El crimen de las quinielas

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El crimen de las quinielas
  • Clasificación: Asesinato
  • Características: Robo - Dos hombres mataron a un amigo para robarle, sólo porque querían conseguir mucho dinero para rellenar múltiples quinielas utilizando un sistema ideado por uno de ellos
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 30 de julio de 1954
  • Fecha de detención: 27 de noviembre de 1954
  • Perfil de la víctima: Vicente Valero Marcial, 26, cobrador del Banco Central
  • Método del crimen: Golpes con un pequeño yunque de zapatero envuelto en unos trapos
  • Lugar: Alicante, España
  • Estado: Julio López Guixot fue ejecutado en el garrote vil en la prisión de Alicante, el 21 de agosto de 1958. José Segarra Pastor fue condenado a muerte y posteriormente indultado.
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El crimen de las quinielas

Margarita Landi

Uno de los más apasionantes crímenes que he conocido se produjo en Alicante el mes de julio de 1954: dos hombres mataron a un amigo para robarle, sólo porque querían conseguir mucho dinero para rellenar múltiples quinielas utilizando un sistema ideado por uno de ellos.

Las circunstancias que rodeaban el tremendo asesinato y la magnífica actuación de la Policía de Alicante, en estrecha colaboración con las de Elche y Murcia, conmovieron a toda España, pero muy particularmente a los alicantinos e ilicitanos; a aquéllos, porque se cometió muy cerca de su capital, y a éstos, porque tanto la víctima como el asesino y su cómplice eran de Elche y muy conocidos por sus paisanos, entre los que contaban con buenos amigos.

Cuando llegué a Alicante el 4 de diciembre, comprobé que allí no se hablaba de otra cosa. No era para menos: quince días antes, en la colonia veraniega de Vistahermosa, situada en las afueras de la ciudad, se había encontrado el cadáver de un hombre en avanzado estado de descomposición y con inequívocas señales de violencia. Se había retrasado la noticia, porque si bien uno de los criminales estaba detenido, se ignoraba el paradero del otro y no convenía que sospechara la búsqueda de que era objeto, para que no se malograra la incansable actividad policial.

A pesar del tiempo transcurrido desde el día en que se cometiera el asesinato, y aunque tropezaron con infinidad de pistas falsas e impedimentos, los investigadores lograron dar con la solución del misterio en menos de una semana.

El día 22 de noviembre, una señora que administraba varios chalés de Vistahermosa de la Cruz tuvo la idea de visitar el que había alquilado cuatro meses antes a un joven que iba en representación de otro señor de nombre desconocido. No podía presentir la pobre mujer la enorme impresión que iba a sufrir.

Estaba extrañada de que al cabo de tanto tiempo el chalé no se hubiera habitado ni amueblado, y decidió que debía darse una vuelta por allí para ver si se había producido algún desperfecto en el inmueble.
Cuando ya estaba cerca notó un nauseabundo hedor y la presencia de moscas grandes y verdes que golpeaban el cristal de una ventana.

Asustada, sospechó que algo grave debía ocurrir en el interior y sin perder un momento corrió a denunciar sus temores a la Guardia Civil, que en seguida acudió al chalé, rompió el cristal de la ventana y penetró en una maloliente habitación en la que había un voluminoso envoltorio: bien liado en una manta se encontraba el cuerpo putrefacto de un hombre, cuyo cráneo estaba hundido en su hueso frontal.

Cuando llegó la autoridad judicial ordenó el levantamiento del cadáver, que se retiró con la mayor rapidez y en aquella casita destinada a los veraneantes sólo quedaron las indelebles señales de una lejana misteriosa tragedia; y en el suelo y en las paredes innumerables manchas de sangre coagulada, de podredumbre, mostrarían por mucho tiempo las huellas del crimen que allí se había cometido.

Según el informe del forense, el cadáver fue hallado cuatro meses después del día en que había sido asesinado. Era imposible identificar a la víctima ante aquel montón informe de restos putrefactos. Se inició la investigación judicial que luego continuaría la Policía.

En la inspección ocular, efectuada en el lugar del crimen, se encontraron restos de documentos quemados y algunos trozos de tela en el mismo estado. Como si la Providencia quisiera cooperar, entre lo quemado apareció un trozo de papel, respetado por el fuego, y en él algo confuso, un sello del Banco Central y una huella dactilar impresa por alguien que no sabía escribir; entre los trozos de tela quemada asomó la punta de un pañuelo que no había perdido el color de la franja circundante. Estas pequeñas cosas eran, de momento, lo único con que podían contar los investigadores para identificar al hombre asesinado.

Revisando las denuncias existentes de personas desaparecidas, en la comisaría de Elche apareció una que hacía referencia a un cobrador de banco cuyo paradero se ignoraba desde el día 30 de julio (1954) y se sospechaba que se había llevado una importante cantidad de dinero que transportaba desde Alicante; el sello aquel encontrado entre los papeles quemados podía ser una buena pista y por ello se buscó a la esposa de dicho cobrador.

Bastó una sola mirada de la mujer a la punta del pañuelo para asegurar que había pertenecido a su marido y que era la única que «estaba segura de que le había ocurrido una desgracia, pues nunca hubiera creído que fuera capaz de apropiarse del dinero del banco en el que trabajaba, como se había llegado a pensar». No le mostraron el cadáver por considerar el juez que sería un sacrificio innecesario, pero la primera declaración de la esposa y la comprobación posterior de la huella dactilar del trozo de papel medio quemado con la del padrastro de la víctima, que fue aval de una operación bancaria, llevó a la definitiva conclusión de que aquellos pobres restos eran los de Vicente Valero Marcial, cobrador del Banco Central de Elche.

Me enteré de todo lo que antecede en Alicante, pero yo quería, tenía que saber más y, en vista de que los tres protagonistas del suceso habían residido en Elche toda su vida, me fui para aquella hermosa ciudad de las palmeras. Tanto la víctima como sus asesinos fueron allí niños, adolescentes, hombres en fin, y contaban con familias, amistades y conocidos. Todos conocían sus cualidades y defectos.

Hablé con muchas personas de su entorno y así pude hacerme una idea completa de la personalidad de cada uno, tan compleja y tan complementaria al mismo tiempo para la realización del crimen. He aquí las tres semblanzas:

La víctima, Vicente Valero Marcial, de veintiséis años, era -según algunos- «un muchacho débil, apocado, sin vicios… ¡nada!», según otros, «de escasa personalidad, algo jugador y bastante mujeriego, pero… ¡nada más!». Un cuñado y primo suyo me dijo:

-Vicente era un chico sin maldad, que no sospechaba de nadie y se dejaba engañar y conducir por los conocidos con demasiada facilidad. Era muy amigo de Segarra desde que eran niños y aunque se veían con mucha frecuencia porque trabajaban en el mismo banco, nunca quiso entrar en el grupo de quinielistas a que pertenecía el otro, pese a que su mujer siempre le estaba diciendo que lo hiciera por saber que con frecuencia ganaban dinero.

No es que Valero estuviera muy necesitado, pero tenía la casa hipotecada y la estaba pagando a plazos. Por eso cuando desapareció, su mujer recibió una notificación de embargo y ella recurrió a Segarra para que le redactara una carta solicitando una demora, pero él, con diferentes disculpas, fue retrasando su visita hasta que la suegra de Vicente fue a buscarle. Recordando aquello, comentó el cuñado:

-Cuando le preguntamos su opinión sobre la desaparición de Vicente dijo que él creía que se había ido con el dinero y que cualquier día volvería, pero que no nos preocupáramos y si necesitábamos algo de él se lo dijéramos.

-¿Es cierto eso que dicen de que vivía separado de su mujer? -pregunté.

-En absoluto -dijo- Ya sabe las cosas que se dicen en un pueblo… Lo que pasaba era que mi hermana tenía que vivir en nuestra casa de las afueras, porque el niño estaba delicado, y mi cuñado, como trabajaba en el banco, se quedaba en la ciudad, pero iba a menudo a verla.

