El crimen de los novilleros

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El crimen de los novilleros
  • Clasificación: Asesinato
  • Características: Tres novilleros que intentaban torear una res a la luz de la luna fueron acribillados a tiros
  • Número de víctimas: 3
  • Fecha del crimen: 1 de diciembre de 1990
  • Fecha de detención: 1 de diciembre de 1990
  • Perfil de la víctima: Juan Lorenzo Franco Collado, el Loren, de 24 años, Andrés Panduro Jiménez, de 23, y Juan Carlos Rumbo Fernández, de 19
  • Método del crimen: Arma de fuego (escopeta repetidora de cartuchos)
  • Lugar: Cieza, Murcia, España
  • Estado: El ganadero Manuel Costa Abellán y su empleado José Manuel Yepes Palazón fueron condenados el 7 de enero de 1994 a 81 años de prisión cada uno. Manuel Costa murió en 2008. José Manuel Yepes fue puesto en libertad en 2006.
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El crimen de los novilleros

Francisco Pérez Abellán

Tres jóvenes fueron asesinados cuando se disponían a celebrar una sesión de toreo nocturno. Después del crimen se sucedieron las versiones contradictorias y las acusaciones entre el dueño de Charco Lentisco y sus empleados. Por medio hubo un extraño suicidio.

En la finca Charco Lentisco de Cieza (Murcia), donde el empresario papelero Manuel Costa Abellán, de cuarenta años, había cumplido su sueño de convertirse en ganadero de reses bravas, se vivía desde hacía mucho la obsesión de cortar las incursiones de los maletillas y novilleros que saltaban la cerca de los corrales para torear a la luz de la luna.

El propio ganadero había dado orden a sus empleados José Manuel y Pedro Antonio Yepes, de diecinueve y quince años, respectivamente, de estar alerta para impedir que esto siguiera sucediendo.

Manuel Costa tenía una relación muy especial tanto con sus empleados como con el padre de éstos, José Yepes, cabeza de una familia de ocho hijos, el menor de dos años, en cuya casa se hablaba de Costa como del «amo». La noche del 30 de noviembre de 1990, madrugada de luna llena, empleados y amo fueron al domicilio de José, no lejos de Charco Lentisco, que había matado un cordero e invitado a cenar a todos ellos.

Paralelamente, en Albacete, a una hora de camino en automóvil, Juan Lorenzo Franco Collado, de veintidós años, el Loren; Andrés Panduro Jiménez, de veinte, y Juan Carlos Rumbo Fernández, tres jóvenes novilleros, valoraban la posibilidad de aprovechar la buena noche que hacía para «hacerse una luna», esto es, realizar una sesión de toreo nocturno bajo la luna llena, sin el permiso del propietario de las reses.

A tenor de lo hablado, pensaron que lo más apropiado sería correr la aventura en la finca Charco Lentisco con cuyo dueño, uno de ellos, el Loren, había tenido mucho trato por haber sido durante mucho tiempo su apoderado taurino. No obstante últimamente y según declararía Fernando Franco, padre del Loren, las relaciones con Manuel Costa se habían enfriado, llegando este a deberle una importante cantidad de dinero y a prohibirle a su hijo la entrada en la finca ganadera.

De todas formas, los tres novilleros subieron al coche Talbot Solara propiedad del Loren y se dirigieron a Charlo Lentisco convenientemente provistos de trastos de torear: estoques, capotes y muletas, primando en ellos la osadía de la juventud y el romanticismo del riesgo sobre la prohibición legal de estas prácticas que tratan de impedir que los toros salgan toreados a las plazas porque en seguida aprenden a distinguir la figura humana despreciando el engaño del capote.

Se supone que llegaron a la finca, en la que sorpresivamente encontrarían la muerte, sobre las tres de la madrugada. Aparcaron el vehículo no lejos del paraje de Las Lomas y se adentraron a pie. Al poco de comenzar la tienta, fueron descubiertos. Sin que pudieran esperarlo se desató entonces contra ellos una implacable «caza del hombre».

Aunque todo resulta bastante confuso, al menos participaron en dicha caza Manuel Costa y sus dos empleados, portando uno de ellos una escopeta de repetición marca Franchi, intentando acorralarles mientras los jóvenes emprendían la huida en dirección al lugar donde tenían aparcado el coche. Antes de llegar, a unos 300 metros de Charco Lentisco, les dieron alcance.

Bajo la amenaza del arma de fuego, los novilleros se detuvieron y probablemente sin darles tiempo a reaccionar, allí mismo, puesto que los expertos señalan que fueron asesinados a pie firme y no a la carrera, ni intentando escapar, les dispararon a corta distancia en lo que fue un auténtico fusilamiento, recibiendo entre los tres nueve tiros. Juan Carlos Rumbo fue alcanzado por dos tiros, uno de ellos en la cabeza.

Las versiones de los implicados difieren, pero a tenor de las pruebas encontradas, lo más verosímil es que el autor material de los disparos fuera José Manuel Yepes, reputado como buen tirador y participando como «cooperador necesario» Manuel Costa.

Tras producirse las muertes, los implicados celebraron un conciliábulo para deshacerse de los cadáveres. Barajaron varias posibilidades: entre ellas enterrarlos en cal viva y meterlos dentro del coche en el que habían llegado para prenderles fuego. Incluso buscaron durante un rato el vehículo sin encontrarlo. Finalmente Costa llamó a su abogado a Murcia y se presentó a la Guardia Civil.

La primera versión de los implicados fue la inculpación del menor Pedro Antonio Yepes, de quince años, exento de responsabilidad criminal, que aceptó ante el juez ser el único culpable de las muertes, con lo que en teoría su hermano mayor y el dueño de la finca habrían de quedar a salvo. Incluso confeccionó un relato perfectamente argumentado en el que perseguía a los novilleros, les disparaba y acababa con ellos tras haber recargado dos veces la escopeta de repetición, según contaba.

Pero después de algunos acontecimientos y por consejo de su padre, cambió la declaración, inculpando directamente Manuel Costa en los hechos e incluso haciéndole responsable de haber terminado con la vida de uno de los tres asesinados. Precisamente de Juan Lorenzo, que le suplicaba: «No me tires, soy el Loren, por Dios, que me matas», a quien el menor confesaría haber herido pero al que se negaba a rematar porque le conocía y había tenido con él cierta amistad. Fue entonces cuando según la nueva declaración, Costa le incitó a acabar con él, «Pedro, tírale», y al no obedecerle, le arrebató la escopeta y disparó sobre el Loren limpiándola luego con un pañuelo y devolviéndosela.

Esta versión fue radicalmente alterada cuando se descubrieron en la escopeta huellas de José Manuel, el hermano mayor, lo que obligó a cambiar la versión en la que este se declaraba inocente aceptando haber sido quien efectuó los disparos.

Pero siguieron acusando al dueño de la finca, lo que el padre de los implicados justificaba por haber incumplido este un trato con la familia Yepes: darles su cuadra de caballos y veinte millones de pesetas si los chicos se declaraban culpables dejándole a él al margen. José Yepes, antes uña y carne con Manuel Costa, al que admiraba hasta «considerarle una especie de dios», a raíz de supuesto engaño le había declarado pública enemistad.

Los detalles de lo que pasó aquella noche trágica en Charco Lentisco quedarán para siempre en la confusión más absoluta.

Para el fiscal y las acusaciones particulares, en la muerte de los tres novilleros debieron de participar dos tiradores y dos escopetas porque es la única forma en la que se entiende que permanecieron quietos, sin intentar escapar, pese a su complexión atlética y su buena forma física, mientras los asesinaban con una escopeta que necesariamente tendría que dispararles a uno detrás de otro permitiendo que alguno consiguiera zafarse de la muerte. Sólo si se les apuntaba simultáneamente con una segunda arma podrían haberles tenido inmovilizados. En apoyo de esto, los investigadores encontraron en un registro en casa de los Yepes dos cartuchos de postas disparados con una escopeta distinta de la Franchi incautada en Charco Lentisco.

Sin embargo, esta teoría de los dos tiradores con dos escopetas acabaría siendo archivada por el juzgado de Cieza, tres años después de los crímenes, al no encontrar nuevas pruebas para inculpar a nadie.

Pero mucho antes, en abril de 1991, unos meses después de las muertes, se produjo un hecho que añade nuevas zonas oscuras a toda la investigación. Sin que pueda explicarse por qué, fue encontrado ahorcado Jesús Saorín Guillamón, de cuarenta y nueve años, el propietario de la escopeta utilizada en el crimen.

El arma, aunque seguía siendo legalmente de su propiedad, le había sido comprada según testigos por el patriarca José Yepes, en una visita a su casa en la que iba también Manuel Costa. Poco después de probar su buen funcionamiento, Yepes le ofreció treinta y cinco mil pesetas, pero Saorín se negó a dejársela hasta que pudiera traspasarla legalmente. Más tarde debió de cambiar de opinión puesto que la escopeta y una canana con cartuchos era utilizada frecuentemente por los hermanos Yepes, que la noche del crimen la llevaban en prevención de un posible encuentro con los que venían a molestar a las reses bravas.

Pese a la aparente falta de responsabilidad en los hechos Jesús Saorín aparentemente se colgó de un árbol en el paraje conocido como Los Casones de la Atalaya, en Cieza, y su cadáver fue encontrado horas antes del careo que debía haber celebrado con el dueño de Charco Lentisco.

Finalmente, los jueces, tras la vista oral, dictaminaron que la intervención de Manuel Costa, el hombre que mantenía fuertes y especialísimas relaciones de autoridad con los Yepes, fue determinante en el asesinato de los tres novilleros.

Se le encontró culpable de transportar la escopeta en el maletero de su coche y seguir a los asesinados en su coche con las luces apagadas para lograr sorprenderles al regreso de la cena en el domicilio de los Yepes. Igualmente fue hallado culpable de no intervenir para salvar sus vidas cuando los jóvenes fueron acorralados en un cruce de caminos y empezaron a dispararles.

Según el tribunal que le juzgó, Costa permitió que siguieran disparando pese a escuchar la voz de uno de ellos que suplicaba que no le mataran. Por todo ello fue condenado por tres delitos de asesinato a otras tantas penas de veintisiete años de reclusión mayor y a indemnizar a las familias de las víctimas con setenta y cinco millones de pesetas.

Igual pena le correspondió a su empleado José Manuel Yepes, y aunque era convicción general que su hermano Pedro Antonio participó en los hechos, no recibió todo el peso de la ley por ser menor de edad.

Manuel Costa, que estaba en libertad bajo fianza, mientras que el otro implicado se hallaba recluido en prisión, fue sorprendido el 7 de enero de 1994 en la cama de su vivienda de Molina de Segura por las fuerzas del orden que cumpliendo la orden de los jueces fueron a buscarle para ingresarle en la cárcel de Sangonera donde empezaría a cumplir su condena.


Y las campanas doblaron por tres jóvenes toreros

Margarita Landi

Desde hace muchísimos años, los chavales que tienen la ilusión de llegar a ser figuras del toreo, aun conscientes de que en ello pueden perder la vida, han caído en la tentación de saltar la talanquera de un cercado, en el que se encuentran reses de una ganadería brava, para apartarse un toro y darle unos cuantos capotazos a la luz de la luna; no pocos murieron en el intento al ser corneados por la fiera como aquel «pobre aficionao» al que se refería con tanto arte la llorada Conchita Piquer en su Romance de valentía.

Decía el aprendiz de torero de aquel «romance»: «Embiste toro bonito / embiste por cariá /, morir se me importa un pito» y, más adelante: «Aquí no hay plaza ni nombre, ni traje tabaco y oro / aquí hay un niño muy hombre que está delante del toro…» Después fue corneado y, al sentir que se le iba la vida, se despidió así: «Adiós capote de seda que fuiste mi compañero, / morir en esta pelea es cosa de buen torero. Ya vestido de alamares no ha de verme la afición…»

Total, que al fin del romance la inolvidable doña Concha nos decía que: «En San Gil la Macarena vi que lloraba de pena por la muerte del chaval…» En fin, una triste historia que nos ilustra sobre el peligro que corren los seguidores del arte de Cúchares.

Existen otros peligros, tales como recibir una soberana paliza del mayoral, como les ocurrió, por ejemplo, a Belmonte y a El Cordobés, o ser encarcelados, trance por el que han tenido que pasar no pocos, pero, que yo sepa, ningún maletilla ha sido asesinado a tiros, como lo fueron, sorprendidos la madrugada del 1 de diciembre de 1990 (año que fue trágicamente pródigo en sangrientos sucesos espectaculares), Juan Lorenzo Franco Collado, el Loren, de veinticuatro años, Andrés Panduro Jiménez, de veintitrés, y Juan Carlos Rumbo Fernández, de diecinueve.

Dos habían nacido en Albacete y el otro en Murcia. Ocurrió en la finca Charco Lentisco, que se encuentra en el término municipal de Cieza, localidad murciana que está a 56 kilómetros de la capital y es propiedad de Manuel Costa Abellán.

Cazados a la luz de la luna

El viernes 30 de noviembre, día de San Andrés, los tres amigos se despidieron de sus familias para irse a celebrar juntos la onomástica de uno de ellos, Andrés Panduro. Fueron vistos en Albacete a la una y media de la madrugada. Tal vez fue a esa hora cuando, algo eufóricos a consecuencia de unas cuantas copas ingeridas, decidieron hacer -dicen- lo que más les gustaba: torear.

