El crimen de Los Galindos

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El crimen de Los Galindos
  • Clasificación: Crimen sin resolver
  • Características: Misterioso asesinato de cinco personas en un cortijo sevillano
  • Número de víctimas: 5
  • Fecha del crimen: 22 de julio de 1975
  • Perfil de la víctima: Manuel Zapata Villanueva, 59, y su mujer, Juana Martín Macías, 53; José González Jiménez, 27, y su mujer, Asunción Peralta Montero, 33; Ramón Parrilla González, 39
  • Método del crimen: Golpes con una pieza de metal - Culatazos - Disparos con una escopeta de cartuchos
  • Lugar: Paradas, Sevilla, España
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El crimen de «Los Galindos»

Francisco Pérez Abellán

El fuego descubre la matanza. Dos cadáveres en el cobertizo. La mujer del capataz con el rostro destrozado a golpes. El tractorista que trató de escapar. Se busca a Zapata como autor del crimen; luego culpan a José González. Al final, un poco de justicia en veinte años.

Por los tiempos en los que sucedió el crimen, el cortijo Los Galindos era una propiedad rentable y bien cuidada. Estaba al cargo de Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, el capataz, y de su mujer, Juana Martín Macías, de cincuenta y tres. Igualmente contaba con tractoristas y jornaleros fijos.

La propiedad estaba situada a 3 kilómetros de la localidad sevillana de Paradas, entre las poblaciones de Marchena y Carmona, por la carretera Ramada de El Palomar. Paradas es un típico poblado andaluz de calles limpias, muy embellecidas por sus moradores, que muy poco antes habían logrado el primer premio en el concurso convocado para galardonar a los pueblos mejor cuidados. La localidad de Paradas está situada a 500 kilómetros de Madrid y a 53 de Sevilla. El último censo que precedió al rosario de muertes que acabaría con cinco de sus vecinos fue de 10.106 habitantes.

Los Galindos era una propiedad de unas 400 hectáreas de tierra agradecida que daba buenas cosechas de trigo, cebada, girasol y aceituna. A los entonces propietarios, los marqueses de Grañina, les había llegado a través de la compra por el hermano de la marquesa, Francisco Delgado Durán, que la adquirió en 1950, cuando apenas tenía veinte años. A su muerte, ocurrida trágicamente en un accidente de automóvil en Portugal, el 19 de febrero de 1969, pasó a manos de sus padres, que la cedieron a su hija casada con Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina.

Al cortijo se accedía por un camino de tierra rojiza que tenía algunos árboles. Al entrar, la vista se topaba al fondo con el cobertizo con balas de paja apiladas. A la izquierda estaban las viviendas, la más cercana y mejor surtida, la de los marqueses; y un poco más a la derecha, mucho más modesta, la que ocupaban el capataz y su mujer. Al otro lado de un patio cerrado con una tapia estaba la Casa de máquinas, donde se guardaban los aperos de labranza y junto a ella el granero, todo dispuesto alrededor de un patio por el que circulaban sin dificultad los tractores.

La mañana del 22 de julio de 1975, el tractorista José González, de veintisiete años, trasladó la orden de Zapata al recadero del cortijo, Antonio Fenet, para que marchara al campo con los otros labradores a «acuchillar» a los pies de los pinos, lo que no era muy habitual.

Quedaron en el cortijo solos Zapata, Juana y José hasta pasado el mediodía, cuando José fue requerido probablemente a instancias del asesino para ir al pueblo a recoger a su mujer, Asunción Peralta, de treinta y cuatro años, que había trabajado como temporera en Los Galindos antes de casarse. Seguramente aquel encargo tenía como objetivo aclarar algún sucedido en la finca o debatir un secreto del que Asunción participaba.

Mientras José González se dirigía a su casa en su coche Seat-600 color crema, en Los Galindos se desató la tragedia. Zapata, que confiadamente hablaba con el asesino, sentado en su despacho, no esperaba en modo alguno que este le agrediera con el trozo de la pieza rota de la empacadora con la que jugueteaba hacía un rato. Inesperadamente, el criminal atacó al capataz por la espalda golpeándole el cráneo hasta destrozárselo.

Debía obedecer a un plan preconcebido porque acto seguido se dirigió en busca de Juana a la que conocía de sobra, que le había visto entrar y conversar con su marido, por lo que no podía dejarla viva. La atacó con la misma arma. Pero esta vez de frente, golpeándole el rostro varias veces hasta que le quedó aplastado, con el aspecto de una máscara de goma.

El asesino no actuaba solo y así quedó patente al observar el rastro de sangre que dejó en el suelo. Primero un enorme manchón correspondiente a un cuerpo arrastrado pesadamente y después un goteo que marca cómo el cuerpo fue izado, probablemente sujeto por pies y axilas hasta ser depositado en el dormitorio, donde también dejaron la pieza de la empacadora con la que la habían matado. Al salir, los asesinos cerraron la puerta con un candado.

Instantes después regresó González que venía con Asunción. Fueron recibidos por los criminales que les apuntaban con la escopeta de Zapata. Sin intercambiar apenas palabras -los crímenes se sucedieron de forma muy rápida, probablemente entre las tres y las cuatro de la tarde-, nada más salir del coche, la pareja fue empujada hacía el cobertizo. Allí fueron vilmente asesinados a tiros y golpes así como rociados de gasolina y gas-oil.

En ese momento debió llegar alguien inesperado: era el tractorista Ramón Parrilla, de cuarenta años, que se había quedado sin carburante. De repente se vio encañonado por una escopeta. Trató de huir pero inmediatamente le dispararon. Se protegió con los brazos donde recibió dos descargas. Sangrando y con los brazos destrozados dejó un reguero de sangre por el itinerario de su escapada imposible, primero hacia el interior del caserío y, finalmente, hacia la salida de la finca, por el camino de tierra roja. Pero no pudo ir muy lejos: en una zanja, junto a un árbol, se derrumbó herido de un disparo que le entró por la espalda. Allí caído fue rematado sin piedad. Debían de ser las cuatro de la tarde pasadas.

Los asesinos cubrieron el cadáver de Parrilla con paja, siguiendo un extraño ritual que les llevó a ocultar el cuerpo de Zapata, a encerrar el de Juana con un candado, y finalmente a quemar los del matrimonio González.

A las cuatro y media, una espesa columna de humo se levantaba del caserío de Los Galindos alarmando al recadero Fenet y a los otros trabajadores que corrieron hacia la casa porque pensaron que estaba ardiendo. Al llegar descubrieron la paja del cobertizo que se quemaba con extraña violencia. Se acercaron y notaron que debía estar empapada en combustible porque ardía de una forma especial. Además, de las pacas se desprendía un denso y sospechoso olor.

Buscaron al capataz sin encontrarlo,. pero en seguida vieron la sangre, casi a la vez que descubrían los cadáveres consumidos del matrimonio González. Ni siquiera podían imaginar que eran ellos. Inmediatamente fueron al pueblo a dar aviso a la Guardia Civil.

El comandante del puesto, un cabo, acompañado de un número, se desplazó al cortijo donde pudo comprobar el extraño caso que se le presentaba. Tras recorrer las dependencias de la vivienda del capataz siguiendo los rastros de sangre llegaron ante la puerta cerrada con el candado.

Sin saber qué podían encontrarse al otro lado, descerrajaron el candado de un tiro. Una vez abierta la puerta se encontraron con la macabra escena de Juana tendida en la cama con el rostro aplastado. Había mucha sangre, y ya los vecinos del pueblo, que se habían acercado en gran cantidad al saber que algo raro sucedía en Los Galindos, habían descubierto que el reguero que iba hacía fuera terminaba junto al camino de acceso, exactamente en un lugar oculto por un montón de paja. Fue suficiente trastear un poco allí para que quedara al descubierto el cadáver del tractorista Parrilla, el único que resultaba reconocible.

El crimen de Los Galindos fue un asesinato complicado, lleno de matices que no habría sido difícil de resolver si hubiera ocurrido en una gran urbe con toda clase de medios para la investigación criminal, pero en Paradas, un pueblecito desprevenido, con un pequeño cuartel de la Guardia Civil, resultaba casi imposible enfrentarse a tanta complicación.

Además, los vecinos andaban toqueteándolo todo: la pieza de la empacadora que fue el arma criminal, el Seat-600 de donde sacaron la escopeta que los asesinos habían abandonado allí tras los crímenes, las ropas y cuanto podía ser susceptible de ofrecer una pista a los investigadores. Quedaron conculcadas todas las reglas que es preciso seguir para salvar huellas y además se sacaron conclusiones precipitadas.

Tanto los vecinos como la Guardia Civil encontraron cuatro cadáveres mutilados y fríamente asesinados y echaron en falta al capataz de la finca, Manuel Zapata. No aparecía por ninguna parte. Así las cosas parecía lógico pensar que era el responsable de tanta muerte. Por eso todos los efectivos se pusieron inmediatamente a buscarlo.

Mientras se había dado aviso de lo que había ocurrido a los marqueses, presentándose en seguida el marqués, Gonzalo de Córdoba, y el administrador de la finca, Antonio, su mano derecha. Pero en aquel momento lo único que importaba era encontrar a Manuel Zapata, a quien se le creía perdido en el campo, loco y armado. Aunque lo buscaron incansablemente, no lo encontraron. Peinaron la finca, revisaron las construcciones del caserío y patrullaron los alrededores sin resultado.

Sorprendentemente, al llegar la oscuridad, el marqués y su administrador pasaron la noche solos en Los Galindos. Durante el día 23 se siguió buscando sin resultado. No fue hasta la mañana del 25 cuando el cuerpo de Manuel Zapata fue finalmente hallado, aparentemente en el mismo lugar donde lo habían arrojado los asesinos: detrás de la Casa de máquinas, muy cerca de la pared, en el hueco de un árbol, cubierto de paja. En un lugar imposible para estar oculto tanto tiempo. Precisamente allí había orinado entre tanta búsqueda un policía municipal de Paradas sin percatarse de que estaba el cadáver de Zapata, aunque a lo peor fue puesto allí con posterioridad. Podemos considerar casual la última muerte, la de Parrilla, pero los dos matrimonios estaban relacionados. Estos cuatro sabían algo comprometedor que se llevaron a la tumba.

Más de veinte años después, ninguna de las numerosas incógnitas que rodean el quíntuple asesinato de Los Galindos ha sido aclarada, aunque el tiempo no ha transcurrido en vano: la hipótesis policial que señalaba como autor material al tractorista José González, que según esta habría matado a los demás y se habría suicidado después, fue desmontada y desmentida. Es la única justicia que se ha hecho en el caso Los Galindos.


El crimen de Los Galindos

Margarita Landi

Esta estremecedora tragedia grabó a sangre y fuego una fecha: el 22 de julio de 1975. Fue una matanza cometida en pleno día por motivos desconocidos todavía, cuyos autores no han sido descubiertos y, probablemente, nunca lo serán. Tuvo lugar a la hora bruja de la siesta, cuando el sol abrasaba las calles vacías de Paradas, el pueblo sevillano que entonces se haría tristemente famoso en toda España.

La muerte había llegado a Los Galindos, un hermoso cortijo de los marqueses de Grañina, para cebarse en cinco personas buenas, honradas, sencillas e incapaces de hacer mal a nadie: Manuel Zapata Villanueva, el capataz; Juana Martín Macías, su esposa; José González Simón, tractorista y su mujer, Asunción Peralta Montero; el último en morir fue otro tractorista, Ramón Parrilla González.

Aquello había ocurrido el martes y yo llegué el viernes, cuando la noticia se había difundido por todos los medios de comunicación con impresionantes fotografías y detalladas crónicas; incluso Televisión había llegado con sus cámaras cuando aún estaba la sangre fresca. En Sevilla me enteré de que «ya había orden de no hablar con la Prensa»… Los semanarios no tenían nada que hacer allí. De modo que cogí mi coche y, en compañía de mi fotógrafo, me fui directamente a la casería del cortijo sin pararme a pedir permiso a nadie.