El cómplice, José Segarra Pastor, era un empleado modelo en el Banco Central, donde empezó a trabajar de botones. Parco en la expresión, aparentemente tímido y nada simpático, en su niñez se ganó el apodo de Pepe Baena, algo así como si le llamaran «el tonto del pueblo». Por todo eso, la opinión general en Elche era ésta: «Se comprende que haya sido arrastrado por el otro, que tiene una gran personalidad.»

Le gustaba a Segarra leer libros de esos que dicen cómo se puede ser simpático y adquirir don de gentes, etc. Sabía inglés, y pese a su carencia de personalidad y voluntad para tomar decisiones, cuando lo hacía era disciplinado y voluntarioso. Durante el tiempo en que hizo la mili fue secretario de un juez militar y él era quien instruía todas las causas, de modo que al convertirse en criminal sabía lo que hacía y a lo que se exponía.

Era evidente que estaba dominado por su amigo Julio López Guixot, al que admiraba profundamente. Empezó a mostrar esta dependencia dejando su régimen vegetariano por otro mixto, como quería su amigo; se aficionó a la vida en la montaña, a los deportes y a la cultura física; rindió culto al músculo, porque así lo hacía y lo quería Julio; aprendió inglés al mismo tiempo que Julio… En fin: en su casa José era un ídolo al que todos cuidaban sin recibir la menor atención a cambio. Así era el hombre que luego ayudaría a matar a un amigo, el mismo que al día siguiente de su detención cantó en el calabozo el «Adiós a la vida» de Tosca.

El asesino. Julio López Guixot, nació en Murcia, de padres desconocidos; depositado en la Beneficiencia, tomó el nombre que allí le dieron -Julio Meseguer Linares-, pero más tarde su madre accedió a reconocerle y le puso sus propios apellidos. Por tal causa él había usado varias veces su nombre anterior. Una nodriza que tuvo en Elche me dijo que era un niño bueno, sin el menor síntoma de maldad, ni siquiera para los animales. «Nunca le hubiera creído capaz de cometer un crimen», exclamó la pobre mujer llorando.

Terminada su lactancia fue Teresa Llin Jaén quien se hizo cargo de Julio haciendo el papel de una verdadera madre hasta que él se casó con la hermana de Segarra, menos de un mes antes de ser detenido. Cuando la conocí era una mujer anciana, bondadosa y amable; durante mi visita lloró mucho por «su Julio». «Nunca le creí capaz de hacer una cosa así dijo-, pero ha hecho mucho mal y deben castigarle… Le pido a la Virgen que se arrepienta.»

A los treinta años, Julio era un hombre asqueado de la vida, ambicioso y soberbio, inteligente y dominante, pero -según sus amigos- siempre trataba de dominar por la dialéctica, no por la fuerza. Creía en Dios y en el alma, pero no era religioso. Estaba enamorado de la Naturaleza y sobre todo de sí mismo. Los que estaban con él eran amigos; los que no, sus enemigos. No existía el término medio para él. Sus más cercanos amigos me dijeron frases como éstas: «Julio tenía cosas sublimes», «Este crimen nos ha dejado más anonadados a nosotros que a él», «Yo he idolatrado a Julio», «Tenía una personalidad y una simpatía arrolladoras», «Era capaz de amar y de odiar como nadie» «Era incapaz de hacer vida de relación más que con sus tres o cuatro amigos íntimos».

Uno de esos amigos dijo también: «Julio pasó toda su vida rumiando el estigma de su nacimiento; odiaba a la sociedad y por eso su carácter era áspero y seco con todo el mundo y para él no había más que el grito de Lucifer: «¡Quién como yo!»

En Elche conocí también los antecedentes del que llegaría a ser un famoso asesino. Julio López Guixot ingresó como voluntario en el Ejército del Aire el 1 de septiembre de 1943 y el día 14 se le instruyó expediente por haber escrito una carta que suponía una incitación a la rebelión militar, por la que fue condenado a diez años de prisión mayor. La buena conducta que observó, sobre todo en la prisión del Puerto de Santa María -última en la que estuvo-, mereció el elogio de sus superiores y principalmente del administrador. Según declaró el mismo Julio, el día que le pusieron en libertad la despedida fue «muy sentida». Después se enteró de que había sido expulsado del Ejército y que no tenía que terminar el servicio militar.

Ya de vuelta en Elche se dispuso a empezar una nueva ida. Eligió como amigo a Segarra -según él mismo declaró- «por su conducta sobria e inteligente, por ser metódico y sin vicios, porque estaba entregado a todo lo que constituye la cultura, porque era un buen hombre de valor», y esta amistad se estrechó cuando conoció a Asunción, la hermana de Segarra, con la que entabló relaciones amorosas.

Un buen día se sorprendió a sí mismo con una «idea genial»: una fórmula para acertar trece resultados en las quinielas. Se lo dijo a Segarra y a dos amigos más y les convenció de que, como les hacía falta dinero, debían pedir un préstamo. Uno de los amigos lo consiguió con un 20 por 100 de interés. La experiencia fue un fracaso y Julio tuvo que reconocerlo, asegurando que estudiaría más a fondo el sistema. Estaba desesperado y dolido porque veía que podía perder la confianza de todos, ya que con sus desgraciadas inversiones de dinero había puesto en apurada situación a sus amigos y hasta a la familia de su novia, que tuvo que hipotecar la casa. Estaba decidido a reorganizar su sistema de juego.

Le esperaba entonces una desagradable sorpresa: el 4 de febrero de 1951 la Guardia Civil se presentó en su busca para trasladarle a un batallón disciplinario de Marruecos. Los que le habían dicho que no tenía que terminar de hacer el servicio militar, interrumpido por los años de prisión, estaban equivocados. Se resignó y consiguió portarse tan bien como lo hizo en la cárcel. Se licenció en diciembre de 1952.

De nuevo en Elche, Julio se vio en mala situación; estaba sin dinero y con muchas dificultades para encontrar trabajo. Se lamentaba con sus amigos, garantizaba que no estaba dispuesto a ser una víctima de la sociedad, y en una ocasión llegó a decir: «Soy capaz de jugarme la vida por conseguir una honrada posición, sea a costa de quien sea.» Y otra vez les comentó que una de las maneras más arriesgadas de ganar dinero podía ser, «por ejemplo», el atraco a cualquier cobrador o habilitado de pagos. Ninguno se fijó en sus palabras de entonces y se pusieron a hablar nuevamente del asunto de las quinielas, que Julio había perfeccionado en África.

Para poder rellenar doscientos boletos semanalmente tenían que buscar algún capitalista, y a veces lo encontraron, viéndose favorecidos por la suerte en repetidas ocasiones, una de ellas con sesenta y cuatro mil pesetas, por lo que Julio abrigó esperanzas de alcanzar fortuna. Esa cantidad era muy grande entonces. Pero aquel verano dos de sus amigos se apartaron, uno por enfado y otro a causa de un trabajo, así que Segarra y Julio quedaron solos con sus quinielas.

El afán de ganar cegaba a Julio, que aumentaba cada semana la inversión, hasta que el capitalista se asustó y se retiró, dejándole desesperado al verse lleno de deudas y sin la admiración general. Fue entonces cuando la idea del crimen se metió en su cerebro. El atraco a un cobrador de banco le obsesionaba, y un día preguntó secamente a Segarra que quiénes eran los que transportaban el dinero desde la central de Alicante hasta la sucursal de Elche. Ante la extrañeza del otro, que quiso saber el motivo de la pregunta, contestó: «Para atracarlo», y como Segarra se asustó, Julio añadió: «¡Amigo mío, esto es la jungla, y como en ella unos han de caer para que vivan otros!»

Los escrúpulos de Segarra desaparecieron pronto bajo el dominio del admirado amigo, y pocos días después volvieron a tratar el tema más concretamente buscando la fórmula que pudiera resultar más eficaz. Julio, confiado en sus facultades físicas, pensó en atacar sin armas, aplicando una llave japonesa por la espalda que, inmediatamente, le haría soltar la cartera y luego saldría corriendo… Segarra aseguró que el sistema le parecía absurdo.