Sin previo aviso, Lorenzo cogió el coche Talbot Solara de su padre y en él emprendieron los tres la marcha hacia la muerte, que les esperaba al final del trayecto, aunque ellos, al parecer, creían que iban a tentar a un novillo en Charco Lentisco. Debieron tardar una hora y media aproximadamente, que fue a la hora que los mataron, según se sabría tras la diligencia de la autopsia.

Lo que allí ocurrió, cómo y por qué está envuelto en brumas de misterio. Sé, eso sí, que fueron acribillados con postas disparadas por una, al parecer, escopeta repetidora, que tuvo que ser cargada más de tres veces, ya que Lorenzo, Andrés y Juan Carlos recibieron una docena de plomos entre los tres. La luna llena, que brillaba en todo su esplendor, iluminó desde el firmamento la matanza.

No sé a qué hora sería cuando Manuel Costa Abellán y el dueño de la finca, avisó a su abogado, Manuel Martínez Garrido, pero sí que a las siete de la mañana éste se personó en el cuartel de la Guardia Civil de Cieza en compañía de Pedro Antonio Yepes Palazón, de quince años, para dar cuenta de lo ocurrido y declarar, muy formalmente, que quien había matado a los tres jóvenes era el menor, que trabajaba en la finca como pastor.

Tan sorprendente declaración sería repetida posteriormente ante la juez de instrucción de Cieza, Pilar Rubio, quien tras tomar declaración también a Manuel Costa Abellán y a José Manuel Yepes Palazón, de diecinueve años, presuntos implicados en los hechos, ordenó el ingreso en prisión de los dos últimos y el confinamiento del menor en un calabozo de la Policía local. José Yepes Saorín también fue arrestado, únicamente para que prestase declaración por haber sido detenido su hijo menor de edad. Por supuesto, la juez decretó el secreto sumarial.

Identificación de las víctimas

Cuando la juez se personó en el lugar del triple crimen, las víctimas sólo pudieron ser identificadas hasta registrar el Talbot Solara, que fue hallado semioculto a un kilómetro más o menos de distancia del lugar en que aparecieron los cadáveres. En el interior del vehículo se encontró la documentación de cada uno y varios capotes nuevos o seminuevos. ¿Se puede creer que pensaran torear sin capotes?

Pilar Rubio permaneció en la finca desde las once de la mañana hasta más de la una y cuarto, acompañada por varios guardias civiles de la Policía Judicial, inspeccionando detenidamente todo el terreno, haciendo mediciones para determinar por dónde habían entrado los tres muchachos, los lugares en que fueron atacados y dónde cayeron abatidos; rastrearon la edificación, la placita y hasta una zona vallada con materiales prefabricados que hacía las veces de chiqueros.

Fue en el campo circundante a la zona edificada donde les sorprendió un inesperado hallazgo: una muleta, un capote y un estoque. Todo ello fue recogido en presencia de la titular del juzgado, que ordenó su traslado al mismo tras examinarlo detenidamente. La razón de que les sorprendiera tal hallazgo fue que en la inspección realizada anteriormente, con la participación incluso de un helicóptero, no se había podido descubrir ningún objeto, sino tan sólo los cuerpos sin vida. ¡Qué extraño!

La mañana del sábado día 1, la delegada del Gobierno en Murcia, Concepción Sáenz, facilitó una nota informativa, para dar cuenta del hallazgo de los tres jóvenes muertos, dando sus nombres y apellidos, sus edades y procedencias.

A primeras horas de la noche del mismo día se hizo público el comunicado, en el que se señalaba que cuatro personas habían sido detenidas en relación con los hechos: el dueño de la finca, empresario taurino, que apoderó a una de las víctimas; un menor, de quince años, empleado de la propiedad; su hermano, de diecinueve años, y el padre de ambos, José Yepes Saorín, para que prestase declaración únicamente por haber sido detenido su hijo menor de edad. De este último detenido dio el nombre y los apellidos, mientras que de los otros tres sólo facilitó los nombres y las iniciales de los apellidos, que no fue posible mantener en secreto debido a que eran bien conocidos en Cieza.

También se había podido saber, por el empleado de una gasolinera cercana al lugar en que se produjeron las tres muertes, la hora: él había oído los disparos sobre las tres de la madrugada. No obstante, la delegada del Gobierno, cumpliendo con la reserva que requería el caso, no precisó a qué hora se descubrieron los cadáveres.

Pero hay algo que no acabo de entender: a pesar de que se sabía que uno de los fallecidos, Lorenzo Franco, el Loren, tenía reseñado en su documento nacional de identidad que era novillero y que, según la primera nota facilitada por la Delegación, se decía que: «Al parecer habían estado tentando reses bravas en la finca» -hecho que había denunciado varias veces a la Guardia Civil-, posteriormente la delegada del Gobierno en Murcia, Concepción Sáenz, diría:

-No puede asegurarse que las víctimas fueran a tentar o hubieran tentado alguna res de esa finca, pero es posible. Tampoco puede afirmarse que fueran «maletillas» ya que, entre otras cosas, «esa profesión no existe» -y después de exponer tan singular opinión, añadió que «se desconocía la hora exacta en que se produjo el tiroteo que acabó con la vida de los tres jóvenes». Y señaló que «en la finca Charco Lentisco existe una «placita» para tentadero de reses y Lorenzo era conocido del dueño de la finca». Aunque no pudo precisar más a tal respecto, comentó que «hasta el momento se desconocía el motivo por el que los detenidos presuntamente dispararon contra los tres jóvenes».

Ahora debo aclarar qué es lo que no acabo de entender; es, simplemente, esto: que la delegada del Gobierno en Murcia dijera: «Tampoco puede afirmarse que fueran «maletillas» ya que, entre otras cosas, esa profesión no existe…» Si se hubiera tomado la pequeña molestia de mirar un diccionario, se habría enterado de que «maletilla», en tauromaquia, es la «persona joven que, desasistido de medios y de ayudas, aspira a abrirse camino en el toreo comenzando a practicarlo, a veces, en las ganaderías o procurando intervenir en tientas, capeas, becerradas, etc.». También se llama «aprendiz de torero».

Por otra parte, me voy a permitir transcribir aquí un párrafo del artículo publicado por ABC el 3 de diciembre de 1990, con el título de «¿Qué hay detrás de los asesinatos de Cieza?» y firmado, nada menos, que por el prestigioso crítico taurino Vicente Zabala, que dice lo siguiente:

«Tres jóvenes toreros -los novilleros también son toreros, aunque no hayan tomado la alternativa- cometieron el gravísimo error en el que al parecer eran reincidentes, impropio de unos profesionales, de intentar entrar furtivamente en un recinto donde había una punta de reses de lidia. No se trataba propiamente de una ganadería, sino de uno de esos lugares donde, al amparo de una bonita plaza de tiendas, se organizan encerronas para celebrar fiestas camperas, comilonas, para celebración de cualquier efeméride que sirva de motivo para instrumentar un capotazo a una becerra, tradición que gusta ejercer a no pocos españoles. Hasta las mujeres bajan a torear al alimón.»

O sea que, de ser así, el dueño de la finca exageró al decir en su declaración que «esos muchachos iban a su finca a molestar al ganado, a estropearlo»… Pero hay algo más: Manuel Costa Abellán había querido ser el apoderado del Loren, para lo que ya había avanzadas negociaciones con su padre, Fernando Franco, quien ha declarado:

-Mi hijo decía que tenía que pasar a la historia como una gran figura del toreo y yo estaba seguro de que sería así; desde muy niño sentía una gran afición. Yo, que he sido banderillero durante muchos años, le di las primeras lecciones y luego se formó en la Escuela Taurina de Albacete. Sólo hablaba de toros y estaba muy puesto en el toreo, y en eso estaba desde hace más de cuatro años. Había participado en varias corridas con picadores en Barcelona y otras ciudades, como Sevilla y Valencia, donde tomó parte con ocasión del Festival del Montepío de toreros… Ya era novillero y estábamos preparándolo para que tomase la alternativa la próxima temporada y convertirse en matador de toros… Pero ya se acabó todo, me lo han matado y con él han muerto todas las ilusiones, todo el trabajo… Yo no puedo comprender cómo alguien puede ser capaz de hacer una cosa así, a sangre fría.

Relaciones amistosas

El conocido subalterno Fernando Franco, que ha formado parte de numerosas cuadrillas, dice que conocía a Manuel Costa Abellán desde hacía cosa de un año y que mantenía relaciones amistosas con él desde que habían sido presentados.

-No es un hombre conocido en el mundo del toreo -explica-, pero hace poco tiempo me dijo que quería montar una ganadería y yo le ayudé, asesorándole sobre lo que debía hacer; hasta compré en Murcia ocho becerras y un novillo y se las dejé en la finca para él, pero con la condición de que los derechos del toreo del novillo fueran de mi hijo, que le conoció, al presentárselo el ex novillero Eduardo García… Nos llevábamos muy bien. En agosto pasado le vimos por última vez mi hijo y yo. Él le dijo a Lorenzo que se encargase un bonito traje de luces y que él correría con todos los gastos en Madrid, pero luego se metió en gastos para mejorar la finca y comprendimos que no podría seguir ayudándonos… La verdad es que, llevándonos tan bien, no me explico lo de matar o inducir a que mataran a los tres muchachos.

Tampoco puede comprender nadie que, siendo ya novillero, el Loren pudiera decidir trasladarse a la finca Charco Lentisco para dar unos capotazos a su novillo a la luz de la luna… Tal vez fuera su deseo, simplemente, mostrárselo a sus amigos, Andrés Panduro y Juan Carlos Rumbo (alumnos de la Escuela de Tauromaquia), ilusionado como estaba porque iba a torearlo en fecha próxima, ya que él sabía el peligro que representa para un torero ponerse delante de una res brava que ha sido tentada en el campo; sabía que el astado tiene mucha memoria y que, cuando sale a la plaza de verdad, desprecia el trapo y se va al bulto como un asesino… Por tal razón quedaron los «trastos de torear» en el interior del coche cerrado. Pero dicen que el novillo fue encontrado fuera del chiquero y de la talanquera, detalle que también resulta sorprendente, tanto como que aparecieran, ocultos en la maleza, una muleta y un estoque… ¿Quién los pondría allí?

Por otra parte, en un principio se dijo que dos de los cadáveres presentaban disparos en el pecho y uno en la espalda, estando separados entre sí a una distancia de 3 a 4 metros y en un barranco que se halla a unos 300 metros de la finca, paraje conocido por Las Cañadas, en una zona próxima a la llamada Venta del Olivo. Los cuerpos sin vida no presentaban más señales de violencia que las propias de los disparos.

En principio, todo hacía suponer que los asesinatos se hubieran cometido en otro lugar, más cercano a la finca, vallada con una tela metálica, o dentro de ella, circunstancia que podría ser revelada por la autopsia; pero no fue así al parecer, ya que oficialmente se ha dicho que los tres jóvenes murieron justamente en el lugar en que fueron encontrados.

No obstante, existe un detalle que obliga a que persista la duda sobre el lugar en que fueron atacados, ya que mientras bajo los cadáveres del Loren y de Juan Carlos Rumbo había mucha sangre, bajo el de Panduro, que fue quien recibió más postas y en zonas de mayor contenido sanguíneo, la tierra casi no estaba manchada. Sólo enrojecida… No deja de ser extraño esto también.

Un clamoroso entierro

El domingo 2 de diciembre, los tres toreros asesinados fueron enterrados en el cementerio de Albacete tras la celebración del funeral. Unas tres mil personas asistieron a ambos actos para testimoniar su hondo dolor e indignación. Durante la inhumación, tras unos minutos de impresionante silencio se oyeron llantos de mujeres, vítores de «¡Torero!, ¡torero!» y aplausos, muchos aplausos.

Entre los asistentes había destacadas personalidades del mundo de los toros, toreros y ganaderos, altos cargos y autoridades; hasta el alcalde de Albacete estuvo presente y dijo: «Este suceso me ha causado sorpresa e indignación. Es increíble que estas cosas puedan ocurrir en estos tiempos, ¡en estos tiempos!; esto pertenecía a otra época y momento.»

Los padres de los interfectos hablaron de cómo se habían enterado de lo ocurrido, de la entrañable amistad que unía a los tres aventajados alumnos de la Escuela Taurina; recordaron que el Loren ya era novillero y que en la pasada temporada había toreado en ciento treinta y cuatro festejos con caballos; que Andrés Panduro había manifestado el viernes anterior, en la delegación de matadores y novilleros provincial de Albacete, su intención de hacerse banderillero. También dijeron los tres padres que estaban decididos a ejercer la acusación particular cuando se celebrase el juicio.

Fue en aquel acto fúnebre donde se hizo patente la indignación tanto de la población de Cieza como la de Albacete, y todas las dudas que les embargan. Se oyeron comentarios como éstos: «No es posible que un chico de quince años sea el autor de esos asesinatos», «ha habido mucho plomo para una sola arma», «no pueden decir que se han equivocado; sabían a quien mataban, porque el terreno de aquella finca es blanco y en una noche de luna llena se puede ver perfectamente a una persona a 200 metros, ¡se ven hasta los conejos!», «dicen que les dispararon a cuatro metros, a bocajarro».

