como hijo legítimo hasta que no se casó con su madre, Josefina Rodríguez Miñones. Su padre era de familia con algo de dinero, pues su abuelo había sido encargado del correo entre Vimianzo y Zas. Por eso allí les conocen como «los del Correo», apelativo que heredó Celestino, aunque simultaneado con «O Vimianzo». Pasó la infancia en casa de sus abuelos, que no se preocuparon mucho de su educación, excepto de que aprendiese el silabario y las primeras letras, quedando analfabeto de por vida.
Tras andar cuidando vacas por prados y corredoiras, la familia lo dedicó a mozo de recados, haciendo numerosos viajes a Camariñas y pueblos de los contornos. También, siguiendo la tradición de los niños del pueblo, se escapó de casa. Intentando probar fortuna se marchó a Madrid, trabajando de camarero, asistiendo más tarde a una familia, cuyo amo era jefe de ferrocarril en Soria. Finalmente se fue a Cuba, interviniendo como soldado en la campaña colonial.
A la vuelta de la isla caribeña, se avecindó en La Coruña, trabajando como camarero en diversas fondas y casas de huéspedes, ahorrando algún dinero que pronto dilapidó en juegos de azar.
Casado con Manuela Carreira, acabaría asentándose en Santiago, ejerciendo como planchador en la Azabachería. Aunque su intención era poner una casa de huéspedes con su mujer, acabó ejerciendo el papel de «marido ofendido» en timos y extorsiones, permitiendo además a su mujer ejercer por libre la prostitución.
Celestino Rodríguez era de complexión fuerte, mediana estatura, pelo ondulado y peinado hacia atrás, grueso bigote, orejas largas y cejas pobladas. Vestía mayormente de camisa oscura y chaqueta de pana negra, calzado con gruesas botas.
Ángel María Lorenzo Ozores, nacido en Padrón hace 54 años, se trasladó muy joven a Santiago para estudiar en el seminario diocesano. Poco tiempo después de ingresar, y dado que su vocación no era muy sólida, abandonó sus estudios y volvió a su casa paterna, en la que permaneció hasta que decidió embarcarse para las Américas a hacer fortuna.
Pronto comenzó a hacer dinero en Uruguay, a pesar de lo cual siempre tuvo en su corazón a la tierra natal, que visitaba cada dos o tres años, mayormente en la temporada estival, permaneciendo en Padrón en la casa de sus ancianos padres, que alternaba con visitas a Santiago y al balneario de Cuntis.
Don Ángel había permanecido soltero, a pesar de su debilidad por el bello sexo, fruto de lo cual y de sus estancias en Padrón, tenía dos hijos naturales a los que había reconocido, siendo uno de ellos alguacil del juzgado, «el vivo retrato de su padre» a decir de sus vecinos padroneses.
Don Ángel, alto, de porte distinguido, poblado mostacho, nariz pronunciada, algo escaso de pelo en la frente, orejas largas, siempre de modales elegantes, inteligente, era el prototipo del indiano al que le fueron bien las Américas. Cuando llegó a Padrón al comienzo del verano de 1901, se le calculaba una fortuna de medio millón de pesetas, casi toda en metálico, pues durante uno de los últimos viajes al Uruguay había liquidado un negocio de reses, vendiendo el ganado del que era propietario a precios elevados.
En Mercedes (Uruguay) había conocido D. Ángel a otro indiano, D. Ramón Sánchez, natural de Calo, del que se había hecho gran amigo, habiendo realizado juntos varios viajes a su tierra natal.
Ángel seguía teniendo fama de mujeriego y siempre le gustaba aparecer, sobre todo en el balneario de Cuntis, acompañado de alguna joven agraciada.
El crimen
El miércoles 24 de julio de 1901 habían llegado D. Ángel, su hermano y D. Ramón a Santiago para pasar las fiestas del Apóstol. Se alojaron en el Hotel Oriental, en la Mamoa, acompañados también de varias sobrinas a las que invitaron gentilmente.
En la mañana del día 25, el nutrido grupo había estado paseando, tras la correspondiente misa primero por la calle del Franco y después por la Alameda. Al verlos tan bien trancados, un paisano comentó con otro: «Claro que son ricos, ¿no ves a los dos indianos, ese de delante y el otro también de negro?».
En el paseo entre la catedral y la Alameda se habían detenido los hombres a tomar varias cervezas en una taberna, donde no era conveniente que las sobrinas entrasen, ni tampoco que se quedasen solas, por lo cual decidieron turnarse para acompañar a las féminas en la espera.
Continuaron luego hacia la Alameda, paseando en ambas direcciones por la Herradura y Bóveda, siguiendo el cauce del público, sentándose después a comentar el paso de la gente. Lorenzo, que como su compañero, no perdía de vista a las mujeres, había hecho varios comentarios jocosos que hicieron reír a todo el grupo. A la una de la tarde se encaminaron todos a comer a la fonda, yéndose a continuación a echar una pequeña siesta, no muy larga, porque uno de ellos debía coger a las cinco el tren de Padrón.
Tras bajar todos a Corme a despedirlo, subieron luego los cuatro -Ángel, Ramón y sus dos sobrinas- al hotel, yéndose poco después a la feria y al paseo. Caminaron por los tiovivos y por los puestos, invitaron a sus sobrinas a helados, anduvieron por la Herradura y a eso de las ocho menos cuarto, D. Ángel dijo que tenía frío y que se iba a adelantar al hotel. El plan era cenar e ir luego a ver la iluminación de la plaza del Obradoiro. Como la noche era buena, Ramón le pidió a Ángel que se quedara un poco más, pero él insistió en irse, quedando en encontrarse luego en el Hotel Oriental para cenar y salir.
Sin embargo, cuando Ramón y las sobrinas regresaron a las nueve al Oriental, el conserje del hotel les dijo que D. Ángel acababa de salir del mismo ya cenado. Ramón pensó que había comido para entrar en calor y salido en su busca. De modo que no se preocuparon, cenaron y marcharon a continuación a la plaza, suponiendo que allí le encontrarían. Pero no le encontraron.