Tuvimos suerte y conseguimos sacar unas cuantas fotografías, entre ellas la de un almiar repleto de paja, todavía humeante, y la de una perrita blanca y negra, testigo mudo del asesinato de su amo, el capataz, cuya sangre había salpicado su blanca pechuga; tengo una foto con ella. A una pareja de la Guardia Civil les debo ese favor a cambio de no descubrirles nunca. Se lo prometí; envié esa noche los carretes a Madrid y al día siguiente me presenté en el cuartel de Paradas. Tras el guardia de puerta estaban esos dos guardias y se pusieron tensos al verme, pero se relajaron al oírme decir que «iba a pedir que me dijeran por dónde se iba al cortijo, para sacar unas fotos».

Entré en el despacho del comandante de puesto, a cuya mesa se encontraba un sargento suplente, mientras el cabo escribía a máquina. El sargento, con gesto severo, me dijo que «estaba prohibido entrar al cortijo»; protesté por la discriminación que eso suponía y añadí que sabía todo lo ocurrido, pero necesitaba fotos. Esto fue lo que hablamos entonces:

-Conque usted ya lo sabe todo, ¿y por qué lo sabe? -preguntó.

-Lo sé por el teletipo, claro…

-¡Ah!… Por el teletipo… Bueno, y ¿quién es ese tipo?…

-Mi sargento, el teletipo es una máquina de escribir que escribe sola y se lo manda a los periódicos -aclaró el cabo.

Tuve que mostrarle el metro y medio de tira de papel procedente de tal aparato telegráfico, y pensé que si la investigación dependía de personas como ese sargento nunca llegaría a buen fin. No me equivocaba. Me despedí diciendo que, con permiso o sin él, conseguiría las fotografías, y el sargento se echó a reír.

Y lo que yo ya sabía era esto: cinco jornaleros del cortijo, que se hallaban trabajando en el campo a kilómetro y medio de la casería, vieron que de ella salía una columna de humo y se inquietaron, porque sabían que allí no podían estar quemando rastrojos y ese fuego podía ser peligroso; cogiendo cada cual su motocicleta emprendieron el regreso al lugar en que sabían que estaban solos el capataz y su mujer.

Al llegar únicamente se fijaron en el almiar que estaba situado frente a la puerta de entrada al gran patio de la casería; vieron la paja ardiendo cerca de un tractor con el depósito lleno de combustible y un bidón con gasolina. Con riesgo de sus vidas se aprestaron a apartar de allí ambos peligros y trataron de apagar el fuego. De pronto vieron que entre la paja había dos cuerpos, uno de ellos ya completamente calcinado. Un jornalero corrió a avisar al capataz, pero no estaba, y su mujer tampoco.

Se asustaron aún más al comprobar que allí, dentro o fuera del recinto habitable, no había nadie. Sólo un silencio aterrador y… ¡sangre!, un sospechoso reguero de sangre que les llevó desde la puerta de entrada al despacho del capataz y por todo el patio, hasta el sexto árbol del camino que llegaba al borde de la carretera; al pie del mismo, y medio cubierto de paja, estaba el cadáver del tractorista Ramón Parrilla González, con los brazos y el pecho heridos por disparos de escopeta.

Despavorido llegó un jornalero al cuartel de la Guardia Civil para dar cuenta de lo que ocurría e, inmediatamente, el cabo comandante de puesto y uno de los guardias a sus órdenes acudieron con él a lo que ya siempre se llamaría «lugar del crimen», pudiendo comprobar que allí no había más vidas que las de los que se afanaban en apagar la paja del almiar sin poderlo conseguir, porque -luego se sabría- había sido regada con gasolina.

Además del reguero de sangre que llegaba hasta el árbol, también se veía sangre bajo la puerta de la vivienda del matrimonio Zapata, que estaba cerrada. El cabo dijo: «¡Vamos a entrar!», y de una patada abrió la puerta, encontró una silla caída y un gran charco de sangre que se alargaba indicando que se había arrastrado un cuerpo vestido desde él hasta el centro del recibidor, dejando una estela de trazos producidos por la ropa, para seguir en copioso goteo en dirección a la puerta de una alcoba, extrañamente cerrada con un candado; sin pararse a pensarlo, al cabo abrió disparando sobre él su pistola, con lo que, naturalmente, hizo desaparecer las probables huellas que en él pudiera haber.

Entre las dos camas que había en la alcoba, con los colchones enrollados, estaba el cadáver de Juana Martín, la mujer de Zapata, con el rostro destrozado a golpes; el arma empleada para cometer el crimen se hallaba sobre un baúl y era una pieza de hierro de unos sesenta centímetros de largo, con tres salientes de doce centímetros, perteneciente a una empacadora mecánica que estaba averiada. Quien empleó un arma tan pesada para golpear tan brutalmente a una mujer, que era bastante vigorosa, debía tener mucha fuerza.

Como faltaba Manuel Zapata, inmediatamente se le atribuyó la matanza. Ya se sabía que los restos calcinados hallados en la paja eran del tractorista, José González, y de su mujer, Asunción Peralta; sobre la identidad de él no hubo dudas, porque se encontraron sus gafas cerca del almiar y unos cuantos dientes que resultaron ser de su dentadura. Además, alguien le había visto llegar al pueblo en su Seat 600 a toda prisa, para entrar en su casa y salir con su mujer camino del cortijo a gran velocidad, según dijo el guardabarrera que le vio pasar.

¿Por qué habría ido José a buscar a su esposa con tanta prisa?… Esta interrogante dio paso a maliciosas interpretaciones: tal vez Juana y José llegaron a enterarse de que Zapata se entendía con Asunción y el marido la llevó para que confesara su falta, riñeron y el capataz, enfurecido, los mató a los tres y salió huyendo. Esta torcida elucubración, aceptada en un principio, fue la causa en -mi opinión- de que fracasara toda la investigación, porque se perdieron tres preciosos días en la infructuosa búsqueda del presunto fugitivo, mientras se descuidaban las primeras inspecciones oculares, importantísimas, y desaparecían todas las huellas que hubieran podido ser fundamentales para descubrir a los verdaderos asesinos.

Quedaba una pregunta en el aire: ¿Por qué había matado Zapata a Ramón Parrilla… si él no tenía nada que ver con el supuesto adulterio … ? Y la respuesta brotó en seguida: porque cuando llegó de improviso para dejar una carga de agua y repostar combustible, le sorprendió con los tres cadáveres y quiso evitar que le delatara… Todo parecía tan lógico…

Como por allí andaba la perrita blanca y negra, inseparable de su amo el capataz, luciendo en su alba pechuga las salpicaduras de sangre, la «ficharon» para que al día siguiente colaborase en la busca y captura del presunto criminal, que «no tenía que ser otro que Zapata», sin pensar que podía ser testigo mudo del quinto asesinato y delatar al verdadero culpable bien gruñéndole, bien enseñándole los dientes o metiendo el rabo entre las patas y escapando aullando de miedo. Esto fue lo que yo les dije cuatro días después a los guardias, cuando llegué al cortijo, y les aconsejé que tuvieran cuidado de que no le pasara nada al animalito.

Debo advertir que estando en pleno verano era tiempo de suplencias y ello retrasó, en principio, el levantamiento de los cadáveres, ya que el juez de Instrucción de Mairena -partido judicial al que pertenece Paradas- se había ido de vacaciones, la plaza del titular de Carmona estaba vacante y fue preciso recurrir al juez de Écija, lugar bastante más alejado. En consecuencia, cuando llegó a Los Galindos la autoridad judicial con un forense y un fiscal, ya era medianoche. La diligencia se llevó a cabo ante el juez de paz de Paradas y varios miembros de la Guardia Civil que habían ido llegando de las distintas demarcaciones provinciales.

Ya estaban allí esperando tres ataúdes, no cuatro, porque el matrimonio González había quedado tan reducido que pudieron trasladarlos al cementerio, donde les sería practicada la autopsia, en un féretro los dos. El médico forense no terminaría su trabajo hasta que clareara el día.

Por la mañana, muy temprano, comenzó la búsqueda de Manuel Zapata; la perrita iba en uno de los jeeps para soltarla en diferentes lugares, pero la pobre no tenía éxito y en seguida regresaba a la casería para pararse a olisquear un gran montón de pacas de paja que estaban en la parte trasera de uno de los edificios que circundaban el patio, junto al que en muchas ocasiones se paraban a hablar el cabo y el sargento y donde -según pude saber- de cuando en cuando aliviaban sus vejigas.

Así pasaron tres días durante los cuales, incomprensiblemente, Manuel Zapata Villanueva fue injuriado y calumniado en el pueblo de tal modo que los que le conocían bien llegaron a sospechar que tal campaña de descrédito estaba siendo dirigida por los verdaderos asesinos. El capataz de Los Galindos, al que siempre se había estimado y respetado, que llevaba veinte años ocupando tal cargo después de haber sido guardia civil-, que se desvivía por cumplir con sus obligaciones en el cortijo, mirando por él más que sus propios dueños, fue acusado de bebedor, autoritario y «faldero». Incluso se llegó a decir que la mañana de aquel fatídico 22 de julio había sacado del banco doscientas mil pesetas, que maltrataba a su esposa…

Nada era cierto; esa mañana había estado en Paradas realizando varias gestiones en el Ayuntamiento, en el cuartel recogiendo una guía para una caballería y en el banco para ingresar una importante cantidad de dinero procedente de la venta de dos camiones de paja, los últimos de los doce vendidos al acabar la campaña agrícola. Después se había comprado unas alpargatas y, tras tomar unas cervezas con algunos amigos, estuvo en su casa a las doce y media, donde alguien debía esperarle, porque se cambió de ropa tan rápidamente que se dejó el tabaco, imprescindible para él, y las llaves encima de la cama. ¿Quién le esperaba?

Precisamente se comentó que el martes por la mañana había llegado al cortijo el administrador, cuando su costumbre era ir los viernes, llevando en el coche del marqués unas cuantas sandías, y que le había pedido a Juana que pusiera una a refrescar, porque pensaba comer allí, pero, al parecer, luego se marchó a otro cortijo de Utrera, y no se sabía si había regresado.

Pasados tres días de incesante trabajo, en los que Paradas se llenó de uniformes verdes, de estrellas y galones dorados de los miembros de la Benemérita, que no se dieron ni un minuto de descanso, ocurrió lo que iba a hacerles recomenzar la investigación de cero: la vivaracha perrita escarbaba de nuevo, por enésima vez, en el montón de pacas de paja, que, por cierto, olían bastante mal, y se vio aparecer un pie… ¡Allí estaba el cadáver de Zapata!… No se había escapado, ni se había suicidado colgándose de un olivo o arrojándose a un pozo, como llegaron a pensar: Zapata era una víctima más de los asesinos.

Yo tuve la suerte de que un amigo mío estuviera junto al juez cuando fue a ordenar el levantamiento del cadáver; él me dijo que el cuerpo estaba en avanzado estado de descomposición, con el cráneo destrozado a golpes, por detrás, con la misma pieza de hierro que había machacado la cara de su esposa. Pero aún me dijo más: que a Zapata le mataron cuando estaba tranquilamente sentado hablando con alguien de su confianza, con las piernas cruzadas por las rodillas, como era su costumbre, sin poderse apercibir que otro hombre se situaba detrás de él para asestarle un golpe mortal en la nuca, que no sería el único.

El cadáver -me dijo- debió haber estado escondido en la misma postura hasta después de producirse el rigor mortis, y se había llevado hasta la paja en la misma silla que ocupaba, de ahí que al ser retiradas las pacas que le cubrían, y que estaban bien fijadas sobre él por los afilados ganchos de una horca de hierro que le atravesaron el tórax, presentara la misma postura que tenía cuando le mataron.

Era evidente que Zapata había sido el primero en morir, probablemente el único al que pensaban matar, pero Juana, por oír algo o por acercarse a decir algo, les sorprendió y tuvieron que matarla, porque les conocía; la dejaron supuestamente muerta en el suelo, a la puerta de su vivienda.

En cuanto a José González y su mujer, Asunción Peralta, mi teoría es ésta: él se hallaba trabajando, seguramente en su tractor, en la sala de máquinas, y por alguna razón se acercó a la casa del capataz, donde vio a Juana con la cara destrozada, sangrando abundantemente, pero viva y trató de retirarla de allí. José era un hombre joven, pero endeble; no podía cogerla en sus brazos y quiso arrastrarla hasta la alcoba del fondo, dejando su rastro en el suelo, pero sus pocas fuerzas le fallaron y decidió ir en busca de su mujer a su casa de Paradas.