En definitiva, está claro que, desde un principio, se ha generalizado la sospecha de que el bárbaro asesinato de los tres toreros es un asunto muy turbio, que la autoinculpación del pastor de quince años no «cuela» y que es inadmisible que pretendan hacer creer que no sabían a quien mataban, porque al menos el Loren era bien conocido tanto por el dueño de la finca como por sus dos acompañantes. Lo ha dicho Fernando Franco:

-Manuel Costa había llegado a ser mi amigo; mi hijo y yo hemos comido varias veces en su casa y todos le conocían bien, tanto él como todos los que trabajan para él y estoy seguro de que esos dos chavales no actuaron por su cuenta, sino a las órdenes del amo y hasta creo que esa noche había más gente en la finca, y desde que se produjo la matanza hasta que fue el abogado con el menor a dar cuenta a la Guardia Civil, tuvieron cuatro horas para preparar su coartada.

¡Dispara!, ¡dispara!

Tres familias han quedado destrozadas por esta salvajada cometida contra aquellos tres muchachos valientes, ilusionados con alcanzar la gloria de jugarse cada tarde la vida frente a los toros; no merecían una muerte tan vil, no la merecían, aunque les hubiera sorprendido tentando a una res, que no fue así, porque habían dejado los «trastos» de torear en un coche cerrado con llave y aparcado a 1 kilómetro de distancia.

Pero hay otra familia herida también por la tragedia: la familia Yepes-Palazón, un matrimonio con ocho hijos, dos de los cuales -Pedro Antonio, de quince años, y José Manuel, de diecinueve- están seriamente implicados en el asesinato. El padre, José, de cuarenta y siete años, es analfabeto y trabaja a jornal en lo que puede. Les conocen por «los ricoteños», debido a que José nació en Ricote, pueblo cercano a Cieza. Viven en una casa vieja, sin luz eléctrica ni agua corriente, que les ha dejado una familia para que «echen una mirada a su campo».

Interviú se entrevistó con esta familia, humilde, poco sociable, pero dolorida, abrumada por la desgracia. José Yepes Saorín se explayó con el periodista:

-Mi hijo Pedro me confesó que el amo les había dicho que se callaran. De madrugada vino a buscarme el señor Costa con Pedro Antonio para llevarme hasta donde estaban los cadáveres y se acercó a ellos para que los viera a la luz de los faros. Me pidió que los mirase, a ver si conocía a alguno. Yo pensé que si tocaba tan sólo a uno me meterían en la cárcel y quise marcharme de allí en seguida, pero él nos ordenó que no nos moviéramos, que iba en busca de su abogado. Tardaron dos horas en volver. No sé lo que habrían hablado, pero nos dijo que no nos preocupáramos y que mi hijo siguiera en lo suyo. Fue mi hijo Pedro el que disparó… Así me lo contó él mismo, y que cuando llegó su hermano Manuel le quitó la escopeta al dueño de la finca, que la estaba limpiando con un pañuelo; el dueño había ido en su coche después de darle a Pedro el arma.

Y José Yepes terminó su larga parrafada así:

-Cuando Manuel le quitó la escopeta, el amo les dijo que se callaran, que no dijeran nada a nadie, que él tenía dinero y un abogado para defenderlo todo y que nadie supiera lo que había ocurrido realmente. Luego, en la primera declaración que hizo en el juzgado, dijo que mis hijos no trabajaban para él, pero ya ha retirado eso que dijo.

Tras esta explicación, José Yepes comentó lo que puede ser la clave de este enigmático asunto:

-Mi hijo Pedro me dijo la verdad: «Papá, el amo me dijo: ¡Dispara, dispara!, y él salió con el coche, dio la vuelta y bajó por el camino.» Los toreros no pensaron que podía llevar un arma como la que llevaba, pero el patrón tenía que haberla dejado en el coche y no dársela al crío o dejar que él la cogiera. Él era la persona de responsabilidad.

Resulta que la escopeta, una Frenchi-Llama 500, semiautomática o repetidora, no es propiedad del señor Costa, sino de un albañil que estaba realizando un trabajo en Charco Lentisco, al parecer en la placita destinada a celebrar capeas: José María Hernández, apodado Perrote, que, según ha dicho, «cuando iba a trabajar se la llevaba por si encontraba algún conejo»… No deja de sorprender que esa escopeta, del calibre 12, estuviera cargada con postas, munición nada apropiada -que yo sepa- para cazar conejos; pero más sorprendente todavía es que Manuel Costa la llevara aquella noche en su todoterreno Toyota.

Por cierto que eso de que «el amo». tras ordenar al chaval que disparase, siguiera con su coche por el camino, parece que da la razón a quienes opinan que los tres muchachos pudieran ser perseguidos por un coche (cuyas rodadas quedaron marcadas en el camino) para hacerlos llegar a donde estaba esperándoles la escopeta asesina.

Algo más, y muy importante, dijo José Yepes:

-Yo no voy a juzgar a los muertos, porque quizás era la primera vez que venían. Y lo siento especialmente por el Loren, que le conocía bien y era un buen chaval. Con mis chiquillos había estado. Ahora se llevaba mal con el jefe. No sé por qué tenían problemas entre ellos. A los otros no los conocía. Fuera como fuera, eran seres humanos. Ahora aquellos padres están sin hijos y mi casa hundida. No porque esos padres estén sin hijos yo estoy mejor que ellos. Lo que ha ocurrido lo siento más que nada en el mundo. Pero a mí me ha caído la ruina encima.

¿Dispararon los dos hermanos?

El martes día 4, la titular del juzgado de Cieza ordenó el traslado de Pedro Antonio Yepes al Tribunal Tutelar de Menores de Murcia, por haber pasado las setenta y dos horas reglamentarias arrestado en un calabozo municipal. El menor, con la cabeza tapada, fue custodiado por la Guardia Civil hasta el coche del mismo cuerpo, en que sería efectuado el transporte.

El miércoles sería reintegrado a Cieza, ya que la juez, Pilar Rubio, decidió tomar declaración esa misma mañana a los tres implicados. Los interrogatorios duraron hasta las diez de la noche, y tan larga sesión deparó una sorpresa a los numerosos enviados especiales de los medios de comunicación y un bien nutrido grupo de vecinos que aguantaron impasibles tal espera.

Más de media hora después de que Manuel Costa y José Manuel Yepes salieran custodiados por la Guardia Civil, lo hizo también del juzgado su titular, quien improvisó una rueda de prensa en la calle para manifestar que les había levantado la incomunicación a los detenidos, así como el secreto sumarial; al mismo tiempo, dijo que José Manuel Yepes se había declarado autor de los disparos y que si su hermano menor se había autoinculpado anteriormente había sido sólo para encubrirle a él.

La juez dijo haber decretado el ingreso del dueño de la finca y su joven empleado en la prisión provincial de Murcia, mientras que el menor pasaría a disposición del Tribunal Tutelar de Menores. Al ser preguntado sobre los móviles del triple crimen, Pilar Rubio tuvo que reconocer que, de momento, no se conocían, aunque todo podría girar en torno a la suposición de que la noche en que se produjeron los hechos el ganado de Charco Lentisco había sido molestado.

Añadió la juez que, por un informe de balística que le había sido facilitado por teléfono, en el tiroteo sólo se había utilizado una escopeta, así como que «no es cierto que una de las víctimas presentase disparos por la espalda, ya que se trataba de una raspadura en un hombro y un glúteo».

A pesar de lo que, a tenor de lo que dijo la juez, parecía poner en claro la autoría de los tres asesinatos, el caso sigue bastante embrollado, ya que el menor, Pedro Antonio, se autoinculpó desde el primer momento y lo sigue haciendo, mientras que su hermano mayor, José Manuel, sólo lo hizo al final y, según dice su abogado, Jesús Trillo, «para que se levantara el secreto del sumario y la incomunicación de los tres detenidos». Cabe recordar lo que Pedro Antonio le dijo a su padre: «Papá, el amo me dijo: ¡Dispara!, ¡dispara!»… Además, se ha podido saber que al declarar ante la juez de Instrucción y Primera Instancia de Cieza dijo que «no tuvo miedo y que a él podrían matarle, pero que él se llevaría a alguno por delante».

Según este muchacho de quince años, «estaba dispuesto a seguir disparando, mientras hubiera cartuchos». Por otra parte, se sabe de buena fuente que en tales declaraciones aseguró que «había matado a tres, pero si hubieran sido nueve los habría matado también».

Según el prestigioso abogado murciano, Jesús Trillo, «José Manuel Yepes Palazón se declaró inocente desde el principio y se autoinculpó después para proteger a su hermano porque estaba convencido de que al llegar éste a los dieciocho años iba a la cárcel nada más salir del reformatorio». Hay que tener en cuenta que mientras Pedro Antonio dijo que «recargó una vez el arma y gastó en total nueve cartuchos, porque le sobró uno en la escopeta» -cuando lo cierto es que en la zona del tiroteo se encontraron once cartuchos percutidos y uno sin percutir-, José Manuel se equivocó al referirse a las veces que disparó, que según él fueron menos, así como a los impactos que presentaba cada cuerpo.

También ha comentado el abogado, señor Trillo -harto conocido en las salas de lo penal de Alicante, Albacete y Murcia-, que «cuando se procedió a la reconstrucción de los hechos su cliente, José Manuel, retiró su autoinculpación y aclaró lo que realmente ocurrió aquella noche», y se queja de que «para la juez todo lo que se alegue para demostrar que José Manuel no disparó se retira, se desestima, se excluye, se evita o se elimina, tachándolo de falso»… Para él -dice-, «eso es ir en contra de la presunción de inocencia».

Debo aclarar que, por lo que sé, a pesar de que la defensa sugirió a la juez que esperase a la próxima noche de luna llena para llevar a cabo la reconstitución de los hechos, ésta decidió hacerlo a primeras horas de la mañana, con lo que no fue posible demostrar, al menos, si las víctimas pudieron haber sido reconocidas o no, tras lo cual hizo Jesús Trillo este comentario: «Era como reproducir un atraco sin pistola.»

A mí me sorprende todo lo relacionado con la escopeta semiautomática o repetidora:

1.º Que su propietario, el albañil José María Hernández, Perrote, se la llevara cuando iba al trabajo, «por si salía algún conejo», cargada con postas, munición poco idónea para tal clase de caza… Claro que no sé de qué tamaño son esas postas, ni si los cartuchos son de 12/70 milímetros. Tengo entendido que las postas se usan preferentemente para la caza mayor y en tal caso los cartuchos llevan una carga de cinco a seis postas.

2.º ¿Por qué, al terminar su jornada laboral, dejaba la escopeta en una caseta, donde guardaba sus útiles de trabajo?

3.º ¿Por qué, esa infausta noche, el dueño de la finca llevaba en su todoterreno Toyota esa escopeta y con abundante munición?

4.º Puesto que en 1989 se promulgó una Ley de Caza, por la cual es obligatorio incorporar al cañón de tal clase de escopetas un adaptador para que sólo puedan llevar dos cartuchos en la recámara y otro arriba, ¿se pudo disparar doce cartuchos sin necesidad de recargarla más que una sola vez?… Me extraña, pero pienso que debió ser así, ya que de haber tenido que recargar tres veces, tal vez no hubiera sido tan fácil matar a tres muchachos que estaban entrenados para correr como gamos, porque alguno hubiera podido escapar con vida en esos recesos.

Me temo que en este ir y venir la patata caliente de las manos de un hermano a las del otro se llegue a aceptar como buena la versión dada por el menor y, en consecuencia, dentro de pocos meses estén todos en la calle; vamos, que nunca se llegue a conocer al autor material de la muerte de tres muchachos que sólo soñaban con ser toreros. Ojalá me equivoque y el culpable pague por ello.

En enero de 1991, pusieron en libertad bajo fianza de cinco millones de pesetas a Manuel Costa, dueño de la finca. Y, días después, se dictó auto de procesamiento contra José Manuel Yepes y el mismo Costa.


Lunas de sangre

Juan Diego Quesada – Elpais.com

15 de agosto de 2010

Tres novilleros de Albacete murieron acribillados a tiros en 1990 en la finca Charco lentisco, donde fueron a «hacer la luna». Uno de los condenados por la matanza ya ha fallecido y el otro está libre.

El capitán de la Guardia Civil Francisco Mazuecos aseguraba hace años que nunca había visto a nadie describir de manera tan fría una matanza. El asesino lo hacía como si se refiriese a una batida de caza. El abogado José María Stampa tampoco vislumbró nada de piedad en el quinceañero Pedro Antonio Yepes y durante el juicio le preguntó si se sentía arrepentido por lo que había hecho. «No», dijo tan tranquilo. «Si eso es cierto, usted sería lo que los psiquiatras llaman un desalmado. Exactamente eso, uno que no tiene alma», le reprochó el letrado.

El horror que narraba el joven Yepes, con una pronunciada tartamudez, se produjo durante la madrugada del 1 de diciembre de 1990 en un caserío a las afueras de Cieza, en la provincia de Murcia. Esa noche, tres novilleros de la escuela taurina de Albacete se habían colado en la finca Charco Lentisco con la idea de torear una res a la luz de la luna.

El dueño del lugar, Manuel Costa, acompañado de dos empleados, escuchó de lejos un ruido de cencerros y se acercó hasta allí con las luces del coche apagadas. Quería sorprender a los furtivos. Se bajó sigilosamente del vehículo, abrió el maletero y permitió que sus secuaces cogieran una escopeta repetidora Franchi con la que se inició la persecución de los maletillas.