Aspecto elegante
Después de andar buscándole largo tiempo, D. Ramón y las dos sobrinas volvieron al hotel, encontrándose que D. Ángel no había vuelto. Aquél pensó que estaba dando un mal ejemplo a las muchachas y se fueron a acostar pensando que al día siguiente le presentaría aquél sus disculpas.
Ángel se había fijado en la Peizoca cuando se dirigía al hotel a las ocho de la tarde. Su aspecto elegante, incluyendo su reloj de oro con leontina y gemelos dorados, habían llamado la atención de la prostituta, que estaba de paseo a la busca y captura del incauto de turno.
Quedaron citados para más tarde y de ahí la prisa que nuestro indiano se dio en cenar en el hotel a las ocho y media.
-¿Va usted a la iluminación al Obradoiro?- parece que le preguntó un camarero al terminar la cena.
– Iluminaciones y fuegos de artificio son los que brillan en América y no estas parvadas -parece que respondió D. Ángel; y entonces el camarero, quizás picado por la arrogancia del huésped, le dijo:
– Pues, aun así, vaya usted, que acaso no tenga otra ocasión de apreciar un espectáculo tan hermoso.
-¿Y por qué dice usted eso?
-Lo digo porque como usted marchará pronto de España, y números tan especiales como el de esta noche no se repiten mucho…
Después de pasear algún tiempo, D. Ángel se encontró con la Peizoca en una taberna, que le reiteró el ofrecimiento de gozar carnalmente de ella, dirigiéndose los dos al extremo del paseo de la Herradura. Tan entusiasmado iba el indiano que no se fijó en que alguien los seguía, a no mucha distancia ciertamente.
En un terreno de labradío lindante con el paseo, la pareja se dispuso a realizar el acto carnal. Despechugada y desbraguetada la Peizoca, y miembro viril en ristre el indiano, al poco de comenzar la acción, la prostituta dio el grito convenido: «¡Señorito, señorito!». No habían transcurrido unos segundos cuando apareció el Celestino que, ayudado por su mujer, desvalijaron al indiano de su cartera, en la que llevaba tres mil pesetas. Se revolvió la víctima gritando socorro y pidiendo que le devolviesen el dinero, a lo que los agresores respondieron con un nuevo ataque. Mientras la Peizoca le sujetaba, Celestino le infirió varias puñaladas, una de ellas en el cuarto espacio intercostal que resultó mortal de necesidad pues penetró en el corazón.
Celestino había comprado la navaja ese mismo día, presumiendo la necesidad en que podría hallarse de emplear tal arma para agredir al incauto que cayera en las redes tendidas por la pareja. Tras huir los asesinos del lugar, retornaron sobre media noche para culminar el robo apoderándose de la cartera, el reloj con leontina de oro y los gemelos de la camisa.
Serían las cuatro y media de la mañana del día 26, viernes, cuando varias personas que de San Lorenzo se dirigían al campo de la feria y paseo de la Herradura por un sendero que desde ese punto conduce a la panificadora y al barrio citado, advirtieron al guardia municipal de servicio en el paseo que en el mismo sendero y cerca del muro que cierra una de aquellas huertas había un hombre muerto.
La posición en que se halló el cadáver no dejaba ver más que el lado izquierdo de la cara y se le apreciaba una herida en el costado del mismo lado, por donde había manado alguna sangre, que aún a las cinco estaba caliente.
Vestía la víctima traje de paño negro fino, sombrero flexible, también negro y botines del mismo color. Estaba echado de bruces sobre la tierra y al caer el cuerpo había alcanzado dos cañas de maíz sembrado en la huerta contigua al sendero.
La detención
Fue D. Ramón Sánchez quien identificaría a la víctima. El juez, D. Ramón María Mazaira, instruye las primeras diligencias. En el rastreo de la zona aparece una camisa de mujer con manchas de sangre. El cabo López ayuda a poner el cuerpo en decúbito supino. Se perciben importantes detalles: camisa, chaleco y bragueta están desabrochadas, también se ve fuera el otro bolsillo, aunque sin manchas de sangre; un ojal del chaleco está totalmente desgarrado. La cara parece, tras las manchas de tierra, ennegrecida.
Ramón Sánchez es el primero en declarar ante el juez Mazaira, haciéndolo a continuación Christian Phister, encargado del Oriental, y el mozo de dicho hotel, Silvestre García, que fue quien vio a la víctima por última vez. Un confidente, que ejerce de acordeonista en La Patata, informa al cabo López de que dos mujeres habían visto a las dos y media de la noche a la Peizoca y el Correo en actitud sospechosa. Los había visto la Viguesa. «Parecía como si vinieran de la Herradura dando un rodeo -dijo-. Iban deprisa, muy nerviosos.»
Al día siguiente acuden a declarar la pareja sospechosa. Primero lo hace Manuela. Dijo que la noche del 25 había estado viendo la iluminación de la plaza y tras tomar unas cervezas en una taberna del Franco se retiraron a su casa, adonde llegaron a eso de las once. Celestino salió un rato y volvió, pues quería acostarse pronto porque tenía que ir a trabajar de mañana a la panadería de un tío suyo. Pronto comienza a incurrir en contradicciones.
Celestino da la misma versión de los hechos que su mujer, contradicciones incluidas, y niega que ésta se dedicase a la prostitución, aunque reconoce el timo al alemán como un «desliz».
Ala salida de la pareja por la plaza del Hospital se apiña un grupo de curiosos que prorrumpe en gritos de desagrado: «¡Asesinos! ¡Zorra! ¡Malditos! ¡Hija de puta!», dicen entre otras lindezas.
A continuación, ingresan en la cárcel.