Asunción, después de comer, sin siquiera fregar los cacharros, se había acostado a dormir la siesta, pero José la obligó a levantarse y se la llevó en volandas a la casería. Entonces los dos alzaron del suelo el cuerpo de Juana, por lo que ya el rastro de sangre fue de goteo. Al estar las dos camas con los colchones recogidos, tuvieron que depositar el cuerpo en el suelo y procedieron a lavar las heridas de la moribunda, detalle que se advirtió al practicarle la autopsia.

Cuando el matrimonio estaba asistiendo así a Juana fue sorprendido por los asesinos, a quienes conocían, y éstos tuvieron que matarlos a tiros para echar luego sus cadáveres sobre la paja del almiar, regarlos de gasolina y prenderles fuego, para que no quedara de ellos ni rastro.

Los asesinos, que debían ser dos, se metieron en el despacho del capataz, probablemente para revisar sus libros de cuentas (a mí nunca me podrán convencer de que lo que motivó tal matanza no fue un asunto de intereses), y cuando estaban enfrascados en tal tarea apareció Ramón Parrilla, el otro tractorista, que iba en busca de Zapata… También les conocía, así que uno cogió la escopeta, apuntó y Ramón cruzó los brazos para protegerse, pero recibió la perdigonada; el infeliz echó a correr hacia la salida, pero perseguido por su agresor recibió otro disparo en la espalda y cayó de bruces al pie del sexto árbol, donde le remataron a golpes con la culata de la escopeta, que se partió y que después introducirían con muy mala intención en el Seat 600 de José González.

Y digo esto de la mala intención, porque después de haber hallado el cadáver de Manuel Zapata, le cargaron los crímenes al pobre José González, de quien se dijo que estaba celoso por suponer que su mujer se «entendía» con el capataz y, enloquecido, mató a todos, echó a Asunción a la paja, que hizo arder, y o se mató él encima de ella o «quiso avivar el fuego echando otro cubo de gasolina y con el rebufo cayó sobre el fuego»…

Tendrían que pasar ocho años para que el infortunado José fuera rehabilitado. El eminente catedrático de Medicina Legal, doctor Frontela, practicó la tercera autopsia de los pobres restos de las cinco víctimas y descubrió que José no había podido matar a nadie, porque a él también le habían asesinado. Por eso he dicho anteriormente que a él y a su mujer les mataron a tiros.

Debo añadir que, cuando apareció el cadáver de Zapata, tuve ocasión de hablar en Sevilla con el teniente coronel Cuadri, que tenía a su cargo la investigación de lo ocurrido en Los Galindos, y le comenté lo de la postura en que estaba, como sentado; él dijo que no, que él lo había visto con las piernas estiradas. Como yo estaba segura de que mi información era buena, le sugerí que preguntara si el cadáver -que él sólo podía haberlo visto ya sobre la piedra del depósito- tenía la marca dejada por la presión de la rodilla en la parte superior de una pantorrilla. Entonces, el teniente coronel se levantó y salió de su despacho (pensé que iba a hablar por teléfono a otro lugar y así era); cuando volvió, dio un puñetazo sobre la mesa y me dijo: «Pues tiene usted razón, pero ¿cómo lo ha sabido?»… «Perdone -le respondí-, pero eso pertenece al secreto de mi sumario particular.»

Ocho años después, al decirle lo mismo al juez que intentaba poner en claro los hechos (uno más entre varios que habían fracasado), tampoco me quiso creer, y me enseñó una fotografía que forma parte del sumario en la que se ve el cadáver de Zapata en el suelo, junto al montón de paja…y era evidente que tenía los pies cruzados porque las rodillas se habían deslizado al retirarle de la paja. Yo sé que en la pantorrilla le había quedado una marca llena de gusanos.

Volviendo a las fechas en que se produjo aquel terrible suceso, tengo que decir que la investigación llevada a cabo por la Guardia Civil estuvo muy lejos de ser perfecta; la buena voluntad y el agotador esfuerzo no pudieron suplir la falta de medios y de conocimientos con que podían contar por entonces. Pasado un mes, el juez requirió la colaboración de la Policía, cuya Brigada de Investigación Criminal se aprestó a la tarea con muchos ánimos, pero sin lograr alcanzar el éxito. Nada podía reparar los errores cometidos en los primeros días.

Las sospechas se centraron en el marqués, su hijo y el administrador, pero el primero estaba ese día en Málaga asistiendo a un funeral; al enterarse de lo ocurrido regresó a Sevilla y llegó al cortijo a las once de la noche, pidiendo a la Guardia Civil que le dejaran solo; su hijo quedó libre de dudas y el administrador parece que pudo demostrar que a esas horas estaba en Utrera; hubo ciertas reservas por unas «picaduras» que había en el parabrisas del coche que el marqués había llevado aquel día, pero explicó que había circulado por un camino con muchas piedras. Pensaban que las «picaduras» se debían a los disparos.

Sólo me queda por decir que al año de la matanza aquella los marqueses de Grañina se separaron y él se fue a vivir con una hermana a Jerez, que de la perrita nunca más se supo -en cuanto apareció el cadáver de Zapata- y que tengo el absoluto convencimiento de que jamás se sabrá quiénes fueron los asesinos.

En fin; la Policía llegó a la misma conclusión que la Guardia Civil: el culpable había sido José González, pero cuando meses después pasé por Paradas y entré en el cuartel para saludar al cabo comandante de puesto y, al comentarle el resultado de la investigación policial, me dijo: «Ellos se han equivocado como nosotros; ese pobre muchacho no mató a nadie. Desgraciadamente, los asesinos andan sueltos.»

-Y dígame: ¿por qué si las dos camas entre las que murió Juana tenían los colchones recogidos se pudo publicar una fotografía de una de esas camas con almohada, colcha blanca y cojines, sobre la que se ve «el diente» de la empacadora con que fue brutalmente golpeada? -pregunté.

-Pues verá, cuando nos avisaron desde Sevilla de que iba a venir la Televisión, lo aseamos todo un poco.

O sea, que los que tenían a su cargo la investigación ignoraban desde el principio algo tan elemental: que en el lugar del crimen no se debe tocar absolutamente nada. Así, no es de extrañar que después de más de catorce años los asesinos continúen gozando de libertad; aunque ellos conocen bien que se sospecha de ambos, que se sabe que cometieron los crímenes por motivos económicos, que estaban bien camuflados en los libros de contabilidad, que no reflejaban los turbios manejos llevados a cabo en una distribución paralela para su propio provecho, fraude que Zapata -hombre honrado y fiel a la propietaria del cortijo- debió descubrir y se mostró dispuesto a dar cuenta de ello, y al amenazarles firmó su sentencia de muerte…

Pero el caso es que, lamentablemente, también deben saber que al cabo de tanto tiempo sería muy difícil presentar las pruebas precisas para procesarles. Fueron unos chapuceros, pero han tenido la suerte de que se enmarañaran de tal modo indicios, pruebas y huellas que investigadores no lograrán demostrar de forma indiscutible su culpabilidad. Sí, eso es tener suerte… Y el caso es que hay quien lo sabe todo, pero no se atreve a dar la cara. Y es una lástima, porque aquellas cinco muertes siguen pidiendo justicia.


El crimen de «Los Galindos»

P. Martínez Soler

El caso que ahora presentamos posee todas las características de un crimen horrendo, alevoso, despiadado y feroz, ya que fueron cinco los seres asesinados de un modo brutal, siniestro y sanguinario. Pero, a diferencia de todos los casos que hemos expuesto en esta obra, en el crimen de «Los Galindos» la Justicia no pudo detener al culpable. Esto no quiere decir, no obstante, que se haya cerrado el caso y no se confíe en que, algún día, surja una pista nueva, información o confesión, y el horrendo caso del cortijo de «Los Galindos», en el pueblo de Paradas (Sevilla), se aclare y podamos reconstruir los hechos.

Puede parecer que, ya que no se ha detenido al culpable o a los culpables, lo mejor sería no airear el caso y dejar que el tiempo cuide de solucionar, si ello es posible, lo que las autoridades civiles y judiciales no han logrado aclarar. Pero eso, creemos, es un error. Si un terrible delito está sin aclaración, cuanta más publicidad se le dé, mayor posibilidad existe de que alguien, por éstas o aquéllas, caiga en algún detalle, tenga una inspiración o encuentre una explicación, como hizo el escritor Alfonso Grosso, autor de la obra «Los invitados» (finalista del Premio Planeta 1978), en donde, con estilo magnífico, «mandando y templando» con hábil pluma, y valga el término taurino, nos relata una historia que bien pudiera haber sido la verdadera. Pero… ¡ah, faltan las pruebas!

Ahora vayamos a relatar los hechos y luego nos permitiremos el pequeño lujo de explicar cuál era la teoría de Alfonso Grosso acerca del crimen de «Los Galindos».

Ocurrió el día 22 de julio de 1975, alrededor de las cuatro de la tarde. Aquel año, excepcionalmente caluroso, el sol quemaba hasta las piedras y hay quien recuerda que la temperatura al sol era de 49 grados centígrados.

Un bracero eventual de la finca, llamado Antonio Fenet, de 35 años de edad, al acabar su jornada en un tajo olivarero, se dirigió hacia el caserío. Iba encasquetado bajo su sombrero de paja, fumando un pitillo y con el azadón al hombro.

Un cuarto de hora después, sobre las cuatro y media, Fenet llegó al sembrado de girasoles y fue entonces cuando percibió el humo denso que se elevaba del cobertizo del cortijo en donde estaba la empacadora.

El bracero apretó el paso y pronto llegó al lugar del incendio que ya tomaba proporciones importantes. No se veía a nadie por el lugar, cosa harto extraña, y sí se percibía un fuerte olor a gasoil, intenso y desagradable, mezclado con otro olor que Antonio Fenet intuyó en vez de percibir, como es el olor de la sangre.

A lo lejos, de otras tierras, surgió la pequeña mancha de gentes corriendo: un grupo de peones acudía ya desde otros lugares.

Serían, según el reloj de la iglesia de Paradas, las cinco y cuarto, cuando Antonio Fenet y Antonio Escobar, jadeantes y trémulos, como los que han visto cerca la faz de la muerte, llegaron a la Casa Cuartel de la Guardia Civil, donde se encontraba el despacho del cabo-comandante, al que el centinela llamó a requerimiento de los dos braceros asustados.

-Bueno, ¿qué ocurre?

-¡En «Los Galindos»… hay un reguero de sangre ante la casa del capataz! ¡Está ardiendo la empacadora! ¡Allí ha debido ocurrir algo muy gordo!

-Bueno, iremos a ver.

El cabo tomó su arma reglamentaria, así como la cartera de las primeras diligencias y llamó a uno de sus hombres para que le acompañase en la misión. Para ello tomaron un «Land Rover» oficial y se dirigieron hacia el la propiedad de los marqueses de Grañina, en donde se presentaron cuando ya los braceros de temporada habían casi sofocado el incendio.

La paja había sido impregnada con gasoil y por esta causa no se podía extinguir completamente el incendio. Pero el cabo de la Guardia Civil ordenó hacer una zanja contrafuego y luego se dirigió al patio de la finca, siguiendo un rastro de sangre ya casi seco.

El cabo de la Benemérita estaba seguro de que el rastro sangriento había sido dejado por un cuerpo humano que había sido arrastrado por el suelo hasta perderse en el interior de la vivienda del capataz. Y como ignoraba lo que se iba a encontrar en el interior, optó por preparar su arma, un subfusil de reglamento, al acercarse a la entrada, que hubo de forzar con el hombro.

Nada más abrirse la puerta, un perro salió entre sus piernas, ladrando de modo lastimero, para irse a perder, aullando, como de dolor, en la caliente distancia.

El cabo-comandante, seguido de su subalterno, se adentró en la mansión, cruzó el pasillo e inspeccionó el despacho del capataz. Luego continuó la pista del reguero de sangre que se perdía por debajo de la puerta de la alcoba del matrimonio, la cual había sido cerrada por fuera con un candado, el cual hizo saltar de un disparo el cabo de la Guardia Civil.

