El crimen de la Vidente

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El crimen de la vidente
  • Clasificación: Crimen sin resolver
  • Características: Una «vidente» es asesinada cortándole las muñecas
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 23 de agosto de 1988
  • Perfil de la víctima: María Blanca Suárez González, 69
  • Método del crimen: Golpes con una mano de almirez de bronce - Un cuchillo de 15 centímetros de hoja con el que cortó las muñecas
  • Lugar: Madrid, España
  • Estado: Oliva Amparo Casado García, tras pasar 20 meses en prisión, fue absuelta el 19 de mayo de 1990
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El crimen de la Vidente

Margarita Landi

El crimen de la vidente – La vidente que no quiso ver su muerte.

El 23 de agosto de 1988 fue asesinada en Madrid una mujer de sesenta y nueve años. Era vidente: leía el porvenir utilizando los posos de café en una taza; tenía muchos y buenos clientes, pero ella no quería adivinar su propio futuro, «por si veía algo malo». Estaba amenazada de muerte, tenía una pistola y una perra de raza pastor alemán. Para su desgracia, tales precauciones no pudieron librarla de un final atroz.

El misterio estaba servido. Se sabía que la vidente María Blanca Suárez González, que era viuda, recibía un promedio de veinte clientes diarios y que en su agenda figuraban los nombres, apellidos y direcciones de unas tres mil personas, lo que sin duda habría de ofrecer serias dificultades a los inspectores integrantes del Grupo de Homicidios de la Brigada de Policía Judicial que investigasen el caso.

Encargada por la dirección de la revista Interviú de hacer un reportaje sobre el suceso, realicé las gestiones precisas para conocer la vida, personalidad y costumbres de la víctima del asesinato que cada día planteaba nuevas interrogantes. El hecho sangriento tuvo lugar en la finca n.º 44 de la calle Abtao, próxima al madrileño parque de El Retiro, entre las cinco y las cinco y media de la tarde, en el estudio n.º 10 del cuarto piso.

Fue el inquilino del estudio n.º 9 quien se sobresaltó al oír ruidos y gritos provenientes del que ocupaba María Blanca, y para percibirlos mejor se puso un vaso en la oreja y la apoyó en el tabique, quedando pronto seguro de que allí al lado estaba ocurriendo algo muy grave. Inmediatamente salió corriendo hacia el ascensor y bajó a avisar a Antonio, el portero, quien cogió «por precaución» una pistola de juguete de su hijo y, con el vecino, subió en el ascensor hasta el cuarto piso, llamando repetidas veces a la puerta n.º 10 hasta que le abrió una mujer desconocida que, apuntándole con una pistola, le dijo «con voz de hombre»: «Si te mueves, te vuelo la cabeza», y le dejó paralizado del susto.

Para entonces ya había desaparecido el vecino que había ido en su busca, tras decir que «iba a avisar a la Policía», palabras que pudo escuchar cuando, al sonar el timbre, pegó un ojo a la mirilla quien cometió el crimen.

El portero no pudo impedir que esa peligrosa mujer escapara rápidamente, pero reaccionó en seguida y penetró en el apartamento encontrando a su inquilina atravesada en la bañera, con las rodillas sobre el borde y las piernas colgando por fuera, empapada en sangre que manaba de la cabeza y de dos profundos cortes que presentaba en ambas muñecas. Estaba muerta. Tras sufrir tales sobresaltos en tan pocos minutos, el portero se sintió enfermo y sin ganas de hablar con nadie.

En la inspección ocular, los policías encontraron una mano de almirez de bronce de unos 40 centímetros de largo, que había sido utilizada por la mano asesina para golpear a la víctima en la cabeza, y un cuchillo de unos 15 centímetros de hoja con el que cortó las muñecas, seccionándole arterias, venas y tendones hasta llegar al hueso.

Posteriormente se sabría que la interfecto presentaba veinticuatro golpes en la cabeza de tamaño entre 2 y 5 centímetros, pero que según el dictamen de autopsia no habían sido causa de la muerte, que se produjo por la intensa hemorragia que tuvo lugar por los cortes de cuchillo.

En principio parecía que el motivo del crimen había sido el robo, ya que cajones y armarios estaban en desorden tras haber sido registrados; fue hallado un sobre vacío en cuyo anverso figuraba la cifra de 30.000 pesetas. Pero en cambio, en el cuarto de baño, donde se cometió el crimen, se encontraron sobre el lavabo un anillo, una esclava y una pulsera de oro de la víctima. Pareció extraño que la agresora no se apoderara de tales joyas tras cometer el crimen o que se «olvidara» de ellas al tener que salir huyendo… Pero más bien cabía pensar que lo del registro precipitado habría sido para confundir a la Policía y que no había habido intención de robar.

En mi investigación particular pude saber que María Blanca Suárez González, que habitó en Abtao 44 durante dieciocho años, era en opinión de los vecinos que la conocían y trataban una «mujer incómoda», en unos casos por exceso y en otros por defecto, ya que a algunas personas les negaba hasta el saludo, mientras que a otras las agobiaba con sus atenciones y consejos, pretendiendo dirigir sus vidas.

Me enteré de que adoraba a su vieja perra Yaki y que no quería bajarla a la calle en el montacargas, sino en el ascensor, por lo que tuvo varios enfrentamientos con algunos vecinos (por ejemplo, con una joven que vivía en el piso tercero) que tenían miedo del animal. Sus hijos lo dijeron, cuando llegaron a Madrid al ser avisados de la tragedia: «A mi madre lo único que le importaba era la perra.» Y por aquel pobre can se pudo saber, o al menos sospechar, que Blanca practicaba el vudú.

Recuerdo que me dijo una vecina: «Un día iba yo junto a ella por la calle y un señor conocido se quejó de la perra y la increpó; ella le dijo: «De esto te vas a acordar.» Y cuando entré en su casa al día siguiente, vi un muñequito pinchado con muchos alfileres. Era como una bruja.»

«Le gustaba mucho hablar de sus poderes y de que siempre acertaba, pero lo cierto es que era muy lista y conocía en seguida el grado de ingenuidad y de fe ciega de la persona que tenía delante; trataba de sonsacarle astutamente y luego comenzaba a «adivinar»», fue el comentario de otra vecina.

María Blanca tenía un grupo de buenos amigos deseosos de ligar con «chicas buenas», así que cuando tenía ante sí una lo suficientemente ingenua, tras examinar con atención los posos de café, le decía: «Hija, tú vas a tener mucha suerte. Aquí veo a un hombre atractivo, rico y cariñoso que se enamorará de ti en cuanto te encuentre, y eso va a ocurrir pronto; estoy segura. Vuelve a verme mañana y te daré más detalles, porque esta noche me concentraré y … »

Y al día siguiente, tras haberse puesto de acuerdo con ese «hombre atractivo», le daba a la chica indicación del lugar, la hora y hasta las señas personales del que, sin duda, le iba a ser deparado por el «destino». La incauta acudía y ¡oh! milagro: allí estaba él. Se producía el flechazo con todas las consecuencias y la astuta adivina se beneficiaba del encuentro cobrando del afortunado lo acordado por el servicio. María Blanca era especialista en este tipo de gestiones.

Pero contaba además con otros ingresos debidos a las pignoraciones que le hacían otras clientes, de quienes recibía en depósitos alhajas, ropas u objetos valiosos a cambio de préstamos de dinero; si podían rescatar lo pignorado, devolviendo el préstamo más los réditos, bien; de lo contrario, la prestamista se quedaba con todo.

Por otra parte, María Blanca, que era una hormiguita, se ganaba un buen dinero «favoreciendo» a sus mejores clientes con la venta de «agua bendita» (bendecida por una bruja asturiana, según decía) al precio de veinticinco mil pesetas la botella de litro y medio, advirtiéndoles que ella en eso «no ganaba nada y tenía que pagar a la bruja y el transporte».

Según sus vecinas, la vidente cobraba 2.500 pesetas por consulta y recibía un promedio diario de 20 clientes. Si se trataba de vecinas o amigas, sólo les cobraba 2.000 pesetas. Se suponía que solamente por leer los posos de café obtenía de 30.000 a 50.000 pesetas diarias, a las que había que añadir todo lo demás.

Comentaban quienes bien la conocían que «ella presumía de lo mucho que ganaba y sabía gastarlo. Tenía un armario lleno de vestidos, joyas y zapatos que ya los hubieran querido muchas jóvenes. Iba siempre muy bien vestida. Se gastaba mucho dinero en el juego: 30.000 pesetas en el bingo, 6.000 en cupones de los ciegos y en la lotería ni se podía calcular. Una vez le dio 500 pesetas al camarero de un restaurante… Le gustaba que la gente notara que era muy rica».

Y el caso es que María Blanca no era viuda de un jefe del Ejército, como se había dicho, sino de un cabo que murió tuberculoso, al final de la Guerra civil española por lo que cobraba una pensión de viudedad de treinta mil pesetas, pero tenía delirios de grandeza y se ufanaba de pertenecer a Fuerza Nueva. Sus amistades hablaban de que tenía en su casa fotos de Franco y de José Antonio Primo de Rivera, banderas, símbolos y emblemas de extrema derecha.

Fue una joven vecina quien me dijo que con ella siempre se portó bien que parecía buena y que estaba dispuesta a hacerle favores. Hasta se afanó en buscarle trabajo. «Pero resultaba muy absorbente -la oí decir-, quería que no me tratara con nadie de la casa y estaba siempre al acecho para hablar conmigo cuando yo llegaba. Decía que tenía clientes importantes… A una amiga mía que vive también en esta casa la quería emparejar con un piloto.»

La madre de esta joven comentó que María Blanca no representaba la edad que tenía, porque se cuidaba mucho, y que a ella le enseñaba los muslos para que viera que no tenía celulitis:

-Era una mujer rara -añadió-; un día me invitó a comer a su casa y estaba también uno de sus hijos; a él le puso dos huevos fritos, a mí uno y ella tomo otro, con platos, vasos y cubiertos diferentes. No comimos más y tenía la nevera llena de muslos de pollo para su perra. Vivía mal, sin comodidades en su casa.

Al preguntar si la vidente escrutaba los posos de café para conocer su propio futuro, la joven vecina respondió:

-Un día se lo pregunté y me dijo que no quería hacerlo, «por si veía algo malo … » Yo creo que a mí sí me acertó algunas cosas. Por cierto, que en una ocasión me contó que le había leído los posos a Carmen Franco y le dijo que su padre moriría dos años después, y así ocurrió.

En otro piso me enteré de que María Blanca se levantaba a las seis de la mañana para ducharse con agua fría y cuidarse la piel con sus cremas; llevaba el pelo teñido de rubio y siempre iba bien vestida y enjoyada:

-Por eso nos extrañó mucho -comentó esta vecina que siendo una mujer a la que ni por la mañana temprano habíamos visto en bata y zapatillas, cuando el portero la encontró muerta en la bañera, ya pasadas las cinco de la tarde, sólo llevara puesto un camisón; ese detalle es sorprendente… Era una mujer muy extraña… Aunque alardeaha de moralista y decía que «en su casa no entraría ninguna lesbiana», sabemos que ella lo era.

La Policía buscó afanosamente a la autora del asesinato, pero la investigación resultó muy complicada. Por lo que había declarado el portero de la finca, se sabía que era una mujer de unos treinta o treinta y cinco años, 1,60 ó 1,65 de estatura, de aspecto tosco, cabello castaño oscuro a media melena alborotada, vestida con pantalón corto estampado y blusa a juego; que tenía voz de hombre y llevaba un bolso grande, ya que en él había guardado la gran mano de almirez (en la casa no había ningún almirez de bronce) y al salir llevaba una pistola que se suponía propiedad de la víctima.

En opinión de las vecinas del inmueble con quienes hablé, quien cometió el crimen debía ser un travestido o una lesbiana con más hormonas masculinas que femeninas. Y recordaban que la asistenta de la mujer asesinada dijo haberla oído hablar por teléfono con alguien que deseaba visitarla y que ella respondió que «no recibía más que a sus clientes conocidos». Luego, tras escuchar en silencio a su comunicante, dijo: «Bueno, pues si viene de parte de ella, venga a las cuatro.» Pudo ser esa persona quien la mató, pero ¿por qué estaba la muerta en camisón? Hubiera sido bueno saber si la Policía encontró la cama deshecha: un detalle por el que se podría suponer que la visitante era lesbiana.