El juez prepara una rueda de presos para el reconocimiento por Ramilo de la Peizoca y un careo de la Vidal y la Buján con los acusados. Las dos primeras mantienen que vieron y reconocieron a las 11 de la noche del día 25, y al día siguiente por la mañana, cuando la Buján fue a Pombal 13, oyó a la Peizoca decirle a su marido: «Hemos salido bastante bien de esto».
Paralelo a estas identificaciones, el juez firma la orden de puesta en libertad de los detenidos la noche anterior, como el feriante Enrique Souto, el cantinero José Calvo, la Farolera y Flora López, sirvienta de la taberna, y Alejandro Sanmartín, sin oficio conocido y con antecedentes penales.
Al ser identificada por Ramilo como la mujer que le hizo proposiciones sexuales en la Herradura, la Peizoca se enfurece, le colma de improperios e intenta agredirle. Los periódicos de Compostela y gallegos en general dedican grandes titulares al crimen. El Eco de Santiago ha hecho incluso una edición extra. El día 29 ya se dan los nombres de Peizoca y el Vimianzo como supuestos autores del crimen. Se dice, además, que la familia de la víctima ofrece un importante premio -parece que mil pesetas- a quien ayude al definitivo esclarecimiento del caso o dé pistas sobre los culpables.
No se sabe si a causa de esta recompensa o por qué, pero el caso es que un oficial de la sastrería Riquelme, en Algalia, llamado Constantino Cao, animado por su patrón, se presenta en el Juzgado como testigo de los hechos. Pero el joven sastrecillo desaparecerá posteriormente, dejando sumido al juez en mil y una interrogantes.
Celestino y Manuela continuaban en la cárcel de Santiago, ya con el auto de procesamiento y posterior sumario encima de sus cabezas. Pero antes del crimen de la Herradura tendrían que responder del robo del Alemán, considerado como preparación del otro.
El caso del Alemán
El juicio se celebra en la Audiencia de La Coruña en el mes de septiembre, adonde habían sido trasladados Celestino y Manuela. Es presidente de la Sala l señor Pola; fiscal, el señor Fadón; abogado defensor, D. Manuel Casás.
El relator comienza a dar cuenta:
En la noche del 12 de febrero de 1901, hallándose D. Ignacio Herochmann, de nacionalidad alemana, a la puerta del Hotel Suizo de la ciudad de Santiago, se le acercó Manuela Carreira y dándole cita para un lugar denominado Agro de Carreiras, se apoderó allí de una cartera que él llevaba y que contenía la cantidad de 800 pesetas. Como el aludido tratara de recuperarla, e insistió en recuperarla, alejándose de Manuela, el citado señor vio como se la entregaba a un hombre que no pudo conocer, indicando solamente que llevaba pantalón blanco…
En su escrito de calificaciones, el fiscal pide para Celestino Rodríguez la pena de tres años y para Manuela dos años, además de la devolución del dinero que pudo ser recuperado, apreciando los perjuicios causados en la cantidad de 321 pesetas, incluso el valor de la cartera tasada en once pesetas. El abogado defensor pide la libre absolución de los defendidos.
El fiscal dirá en un momento del discurso:
-¿Qué mujer puede ser la que teniendo así por recursos sus infamias y empleando medios deshonrosos para su dignidad ya perdida desciende el último peldaño de la escala de la degradación y se mancha repetidamente con la afrenta de sus tentativas asquerosas, libertinas, repugnantes? Una degradada.
»Son culpables, eso es indudable y ojalá hubiesen seguido en la cárcel Manuela y Celestino, pues entonces no se hubiera producido ese horrible asesinato cometido en Santiago y por el que ahora están de nuevo procesados esos dos seres dignos de ejemplar castigo, como la ley exige.
Manuel Casás, el abogado defensor, con su particular oratoria, manifestará:
-No seamos inhumanos, practiquemos como buenos cristianos la máxima de sana moral que proclama la compasión para el delincuente: fulminemos anatema contra el crimen, pero pensemos que todos somos hombres, iguales en virtud, pero iguales también en nuestras posibilidades de pecar.
Para el defensor es «un timo gracioso»:
-Veréis que nos encontramos ante una causa vulgar, un timo casi gracioso. Si el alemán hubiera leído El Quijote, quizás recordaría la magistral lectura con que describe el Gobierno de Sancho en su famosa ínsula… Acaso hubiera aprovechado entonces la lección, en lugar de haber caído de tonto en tan depreciada aventura.
El fallo de la sentencia es condenatorio para Manuela la Peizoca, a la que se impone la pena de dos años de prisión correccional e indemnización al perjudicado, absolviéndose a Celestino.
Días después, la pareja sería devuelta a la cárcel de Santiago.
El juicio
A primeros de abril se hace pública la fecha del famoso juicio, que tendrá lugar en Santiago el día 20 de dicho mes. La animación por la causa va in crescendo.
«Los estudiantes de Derecho Penal -dice El Eco de Santiago-, han visitado al presidente de la Audiencia, señor Navarro, pidiéndole que les señalase un sitio en la sala de Audiencia los días que se celebre el juicio por el crimen de la Herradura […]. Parece que no se desistirá de practicar, durante la vista, la visita de inspección ocular al sitio donde se cometió el crimen.»
Días después, dirá El Eco en un significativo comentario:
«¡La hora de la verdad! Ya se ciernen las sombras de la culpa a las luces de la libertad soñada, cosa que no debemos prejuzgar hasta que los señores que han de constituir el Tribunal que castigue o absuelva decidan sobre este proceso, del que tanto se ha hablado, escrito y dicho en todas partes y ocasiones desde que el crimen se realizó […].
»En la noche del 25 de julio de 1901, un rincón de nuestros mejores paseos fue el punto donde se desarrolló el drama horrible que conmovió a la opinión, llenando los ánimos de tristeza y espanto viendo que, en una ciudad como la religiosa Compostela, se perpetraba un delito con circunstancias tan dolorosas en el que medraban la relajación de las costumbres y el vicio en su más repugnante aspecto, con la nota además del escándalo, que con ser tan grande no llegó a manchar con su bajeza y rastrería la nitidez de unos hermosos festejos».