En vista de eso, Julio expuso otra idea: «Podríamos aprovechar la ida de Valero a Alicante para hablar con él. Como tiene fama de jugador y mujeriego, tal vez quisiera largarse con el dinero, dándonos una parte a cambio de un pasaporte falso.» Pero Segarra dijo que no podían hacer eso por si Valero se negaba y los descubría. Discutieron un poco, pero al fin prevaleció la opinión de Segarra.

Por lo que antecede se hace patente que el papel de José Segarra en este crimen no era muy pasivo; él no hablaba nunca de matar, pero no estaba de acuerdo con nada de lo que su amigo proponía si el final no implicaba la muerte de la víctima.

La idea que finalmente aceptaron pasaba de ser un simple atraco: alquilarían una casita para veraneantes imaginarios y escribirían una carta a Segarra, firmada por una chica que en tiempo, imaginario también, hubiera sido su amiga, anunciándole que pensaba pasar el verano en Alicante (ya le diría el lugar exactamente) y que iría con una amiga, por lo que le pedía que buscara otro amigo para ella. Esta carta se la mostraría a Valero y le diría que había pensado en él para que fuera la pareja de la compañera de su amiga.

Si Valero aceptaba, no había más que esperar a que fuera a recoger el dinero al banco y conducirle al chalé donde le matarían. Para el caso de que el cobrador se arrepintiera por el camino, Julio contaba con un amigo en Logroño, capaz de llevar a cabo el atraco por medios más ordinarios, y el asunto siempre saldría bien.

Decididos a poner en práctica el plan, Julio se trasladó a Vistahermosa y alquiló la casita en nombre de «una familia de Albacete» que no sabía cuándo vendría a instalarse, dio quinientas pesetas de señal (¡qué tiempos aquellos!) y recibió la llave «por si tenía que hacer algún arreglo».

Con el plan ya trazado y puesto en marcha, Segarra se dispuso a interpretar el papel que tenía asignado en el tremendo drama. Un buen día se encontró «casualmente» con Vicente Valero y le hizo confidente de la cartita, que leyó en atentamente y aceptó enseguida la proposición que se le hacía, por lo que quedaron de acuerdo en ir a visitar a las dos señoritas en cuanto llegaran. Dos semanas más tarde hablaron de que se había recibido una segunda carta y sólo faltaba saber la fecha de llegada y el emplazamiento de la casa. Ambos quedaron así a la expectativa.

Como eran amigos desde la niñez, se visitaban frecuentemente y habían asistido como padrinos en sus respectivas bodas, aparte de que trabajaban en el mismo banco; no es extraño que la futura víctima confiara por completo en Segarra, detalle que hace más despreciable a este criminal pasivo que, «preparando el terreno», llevaba varias semanas haciendo creer en el banco que se encontraba enfermo y debía ir con frecuencia a Alicante para que le viera el médico.

El día 23 de julio era el elegido para la comisión del crimen. Pero Segarra vio con disgusto que el cobrador había hecho el viaje acompañado de otro y corrió a avisar a su cómplice de que había que esperar una mejor ocasión. Esta llegó ocho días después.

El viernes 30 de julio, -por la mañana, enviaron a Valero a Alicante y Segarra oyó la orden. Minutos después pedía permiso para ir al médico «que le había citado», y en cuanto se lo dieron avisó a Julio y al otro cómplice, que había llegado días antes para actuar como refuerzo; ambos se trasladaron rápidamente en una moto desde Elche hasta Alicante, mientras él tomaba el autocar en que viajaba su futura víctima, aunque en asiento completamente opuesto. Al final del trayecto se saludaron y Segarra apuntó la conveniencia de aprovechar ese feliz encuentro para ir a visitar a las dos chicas recién llegadas a Vistahermosa. Quedaron citados a las once en la puerta del ambulatorio.

En compañía del cómplice de Logroño, José Segarra fue a la consulta médica, pero al saber que no conseguiría el número para entrar después de las once, bajó a la calle a esperar a Valero, no sin antes encargar al compañero que si él no tenía que actuar estuviese allí hasta que repartieran los números, para así asegurarse la coartada, cosa que hizo éste en cuanto vio que Valero se metía decidido en un taxi con Segarra.

Al llegar al chalé entró primero Segarra, seguido por Valero, quien al ver un papel escrito en la pared de una habitación que se abría al pasillo entró en ella para leerlo. Julio, que se hallaba en la habitación de enfrente, salió empuñando el arma homicida y asestó un golpe, no muy fuerte, sobre la nuca de Valero, que se tambaleó como atontado y soltó la cartera. Un segundo golpe en la frente fue la causa casi instantánea de la muerte. Segarra cogió la cartera y pasó al otro cuarto para ver el contenido: eran cuarenta mil pesetas nada más, pero él ni las contó; el resto hasta completar un cuarto de millón estaba en la ropa del muerto. No olvidemos que eran pesetas de 1954.

Minutos después salía Segarra de la casa y se encaminaba al taxi que había dejado antes a unos veinte metros tras decir al chófer que esperase allí. Tenía que asistir a la consulta del médico.

Y allí quedó Julio, a solas con su víctima, entregado a la tarea de borrar huellas y rematar la macabra empresa iniciada. Cuatro meses después relataría con serenidad extraordinaria aquellos terribles momentos que hubo de pasar junto al hombre al que había quitado la vida.

Cuando Julio ya estaba detenido en una de las dependencias de la entonces jefatura de Policía de Alicante, y los funcionarios le preguntaron si estaba dispuesto a declarar con detalle los hechos, afirmó rotundamente, pero solicitó ser él mismo quien dictara su declaración directamente al mecanógrafo, a fin de que no se cambiaran los conceptos y que lo que de allí saliera fuera el reflejo exacto de su verdadero sentir.

Concedido lo que pedía y después de hacer el relato de su vida, que ya queda explicado, pasó a exponer detalladamente lo que sólo él conocía: su trágica soledad con un moribundo. Pero, de pronto, estimando que el que estaba escribiendo a máquina lo hacía despacio y parecía dudar a veces, dijo que deseaba hacerlo él mismo. No creo que haya habido otro detenido capaz de mecanografiar su propia declaración; él lo hizo.

Voy a tratar de reflejar aquí aquella impresionante declaración que tuve en mis manos y leí detenidamente. Decía que desde las diez y media hasta las once y media de aquella inolvidable mañana había estado solo en el chalé a la espera de su víctima; al principio, tranquilo y decidido, pero luego, a medida que se acercaba la hora, fue poniéndose nervioso e inquieto, y llegó a pensar en no matar, en limitarse únicamente al robo.

Junto a él tenía un pequeño yunque de zapatero (que habría de ser el arma homicida) envuelto en unos trapos a fin de que no hiciera demasiado ruido al golpear, pero cuando no faltaban más que unos segundos para que apareciera Valero, cogió más trapos y lo recubrió de nuevo con la intención de que sólo sirviera para atontar al cobrador, sin llegar a matarle, y les permitiera poder escapar con el dinero:

-Cuando vi venir hacia la casa a Segarra y al otro- declaró- sentí una emoción extraordinaria.

Explicó luego cómo dio el golpe y pasó a dar cuenta del peor momento para un criminal, facilitando toda clase de detalles. Incluso pude ver en las diligencias policiales lo que la mano de Julio López Guixot trazó con tinta roja para así detallar mejor el escenario del drama y la situación de sus personajes.

-El herido -explicó- se estremecía en el suelo cuando me acerqué y trataba de articular algunas palabras en plena agonía… Sentí pena por él y, dándole unas palmadas en las mejillas, traté de reanimarle. Ya casi no sangraba por la herida de la frente, pero comprendí que todo era inútil, que se moría… Para evitar que alguien oyera sus gemidos le amordacé con un pañuelo.

Según su propia declaración, arrimó el cuerpo de su víctima a la pared y le dejó medio sentado mientras él mismo se sentía invadir por un temblor incontenible que iba paralizando todos sus miembros.