También se hablaba de que quien cometió el crimen pudiera ser un hombre: novio, hermano, amante, marido, primo o padre de alguna cliente perjudicada, y que se disfrazara de mujer para que la vidente le recibiera confiada; después matarla para vengar algo y, acto seguido, salir sin peligro de ser identificado. Pero cuando el portero llamó al timbre, miró por la mirilla, le vio y le oyó decir al vecino que fuera a llamar a la Policía, y a la niña que le acompañaba con un perro, que se bajaran a su casa; inmediatamente se aprestó al ataque, porque sabía que el portero ya estaba solo; abrió la puerta empuñando la pistola y, apuntándole, dijo: «Si te mueves, te vuelo la cabeza»; y huyó, bajando a toda prisa la escalera. Al parecer, tuvo la suerte de que pasara un taxi cerca, lo tomó y se perdió en Madrid.

María Blanca, que enviudó cuando tenía menos de treinta años, tenía dos hijos, uno aparejador, residente en La Coruña, y otro que dirigía una sucursal bancaria en Gijón. Los dos llegaron a la casa en cuanto fueron avisados de la tragedia.

-Ellos debieron sentir una pena muy grande -comentó una vecina-, pero se mostraron serenos; sabían que su madre quería más a la perra que a ellos. No han querido quedarse con nada ni limpiar la bañera ensangrentada; sólo cogieron un buen montón de joyas para vendérselas a una señora que vino a recogerlas para fundirlas. También se llevaron a la perra que estaba con el portero desde que fue precintado el piso.

Cabe preguntarse si en ese «buen montón de joyas» no habría algunas de las pignoradas por las clientes y si no sería alguna de ellas quien, queriendo recuperar lo suyo y al no encontrarlo, mató a la vidente. No hay que olvidar que un tal Jarabo cometió cuatro asesinatos por no poder conseguir que le devolvieran un brillante los dueños de una casa de empeño. Tal vez, si la Policía hubiera podido examinar tales joyas, habría sido posible hallar alguna pista.

También es lamentable que la perra, testigo mudo del crimen, que ladró cuando era atacada su dueña y luego gimió junto al cadáver, fuera alejada tan pronto del lugar del crimen, porque quizás ella habría podido reconocer a quien cometió el crimen, ya fuera gruñendo y enseñándole los dientes, ya gimiendo y tratando de escapar con el rabo entre las patas. No sería la primera vez que esto ocurriera.

Un día, a comienzos del mes de septiembre, cuando hacía tan sólo una semana de que la vidente fuera asesinada, entré a comprar en una perfumería de categoría cercana a mi domicilio y, tras saludarme, la encargada del establecimiento me dijo:

-Estos días nos hemos acordado de usted, porque seguro que habrá trabajado en lo del crimen de la calle Abtao, ¿verdad? -Y en cuanto respondí afirmativamente, comentó-: Pues esa señora, la vidente, era una buena cliente nuestra en la sucursal que tenemos cerca de su casa; le gustaban mucho las mejores cremas, colonias y perfumes. Pero como persona era algo rara, sí, eso es, ¡algo rara!

Siendo una cliente asidua, era natural que María Blanca llegara a sentir cierto afecto por las jóvenes que la atendían en el establecimiento y por su encargada y, a veces, charlando con ellas, comentaría algunas incidencias de su vida íntima, como por ejemplo: -Últimamente estaba muy molesta esa señora, que por cierto, parecía mucho más joven de lo que era, porque iba siempre muy bien arreglada, mucho -dijo quien me informaba- y se desahogaba con nosotras. Al parecer era lesbiana y tenía una amiga que, según decía, la estaba «sacando mucho dinero», que incluso «se quería quedar con el que ganaba en el bingo, al que muchas veces iban juntas, una sala de bingo que hay en un hotel cercano adonde ella vivía… Estaba harta de esa amiga y aseguraba que deseaba separarse de ella… Y yo me pregunto: ¿no habrá sido esa mujer la que la ha matado, por despecho?

Podía ser una buena pista, pero tengo entendido que las gestiones realizadas por la Policía en dicha sala de bingo no dieron el resultado apetecido; allí no pudieron o no quisieron decir quién era la habitual acompañante de la que, por asidua, debía ser tan conocida aficionada al juego.

Tampoco obtuvieron buenos resultados los investigadores, al parecer, al telefonear a numerosas personas de las que figuraban como clientes en la agenda de la vidente. No negaron que la conocían, pero sí que hubieran ido a visitarla el día del crimen, asegurando que, por supuesto, no sentían ninguna aversión contra ella.

Pero lograron encontrar a un taxista que dijo haber recogido a una pasajera cerca de la casa del crimen, que parecía muy nerviosa y que al pasar ante el n.º 44 de Abtao le pidió que acelerara. Durante el trayecto, que duró hasta la Plaza de Manuel Becerra, pudo ver que su pasajera tenía las uñas mal cuidadas y de una longitud de 3 milímetros; también observó que con la mano derecha se rascaba el tobillo izquierdo. El taxista llegaría a ser, junto al portero, el más cualificado testigo de cargo.

Lamentablemente en este caso no se puede decir que la investigación llevada a cabo por la Policía sea digna de elogio; da la impresión de que, a pesar del amplio abanico de posibilidades que presentaba el caso (sin duda de difícil solución), se optó por seguir el camino más rápido, aquel que señalaban los dos únicos testigos. Al portero le pasearon en coche por todas las calles del barrio y las de otros adyacentes con la esperanza de que, en algún momento, reconociera a la mujer que le había apuntado con una pistola al salir del piso de la vidente; incluso le hicieron entrar en algunos grandes establecimientos comerciales.

Por fin un día, mes y medio después de que se cometiera el crimen, en el mercado de la calle Marqués de Zafra el portero vio a una señora y exclamó: «¡Esa es!» Los policías le creyeron, tal vez porque no recordaron con detalle la descripción hecha por el testigo poco después de aquel impresionante momento vivido en el lugar del suceso; la que en tal momento aseguraba reconocer no se parecía en nada, ni en la estatura ni en la edad, ni en la forma de vestir a la otra, «que tenía voz de hombre». Pero tales detalles no se tomaron en cuenta y, en consecuencia, la sospechosa fue sometida a estrecha vigilancia durante varios días, hasta que se procedió a su detención.

Atrapada en un maléfico laberinto

La sospechosa era Oliva Amparo Casado García, a quien desde el primer momento parece que no se le concedió el beneficio de la duda; no se dijo de ella que fuera «presunta», ni se ocultó su nombre tras unas iniciales… Mientras, la verdadera asesina ha gozado de una injusta libertad. Fue la misma Amparo quien me hizo el relato de su terrible odisea, días después de haber sido puesta en libertad, cuando la visité en casa de su madre, junto a sus hijas Ana y Amparo.

-Un día, a mediados del mes de octubre de 1988, padecí un gran dolor de muelas, llamé a un amigo dentista y me indicó que tomara un antibiótico, por lo que bajé a la farmacia más cercana para comprarlo y tomarlo en seguida; pero a la mañana siguiente me levanté con la cara desfigurada, con una mejilla hinchadísima, tanto que casi me cerraba por completo el ojo -dijo al tiempo que con una mano se oprimía la cara, con gesto expresivo. Decidí ir al dentista inmediatamente y mi hija Ana me aconsejó que no saliera a la calle sin cubrirme el flemón con un pañuelo. Así lo hice; cogí uno grande, de los qué uso para el cuello, y doblándolo en pico me lo puse lo más adelantado posible. Luego me cubrí los ojos con unas gafas oscuras, porque me molestaba mucho el que estaba semicerrado y lloroso.

Esa mañana Amparo fue al dentista, a la farmacia y al mercado, donde habría de ser, sorprendentemente, reconocida por el portero. Este es su comentario:

-No comprendo cómo pudo decir que me había identificado por «mi mirada penetrante», ya que las gafas cubrían mis ojos… Por otra parte, tenía la cara desfigurada y mi pelo estaba tapado por el pañuelo… Luego he pensado que cuando creyó «reconocerme» el primer día no se dio cuenta de que se equivocaba, y luego, al verme con el pañuelo y las gafas, supuso que yo había cambiado de aspecto para «despistarle», ya que, según declaró en el juicio, «él había notado que ella se sobresaltó al verle», aunque tal detalle no fue advertido por los policías que le acompañaban. Sorprende la serenidad con que Amparo habla de su trágica experiencia, la viva expresión de sus hermosos ojos, sin la menor señal de los sufrimientos padecidos en tal dilatada prisión preventiva, que debió ser tan lacerante como una horrible pesadilla. Con voz pausada y nada «hombruna» dijo:

-Fue el día 20 de octubre… ¡Nunca podré olvidar ese día! Por la mañana había salido de casa con mi hija Ana y mi nieto; ella cogió el autobús, y el niño y yo nos encaminamos a la casa de mi madre, donde siempre le dejaba antes de ir a mi trabajo. Al volver a la calle no pude presentir lo que iba a pasarme… No había andado ni diez pasos cuando se me acercaron dos hombres y una mujer cerrándome el paso, rodeándome mientras decían que eran policías; tenían mal aspecto y me parecieron delincuentes, por eso no me fié de ellos cuando me enseñaron sus placas y me dijeron algo que entonces no entendí, pero que luego supe se trataba de mis derechos. Me pidieron las llaves de mi casa y me obligaron a meterme con ellos en un coche. Yo de verdad, temí que eso fuera un secuestro y les pedí que me llevaran a la comisaría más próxima para que ellos se identificaran, porque las placas no me convencían.

Comentó Amparo lo asustada que estaba cuando el coche emprendió la marcha por calles y plazas, temiendo que se dirigieran al extrarradio, pero fue tranquilizándose al comprobar que iban hacia la Puerta del Sol y pensó que en cuanto estuviera en las de dependencias de la Policía, se aclararía todo y podría volver a su casa.

-Ya en la Brigada -recordó-, me preguntaron si conocía a Blanca Suárez González y contesté que no, aunque ese nombre «me sonaba de algo» y entonces me dijeron que se trataba de la vidente asesinada en agosto, y que sospechaban que yo la había matado. Me enseñaron una foto de ella y me hablaron de la calle Abtao; yo no conocía ni a esa mujer ni esa calle, pero mis negativas no servían de nada. Querían saber también si conocía algún militar; hice memoria y llegué a la conclusión de que no conocía a ninguno. Resultó que la víctima era viuda de un militar. La última pregunta fue si tenía alguna pistola en mi casa, y mi respuesta: «No, a mi nieto no le compramos juguetes bélicos.» Y ellos dijeron, muy seguros: «Usted la mató.» Me indigné: «Pero ¿qué me dicen? ¡Eso no es cierto» Y me di cuenta de la gravedad de mi situación, por lo que les pedí un abogado y que avisaran a mi hija.

Ana recibió el aviso en su lugar de trabajo; no lo podía creer, pero pronto llegaron a buscarla unos policías y le mostraron una orden de registro, pidiéndola que les acompañara a su casa donde llamaron a dos vecinas para que actuaran de testigos. Tras un minucioso registro, en el que cogieron algunos efectos que estimaron interesantes, la hija de Amparo se fue hasta la jefatura con los inspectores, pero no le permitieron ver a su madre; en consecuencia, se aprestó a buscar un abogado penalista, que resultó ser la letrada Francisca Cobos, que habría de tomarse un gran interés en la defensa de su cliente.

Mientras, ya estaba Amparo en un cochambroso calabozo, angustiada, aterrada, pero sobre todo confundida. Le habían dicho los inspectores que contaban con cuatro testigos… ¡Qué podía importarle eso, si ella no había cometido el crimen! Pero el mundo se le había caído encima. Era increíble lo que le estaba pasando.

-No sé cuánto tiempo estuve en aquel calabozo -la oí decir-, pero me pareció mucho. Lo que sé es que no me dieron de comer. Por la tarde me sometieron a un reconocimiento médico y yo pedí que me dieran mi medicación, pero no me la llegaron a dar, aunque lo habían prometido. Después me tomaron las huellas y me llevaron al calabozo de nuevo, pero pronto un policía me hizo salir al pasillo para hablarme de no sé qué, aunque creo que sí sé para qué, porque mientras me hablaba se movía en torno a mí, obligándome a volverme, hasta que vi un agujero en la pared por el que se filtraba algo de luz y sombras; yo supuse que alguien me estaba observando a través de ese agujero. Creo que debían ser los «testigos».

Posteriormente organizaron una rueda de reconocimiento, poniéndome junto a dos mujeres policías que además de estar muy arregladas no se parecían a mí en nada; una de ellas era más bien baja, de cara redonda, con melena rojiza y rizada, de esas que llaman «pelo frito», y la otra era alta, de rostro enjuto, con nariz aguileña y el pelo muy tirante recogido en cola de caballo. Yo llevaba sobre el pecho un número tres. Mi abogada me comentaría luego que el portero ni levantó la cara para mirarme; se limitó a decir: «Es la número tres.» También sé que mucho antes, tanto al portero como al taxista, les habían enseñado fotos mías.