Lorenzo Franco, conocido como el Loren, Andrés Panduro y Juan Carlos Rumbo huyeron campo a través, pero minutos más tarde fueron acorralados en un cruce de caminos. José Manuel Yepes y otra persona que nunca llegó a ser identificada abrieron fuego contra ellos, según la sentencia dictada por la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Murcia. El primero de los catorce disparos reventó la cabeza de uno de los novilleros y el último arrancó media cara a otro. Uno de ellos, con un resquicio de vida, reconoció a uno de sus ejecutores, con el que había montado anteriormente a caballo, y suplicó por su vida: «¡No dispares, soy el Loren!». Un tiro de gracia lo remató.

El nombre de Charco Lentisco ya no existe. Cuando se baja por la carretera de Cieza se llega a un camino que da entrada a la finca Los Casones, como el nuevo dueño, Salvador Magastoso, ha rebautizado el lugar. Sigue habiendo una ganadería, caballos, toros y maleza. El hijo de Magastoso se presta con amabilidad a enseñar el recinto, que se alquila ahora para celebrar despedidas de soltero. Hay cámaras de seguridad por todos lados. Acto seguido se acerca con su coche de campo al cruce de caminos donde los novilleros sufrieron la emboscada.

-¿Dónde ocurrió la matanza?

-«Fue justo ahí», dice señalando unos matorrales, junto a un poste de la luz y unos melocotoneros.

-¿Por qué compró la finca?

-«Nos costó mucho decidirnos», dice sentado al volante. «Fue una muerte tan a sangre fría que da escalofríos pasearse por aquí sin más».

Por lo pronto, al adquirir la hacienda pintó de amarillo el caserío, antes blanco, y quitó unas cercas que daban sensación de encierro al campo. «Le queríamos quitar el olor a muerte al paraje», señala, poco antes de que anochezca en la finca.

Lo que ocurrió aquel día sigue siendo un enigma. ¿Por qué tanta violencia con los novilleros que simplemente iban a hacer la luna? Es cierto que esta práctica invalida a las reses para la lidia. Pero hubiese bastado con unos garrotazos, en opinión de la gente de la zona. ¿Por qué los capotes aparecieron perfectamente doblados en el coche en que habían viajado los novilleros? ¿Por qué disparar a sangre fría al Loren, torero al que había apoderado en su día el ganadero Manuel Costa? Poca gente cree que el móvil fuese la ira que sentía el ganadero por las incursiones en sus corrales.

El encargado de cuidar la finca era entonces José Yepes, un hombre rudo, con fama de violento, gustoso de llamar amo a Costa. En un primer momento, Pedro Antonio, su hijo de 15 años, se declaró único autor de la matanza, pero después su hermano José Manuel, de 21, corrió con toda la culpa. Al progenitor, que nunca llegó a decir realmente lo que ocurrió aquella madrugada de plenilunio, se le sitúa como un personaje clave en la trama.

La escopeta repetidora con la que se había dado muerte a los novilleros pertenecía a José María Hernández, alias Perrote, albañil de profesión, al que se la había vendido a su vez Jesús Saorín, apodado el Ricoteño, por 35.000 pesetas. Supuestamente Perrote sólo era un testaferro, ya que el arma iba a ser para Manuel Costa, cazador sin licencia. El misterio de a quién pertenecía la escopeta nunca llegó a desvelarse. La noche antes de que fuese a declarar en el juicio, el Ricoteño se ahorcó de un árbol en un lugar conocido como Los Casones de la Atalaya. La segunda escopeta con la que se fusiló a los jóvenes matadores ni siquiera apareció y la identidad de esa persona que la empuñaba no llegó a desvelarse.

El crimen de los novilleros ha marcado a Cieza, de 35.000 habitantes. Allí se habla de líos de faldas, deudas y hasta de tráfico de drogas. La única verdad, sin embargo, es que José Manuel Yepes y Manuel Costa fueron condenados a 81 años de cárcel, 27 por cada uno de los asesinatos. Se incluía el pago solidario de 150.000 euros para cada una de las familias de las víctimas. Estas nunca han recibido ese dinero.

Y seguramente nunca lo recibirán. La Audiencia de Murcia condenó en 2008 a tres personas, entre ellas a Josefa, la viuda de Costa, por participar en la compraventa de bienes del ganadero. Con esa treta se evitaba el pago de las indemnizaciones. En esa sentencia se anularon las escrituras de varias fincas de Costa, entre ellas las de Charco Lentisco.

Sin embargo, el Tribunal Supremo ha considerado este año que no está demostrado que los compradores de los bienes del empresario lo hicieran de mala fe y, por ende, las escrituras tienen validez. A las familias tan solo les queda pedir amparo ante el Constitucional. «Nos han tendido la misma emboscada que hace años les hicieron a ellos. Nos han rematado», afirma Carmen, la madre del Loren, que iba a tomar la alternativa al año siguiente. «Si esto queda así es una vergüenza y es como si pisaran su tumba», señala con desgarro la hermana de Rumbo, Ana.

El ganadero Manuel Costa, hombre que había hecho fortuna en poco tiempo, marido de una mujer guapa que hacía topless en mitad del campo, tan solo cumplió 13 años en prisión, beneficiado ampliamente por las reducciones de pena. Murió de un infarto poco tiempo después. La viuda y un hijo que tenía ocho años cuando ocurrió todo rehicieron su vida en un pueblo cercano, Molina de Segura. En este tiempo se han dedicado a deshacerse del patrimonio del empresario, el mismo que soñaba con tener la ganadería más hermosa de la provincia. Nunca vio cumplido ese deseo, y de Charco Lentisco no queda más que una vieja plaza de toros donde se celebran capeas.

Los otros implicados en la matanza, los Yepes, han seguido viviendo en la comarca a pesar de la tragedia. Se dedican a la compra y venta de ganado, caballos, perros. Hoscos, con fama de violentos, son temidos en el pueblo. No son pocos los bares en los que les tienen prohibida la entrada. Y más de uno se ha llevado un correctivo por recordarles la noche de Charco Lentisco.

José Manuel, el considerado autor de los disparos, cumplió condena en los centros penitenciarios de Sangonera la Verde, Picassent, Villena y Fontcalent. A los 16 años y medio quedó en libertad y volvió a los paisajes abruptos de Cieza. Callado, tímido aunque con malas pulgas, se ha empleado en el campo como pastor, su vieja profesión, y últimamente ha ganado dinero echando horas en la construcción.

El patriarca de los Yepes, José, va de aquí a allá con un viejo Mercedes Rojo. Duerme en un chalé sin agua ni luz que fue expropiado a unos morosos en la vega, frente a unos contenedores de basura.

Es una de las pocas personas que pueden desvelar el misterio, pero prefiere callar. Las crónicas de hace 20 años cuentan que el capataz de la finca ejercía un poderoso dominio sobre sus hijos. Le señalan como el personaje maquiavélico de esta historia. Hoy llega a medianoche, se baja del vehículo e intenta abrir la verja de su vivienda.

-¿Qué ocurrió realmente esa noche en Charco Lentisco?, pregunta el reportero.

-Voy a darle de comer a mis perros.

Es lo único que acierta a decir Yepes. Luego, con gesto hosco, se da media vuelta y se adentra en la más absoluta oscuridad.


El crimen de los novilleros

Ricardo Fernández

19 de diciembre de 2010

Las reses bravas cabecearon, inquietas, cuando el estruendo de una sucesión de catorce disparos quebró de un mismo golpe el gélido silencio de la madrugada y las almas de tres chavales. Eran dos hombres quienes empuñaban las escopetas y ambos dejaron en los cadáveres su particular firma de fuego para quien supiera o quisiera leerla: una rúbrica perfilada por pequeños perdigones que atravesaron las ropas y los cuerpos en sentido claramente descendente; la otra, trazada con bolas de plomo de grueso calibre que abrieron las carnes en una trayectoria paralela al suelo. Dos armas. Dos tipos de munición. Dos trayectorias diferentes. Dos autores materiales para un triple asesinato.

Han pasado veinte años desde aquel 1 de diciembre de 1990 que abrió una de las páginas más trágicas de la historia negra en España: el denominado «crimen de los tres novilleros» o «crimen de Charco Lentisco». Han pasado veinte años y sólo uno de aquellos dos hombres ha purgado sus culpas: José Manuel Yepes Palazón, por entonces un joven empleado de la finca, que fue condenado a 81 años de cárcel por los tres asesinatos. El otro sigue sin tener rostro. De llegar a ser identificado, cosa ya harto improbable, de bien poco serviría. Han pasado veinte años y el crimen ha prescrito.

Fue necesario llegar a juicio -«¡manda huevos!», habría sentenciado el jurista Federico Trillo- para que los tres experimentados magistrados que conformaban la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Murcia, Carlos Moreno Millán, Francisco Carrillo Vinadel y Abdón Díaz Suárez, supieran interpretar lo que el sumario 1/1990, abierto cuatro años antes por la titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Cieza, Pilar Rubio, ya dejaba traslucir desde la página 342, perteneciente al Tomo II, con la que se iniciaba el informe sobre las autopsias. Un documento de 47 páginas, emitido por los forenses apenas 24 días después de perpetrados los asesinatos, en el que ya se reseñaba con todo detalle que los proyectiles eran de dos tipos bien distintos -perdigones y postas- y que los orificios en los cuerpos se agrupaban en dos tipos de trayectorias bien diferenciadas. Datos más que suficientes, en apariencia, para haber sospechado en ese mismo instante de la presencia de dos escopetas y, con ello, también de dos tiradores.

No fue, así pues, hasta el 7 de enero de 1994, día en que la Sala leyó su sentencia, cuando estos tres jueces ordenaron que se iniciaran gestiones dirigidas a identificar al segundo autor material del crimen. A la persona que, junto a José Manuel Yepes, acribilló a sangre fría, en una helada noche de luna llena, a los novilleros albaceteños Juan Lorenzo Franco, el Loren; Andres Panduro y Juan Carlos Rumbo. Pero era demasiado tarde. A esas alturas, la investigación, como los cuerpos, estaba putrefacta. Hedía cada uno de sus tomos por la sucesión de versiones diferentes, sesgadas, contradictorias, incompatibles…, aportadas a lo largo de muchos meses por sospechosos y testigos.

Una madeja que no estaba demasiado liada en su origen, pero que se había ido enmarañando con cada nueva diligencia, con cada toma de declaraciones, con cada pericial de oficio o de parte…, y que cuatro años más tarde el nuevo juez de Instrucción 1 de Cieza, Antonio Videras, ya no fue capaz de desenredar.

Ahora, al cabo de los cuatro lustros transcurridos desde el crimen, ya sólo queda lugar para el lamento, muy especialmente de los familiares de los tres fallecidos, que con cada novedad sobre el asunto ven reabrirse las llagas con que el dolor ha lacerado tantas veces sus corazones: la puesta en libertad de un implicado, la salida de prisión del principal condenado, la sentencia que les impedirá cobrar cualquier tipo de indemnización… La noticia con la que ahora se han dado de bruces no es más agradable que las anteriores. Es la que se deriva, simple y llanamente, del artículo 131 del Código Penal: «Los delitos prescriben a los 20 años, cuando la pena máxima señalada al delito sea prisión de 15 o más años».

Algo que, traducido a este caso, significa que el segundo asesino, por mucho que hoy mismo pudiera ser identificado, no podrá ser procesado, juzgado, condenado ni encarcelado. Que jamás purgará sus terribles culpas. Que es un hombre libre. A salvo. Impune. Sin otra amenaza ni carga sobre su persona que las derivadas de su conciencia, si algo en ella funciona todavía.

¿QUÉ OCURRIÓ AQUELLA NOCHE? – Acorralados y masacrados

El Loren, Panduro y Rumbo eran tres novilleros de la Escuela Taurina de Albacete que el 1 de diciembre de 1990 decidieron ir a «hacer la luna» a la finca ganadera de Charco Lentisco, en Cieza. La elección estaba lejos de ser casual. El Loren y sus padres habían mantenido durante años una relación de estrecha amistad con el dueño de la propiedad, un industrial de Molina de Segura, Manuel Costa Abellán, que había hecho rápida fortuna con el papel de impresoras y que desviaba parte de los dineros a satisfacer su afición a los toros. De esta forma, soñaba con tener una ganadería de reses bravas de cierto renombre y además había apoderado al Loren, a quien sufragaba las novilladas y para quien había encargado incluso un caro traje de luces en Madrid.

Todo fue bien hasta que la relación, por razones nunca del todo aclaradas, se rompió y avinagró, dejando paso a la desconfianza, los recelos y las ansias de venganza. Todo apunta a que, de alguna forma, a partir de ese distanciamiento, el torero en ciernes que era Juan Lorenzo Franco había convertido la finca de su antiguo apoderado en escenario preferente de algunas correrías nocturnas, en las que se soltaba el ganado por los campos, se mezclaban reses bravas con mansas y se lidiaban novillos a la luz de la luna llena.

Huelga decir que aquellos hechos no eran bien acogidos por el empresario ni por su gente de confianza, un ricoteño afincado en Cieza, de nombre José Yepes Saorín, y dos de sus hijos, José Manuel, de 19 años, y Pedro Antonio, de 15, a quienes tenía empleados en la ganadería.