Y en el interior del dormitorio, sobre una de las camas de hierro con cabezal de níquel, estaba tendido el cadáver de Juana Martín Macias, esposa del capataz del caserío de «Los Galindos», Manuel Zapata Villanueva. Tenía la cara destrozada y el cráneo aplastado, como si la hubiesen golpeado con una azada. Estaba rodeada de un gran charco de sangre.

El cabo permitió que su subordinado contemplase la escena, para que se hiciera cargo de los horrores que comportan algunas misiones, y luego, dejando la puerta entornada, volvieron a salir.

El cabo preguntó a los braceros qué fue lo que habían visto. Y la respuesta, tanto de Antonio Fenet como de Antonio Escobar, fue la misma:

-Absolutamente a nadie.

-¿Cuánta gente falta, podéis decírmelo?

Se contó al capataz Manuel Zapata, al tractorista. José González y a Ramón Parrilla, al que, por la mañana, el capataz había mandado a trabajar en la linde del olivar.

También se comprobó que el «600» de González, como era habitual, estaba aparcado en el ribazo.

Tras este breve interrogatorio, el cabo pidió a Fenet y a Escobar que tomaran sus ciclomotores y fueran juntos a dar aviso al juez de paz, así como dieran recado en la Casa Cuartel para que les enviaran refuerzos, así como que comunicaran el suceso a Marchena, cabeza de partido judicial, donde se encontraba el teniente de línea.

-Pero no digáis nada en el pueblo. Hay que evitar que cunda el pánico.

Los dos braceros se alejaron a toda prisa, como deseosos de poner tierra por medio entre la muerte que aleteaba sobre «Los Galindos» y sus personas.

Los otros braceros continuaban tratando de apagar el fuego y el cabo se dirigió a echar un vistazo al «600» color crema, propiedad de José González Jiménez, en cuyo asiento posterior encontró, partida en dos, la escopeta de caza de Manuel Zapata Villanueva.

También los braceros efectuaron un macabro hallazgo cuando el fuego fue, al fin, reducido. Entre los rescoldos fueron encontrados dos cuerpos humanos, reducidos de tamaño por la incineración, Uno sin cabeza y el otro sólo presentaba el tronco, desde la pelvis al corazón.

Las horribles características del que pronto conocería el mundo entero como el crimen de «Los Galindos» empezaban a conocerse. Allí la muerte había actuado con mano despiadada e inmisericorde.

Posteriormente se sabría que aquellos dos cadáveres pertenecían al tractorista José González Jiménez y a su mujer, Asunción Peralta Montero.

Pero casi anochecido, en el camino de Rodales, y cubierto por un montón de paja, se halló el cadáver del bracero Ramón Parrilla, muerto a consecuencia de un disparo de perdigones efectuado, sin duda alguna, a bocajarro.

La Guardia Civil se encontraba, pues, al anochecer del día más aciago de la historia de la región, con cuatro cadáveres y la desaparición misteriosa del capataz, Manuel Zapata Villanueva, sobre quien empezaron a recaer las primeras sospechas, y tanto es así que al día siguiente se dictó contra él orden de búsqueda y captura.

Sin embargo, a pesar del intenso registro que se realizó en «Los Galindos», el cuerpo sin vida del capataz no fue hallado hasta tres días después, y fue descubierto por su propia perra, oculto bajo otro montón de paja a sólo ocho metros del muro de la fachada oeste del cortijo. Y no por ser hallado el último se habría de deducir que fue el último en morir; al contrario, según el informe forense, Manuel Zapata Villanueva fue el primero en morir.

Se pudo averiguar también que José González Jiménez, el tractorista, fue a buscar a su mujer, Asunción Peralta Montero, poco antes de que ocurrieran los crímenes, trayéndola del pueblo al cortijo, según atestiguó una parienta de la víctima, que vio al tractorista ir a buscar a su mujer a las tres y cuarto de la tarde.

Ya una vez las autoridades enfrentadas a los hechos: un quíntuple asesinato, sin móvil aparente alguno, se hubieron de barajar distintas hipótesis, cada una de las cuales carecía de sentido.

Se sospechó de todo el mundo, empezando por el administrador de la finca, un tal don Antonio, que había estado en el cortijo aquella misma mañana, y cuyo «Mercedes» parecía haber recibido el choque de algunos perdigones, y pasando hasta el mismo propietario, el marqués de Grañina, cuyos antecedentes no le eran muy favorables.

Se sospechó también de un sujeto, que se encontró ahorcado con su propio cinturón de una rama de olivo en el Arroyo de la Fuente, llamado Antonio Ramírez Rodríguez, de sesenta años de edad, viudo y natural de Paradas. Pero pronto se averiguó que se había suicidado una semana antes de los trágicos sucesos de «Los Galindos», y cuya desaparición ya había sido denunciada por sus familiares.

También se dio en pensar si las muertes del caserío hubiesen podido tener alguna relación con la presencia, unos meses atrás, de un destacamento de la Legión en terrenos de «Los Galindos», acto que había sido autorizado por su propietario. Pero el día de autos, aquel destacamento de la Legión se encontraba en Smara, a mil cuatrocientos kilómetros de distancia.

«El cortijo «Los Galindos» -nos explica Alfonso Grosso, en su obra Los invitados (E. Planeta, 1978)- comprende cuatrocientas hectáreas de superficie cultivable bajo una misma cerca -olivar y tierra calma-, gran caserío de dos cuerpos con vivienda para los propietarios, armónico patio rectangular de veinte áreas de extensión, enlosado de olambrilla, cuadras, garajes, casa de máquinas, báscula para vehículos pesados, muelle de carga y descarga, administración, guardería del capataz, cobertizo, empacadora, tanque subterráneo de gasoil con elevador automático y taller de reparaciones de todo tipo de vehículos agrícolas que mecanizan el ciclo completo de las labores, exceptuando en parte el olivar, el algodón y la remolacha.»

Cuenta A. Grosso que el cortijo había sido un antiguo predio desamortizado de bienes eclesiásticos y que durante algo más de un siglo había pasado por manos de distintos dueños absentistas, o sea ausentes, y cuyos nombres se ha negado siempre a facilitar el Registro de la Propiedad y el Ayuntamiento. Y la razón parece conducir sólo al caciquismo secular de la zona.

Lo cierto es que la hacienda fue adquirida en 1950 por Francisco Delgado Durán, de veinte años, presunto testaferro de sus padres, Manuel Delgado Jiménez y María Durán Lázaro, vecinos de Madrid, y que al morir en las proximidades de Lisboa, el 19 de febrero de 1969, la finca fue heredada por sus padres, que la cedieron a su hija, propietaria de otras grandes haciendas y que estaba casada con Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina.

El ciclo agrícola de «Los Galindos» es semejante al de otras explotaciones de la zona que comprende el gran latifundio de Andalucía occidental que forma el triángulo Écija, Jerez y Sevilla. Olivos, cereales, oleaginosas, algodón egipcio o americano y remolacha azucarera son sus cultivos habituales.

En tan amplia geografía, «tan extensa como el Ulster y algo mayor que Córcega -dice Grosso-, la zona más deprimida es la que cruzan las carreteras 339 (Carmona-Fuente de Andalucía-Marchena) y la 333 (Écija, Utrera, que atraviesa El Arahal, y cuyo vértice es Paradas)».

Se trata de un territorio de ciento veinte kilómetros de extensión por casi setenta de anchura, o sea cerca de ocho mil kilómetros cuadrados de fincas registradas a nombres de propietarios que tienen su residencia en Madrid, Sevilla, Córdoba o en otros lugares más lejanos aún. «Los Galindos» no es una finca desproporcionado; es sólo una hacienda más del latifundio, sin particular relieve de extensión, donde su capataz era Manuel Zapata Villanueva, ex legionario y ex guardia civil.

Otro dato que nos facilita Alfonso Grosso es que «la villa de Paradas pertenece al Partido Judicial y Vicaría de Marchena».

Añade que su clima es benigno y seco, que es un pueblo con ocho mil casas , cuarenta y tres calles, dos plazas, dos fuentes. Cuenta también con Casa Consistorial, cárcel, depósito para dos mil fanegas de trigo, iglesia parroquial de San Eutropio, servida por dos curas propios de primer ascenso, un vicario perpetuo, cuatro beneficiados y diez prebisteríos. Hay además, tres ermitas: una dentro de la población, otra a la distancia de doscientos pasos y la tercera a media legua .

Parece que Alfonso Grosso se excedió en meticulosidad o es que su fina ironía quiso explicar algo que por razones obvias no pudo hacer claramente, o sea que la clerecía no le acogió con los brazos abiertos.

Así es el lugar donde se había asesinado salvajemente a cinco personas, cuyos nombres, por orden de hallazgo, eran:

1. Juana Martín Macías, esposa del capataz.
2. Asunción Peralta Montero, esposa del tractorista.
3. José González Jiménez, tractorista.
4. Ramón Parrilla, bracero, y
5. Manuel Zapata Villanueva, capataz.

En la indagación intervinieron en primer lugar el juez de paz de Paradas, don Antonio Jiménez, así como el juez de instrucción de Marchena, don José Calderón; colaboró también el teniente coronel Cuadri, de la Guardia Civil, así como miembros de las Brigadas de Investigación Criminal de Sevilla y de Madrid. Y provisionalmente, el juez de instrucción de Carmona, en funciones del de Marchena, don Víctor Fuente López. Y de las conclusiones provisionales obtenidas, ya que el sumario no está cerrado aún, se dedujo lo siguiente:

  • Ninguna de las cinco víctimas pudo haber asesinado a los demás, descartándose la posibilidad de suicidio del último de los supervivientes.
  • Que el viaje de José González Jiménez, el tractorista, a Paradas, para ir a buscar a su esposa, Asunción Peralta Montero, a las tres y cuarto de la tarde no podía significar otra cosa sino que su presencia allí se consideraba imprescindible.
  • Que no se trataba de crímenes pasionales, pese a la posible situación irregular entre Manuel Zapata Villanueva, Juana Martín Macías y Asunción Peralta Montero.

Hasta aquí los tres puntos principales del caso. Pero ya hemos dicho que este relato, que podíamos obtener fácilmente de la Prensa de entonces, lo hemos extraído de un relato anovelado y en donde, según su autor, los autores del crimen fueron unos individuos llegados de Tánger con un «Mercedes».

¿El móvil? Bueno, ahí es donde está la virtud del autor que estamos comentando. Él asegura que su información es fidedigna, que los datos e informes recibidos son auténticos, aunque haya tenido que cambiar los nombres de los personajes, y que el móvil fue la venganza de un grupo mafioso, dedicado al tráfico de marihuana, porque en «Los Galindos» se había efectuado una plantación clandestina de esta planta y, por una serie de razones en las que se vio mezclado alguien del destacamento de la Legión que estuvo en Paradas unos meses antes de los asesinatos, terminó mal para la organización encargada de su distribución.

En definitiva, como la operación «comercial» del hachís no salió como se había previsto, miembros de la organización liquidaron a los que habían cultivado la hierba y luego buscaron en Inglaterra a su intermediario.

La explicación parece plausible. Sin embargo, hay que hacer constar que, debido a llamadas anónimas, se efectuaron inspecciones y rastreos a caballo, peinándose y registrándose la totalidad de las tierras de la hacienda, y en sus hazas, besanas, cotas, caminos o vaguadas no se encontró ninguna plantación de marihuana, ni de alguna otra especie de cáñamo índico con propiedades tóxicas o estupefacientes.

De todas formas, si ésta fue la causa de las muertes, ¿dónde fue a parar el género, hecho desaparecer antes del ajuste de cuentas? ¿O acaso hubo desacuerdo en el reparto de los beneficios y los perjudicados amenazaron con descubrirlo todo si no se les pagaba lo convenido de antemano?

La verdad todavía no se sabe. Pero el caso es aún reciente y existe la posibilidad de que, cualquier día, alguien se descuelgue con alguna información correcta y la luz se haga en ese caso tan horrendo como misterioso.


El crimen de Los Galindos

Juan Madrid

El 22 de julio de 1975, cinco personas fueron brutalmente asesinadas en el cortijo «Los Galindos», propiedad de los marqueses de Grañina, situado en Paradas, a cincuenta y tres kilómetros de Sevilla.

Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años y esposa del capataz, apareció con la cabeza destrozada tras haber sido golpeada con la pieza de acero dentada de una máquina empacadora.

El tractorista Ramón Parrilla, de treinta y nueve años, murió de un disparo en el pecho y otro en la espalda.

Otras víctimas fueron el matrimonio formado por José González Jiménez, mecánico tractorista de veintisiete años, y su mujer, Asunción Peralta Montero, de treinta y tres años. Ambos aparecieron carbonizados en lo alto de un pajar, aunque ella fue previamente muerta a culatazos.

Por último, Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y ocho años y capataz del cortijo, fue hallado muerto a los tres días, bajo un árbol, en las cercanías de la finca. Resultaría atacado con la misma herramienta con que mataron a su mujer. La autopsia determinó en 1983 que había sido la primera víctima.

Sospechosos

Tras años de pesquisas e indagaciones policiales, varios personajes aparecen como principales sospechosos del quíntuple asesinato de «Los Galindos»:

Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina y propietario del cortijo. Casado con María de las Mercedes Delgado Durán, hija de unos ricos terratenientes sevillanos, se encontraba en Málaga, asistiendo al entierro de una tía suya, aquel fatídico 22 de julio.

Antonio Gutiérrez Martín, un teniente de Artillería en la reserva, era el administrador de la finca. Amigo del marqués desde la Guerra Civil, apareció conduciendo el Mercedes del marqués el día del crimen.

Manuel Zapata Villanueva, el capataz, era el encargado de distribuir y supervisar el trabajo en el cortijo. Hasta que apareció su cadáver a los tres días, fue el principal sospechoso. Todavía quedan dudas sobre su posible participación en el crimen.

Pese a haber aparecido carbonizado, se comprobó que José González, el mecánico tractorista, llevaba colgada de la cintura una canana vacía. Esto le convirtió en sospechoso.

Jueces y forenses

Heriberto Asensio y Antonio Moreno, del juzgado de Marchena (Sevilla), han sido los dos jueces que han llevado el caso del crimen de «Los Galindos». La intervención del primero fue crucial al ordenar la exhumación de los cadáveres en 1983. El forense Luis Frontela dio un vuelco espectacular a la investigación con sus importantes revelaciones tras la exhumación.

El crimen del cortijo

Basándose en un suceso real, el llamado «crimen de Los Galindos», acaecido en julio de 1975 y aún sin solucionar, Juan Madrid ha elaborado un relato policíaco donde explica todas las claves de aquel suceso.

Juan MADRID.

Aquel día, el hombre se sentó fuera del bar, en la sombra, aguardando el taxi del pueblo vecino. Llevaba una bolsa de viaje barata y una máquina de escribir portátil en su maletín. Podía parecer un practicante o un representante de alguna casa comercial de Sevilla si hubiese vestido de otra forma. Tampoco tenía aspecto de maestro o de profesor del instituto de segunda enseñanza de la cercana localidad de Dos Hermanas. En realidad no parecía gran cosa: era periodista.

Diez años antes, en un día semejante a éste, el termómetro marcaba cuarenta y nueve grados a la sombra y se cometía un crimen misterioso. Cinco personas eran asesinadas en un cortijo cercano al pueblo, sin móvil aparente. El brutal crimen conmovió a la opinión pública de todo el país. Se vertieron ríos de tinta sobre él, se hicieron películas y se lanzaron especulaciones sin cuento. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, la policía no había hallado aún al asesino o a los asesinos. El múltiple crimen permanecía en el territorio de las sombras. Era un misterio.

Y, sin embargo, él tenía las claves de aquel suceso. Él sabía quién había matado a aquellas cinco personas y por qué. Sabía quién le había ayudado. Lo sabía todo.

Pero no podría escribirlo nunca. Jamás podría desvelarlo. El viaje había sido inútil.

Se pasó la mano por la frente. Tenía el cuerpo cubierto de sudor. No había ningún termómetro a la vista, pero calculó más de cuarenta grados, quizás cuarenta y dos o cuarenta y tres. De todas formas, un poco menos que aquel día nefasto de los cinco crímenes.

Poco había cambiado el pueblo en diez años. Allí estaba la misma plaza silenciosa y castigada por el sol, el ayuntamiento, la iglesia de piedra, el juzgado y los dos bares. Había muerto Franco, había llegado la democracia y el Partido Socialista Obrero Español gobernaba el país, pero era necesario fijarse mucho para apreciar los cambios. En uno de los bares servían pizzas y se había asfaltado la plaza y la calle de las Flores. Quizás circulaban unos pocos coches más y algunas chicas del pueblo vestían algo parecido a minifaldas, pero al igual que diez años atrás -y quizás diez siglos- las tierras del pueblo pertenecían a dos señoritos que vivían uno en Sevilla y el otro en Madrid. Al conde de Casa Grande, residente en la capital del Estado, pertenecían tres cortijos: «El Soto», «Nuestra Señora de la Esperanza» y «La Calera». El marqués de la Vega era el propietario de los otros dos, los más grandes y los más importantes: «La Seca», en los límites del pueblo, y «Los Guindos», el mejor y más cuidado de la localidad. Veinte mil hectáreas de buena tierra dedicada a los olivos, el trigo y los regadíos. El marqués de la Vega vivía en Sevilla en un palacete de cuatrocientos metros cuadrados, con seis cuartos de baño, patio cerrado con una fuente del siglo XVI y mosaicos aún más antiguos. Poseía un piso en Jerez, otro en Madrid y más tierras en la provincia de Córdoba y Jaén.

Pero su cortijo preferido era «Los Guindos». De allí provenía su familia que se remontaba a los Reyes Católicos y era la explotación agraria que más beneficios le reportaba. En «Los Guindos» fue donde se produjo el quíntuple crimen.

Don Pedro Fernández de Mairena, marqués de la Vega, tenía sesenta años cuando su cortijo se llenó de sangre, y era alto, huesudo y se creía heredero de las rancias tradiciones de honor y caballerosidad de la vieja aristocracia española. En realidad, el marqués no tenía un duro. Los cortijos eran de su mujer, doña Dolores Pérez Lobatón, de familia muy rica pero sin títulos nobiliarios. La boda del marqués con Lolita cuando contaba ella veinte años y él treinta y seis aportó satisfacciones a las dos familias: por un lado dinero y cortijos y por otro el emparentamiento con una de las estirpes más linajudas de Andalucía. Todo el mundo salió ganando.

Pedro Fernández de Mairena había empezado una brillante carrera militar que truncó al llegar a comandante. Prefirió los cortijos a la milicia. Nadie se lo reprochó. El señor marqués aportó además al matrimonio a su antiguo sargento en el Ejército, Gerardo Sánchez Garzón, que se fue con él de secretario, administrador, confidente y compañero de farras. Entre los dos administraban en régimen de separación de bienes las cuantiosas fincas de la ahora marquesa de la Vega, doña Dolores Pérez Lobatón de Fernández Mairena.

Por uno de esos chistes del destino, el cortijo «Los Guindos», que había pertenecido a su familia hasta finales del siglo XIX, y que fue vendido a los Pérez Lobatón, ahora volvía a sus antiguos propietarios. La historia hacía justicia.

Era como si todo tendiera a regresar a sus cauces.

El hombre que aquel día se sentaba fuera del bar, en la plaza de Altos de la Vega, volvió a pasarse la mano por la frente. El aire tórrido le asfixiaba. A las cuatro de la tarde, nada se movía en ese pueblo de la campiña de Sevilla.

Asunción, la viuda que regentaba el bar «La Vega», abrió la puerta y se asomó. El hombre volvió la cara y le sonrió.

-¿Quiere usted algo? -le preguntó la mujer.

El hombre negó con la cabeza.

-Nada, gracias. Estoy esperando el taxi de Dos Hermanas. Llegará enseguida. No se preocupe usted.

La mujer se encaminó hacia la mesa que ocupaba el hombre y se quedó quieta, abanicándose con una hoja de periódico.

-¿No le han querido llevar los taxis de aquí? -volvió a preguntar.

-No, no han querido -respondió el hombre-. Ya lo ve usted.

-Aquí nadie quiere hablar. El cortijo es la vida del pueblo, ¿sabe? Todos dependemos del cortijo… Hay otros más, pero no conviene ponerse a malas con los señores.

-Lo sé -contestó el hombre-. Se pueden contratar peonadas de otros lugares, ¿verdad? De Córdoba o hasta de Extremadura.

-El señor marqués siempre ha sido bueno con el pueblo. Ayuda mucho. Y no digamos la señora marquesa. Es una santa. A mí me pagó todo el hospital, todos los gastos de mi Curro, que en gloria esté. Nadie va a decirle nada malo del señor marqués. Las desgracias es mejor dejarlas quietas, no tocarlas. Aquí ya hemos tenido bastantes desgracias.

-Pero los asesinos están sueltos, señora. Y cinco personas murieron. Y todas eran del pueblo. ¿Eso no cuenta?

-¿Y a usted qué? Usted se va a Madrid y nosotros nos quedamos aquí con lo nuestro. Si al señor marqués le pasara algo… -se detuvo unos instantes y luego prosiguió – bueno, quiero decir, cuando se muera, pues será su hijo, don Luis, el que seguirá con el cortijo, ¿sabe? Es mejor no tocar a los muertos.

-¿Y usted qué sabe lo que quieren los muertos? ¿Ha hablado con ellos? A lo mejor ellos quieren que se sepa la verdad, señora. Ellos vieron a los asesinos, ellos murieron mirándolos a los ojos. Ustedes creen que respetan a los muertos y es mentira, y lo saben.

Tienen miedo. Están asustados – el hombre bajó la voz-. Como lo estoy yo también.

Se hizo el silencio entre los dos. La mujer se persignó.

-No mente usted a los difuntos -murmuró.

Un perro cruzó la plaza y se dirigió a la sombra cortada de la iglesia.

-Fue un día como hoy -la mujer se volvió a persignar-. Hace diez años. El 22 de julio, pero hacía más calor.

-Sí -añadió el hombre-. Hacía cuarenta y nueve grados a la sombra. ¿Por qué no me trae una cervecita fría? Me la tomaré antes de que venga el taxi -y dijo bajando la voz-: No volveré más por aquí.

Uno no sabe nunca cuándo empiezan las historias ni cuándo terminan. Quizás para Antonio Villar aquella historia comenzó el día en que Merceditas, la pobre Ita, lo llamó por teléfono a la redacción del periódico, o cuando, dos años antes, fue a Altos de la Vega a cubrir el crimen de «Los Guindos», como se le llamaba ya familiarmente. Una joven jueza había sido destinada a Vegas Altas y había reabierto el expediente. Se decía, también, que un afamado médico forense, catedrático en Sevilla, iba a exhumar los cinco cadáveres del crimen del cortijo de «Los Guindos».

Se esperaban nuevas revelaciones sobre el caso.

Era época de vacaciones en el periódico y no había periodistas disponibles, de modo que fue él, un empleado del archivo, el que se ofreció para cubrir la noticia. A lo mejor fue allí donde empezó todo. Quién lo sabe.

Aún recuerda la voz de Mercedes al teléfono:

-¿Antonio? ¿Eres tú, Antonio? Soy Mercedes, Ita, ¿te acuerdas?

Cómo no se iba a acordar. La voz surgía de muchos años atrás, de la facultad, de aquellos tiempos de vinos en «El Porrón», de las largas comidas en los comedores universitarios, de las noches estudiando. Todo eso acudió hasta él como una lluvia de verano.

Empezaron a hablar de forma atropellada, preguntándose ambos sobre sus vidas, lo que habían hecho durante esos años.

Fue entonces cuando la oyó decir:

-Acabo de ganar las oposiciones a juez, estoy destinada en Vegas Altas.

Al principio el nombre del pueblo no le dijo nada. Luego, ella prosiguió,-

-He leído tu artículo, el que publicaste hace dos años, cuando Luis Frontín, el nuevo forense de Sevilla, exhumó los cadáveres, ¿te acuerdas? Me hizo gracia que tú, precisamente tú, te hubieras hecho periodista. Tiene gracia, ¿no?