Del juzgado a la cárcel

Cuando tras dos noches pasadas en el calabozo fue trasladada a la sede de los juzgados, Amparo se sintió aliviada; pensaba que el juez se daría cuenta de que todo había sido un error y, al oír declarar a los dos testigos de cargo, aumentó su esperanza y ella me explicó el porqué:

-Antonio López, el portero, se refirió a una mujer de 1,65 metros de estatura, de treinta a treinta y cinco años, de pelo castaño peinado a melena que le llegaba a los hombros y alborotada, y que tenía «voz hombruna y machorra». Pensé que estaba bien claro que esa descripción nada tenía que ver conmigo, ya que mido 1,74 de estatura, tenía entonces cincuenta años, mi pelo es negro, con canas, y siempre lo he llevado largo, recogido en un moño bajo la nuca. Además, ni por mi edad ni por mi tamaño podría pensar nadie que llevara puesto un conjunto de blusa y pantalón corto en tela estampada. Por todo ello creí que sería puesta en libertad; me equivocaba: el juez ordenó mi ingreso en la cárcel de Yeserías. Meses después me trasladaron a la de Brieva, en Ávila, para pasado algún tiempo hacerme regresar a la primera. Veinte meses de mi vida, que nada ni nadie me podrán devolver, he tenido que pasar entre rejas.

Al preguntarle yo si no había sido llevada a la casa del crimen, al menos para interpretar con el portero la, tan repetida por él, escena de la salida del piso de la asesina que «le amenazó con una pistola, diciéndole (con voz hombruna y machorra) si te mueves te vuelo la cabeza», para mi sorpresa respondió que no… ¡Vaya fallo!

En cuanto al otro testigo, Ángel López, el taxista, aparte de coincidir en lo de «la mirada penetrante» de la detenida y repetir todo cuanto dijo haber observado tan detalladamente en la pasajera que alquiló su vehículo en las proximidades de la casa del crimen, el día en que fue cometido y, a la hora aproximada que escapó de allí, sobre lo ordinario de su aspecto, las uñas mal cuidadas y de tan sólo 3 milímetros de longitud, su extremado nerviosismo y cómo se iba rascando el tobillo izquierdo con la mano derecha mientras le pedía que fuera más deprisa, demostró tener una memoria prodigiosa, ser un gran observador y muy aficionado a utilizar el espejo retrovisor.

Eso era todo lo que había contra Amparo Casado, ya que en el piso de la vidente no se habían encontrado huellas dactilares, ni siquiera las del portero y el vecino en el pomo de la puerta, ni en la mano del almirez de bronce empleada por la asesina, que debió haber llevado en su gran bolso, ya que en la casa no había ningún almirez (en casa de Amparo por cierto tampoco lo había), ni había huella alguna en el mango del cuchillo con que fueron seccionadas las venas de las muñecas de la víctima, detalle que da pie a sospechar que hubo premeditación, ya que el crimen fue cometido un día 23 de agosto, fecha en la que no suele usar nadie guantes. Tal vez esa desconocida mujer se cuidó de borrar sus huellas a medida que las iba dejando en todo cuanto tocaba: cajones, puertas, armarios… No olvidemos que habían pasado muy pocos minutos desde que murió María Blanca.

Bueno, pues pese a la falta de pruebas, de huellas y de tan poco convincentes declaraciones de los dos testigos en cuanto hacía referencia al aspecto físico, edad y estatura de la mujer que vieron aquel día, tan distinta a la que tenían delante, se ordenó el ingreso de Amparo Casado en la cárcel.

Prisión incondicional

Recuerda Amparo que entró una mañana en Yeserías, pero hasta tres días después, y cuando ya había sido sometida a reconocimiento médico, no conoció el interior del centro penitenciario. Dice que la primera noche una interna, con síndrome de abstinencia, se cortó las venas, hecho del que no se enteró hasta que al día siguiente se lo dijeron las otras reclusas.

-Cuando entré en el interior -comentó-, me condujeron a una gran nave que anteriormente había servido para practicar deportes, pero que ya estaba destinada a dormitorio con capacidad para sesenta mujeres, distribuidas en literas de dos alturas. La que me asignaron a mí era de las altas y me costaba mucho subir a ella, porque tengo problemas en las vértebras cervicales. Allí casi nadie disponía de armario o casillero, por lo que nuestras ropas y efectos personales tenían que amontonarse en bolsas debajo de la cama inferior.

En tan inhóspito lugar sólo se disponía de agua fría, helada, en las duchas; era preciso levantarse a las seis de la mañana para calentar agua en un hornillo y poderse lavar. Y a las ocho, el recuento de todas, puestas de pie junto a sus camas. Después desayunaban «algo ligerito», pan y café con leche que más bien podría calificarse de laxante y a las dos les servían la comida, que «entonces era mala, bazofia»… Y a las tres, nuevo recuento, para ser encerradas nuevamente en el dormitorio, del que podían salir a las cuatro y media o quedarse hasta la hora de la cena, tras la que se efectuaba un nuevo recuento y se les concedía tiempo libre, que terminaba cuando se apagaban las luces.

-Los días en la cárcel se hacen muy largos, y si no se procura llenar las horas la vida allí se hace insoportable -me dijo Amparo-. Yo lo hice; por las mañanas me entretenía aprendiendo a bordar y a hacer tapices en el taller de artes plásticas; por las tardes hablaba con las reclusas y con dos llegué a hacer amistad: una de ellas estaba en prisión preventiva y la otra condenada… Las dos morirían en la cárcel de Ávila.

Pero la acusada del crimen de la vidente no se limitó a hacer labores: consciente de la indefensión en que se encontraban las presas, carentes de preparación, ignorantes de cómo podían reclamar sus derechos, que los tienen, decidió hacerlo ella escribiendo numerosas instancias, por lo que meses más tarde consiguieron tener agua caliente y una comida mejor, aunque ella no pudo disfrutar tales mejoras, ya que debido a tales actividades reivindicativas había sido trasladada a la cárcel de máxima seguridad de Ávila, que según dice «tuvo el honor de inaugurar» donde se enfrentó a la dirección, al negarse, junto a otras reclusas, a limpiar los escombros de las obras.

-Cuando aún no llevaba un mes en Yeserías, sufrí una embolia que paralizó la mitad de mi cuerpo. Unas compañeras me llevaron al departamento de asistencia médica, pero se encontraron con una funcionaria que les impidió entrar, so pretexto de que «los doctores estaban hablando y no se les podía interrumpir»; no sirvió de nada que le repitieran que yo estaba grave y necesitaba que me atendieran de urgencia… Ella seguía negándoles la entrada… De pronto, una de las reclusas se indignó y se puso a gritar hasta que salieron los médicos, que me cogieron inmediatamente, fueron eficientes y correctísimos. Como reaccioné favorablemente, horas después me trasladaron a mi pabellón. También en Yeserías cogí una hepatitis, aunque no me enteraría hasta meses después en la prisión de Ávila, cuando hicieron unos análisis -fue otra de las terribles experiencias que me hizo saber Amparo Casado.

Es evidente que esos veinte meses de vida carcelaria, sumados a su traumatizante detención, las angustiosas horas pasadas en las dependencias policiales y hasta los días que hubo de ocupar el banquillo de los acusados ante el tribunal que la juzgaba por un crimen que no había cometido, han dejado marcada para siempre a esta mujer, que nunca podrá olvidar ni el más mínimo detalle de tan azarosa aventura.

-No resulta fácil la vida en la cárcel -dice-. A mí lo que más me impresionó fue ver que las presas consumían drogas y traficaban con ellas, sin que nadie haga nada por evitarlo. Una amiga mía, Marisa, que estaba enganchada, me prometió dejarlo y lo hizo, pero en vez de tratar de ayudarla, fue trasladada a un pabellón donde se consumían drogas. Ella rogó, suplicó, que la llevaran de nuevo a donde yo estaba, pero todas las gestiones fracasaron… No lo consiguió.

En cuanto al trato que reciben las reclusas, comenta: «Muchas funcionarias desconocen el código penitenciario, son déspotas y siempre están amenazando con un parte y eso significa que alguien va a ir a ocupar una celda de castigo y eso es algo que aterroriza a todas… Yo estuve a punto de entrar en una, por haberme negado a ponerme en cueros ante ellas y hacer unas cuantas flexiones para que comprobara si llevaba o no drogas dentro de mi cuerpo; pero gracias a la intervención de mi abogada no me impusieron tal castigo y se limitaron a amonestarme verbalmente… Tengo que reconocer, y justo es decirlo, que también hay funcionarias correctas y amables, que tratan con afecto a las reclusas y, además, son insobornables.»

Compensaciones y pesares

A pesar del todos los sufrimientos, Amparo sabía que no estaba sola,-porque fuera de las rejas y los muros de la cárcel había un nutrido grupo de personas que creían en su inocencia y la querían, que «estaban con ella»: sus dos hijas, sus dos hijos, su madre, sus hermanos, sus amistades y sus vecinos. Todos proporcionaron compensaciones a sus penas. Ella recuerda emocionada:

-Nunca me faltaron las visitas los dos días establecidos a la semana por el reglamento penitenciario y con ello me levantaban el ánimo; pero cuando llegaron las fiestas de Navidad, las primeras que tendría que pasar en prisión, me sentí invadida por la tristeza; traté de sobreponerme, pensando que eran días normales, en mi afán de sufrir lo menos posible. En Nochebuena nos dieron una buena cena, abundante y hasta con langostinos.. Pero el enorme vacío, la soledad que yo sentí aquella noche, pensando en mi familia…

Después vivía esperando esos dos días semanales que irían a verla sus hijas, en que le hablarían de la abuela y de cuanto ocurría en el exterior, pero no pudo imaginar la sorpresa que ellas le tenían preparada. Así me lo contó:

-A las doce de la noche del último día del año se presentaron con varios amigos en las inmediaciones de la cárcel y con un magnetófono hicieron llegar al interior su mensaje: «Venimos a felicitar el año a una persona, ella sabe muy bien quién es. Felicidades también para todas las reclusas.» Me emocioné mucho al reconocer la voz de mis hijas y de los amigos; me pareció un detalle precioso. Luego, uno a uno me dedicó una frase de apoyo y cariño. Recordaré siempre la emoción que sentí aquella noche de fin de año.

Un viaje alucinante

Como dije anteriormente, debido a que Amparo era considerada en Yeserías como una presa conflictiva, se decidió su traslado a la prisión de Brieva, en Ávila, pero a ella se lo notificaron por megafonía, sin darle tiempo más que para recoger sus cosas; no pudo ni avisar a su familia, por lo que salió muy disgustada hacia su nuevo destino, aunque no presentía lo terrible que llegaría a ser el viaje. Su explicación fue ésta:

Nos condujeron a varias reclusas en un furgón que estaba dividido en pequeños espacios en los que sólo cabía una persona; parecían jaulas, pero en vez de barrotes tenían planchas de acero con unos agujeros para respirar. Dentro había una banqueta, sin sujeción ninguna. Así viajamos, cada una en su aula, con las esposas puestas, golpeándonos con el traqueteo del tren, sin podernos agarrar en ninguna parte, temiendo caer de la banqueta, pensando que «si sufrimos un accidente no podremos salir del furgón y nos quedaremos atrapadas». Tardamos sólo dos horas en llegar, pero todas nosotras creímos que había sido una eternidad… No podré olvidar aquel viaje en toda mi vida.

Ya en su punto de destino, el ánimo de Amparo había alcanzado el nivel más bajo, por pensar que se había alejado mucho de su familia y se iba a sentir muy sola; se equivocaba; porque sus hijas, su hermano y sus amigos no dejaron de visitarla dos veces por semana y pudo disfrutar de un vis a vis mensual. Además, contra lo que esperaba, aquel nuevo centro penitenciario le iba a ofrecer mejores condiciones de vida y, como todo era nuevo, tuvo la satisfacción de estrenar su cama y su manta.