-Me sentí morir -confesó francamente-, apoyada la espalda en la pared de enfrente, sin poder apartar los ojos de aquel hombre que yo había matado; caí inmovilizado por el pavor, pero sin perder el sentido… Yo sabía que debía de hacer algo pronto, moverme, marcharme de allí, pero no podía…

Aquello era algo con lo que no contaba el asesino, algo como el reflejo de inmovilización que se produce en algunos animales, insectos y personas en los momentos emocionales intensos de amor o de miedo, según afirmación de Kretschmer. Duró unos veinte minutos y en ellos comenzó a purgar su delito. En cuanto le fue posible reaccionar se levantó y salió de la casa dispuesto a afanarse en la desaparición de las huellas.

Al querer cerrar la puerta se le rompió la llave y, armándose de valor, fue a casa de la administradora para pedirle un duplicado, aprovechando la ocasión para entregarle quinientas pesetas en concepto de anticipo por el alquiler, ya que en un registro hecho en las ropas del moribundo había encontrado muchos billetes verdes y azules. De este modo empezó en seguida a beneficiarse del robo.

De vuelta al chalé, cerró la puerta con llave y se alejó de allí nuevamente en dirección a Alicante, donde debía hacer algunas compras, siempre con el dinero de su víctima: una manta blanca, un cordón fuerte, un saco grande y un cubo de cinc, con todo lo cual regresó poco después para dejarlo en la habitación de la derecha y entrar a recoger al muerto en la de la izquierda.

Su sobresalto fue enorme al comprobar que el cuerpo no estaba en la misma postura en que lo había dejado. Tal vez a causa de una convulsión agónica se había separado de la pared y estaba tendido en el suelo con los ojos hacia la puerta y un brazo extendido hacia la pared de enfrente.

En ese momento de su confesión, el asesino trató de recordar si el cuerpo se hallaba boca arriba o boca abajo, pero dijo:

-Parece que lo estoy viendo. Estaba muy inclinado hacia el lado derecho y la cabeza, que antes ya no sangraba, estaba entonces sobre un charco de sangre de unos cuarenta centímetros de diámetro. Me emocioné, cogí su cabeza -que había cubierto con un paño- e instintivamente puse mi mano sobre la herida para detener la hemorragia, pero al darme cuenta de que ya tenía las manos frías sentí enormes ganas de reventar a llorar.

Reconoció luego que no le «pudo salir el llanto», que muy excitado pasó al otro cuarto para extender la manta en el suelo y procedió a desnudar a su víctima, atándole las piernas hacia atrás con una correa (la que llevaba el muerto en su pantalón) y también brazos y manos, para que el bulto fuera lo menor posible; tras meterlo en el saco lo envolvió todo con la manta y formó así un paquete que podía parecer un colchón pequeño.

Antes de abandonar la casa quemó algunos documentos y el pañuelo en la cocina, y pensó que debía hacer desaparecer las manchas de sangre, de modo que, con un nuevo sobrehumano esfuerzo, se dirigió al chalé vecino con el cubo que había comprado para pedir agua. Utilizando el pantalón del interfecto como bayeta, limpió el suelo, pero tuvo necesidad de volver en busca de más agua.

Eran las tres de la tarde cuando marchó hacia Alicante y de allí a Elche para reunirse con sus cómplices, que le esperaban en las estribaciones de la sierra, a fin de repartiese el dinero robado. A Vidal, el amigo de Logroño (aunque no había tenido que hacer nada), le dieron tres mil quinientas pesetas. Cuando sus compinches se marcharon, él quiso quedarse allí solo hasta que anocheció.

Como la mayoría de los asesinos, Julio volvió al día siguiente al lugar del crimen para retirar el pantalón, las sandalias y la pluma estilográfica de su víctima, además de una toalla, y meterlo todo en una cartera con la idea de tirarla al mar; pero como era de día prefirió enterrarlo provisionalmente en unas fortificaciones cercanas, para por la noche, y tras meter una piedra en la cartera, arrojarla a las aguas del muelle.

El recuerdo de lo que había dejado en aquella blanca casita de la playa le obsesionaba de tal modo que el domingo decidió que volvería al día siguiente «para hacer un poco de limpieza». Fue en tren a Alicante y compró un capacho y una botella de zotal, pues pensaba que con el calor reinante «allí debía oler muy mal». Así era en efecto. Se sintió muy impresionado al comprobar que en el interior de aquel fatídico lugar olía mucho peor que lo que había supuesto. Roció paredes y suelo y extendió sobre las manchas de sangre que aún había un paquete de añil que encontró en el lavadero. Como todavía estaba allí el arma homicida, la metió en el capacho y de vuelta a la capital compró un periódico para envolverla. Poco después tiró ambas cosas en un huerto cercano a Elche.

El que ya siempre sería conocido como «el asesino de las quinielas» no quería ocultar nada a los investigadores de la Policía, y así confesó que durante varios días no pudo apartar de su mente la idea de sepultar el cadáver, pensando y desechando varios modos de hacerlo… Pero de pronto descubrió con horror que había perdido la llave del chalé, que ya era la segunda recibida, y le faltó valor para volver a pedir otra.

Así que decidió huir al extranjero y, aprovechando que estaba cerca del puerto, llegó a hablar de ello con los dueños de una barca que debieron delatarle, pues la segunda vez que llegó hasta ellos con intención de embarcarse fue detenido y llevado a la comisaría para preguntarle los motivos que le impulsaban a salir del país clandestinamente. Él aseguró que deseaba buscar trabajo en Argelia, y hubo de quedarse allí retenido en tanto se recibían los informes que sobre su persona se habían solicitado a Madrid. Cuando se vio libre sintió indignación, por suponer que «aquello» era una trampa que se le tendía para ver si era capaz de volver al lugar del crimen. Creyéndose descubierto decidió no aparecer más por Vistahermosa. Mientras, José Segarra estaba tranquilo, porque creía que el cadáver había sido arrojado a un pozo por su amigo Julio, éste se lo había dicho así y él creía todo lo que le dijera.

La verdad era que no había sido ninguna trampa «aquello» de dejarle en libertad, pero lo que el asesino no sospechó fue que la detención había resultado muy positiva para la Policía, pues ayudó en la tarea de «atar cabos» en la investigación que se siguió más tarde para esclarecer el crimen cometido en el chalé de Vistahermosa.

Aparte del nexo existente entre Segarra y Valero por estar empleados en el mismo banco y de la coincidencia de que el primero faltase al trabajo el mismo día en que desapareció el cobrador, la Policía contaba con un dato curioso aportado por la administradora del chalé al describir al hombre que lo alquiló diciendo que tenía «como un tic nervioso» consistente en escupir hacia un lado.

Los funcionarios (¿qué se les puede escapar a ellos?) recordaron que aquel detenido en el muelle hacía lo mismo, tanto que entre ellos habían llegado a llamarle en broma «el Salivilla»… Como, además, comprobaron que era íntimo amigo de José Segarra y ante una fotografía la susodicha administradora le reconoció, no tuvieron la menor duda de que se trataba del autor del crimen y de que ése y no otro era el motivo que le impulsó a la huida.

El 24 de noviembre de 1954, a las cuarenta y ocho horas de descubrirse el cadáver, José Segarra Pastor fue detenido en su propio domicilio. En principio lo negó todo, pero tras media docena de interrogatorios, y al serle tomadas las huellas dactilares, acabó confesando, añadiendo que el autor material del asesinato había sido Julio López Guixot, de quien ignoraba el paradero por hallarse en viaje de novios, pues unos días antes se había casado con su hermana Asunción.

Se supo que este hombre sin escrúpulos había estado enfermo después del crimen (o fingió estarlo), y al volver al trabajo, a los pocos días, se mostró muy asombrado por la «desaparición» de su amigo Vicente Valero. Fue a visitar varias veces a la esposa (sabiendo él que era la viuda) y hasta le prestó mil pesetas el mes de octubre, ofreciéndole su ayuda incondicional siempre que pudiera hacerle falta «a la pobre mujer».

Una prueba de la catadura moral del tal Segarra quedará siempre en el «detalle» de haber consentido que su hermana se casara con el que sin género de dudas sabía que era un peligroso asesino, dominado por el vicio del juego.