¿Periodista? Sí que tenía gracia. Durante los cinco años que llevaba en el archivo del periódico no había escrito más de diez artículos y casi todos en verano, cuando faltaba personal. Tenía que suplicarle al redactor jefe que le dejara escribir y él accedía a duras penas. No, no era periodista. Qué más quisiera. Y, sin embargo, le contestó:

-Ya ves, Merceditas. Quién lo iba a decir, tú de jueza y yo de periodista.

Notó cómo ella bajaba la voz hasta convertirla en un susurro:

-Ven para acá -le dijo-. Ven, hay nuevas revelaciones en el crimen de «Los Guindos». Necesito que alguien de la prensa me ayude y he pensado que podías ser tú. ¿Vendrás? Le dijo que sí, que iría, por supuesto, actuando como si de verdad fuera periodista. No le comentó que sus vacaciones empezaban al día siguiente.

Cuando Mercedes colgó el teléfono, Antonio Villar fue a la carpeta de 1983 y sacó su artículo. Lo releyó.

Se titulaba «Conspiración de silencio» y el subtítulo decía así: «El crimen de Los Guindos puede ser resuelto muy pronto».

Luego venía el texto:

El 22 de julio de 1975, a las cuatro y media de la tarde, el guardia municipal de Vegas Altas, Manolito el de la Luisa, hoy jubilado, vio llegar en su moto, cuesta abajo, a Antonio Fornet, el mandadero del cortijo «Los Guindos». Manolito estaba encargado por la superioridad de vigilar un pilón que hay a las afueras de Vegas Altas, a cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, para que el personal no robara agua y el ganado tuviera qué beber. Hacía cuarenta y nueve grados a la sombra aquella tarde de verano y Manolito el de la Luisa pensó que Antoñito Fornet debía estar loco para andar por esa solanera. «Hay un fuego en «Los Guindos» y una mancha de sangre», dice Manolito el de la Luisa que le dijo Fornet. «Se habrá accidentado alguien», pensó el de la Luisa. «Avisa a la Guardia Civil, porque yo no vuelvo al cortijo», dijo Fornet.

«Yo no podía figurarme que habían matado a cinco personas y que la mancha de sangre que me decía Antonio el mandadero fuera ese reguero tan espantoso» -dice el guardia jubilado-. «De manera que cuando se fue Antonio me fui para el cabo Raúl y se lo dije. Los pobres se quedaron de piedra cuando poco después avistaron la terrible matanza».

Lo que rememora Manolito el de la Luisa es algo que nadie en el pueblo de Vegas Altas ha olvidado: el asesinato brutal de cinco personas en el cortijo «Los Guindos», a cuatro kilómetros del pueblo, propiedad de los marqueses de la Vega. Juana Muñoz, de cincuenta y tres años; los tractoristas Ramón Padilla, de treinta y nueve, y José Fernández, de veintisiete, y la esposa de éste, Asunción Pedala, de treinta y tres, fueron las víctimas. La primera tenía el cráneo destrozado a golpes, el segundo había muerto de dos tiros de escopeta y los dos últimos fueron encontrados quemados en lo alto de un pajar. El capataz, Manuel Cepeda, de cincuenta y ocho años, fue considerado el autor de los crímenes hasta que su cadáver apareció a los tres días bajo un árbol situado a la espalda del cortijo. Sin embargo, la autopsia demostró que había sido el primero en morir. Más tarde, la Guardia Civil y la policía sevillana concluyeron que el asesino habría había sido José Fernández, que se había suicidado o sufrido un accidente después de matar a los otros cuatro.

Ocho años después se sabe que los autores de la matanza fueron dos y que Femández murió de un tiro y después fue quemado. Pocas veces un informe oficial fue tan poco creído por abogados, curiosos, jueces o el pueblo de Vegas Altas. Sin embargo, hasta hace muy poco, el «caso de Los Galindos» parecía uno más de los crímenes que quedan sin resolver. Ahora ya no se puede decir tanto.

A las doce y media de la mañana del pasado 11 de mayo, miércoles, el pesado y silencioso Cadillac azul metálico del doctor Frontín, catedrático de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de Sevilla, entraba en el recinto del cortijo «Los Guindos». En su interior cabían holgadamente tres ayudantes y el joven juez de Marchena, Heriberto Palencia, de veintisiete años. El oficial del juzgado, José Zapico, iba en su propio coche.

No estaban solos. El cabo y los dos números de la Guardia Civil de Vegas Altas se cuadraron con respeto. Igual hicieron el tente de Marchena y su dotación. El capitán Trigo, de paisano y con aspecto de universitario, también les saludó efusivamente.

Bajo el brazo llevaba un moderno equipo de vídeo. A unos cincuenta metros de la puerta del cortijo, una dotación de hombres rana de los grupos especiales de la Guardia Civil de Sevilla aguardaban la orden para zambullirse en el oscuro pozo de la finca. También estaba allí el inspector Vidal, «El chino Vidal», un hombre bajo y recio, moreno y con el cabello lacio y negro, considerado como uno de los mejores hombres de la Jefatura Superior de Policía de Sevilla. Astuto e inteligente, el inspector Vidal era otro de los encargados de solucionar el caso de «Los Guindos».

Cuando a los veinticinco años Palencia se convirtió en titular de Marchena, no sólo era uno de los jueces más jóvenes de España, sino el que tuvo el honor de impulsar el caso de «Los Guindos», que dormía en el juzgado – expediente 20 de 1975 – sin estar cerrado oficialmente. Palencia no quiere protagonismo, pero los hechos son los hechos. En otoño de 1982 desempolvó el montón de folios del sumario, caótico, reiterativo y lleno de lagunas y le encargó los informes periciales a Luis Frontín, un científico puntero y destacado en la investigación forense. Frontín, que estudió en Inglaterra y Estados Unidos, está familiarizado con los métodos de Scotland Yard y el FBI.

Con los vértices del triángulo descansando en Palencia, Frontín y Vidal, sin descartar a la Guardia Civil, el caso se encaminó, al fin, por derroteros que hacían pensar en un rápido desenlace para un crimen que llevaba ocho años dormido.

En el cortijo, Salvador Rodríguez, «El Tejero» (por los bigotes), y su esposa Remedios oficiaban de nuevos encargados y no salían de su asombro. La policía y los científicos medían, cogían muestras y reproducían lo que sucedió ocho años atrás, marcando el suelo con extraños signos de cal. Del pozo, los hombres-rana de la Guardia Civil sacaron unos cuantos objetos que pretendían hurtar a la mirada de los incómodos testigos: un zurrón, palos y otras pequeñas cosas. Todo valía para Frontín. El informe pericial hoy está a punto de terminarse y sólo faltan pequeños detalles.

En su despacho de la Cátedra de Medicina Legal, en Sevilla, Frontín se muestra cauto y reservado: «Los cadáveres hablan» – afirma el médico en presencia de uno de sus ayudantes -, «el problema consiste en traducir todos aquellos signos que poseen. La sangre, la postura, las huellas… y otros muchos más signos de un cadáver nos dicen mucho sobre él, sobre quién le mató, en que circunstancias y qué tipo de persona era el asesino. Pero no se crea que la ciencia legista o forense es una ciencia de muerte, no. Es una ciencia de vida».

Quizás las investigaciones que se efectuaron en 1975 en el cortijo «Los Guindos» queden como ejemplo, a las nuevas promociones de policías guardias civiles, de cómo no debe hacerse una investigación policial. Con lo que alguna ventaja se ha sacado. No hay mal que por bien no venga.

Los objetos fueron manoseados, los cuerpos movidos, se pisoteó todo y a la una de la madrugada del mismo día en que se habían cometido los asesinatos los cuerpos ya estaban en ataúdes y rumbo al cementerio. La ropa de los muertos fue entregada a sus parientes. El juez Palencia, el inspector Vidal y el forense Frontín lo tienen difícil. Ocho años después, las paredes se encalaron muchas veces, se arrancaron árboles y los exhumados cuerpos de los asesinados, en una zona de calor tórrido, no debieron presentar un aspecto que facilitara la labor del equipo de forenses.

Sin embargo, los problemas del «caso de Los Guindos» no son sólo de investigación forense. Son, fundamentalmente, de investigación policiaca de campo. El pueblo de Vegas Altas se ha cerrado como una concha.

Los testigos o posibles testigos callan y nadie abre la boca para ayudar a la policía. Parece que aún se les tiene demasiado respeto -y miedo, quizás- a los señoritos dueños de las tierras.

Todo el mundo en el pueblo sabe cómo aparecieron los cuerpos de los asesinados aquella fatídica tarde del 22 de julio de 1975. En uno de los dormitorios de la casa de los encargados, el dedicado a las hijas de los capataces, yacía con la cabeza destrozada Juana Muñoz, la esposa del capataz. Un reguero de sangre atestiguaba que alguien, dos personas, la habían arrastrado hasta las dos camas, la habían dejado allí y habían cerrado la puerta de la habitación con candado.

Casi hasta la puerta de la vivienda llegó uno de los tractoristas, Ramón Padilla, con dos tiros en el cuerpo, uno que recibió en el pecho (alzó los brazos para protegerse) y el otro en la espalda al huir. Lo remataron a culatazos en el camino de acceso a la finca.

Por su parte, José Fernández y su esposa Asunción Pedala murieron también de sendos tiros y fueron trasladados al cercano depósito de paja; allí les prendieron fuego, pero al quemarse lentamente le añadieron combustible de tractor.

El quinto cadáver, el del capataz Manuel Cepeda, apareció tres días después bajo un montón de paja situado al pie del árbol que hay a unos metros de la puerta.

Las investigaciones de Frontín han despejado, al menos, una de las mayores incógnitas de este crimen. El primer informe de la Guardia Civil cerraba el caso afirmando que el tractorista y peón de confianza del cortijo, José Fernández, había sido el asesino. El móvil no sería otro que su viejo rencor al capataz por negarse éste a que mantuviese relaciones con su hija María Jesús.

El chapucero informe explicaba que José Fernández mató al capataz durante un ataque de odio, después a su esposa Juana. El otro tractorista, Ramón Padilla, llegó de sopetón al cortijo y fue asesinado también para evitar que fuera testigo.

Más tarde, José Fernández bajó al pueblo, recogió a su mujer Asunción, la llevó al cortijo y la mató también. Cuando quemaba su cadáver en el pajar, debió de sufrir un desmayo o el fuego prendió en sus ropas al manipular el gasóleo de los tractores y también murió.

El increíble informe de la Guardia Civil ha sido desmontado por las investigaciones de Frontín. El tractorista José Fernández no fue el asesino, a él lo mataron también de un tiro y lo transportaron al pajar para ser quemado. Al menos dos asesinos llevaron a cabo la macabra operación.

El más que dudoso informe de la Guardia Civil no tuvo en cuenta multitud de detalles y pruebas. La más importante de todas es ésta: alrededor de las tres y media de la tarde de aquel fatídico 22 de julio de 1975, José Fernández recorrió cuatro kilómetros en su coche Seat 600, a cuarenta y nueve grados a la sombra, para ir a su casa, despertar a su mujer de la siesta, hacerla vestirse de domingo y volver al cortijo. ¿Por qué? Nadie lo sabe. ¿Qué le dijo su marido para que accediera a tan extraña petición? Tampoco se sabe, pero hay testigos que vieron el Seat 600 camino del cortijo.

No es difícil pensar que la mujer accedió porque alguna persona de autoridad se lo ordenó. De lo contrario no se explica qué se puso sus mejores ropas para ir a la finca donde trabajaba su marido.

Otra incógnita es la aparición del cuerpo del capataz tres días después y en un lugar transitado por todo el mundo, sobre todo por Manolito el de la Luisa, el municipal.

«Había que rastrear el monte -cuenta el guardia jubilado- y con la calor que hacía me quedé en el cortijo a la sombra, en la parte de atrás. Me eché unos cigarritos y estuve paseando por el lugar donde que apareció el cuerpo de Manuel. Ni ciego lo hubiera dejado de ver. Además -añade- con esta calor hubiera olido ¿no? Y más aún, yo vi al teniente de Marchena orinar en ese sitio y allí no había nada. A mí que no me digan».

Tres días estuvo el cuerpo de Cepeda sin aparecer y, mientras tanto, a él se le echaba el sambenito de los crímenes. Pero el 25, cuando fue descubierto su cadáver envuelto en plástico y lleno de gusanos, se cambiaron las tornas. Le tocó a Fernández ser el culpable. Parece ser que la Guardia Civil, en 1975, tenía prisa por solucionar el asunto.