La víspera del juicio, domingo, Manuela, que ha asistido a misa, como todos los reclusos -es de suponer que muchos forzadamente- se pasa todo el día llorando.
Preside el Tribunal D. Juan Navarro, representando al ministerio fiscal el señor Fadón. Actúa como abogado defensor Manuel Casas y como acusador privado D. Ramón Tojo.
Tras el correspondiente sorteo componen el jurado popular: Esteban Caamaño (presidente), Francisco Andújar, Florencio Torrado, Luis Insua, Antonio Cancela, Juan Iglesias, José Bravo, Ildefonso Gallego, José Blanco, Pedro Botana, Francisco Agra y Vicente Laterax, siendo designados suplentes Santiago Asorey y Manuel Beiras.
Toma la palabra el presidente para señalar la importancia de la causa que iba a celebrarse, recomendando al jurado que estuviesen atentos a cuantas pruebas se practicasen. Señaló que el trabajo es largo y penoso y hasta fatigoso.
-Vais a juzgar -añade- a dos semejantes a quienes se acusa de ser autores de la muerte y el robo de D. Ángel Lorenzo Ozores, y este papel os impone deberes penosísimos. Cuantas impresiones recojáis aquí debéis reservároslas. Cuanto suceda y se diga de aquellas puertas afuera debe seros extraño y sólo debéis atender a lo que ocurra dentro de ellas. Así llegaremos al final de estas sesiones y podréis dictar veredicto guiándoos sólo por vuestra conciencia.
Manuela la Peizoca, a la derecha de su marido en el banquillo de los acusados, viste saya negra y chaqueta, pañuelo grande de algodón que sujeta con alfiler largo de cabeza negra. Calza zapatos descotados de tacón alto. Celestino viste traje negro, botines de becerro y sombrero blanco, al cuello lleva pañuelo de seda del mismo color.
Ante la sala abarrotada de público, a pesar de haberse limitado la asistencia por el enorme gentío que esperaba en la plaza, comienza el fiscal señor Fadón la lectura de sus conclusiones provisionales. Para él, los hechos relatados son constitutivos de un delito de robo del cual resultó un homicidio comprendido en el artículo 516, número 1, del Código Penal. En dicho delito han concurrido, además, las agravantes de nocturnidad, y en cuanto a Celestino, hay otra de reincidencia. Por ello los dos procesados deben de ser condenados a la pena de muerte, que habrá de ejecutarse con arreglo a las disposiciones vigentes. Estima el fiscal la responsabilidad civil en 8.552 pesetas.
Añade el acusador privado que Manuela Carreira, dedicada a la prostitución pública o clandestina desde su juventud, estaba habituada a robar, sustrayendo a los que con ella tenían comercio carnal, las carteras en que guardaban billetes y sucesos análogos al acaecido a D. Ángel Lorenzo, aunque de menor gravedad, que corregida por la autoridad gubernativa en Lugo y penada por los Tribunales de Justicia en Viana do Castelo, en Portugal, y por la Audiencia Provincial de La Corona en causa procedente del mismo juzgado de Santiago. También Celestino Rodríguez, sin modo de vivir conocido, fue penado en causa por hurto seguida ante la Audiencia de Soria.
Aprecia circunstancias agravantes de alevosía, nocturnidad y reincidencia. Pide también la pena de muerte, valora do los objetos robados en 2.552 pesetas y en 20.000 los perjuicios causados.
Hay un hecho que resulta curioso: tanto el fiscal como la acusación tasan (con gran diferencia, por cierto) las joyas robadas a la víctima. ¿En qué se basaron para tasarlas si nunca aparecieron?
El defensor de la pareja, señor Casás, establece una primera y única conclusión: de lo actuado en la presente causa, sólo resulta comprobado que en la madrugada del 26 de julio de 1901 apareció el cadáver de D. Ángel María Lorenzo Ozores en un terreno destinado a labradío, lindante con el paseo de la Herradura de Santiago, sin que de los datos y diligencias que obran en el proceso pueda deducirse quién o quiénes hubieran sido los autores de la muerte de dicho señor y mucho menos afirmarse que tengan culpabilidad en tal hecho los reos Celestino Rodríguez y Manuela Carreira Corredoira, por lo cual procede absolverlos con declaración de las costas de oficio.
Se practicará una inspección en el lugar del crimen.
El interrogatorio de Celestino
Comienza el interrogatorio con Celestino Rodríguez. Niega que en la noche del 25 de julio viera a su mujer hablar con Manuel Ramilo, niega haber visto en una cantina a Constantino Cao; reconoce haber comprado el día del crimen una navaja, pero la vendió enseguida ganando una peseta. He aquí otras partes del interrogatorio:
Fiscal: -¿Compró usted en la mañana del 25 de julio unas alpargatas?
Celestino: -Sí señor. Las compré en menos de una peseta.
F: -¿Y en la noche del 25, llevaba usted alpargatas o botines?
C: -Llevaba botines.
F: -¡Hombre! Compra usted por la mañana unas alpargatas porque le aprietan unos botines y de noche se pone los botines.
C: -Es que con la aglomeración de la tarde, tenía miedo a los pisotones.
F: -En uno de los registros de su casa, se recogió un pañuelo con sangre. ¿De qué era esa sangre?
C: -Era de que sangré por las narices.
F: -¿Recuerda usted si también recogieron en su casa un pantalón suyo y unos zapatos que le presentaron en el juzgado junto con una camisa manchada de sangre que se había encontrado cerca del cadáver y que decían era de su mujer?
C: -La camisa que me presentaron no era de mi mujer.
F: -En la cárcel le hicieron a usted un reconocimiento y le encontraron una contusión en una pierna, o una erosión en la pierna izquierda.