-La prisión de alta seguridad de Brieva -explica- se había construido con la intención de que fuera ocupada por hombres, pero la estrenamos doce mujeres. Cuando llegamos estaba casi terminada y tuvimos que acomodarnos en condiciones precarias, sin agua potable, con los suelos manchados de cemento y pintura que tuvimos que limpiar nosotras, trabajando más de ocho horas diarias y sin derecho a redención de pena… No nos sirvió de nada protestar. Fue en esa cárcel donde perdí a mis dos mejores amigas, Marisa y Raquel, porque se les ocurrió hacerse un «cubata» con alcohol metílico, ignorantes de que era veneno. Al día siguiente no se podían mover de la cama para el recuento y unas compañeras la llevaron a la enfermería, donde pasaron varias horas sin ser atendidas. Más tarde, cuando vieron las presas a la doctora y le hablaron de lo ocurrido, ella se limitó a darles unas pastillas y enviarlas a sus celdas.

De todo esto se enteró Amparo porque se lo comentaron sus compañeras, ya que había pasado el día metida en el economato de la prisión. Así relató el trágico final de aquel suceso que la dejó traumatizada.

-Cuando a las ocho de la noche fueron a buscarlas para que fueran a cenar, encontraron a Marisa agonizante y a Raquel en un profundo coma, por lo que las llevaron rápidamente a urgencias. Marisa ingresó cadáver y Raquel, sin haber salido del coma, murió varios días después. Yo sentí un dolor muy profundo; eran dos buenas chicas, entrañables, y aunque ellas tenían treinta años y yo cincuenta, desde un principio estábamos muy unidas… Al comentar con mis hijas mi pena y mi rabia por sus muertes, ellas se movilizaron, se pusieron en contacto con los medios de comunicación consiguiendo que el suceso se difundiera ampliamente, aunque habían recibido amenazas… No sé si fue debido a eso, pero el caso es que por entonces cesaron a la directora de Brieva y fue nombrado un hombre para ocupar el cargo, que al principio me trató con ciertas reservas, como a una presa conflictiva.

Pero eso sólo fue «al principio», porque al poco tiempo Amparo Casado y el nuevo director congeniaron. Era un hombre de carácter abierto, propicio al diálogo, que supo aceptar las reivindicaciones de las reclusas, tales como tener agua potable e incorporar nuevos productos en el economato; por su parte se comprometió a reunirse semanalmene con ellas para cambiar impresiones.

-La verdad es que en aquella prisión de Ávila me encontré mejor que en Yeserías -dice la antes considerada «presa conflictiva»-; el nuevo director y las funcionarias nos permitían llevar una vida mucho más humana. Tuve la suerte de que a otra reclusa y a mí nos encargaran de montar el economato, y a las dos nos gustó esa nueva tarea; conseguimos una serie de artículos que antes no estaban permitidos, como maquillaje, pinturas, cuchillas de afeitar (consideradas antes sólo para los hombres), bollos, fruta, pan… Estábamos tan ocupadas con esa tarea que no teníamos tiempo para pensar y los días ya no pasaban tan lentamente.

Hasta que llegó una sorprendente noticia: iba a ser conducida otra vez a Yeserías. No le dijeron por qué ni para qué, por supuesto y temió que el viaje fuera tan malo como el de ida, pero afortunadamente resultó algo mejor, ya que lo hizo en autobús, aunque con las esposas puestas en sus muñecas. Aquel día se cumplía un año de aquel en que había sido encarcelada.

El traslado se debía a las gestiones realizadas por su eficiente abogada, Francisca Cobos, para que le fueran realizadas unas pruebas, pero la reclusa no supo en qué consistiría hasta después; ni sus hijas le dijeron nada para evitar que se pensara que iba preparada. Se había previsto una «rueda de voces» a fin de que el portero, que había sido amenazado con la pistola por la asesina de «voz hombruna», oyera pronunciar a Amparo las mismas palabras y dijera si era o no la misma voz, pero resultó que tan «valioso testigo» se negó rotundamente a asistir a tal prueba y no fue posible hacerla.

-Se tuvieron que limitar a comprobar si yo era zurda o no -aclara Amparo-; luego supe que, según el dictamen de autopsia, quien mató a la vidente tuvo que ser una persona zurda… Yo no lo soy y de eso hubieran podido darse cuenta el mismo día de mi detención, aparte de todo el año que llevaba encarcelada… Por cierto, el taxista tampoco se presentó para la «rueda de voces»… Bueno, mis hijas y mi abogada se alegraron mucho del resultado de la prueba: ya estaban seguras de que sería puesta en libertad después del juicio. Yo también lo estaba, porque además de no ser zurda no había cometido el crimen que se me imputaba.

La vista de la causa

Siguieron pasando los días lentamente en la cárcel de Yeserías, desde noviembre hasta el 7 de mayo de 1990, fecha en que por fin se iba a iniciar la vista de la causa seguida contra Oliva Amparo Casado García, pero ese día tuvo que suspenderse el juicio debido a la incomparecencia de los dos testigos principales de la acusación pública, el portero y el taxista, quienes el martes 8 fueron conducidos ante el tribunal por la fuerza pública.

El fiscal, en sus conclusiones preliminares, solicitaba para la acusada una pena de veintisiete años de cárcel, tras exponer con todo detalle cómo cometió el crimen la acusada.

La procesada declaró que no conocía a la víctima ni la calle en que vivía, que nunca tuvo interés por los temas esotéricos ni practicado nada relacionado con ello; respecto a unos ajos que la Policía halló en su bolso, dijo que no sabía que los tenía allí porque «es un bolso grande y tengo que confesar que no estaba muy ordenado». Declaró también que en su casa sólo había tres o cuatro almireces, muy pequeños, de esos de adorno, y que nunca había tenido una pistola y que cuando fue interrogada por la Policía pensó que el crimen que estaban investigando se había cometido con un arma de fuego, ya que todo giró sobre ese tipo de arma.

En cuanto a la letrada que ejercía la defensa de la procesada, centró su interrogatorio en desvelar el estado de salud de su cliente que declaró haber sido operada en el cuello siete veces y aún estaba medicándose, porque tenía fuertes dolores debidos a una hernia discal; que tales dolores afectaban a sus brazos y le impedían levantar peso, incluso planchar. Por otra parte, negó que fuera zurda, añadiendo que maneja la mano izquierda con relativa dificultad.

Según la versión de los hechos aportada por el fiscal, sobre las cinco de la tarde del 23 de agosto de 1988 la vidente abrió la puerta de su casa y, pocos minutos después, cuando ambas estaban en el salón del piso, la visitante extrajo de su bolso la mano de almirez de bronce y comenzó a golpear a su víctima, sin que «la vidente tuviera oportunidad alguna de prever o evitar la agresión»; Oliva, «aprovechando su mayor estatura y envergadura, le propinó con extraordinaria violencia múltiples golpes en la cabeza». Para acallar a su víctima -siempre según el fiscal-, la agresora cogió un cuchillo en la cocina de 15 centímetros de hoja y se dirigió al cuarto de baño, donde se había metido María Blanca, cayendo sobre la bañera, y le hizo dos profundos cortes en sendas muñecas, «provocando así una fuerte hemorragia que unida a los golpes recibidos en la cabeza, determinaron su muerte».

El martes día 8 prestó declaración el portero, testigo de la acusación, repitiendo la versión de los hechos facilitada anteriormente ante la policía y el Juez de instrucción, aunque rectificando su apreciación sobre la edad y la estatura de la mujer «con voz hombruna y machorra» -que le había amenazado con una pistola al salir del piso de la vidente, para que «se apartara de su camino y no la siguiera, tras lo cual escapó rápidamente por las escaleras y tomó un taxi». Afirmó que los ojos de Oliva Amparo se le quedaron «clavados», por lo que no tuvo dificultad alguna en reconocerla durante la identificación en el mercado, detalle que provocó las dudas de la defensa ya que aquel infausto día su cliente llevaba puestas unas gafas con cristales oscuros. El portero dijo que los cristales eran claros y las gafas en cuestión fueron mostradas al juez.

Otro testigo de cargo fue el taxista, quien también repitió lo ya dicho con anterioridad, insistiendo en que su pasajera «iba muy nerviosa» y que se había fijado en su mirada, que era «muy penetrante». Curiosamente, se podía advertir que portero y taxista coincidían en muchos detalles al descubrir a la mujer que habían visto el 23 de agosto, hacía casi dos años, y que no se parecía en nada, evidentemente, a la que ocupaba el banquillo de los acusados.

Sorprende que estos dos testigos llegaran a influir tanto en el juez instructor como para no conceder la libertad bajo fianza… Claro que es preciso tener en cuenta otro detalle: en el gran bolso de Amparo habían sido hallados unos ajos y eso infundió serias sospechas… ¡No era para menos!

En la sesión del miércoles día 9 declararon cinco testigos a favor de la acusada, haciéndolo primero su madre, Benigna García Casas, quien dijo que el 23 de agosto de 1988 almorzó con su hija en su casa, que luego recibieron a dos pintores para hablar de un presupuesto que estaban haciendo; les acompañaba la esposa de uno de ellos. Después, sobre las cinco de la tarde, ella y su hija se fueron paseando al cercano parque de Eva Perón, donde pasaron varias horas hasta el anochecer, conversando con un amigo de ambas, «el señor Martín», y después volvieron a su casa.

Los dos pintores y la mujer de uno de ellos testificaron también, corroborando las afirmaciones de Benigna. También declaró Isidro Martín, que conocía a Amparo y a su madre y que, durante la semana del 17 al 25 de agosto, se había encontrado con ellas en el parque todos los días; añadió que recordaba especialmente la fecha del 23 porque el día anterior le habían comentado que era el cumpleaños de la madre, y porque el día 26 él se marchó de Madrid para ir a pasar unos días al pueblo.

En una nueva intervención, Antonio López, el portero, dijo que si la acusada no era la autora del crimen «es su doble auténtico», y asimismo el otro testigo de cargo, el taxista Ángel García, insistió en asegurar que aquel 23 de agosto llevó en su coche a la acusada, que estaba muy alterada y nerviosa.

Los policías que habían detenido a Oliva Amparo Casado también declararon para decir que «hasta el momento no habían podido encontrar ningún móvil que hubiera podido causar la muerte de la vidente».

El viernes fue cuando el fiscal nos sorprendió al decir en sus conclusiones definitivas que solicitaba para la acusada la pena de quince años de prisión en vez de los veintisiete, al considerar que no había habido alevosía y que, por tanto, no se trataba de asesinato, sino de homicidio.

Durante aquella sesión declararon el forense que realizó la autopsia del cadáver y dos peritos que redactaron un informe posterior por encargo de la defensa. El forense dijo que la muerte de María Blanca Suárez González se debió a la hemorragia producida por los cortes en las muñecas, ya que los golpes que recibió en la cabeza no podrían haberle quitado la vida. Añadió que la persona que golpeó a la vidente en la cabeza lo hizo con la mano derecha.

En cambio, los dos peritos especialistas en medicina legal se mostraron contrarios a tal hipótesis; afirmaron que por la trayectoria de las heridas que la víctima presentaba en la cabeza y los cortes de las muñecas, la agresora tenía que ser zurda. Ante tan rotunda afirmación, el forense admitió que las lesiones hubieran podido ser hechas con la mano izquierda, pero creía que fue así porque la agresora sujetaba a su víctima con la mano derecha.

También intervinieron dos psiquiatras, uno a petición del fiscal y otro de la defensa; ambos coincidieron en que la procesada no presentaba enfermedad mental alguna, que se trataba de una persona egocéntrica, de inquebrantable ánimo y autorrealizada, aunque el primero añadió que la acusada podía presentar en ocasiones «destellos de arrebatada ira» y que estaba demostrando un sentido exagerado de la coartada, ya que de forma instintiva pronunciaba la palabra «almidrez» en vez de «almirez». Parece que aquel doctor ignoraba que Amparo es natural de un pequeño pueblo cántabro, en el que siempre se ha pronunciado «almidrez»… Así de sencillo.

La sesión fue suspendida hasta el miércoles día 16, cuando el fiscal y la defensa leerían sus conclusiones definitivas y pedirían quince años de condena el primero y la absolución la segunda. Ese día el caso quedó visto para sentencia. Al terminar la sesión, la acusada, cuya serenidad había sido comentada y hasta criticada por algunas de las personas presentes en la sala -interpretando que así asumía su culpabilidad-, señaló que «llevo dos años de prisión injustamente y lo único que espero es que se haga justicia».

La noche del sábado 19 de mayo de 1990, Amparo fue puesta en libertad por orden judicial. El lunes 21 fue hecho público el fallo del tribunal con la sentencia absolutoria para Oliva Amparo Casado, explicando que se absolvía a la procesada no tanto por «la convicción en su inocencia, sobre la que existen determinados indicios», sino porque en el juicio oral no se pudo demostrar su implicación en los hechos, por la fragilidad de los cargos que existían contra ella.