Cuando le juzgaron, en junio de 1957, se mostró sometido de tal manera a la voluntad de su admirado amigo que hasta era capaz de echarse toda la culpa y manchar con calumnias la memoria del infortunado Valero, de cuya boda había sido padrino. Condenado a muerte, fue indultado por el jefe del Estado y se le conmutó la pena por treinta años de reclusión mayor, esa conmutación implicaba la imposibilidad de redimir penas por el trabajo ni beneficiarse de ningún otro indulto, o sea que tendría que pasar en la cárcel esos treinta años; ni uno menos. Pero, como las cosas cambiaron mucho desde 1975, es muy probable que no llegara a cumplir entera su condena.

Tras la detención de Segarra, los funcionarios de Policía de las plantillas de Elche, Alicante y Murcia buscaron a Julio por donde se le suponía instalado con su mujercita. Se sabía que en Cartagena había adquirido un boleto de quinielas premiado con ciento veintisiete mil pesetas; también se enteró la Policía que había visitado al jefe de una delegación del Patronato para interesarle en su infalible sistema, pero sin resultado. Y como quiera que dicho boleto premiado sólo podría cobrarlo en Murcia o en Cartagena, se estableció servicio de vigilancia en las dos ciudades.

Mientras tres policías entraban en las oficinas de Murcia, otros dos quedaban en la calle contemplando la fotografía que tenían de la mujer de Julio, y al levantar un instante la cabeza la vieron llegar del brazo de su marido, que llevaba de la mano una bicicleta. Al ser detenido, exclamó: – ¡Qué tíos más buenos son ustedes!… ¿Cómo me han encontrado?

Luego, ya lo he dicho, declaró en la comisaría de Alicante con todo lujo de detalles, sin perder ni por un momento la serenidad, haciendo enmiendas tanto a los que escribían como a los que dibujaban, llegando a sentarse a la máquina, dibujando él mismo el croquis con lápiz rojo que señalaba la posición de su víctima y la suya propia, alardeando siempre de franqueza, como cuando un testigo en el juicio dijo no haberle visto nunca, a lo que replicó:

-Pues yo a usted sí que le vi porque es el vecino del chalé de al lado y fui a pedirle agua con un cubo, ¡y dos veces!… ¿Me recuerda ahora?

Dio también cuenta exacta del uso que había hecho del dinero robado a Vicente Valero, quien así quedó rehabilitado ante su empresa y ante su propia familia; en definitiva llegó a decir:

-Ya tenía ganas de que me cogieran, porque he vivido muy intranquilo todos estos meses.

En diciembre de 1957 el Tribunal Supremo confirmó las dos penas de muerte a que habían sido condenados los dos amigos por la Audiencia provincial. Julio López Guixot no alcanzó la gracia del indulto y en el verano de 1958 fue ejecutado a garrote vil en el Reformatorio de Adultos de Alicante.

Debo añadir al final de este impresionante relato que no me fue posible hablar con la desdichada Antonia Segarra, porque estaba enferma de pena, de horror y de vergüenza; ella no sabía nada del crimen cometido por su hermano y el hombre que la había llevado al altar. La tremenda impresión sufrida en plena luna de miel la dejó postrada en la cama no sé por cuánto tiempo.


El asesino acertó un pleno

Pedro Ortiz

Para triunfar en esta vida, la suerte es un factor imprescindible. También para triunfar en el mundo del crimen: un crimen es perfecto cuando además de su buen planteamiento y ejecución está acompañado por la fortuna; si, por contra, este factor ha abandonado al criminal y se ha aliado con la policía, la buena ejecución y el esmerado tratamiento práctico de su obra no le habrán servido de nada al delincuente.

El asunto que aquí comenzamos, relacionado, como todos, con negros pasados, también se halla en estrecha relación con la diosa fortuna. Los asesinos tenían todos sus pasos perfectamente calculados y la ejecución material del crimen fue casi perfecta; ciertos fallos en esta última parte, no obstante, significaron el inicio de la persecución policial y, luego, la suerte fue la principal causa del apresamiento de los malhechores. Pero no fue mala suerte; fue una suerte estupenda para el asesino, que lo llevó, pocos días después de cometer su crimen, ¡a acertar una quiniela de catorce!

Agustín Merlique Halcón y Julio López Guixot se conocieron en 1943 en Monteolivete, en Valencia. Entonces, el primero tenía 21 años y el segundo 19. Los dos, en teoría, estaban realizando el servicio militar; en la práctica, sin embargo, se hallaban en la prisión valenciana del Ejército. El primero, por haberle plantado cara a un sargento que lo trataba como los sargentos tratan a los reclutas; el segundo, por cierta carta que recibió en aquellos delicados años en los que cuando no había un ¡arriba España! existía un rojo en potencia. Los dos en la prisión de Monteolivete y los dos de Elche, motivo éste por el que ahondaron en la amistad.

Los jóvenes fueron separados hacia 1944, porque Julio es enviado a la prisión militar de Sigüenza, pero a mediados de 1946 vuelven a encontrarse en la cárcel del Ejército de Murcia. Cinco años llevaban ya de prisión en prisión por los motivos antes mencionados y cinco años en los que el destino se empeñaba en unir a estos dos ilicitanos que afianzaban su amistad.

Por fin, en 1947, ambos se ven libres en su localidad natal, si bien es cierto que Julio ha de abandonar todavía Elche para cumplir una pena accesoria en un batallón de castigo de Melilla. En Elche, Julio y Agustín se ven casi diariamente y traban amistad con otros dos jóvenes, Rafael Ramírez Bellota y José Segarra Portas.

Los cuatro, al poco tiempo, están muy compenetrados y cualquiera diría que constituyen una auténtica piña. En el plano económico puede decirse que al menos respiraban: José había encontrado trabajo en la sucursal del Banco Central de Elche; Rafael también trabajaba en un banco, el Popular Español; Agustín sacaba dinero como podía, y principalmente como representante de una fábrica de calzados, y Julio, debido a sus compromisos militares, era el que menos ingresos percibía. Quizás por esta razón era el que más vueltas daba a su magín buscando la fórmula de conseguir dinero de forma rápida y sin mucho esfuerzo.

Un buen día en el que como tantos otros los cuatro amigos se hallaban reunidos, Julio expone una feliz idea:

-He pensado en un negocio excelente: las quinielas. Os aseguro que he inventado un sistema infalible en el que todo será acertar y acertar plenos. No puede fallar. La única pega es que necesitamos constituir una sociedad y sacar dinero de donde sea para comenzar a jugar.

La incredulidad de los primeros momentos es poco a poco borrada por la fantasía de Julio y su saber convencer. Así, primero Rafael y después José son llevados al huerto. Agustín, sin embargo, pone la excusa de sus frecuentes viajes como representante de calzado y no aporta ni un duro a la sociedad. Además, acaba de ir al altar con una mujer.

Pronto es sellada la primera quiniela. Y otra y otra más. El capital social inicial se acaba y los tres socios deciden solicitar préstamos a terceros hasta que también este dinero no puede dar más de sí. La sociedad ha de disolverse y afrontar sus deudas, porque no ha acertado ni una sola quiniela de doce.

La primera consecuencia es que los tres amigos que participaron en el negocio quedan en la absoluta ruina, pero si para Julio esto no importaba en demasía, no sucede lo mismo en Rafael, quien guiado por su conciencia decide pedir la excedencia en el Banco Popular y marchar a Madrid a la búsqueda de una forma rápida de ganar dinero para pagar pronto las deudas a sus acreedores. Julio también se marcha de Elche, pero por otro motivo: Melilla y en Melilla un batallón disciplinario le esperaban; es la pena accesoria que ha de cumplir por su presunto republicanismo.

La piña que los cuatro amigos formaban parece haberse disuelto definitivamente, pero no es así. En Madrid, las cosas no le han ido a Rafael lo bien que pensaba que le irían y no ha tardado en regresar a Elche y al banco. Después, por una discusión mantenida con uno de los jefes decidió abandonar este trabajo. En la calle, tras una temporada sin empleo, encuentra faena como ayudante de un fotógrafo.