C: -No estoy seguro de eso; lo que yo tenía era una quemadura de la plancha en la mano. Sería acaso de haberme pegado con mi mujer.
F: -Entonces, ¿le agredió usted a ella?
C: -Le di algunos puñetazos y una patada.
F: -La noche del 25, entre las 10 y las 11 de la noche, ¿no pasaron usted y Manuela corriendo por Carmen de Abajo y después acortaron el paso en la corredoira y pasaron por delante de la casa de Manuela Vidal Buján en ocasión de hallarse ésta en la puerta junto a su madre, y Manuela casi tropezó con ella?
C: -Eso pudo ser en la noche del 24.
F: -¿Iba corriendo o despacio?
C: -Despacio.
F: -Entonces, ¿en la noche del 25 no pasaron ustedes por Carmen de Abajo frente a la casa de Manuela?
C: -No señor.
F: -¿No es cierto que la madre de Manuela solía llevarles el agua?
C: -Sí señor.
F: -¿Y no es cierto que el 26 por la mañana a la mujer la despidió?
C: -Sí señor, porque no cumplía, y a veces tenía yo que bajar a por el agua.
F: -¿Y no es cierto que la mañana que le hicieron la cuenta su mujer le dijo en un aparte: «Qué bien hemos salido» y usted le respondió: «Cállate, que aún no se sabe»?
C: -No.
F: -¿A qué atribuye entonces que María Buján lo declarara así?
C: -Quizá porque la despachamos.
F: -¿Y no es cierto que la noche del 25, después de conquistar su mujer a Ángel Lorenzo, lo llevó a un lugar próximo al paseo de la Herradura y que cuando allí estaba trató Manuela de apoderarse de la cartera que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta y que cuando la víctima forcejeó para recuperarla, usted, que acechaba cuanto ocurría, le asestó varias puñaladas, una de las cuales le atravesó el corazón?
C: -No señor.
F: -¿Y no es cierto que después de matarlo se agacharon sobre la víctima y se aprovecharon del reloj, su leontina, la botonadura de oro?, ¿y que después huyeron por el camino que conduce a la panificadora y por el Carmen de Abajo y que su perseguida mujer cayó, y que siguieron porque alguien que les tiraba piedras, corriendo jadeantes, ella sin pañuelo, porque se habían dado cuenta de que alguien les viera cometer el crimen?
C: -No señor.
F: -¿Y no es cierto que más tarde, a las dos de la madrugada, y no a las cuatro como usted dijo, salió nuevamente de casa y recorrió varios establecimientos, muy receloso, en busca de quien pensaba usted que lo había visto, para comprobar si los había reconocido, y entonces encontró de nuevo a Lacueva y siguió en su compañía?
C: -No señor.
F: -¿Y no es cierto que las contusiones en la pierna las había causado el interfecto D. Ángel Lorenzo al intentar defenderse del ataque de que lo hicieron víctima, al comprender que iban a matarlo?
C: -No señor.
F: -Nada más que preguntar, señor presidente.
Después siguió el interrogatorio con la acusación privada. Esta, con gran detenimiento y habilidad interrogó a Celestino respecto a las relaciones que tenía con dos procesados del penal de Burgos -Ángel González y Antonio Iturriaga-, lo cual negó el procesado, entre otras cosas, dijo, porque no sabía escribir.
El procesado siguió negando. Explica el hecho de haberse encontrado en su casa un pañuelo manchado de sangre y las manchas de pantalón, por la frecuencia con que sufría derrames por la nariz.
Dijo que su mujer era honrada, antes y después del matrimonio y que las disputas que tenían eran motivadas por los celos de Manuela, ya que creía que tenía una querida.
Afirmó que en la madrugada del 26 se levantó a las cuatro para ir a casa de su tío, el panadero, a fin de ayudarle a amasar.
Al llegar le dijo el tío que no le era precisa su ayuda, y le encargó que fuese al Camino Nuevo a un recado, siendo entonces cuando vio el cadáver de Lorenzo, nunca antes.
Cuando finaliza el interrogatorio del acusador privado, el presidente de la sala, muy circunspecto, avisa a parte del público, diciendo:
-¡Esos que están fumando, si continúan, les impondré una multa de 15 pesetas! ¡Y que se quiten los sombreros!.
A continuación Celestino es interrogado por Casás, quien hace que el acusado repita su versión de los hechos, incluida la hemorragia en las narices.
Habla la Peizoca
Terminada la declaración de Celestino, da comienzo el interrogatorio de la Peizoca. Cuando Fadón le repite la pregunta de las puñaladas al indiano, ella responde impertérrita:
-Mi marido es incapaz de pegar siquiera a un niño de ocho años.
Tal afirmación produce grandes murmullos entre el público, e incluso gritos de «¡mentirosa!» y «¡puta!», por lo que el presidente tiene que imponer el orden.
A continuación se produce este diálogo:
F: -¿No usaba usted camisas de cuerpo fino como una que apareció junto al cadáver?
M: -Todas esas camisas son parecidas.
F: – Pero en su casa aparecieron dos con manchas de sangre.
M (llorando): – Esa sangre era mía, de mis estados, que yo las ponía bajo el colchón.
A continuación, interviene el acusador privado, que insiste sobre el tema de los penados de Burgos, correspondiéndole luego el turno a D. Manuel Casás, quien le pregunta, como a su marido, por sus actividades de los días 24 y 25, repitiendo en líneas generales lo anterior.
A la una de la tarde se suspende la vista. Cuando debía de reanudarse a las tres y media era materialmente imposible el acceso a la sala, pues había que atravesar por medio del gentío que invadía la plaza.
Esperó el tribunal largo rato aparte del jurado y a los peritos y en vista de que no se presentaban y teniendo en cuenta la causa, se decide suspender la vista hasta el día siguiente a las diez de la mañana.