El fiscal de la Audiencia Provincial de Madrid decidió no recurrir la sentencia dictada por la Sección Primera, «por la ausencia de una relación conocida entre la víctima y la procesada, y el margen de duda que existe sobre la identificación realizada por los testigos de cargo y, en concreto, por el portero de la finca en que vivía la víctima y el taxista que afirmó haber trasladado a esta mujer desde las inmediaciones del lugar de los hechos hasta la plaza de Manuel Becerra, quien no presenció directamente si la presunta asesina salía del lugar del crimen». En cambio hubo cinco testigos que afirmaron haber estado con Amparo aquel día 23 de agosto. La decisión del fiscal de no recurrir el fallo del tribunal hizo posible que la sentencia fuera firme y que la encausada no pudiera volver a ser juzgada nunca por el delito que se le imputaba.

El presidente del tribunal que juzgó a la procesada por el «crimen de la vidente» hizo a la Prensa este comentario:

-No cabe duda de que éste ha sido uno de los más complicados casos que he tenido que resolver en mi carrera. Tanto las pruebas aportadas por el ministerio público como por la defensa eran contundentes. No se puede olvidar que dos personas, de cuya honorabilidad no cabe duda, reconocieron a la inculpada; pero tampoco que la defensa presentó testigos de peso que afirmaran haber estado con ella la tarde que se cometió el crimen. Ante tal situación, los miembros del tribunal consideramos que, con lo visto y oído durante el juicio, no se desvirtuaba el principio de presunción de inocencia al que todos tenemos derecho, por lo que, actuando en conciencia, decidimos absolverla.

Durante la vista oral de la causa hubo otros extremos de gran importancia a los que también se refirió don Félix Almazán, presidente del Tribunal de la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Madrid. Así lo explicó:

-Por primera vez en mi carrera ha ocurrido que el fiscal haya sido incapaz de establecer un móvil del crimen y, lo que aún es más extraño, ni siquiera pudo demostrar que entre la víctima y la procesada hubiese habido alguna relación directa o indirecta.

He aquí un caso de asesinato sin resolver que continúa policialmente abierto, aunque curiosamente a la Policía no se le ha pedido que abra una nueva línea de investigación «por considerar que durante el acto de la vista oral no había habido ninguna revelación importante que aconsejase tal medida».

Lamento diferir de la opinión de los juristas y debo advertir que yo no lo soy, como tampoco policía, pero durante treinta y siete años he trabajado como reportera de sucesos, lo que me ha permitido adquirir una valiosísima experiencia sobre lo que es y cómo se hace una investigación criminal y por ello me siento capacitada para decir que, en mi opinión, el «caso de la vidente asesina» no ha sido bien investigado, pese a que ofrecía un amplio «abanico» de posibilidades para hacerlo; la Policía, el fiscal y el juez de instrucción fallaron, porque sólo fijaron su atención en la mujer que «identificaron» dos testigos poco fiables, desdeñando todas las otras pistas que estaban a su alcance tan sólo con haber investigado la vida de la víctima, sus actividades y su entorno. Me voy a permitir señalar aquí los puntos más elementales que reclaman:

Una investigación por hacer

1.º La interfecto vidente, María Blanca Suárez González, tenía una bien nutrida agenda con los nombres y teléfonos de sus asiduos clientes. Todos ellos debieran haber sido interrogados e investigados, pero sólo unos cuantos fueron telefoneados; no se habló con ellos cara a cara, en sus domicilios, con lo que tal vez se hubiera apreciado si alguno era zurdo o si tenía un gran almirez de bronce al que le faltara la poderosa «mano», como la utilizada para golpear la cabeza de la víctima.

2.º La interfecto tenía una amiga íntima, de la que estaba harta, porque «le sacaba mucho dinero, incluso el que ganaba en el bingo, al que iban juntas con mucha frecuencia». Por la violencia con que fue atacada, se podía suponer que se trataba de una venganza por despecho y que, tal vez, la asesina tuviera voz «hombruna y machorra», como tantas veces declaró el portero. No sería extraño que esa amiga hubiera asistido al entierro y hasta llorase por ella.

3.º A la vidente, ninguna de sus vecinas la vio nunca en bata y zapatillas; desde muy temprano estaba vestida y maquillada, dispuesta para recibir a sus numerosos clientes… Pero al ser hallado el cadáver, hacia las cinco y media de la tarde, minutos después de su muerte, sólo tenía puesto el camisón… ¿Se observó si su cama estaba deshecha?

4.º Como ya he comentado, entre los clientes de la vidente tenía algunos que solicitaban de ella algo más que la lectura del porvenir en los posos del café; querían que les pusiera en contacto mujeres, más bien jóvenes, y ella lo hacía en cuanto tenía ante sí a una lo suficientemente incauta para creerse el «cuento»: «Aquí veo a un hombre que va a hacerte muy feliz» y tras enumerar todos los «encantos» de tal hombre, la vidente sugería: «Ven a verme mañana, que esta noche me concentraré y sabré dónde le puedes encontrar … » Y esa noche llamaba al cliente, quedando así cerrado el trato, señalando la hora, el lugar y hasta la ropa que él llevaría para que la mujer pudiera ver al «hombre de su vida». De modo que también pudo ser el criminal un padre o un hermano que, vestido de mujer, quisiera vengar tal engaño.

5.º Por otra parte, Blanca prestaba dinero a quienes le dejaban en prenda joyas u objetos valiosos que sólo devolvía al recibir lo prestado, más los réditos; de lo contrario se quedaba con lo pignorado. Se sabe que ella era dura a la hora de reclamar lo que le debían… De modo que también pudo matarla alguien que quisiera reclamar algo que ella se negara a dar. Algo así ocurrió cuando el inolvidable Jarabo cometió los cuatro asesinatos que le llevaron hasta el garrote vil.

6.º La vivienda se encontraba en desorden, los cajones y armarios registrados, tal vez en busca de «un gran montón de alhajas» cuyo escondrijo debían conocer los hijos de Blanca, y que vendieron a una mujer que llevaron a la casa y se las llevó «para fundirlas», según el testimonio que pude conseguir en su día. Quien cometió el crimen no pudo, al parecer, hacerse más que con el contenido de un sobre, hallado vacío, en cuyo anverso se leía: «30.000 pesetas.» 0 sea, que aquello no fue un homicidio, como llegó a pensar el fiscal, sino un robo con homicidio, con premeditación, alevosía y ensañamiento, que es lo más parecido a un asesinato, ya que quien lo cometió llevó la mano del almirez de bronce consigo, le dio el primer golpe y alguno más a su víctima cuando estaba de espaldas (según el informe de los peritos) y se ensañó hasta rematarla haciéndole unos profundos cortes en las muñecas que le llegaron hasta los huesos… ¿Habrán sido reclamadas algunas de esas joyas que se fundieron?

7.º María Blanca vendía botellas de litro y medio de agua, «remedio de todos los males», porque «había sido bendecida por una bruja asturiana». Se las daba a sus clientes de confianza al módico precio de veinticinco mil pesetas, asegurándoles que ella no ganaba nada con eso, pero «tenía que pagar a la bruja y los portes». Quizás alguien se enojó porque no se curó con ese agua que le había costado tan cara.

8.º Hay constancia también de que María Blanca practicaba el vudú, por lo que no debe descartarse la posibilidad de que algún perjudicado decidiera tomarse la justicia por su mano.

9.º Por último, cabe señalar lo que sorprende saber: que en el caso de Amparo Casado no se practicó una importante diligencia (que yo siempre he creído imprescindible), ni más ni menos que la reconstitución del suceso. ¿Cómo es posible que no se llevara a la sospechosa al lugar del crimen? Allí se habrían podido observar sus reacciones ante lo conocido o desconocido, también al hacerla interpretar la escena que se produjo al abrir la puerta la asesina y amenazar con la pistola al portero, éste podría haber comprobado las diferencias existentes entre la detenida y la mujer que él vio y oyó aquel día inolvidable: su edad, su estatura, su cabello, su voz… Por cierto, no se comprende que el portero y el taxista no fueran obligados a asistir a la «rueda de voces» solicitada por la letrada defensora, ya que ellos se negaron a hacerlo cuando Amparo llevaba ya un año en la cárcel… Claro que también extraña saber que, en vista de que el fiscal no se personaba en el caso, la abogada tuvo que hacer una petición en tal sentido y sólo consiguió que asistiera a una declaración.

En conclusión: debido a las deficiencias evidentes que concurren en la investigación de este caso, una persona inocente ha tenido que pasar veinte meses en la cárcel, ha perdido el negocio que tenía y ahora, a los cincuenta y dos años, con el peso en el alma de tan terrible experiencia, se encuentra con que tiene que enfrentarse a la vida a partir de cero, mientras que quien cometió el asesinato continúa en libertad… ¿Seguirá libre para siempre? ¡Quizás!

Y el caso es que los nueve puntos que acabo de señalar, como clave para la investigación que queda por hacer, se publicaron en el Interviú (n.º 646) en septiembre de 1988, pero no debieron parecer de interés a la Policía, al fiscal ni al juez de instrucción, que en cambio centraron toda su atención en su principal, por no decir única, sospechosa: una señora de cincuenta años que había sido identificada tan a la ligera… Verdaderamente lamentable.


El extraño caso de la vidente asesinada

Juan Madrid

El 23 de agosto de 1988 era asesinada la vidente María Blanca Suárez González, viuda, de sesenta y nueve años en su piso de la madrileña calle de Abtao, 44. A los pocos días fue detenida Amparo Casado como presunta autora del crimen. Pasó veinte meses en prisión preventiva hasta que fue absuelta por falta de pruebas.

Entre las cinco y cinco y medía de la tarde de aquel día de agosto una mujer asestó, con la mano de un almirez de bronce, veinticuatro golpes en la cabeza de la vidente. Posteriormente le cortó las muñecas hasta llegar al hueso con un cuchillo de cocina.

Alertado por los gritos de la víctima, Antonio López, portero de la finca, acudió a la puerta de Blanca Suárez. En ese momento se encontró con la asesina, que le encañonó con una pistola mientras se daba a la fuga.

La vidente fue encontrada en la bañera, vestida con un camisón y totalmente desangrada.

En la agenda de su consulta figuraban los nombres de más de tres mil clientes. Aparte de leer los posos del café, Blanca Suárez prestaba dinero a quienes le dejaban joyas en prenda y concertaba, mediante engaños, citas de clientes con jóvenes mujeres.

Tanto el portero como Ángel García, un taxista que aquella tarde recogió en la zona a una mujer «que estaba muy nerviosa», fueron los únicos testigos de cargo del crimen.

Tras varios días de investigación, la policía procedió a detener a Amparo Casado, de cincuenta años, como presunta autora del brutal asesinato. Identificada sin el menor atisbo de dudas tanto por el portero como por el taxista, no le fue otorgada la presunción de inocencia. La señora Casado fue ingresada en la cárcel de Yeserías siendo trasladada, meses después, a la de Brieva, en Ávila. Más tarde volvería a Yeserías, hasta que, tras veinte meses de prisión preventiva se celebró el juicio.

El 16 de mayo de 1990, la Audiencia Provincial de Madrid hizo público su fallo absolutorio por el que Amparo Casado fue puesta en libertad, haciéndose la sentencia firme al decir el fiscal que no presentaría recurso alguno por la fragilidad de las pruebas que existían contra ella. En la sentencia se explicaba que el tribunal «absolvía a la acusada no tanto por la convicción de su inocencia, sobre la que existen determinados indicios, sino porque en el juicio oral no se pudo demostrar su implicación en los hechos».

El 23 de agosto de 1988 moría en su piso de la calle Abtao 44, de Madrid, la vidente María Blanca Suárez González. El portero y un taxista dijeron reconocer a la asesina, Amparo Casado, que, sin embargo, quedó absuelta en el juicio celebrado dos años después. La ambigüedad y las contradicciones de este extraño caso han sido tomados por Juan Madrid para realizar un relato de ficción basado en los hechos.

Hice mi tesis doctoral en la Facultad de Derecho sobre «Los errores en la investigación policial y su influencia en el proceso». Yo, entonces, tenía veintitrés años y tanto los crímenes como la propia policía eran mucho menos complicados que ahora. Algunas veces pienso que en estos momentos una tesis doctoral con el mismo tema hubiera que enfocarla bajo otro prisma, con otro punto de vista. Cada sociedad y cada momento histórico concreto tienen sus propios delitos y hasta, me atrevería a decir, su forma concreta de realizarlos.