También Julio ha cumplido ya su pena accesoria, que no hay mal que cien años dure, aunque a veces lo parezca. Julio ha vuelto a Elche y con él se ha traído una imaginación llena de nuevas ideas para conseguir dinero.

En 1952, la relación entre los cuatro amigos vuelve a reanudarse. Han cambiado determinadas cosas, pero en lo esencial se mantiene el espíritu de unidad y, sobre todo en Julio, las ganas de hacerse con un dinero fácil.

-En la prisión he conocido a un muchacho de Irura, un pequeño pueblo de Guipúzcoa. Él vive de entrar en España clandestinamente un dinero falso que se fabrica en Francia. Los dos estuvimos hablando durante muchas horas en la prisión y me dijo que está dispuesto a que nosotros entremos en el negocio. No existe ningún riesgo y sólo tendría que desplazarme a Guipúzcoa para concretarlo con él… Para el viaje necesito dinero.

El poder de convicción de Julio, ya se ha dicho, es enorme. José le da 300 pesetas, Agustín unas sesenta y Rafael le presta sobre unas ciento cincuenta pesetas. Con ese dinero, Julio viaja hacia el norte. O dice viajar, porque pocos días después ya se halla de nuevo con sus amigos ilicitanos, allá, junto a la estación de Elche, lugar donde frecuentemente se reunían.

-Que no puede ser. Mi amigo vasco me ha dicho que por el momento hay que dejar el negocio, porque la policía tiene muy vigilada la frontera y anda tras los pasos de los falsificadores. Hay que abandonar la idea.

Lo que podría ser motivo de enfado para los otros tres amigos, que no acaban de creerse la historia del falsificador ni el viaje de Julio, no pasa de un mero comentario. Y es más: Julio vuelve a convencerlos para intentar de nuevo hacerse ricos con las quinielas. Esta vez es Rafael quien no participa y no es la única diferencia respecto a la etapa anterior: ahora, Julio insiste en que hay que buscar un socio capitalista para que sea éste quien ponga y arriesgue el dinero. La proposición parece descabellada, pero no pasan muchos días antes de que ese socio aparezca exponiendo su capital.

La suerte esta vez no se muestra tan esquiva y la fortuna sonríe con un pleno: 70.000 pesetas del ala, una auténtica fortuna, es la cantidad que les corresponde cobrar. Eso sí, el socio capitalista les ha recordado el trato y se queda con el cincuenta por cien del premio; las otras 35.000 son para los tres amigos, que deciden dar un préstamo de 2.500 pesetas, a fondo perdido, para Rafael, que se había quedado sin participar.

Tras las oportunas celebraciones, los ojos están puesto en la inversión a realizar con ese dinero. Es Julio, como siempre, quien dice la última palabra. Poco después vemos a los cuatro amigos, a la mujer de Agustín y a las novias de los tres restantes, viviendo conjuntamente en una barraca de la playa de la Marina de Elche. El dinero del premio ha sido empleado en la compra de esta barraca y en su instalación en la playa.

Sin embargo, la situación, que parecía arreglarse, no hace sino empeorar. Surgen tensiones entre los amigos y principalmente entre Julio y Agustín. El segundo cree que Julio quiere coronarse jefe de la cuadrilla y no está dispuesto a ceder. La situación llega a ser mas que tensa cuando Julio se encara en un determinado momento con la esposa de Agustín y le dedica unas palabras no muy corteses.

El enfrentamiento entre los dos amigos llega a la ruptura total. La sociedad se deshace, la barraca se vende y vuelven las quinielas. Al cabo de poco más de dos meses, Agustín ha vuelto a vender calzado, Rafael a sus fotografías y José al Banco Central. Julio sigue dándole vueltas a su imaginación y pensando en un dinero fácil.

Rafael, José y Julio están de nuevo en las cercanías de la estación. Como siempre, el último se lamenta de su mala situación económica.

-Sería capaz de hacer cualquier cosa para sacar beneficios. No me importaría ni arriesgar mi vida si ello me condujera a disponer de un dinero fácil.

La frase la ha dejado caer, como si fuese importante para Julio ver la reacción de los otros dos amigos. Estos, la verdad, es que no se han inmutado en demasía, por lo que el primero decide proseguir en voz alta con sus cábalas.

-¿Sabéis qué es lo que podríamos hacer? Atracar a un cobrador de banco. Yo tengo un amigo en Logroño, que también lo conocí en la prisión militar, que nos podría ayudar…

Rafael y José apenas le hacen caso a sus palabras. Están acostumbrados a la imaginación fértil de Julio y si no lo contradicen, más es por no iniciar una discusión que por estar a favor de sus teorías.

Además, sus frases pronto caen en el olvido. Julio ha ido trampeando como ha podido y ha seguido por su cuenta jugando a las quinielas. Definitivamente es una persona con suerte: en la temporada 1952/53 ha conseguido premios de cuatro, cinco, ocho y diez mil pesetas.

En el verano de 1953, lo vemos planeando con José la nueva temporada futbolística y nuevamente sin un duro. Rafael, poco a poco, se ha ido alejando de los otros dos. A fin de cuentas el vínculo, que une a Julio y José no es sólo amistoso: desde hace un tiempo, Julio está saliendo en serio con la hermana de José, Asunción, y los dos amigos serán pronto cuñados.

La amistad y confianza entre los dos muchachos es cada vez más fuerte. Es el mes de julio del 54. Julio y José se hallan en la casa de los padres de este último, que un día será también la casa del primero. Están solos y Julio le recuerda a José aquella proposición que le había hecho meses atrás. Ahora no insinúa nada, afirma:

-Hay que atracar a un cobrador de banco. Tú de esto sabes mucho ¿verdad, José? Tú fíjate si es fácil: averiguas cuando el cobrador de tu sucursal marcha a Alicante para recoger fondos para el banco. Yo le sigo y le robamos el dinero.

Julio tenía todo planeado. La forma de arrebatarle el dinero al cobrador podría variar: la más simple sería la del «tirón» en la calle y la rápida huida. Pero había otras. Por ejemplo, que se le atracase con algún cuchillo o navaja; en este caso, el atracador no debería de ser nadie de Elche, porque la víctima lo reconocería posteriormente. Julio pensó en Julián, aquel amigo de Logroño del que ya había hallado en otra ocasión. Pero había una tercera forma de efectuar el atraco: alquilar un chalet en las afueras de Alicante y llevar allí al cobrador bajo cualquier pretexto. Eliminarlo, hacer desaparecer el cadáver y quedarse con el dinero.

La astucia de Julio obliga a José a que éste se implique directamente en el crimen. Sólo José, que conoce al cobrador de su banco puede engañarlo con cualquier pretexto para llevarlo al chalet. Sólo José puede saber qué día es el de ingresos en su sucursal.

– El dinero es traído los viernes…

Durante dos semanas, Julio se aposta en las inmediaciones de la sucursal del banco en la que trabaja su amigo para seguir desde allí al cobrador. Averigua que siempre utiliza el autobús de la línea Elche-Alicante, de las nueve de la mañana, y que desde la estación alicantina se va directamente a la casa central de su banco. También regresa en el autobús.

Con estos datos, Julio y José deciden poner manos a la obra. Es el primero el que alquila un chalet en Alicante, en la barriada de Vistahermosa, y quien planea los movimientos a seguir. Todo está previsto para el día 23 de julio, lógicamente, un viernes. Hasta entonces, José ha de hablar repetidamente con Vicente Valero Maciá, el ordenanza del banco que hace las veces de cobrador. Hablar con él e insistirle en esas dos chicas alegres de la vida que él sabe que viven en un chalet de Alicante. Llenarle los ojos de mujeres fáciles.

-Si alguna vez coincidimos en Alicante te llevaré a verlas y te las presentaré…

Tras este esencial preparativo, José busca una excusa para ausentarse de su trabajo: un malestar estomacal que requiere ser visto por un especialista de la Seguridad Social de Alicante; ha de ir al médico el viernes. Aquel día.