Para evitar que se repita la avalancha, se telegrafía al gobernador pidiendo más fuerzas de la Guardia Civil.
La sesión del día 21 comienza con el informe pericial, siendo llamados a emitirlo los catedráticos Enrique Cuenca Araújo, de la Facultad de Farmacia, y Narciso Carrero Goyanes, de la de Medicina. Las piezas sobre las que se efectuaron las pruebas son una camisa, una saya, unos zapatos y un pañuelo, todo de mujer, y un par de pantalones de hombre.
En las prendas de vestir se advierten manchas de sangre; en el zapato derecho hay unas manchas diminutas, a manera de coagulos, en forma como si hubiesen sido proyectadas por algunas gotas de agua sanguinolenta que al chocar con algún punto o ser proyectadas con fuerza se hubieran depositado en el zapato. El pantalón de hombre, listado negro, de labor, tiene cinco manchas de sangre en la pierna izquierda.
Tras el informe pericial comparece a declarar Christian Phister, encargado del hotel-restaurante Oriental. Dijo que la víctima entró a cenar el día del crimen a las nueve de la noche, saliendo posteriormente; que había oído decir al amigo del muerto, Ramón Sánchez, que aquél había cobrado el día anterior una importante cantidad en la banca de los señores Sanz; señaló también que había oído decir que le gustaban mucho las mujeres.
En su turno, el abogado defensor se centra en el tiempo que había tardado la víctima en cenar, en si semejaba impaciencia, en las relaciones de Concepción, sirvienta de la fonda y antigua novia del indiano, y si era verdad que un camarero había visto al asesinado a las 12 de la noche en una cantina acompañado de una individua apodada Nolanqueira. A esto último respondió que sí, pero que luego reconoció que había sido una equivocación.
Continúan los interrogatorios
Comparece a continuación Manuel Ramilo. Del interrogatorio del fiscal se deduce que fue solicitado por una mujer que pretendió llevarlo el día 24 hacia la Herradura, a la altura aproximada de donde luego aparecería al día siguiente la víctima. Afirmó que en dicha mujer le pareció ver a la procesada Peizoca.
No acude Ramón Sánchez, que está ausente de España, haciéndolo a continuación Manuel López, de la Policía Municipal.
El abogado defensor le pregunta que si cuando encontró los zapatos con algunas manchas para saber si era sangre se pinchó con un alfiler y dejó caer sobre el zapato unas gotas de sangre suya, a lo cual responde el cabo que lo pone en duda. También le interroga sobre la utilización de un niño como testigo, y también de Constantino Cao.
A continuación es llamado José Vázquez Noya, guarda de consumos y primera persona que vio el cuerpo sin vida de D. Ángel. Comparecen luego Silvestre García, camarero del Oriental, quien se ratifica de lo dicho en el sumario, y las Patolas, a quien el abogado defensor intentó confundir en el sentido de que lo por ella narrado no ocurrió el día 25.
La sesión de tarde se abrió a las cuatro, siendo el primer testigo Martínez Soto, el hombre que paseando por la Herradura había oído voces lastimeras. Le sigue Constantino Cao, «el desaparecido», cuya presencia en la sala es acogida con expectación. Dice el joven que en el lugar del crimen vio tres personas. Poco después vio solamente dos, que corrían alejándose del sitio. Eran una mujer y un hombre. Este fue reconocido por Constantino como Celestino Rodríguez. Las afirmaciones, que constituyen un grave cargo para el acusado producen honda impresión en el público.
Siguen en la rueda de testigos los guardias Francisco Freire y Silvestre Daponte; Vicente Pintor, Francisco Santos, panadero y tío del acusado, quien reconoció que el matrimonio se peleaba constantemente; Manuel Lacuera, que fue quien vendió la navaja a Celestino; José Puente, quien le vendió las alpargatas; Andrés Fidalgo, que acompañó a Celestino Cao; Candida Carbajo, novia de Lacuera; Luisa Rodríguez, cantinera y madre de Cao y Santos Pinto, los que vieron el cadáver de madrugada.
El último testigo de la sesión es el niño Fernando Otero, de 14 años. Era el chico que había ido a la Herradura con objeto de recoger faroles y llevárselos para divertirse, habiendo presenciado casualmente el crimen. Niega el niño todo lo que había declarado en el sumario y que su declaración la había hecho atemorizado por el cabo López. Cuando el presidente de la sala dispone que se dé lectura a la declaración prestada por el chico, este comienza a llorar desaforadamente, insistiendo después en que el cabo López le dijo lo que tenía que declarar.
Comienza la tercera sesión con la declaración de Juana Casares, vecina de la procesada, quien asegura que la pareja se llevaba muy bien, y que nunca les vio sangrar por las narices. Le sigue el tabernero Antonio Vidán, en cuyo establecimiento comió Celestino; los directores de las bandas de música municipal y del Regimiento Zaragoza, Juan María López y Francisco Martínez, determinando las horas en que comenzaron a actuar la noche del día 25 así como las distintas composiciones y el horario en que fueron ejecutadas. Se les hace concretar este extremo con motivo de haber manifestado Celestino que estuvo oyendo la música, citando una pieza determinada.
Declara luego José Soto Alvarez, que pasó la noche del día 25 en el paseo de la Herradura, acompañado de Antonio Lois. Cerca del lugar en donde apareció el cadáver de Lorenzo vio a dos desconocidos que allí estaban agazapados, pareciéndole que ambos eran hombres; Vicente Otero, guardia municipal, que recogió de entre un maizal la camisa manchada de sangre; Justo Rivela, responsable de un anónimo enviado al juez en el que acusaba a la Peizoca y a Vimianzo. Dijo haberlo hecho porque estando en Portugal se le acusó del robo de una cartera que luego fue encontrada en poder de Manuela Carreira y al enterarse por la prensa del nombre de los sospechosos creyó que eran ellos los asesinos.