La noche de autos cenaron todos ellos en casa de José Yepes y, entre la una y las tres de la madrugada, conscientes de que había luna llena y que era momento propicio para una nueva invasión de la finca, Manuel Costa, José Manuel y Pedro Antonio se dirigieron en coche hacia Charco Lentisco, acompañados además por la esposa y el hijo menor del primero.

Apenas habían metido el Toyota Celica por el camino de acceso cuando observaron las reses removidas y tres figuras humanas corriendo entre ellas. Descendieron de un salto los hermanos Yepes, cogieron una escopeta Franchi que habían guardado en el maletero, e iniciaron campo a través la persecución de los intrusos. Ya en los primeros momentos alguno de ellos resultó herido por los disparos, como Andrés Panduro, quien recibió el impacto de decenas de perdigones en sus gluteos.

Aterrados, lacerados por los plomos, los maletillas fueron acorralados en un cruce de caminos, distante unos 300 metros de la finca. Sobre un talud de tierra, en el borde de un huerto de almendros, se situó José Manuel Yepes, lo que le confería un dominio total sobre un escenario nítida y fantasmagóricamente iluminado por la luna llena. Abajo, en pie sobre el camino mismo, el «asesino sin rostro», un hombre bien conocido sin duda de Costa y de sus empleados, había cortado a su vez la carrera de los tres novilleros llegando desde un sentido opuesto.

«Allí todo eran gritos: ¡mátalos!, ¡no los mates!, ¡dispara!… Se volvieron todos locos y a mí se me fueron los nervios», confesó más tarde ante la juez José Manuel Yepes, describiendo con toda crudeza esos instantes previos a los disparos en los que pareció suspenderse el tiempo sobre las escarchadas ramas de los almendros.

Doce disparos hizo el chico, que impactaron en las cabezas, en los hombros, en las bocas, en los brazos… de los jóvenes albaceteños. Al menos dos más realizó el otro asesino: dos cartuchazos de postas, realizados en apariencia por una escopeta clásica de dos cañones, de las que no expulsan automáticamente las vainas vacías. Sacó los cartuchos ya disparados y se los debió de guardar en un bolsillo, pues, al contrario de lo que ocurrió con los percutidos por José Manuel Yepes, que empuñaba una Franchi semiautomática, no fueron hallados en la zona.

A su vez, Manuel Costa, que había llegado al lugar al volante de su Toyota, «nada hizo por impedir los asesinatos», según se recogió en la sentencia, pese a las súplicas del Loren, que gritaba su nombre y clamaba clemencia.

¿ERRORES EN LA INVESTIGACIÓN? – Todo falló desde el principio

La investigación de los hechos quedó viciada desde un primer momento por varias circunstancias. La primera de ellas, el hecho de que los asesinos, después de cometido el crimen y haber barajado y desechado varias opciones para hacer desaparecer los cuerpos, como quemarlos y enterrarlos en cal viva, corrieran a Murcia a buscar a un abogado, Manuel Martínez Garrido, quien había trabajado en alguna ocasión para las empresas de Costa.

En el tiempo transcurrido hasta que convenció a Costa para entregarse a la Guardia Civil, lo que ocurrió hacia las seis de la madrugada, bien pudo darle algún consejo para «minimizar» las consecuencias del espantoso suceso. Nada hay en el sumario que así lo indique, pero nadie habría entendido otra manera de actuar en un abogado. Ni siquiera habría sido honesto haber actuado de otra forma.

Lo cierto es que entre Yepes y Costa pudo improvisarse un plan que, en resumen, y según se puede extraer de las numerosas declaraciones obrantes en el sumario, habría consistido en que el menor de los Yepes, Pedro Antonio, de 15 años, se inculparía de las tres muertes -era la opción más ventajosa para todos, ya que al ser menor de edad no podría ser encarcelado-, ninguna mención se haría de la persona que empuñaba la segunda escopeta, y Costa, que sería el encargado de sufragar todos los gastos de las defensas, sería exculpado del triple crimen -así ocurrió en las primeras declaraciones-, señalando que había llegado con su coche cuando todo había ya ocurrido.

Otra circunstancia que sin duda tuvo su influencia en el devenir de la investigación fue el hecho de que la juez Pilar Rubio, sin demasiada experiencia todavía a sus espaldas y, como es comprensible, sin experiencia alguna en un asunto de tamaña envergadura, asumiera por sí misma todo el peso de la investigación, dirigiendo incluso las primeras tomas de declaración a los sospechosos.

En contra de lo habitual en estos casos, relegó a los especialistas de la Policía Judicial de la Guardia Civil, que no tuvieron la oportunidad de interrogar a los implicados y que, en líneas generales, se sintieron agraviados, ninguneados y de ahí en adelante poco animados a dejarse la piel en el asunto.

El resultado de la instrucción del sumario no fue del todo infeliz, a pesar de todo, pues se logró desmontar parcialmente la trama -se estableció que la mayor parte de los disparos los había realizado el mayor de los hermanos Yepes, José Manuel-, y se probó judicialmente la «colaboración necesaria» del ganadero en los asesinatos. Lo peor de todo es que nunca se llegó a trabajar seriamente con la hipótesis de que hubiera existido un segundo tirador. Y eso, como se ha reseñado, pese a que ya desde las primeras diligencias se atisbaban datos que apuntaban claramente en esa línea.

EL PADRE DE LOS YEPES – Sospechas no confirmadas

Cuando la Audiencia Provincial estableció que los asesinos materiales habían sido dos, y ordenó la reapertura del sumario en Cieza para tratar de identificar al «hombre sin rostro», muchas miradas se centraron en José Yepes, padre de los dos empleados de Costa.

No en vano reunía todas la bazas para convertirse en sospechoso: era alguien muy cercano al resto de los implicados, sus hijos jamás lo habrían denunciado, todos los participantes en el crimen habían cenado en su casa la noche de autos y, aunque sus vástagos siempre aseguraron que él se había quedado durmiendo, se cayó entonces en la cuenta de que su esposa, Josefa, había asegurado, en su primera declaración ante la Guardia Civil, que José Yepes se había marchado en su propio coche hacia la finca, siguiendo al resto.

En posteriores interrogatorios la mujer rectificó tan comprometedora manifestación, y dijo haber sido malinterpretada.

Más datos que apuntaban hacia José Yepes eran que un camino que partía desde su casa acababa en la encrucijada de caminos en la que fueron ejecutados los tres novilleros, lo que abría la hipótesis de que podía haberlos rodeado llegando por esa vía. Y aunque aseguraba no tener escopeta -la segunda arma nunca apareció-, la Guardia Civil encontró en su domicilio una canana con cartuchos.

Las sospechas y los indicios, en cualquier caso, nunca hallaron el respaldo de una prueba sólida y el asunto acabó durmiendo el sueño de los justos. Ni siquiera la promesa de beneficios penitenciarios que recibió Manuel Costa, a cambio de que desvelara el nombre del otro asesino, tuvo efecto alguno. El ganadero siempre mantuvo sus labios cosidos por lo que, en opinión de algunos allegados, era la conciencia absoluta de que la delación le costaría la vida.

Temió ser asesinado si hablaba, pero callar no se convirtió para él en una garantía de longevidad. En abril del 2008, apenas unos meses después de haber recuperado la libertad, un infarto se lo llevó a la tumba. Y en el mismo ataúd quedó enterrado su bien guardado secreto.

Si ya poco tenía que temer el «asesino sin nombre» a partir de ese momento, cualquier inquietud se habrá disipado con el cumplimiento, el pasado día 1, del veinte aniversario del triple asesinato. El delito ha prescrito. Un despiadado criminal jamás recibirá el castigo que merecía.


Muerte de tres toreros

Juan Madrid

En la madrugada del sábado, 1 de diciembre de 1990, un triple asesinato conmovía al mundo del toreo y a la opinión pública en general. Tres jóvenes novilleros eran muertos a escopetazos en la finca Charco Lentisco, cercana a la localidad murciana de Cieza, propiedad del ganadero Manuel Costa Abellán, quien a su vez era apoderado de uno de los fallecidos.

El viernes 30 de noviembre Lorenzo Franco Collado, de veinticuatro años, Juan Carlos Rumbo Fernández, de diecinueve, y Andrés Panduro Jiménez, de veintitrés, salieron de sus casas para celebrar el santo de este último. Entrada la noche, cogieron un coche propiedad de Lorenzo y se desplazaron hasta Cieza para tentar, a la luz de la luna, una res en la finca de Manuel Costa.

Llegaron a Charco Lentisco sobre las tres de la madrugada. Cuando ya estaban dispuestos a torear el novillo escucharon el ruido del motor de un coche que en ese momento entraba en la finca. Lo conducía el ganadero Manuel Costa Abellán. Este alertó a dos de sus empleados para que atraparan a los novilleros. Se sabe que fueron alcanzados y prácticamente fusilados a unos cuatrocientos metros del cortijo por varias descargas de postas de una escopeta repetidora, que tuvo que ser cargada al menos tres veces, dado que los cuerpos de Andrés, Lorenzo y Juan Carlos recibieron doce descargas entre los tres.

El mismo día del crimen fueron detenidos como presuntos autores del delito los hermanos Pedro Antonio y José Manuel Yepes Palazón, de quince y diecinueve años respectivamente, empleados del ganadero Manuel Costa Abellán, quien también pasó a disposición judicial. En un primer momento fue Pedro Antonio Yepes el que se autoinculpó del triple crimen. Cinco días más tarde era José Manuel el que se confesaba, ante la juez sustituta del Juzgado de Instrucción nº 2 de Cieza, Pilar Rubio, como autor material de las muertes.

Manuel Costa ingresó en la prisión de Murcia el mismo enero de 1991, y salió el 18 de enero de 1991, para ingresar nuevamente el 11 de abril de este año. El 13 de junio pasado salió en libertad bajo fianza de doce millones de pesetas.

Pedro Antonio Yepes se encuentra en la actualidad en un centro dependiente del Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona y José Manuel sigue encarcelado en la prisión de Murcia.

La última declaración, de los hermanos Yepes, en el sentido de que Manuel Costa también disparó contra uno de los jóvenes toreros, puede dar un giro a la investigación de la que actualmente está encargado el juez Antonio Videras.

Este triple crimen aún está sumido en la oscuridad más absoluta. Ocurrió el 1 de diciembre de 1990 y, hasta la fecha, no se ha visto el juicio. Basándose en todos los elementos del suceso, Juan Madrid ha elaborado un relato literario que da una explicación a la tragedia.

Quizás tendría que empezar por decir que conocí a Juan Pedro Téllez hará unos dos o tres años y en otras circunstancias que no viene a cuento explicar ahora. El caso es que cuando supe por los periódicos que se había declarado autor de la muerte de tres jóvenes toreros una noche de luna en la finca de don Luis Sandoval, no lo creí. No me pareció el asunto claro.

La historia que contaban los periódicos hablaba de tres torerillos muertos: Jesús Rodrigo, el Lere, de veintiún años, natural de Albacete y que ya había toreado como novillero; Manuel Ceballos, Cepitas y Miguel Parra, Parrita II, de diecinueve y dieciocho años, estos dos últimos, alumnos de la Escuela de Tauromaquia de Albacete.

Según parece, los tres muchachos decidieron la madrugada del 1 de diciembre de 1990 ir a tentar vacas a la finca de don Luis Sandoval, una finca ganadera llamada «Charco Lejano», en un paraje denominado «Las Cañadas» a unos cuarenta kilómetros de Albacete, en el término de Cieza.

Aquella noche de luna llena, los tres jóvenes toreros fueron sorprendidos por los hermanos Téllez, Juan Pedro y Constancio, hijos de mi amigo Francisco Téllez, peón de la finca «Charco Lejano», que la emprendieron a tiros con los furtivos, dándoles muerte. Más tarde, Juan Pedro se presentó ante el juzgado diciendo que había sido él el causante de las muertes, excluyendo a su hermano Constancio.

Aquello me sacudió como si me dieran con un mazo. Tres chicos muertos por ir a torear novillos a la luz de la luna. No pude creerlo. Y, encima, el asesino era nada más y nada menos que Juan Pedro Téllez, Juan Perico, un niño de quince años, el hijo de mi amigo Paco Téllez. Parecía increíble.

Recuerdo que compré todos los periódicos que pude y que poco a poco empecé a enterarme de más detalles de aquella espantosa tragedia. Y cuantos más detalles sabía, más espantosa y absurda me parecía.

En primer lugar ya me parecía raro que los tres torerillos fueran a torear novillos precisamente a la finca «Charco Lejano» por la noche, por mucha luna llena que hubiese. Jesús Rodrigo, el Lere, había tentado y toreado vacas en la placita de la finca todas las veces que había querido. Don Luis Sandoval, el propietario de la finca, nunca se había negado a que los jóvenes toreros o los aprendices de la Escuela de Tauromaquia tentasen vacas en su finca. Incluso se hablaba por Albacete de que don Luis Sandoval estaba interesado en ser el apoderado del Lere.

Pero había más cosas. Aquella noche del 1 de diciembre no se encontraron trastos de torear por ningún sitio. Los trastos estaban en el coche Fiat rojo del Lere, aparcado a un kilómetro de los corrales donde estaban los novillos. ¿A qué fueron entonces aquellos muchachos a la finca «Charco Lejano»? ¿Por qué los mataron?