Mientras tanto, Julio ha alquilado una motocicleta «Guzzi» y pulido los últimos detalles del golpe. Los dos amigos irán a Alicante en la moto; Julio se quedará en el chalet alquilado y José se acercará a la estación de autobuses para esperar allí a Vicente Valero. Deberá parecer un encuentro casual y José le recordará lo de las dos mujeres y el chalet. Quedarán citados para después de que Vicente haya terminado su trabajo y ambos cogerán la moto y se dirigirán al chalet de Vistahermosa, donde les esperan las «mujeres». Del resto de la operación se encargaba Julio.

El día 23, de buena mañana, los dos hombres se ponen en marcha. Hacia las nueve, José se halla en la estación de autobuses con su motocicleta y Julio en el chalet esperando la llegada de su víctima y su cómplice. Pero algo imprevisto sucede: Vicente Valero ha llegado a Alicante acompañado por otra persona del banco. El golpe se viene abajo. José, que no se ha dado a ver, se dirige al chalet de Vistahermosa y comunica a Julio lo sucedido. Este no se amilana.

-Pues lo haremos el próximo viernes.

Y ya que hay más tiempo por delante para preparar la operación, Julio ata bien todos los cabos. Recuerda aquellas primeras proposiciones que hizo a José y llama a Julián, el de Logroño, para que les acompañe en la faena. Aunque los elementos esenciales del golpe continúan igual que siete días antes, Julián será la salvaguardia. Seguirá en todo momento a Vicente Valero, y si éste por cualquier circunstancia se niega a acompañar a José será Julián el encargado de atracarlo. También se varía el medio de transporte de José se abandona la motocicleta y se decide algo más sencillo.

Aquel 30 de julio de 1954, en la sucursal del Banco Central de Elche todo funciona como siempre a primeras horas de la mañana. Hoy es viernes y el director ha hecho subir a su despacho al ordenanza. Sin duda le encargará que vaya a Alicante por una remesa de dinero. José, que desde su mesa no ha quitado ojo a lo que se cuece, decide intervenir también y acude al despacho del director inmediatamente después de que lo abandone Vicente Valero.

-El estómago, ya sabe, hoy he de ir otra vez a Alicante. Y obtiene el correspondiente permiso. Con rapidez se dirige al autobús que lo llevará a Alicante, donde observa a Julián, que no lo saluda y a Vicente Valero, del que se esconde en principio. Julio, piensa, ya debe estar en el chalet de Vistahermosa.

Los dos empleados del banco se saludan mediado el viaje. Ha sido Vicente quien ha descubierto a José.

-Vengo al médico, ya sabes… el estómago.

-Pues yo a trabajar. Por cierto, ¿y aquellas chicas de las que me hablaste?

-¡Ah, las chicas! Si quieres, nos vemos en Alicante y te llevo al chalet donde viven. Supongo que a media mañana estarán en la vivienda.

Todo estaba saliendo bien, muy bien. Los dos colegas han quedado en verse a las once de la mañana, una vez que Valero haya cobrado el dinero, en la puerta del ambulatorio de la Seguridad Social. Antes ha llegado José y ha pedido turno para ser visitado por el especialista.

A las once y dos minutos, Vicente y José se encuentran en lugar indicado. Desde lejos les sigue con la mirada Julián, que ve que las cosas marchan sobre ruedas. Vicente y José han cogido un taxi.

En el interior, Julio permanece en el chalet, exactamente en la segunda habitación a la derecha. El pasillo de la casa es largo y acaba en la cocina; a ambos lados se van sucediendo las habitaciones. La primera media hora de su espera la ha hecho Julio con tranquilidad. De vez en cuando miraba esa barra de hierro en forma de yunque acabado en punta, que había recubierto de trapos. Observó el reloj una vez más: las once y cinco minutos. Pronto oyó que se acercaba un vehículo. No vio nada. Cerró la puerta de la habitación en la que se encontraba, dejando abierta una rendija para ver qué sucedía en el pasillo. Antes, había entornado la puerta de la calle, para que se pudiese entrar sin utilizar la llave.

Fijó el ojo en la rendija. Primero entró José y, tras él, Vicente. Le seguía a poca distancia. Cuando el primero hubo llegado cerca de la cocina, Vicente ya había sobrepasado la puerta por la que miraba Julio. Le daba a éste la espalda. Aprovechó la situación y golpeó con el yunque la cabeza del cobrador. Este quedó tambaleante, pero no cayó. Otro golpe más fuerte llenó el techo y las paredes del pasillo de sangre. Vicente se arrodilló y después cayó de bruces boca abajo.

José se volvió. Vio a Vicente en el suelo y a Julio sosteniendo en su mano derecha un objeto manchado de sangre. En la izquierda llevaba la cartera que momentos antes era del empleado del banco. Julio se la dio a él.

En una habitación contigua, José se percató de que el cuero contenía varios fajos de billetes de 25 pesetas y cartuchos de moneda fraccionario. Calculó que en total habría unas treinta o cuarenta mil pesetas. Cogió el dinero y lo envolvió en un papel fuerte y marrón. Abandonó la cartera de Vicente y salió a la calle. En el pasillo, pensó después, ya no estaban ni Julio ni el cadáver de Vicente.

José casi corrió al taxi con el que había llegado al chalet y que aún le estaba esperando. Le pidió que se dirigiese al Portal de Elche, a Alicante. Una vez aquí, pagó las 29 pesetas que le costó la carrera y fue andando hasta el ambulatorio de la Seguridad Social. Dio a Julián, que permanecía allí como se había planeado, el fajo con el dinero y corrió hacia el interior del centro médico. Había llegado a tiempo y no se le había pasado el turno.

En el chalet, Julio permanecía dando su último a la obra. En contra de sus suposiciones, Vicente no había muerto y de su garganta salían gemidos que le traspasaban el corazón. Julio no lo aguantaba. Levantó el cuerpo de su víctima y lo sentó en el suelo apoyando la espalda contra la pared. Sus estertores, en esta postura, eran todavía más insoportables. Enloquecido, Julio se hizo con el pañuelo de la víctima y se lo puso en la boca a modo de mordaza.

Salió a la calle y poco después se hallaba en el tranvía, rumbo al centro. En la calle Bailén compró una manta de color blanco y en una ferretería, de Alfonso X El Sabio, un cubo, un saco y una cuerda. Tomó un taxi y regresó al chalet.

Vicente ya había muerto. Mejor, se dijo Julio. Registró las ropas del cadáver y encontró en uno de los bolsillos un buen fajo de billetes de mil pesetas. Aquello era una fortuna. Después quitó al muerto las ropas y lo dejó en calzoncillos. Con el cinturón que había sido de Vicente ató a su cadáver las piernas y lió el cuerpo en una manta. Afirmó el bulto con la cuerda y pensó que ya se desharía del fiambre.

En el cubo echó agua y limpió la sangre que había en el suelo. Después, las ropas y efectos de Vicente las arrojó al fuego de cocina. Hizo una gran hoguera para borrar todas las huellas. Estaba muy avanzada la tarde cuando Julio regresó a Elche.

No vería a sus otros dos cómplices hasta el lunes, día 2. José le informó que el banco había denunciado a la Guardia Civil la desaparición de Vicente y que muchos pensaban que era el propio ordenanza el que se había dado a la fuga con el dinero. Habló de la exageración de sus jefes cuando informaron que el robo había sido de 250.000 pesetas, pero después José se quedó de piedra una vez que Julio extrajo el fajo de billetes de a mil y demostró que el banco tenía razón, ¡allí había 250.000 pesetas!

Por lo demás, Julio informó que esa misma tarde se desharía del cadáver, y, cogiendo un buen puñado de billetes grandes, lo tendió hacia Julián en pago a su colaboración. Julián no tardó ni una hora en desaparecer de Elche y, como se sabrá después, en desaparecer del mapa. Para José fueron unas treinta o cuarenta mil pesetas en concepto de adelanto y hasta que más tarde se hicieran las cuentas. Julio quedó con el grueso del dinero.