El ser humano es siempre el mismo: cruel, vanidoso, asustado, ambicioso, cobarde…. y sus motivaciones para matar, robar, estafar, engaitar y violar son, también, las mismas. Lo que cambia a través de la historia y el tiempo es la manera de realizarlo. Hay una triste y monótona persistencia del delito en la historia y en todas las sociedades. La historia de la humanidad puede verse, también, como una historia de iniquidades, matanzas, odio y desprecio al ser humano. Quizás sea ésta una visión deformada por la profesión, pero con el tiempo he llegado a creer cada vez menos en el progreso humano y más en la capacidad infinita del ser humano para hacer el mal.

Quizás sean estas disquisiciones fuera de lugar de un viejo juez jubilado y aburrido, que es lo que soy. Un hombre sin familia y solitario que no se acostumbra a ser un mueble viejo arrinconado en la pared. Pero a lo mejor, no.

Recuerdo que el crimen llamado de la «vidente», ocurrido en Madrid el 23 de agosto de 1988, me llamó enseguida la atención y lo seguí por la prensa. Parecía uno de esos crímenes que nosotros, en la profesión, llamábamos «fáciles» -si es que puede decirse eso de un crimen- porque había un testigo privilegiado que había visto a la asesina con sus propios ojos. Es difícil que un crimen tenga un testigo casi presencial, y eso lo convierte en un crimen especial. Un crimen de «identificación», donde el testigo es la pieza clave de todo el proceso.

Como digo, me interesé inmediatamente en aquel crimen y empecé a tomar notas y a preguntar quién investigaba el crimen y qué juez llevaba la instrucción. El policía que seguía el caso se llamaba Alberto Paredes, el jefe del Grupo de Homicidios, y el juez, Juanito Alonso Jiménez, un muchacho de las nuevas hornadas, con la misma cara y la misma sonrisa que su padre. Aquello me llenó de alegría. Alonso tendría que acordarse de su viejo profesor de la Escuela de Práctica Judicial, ése tan pesado y quisquilloso que era yo entonces.

En cuanto al policía, no sabía nada de él, excepto que era joven y, al parecer, talentoso y con muchos éxitos en su haber. Pero los policías de ahora se parecen demasiado a los policías que salen en la televisión. Muchas patadas en las puertas, muchas pistolas y muy poca investigación callada y sería. Pero como a mí no me gusta prejuzgar ni adelantar acontecimientos – esa es la primera virtud que debe poseer un magistrado – no quise sacar ninguna conclusión de antemano. Me limité a esperar.

A mitad de octubre de 1988 leí en los periódicos que, al fin, se había detenido a la presunta asesina de la vidente. Se trataba de una señora de cincuenta años, separada de su marido y con dos hijas ya mayores. La señora tenía un pequeño negocio de papelería – librería que, si no la convertía en rica, sí la hacía llevar una vida tranquila y sin sobresaltos económicos.

La presunta asesina se llamaba Rosario Muñoz Blanco y había sido identificada por el portero del edificio donde vivía la vidente asesinada y por un taxista que, al parecer, la había transportado a las cercanías de su domicilio.

Tengo que reconocer que en aquel momento me desentendí del caso. Me pareció muy fácil y sin interés. Los testigos presenciales habían identificado a la asesina, por lo tanto sería coser y cantar hacerla confesar. Me figuraba que el sumario sería rotundo y perfecto, sin fisuras.

Sin embargo, tendría que haberme extrañado que Juanito Alonso, el juez instructor, dictara prisión incondicional sin fianza.

Recuerdo que aquello no me gustó. La presunción de inocencia es el primer objetivo de un juez. Además, Rosario Muñoz Blanco no tenía antecedentes y poseía un pequeño negocio. No era el tipo de mujer que salía huyendo para evitar la acción de la justicia. Hay más cosas que aconsejan la libertad bajo fianza. Me refiero a la situación de nuestras cárceles – algo que Juanito Alonso debería saber – y al tiempo que transcurre desde que se incoa un sumario y la fecha del juicio. Es demasiado tiempo.

Pero todo eso lo pasé por alto. Quizás pensé en la juventud de Juanito Alonso y en las posibles pruebas de la culpabilidad de Rosario Muñoz, que yo no sabía porque no había visto el sumario, que, por supuesto, es secreto y nadie lo debe conocer, excepto los letrados de la defensa.

Como digo, me olvidé un poco de ese caso y me dediqué a otras cosas con las que distraer mi ocio de viejo juez jubilado.

Por eso, cuando dos años después, exactamente en mayo de 1990, me enteré por la prensa de que se iba a celebrar el juicio contra Rosario Muñoz, me atacó otra vez la curiosidad.

Desenterré todos los apuntes que había ido haciendo, me vestí con la chaqueta azul – que me hace bastante más joven – y me senté en la segunda fila, al lado de los jóvenes periodistas, que asistían al juicio.

La vista duró tres días y fue uno de los peores juicios a los que he asistido jamás. El sumario era confuso, estaba mal hecho y las diligencias policiales se adivinaban tan mal realizadas que me llenaron de asombro y tristeza.

No fue de extrañar, por lo tanto, que el 19 de mayo de 1990 el tribunal decidiera conceder la libertad a Rosario Muñoz Blanco. Y dos días más tarde, el 21 del mismo mes, se hacía pública la sentencia del tribunal, por la que se absolvía a la procesada, no tanto por «la convicción en su inocencia, sobre la que existen determinados indicios, sino porque en el juicio oral no se pudo demostrar su implicación en los hechos, por la fragilidad de los cargos que existían contra ella».

Algo increíble. ¿No era esto prueba de incapacidad del sistema jurídico? ¿No demostraba esa sentencia absolutoria que las cosas se habían hecho mal desde el principio? Para mi pobre juicio de jubilado, así era. Una sentencia debe despejar esas incógnitas. O se declara a la procesada inocente o culpable y se especifica el grado de culpabilidad. Pero lo que no se hace es decir que se deja libre porque no se ha podido hacer otra cosa. Eso es decir, poco más o menos, que el sistema jurídico no sirve para nada, es incapaz de defender al ciudadano.

Aquel día fue uno de los más tristes y apesadumbrados de mi vida.

Tengo aquí, delante, las notas que fui sacando de los periódicos y del juicio oral y público al que asistí. No están ordenadas y quizás resulten confusas, pero he preferido mostrarlas tal como las tengo, sin ulteriores cambios ni transformaciones.

Así las tengo, escritas en cuartillas la mayoría de ellas y otras en cuaderno de espiral. Reconozco que algunas son ingenuas y hasta escolares, pero todo el mundo dice que los jubilados – aunque hayamos sido jueces – nos volvemos un poco niños, un tanto infantiles.

Quizás sea así.

Pero aquí están las notas. Las pongo en su consideración.

23 de agosto de 1988 (de los periódicos).

«Asesinato de una vidente».

Nombre: Blanca Álvarez Rendueles, nacida en Gijón el 23 de diciembre de 1919.

Edad: sesenta y nueve años.

Otros datos personales: viuda desde 1945 de Torcuato Ventura Ramírez, sargento de infantería. Cobra pensión de viudedad de 30.000 pesetas. Dos hijos, Carlos y Luis. El primero vive en Vigo, empleado del servicio de aguas del Ayuntamiento; el otro, en Oviedo, como perito electricista. Los dos, casados. El primero, con dos hijos y el segundo, con una hija.

(Comprobar coartadas de los hijos: la tienen y muy sólida).

Las relaciones entre los hijos y la madre viuda no son estrechas, a juzgar por la actitud posterior de los hijos. La investigación policial no arroja ninguna luz sobre este asunto.

La víctima vive sola desde hace dieciocho años.

Lugar del crimen:

Domicilio de la víctima, calle Menéndez Pelayo, número 44, piso 4.0, estudio número 10.

El domicilio consta de comedor-salón, dormitorio, pequeña cocina y cuarto de baño. No es lujoso.

(No hay inventario policial de objetos ni de muebles. Se desconocen las posibles riquezas que encerraba en el piso).

Pregunta inmediata: ¿Era rica la víctima?

Segunda pregunta: ¿De qué vivía?

Respuesta: Leía posos de café, adivinando el porvenir. Su lugar de consulta era el comedor de su domicilio.

Se desconocen cuentas bancarias, otras propiedades, bonos, acciones o dinero en metálico. De igual forma se desconoce el testamento, si lo hay.

Otra pregunta importante: ¿Cómo se ganó la vida la víctima entre 1945 y 1970, cuando empieza a vivir sola?

La viuda, con dos hijos, de un sargento de infantería, debió de pasarlo bastante mal en la España de la postguerra. Se desconoce también lo que hizo para sobrevivir con dos hijos, al igual que sus relaciones, amistades, etcétera.

(Inadmisible que una investigación policial, medio seria, no consigne esos puntos, aunque sea de forma somera).

El cadáver es descubierto en la bañera, en camisón, con veinticuatro golpes en la cabeza, asestados con un almirez de bronce de cuarenta centímetros, encontrado en el lugar de los hechos. Sin embargo, según autopsia, la muerte no le sobrevino por estos golpes, sino porque le cortaron las venas y los tendones de las dos muñecas con un cuchillo de cocina de quince centímetros, encontrado también en el lugar de los hechos.

Los cortes en las muñecas – que llegaron al hueso – le produjeron el inmediato desangramiento y la muerte.

Hora de la muerte: entre las cinco y las cinco y media de la tarde del 23 de agosto de 1988.

Hay que consignar que hacía mucho calor en Madrid aquel día. Más de treinta y nueve grados de temperatura a aquella hora.

El crimen:

A las cinco de la tarde del 23 de agosto de 1988, el vecino del estudio-apartamento de Blanca Álvarez Rendueles, don Ricardo Prado Palacín, estaba durmiendo la siesta.

Según declaraciones a los periodistas, don Ricardo Prado Palacín se despierta al escuchar gritos y ruidos del apartamento vecino.

Decide coger un vaso y aplicarlo al delgado tabique. Lo que escucha, le decide vestirse y bajar a avisar al portero.

(Nota al margen: no hay noticia de que don Ricardo Prado Palacín hubiera escuchado en otra ocasión ruidos parecidos en el estudio-apartamento de Blanca Álvarez Rendueles. Sin embargo, la práctica de colocar el vaso en la pared demuestra que el testigo había practicado ese ejercicio en otras ocasiones).

(Segunda nota al margen: posiblemente para no pasar ante los vecinos del mueble y ante la policía y la prensa como un cotilla, don Ricardo Prado Palacín dijo que fue la primera vez que había aplicado el vaso a la pared. Parece que policía lo creyó. También esto es inadmisible).

Continúa la descripción del crimen:

Don Ricardo Prado Palacín baja portería y avisa a don Antonio Blasco López, portero del inmueble, y lo despierta de la siesta. Según testimonio cogidos en la vista oral, don Ricardo informa a don Antonio de que «algo raro está ocurriendo en el piso de doña Blanca» y, de común acuerdo, deciden ir a ver que pasa.

Don Antonio Blasco, el portero, coge una pistola de juguete de su hijo (¿?) y los dos suben al décimo piso.

Al llegar a la puerta número cuatro llaman insistentemente al timbre, sin que escuchen nada, ningún ruido.

El portero le indica a don Ricardo, el vecino, que vaya a llamar a la policía, lo que éste hace al momento.

Y en ese momento se abre la puerta.

Según testimonio de don Antonio Blasco López, escuchados en la vista oral:

– Vi a una mujer como de un metro sesenta y cinco, aproximadamente, de entre treinta y treinta y cinco años, de pelo castaño peinado a melena que le llegaba a los hombros, un poco alborotado. Tenía la voz hombruna y machorra y vestía un pantalón corto y blusa estampada.

Y empuñaba una pistola.

(Apunte al margen: no hay constancia de que el portero supiera identificar a la pistola. Si era un revólver o una semiautomática. De igual forma, no supo añadir el calibre).

(Otro apunte al margen: la policía tampoco tiene constancia de que la víctima tuviera pistola. ¿Podía ser una Astra nueve corto, propiedad del marido muerto? Se desconoce todo sobre esa pistola. También podría ser de la asesina. Pero entonces, ¿por qué lleva un almirez de cuarenta centímetros para visitar a la vidente?).

Continúa la descripción del crimen:

La mujer aquella, armada con una pistola, le dijo al portero con voz hombruna, tal como ratificó ante la policía y en la vista oral:

-Si te mueves, te vuelo la cabeza.

Dejando al portero paralizado de terror, ocasión que aprovechó la mujer para desaparecer escaleras abajo.