Por pura curiosidad llamé por teléfono a la comisaría de Albacete y pregunté por el caso. Me respondieron que no era asunto de la comisaría, sino de la Guardia Civil. Telefoneé al cuartelillo de Cieza y me respondieron que el sumario era secreto y que ellos no respondían preguntas por teléfono.

Dejé pasar unos días hasta que la lectura de un artículo de un prestigioso crítico taurino, Vicente Zabaleta, informaba que don Luis Sandoval no tenía reses bravas en su finca «Charco Lejano». Que en realidad no era ganadero de lidia, sino ganadero de engorde. La plaza y la punta de novillos y novillas que tenía las solía utilizar para fiestas y tentadero. Busqué entre los recortes de prensa hasta que encontré las declaraciones de Luis Sandoval. Decía que los tres torerillos habían ido a su finca a «…estropear el ganado toreándolo por la noche, aprovechándose de que había luna llena. Si el ganado se torea, ya no sirve para la lidia la arruina». Entonces, ¿era o no era una finca de reses bravas? ¿Es que eso no se puede comprobar? ¿Por qué alguien no era poco más explícito?

En ese momento fue cuando decidí encontrarme con mi amigo Francisco Téllez, el peón de don Luis Sandoval, cuyo hijo pequeño, el Juan Pedro, estaba en el reformatorio de menores, acusado de haber matado a los tres torerillos. Esperaba que Paco Téllez se acordara de mí.

Quizás ahora sea el momento de decir quién soy. Es muy posible que cualquiera de ustedes haya leído alguna de mis novelas. Y si no las ha leído, es muy posible que las haya visto en los quioscos. Yo soy Ralf Nadher y llevo escritas más de doscientas novelas del Oeste, unas cuarenta del FBI y alrededor de tres docenas de ciencia ficción. Tengo varios seudónimos, pero el más importante, por el que más me conocen es del de Ralf Nadher. Es casi imposible que ustedes no hayan leído cualquiera de mis novelas. Incluso, quizás hayan visto la película Un brandy antes de morir, basada en mi novela del mismo título y que se rodó íntegramente en Almería.

Como ustedes habrán comprendido yo no me llamo en realidad Ralf Nadher. Mi nombre verdadero es Rafael Nadal, pero muy poca gente me conoce por ese nombre. Soy un verdadero desconocido con mi nombre auténtico.

Ya que estamos así, les diré también cómo conocí, hace dos o tres años, a Paco Téllez y a su hijo Juan Pedro. Bueno, aunque mejor es que esto lo deje para luego, para otra ocasión. No quiero confundirlos ni hacerles un lío. Lo único importante, a mi juicio, es que sepan que decidí escribir una novela basada en aquel triple asesinato. Sería la primera novela que firmaría con mi verdadero nombre, Rafael Nadal, la primera vez que me enfrentaría a mis lectores sin engañarlos previamente.

Hice el equipaje, me llevé un magnetofón y tomé el tren para Albacete.

*****

CINTA TERCERA: REFORMATORIO DE MENORES. DESPACHO DEL CAPELLÁN. ENTREVISTA CON JUAN PEDRO TÉLLEZ. 10.30 DE LA MAÑANA.

… Sí, sí que me acuerdo de usted, fue en aquella cacería que montaron esos señoritos de Murcia… hará unos… espere, unos tres años, ¿no? Yo iba de ojeador con mi padre y mi hermano mayor, el Constancio, que llevaba los perros, sí que me acuerdo, sí. Iban también mujeres muy bien vestidas, con sus escopetas y todo y dos coches con botellas y comida. Luego se montó un banquete a la vera del río, con mesas, sillas y manteles…

… Usted no tiró ni un tiro, me acuerdo de eso. Iba usted con su escopeta, una escopeta muy buena, me acuerdo… Bueno, todos llevaban armas muy buenas, nuevas, sí, ya lo creo, y usted.. bueno, me acuerdo que se lo decía a padre y al Constancio. Le decía, padre, ¿se ha fijado? Hay un señor de Madrid que ni ha levantado la escopeta. No ha tirado ni un tiro. Y mi padre me decía, calla, niño, tú a lo tuyo, no hables de los señores que te voy a cortar la lengua. Y mi hermano Constancio no decía nada, iba a mirarles las piernas a las mujeres, porque había algunas que no llevaban pantalones de caza, iban con faldas, usted se tendrá que acordar, y se les veía las piernas. Y mi hermano Constancio pues venga a mirarlas y a chascar la lengua y mi padre que le decía que le iba a sacar los ojos…

… Luego, cuando el banquete aquel, que nunca había visto yo tantísima comida, tanto jamón, tanto lomo, queso, mantequilla fina, frutas raras que no se habían visto por aquí, filetes como para que comiera un cuartel entero… y bebidas. Había bebidas para llenar un carro. Y a pesar de eso, le dijeron a padre que asara unos conejos con hierbas del campo y sal, como los hace mi padre, a lo pobre, como decimos nosotros.

Y allí tuvo mi padre que asarse unos conejos, con la cantidad de comida que sobraba. Cosas de señoritos.

Entonces fue usted el único que fue a ver cómo padre asaba a los conejos y le preguntó cómo lo hacía y padre se lo explicó. Luego usted le dijo que eso no había sido una cacería sino un fusilamiento de conejos, dijo que usted no era cazador, que nunca había cazado y que jamás cazaría.

Yo, entonces, me puse a pensar que porqué había venido usted a esa cacería con escopeta y traje de cazador, que podría haberse quedado en su casa, pero no dije nada, aunque lo pensé. Luego le dio a mi padre dos mil pesetas y nos trajo jamón, lomo, queso, pan y cosas, para que comiéramos. Porque si no lo trae usted, pues yo creo que se olvidan de nosotros y no nos dan ni de comer.

… ¿Ve usted cómo me acuerdo? … Aquella cacería fue muy nombrada en el pueblo por la cantidad de señores y señoras que vinieron. Y lo que pasa en el pueblo, en los pueblos, se estuvo hablando de la cacería muchísimo tiempo. Todo el mundo se reía de bueno, ya sabe usted cómo somos por aquí… Nos reíamos de las señoras, lo que hacían esas cosas.

Después usted le dio su tarjeta a padre y siguió hablando con él y se notaba que a padre le gustaba… Le gustaba que un señor de la ciudad le preguntara tantas cosas y estuviera con él. También le gustó lo de las dos mil pesetas, es verdad, que nadie soltó una propina, menos usted. Por eso nos acordamos de usted, ya lo creo.

*****

Los tres toreros se encontraban en el «Mesón Lúculo», de Albacete, un lugar fresco y tranquilo de gruesas mesas de madera, donde se puede comer bien. Los tres muchachos habían bebido ya vino con las tapas de rabo de toro y ahora estaban con los cubatas.

Miguelito Parra, Parrita II, alumno de la Escuela de Tauromaquia de la ciudad, era el más joven de los tres. Acababa de cumplir dieciocho años. Dijo algo acerca de ir a un puticlub de la carretera a Almansa, llamado «La Luz Negra».

-Para eso hacen falta de veinticinco a treinta papeles, tío -le contestó su amigo Manolo Ceballos, Cepitas, compañero de la misma escuela de Tauromaquia y con un año más que su amigo-. ¿Tú los tienes? No me jodas, Parrita.

El aludido metió la mano en el pantalón y sacó tres billetes de mil pesetas que mostró, agitándolos.

-Esto es lo que tengo. Estoy canijo. Ya lo ves. ¿Adónde podemos ir que no nos cueste dinero? -preguntó-. ¿Nos vamos a una discoteca?

-No jodas -contestó, distraído, el Cepitas-. Ahí no hay más que niñatas… Además, a estas horas…

Parrita II observó a su amigo Jesús Rodrigo, el Lere. Este bebía, pensativo, su cubata. Era el mayor de los tres -tenía veintiún años- y ya había toreado treinta y seis corridas como novillero, las diez últimas con picadores. Pensaba tomar la alternativa la temporada próxima. El Lere tenía mucho éxito con las mujeres. En el «Mesón Lúculo» había un cartel de la feria de Sigüenza, donde había toreado, consiguiendo la oreja de su segundo novillo.

Parrita II aguardó a que el Lere dijera algo. Sabía que en el club «La Luz Negra» tenía una mujer enamorada de él, una catalana llamada Nuria, muy guapa. A lo mejor decidía que había que ir a «La Luz Negra» a por un poquito de cachondeo.

Dijo el Lere:

-Estoy hasta los cojones. Siempre lampando, sin pasta.

-Yo tengo tres billetes -añadió Parrita II-. ¿Y tú, Manolo?

El Cepitas se encogió de hombros.

-Yo, cuatro o cinco. Pero qué más da. Con esto no tenemos ni para una ronda en ese puticlub.

-Podemos ir a una discoteca -insistió Parrita II-. A lo mejor hay tías.

-No me jodas, Parrita -contesto el Cepitas y miró al Lere, que seguía como ensimismado- ¿Entonces adónde vamos?

-Yo sé dónde hay pasta -dijo, de pronto, el Lere-. Mucha pasta, cantidad de pasta.

-Sí, y yo también -habló Parrita II-. En los bancos. Allí sí que hay pasta.

-Eres gilipollas, Parrita. ¿Lo sabías? -El Lere se adelantó en la silla-. ¿Habéis estado alguna vez en «Charco Lejano»? -los dos amigos asintieron en silencio. El Lere continuó-. Allí sí que hay pasta. Toda la que queramos. Me lo ha dicho el Juan Perico y yo la he visto con estos ojitos.

-¿Tiene dinero don Luis Sandoval en la finca? -Parrita II pareció decepcionado-. Me extraña.

-Escucha, gilipollas -Al Lere le brillaron los ojos-. Yo he estado en muchas fiestas de esas que organiza don Luis. Tentadero, paella, vino y mucha coca. Después, a follar. ¿Te has dado cuenta ya por dónde voy?

-No.

-Explícaselo otra vez que éste no se entera -dijo el Cepitas.

-Coca -El Lere sonrió-. Nieve, Perico… ¿Te vas enterando?

-¿Don Luis tiene coca en su finca? No me lo creo.

El Lere estalló en una carcajada que secundó su amigo Manuel Ceballos, el Cepitas.

-¿De qué, si no, tiene tanta pasta, eh? Además, yo mismo la he visto, con estos ojos. En las fiestas nos inflamos de coca. Y él mismo dice: Hartarse que de esto nunca falta aquí. Eso en todas las fiestas que da don Luis, esas fiestas en las que viene mucha gente de Madrid y de Valencia, de Murcia… No me jodas, Parrita; Y yo me preguntaba, ¿de dónde sacara tanta coca don Luis? Pero no es cosa de ir a preguntárselo, ¿no?

-Igual éste se lo pregunta -El Cepitas señaló a Parrita II y se rió por lo bajo.

-Cállate de una vez -Parrita II prestó atención-. Sigue, Lere, sigue, tío.

-Pues eso, que me puse a cavilar, porque allí en las fiestas se gastaba casi medio kilo de coca. Nos poníamos ciegos y luego, a torear a las vaquillas y las tías… no veas cómo se ponían las tías.

-Joder – exclamó Parrita II.

-¿Cómo conseguía la coca? -preguntó el Cepitas-. Cuando yo sea torero, don Luis me invitará a esas fiestas llenas de gachís.

-Sí, como conseguía la coca -insistió Parrita II.

-Me di cuenta de que tenía que ser un traficante. ¿Os dais cuenta? Había mucha gente rara en las fiestas de don Luis. Gente que iba a lo suyo, que pasaba de tías y de tentar novillas.

Veían a don Luis, hablaban un rato en su despacho y luego cogían los coches y se largaban. Aquí pasa algo raro, me decía yo, pero no podía saber qué era.

-¿Y qué era Lere? ¿Qué era? -volvió a preguntar Parrita II.

-La clave está en Juan Perico, el hermano de Constancio, el niño que cuidaba las novillas. Él lo sabe todo.

*****

CINTA CUARTA: REFORMATORIO DE MENORES. PATIO. ENTREVISTA CON JUAN PEDRO TÉLLEZ. 13 HORAS DE LA TARDE.