Esta tarde, Julio, como había anunciado a sus amigos, se fue de nuevo al chalet de Alicante. Llevaba el propósito de hacer desaparecer el cadáver arrojándolo a un pozo que había visto en las cercanías. Sin embargo, hubo de cambiar de idea: cuando abrió la puerta del chalet, el olor era insoportable. El calor de finales de julio habían descompuesto con inusitada rapidez el cuerpo sin vida de Vicente y ningún humano podía penetrar en la casa.

El asesino fue al centro de Alicante. En una tienda de la calle Castaños compró bastante cantidad de «Zotal» y regresó al chalet con el desinfectante. Tapándose la boca y la nariz con un pañuelo, extendió el líquido por toda la casa, especialmente sobre el cadáver y la habitación en la que se encontraba éste. El hedor había pasado pero Julio no se atrevía ahora a cargar en sus hombros un cadáver descompuesto y salió precipitadamente de la casa.

Después, no obstante, mentiría a José y le diría que se había desprendido del cuerpo sin vida de Vicente y que no se podía esperar problemas por ese lado. En septiembre, la vida de los dos amigos había vuelto a la normalidad. Julio ha seguido viviendo como hasta entonces lo había hecho y José trabajando en la sucursal del Banco Central. Allí, raro ira el día en el que no se comentaba la desaparición del ordenanza con veinticinco mil duros en el bolsillo. Pero septiembre marcaba además una gran alegría para los dos asesinos: comenzaba la temporada de fútbol 1954/1955 y, obviamente, comenzaban también las quinielas.

Esta vez, con dinero en abundancia, no se conforman con jugar un solo boleto, sino que hacen cada semana centenares de columnas. Y la suerte vuelve a sonreírles: llegan premios y premios, que si no sufragan el mucho dinero que se gastan en el juego, por lo menos consienten a José y Julio el poder llevar una vida algo más lujosa sin sospechas de ninguna clase.

A finales de octubre, el premio que ha conseguido José gracias al fútbol es tan abultado que se permite dar una cena a los compañeros y jefes de su sucursal bancaria. El fotógrafo encargado de plasmar esta reunión para la posteridad es precisamente Rafael, el antiguo amigo.

Cuando un mes después el fotógrafo sea interrogado por la Policía, éste declarará que efectivamente en aquella celebración se habló de la desaparición del ordenanza entre risas y bromas, porque todos pensaban que se había quedado con el dinero. Él único que no pronunció palabra sobre el tema fue José.

Porque aquella reunión era una de las últimas alegrías de José. En realidad aún tuvo otro gesto digno de reseña. La mujer de Vicente Valero, en la ruina tras la desaparición de su marido, había solicitado un crédito al banco en el que trabajaba éste, para poder ir viviendo hasta la consecución de un trabajo. José, que supo de esto, regaló un billete de mil pesetas a la viuda.

-Es un regalo. Ya sabes que he tenido suerte en las quinielas…

Julio, por su parte, ha unido al botín del robo los premios de las quinielas y el día 16 de noviembre se casa con la hermana de José y los dos marchan en viaje de novios. En su ausencia, los acontecimientos se precipitan.

En la tarde del 23 de noviembre, el cadáver descompuesto de Vicente Valero es encontrado. Lógicamente, la Policía no sabe quién es el muerto, pero comienza las investigaciones para averiguarlo. Lo primero es tirar de la lista de desapariciones denunciadas y esperar el dictamen del forense. Este se refiere a los tres o cuatro meses como tiempo que puede llevar muerto aquel desconocido y pronto el nombre de Vicente Valero comienza a manejarse.

Tras un registro detallado de la casa, se ha encontrado junto a las cenizas del fuego un papel. En la parte superior de este papel se veía un trozo de sello ovalado, estampado con tinta violeta y cinco letras:

NTRAL

Debajo de estas letras, el número 500 en lápiz azul. En la parte inferior del papel, las letras:

HE

Mirado por el anverso, se apreciaba una huella dactilar de color violeta y debajo de ésta la palabra Peral, escrita a máquina.

Parecía un efecto bancario y que las letras primeramente leídas se referían al BANCO CENTRAL. Poco después, este banco confirmaba a la Policía que aquello formaba parte de una letra de cambio negociada por la sucursal de Elche por un valor de 5.500 pesetas. Había sido aceptada por un familiar de Vicente Valero Maciá y avalada por la madre, la suegra y el padrastro de éste, el cual no sabía escribir y firmaba con sus huellas dactilares. Su segundo apellido era Peral.

Casi al mismo tiempo, la viuda de Vicente Valero es consultada y reconoce que los calzoncillos y el cinturón pertenecieron a su marido.

Identificado el cadáver, las siguientes gestiones policiales se basaron en la consulta al propietario del chalet donde apareció el muerto. Este facilitó a los agentes las señas físicas del inquilino que lo había alquilado, pero no su nombre, ya que lo desconocía.

La maquinaria policial rueda con todos sus efectivos. Tras numerosas vigilancias en Elche y Alicante, se descubre en esta última ciudad que un individuo de esas características había estado preguntando en el puerto sobre la forma de viajar al extranjero con su mujer. Aquel individuo se llamaba Julio López Guixot y sus preguntas las había realizado el día 15 de noviembre, uno antes de casarse.

Y lo que en principio es sólo una coincidencia en señas físicas, poco a poco va convirtiendo a Julio en el sospechoso número uno. Se averigua que está casado con la hermana de un empleado de la sucursal en la que trabajaba el asesinado. Y las garras policiales caen sobre José y, también, sobre Agustín y Rafael, que son sometidos a interrogatorios.

José no tarda en derrumbarse y canta de plano. Afirma que Julián está domiciliado en el mismo Logroño, carretera de Burgos kilómetro 2, y la Policía alicantina no tarda en encargar a sus colegas riojanos el trabajo para detener a Julián. Sin embargo, desde Logroño les contestan afirmando conocer al tal Julián y sabiendo su paradero: el 19 de agosto se le había concedido el pasaporte y el 10 de octubre salió de España por el puerto de Barcelona, embarcado en el vapor «La Florida», con rumbo a Brasil, según había escrito a su madre.

Respecto a Julio, José ha notificado a la Policía su boda y ha contado que el viaje de luna de miel lo pensaba hacer por Cartagena, Granada, Sevilla y Almería, como meta final, porque pretendía quedarse a vivir en esta provincia. Julio se había casado el día 16 y desde entonces no lo había vuelto a ver.

La Policía se dispone a hacer llegar a cuarteles y comisarías las órdenes de búsqueda y captura, pero algo los detiene. En ese puñado de días las cosas se han precipitado de manera asombrosa.

El 15, Julio buscaba embarcarse; el día 16, se casó; el 23, fue hallado el cadáver de Vicente; el 25, identificado, y el 26, se detuvo a José. Y en otra fecha, el día 21 de noviembre, domingo, se ha celebrado la undécima jornada de Liga. Los resultados han sido sorprendentes y los acertantes de quinielas pocos. Pero uno de estos premios ha caído en Cartagena, concretamente en el boleto número 675846 de la serie C. En 1954, los boletos debían llevar el nombre de su poseedor, y éste, en el caso de que resultara premiada la quiniela, recoger el dinero presentando el resguardo y el carnet de identidad. Los nombres eran también aprovechados por el Patronato de Apuestas para dar a conocer públicamente la lista de los ganadores.

Y la Policía se quedó tranquila cuando supo que uno de los pocos acertantes quinielísticos, en aquella jornada undécima, había sido Julio López Guixot, el buscado. Se daba también la circunstancia en aquella época que los premios debían cobrarse en la delegación correspondiente y no en ninguna otra. Por eso, si la quiniela había sido sellada en Cartagena, el ganador recogería el dinero en Murcia. Y en la delegación del Patronato de Apuestas murciana quedaron dos inspectores de Policía vigilando.

El 27, Julio y su mujer, llegaban en una bicicleta para cobrar el premio y eran detenidos. Nunca un pleno quinielístico trajo tan mala suerte a su poseedor. En este caso, una silla de madera con un corbatín de hierro: Julio murió ejecutado en la prisión de Alicante, el 21 de agosto de 1958.

 


AUDIO: ELENA EN EL PAÍS DE LOS HORRORES – EL CRIMEN DE LAS QUINIELAS


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