Vicente Sánchez, que en la noche del 25 estaba con su novia paseando por la Herradura. Estando cerca del lugar del crimen, oyó voces de «¡Ladrones! ¡Ladrones!», «¡Que me roban!», viendo inmediatamente después correr a una mujer y a un hombre.
Manuel Sánchez Anido, guardia municipal, fuera de servicio la noche del crimen, atestigua que vio a las nueve y cuarto a Celestino en la plaza de Alfonso XII. Luego interviene Dominga Carrumega, vecina de los acusados; Antonio López, aprendiz de planchador; Manuel Blanco, padre e hijo; Luis Villares, que fue en una ocasión procurador de los acusados, y José García Baños, abogado de la pareja en un caso anterior. Otros testigos, sin aportar datos de interés, declararán en la sesión de tarde.
La sesión del día 23, cuarta, continúa con declaraciones de testigos: José Zas, Jesús López, Andrea Mejuto, madre del niño Fernando Mejuto. Dice la señora que en la noche del día 25 llegó a su casa a las once y encontró dormido a su hijo ante la puerta. Añade que el niño nunca le había dicho que hubiese visto el crimen ni que conociese de éste el menor detalle.
Terminada la prueba testifical, la acusación privada a cargo del licenciado Tojo, hace presente a la Sala que renuncia a la inspección ocular que había pedido se practicase por el Tribunal. La defensa pide en cambio que se practique esta inspección. También, por indicación de la defensa, se hace comparecer a dos presos, quienes declaran que oyeron decir que no había sido Celestino el autor del crimen.
Intervención del fiscal
El fiscal modifica el apartado 4 de sus conclusiones provisionales, apreciando para los procesados las circunstancias de nocturnidad y alevosía, añadiendo para Manuela la de reincidencia.
A continuación, el señor Fadón comienza su informe en apoyo de las conclusiones formuladas.
Para el redactor de La Voz de Galicia que asiste al juicio, «Fadón acometió la acusación con palabra fácil, voz potente y clara y argumentos precisos y elocuentes, diciendo que ha llegado el día de la justicia y las reparaciones». Para otros, las ocho horas que emplea Fadón en su discurso fueron un auténtico ladrillazo, plúmbeo y retórico, capaz de dormir a un insomne.
Tras calificar a los dos procesados como «seres errantes, dedicados a la prostitución, encenagados en el vicio, que han ideado de común acuerdo una manera desconocida en España hasta que ellos la han puesto en práctica, de llevar a cabo espantosos crímenes», se pregunta puritanamente:
-¿Piensan ustedes que estos elementos que se sientan en el banquillo han acudido a las fiestas religiosas, que se les ocurrió entrar una sola vez en el templo, ese gran templo de la religión frontero a este otro de la Justicia? Ni una sola vez…
La quinta sesión comienza el viernes 24 con el informe del fiscal. Dice que se ha demostrado la culpabilidad de los procesados, aun con la presentada por la defensa, de la cual resultaron cargos contra ellos. Demostró cómo de las demás declaraciones se comprueba la verdad de la que prestó Constantino Cao, quien vio como los procesados huían. Desmenuzó las declaraciones de Ramón Otero, que se desdijo en el acto del juicio, asegurando que esto ha dado mayor fuerza a la primera que prestó ante el juez. Quizás el párrafo más exacerbado del discurso del fiscal, con ribetes bíblicos, fue este:
-Si a más no quiso la Divina Providencia, no permitió el Apóstol, cuyos santos restos guarda esta ciudad católica, que tan horroroso crimen quedase impune y tan horrendas personas escaparan a la culpabilidad que les corresponde. Y así, una, dos, tres, cuatro personas y más resultaron estar allí cerca puestas junto al monte Libredón donde el ángel advirtió sobre el cuerpo de Santiago, para advertir y señalar lo que de manera tan sangrienta quebrantaba la ley de Dios.
A las seis y media de la tarde dio comienzo a su oración forense el acusador privado. Más breve que la del fiscal, pero no menos retórica. Éste es uno de los párrafos del discurso, que levantó, asimismo, una gran ovación del público.
-¿Vais, señores del jurado, a consagrar vuestra compasión a esa pareja criminal formada por Manuela y Celestino? ¿No es más merecedor de consideración el pobre don Ángel, que sucumbió a sus criminales manejos? Pensad en la agonía, bajo las armas y las injurias de estos dos asesinos; pensad que murió sin escuchar la palabra de paz y perdón del ministro de Dios que le infundieran aliento para traspasar los umbrales de lo desconocido… ¡Cuánto dolor, Dios mío, por obra de estos degenerados!
La intervención del defensor
El día siguiente, por la tarde, se reanuda la sesión con la intervención del abogado defensor, Manuel Casás. Comienza con un elocuente párrafo:
-Aún resuena en el ámbito de este templo de la justicia el eco de las acusaciones, eco que va alejándose como la tempestad que huye impelida por el viento.
Habla de los primeros años de su vida de estudiante, pasados en Santiago, añadiendo:
-Desconozco ahora este pueblo que a semejanza del romano, pidiendo sangre a Nerón, pídela también en estos momentos.
Casás sufre al día siguiente una indisposición, que motiva la suspensión del juicio, reanudándose el martes 28. Sostiene la inexactitud de la declaración del niño Fernando Otero, sostiene -también- que la declaración de Cao no es cierta. Dice que en una declaración de los agentes de policía de La Coruña se demuestra que los procesados no pudieron cometer el crimen, pues a la hora en que se dice fue aquel cometido estaban en la plaza de Alfonso XII. Recrimina el hecho de que al guardia Anido le hubiesen dejado cesante por haber declarado en favor de los procesados. Hizo un estudio científico de la prueba procesal, señaló que no podía afirmarse categóricamente que las manchas en las ropas fuesen de sangre. Refutó la afirmación de que existiese un delito complejo de robo y homicidio, sino dos, uno de homicidio y otro de hurto separadamente, insistiendo en este punto para evitar la imposición de la pena de muerte.