El portero entra en el estudio-apartamento y lo encuentra desordenado y como si lo hubieran registrado. En el cuarto de baño se halla Blanca Álvarez Rendueles, atravesada en la bañera, en camisón y con las piernas fuera y empapada en sangre que le manaba de la cabeza y de los profundos cortes de las muñecas.

El portero, entonces, salió del estudio-apartamento, profundamente afectado y aguardó la llegada de la policía, que no tardó más de diez minutos en llegar. Lo que no deja de ser un dato positivo, ante tanta ineficacia policías, como se ha producido en este caso.

(Un olvido imperdonable: la víctima, Blanca Álvarez Rendueles, vivía en su piso con su vieja perra «Kali», de la que era muy afecta. Motivo que le granjearía peleas y choques con el resto de los vecinos. Ver esto más adelante).

Continuación del crimen.

La inspección ocular:

He dicho siempre en mis clases -y no me cansaré de repetir- que la inspección ocular en el lugar del crimen es clave para la investigación del caso. Y, más aún, en este suceso, cuando el criminal -o la criminal- acababa de abandonar el lugar de los hechos.

Como ya he dicho, a los diez minutos llegó un automóvil del 091 que, inmediatamente, llamó al Grupo de Homicidios para que llevara a cabo las investigaciones.

La primera inspección ocular pone de manifiesto que el móvil del crimen no ha sido el robo. Sobre el lavabo se encontraron un anillo, una esclava y una pulsera de oro de la víctima, todo de gran valor.

Todos los cajones y armarios de la casa estaban revueltos, como si hubieran sido registrados. En uno de los cajones de un mueble del comedor se encontró un sobre vacío con la inscripción de 30.000 pesetas. Y nada más. Parecía que no faltaba nada de valor.

¿Cogió ese dinero la asesina? ¿O fue el sobre de la pensión de viudedad? Eso no lo sabremos nunca.

(Un olvido imperdonable: quizás me esté haciendo viejo y se me olviden las cosas. Repetir y verificar todos los datos por si se me olvida algo).

El olvido al que antes hacía mención es la bolsa negra, de tela, que el portero y luego el taxista dicen haber visto con la asesina. Dentro de esa bolsa no es aventurado deducir que habría viajado el mango de almirez de bronce con el que asestaría veinticuatro golpes a la víctima.

También, en esa bolsa, llevaría el objeto o los objetos, que habría ido a buscar a la casa. Deduciendo que el móvil del crimen no fue el robo. Eso explicaría el desorden de la casa, la búsqueda (¿infructuosa?) de algo de vital interés para la asesina.

(He olvidado también otra cosa, aunque ésta de menor importancia. Tanto el portero del inmueble, como el taxista, hicieron mención de los ojos brillantes y penetrantes, desorbitados, de la mujer que salió del apartamento cuatro del piso décimo. Creo que esto no tiene demasiada importancia, ya que la asesina fue sorprendida casi en el momento de realizar el crimen, de manera que estaba nerviosa y fuera de sí, aterrorizada. Y uno de los síntomas de ese estado de ánimo son los ojos desorbitados, muy abiertos y penetrantes, resultado de la adrenalina segregada por el sujeto. Ver Spencer. A Craig. «Psicología criminal y estados de ánimo», Subster y Cía, Londres, 1974).

Sólo los asesinos profesionales no presentan esos síntomas.

Después de la inspección ocular, Alberto Paredes, inspector jefe encargado del Grupo de Homicidios, dirige las investigaciones. Lo primero que hace es cursar aviso a las compañías de taxi y las cooperativas para que se presenten en las dependencias de la brigada regional de la Policía Judicial -aún en la Puerta del Sol- el conductor del taxi que haya conducido a una mujer con pantalones cortos, blusa estampada y bolsa negra de tela desde las inmediaciones de Menéndez Pelayo, 44 el día 23 de agosto hacia las cinco y la glorieta de Manuel Becerra.

Al otro día se presenta en las dependencias policiales Arturo Gómez Parra, taxista, que dice haber recogido sobre las seis menos cuarto en Menéndez Pelayo a una mujer con esas características. Llevaba pantalón corto, blusa estampada, bolsa negra y parecía muy nerviosa.

Según declaró, no hizo otra cosa que moverse en el asiento de atrás y rascarse el tobillo izquierdo. Parecía muy nerviosa, tenía ojos penetrantes y le pidió que la dejara en la glorieta de Manuel Becerra.

El inspector Paredes durante el mes siguiente lleva al portero del inmueble a los mercados y a los lugares frecuentados por mujeres buscando a la asesina. Desde el punto de vista teórico, el enfoque del Inspector Paredes es irreprochable. El testigo tiene una imagen nítida de la mujer y vive por la zona. Es de suponer que tarde o temprano vaya a la compra y salga de su casa.

Sin embargo, la investigación policial no debería haberse centrado en la identificación. Otras líneas deberían haberse abierto, buscando el móvil.

La complejidad del caso y de la personalidad de la víctima y un pequeño error de apreciación, condujeron la investigación por una sola línea: la más fácil.

El error de apreciación – a mi humilde juicio – es de considerar a la asesina como un travesti o una lesbiana. Esto está basado en la voz “hombruna y machorra” atestiguada por el testigo, y a que la víctima – que sí mantenía relaciones lesbianas esporádicas, según se supo después – estaba en camisón.

La voz “machorra y de hombre” es fácilmente desmontable. En situaciones de estrés y nerviosismo extremo, la voz cambia. Se hace más aguda, chillona, o más grave, o aparece el tartamudeo. No hace falta que esa voz corresponda a una mujer falsa o una mujer con demasiadas dosis de testosterona (ver opus cit, páginas 215, 219 y siguientes). Cualquier persona en esa situación puede cambiar la voz.

Y en cuanto a que la víctima se encontrara en camisón y quedara probado que nunca recibía a sus clientes de esa guisa, es fácil deducir que la cita entre víctima y asesina no tenía por qué ser una cita amorosa. La víctima estaba echando la siesta en camisón y abrió la puerta a alguien que conocía.

Ese alguien debía ser de su entera confianza y no, necesariamente, su amante. Ese alguien iba a recoger algo de sumo valor para ella o a hacer callar a la víctima sobre algún secreto que hundiría su reputación.

Centrar sólo las investigaciones en una relación lesbiana es un error.

La clave del caso -como en casi todos los casos- se encontraría en las actividades de la víctima, Blanca Álvarez Rendueles, la vidente.

Las investigaciones sobre la vida de la vidente arrojaron estas conclusiones:

1. Blanca Alvarez Rendueles cobraba entre dos mil y dos mil quinientas pesetas la consulta de vidente, según la cliente fuera «amiga» o no. Lo que hacía era ver el futuro en los posos del café. Según testimonios del portero y de las vecinas, el número de clientes era de una media de veinte diarios.

2. Además de esta actividad, Blanca Álvarez Rendueles tenía una especie de club de corazones solitarios. Es decir, presentaba hombres a determinadas mujeres, clientas y amigas, especialmente solitarias y maduras. Los contactos tenían como finalidad última el matrimonio, sin que se descartara, por supuesto, otro tipo de relaciones.

3. La mencionada vidente comercializaba agua bendita en botellas de litro y medio, traídas desde Asturias, «tocadas y bendecidas» por una bruja. Cada botella la vendía entre veinticinco y treinta mil pesetas.

4. La viuda del sargento -mujer astuta y decidida, sin duda- era también prestamista. Sus clientas y amigas le dejaban joyas a cambio de un préstamo con interés.

5. La vidente jugaba diariamente al bingo en un hotel cercano a su domicilio, gastándose alrededor de treinta mil pesetas diarias. Los empleados del bingo la recuerdan algunas veces con una mujer más joven que ella. Mujer que no han podido identificar. Al mismo tiempo se gastaba seis mil pesetas diarias a los ciegos y otra cantidad indeterminada a la lotería.

6. Según testimonios de amigas y vecinas, vestía con elegancia y tenía un guardarropa más que surtido, contrastando con el aspecto «mediano» de su domicilio.

7. En su domicilio tenía cuadros y retratos de Franco y José Antonio, y presumía de haberle leído los posos del café a Pilar Franco y a Carmen Polo. Su opinión era que estaba llena de grandes amigos «muy influyentes e importantes».

8. Cuando sus hijos se hicieron cargo de la casa, recogieron un número indeterminado de joyas y efectos en oro y plata que fundieron rápidamente.

9. En la casa se encontró una agenda con más de tres mil nombres de hombres y mujeres con sus teléfonos. La mayoría sólo con iniciales y con un pequeño código simulador. Se desconoce si el nombre y teléfono de la acusada, Rosario Muñoz Blanco, aparece en esa agenda, no mencionada en la vista oral por el Ministerio Fiscal.

A mediados del mes de octubre de 1988, el portero de la finca y dos policías que montaban guardia en el mercado de Marqués de Zafra, ven -o creen ver- a la asesina de la pistola.

No es otra que Rosario Muñoz Blanco que, y según el testimonio del portero y de los policías, se da cuenta de que la han reconocido y pretende escabullirse. Seguida por un agente, es vigilada durante tres días más.

El 20 de octubre del mismo año, la vuelven a sorprender en la calle, con gafas negras y un pañuelo en la cabeza que le cubría la cara casi en su totalidad.

Tres policías -uno de ellos una mujer- le leerán sus derechos y la detendrán, llevándola a las dependencias del Grupo de Homicidios.

Poco después, y en presencia de su abogado defensor, la letrada Francisca Lobo Pajares, efectuó una rueda de identificación, camuflándose a Rosario Muñoz Blanco entre dos policías. El portero la reconoció y lo mismo hizo el taxista.

Se efectúa el preceptivo registro domiciliario en presencia de la hija y dos vecinas que actúan como testigos. En el registro, el inspector Paredes encuentra tres almireces sobre el mueble del comedor y una bolsa negra, de tela, en la cocina. Dentro de la bolsa hay dos cabezas de ajo. Todo eso se consigna y se lleva al Grupo de Homicidios y se incluye en las diligencias.

El inspector jefe Alberto Paredes, responsable del Grupo de Homicidios de la Brigada Regional de la Policía Judicial de Madrid, piensa que tiene el caso resuelto.

Lo único que necesita es que Rosario Muñoz Blanco confiese. Tiene setenta y dos horas para conseguirlo. Sin embargo, hay algo que lo conturba un poco. La abogado que han elegido las hijas de Rosario es nada menos que Francisca Lobo Pajares, una mujer de treinta y cinco años, hija del magistrado Ramiro Lobo Peñafiel, antiguo miembro del Tribunal Supremo y, también, ex subsecretario del Ministerio de Justicia y ponente en la reforma general del Código Penal.

Ramiro Lobo y yo solíamos vernos en el café Gijón de Madrid de vez en cuando. Ramiro entretenía sus ocios de jubilado escribiendo novelas policíacas bajo seudónimo y una columna semanal en el ABC de los domingos, lo que parecía convertirlo en escritor, algo que, por otra parte, Ramiro fomentaba.

En teoría, su actividad secreta como escritor de novelas policíacas no debería saberse, pero él, de forma un tanto infantil -creo que los viejos nos volvemos niños, ya lo he dicho- casi lo pregonaba a los cuatro vientos con un cierto deje de orgullo y no poca presunción.

Recuerdo que cuando supe por los periódicos que su hija Francisca iba a representar a Rosario Muñoz Blanco, busqué encontrármelo en el café.

Recuerdo aquella conversación.

Ramiro suspiró largamente.

-Sí, mi niña se va a encargar de la defensa – movió la cabeza – lo van a tener difícil. No es porque sea mi hija, pero el caso es bastante fácil para ella. Es el típico caso de identificación. Saldrá absuelta.

-No deben centrarse solamente en la identificación -le dije yo-. Eso es bastante fácil desmontarlo en el juicio. Hay que encontrar el móvil, la ocasión, demostrar que la víctima y la acusada se conocían, que tenían relación entre ellas.

-Esa es tu especialidad, ¿verdad? La investigación policial -dijo, recordando mi tesis doctoral, lo que me agradó-. En realidad hay veces que me dan ganas de ir a visitar a ese muchacho, a Juanito Alonso, el juez instructor y decirle un par de cosas. ¿Recuerdas a su padre?

-Cómo no me voy a acordar.

-Era un poco… cómo diría yo… Un poco Don Juan, ¿verdad?

-Ahora se dice ligón.

-Sí, creo que ahora se dice así.

Nos quedamos en silencio, recordando que Juan Alonso y Zúñiga, el magistrado, compañero nuestro de promoción, había muerto hacía dos años.

Pronto nos tocaría a nosotros. Estábamos en la lista. Era sólo cuestión de esperar.