… Nosotros hemos tenido cinco hermanos, tres hombres y dos hembras. La chiquitilla que nació hace unos cinco años y que se murió con cinco o seis meses, la Clarita se llamaba… Luego otro hombre, el mayor, que se llamaba Paco, como mi padre, y que murió a los catorce años de unos bultos que le salieron por el pecho, según me dijeron. Después del Paco, del mayor, vino la Agueda, que tampoco la he conocido y que se murió nada más nacer, dicen que enrollada en el cordón ese, umbilical o como se llame… bueno, después el Constancio, que tiene dieciocho años, y yo, que voy para dieciséis, que todavía no los he hecho, o sea, que tengo quince cumplidos…

… Esa es mi familia… bueno, luego está padre y madre y la abuela Agueda, que vive con nosotros pero que está medio ciega o ciega del todo y que nos conoce por el olfato, la tía… Me han dicho que tenemos primos y familia por la parte de Águilas, de donde es mi padre, pero nunca los hemos visto… Mi madre es de Albacete, del mismo Albacete, y allí sí que tenemos familia, los hermanos de mi madre y sus hijos, que son mis primos, pero no nos hablamos con ellos. Estamos peleados a muerte con la familia de mi madre, con todos… es por unas tierras que le pertenecían a mi madre y que se las han quedado sus hermanos y sus hermanas, o sea, mis tíos…

… Tenemos la casa en la parte del arroyo, al final de «Charco Lejano». Allí hemos nacido todos menos mi hermano mayor, el Paco, que murió, ya se lo he dicho, que nació en Águilas, de donde es mi padre, que es un pueblo que cae por Murcia. La casa está bien y es grande. No tiene todavía electricidad ni agua de grifo, pero no nos importa. Agua hay toda la que uno quiera en el arroyo y electricidad… bueno, don Luis le viene diciendo a mi padre que cualquier día le pone un tendido desde la finca hasta la casa, pero parece que cuesta casi doscientas mil pesetas y claro… algunas veces nos venimos todos para la finca y vemos la televisión, aunque también se puede ver la televisión en los bares de Cieza o en los de Albacete o en los de Murcia, que en las dos capitales he estado…

… Yo sé leer y escribir y lo mismo el Constancio, aunque a él se le dan muy mal las letras por lo callado que es, que estuvo muy poco tiempo en la escuela… Yo estuve el mismo tiempo, pero ya lo ve, salí sabiendo un poco más de letras y de números. No muchos, pero los suficientes. Padre y madre no saben ni leer ni escribir, pero no les hace falta para nada, yo les leo los papeles que reciben del Ayuntamiento o del médico y santas pascuas…

… Sí, todos trabajamos para el amo, para don Luis… algunas veces trae a más peonadas, pero siempre estamos nosotros, la familia, o sea, mi padre, mi madre, el Constancio y yo. Cada uno a lo suyo y todos a servir a don Luis… Don Luis es muy bueno, quiero decir que como amo no teníamos queja, esa es la verdad.. Le deja a mi padre un terrenillo para que siembre el avío y unas cuantas borregas en propiedad y cuarenta y cinco mil pesetas al mes… Pero a mí me da dos mil pesetas a la semana por un trabajo especial… ¿Qué?… nada, un trabajillo que le hago yo y, pues, me da dos mil a la semana, que estoy ahorrando para comprarme una moto de segunda mano. Ya tengo bastante, pero aún me falta…

… En la finca hay bastante trabajo, no se crea, están los caballos, que son bonitos de verdad y valen una millonaria, está el ganado de engorde y de leche, poco pero que da sus perritas, no se crea, y luego los novillos y las novillas que el amo tiene para el tentadero y sus amigos que…

… Sí, sí que vienen amigos del amo a las fiestas, ya lo creo. Vienen de todas partes: de Madrid, de Barcelona, de Valencia y de Albacete y Murcia… también he visto a portugueses, todos vienen a las fiestas del amo y a tentar novillas…

… ¿Qué dice usted del Lere?… Mire usted, el Lere está muerto, yo lo maté porque no me fié de la oscuridad y creía que me iba a atacar y le disparé, es mejor no nombrar a los muertos…

… No, yo no; reconocí al Lere cuando le disparé, ¿cómo le iba a disparar a alguien conocido? Ya le dije al juez que no supe quiénes eran, que me entró miedo porque creía que se venían contra mí y, entonces, pues empecé a dispararle con la repetidora…

… Bueno, no lo reconocí, pero le conocía, ya lo creo que le conocía, venía a las fiestas del amo a torear novillas y a chulearse con las mujeres que venían de Madrid.. Era un golfo, qué quiere usted que le diga, un golfo que se hartaba de comer y beber a costa del amo…

… ¿En las fiestas? Pues ya le digo, comer, beber y torear novillas y.. bueno… esas cosas, ¿no? Venían muchas mujeres, ¿verdad?… Lo que yo he visto allí.. ¿Eh?… ya se lo he dicho, comer, beber y … ¿Cómo dice?… ¿El trabajo?… Pues nada, un trabajo que me había dado el amo en confianza y claro que lo sabía mi padre… Mil pesetas iban para él y otras mil para mí…

… Era de confianza y ya está… bueno, perdone que nos están llamando, parece que vamos a ir a… bueno, adiós…

*****

El Lere detuvo el coche al final del camino sin empedrar y quitó la llave de contacto. El silencio del campo se hizo inmenso y quieto. La luna iluminaba la tierra en derredor del coche y producía sombras alargadas, fantasmales. Los tres estuvieron unos instantes en silencio.

Después, dijo el Lere:

-Vamos a meter el coche entre esas jaras, fuera del camino. ¿Vale?

-A ver si luego no vamos a saber dónde está -añadió Parrita II.

El Lere encendió el contacto otra vez y metió el coche entre los arbustos, unos diez metros a la izquierda del camino. Luego descendieron del coche y trataron de orientarse. A lo lejos, se distinguía la silueta oscura de la casa grande y de la placita para las tientas. El ganado, inquieto por la luna, berreaba.

-Oye-, habló Parrita II-. ¿No sería mejor llevamos los trastos de torear? Así, si nos cogen, decimos que hemos venido a hacer la luna, ¿no? ¿Qué os parece?

-Que eres gilipollas, Parrita. ¿Tú te crees que don Luis se lo iba a tragar? Anda, déjate de tonterías y vámonos para allá, terminemos de una vez -miró el reloj de pulsera-. Dentro de media hora a «La Luz Negra» y a ligar, tíos.

El Lere le dio un golpe en el hombro al Cepitas y los tres se metieron entre las jaras, acercándose a los corrales.

-Oye, ¿seguro que no está don Luis? -preguntó Parrita II-. ¿Seguro?

-Que sí, no seas pesado. No está – contestó el Lere.

-¿Y cómo sabremos qué novillas son? -volvió a preguntar Parrita II-. ¿Es que van a llevar un cartel?

El Lere y el Cepitas se detuvieron. El Lere puso en su cara un gesto de infinito fastidio.

-Mira, Parrita, si te quieres quedar en el coche, te quedas. Pero no jodas más, ¿vale?

-¿Por qué no te quedas, tío? -le dijo el Cepitas-. Me estás cansando, de verdad, tío.

-Lo único que he preguntando es cómo las vamos a distinguir. Debe haber… bueno, unas veinte, ¿no?

-Sí, unas veinte – contestó con tono cansado el Lere-. Y nos iremos sobre las que van a ir a Barcelona mañana, ¿te enteras? Seguro que están apartadas en los corrales.

-Y si no -añadió el Cepitas- buscamos a las que ya han parido, a las que tengan el coño más grande. ¿Enterado?

-Sí.

-Pues vale. Vamos a por ellas -volvió a mirar el reloj-. ¿A que nos cierran «La Luz Negra»? ¿Queréis verlo?

-Pues es igual -contestó Parrita II- nos volvemos ricos a nuestras cosas y santas pascuas. Yo me voy a comprar un traje de luces, Lere. Morado y oro, te lo juro. Me voy a gastar un cuarto de kilo en el traje de luces. ¿Tú que te vas a comprar, Lere?

-A lo mejor, también otro traje de luces. Según. Pero también me quiero divertir un poquito, ¿no?

-¿Tú crees que habrá para tres trajes de luces?

-No sé.

-¿Cuánto habrá, oye?

*****

Fui a ver a mi amigo Paco Téllez y lo encontré en su casa, con ropa nueva acostumbrado a hablar con periodistas. Me hizo pasar dentro, donde estaba su una mujer alta y flaca, viendo la televisión en un aparato grande y nuevo. Paco Téllez me hizo sentar frente al televisor y alabó la marca y el hecho de que se la hubiese regalado el amo. También, -añade- le había puesto tendido eléctrico. Se levantó y encendió varias veces la bombilla que colgaba del techo.

Estuvimos hablando de la desgracia tan grande se había cernido sobre su familia aquel 1 de diciembre de 1990. Dijo que Juan Perico llevaba ya más de tres meses en el reformatorio y su otro hijo, Constancio el mismo tiempo, pero en la cárcel de Murcia. Una desgracia muy grande, me dijo.

Me repitió también todo lo que sabía sobre aquello, pero era exactamente igual que lo que había salido en los periódicos. No se desviaba ni una coma.

Recuerdo que hablábamos en lo que podía llamarse comedor-cocina de la casa, con el suelo de cemento, sentados en un sofá de eskai rojo, que también parecía nuevo.

Su mujer se había levantado al entrar yo a la habitación y se había trasladado a un silloncito, también de eskai rojo. No abrió la boca durante el tiempo que yo estuve allí y parecía embobada viendo los programas de la televisión, uno detrás del otro.

-Paco -le dije-, hay muchas cosas raras en estos crímenes, ¿verdad?

-La muerte es muy rara, don Rafael. Yo ya tengo la ruina para toda la vida.

-No me refiero a eso, Paco. Me refiero, en primer lugar, a que fueron asesinados a sangre fría y de cerca. Cada uno de ellos tenía en el cuerpo tres disparos de postas, Paco. Eso es ensañamiento. ¿Tú te figuras a tu niño cargando la repetidora y matando a tres jóvenes? Además, uno de ellos, el Lere, era amigo suyo, vamos que lo conocía de venir a la finca.

-Ya ve usted, don Rafael, así es la vida. Mi niño ha dicho que lo querían atacar y que se asustó.

-Sí, eso me ha dicho él también, pero no me lo he creído.

-Así fue, don Rafael. Una desgracia muy grande. Una ruina.

-Y no es eso lo único raro, Paco. Hay más cosas raras. Los chicos esos, los torerillos, se dejaron los trastos de torear en el coche.

-No, señor… que se encontraron trastos de torear al otro día.

-Sí, por eso. Al otro día. Y después de haber batido la zona la Guardia Civil y no haber encontrado nada.

Paco Téllez se encogió de hombros.

Yo continué:

-Pasemos eso por alto, pero hay más cosas, Paco. ¿Se vendrían a la finca a las tres de la mañana a torear, Paco? Uno de ellos era novillero y estaba harto de torear aquí. En cualquier momento hubiera podido venir, de hecho, venía muy a menudo a las fiestas y a torear.

Cuando terminé de decir eso, Paco Téllez tuvo un leve movimiento de alerta, una contracción muscular como sólo la tienen los animales del campo cuando huelen al cazador.

Seguí con mi tema:

-¿No te parece eso a ti raro, Paco? A mí sí, ya lo ves. Además, ya no estamos a principios de siglo. Los alumnos de la Escuela de Tauromaquia de Albacete no son, exactamente, unos maletillas. Van a una escuela taurina de categoría y tienen oportunidad de torear todas las vacas y novillas que quieran. No tenían necesidad de ir a las tres de la madrugada a apartar becerras y torearlas. No tiene sentido.

-Eso es lo que yo digo. No tiene sentido -suspiró. Les tuvo que haber dado una vená.

-Paco, todo el mundo sabe que si se torea un toro antes de que vaya al ruedo, se estropea, se convierte en un asesino que va al bulto y no a la capa. Eso lo sabe todo el mundo. Por eso no es bueno que se toreen toros por las noches. Pero eso es en el caso de los ganaderos de reses bravas. Don Luis Sandoval, tu amo, no es ganadero de reses bravas, Paco. ¿Qué le hubiese importado a él que le hubiesen mareado unas novillas? ¿No las tenía ahí para las fiestas, para los tentaderos?

Paco Téllez saltó. Fue la primera vez que le vi perder los estribos. Se puso en pie, el rostro congestionado.

-¡Usted qué sabe! ¡El amo había comprado ocho vacas bravas y quería cruzarlas con toros de Villamediana! ¡Usted qué sabe!

-Siéntate, Paco. Lo único que estoy haciendo es decirte las cosas que me parecen raras. No te estoy insultando.

Sin embargo, parecía eso. Parecía que cualquier alusión al amo le afectaba más que el hecho de que tuviera a sus dos únicos hijos en la cárcel, uno de ellos acusado de haber matado a tres hombres y el otro como cómplice.

Se sentó con cautela, en el filo del sofá.

Quise hablar de otras cosas, desviar la atención de Paco, pero no pude. Cualquier cosa que decía recibía cortas respuestas como un «sí» o un «no». Nada más.

Decidí cortar por lo sano y volver a mi tema. Aunque se enfadara.

-Paco, hay todavía otra cosa. He visto una cuadra de caballos muy bonitos, muy bien cuidados. Caballos que valen una millonada. ¿De dónde saca tu amo el dinero? ¿De la finca? Aquí se cultiva muy poco, ¿no? ¿Es que cobra las fiestas? Incluso eso no es suficiente, me parece a mí que…

La mujer se puso en pie. Tenía el rostro pétreo y surcado de arrugas, flaco como un palo. Sin embargo, apenas si le calculé treinta y siete o treinta y ocho años.

-Fuera -murmuró con voz ronca-. Márchese usted de esta casa.

Paco pareció sorprenderse al principio de la reacción de su mujer, pero la secundó, poniéndose también en pie.

-Márchese usted, don Rafael.

Les hice caso y me marché. Salí fuera de la casucha y me subí en mi coche alquilado. Aún no había encontrado nada que mereciera la pena. La historia sobre los tres toreros muertos tendría que esperar. Parecía que todo se confabulaba para que yo siguiera escribiendo mis novelas del Oeste.

Al otro día no pude comunicar con Juan Pedro Téllez. Me hizo saber por mediación del capellán -a propósito, un gran lector de mis novelas del Oeste, según me confesó- que se encontraba mal, con dolor de cabeza y que no podía verme.

Un día después lo intenté con su hermano Constancio en la prisión de Murcia, llamándole antes por teléfono. El director de la prisión, un tal don Hermógenes, se puso amablemente al teléfono y me dijo que podía visitarlo cuando quisiera, siempre que fueran los días de visita y con el consentimiento del preso. Lo malo era que el preso no quería hablar conmigo.