La familia Fernández, nada más conocer las investigaciones periciales de Frontín, cambió la lápida de la tumba de José. Pusieron: «Murió asesinado».

«Aquí todos sabemos demasiado» -dijo un vecino- «Y se tiene miedo. Para mi, que mucha gente sabe cosas y se las calla. Hay miedo, ¿sabe usted?»

Es la hora de «Los Guindos» y hay una tenue esperanza de que, ahora, en 1983, se pueda saber todo o casi todo.

Antonio Villar, Vegas Altas (enviado especial).

Pero Antonio Villar tenía aún otras incógnitas. ¿Por qué Mercedes lo llamaba precisamente a él? No lo sabía, pero tenía que averiguarlo. Había una imagen en su cabeza que se hacía cada vez más reiterativa. La de aquella noche, hace muchos años, en la que él y Mercedes se besaban como locos mientras bailaban. No duró mucho, porque ella se asustó. Era la novia de Raúl y una buena chica enamorada no andaba besando a un compañero de curso.

-¿Tienes papel y lápiz? -le preguntó Mercedes-. Entonces apunta.

Estaban en el despacho de ella, en el nuevo edificio del juzgado, en la plaza de Vegas Altas. Era un despacho funcional y limpio, con un crucifijo en la pared y el retrato oficial del rey Juan Carlos. Mercedes parecía radiante, feliz y excitada:

-Hace unos meses ha llegado esto a nuestro poder- agitó un papel doblado en cuatro, escrito a bolígrafo azul-. Un anónimo enviado desde Zaragoza al cura de Vegas Altas, don Ramiro, que murió a finales de 1975. Esto le ha dado la vuelta entera a la investigación y…

-Espera un momento, Mercedes.

¿Quieres decir que … ?

-Espera tú… No te impacientes -volvió a agitar la carta-. Estaba entre los papeles del cura. Parece ser que sus familiares lo enviaron al ayuntamiento y que el ayuntamiento lo envió a la Guardia Civil.

-¿Y la Guardia Civil lo ha tenido oculto hasta ahora?

Mercedes sonrió, su maravillosa sonrisa otra vez.

-Entonces era 1975, no lo olvides, y el expediente del caso de «Los Guindos» estaba archivado. Corren nuevos tiempos también para la Guardia Civil. Lo importante es que ahora lo tenemos nosotros, y que junto al maravilloso informe forense de Frontín y las investigaciones de un policía de Sevilla, un chico joven, el caso está prácticamente resuelto.

-Venga, léemelo, por favor.

-Toma nota, te lo voy a dictar: Señor cura. Le sorprenderá recibir esta carta y más cuando termine de leerla. Soy un vecino de Carmona que ha decidido poner la mayor cantidad de tierra posible de por medio después de los crímenes que he cometido, que no tienen perdón de Dios y que merezco la horca por ello. Si me decido a escribirle por las muertes del cortijo es para evitar que se culpe de ellas a un inocente, a José Fernández, porque también murió a golpes. No sé si tendré fuerza moral para sobrellevar esta cruz el resto de lo que me quede de vida, porque sé que merezco un castigo ejemplar por comportamiento criminal. A mí me había pagado diez mil pesetas para que matara Manuel Cepeda. Yo las acepté y ahora le juro señor cura que no sé por qué lo hice. Pero cuando fuimos a matarlo, me faltó valor y dije a la persona que me había pagado y que venía conmigo que no lo haría, que le devolvería vería el dinero. Entonces él me dijo que no sospecharía nunca. Después me obligó a matar a Juana, porque creía que nos había visto. Se puso muy nervioso y me dijo que me denunciaría, que tenía pruebas contra mí y muchas amenazas más. Juró que me mataría. No quiero darle su nombre, porque aunque es un criminal, como yo, no quiero perjudicar ya a nadie más. Como tampoco le daré mi verdadero nombre. Yo no sé por qué lo hice, pero golpeé a la mujer hasta que la vi muerta en el suelo. Después, entre los dos, la trasladamos a la habitación del fondo. Luego fue a buscar a José, que estaba en la parte de atrás del cortijo y le dijo que fuera al pueblo a traer a su mujer, porque Juana se había puesto mala y necesitaba que le ayudase alguien, otra mujer. Cuando se marchó, vimos llegaba Ramón Padilla con el tractor y que lo iba a descubrir todo. Entonces me dio una escopeta y le disparé un tiro. Yo ya había perdido el juicio por completo. Como escapó malherido, le hice otro disparo. ¡Que me perdone, pero yo no sabia lo que estaba haciendo! Cuando llegaron José y Asunción, los hizo pasar a la casa y detrás, a traición, los golpeó salvajemente la culata, primero a ella y después a él, yo estaba paralizado por el terror, porque es dentro de la habitación donde habíamos escondido el cadáver de Juana, y ni siquiera pudo defender a su mujer para que ese loco dejara de golpearla. Tuve que ayudarle a llevar los cuerpos al pajar. Él les prendió fuego. A mí me dijo que si no quería acabar ellos, más me valdría mantener la boca cerrada para siempre. Pero yo le digo, señor cura, aunque soy un cobarde estoy arrepentido. No tengo valentía para entregarme ni para delatar a ese monstruo por cuya culpa voy a amargado el resto de mi vida. Sé que no tengo perdón porque a mí esas personas no me habían hecho nada. Y sé que tendré que pagar mi pecado. Ese es el destino bíblico de los asesinos. Pero estoy arrepentido como le he dicho y he querido descargar mi conciencia con usted. Perdóneme por ello. Adiós. Juan.

Se hizo un espeso silencio en el despacho del juzgado. Fuera, una moto atronó en la plaza.

-¿Qué te ha parecido? -dijo Mercedes-. Fantástico, ¿verdad?

-Increíble -manifestó Antonio-. No puedo creerlo.

-¿Qué?

Sonrió. De nuevo su maravillosa sonrisa.

-Falso a medias. Verás, hemos hecho un completo examen grafológico de la carta. El autor no ha podido disimular del todo; lo ha intentado, ha querido hacerse pasar por un hombre humilde, casi iletrado, pero no lo ha conseguido. El examen psicografológico lo demuestra sin lugar a dudas. No te lo voy a dejar porque es un poco coñazo. El caso es que ese hombre se ha delatado al escribir la carta. Con la literatura no valen disimulas.

-Entonces, ¿él es el asesino? ¿Sí o no?

-Claro que sí, pero no se trata del pobre hombre iletrado que cobra diez mil pesetas por hacer un trabajo sucio. El autor de la carta es el instigador, el verdadero criminal, aunque hubo otro más. El informe grafológico demuestra que el arrepentimiento es sincero, ¿te das cuenta? Lo típico de un caballero cristiano. Se peca y se arrepiente uno. Se va al cura. Típico, ¿no? Hemos hecho el análisis grafológico de las letras de los sospechosos y las conclusiones son definitivas. Sabemos quién escribió este anónimo.

Volvió a agitarlo en el aire, luego lo guardó en una de las cuatro gruesas carpetas del expediente judicial.

-Muchos psicópatas se atribuyen crímenes célebres. ¿No será éste un asunto parecido?

-No, el autor de la carta estaba allí. Se delata cuando explica que primero mató a Asunción, la mujer de José Fernández, el tractorista y peón de confianza. Y que la mató a golpes. También murió a golpes José Fernández y no de un tiro, como erróneamente habéis escrito los periodistas. El orificio que aparecía en el cráneo de José Fernández se debe a una malformación congénita, falta de calcio. Frontín es concluyente. El autor de la carta es el asesino, sabe cosas que nadie, a no ser que estuviera allí, podía saberlas.

-Dios santo, es increíble.

-¿Verdad?

-¿Por qué no lo detenéis?

-Se ve que no terminaste Derecho, Antonio. Son pruebas circunstanciales. Para condenar a un hombre hacen falta más cosas… Pero las tenemos -le pellizcó la mejilla-. Con el tiempo has mejorado, Antonio, estás hasta guapo. ¿Tienes muchas novias?

Antonio negó con la cabeza, pero dijo: -Bueno, algunas.

-En Madrid debe de ser más fácil, ¿verdad? Pero aquí…

-¿Qué más cosas tenéis, Mercedes?

-Me separé de Raúl hace cuatro años, cuando empecé a preparar las oposiciones -rememoró-. Nunca pensé que pudiera tener vocación de magistrado. Creo que me puse a estudiar para no volverme loca, para no estar al lado de Raúl.

-¿Dónde está ahora Raúl?

-En Barcelona creo… ¿Qué me preguntabas? Ah, sí… las pruebas… -se echó hacia atrás en el sillón, con la mirada perdida-. Me he hecho más seria, me parece a mí. En el pueblo nadie se ha atrevido a preguntarme nada, pero seguro que se extrañan de que tenga a un hombre en mi casa.

-Aquí nadie dice nada. Cuando estuve en 1983 era increíble. Me encontraba ante un muro de silencio.

-Sí, nadie sabe nada y, sin embargo, lo saben todo. Verás, hay dos testigos clave en este caso. Si hablaran, detendríamos a los asesinos en cuestión de horas. El testigo fundamental es Antonio Fornet, el mandadero del cortijo; el otro, la madre de José Femández. Ella estaba en la casa cuando el tractorista fue allí a levantar a su mujer de la siesta y llevarla al cortijo, con cuarenta y nueve grados, a las tres y media de la tarde. La madre tuvo que escuchar lo que José le dijo a su mujer.

-Antonio Fornet fue el que acudió con la moto al pajar y lo vio ardiendo, ¿no?

-El mismo. Nos ha dicho a nosotros, a la Guardia Civil y a todo el que lo ha interrogado, que José Femández lo envió a los olivares a ayudar a las peonadas. Fíjate, a él, un recadero que no está para eso. Está para otras cosas. Lo querían quitar de en medio, no deseaban testigos. Bueno, Antonio vuelve con la moto al cortijo, ve el fuego del pajar y va para allá. Dice que vio las latas de gasolina y que empezó a apagarlo. Entonces se dio cuenta de los cuerpos chamuscados y se vino para abajo como alma que lleva el diablo.

-¿Y no vio nada? ¿Un coche? ¿Nada?

-Ese es el problema, que sí lo vio. Lo tuvo que ver. Estas tierras son planas y el cortijo y el pueblo están en unas lomas. Desde el pajar se ve hasta el infinito.

-Pero él dice siempre que no vio nada ni a nadie, ¿verdad?

-Exactamente, no hay quien lo apee de su primera declaración. Pero aquí entra el maravilloso policía joven de Sevilla -Antonio tuvo un extraño golpe de celos, como cuando veía a Mercedes besarse con Raúl en el bar de la Facultad-, que ha demostrado que Antonio Fornet cobró, poco después del crimen, medio millón de pesetas. Primero nos dijo que si una herencia… falso. Después que si no sé qué de la lotería, que no se acordaba; finalmente, declaró que era una indemnización que le dio el administrador por despedirse del cortijo. ¿Te das cuenta? Una indemnización de medio millón para un hombre que ganaba menos de quince mil al mes y sin seguridad social.

-Curioso.

-Sí, muy curioso. Y luego, la madre de José Fernández. Pudimos sacarle que José se cambió al llegar a su casa, se puso la ropa de domingo y dejó el mono de trabajo. ¿Por qué? Ella dice no saberlo. Quizás pudiera estar manchado de sangre. Toda la ropa de su hijo la quemó. Extraño, cuando se trata de gente humilde que no tira nada, ¿verdad?

Antonio volvió a observarla. Con los años se había vuelto más guapa, más mujer. Ya no era la chica delgada de entonces. Sus caderas se mostraban más rotundas y sus piernas se veían fuertes. Llevaba el pelo corto y su boca grande y reidora seguía siendo la misma. También conservaba la costumbre de andar sin sujetador. Los pezones se le notaban bajo la delgada tela del vestido estampado.

-¿Me estás escuchando, Antonio?

-¿Eh? Sí, sí… claro que te escucho.

-Te decía que también José Femández cobraba dinerillo extra de vez en cuando. Eso lo sabe todo el pueblo. José Femández, que era un experto mecánico y conductor, no es que fuera rico, pero de vez en cuando cobraba algún dinerillo por trabajos extra.