Acaba diciendo:
-¡Hay dudas señores del Jurado! Como el personaje de lbsen, en estas sombras del proceso tenéis que pedir al sol más sol y a la luz más luz que ilumine vuestras conciencias. Y Dios no permite que la mentira arrolle la verdad.
Tras suspenderse la sesión, el señor Navarro invierte tres horas en su informe, entrando luego el Jurado popular a deliberar sobre las trece preguntas que se le formulan.
Invierte unas dos horas en ello.
Al entrar el jurado en la sala, en medio de una gran expectación, se advierte ansiedad en todos los semblantes. A las doce primeras preguntas se contesta afirmativamente, es decir, considerando que son autores y que concurrieron las tres agravantes de nocturnidad, reincidencia y alevosía. A la vista de ello, el fiscal, señor Fadón, se levanta y pide que, de acuerdo con el artículo 516 del Código Penal, se imponga a los dos reos la pena de muerte, indemnización correspondiente y pago de costas y la accesoria para caso de indulto, de inhabilitación absoluta perpetua. El acusador privado se adhiere a la petición del fiscal. La defensa no dice nada.
Manuela llora desconsoladamente, gritando: «¡Me condenáis siendo inocente! ¡Somos inocentes!». Increpan al fiscal, suplican al presidente: «¡Señor presidente, tenga compasión de nosotros!». Manuela se arrodilla delante del señor Casás: «¡Por Dios, don Manuel, no nos abandone!».
Se les retira de la sala para la cárcel ante un público impresionado. Los magistrados redactan la sentencia condenatoria, que no se lee hasta bien entrada la madrugada. En su parte más importante se dice:
«Fallamos, que debernos condenar v condenamos a los procesados Celestino Rodríguez [sin segundo apellido], alias Correo, y a Manuela Carreira Corredoira, alias Peizoca, a la pena de muerte, que se ejecutará en garrote en esta ciudad de Santiago y en la forma establecida en las disposiciones vigentes, y para el caso de que fueran indultados de dicha pena principal, a la accesoria de inhabilitación absoluta perpetua, si no fuese remitida especialmente por indulto…»
Firman: Juan Navarro, Fermín Moscoso y Fernando Sacristán.
Después de unos meses angustiosos, un indulto real libraría a la pareja, ya en marzo de 1904, de la condena a muerte, pasando ambos a los penales en donde cumplirían las penas de cadena perpetua.
Condena, fuga y epílogo
El 27 de mayo de 1904, La Voz de Galicia publica en su primera página una sensacional entrevista con Celestino Rodríguez, que permanece en la cárcel de Santiago en espera de ser enviado a la pena de cumplimiento de cadena perpetua. Celestino acaba de ampliar su declaración ante el juez.
-Todo pasó ya -dice al periodista-. Sé que tengo presidio para muchos años y no he de negar nada.
»Bueno, pues yo fui verdaderamente quien mató a D. Ángel. Negué mientras fue posible y ahora, que me he librado de ir al palo, ya puedo hablar claro.
»Todo fue muy rápido, tal vez cinco minutos. Manuela quitó al indiano la cartera que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. Se revolvió furioso y dio una bofetada a mi compañera. Oí su voz y me lancé allí. D. Ángel recuperó la cartera. Yo llevaba empalmada la navaja que había comprado a un tal Lacueva. Le di una puñalada. Se volvió y me sujetó un brazo, trató de desarmarme. Tiré de la hoja y le corté dos dedos. Manuela cogió otra vez la cartera. Le di otras dos puñaladas y el americano se cayó. No dio ni un grito. Luego sentimos pasos, Manuela dijo que venía gente y echamos a correr hacia la Panificadora.
Tras una pausa, continúa diciendo:
-A distancia de unos cuatro metros nos cruzamos con una pareja que iba hacia la Herradura. La mujer gritó: «¡Ladrones, ladrones!». Más adelante, enterré la navaja en un maizal, donde apareció.
»Poco después volví, pues había dejado tirada la gorra. Vi a los novios inclinados sobre el indiano, parecían registrarlo. Retrocedí entonces sin coger la gorra. Después, ya con mi mujer, fuimos a la planta del hospital. Allí nos reunimos con dos policías amigos y fuimos a tomar unas cervezas a la calle del Franco.
»A las tres de la mañana fui a hablar con mi tío Francisco (que en realidad no es mi tío). Le rogué que me guardase la cartera. Contenía 2.625 pesetas, varias tarjetas y el retrato de una mujer.
Finaliza la entrevista, diciendo el redactor de La Voz:
«¿Será todo falso? ¿Se tratará de una estratagema? Celestino parece ser sincero y habla con franca impresión. Ya veremos qué hace el Juzgado con el tío Francisco y la pareja de novios de la Herradura».
Sobre 1910, Celestino logrará evadirse del penal de Melilla y, tras una peripecia novelesca, acabará en América.
En julio de 1913, Abelardo Fernández Arias, el Duende de la Colegiata, publicará en la revista madrileña Nuevo Mundo una curiosa entrevista con la Peizoca, efectuada en la cárcel de Alcalá.
El entrevistador le recuerda los hechos del 25 de julio de 1901.
-El indiano se opuso y entre Celestino y usted asesinaron al infeliz que había picado el cebo de caballero. ¿No fue así?
-Así fue -responde Manuela.
En 1926, de vuelta a España, Celestino sería detenido en Órdenes, siendo juez de la localidad el señor Sánchez Guisande. Celestino le confesaría entonces que había comprado al jefe de los guardias municipales de La Coruña para que declarase a favor de su coartada.
Posteriormente, Celestino sería protagonista de numerosas leyendas. Una de ellas dice que iniciado el alzamiento contra la República en julio de 1936 apareció disfrazado de falangista y con nutrido armamento dispuesto a asesinar como aquel lejano 25 de julio de 1901.