Intenté también hablar con don Luis Sandoval. Me dijeron que podría encontrarlo en el Casino de Murcia, después de comer. Invariablemente, si no estaba en su finca «Charco Lejano», estaría en el Casino. Era como su segunda casa.

Llamé por teléfono al Casino y me dijeron que estaba en Murcia y que esa tarde, como todas las tardes, podría encontrarlo tomando café y jugando una partida de dono. Tomé un auto alquilado y me dirigí a Murcia. Dos horas después entraba en el Casino.

Don Luis Sandoval era un hombre de estatura media, moreno y peinado con mucha agua. Dijo que sí, que se acordaba de mí de aquella cacería en su finca y que si no me importaba esperar a que terminara la partida hablaría conmigo.

Le dije que no me importaría esperar.

Una hora después se me acercó sonriente y nos dirigimos a un rincón apartado. Sandoval pidió güisqui al camarero y yo otro café. Parecía relajado y amigable. Yo empecé diciéndole que estaba escribiendo una nueva novela y que quería basarme en aquella tragedia que los había sacudido el pasado 1 de diciembre.

-Verá, amigo Rafael -me dijo, saboreando el güisqui. -Aquella noche yo no pensaba estar en la finca, me esperaban aquí, en Murcia, en mi casa. Pero al final decidí quedarme. Recuerdo que, de amanecida, tenía que enviar unas novillas a Barcelona, siete u ocho, al matadero de Vich y no sé por qué decidí quedarme para supervisar el traslado.

-¿Fue una casualidad entonces, verdad?

-Sí, se puede decir que fue una casualidad… Bueno, usted sabe, amigo Rafael, que por aquí hay mucho robo de ganado.

-¿Sí? No lo sabía.

-Pues sí, amigo mío. Hay mucho robo de ganado. Y recuerdo que aquella noche, serían las tres de la madrugada, escuché los ladridos de los perros y me desperté. Pensé, ya está, los ladrones de ganado y, entonces, escuché los disparos. Salí de estampida, me subí al Toyota y me fui para los corrales -hizo una pausa y bebió un poco más de güisqui-. Antes de llegar a los corrales se me vino encima Constancio Téllez, el hijo mayor de Paco Téllez, mi peón de confianza. El muchacho venía exaltado, poco a poco pude comprender lo que me decía. Su hermano pequeño, el Juan Perico, había matado a tiros a tres ladrones que estaban robando las novillas. Figúrese, amigo Rafael, el trago. Bueno, me fui para los corrales y allí me veo a los tres cuerpos tendidos en el suelo y al Juan Perico con la cara blanca y empuñando una escopeta, que luego supe que era del Perrachica, un albañil que iba por allí a hacer unas chapuzas en la plaza.

-¿Debió de ser horrible, verdad?

-Más que eso, amigo Rafael, más que eso. Figúrese usted cuando, entre los cadáveres, reconocimos al Lere, un amigo mío, un chico que prometía mucho en el toreo… Los otros dos no los conocía, luego supe que eran alumnos de la Escuela de Tauromaquia… En fin, lo demás ya lo sabe usted, ya lo sabe media España… Nos han procesado a los tres, al Juan Perico, que se ha declarado culpable de las muertes, a su hermano Constancio y a mí. Yo salí en libertad bajo fianza en enero de este año y tengo los negocios en la ruina. Ya nadie quiere hacer tratos conmigo… Me toman por un criminal.

-Claro, claro… Y dígame, don Luis, ¿«Charco Lejano» lo tiene usted como negocio de reses bravas? Cuando estuve por allí, hace años, no recuerdo haber visto ganadería de lidia.

-Bueno, amigo Rafael, no exactamente… Hubo un tiempo que se me pasó por la cabeza montar una punta de ganado bravo… hasta compré unas cuantas vacas, pero… En realidad para lo que tengo «Charco Lejano» es para los tentaderos, ¿sabe?… Fiestas y cosas así, no da mucho dinero, pero se va tirando… Me ayudo también con un poco de ganado de engorde y lechero, muy poco, para el gasto. Ya sabe.

-¿Y los caballos?

Durante unos instantes me miró fijamente. Luego apartó la mirada y cogió el vaso y lo terminó de un golpe.

-Los caballos es un capricho que tengo.

-¿A qué fueron aquellos toreros esa noche a su finca, don Luis?

-No lo sé. Pero no fueron a torear a la luz de la luna, eso se lo puedo afirmar. Yo creo que a hacer una gamberrada… quizás a robar ganado… En resumen… no lo sé. No tengo ni la menor idea.

*****

CARTA A DON RAFAEL NADAL DE JUAN PEDRO TÉLLEZ MUÑOZ. REFORMATORIO DE MENORES. ALBACETE. 12 DE JUNIO DE 1991.

… Mi padre había matado dos o tres conejos aquella noche del 1 de diciembre y el Constancio y yo bajamos a la casa a cenar con la familia… también estaba el amo, don Luis Sandoval, a quien queríamos y respetábamos como de la familia. En qué puta hora nos fuimos al terminar de cenar en vez de habernos quedado en la casa, pero el amo nos dijo al Constancio y a mí que nos fuéramos a la casa grande a dormir que iba a haber un embarque de novillas a Barcelona y que necesitaba ayuda.

Llegamos a la casa como a la una de la mañana y nos fuimos a dormir, el Constancio y yo en las habitaciones que dan a los corrales, y el amo a su dormitorio.

Los perros nos despertaron hacia las cuatro de la madrugá y mi hermano Constancio salió y se fue a avisar al amo. Yo me vestí y entonces volvió mi hermano diciendo que las vacas estaban espantás y que iba a ver qué cabrones se habían metido aquella noche. Yo me fui tras él y, al salir, cogí la escopeta del Perrachica, que estaba por allí, y unos cuantos cartuchos que me metí en los bolsillos.

Ya fuera escuché a mi hermano que me decía desde lo alto de la loma: «Por allí van, por allí van» (…) luego vi a las vacas correr por la valla y metí tres o cuatro cartuchos en la escopeta (…) el amo se había ido a por el Toyota y yo no lo vi entonces  (…)

Por el ribazo se asomaron dos tíos, me quedé parado y me dijeron que no me moviera, que me mataban.

Yo estaba solo (…). Me eché la escopeta a la cara y les pegué dos tiros (…) quisieron irse saltando para abajo. Me fui por el pico del ribazo para que no me echaran mano y de golpe, debajo del árbol, venía uno y le pegué un tiro. Como me puse a cargar la escopeta y el otro venía por el hueco del ribazo, me eché para un lado y empecé a pegar tiros sin apuntar. El tío se caía y se levantaba y el otro se retorcía en el suelo hasta que escuché la voz de uno de ellos que decía: «No me tires, soy Jesús, Jesús, el Lere, el Lere, por Dios, que me matas».

Yo paré de tirar, estaba loco, asustado (…) y en esto que llegó el amo, don Luis Sandoval, en el Toyota, se bajó del coche y me gritó que le disparara. Yo le decía que era el Lere, y él que le tirara que era nuestra ruina (…) y el Lere repetía «¡Por Dios, por Dios!» y se venía hacia nosotros. Don Luis me quitó la escopeta, el Lere se volvió huyendo y le pegó un tiro y cayó al suelo (…) el amo, entonces, sacó un pañuelo, limpió la escopeta y me la puso en las manos (…) El amo trató de calmarnos al Constancio y a mí que estábamos muy asustados y nerviosos, nos decía que nos pusiésemos tranquilos (…) que él pondría todo lo que hiciera falta, los mejores abogados, lo que necesitara mi familia, que yo tendría los caballos, los que quisiera, pero que nunca dijera que él había matado al Lere, porque estando él salvado, se arreglaría todo.

(…) No sé qué pasará porque esto está liado, pero la pura verdad es que voy a ser un desgraciado toda mi vida. ¡Que Dios me perdone!

Firmado: Juan Pedro Téllez Muñoz.

*****

-¿Por qué no has querido verme hasta ahora, Juan Pedro?

-Ya lo ve usted, me dolía la cabeza.

-¿Ha recibido mi carta?

-Sí.

-Pues una muy parecida se la he enviado al señor juez, contando toda la verdad.

-A mí me parece que aún queda mucha verdad por descubrir, Juan Pedro, ¿no te parece?

Se removió inquieto, sentado en el silloncito que el capellán tenía frente a la mesa. Llevaba una camisa blanca y pantalones planchados y, de pronto, me pareció extraño que pudiese tener quince años. No tenía aún barba, pero sus gestos y su manera de hablar y de ser no eran los de un niño. Pensé que me había equivocado con él, que algo mal había hecho en mi pequeña investigación, y que algo no funcionaba.

Lo vi por última vez ese día, 16 de junio de 1991, una clara mañana de sol que ya anunciaba este verano caluroso que hemos sufrido. El bebía un refresco y yo un café que el amable capellán nos había traído personalmente.

Saqué el magnetofón y lo coloqué sobre la mesita.

-No, no -dijo-. No quiero ese aparatito. De eso nada. Si quiere usted, hablamos, pero sin eso delante. Desenchúfelo.

Le hice caso. Lo guardé en mi bolsa.

Continuó:

-¿Va a publicar usted la carta en algún medio de prensa?

-Ya veremos, Juan Pedro, ya veremos.

-La tiene usted que publicar. La gente se tiene que enterar de quién es don Luis Sandoval.

-Vaya, ahora has cambiado, ¿no? ¿Ya no quieres al amo?

-El amo nos ha engañado y lo tiene que pagar.

-Bueno, está bien… Pero escucha, en la carta no me explicas lo que ocurrió después de eso.

-¿Lo que ocurrió? Bueno, que quedamos en que yo iría a ver a padre y que amo se quedaría allí con Constancio y los muertos. Y eso hice, me fui para casa y desperté a padre y se lo conté todo. Luego, padre y yo tiramos para donde estaban los muertos. Entonces él le dijo a padre lo que me había dicho a mí. Que le daría veinte millones de pesetas y la cuadra de caballos y que pondría al mejor abogado para que me salvara. Que yo no tenía nada que temer porque era menor de edad y que me salvaría la justicia.

-Muy bien. ¿Y que pasó entonces?

-¿Está usted grabando esto?

-No.

-Bueno, es que si lo va diciendo por ahí, yo diré que no he dicho nada, ¿estamos?

-De acuerdo, sigue.

-Entonces mi padre le dice la amo que lo que hay que hacer es quemar los cadáveres y hacerlos desaparecer, que nadie sabría nada de esos tres. El amo dijo que antes teníamos que buscar el coche para meterlos dentro y llevarlos al fin del mundo. Me acuerdo que dijo eso, al fin del mundo. Pero no encontramos el coche, lo buscamos y lo buscamos, pero nada. No sabíamos dónde lo habían escondido esos tres.

-¿Entonces?

-El amo dijo que se iba a hacer de día y que era mejor que él fuera a por su abogado para que arreglara las cosas. Dijo que le esperásemos allí, que volvía en dos horas, que iba a Murcia. Y eso hizo.

-¿Volvió con el abogado?

-Sí, don Matías López Moura, que nos dijo lo mismo que nos había dicho el amo, que tendríamos la cuadra de los caballos y veinte millones y que no me pasaría nada, porque era menor de edad. Y de ahí nos fuimos al cuartel de la Guardia Civil.

-¿Y por qué la familia Téllez se arrepiente ahora del trato? ¿Qué es lo que ha pasado, Juan Pedro?

-Pues nada. ¿Qué va a pasar? Que han pasado seis meses desde las muertes y de los veinte millones y la cuadra de caballos, nada de nada. Por eso hemos decidido tirar de la manta y contar la verdad.

-¿Tenéis abogado, verdad?

-Claro, ¿es que cree usted que somos tontos? -me lanzó una risa torcida-. Ustedes, los señoritos de la capital, los señorones, se creen que nosotros somos tontos y están muy equivocados.

-¿Cuando dices nosotros, a quién te refieres, Juan Pedro?

-Cuando digo nosotros me refiero a nosotros, a los de abajo, a los criados, a los jornaleros, a los peones, a los currantes. Y nosotros no somos tontos, don Rafael. Ni un pelo. Por lo menos, algunos.

-Sí, creo que tienes razón. Y ahora sé dónde he cometido el fallo. Ahora lo sé.

Se me quedó mirando, esperando que dijera algo más. Pero yo no tenía ganas de que siguiera tejiendo a mi costa otra pesada tela de araña. No tenía nada más que preguntarle, ni que decirle.

En realidad, todos me habían tejido un cúmulo de mentiras y medias verdades, una sucesión de engaños bien medidos y calculados.

Me despedí del niño asesino y me marché. Y no lo he vuelto a ver más.

Unos meses después, en pleno agosto, leí en una revista la carta de Juan Pedro Téllez al juez, explicando cómo don Luis Sandoval había matado a sangre fría al Lere y cómo compró su silencio por la promesa de veinte millones y la cuadra de caballos.

Lo que ocurrió es que yo ya estaba desinteresado por el tema. No me importaba si aquello era verdad u otra mentira sobre otras mentiras.

El caso es que ahora mismo nadie sabe, excepto sus protagonistas más directos, por qué fueron aquella noche de luna llena los tres toreros a la finca «Charco Lejano». Ni por qué los mataron, ni quién los mató.

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