-Entonces, todos esos rollos de que si en la finca había droga que habían dejado unos legionarios y todas esas cosas…

-Tonterías. No merece la pena ni comentarlo.

-¿Quieres decir que el tractorista también fue uno de los asesinos?

-Casi seguro -hizo un gesto con la mano-. Bueno, tengo que trabajar un poco. Esta noche seguiremos hablando.

Veía la boca de Raúl acercándose a Mercedes, mordiéndole los labios, chupándoselos. La mano del hombre en su cintura, apretando, luego deslizándose hacia las nalgas.

Delante de todo el mundo, en el bar de la Facultad.

Ni siquiera durante la noche hacía fresco. Antonio preparó una sangría y se la tomaron después de cenar, en el porche de la casita de la señora jueza de Vegas Altas. Ella se había sentado en una mecedora, descalza y con pantalones cortos, sin importarle mostrar hasta la parte alta de los muslos.

– ¿Quién escribió la carta, Mercedes? -preguntó Antonio.

-El administrador, Gerardo Sánchez Garzón, antiguo sargento compañero del señor marqués, amigo de farras y confidente durante cuarenta años. Un hombre soltero y un caballero cristiano.

-¿Y el móvil?

-El dinero, como casi siempre. Y eso lo sabemos por unos cuantos detalles. Faltan los libros de cuentas del cortijo correspondientes a los años 1973, 1974 y 1975. ¿Dónde están? Nadie lo sabe, con lo concienzudo que era el capataz y lo bien que administraba Sánchez Garzón. Nuestra hipótesis es la siguiente -continuó Mercedes mientras bebía sangría y se balanceaba-: El marqués no tenía dinero propio, era de su mujer. No es que ella le escatimara nada, pero las juergas y la buena vida cuestan bastante. El administrador y él distraían unos cuantos miles de kilos de trigo al año, que no aparecían en los libros de cuentas. José González los llevaba en camiones a los almacenes de una empresa de transportes, que los distribuía en los mercados nacionales e internacionales. Tenemos a esa empresa de transportes localizada y están dispuestos a declarar en un juicio. Claro, ellos dicen que no veían nada raro en eso. ¿No era el marqués el legítimo propietario del cortijo?

La delgada tela del pantaloncito se clavaba en las ingles. El pubis tensaba la tela. Seguía balanceándose, balanceándose…

Continuó:

-No sabemos cuánto tiempo duró este truco, quizás desde que se casó con la marquesa, quién lo sabe… Es como esos maridos que no les dicen a sus mujeres lo que ganan para quedarse ellos con un poquito de sueldo para sus correrías, ¿no?

-Sí, algo así.

-Bueno, eso duró hasta que…

-¿Te ponía los cuernos Raúl?

-¿Quién? ¡Ah Raúl! -soltó una carcajada-. Sí, me los ponía, pero yo también a él… No nos separamos por eso… pero escucha, probablemente el truquillo ese duró hasta que los hijos del matrimonio se hicieron mayores. Entonces formaron una piña con la madre y debieron decir: «Hay que ver lo juerguista y mujeriego que es nuestro padre, cómo dilapida nuestra fortuna…» Ya sabes que las rancias familias cortijeras y aristocráticas son tacañas por naturaleza y miran el dinero con lupa. Estamos convencidos de que el hijo mayor, don Luis, muy apegado a la madre, se dio cuenta del mogollón y puso firme al capataz. ¿Me sigues?

-Sí.

-Pues deja de mirarme los muslos, Antonio -le lanzó un beso con los labios-. Ten más espíritu periodístico… A lo que iba: el capataz le diría al administrador o al marqués que lo iba a confesar todo, que los remordimientos no los podía aguantar más. No hay que olvidar que fue guardia civil durante veinte años, antes de entrar al servicio del señor marqués. El miedo a que los delatara, en medio de una discusión, fue lo que provocó su muerte.

Antonio le puso la mano en el muslo, en la parte de arriba. Estaba caliente, sedoso. Ella dejó de balancearse. Antonio se levantó.

-Antonio -dijo ella- deja la mano, anda.

-Me has estado provocando todo el rato -dijo él con voz ronca-. Hazlo conmigo, lo haces con cualquiera, como en la Facultad.

La puso en pie de un tirón. Ella tenía los ojos abiertos de asombro y, quizás, de lástima.

Le apretó los pechos y quiso abrazarla. Ella le empujó, aún sin sobresaltarse, manteniendo la calma.

-Tranquilízate -le dijo-. Venga, hombre.

La tomó del cuello y buscó su boca con la suya. Ella jadeó al sentir cómo sus labios la mordían. Tiró del pantaloncito y lo rompió. Debajo llevaba un tanga diminuto, blanco y transparente. Antonio sintió que un balón de fútbol le subía por el pecho. Ella gritó, intentando zafarse de esos brazos, de la boca húmeda y pegajosa. Entonces él la pegó en la cara, fuerte. Ella cayó de rodillas y él se abrió la bragueta.

-Zorra, ca… cariño – dijo.

El taxista de Dos Hermanas era un hombre sin afeitar y hablador.

-Usted es periodista -le dijo a Antonio-. Los distingo yo enseguida. ¿Ha venido usted a esto del crimen de «Los Guindos»?

-Sí.

-Ya lo sabía yo. ¿Y quiénes son los asesinos? ¿Lo sabe ya?

-No.

-Eso no se va a saber nunca. Es lo que yo digo. Fue hace diez años. Estaba yo en Barcelona y dije, joder, cerca de tu pueblo. Vaya escabechina.

Antonio pensó en el cortijo, hace diez años, como si recordara una película. El administrador que llega en su coche a las doce de la mañana de aquel día, el capataz que le dice que ya no va a distraer más trigo, que la señora marquesa lo sospecha, que él es un hombre de honor. Discuten los dos. El administrador saca una pistola y lo humilla: si descubre el pastel lo mata, imbécil, muerto de hambre, el dinero que te hemos dado. El capataz, un hombre muy fuerte, muy bragado, ex guardia civil, no se asusta de ningún administrador flaco y señorito. Le da un golpe y le quita la pistola.

Ahora la señora marquesa se va a enterar de todo, se acabó.

Pero detrás está José Fernández, el peón de confianza del cortijo, el que arregla los tractores, el mecánico, el conductor de los camiones. El hombre que se enamoró de María Jesús, la hija del capataz que le negó las relaciones con ella.

José Fernández, un hombre poca cosa, flaco y esmirriado, le golpea en la cabeza con una pieza de tractor. Tiene que golpearle muchas veces, el capataz no se cae, es muy fuerte… Ya está muerto.

Hay que quitarlo de en medio.

Su mujer se encuentra en la casa y no ha oído nada, hay que llevarlo a algún sitio. Lo meten en uno de los sacos de abono, de plástico y lo llevan al maletero del coche del administrador. En su informe, Frontín afirma que el cadáver presentaba huellas de haber permanecido sentado, con las piernas dobladas, mucho tiempo. Ahora hay que limpiar la sangre.

El administrador le dice que espere, va a marchar con el coche a deshacerse del cadáver, que no se preocupe, que él lo arregla todo. En menos de una hora vuelve. Tú tranquilo, José.

Entonces el administrador entra en la casa y le ordena al mandadero que vaya a los olivos, con la peonada, que hay que echar una mano. ¿Y mi marido?, pregunta la mujer, está allí también, me parece, luego viene.

El mandadero se marcha, refunfuñando. Es un hombre de cortas luces, un mandado como se dice: un calzonazos. Se quedan en el cortijo José Femández y Juana Muñoz.

Pero Juana está impaciente. Va pasando el tiempo y su marido no viene. Qué raro. Pregunta a José: ¿Y mi marido, José? ¡Y yo que sé! ¡Se ha marchado! Estás un poquillo raro hoy, ¿no, Joseíto? ¡Yo estoy como me da la gana!

Y pasa el tiempo. El termómetro pasa de cuarenta y siete a cuarenta y nueve grados. Juana da vueltas. ¿Le habrá pasado algo a mi marido? Esta calor no es buena, a lo peor le ha dado un mareo en medio del campo. Quién sabe. Y luego, este Joseíto tan raro, venga a dar vueltas alrededor mío.

Y la mujer que coge el teléfono. ¿No sería mejor llamar a la Guardia Civil?

Entonces, José Fernández, el tractorista, fuera de sí, la golpea hasta creer que la ha matado. La tiene que llevar hasta la habitación de las niñas y medio taparla con un colchón. ¡Madre mía, lo que había hecho!

¡Matar al capataz y a su mujer! ¿Qué hago ahora? Y el administrador sin venir. Yo me entrego a la Guardia Civil y lo cuento todo.

José Fernández coge su Seat 600 y se va al pueblo, distante cuatro kilómetros; hay sangre, quizás, en su mono de trabajo. Sangre negra y seca, unas gotas, lo que no se ha podido quitar limpiándose en el pilón.

Va a su casa, despierta a su mujer de la siesta y le dice lo que ha ocurrido. Está desesperado. Va a la Guardia Civil, derecho. Su mujer le dice que un momento, vamos a ver, no te precipites, vamos para el cortijo, a lo mejor no la has matado. ¿Estás seguro?

Pues no sé. Yo le he pegado fuerte.

Se suben al coche. Llegan al cortijo. Juana no está donde la ha dejado José. No está muerta del todo. Se ha ido arrastrando hasta la cocina, pero está agonizando.

En esto llega un coche al cortijo. Un coche rojo, Renault 4L. Descienden el administrador y su ahijado, un muchacho fuerte, de un metro ochenta de estatura, estudiante, al que el administrador ha convertido en su heredero. Es lo que más quiere el administrador en su vida, incluyendo, quizás, al señor marqués.

Cuando entran en la casa y ven a Asunción intentando auxiliar a Juana, muerta, se llevan un susto. ¡Canallas, mirad lo que habéis hecho!, grita Asunción. ¡Vosotros le habéis buscado la ruina a mi marido, el pobre! ¡Vais a ir a la Guardia Civil ahora mismo!

Marido y mujer son presa fácil del administrador y su ahijado. Primero cae la mujer, después José.

Pero hay un ruido fuera. ¿Qué es?

Es Ramón Padilla, el tractorista suplente que viene a echar un trago de agua fresquita, con esta calor no hay quien pueda.

Se encuentra con un muchacho alto que le apunta con una escopeta del 16. Se tapa la cara con los brazos al tiempo que se escuchan las detonaciones de dos disparos que le alcanzan de lleno. Da la vuelta y echa a correr hacia la puerta. Dos tiros más por la espalda. Cae al suelo. Allí mismo lo rematan a culatazos y lo cubren con un poco de paja.

Administrador y ahijado deciden empezar a quemar los cadáveres, todos. Empiezan con el de José y su esposa Asunción. Los llevan al cercano almiar y les prende fuego. Como el fuego es lento, regresan a cortijo y traen unas cuantas latas de gasolina.

Primero ellos, después los otros, sin olvidarse del capataz, que está todavía en el maletero del coche. ¿Pero qué es eso que aparece por allí? ¿No es la moto de ese tonto de baba del mandadero? Se está acercando, viene para acá.

Y los dos se van. Y el mandadero ve la columna de humo y se dirige hacia ella. Ni ciego dejaría de ver el coche rojo destacándose carretera abajo. Nada menos que el coche del administrador. Mientras tanto, el señor marqués y su familia velan el cadáver de su tío muerto de cáncer en el hospital de Málaga. Son las cuatro de la tarde del 2 de julio de 1975.

Tres días después, cuando el señor marqués y el administrador duermen solos en el cortijo, deslizan el cadáver del capataz que estaba en el maletero, al pie de un árbol en la parte de atrás, después de que la Guardia Civil batiera el monte y el cortijo buscando al presunto culpable de la matanza, que por aquel entonces se atribuía al capataz.

Antonio cerró los ojos para no escuchar al taxista.

-Me tocan las quinielas y pongo aire acondicionado en el coche. Madre mía.

Atrás quedaba el pueblo y los ojos de odio y desprecio infinito de Mercedes.

 


AUDIO: ELENA EN EL PAÍS DE LOS HORRORES – EL CRIMEN DE LOS GALINDOS


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