En el café Gijón los escritores, los aprendices de escritores y los que decían serlo se mezclaban con ese variopinto mundo que pulula alrededor del mundillo del arte: actores, periodistas, actrices, dramaturgos… y simples clientes que iban al café a mirar o a ser mirados.

Ramiro rompió el fuego y volvió a hablar. Dijo:

-He visto el sumario, sabes -me miró con tristeza-. Es un desastre. Lo único que tienen es la identificación positiva, nada más. No han podido demostrar que Rosario Muñoz Blanco conociera a esa vidente. Ni siquiera que fuera aficionada al ocultismo o a que le echaran las cartas. Bueno, parece que sí, que era aficionada, pero no tienen pruebas concretas, palpables. Esas bonitas pruebas, irrefutables que tanto nos gustan a los jueces.

Había visto el sumario . Qué maravilla. Lo que daría yo por verlo.

-¿Entonces … ? -titubeé un poco-. ¿Es malo el sumario?

-¿El sumario? Es un desastre. Ya te lo he dicho, no han encontrado el móvil todavía. Mi niña los destrozará – sonrió; en el fondo, antes que juez era padre.

-¿Cómo puede permitir una cosa así Juanito Alonso? No lo entiendo.

-Yo, tampoco. Pero hay más. Juanito ha decretado prisión incondicional, sin fianza. La acusada está ya en la prisión de Yeserías.

-¿Has…, has leído el interrogatorio de Paredes?

-Claro, está en el sumario. Se hizo con todas las de la ley, en presencia de mi niña, por supuesto.

Aguardé a que dijera algo más. Parecía sumido en sus propios pensamientos. De pronto, continuó:

-Paredes insiste e insiste en que confiese y ella niega conocer a esa vidente. siquiera ha pasado por Menéndez Pelayo, 44. Nunca estuvo allí. Luego, Paredes insiste en los tres almireces encontrados en su casa. La acusada repite que son recuerdos de viaje, que nunca ha tenido un almirez de bronce de cuarenta centímetros de largo. Todos los almireces que tiene son pequeños, de esos que se compran como «souvenires».

-Qué coincidencia, ¿,verdad?

-Sí, son demasiadas coincidencias, pero no se puede acusar a nadie con coincidencias. No se puede condenar a una persona por asesinato basándose en meras coincidencias y en dos identificaciones, aunque éstas sean buenas identificaciones. Cualquier abogado de la defensa que sepa hacerse el nudo de la corbata las puede echar por tierra.

– ¿Tú crees que ha sido asesinato, Ramiro?

-Sin duda. La asesina fue a aquella casa a matar a la vidente. Guardó en el bolso de tela negra el mango de un almirez y fue a verla a las cuatro y media de la tarde, cuando el portero y medio país dormían la siesta. Nadie la vio subir, aunque sí la vieron bajar. La mató y recogió lo que había ido a buscar a aquella casa y se marchó empuñando una pistola.

-¿La pistola la llevaba ella o la cogió en la casa? Yo creo que la cogió de la casa. ¿Y tú?

-También creo que fue así.

-Ramiro, ¿y las huellas? ¿Había huellas dactilares en el mango del almirez? ¿En el cuarto de baño? ¿En algún sitio de la casa?

Ramiro se removió inquieto en su silla. Estábamos en la mesa del fondo, al lado de la ventana y los dos bebíamos descafeinado con leche. Los dos teníamos la tensión demasiado alta.

-No, en el sumario no aparece ninguna prueba dactiloscópica. No había huellas en el mango del almirez ni en ningún otro sitio.

-¿Las borró la asesina? ¿Llevaba guantes? No creo que pudiera llevar guantes, aunque todo es posible. ¿Te figuras a la asesina colocándose los guantes y luego metiendo mano en la bolsa y sacando el mango del almirez?

-No me puedo figurar nada. Tampoco se ha hecho la reconstrucción del crimen.

Ahora fui yo quien se removió inquieto.

-No puedo creerlo -dije en voz baja-. Es increíble.

-A lo mejor limpió el mango del almirez con un trapo -dijo Ramiro, pero me di cuenta que ni él mismo se lo creía.

– Vamos, Ramiro. Hubiera sido más fácil guardarse el mango del almirez en el bolso y santas pascuas. ¿Se ha encontrado algún trapo manchado de sangre? ¿Un trapo utilizado en limpiar el arma?

-No.

-Entonces, o llevaba guantes o no se ha hecho la investigación dactiloscópica.

-No han sabido encontrar huellas utilizables -dijo Ramiro.

-Cómo engaña la televisión a la gente, ¿verdad? Como si fuera tan fácil encontrar huellas dactilares que sirvan para identificar.

Ramiro me miró para ver si me estaba riendo de él. Yo me mantuve serio.

-Mira -me dijo-. Todo ciudadano tiene derecho a un juicio justo, a ser defendido y protegido por el letrado de la defensa. A que sus derechos nunca sean conculcados. Este es el fundamento de un estado de derecho. Pero la sociedad también tiene derecho a que el aparato jurídico funcione y sea capaz de condenar al culpable. Este es también otro derecho fundamental. Si el aparato jurídico no es capaz de defender, con la ley en la mano, a los ciudadanos… entonces…

-Juanito Alonso debe de estar agobiado de trabajo, ¿verdad? Lo mismo debe de ocurrir con la policía. Están desbordados.

-Faltan jueces, juzgados, personal especializado en los juzgados. No se puede tardar dos años en juzgar a nadie. Bueno, dos años. Qué digo. La mayor parte de las veces es mucho más.

Suspiré. De eso podríamos tirarnos hablando varios días.

Era nuestro tema fundamental de conversación. Pero yo no quería hablar de la reforma de la justicia. Yo quería hablar del caso de la vidente asesinada y quería aprovechar que Ramiro estaba locuaz. Él conocía el sumario y su hija Francisca era la letrada de la defensa.

-¿Algún móvil habrán apuntado, no? Digo yo.

-¿Móvil? Ah, sí… pero de forma vaga e inconcreto. Algo como que la acusada y la vidente mantenían relaciones amorosas. La vidente quiso acabar con esas relaciones y, entonces, la despechada amante, furiosa, la mató con el almirez y le abrió las venas. ¿Has visto? Mi hija tardará cinco minutos en demostrar que su defendida no es lesbiana. Además, eso hay que demostrarlo y el ministerio fiscal no lo demuestra.

-Quieres decir que la investigación policial se ha cubierto de…

-Eso es. De lo que tú piensas -sonrió y me dio unos golpecitos en el brazo-. Siempre caminando hacia tu tesis doctoral, eh. ¿A que sí?

-Una investigación policial correcta es el fundamento de un buen procesamiento, Ramiro.

-Lo sabemos. He leído tu tesis… hace, mucho tiempo.

-A propósito -le corté-. ¿Estás escribiendo ahora alguna de tus novelas policíacas?

Al viejo se le iluminaron los ojos y se dispuso a contarme el argumento de su próxima novela.

Yo me dispuse a escucharle con atención. Casi con veneración.

Era lo que tenía que pagar a cambio de haberme dado tanta información.

(Nota: intenté encontrarme con Francisca Lobo, visitando a Ramiro en su casa, pretextando un gran interés por su manuscrito. Pero fue inútil. Las dos veces que fui, la abogada de la defensa estaba en su despacho, trabajando).

Por fin, el día 8 de mayo de 1990 me encontraba sentado en la segunda fila de la Sala Sexta de la Audiencia Provincial de Madrid, en la madrileña plaza de las Salesas.

Llevaba mi chaqueta blasier y la semana anterior me había dado seis sesiones de rayos UVA para parecer moreno y deportivo. También llevaba un pequeño cuaderno y dos rotuladores. No sé lo que pensaban de mí los jóvenes periodistas -chicos y chicas- que alborotaban en la sala. Había fotógrafos, cámaras de televisión y plumillas. Es decir, los periodistas que escriben. Creo recordar que, al menos, había también cinco o seis periodistas radiofónicos, armados con sus magnetofones.

Hay un momento mágico en todo juicio y es aquel cuando el presidente del tribunal golpea con su mazo y declara abierta la sesión. Cada vez que lo oigo, me entra un nudo en el pecho. Sé que ya no lo volveré a hacer, que, de alguna manera, soy un juguete roto.

El presidente del tribunal era una mujer, Margarita Estopiñán, que parecía imponente con su toga y su voz grave y bien modulada. El magistrado ponente era Marcelino Paniagua, recién trasladado de Valladolid, y el relator, Antonio Franco Nogueira, al que recuerdo de mis clases metiéndose el dedo en la nariz, pensativo.

Ahora no lo hace, quedaría feo y los periodistas se darían cuenta.

-Que entre la acusada -ordenó Margarita.

La vista oral transcurrió tal como yo pensaba. Lenta, llena de lagunas y evidenciando que se había realizado un trabajo policial muy deficiente.

Tal como era de esperar, el ministerio fiscal llamó a sus dos testigos de cargo. El portero y el taxista. Ambos se ratificaron en sus declaraciones de forma tajante. El portero reconocía en la acusada la mujer que le apuntó con la pistola la tarde del 23 de agosto de 1988, vestida con pantalón corto y blusa estampada y llevando una bolsa negra de tela.

El taxista se ratificó también. Reconocía a la persona sentada en el banquillo de los acusados como la que llevó en su taxi la misma tarde en que ocurrieron los hechos.

La letrada de la defensa hizo un brillante trabajo, lo reconozco.

Comenzó desmontando a los testigos, haciendo que el tribunal dudara de su capacidad para identificar a su defendida. Esto es una maniobra clásica en los juicios de «identificaciones» y no tiene mayor mérito. Insistió y hurgó en la falta de móvil. Incluso fue irónica con el ministerio fiscal por traer a una persona al banquillo de los acusados con una petición de pena de veintisiete años de cárcel y la acusación de asesinato, sin ningún móvil.

Ahí estuvo brillante. Supe que sería absuelta, sin el menor asomo de duda. Sólo había pruebas circunstanciales y muy dudosas. Para completar su dictamen trajo a cinco testigos que juraron haber estado con la acusada la tarde del 23 de agosto de 1988. En primer lugar, la madre de la acusada, dos pintores con la esposa de uno de ellos que declararon haber estado hablando con la acusada sobre el presupuesto que estaban haciendo en su casa.

Y para completar la defensa, trajo a otro testigo. Un amigo de la acusada y de su padre que estuvo con ellas el resto de la tarde en el parque Eva Perón.

Si hubiera sido el lugar adecuado, hubiera aplaudido.

Y para completar el cuadro. La letrada de la defensa -por cierto, una jovencita muy agraciada, sí señor- convocó a dos peritos médicos que atestiguaron que las heridas realizadas en la cabeza y en las muñecas de la víctima «tenían que haber sido realizadas por alguien zurdo». Todo ello, en abierta contradicción con el perito médico del ministerio fiscal, que admitió su error y añadió que «podía ser una persona diestra, pero que asestó los golpes con la izquierda, al sujetar a la víctima con la derecha».

(Nota al margen: el ministerio fiscal no se aprovechó de los veinticuatro golpes que la asesina asestó a la víctima en la cabeza sin causarle la muerte. Eso probaría la falta de fuerza de la asesina, precisamente cuando la defensa insistía, con pruebas médicas, que su defendida estaba operada de hernia discal, que le impedía levantar pesos, incluso planchar).

No me quedé el último día. Ya sabía lo que iba a ocurrir y me estaba cansando de estar sentado en esos bancos tan duros.

Cuando acabó la sesión pasé a la sala de magistrados y saludé a Margarita y al resto del tribunal.

Le pregunté por el juicio y ella me respondió:

-Mira, no me cabe duda de que éste ha sido uno de los casos más complicados que he tenido que resolver en mi carrera. Tanto las pruebas aportadas por el ministerio público como por la defensa eran contundentes. No se puede olvidar que dos personas, de cuya honorabilidad no cabe duda, reconocieron a la inculpada; pero tampoco que la defensa presentó testigos de peso que afirmaban haber estado con ella la tarde en que se cometió el crimen. Ante tal situación, los miembros del tribunal consideramos que, con lo visto y oído durante el juicio, no se desvirtuaba el principio de presunción de inocencia al que todos tenemos derecho, por lo que decidimos absolverla.

Nadie sabrá jamás si fue Rosario Muñoz Blanco, la asesina de la vidente Blanca Álvarez Rendueles. Nunca volverá a ser juzgada por el mismo delito. Sea ella o no la culpable, el caso es que un terrible crimen ha quedado impune.

Y con esto cierro mi pequeño cuaderno de notas.

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