El crimen de la calle Fuencarral

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El crimen de la calle Fuencarral
  • Clasificación: Asesinato
  • Características: Robo - El crimen hizo que a partir de ese momento, todos los periódicos dedicaran una columna a los sucesos de la época
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 1 de julio de 1888
  • Perfil de la víctima: Luciana Borcino, de 50 años
  • Método del crimen: Apuñalamiento
  • Lugar: Madrid, España
  • Estado: Higinia Balaguer Ostalé fue ejecutada en el garrote vil el 19 de julio de 1890. Dolores Avila fue condenada como cómplice a la pena de 18 años de prisión. José Vázquez Varela, José Millán Astray y María Avila Palacios fueron absueltos
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El crimen de la calle Fuencarral

Francisco Hernández Castaneda

El primero de los famosos crímenes de la calle de Fuencarral.

«Más famoso que el crimen de la calle de Fuencarral, reza un castizo dicho madrileño, si bien queda un tanto oscuro en su puntualización al no aclarar de qué crimen se trata. Porque en la calle de Fuencarral, con manifiesta vecindad de años y escenario, hubo dos crímenes famosos: el primero, que se atribuyó a Higinia Balaguer, y el segundo, el cometido por la también criada Cecilia Aznar, y que se hizo popular bajo la denominación del «crimen de la plancha».

Primer crimen famoso de la calle de Fuencarral: autora, según la ley, Higinia Balaguer Ostalé, hija de Mariano y de Petra, natural de Ainzón, partido judicial de Borja, Zaragoza; soltera, sirvienta, de veintiocho años, sin instrucción ni antecedentes penales hasta el 2 de julio de 1888, jornada siguiente al del asesinato de doña Luciana Borcino, acontecido éste en el número 109 de la calle de Fuencarral.

El suceso apasionó a Madrid y a España entera. Antes de las cuarenta y ocho horas del descubrimiento del crimen, la opinión pública ya se había dividido radicalmente. Parte de la vox populi comenzó a manifestarse acusando no a la criada Higinia, ya detenida como presunta autora del delito, sino al hijo único de la víctima, José Vázquez Varela, joven de veintitrés años, de vida irregular y licenciosa, preso, a la sazón, por robo de una capa, en la madrileña Cárcel Modelo -enclavada sobre el solar donde se levanta hoy el Ministerio del Aire-, con la complicidad de don José Millán Astray, director del citado centro penitenciario.

Pronto, el suceso cobró un claro matiz político. Higinia Balaguer, la criada, representaba el desamparo del proletario «ante la injusticia social»; por el contrario, José Vázquez Varela suponía la estampa clásica del señorito golfo y vicioso, «característico vástago de las clases burguesas». Ambos entrecomillados recogidos de las informaciones periodísticas sobre el suceso.

Y buena prueba de ese impresionante entorno político es que, a lo largo del proceso -proceso contra una simple criada por un vulgar crimen con el robo por móvil-, que comenzaría el 26 de marzo de 1889 para terminar el 25 de mayo, participaran tan destacadísimas figuras de la política y el foro, como Sagasta, Canalejas, Silvela, Romero Robledo, Ruiz Giménez, Montero Ríos y Bravo Murillo.

Otro claro testimonio de la pasión política despertado por el caso -y esto lo cito también como dato para los historiadores de la prensa española- es que los periódicos madrileños La Iberia, El Resumen, La República, El Liberal, El País y La Opinión, ejercitaron, según consta en el comienzo de la sentencia del juicio, la acción popular por vez primera.

El crimen

El primer resultando de la sentencia, que presenta y retrata a la víctima, dice así: «Resultando probado que doña Luciana Borcino, viuda de Vázquez Varela, señora de posición desahogada y con fama de rica, alquiló en 1886 el cuarto segundo izquierda de la casa número 109 de la calle de Fuencarral, y desde el 21 de abril de 1888 en que su hijo único, don José Vázquez Varela, tuvo ingreso en la prisión celular para extinguir la condena de tres meses de arresto mayor que le fue impuesta en causa sobre hurto, vivía sola dicha señora, sin otra asistencia doméstica que la de una sirvienta, con frecuencia renovada por lo nervioso, impresionable y desconfiado de su carácter, sin más compañía que la de un perro bull-dog o de presa, de bravía y fiera condición para todas las personas extrañas a la familia y trato de doña Luciana.»

El segundo de los resultados de la mencionada sentencia da por aprobado que «a principios de junio de 1888, Higinia Balaguer y Dolores Ávila, entre las que existía estrecha y antigua amistad y se hallaban entonces faltas de todo recurso, concertaron ponerse a servir con la idea de que, una vez colocada cualquiera de ellas, robarían a sus amos».

En el tercer resultando se considera probado que el 22 de junio del referido año «se presentó Higinia Balaguer en casa de doña Luciana, que a la sazón estaba sin criada, y manifestando llamarse Isidora Oliveros, y ser de estado viuda, pretendió entrar a su servicio, pero como le fuera exigida por doña Luciana la cédula de vecindad, recurrió Higinia a su amiga Dolores Ávila y juntas fueron al día siguiente a la taberna de Alejandro Cañaveras, habitante en la Costanilla de los Desamparados, y conocido de la última, a pedirle que les proporcionase el documento que la primera necesitaba».

El cuarto resultando ofrece manifiesto interés para quien pretenda especular sobre el acierto o error en el fallo del tribunal porque establece una clara conexión entre Higinia Balaguer y la Cárcel Modelo -de la que Millán Astray, como ha quedado dicho, era director, y en la que Vázquez Varela se hallaba recluido. Dice así: «Resultando probado que al otro día, o sea el 26, y provista de la cédula, volvió Higinia Balaguer a casa de doña Luciana y quedó recibida, pues, a pesar de haberse enterado dicha señora por Juana Bruil, vecina de la casa número 2 de la Cuesta de Areneros, donde fue a tomar informes del verdadero nombre de la fingida Isidora, y de que no era viuda, sino que vivió durante muchos años maritalmente con el cojo Evaristo Abad, dueño de la cantina situada frente a la Cárcel Modelo, no tuvo reparo en admitirla por creer que el conocimiento de estos antecedentes fuera segura garantía del buen comportamiento de su sirvienta.»

Quinto resultando: da como «probado que el primero de julio, inmediatamente después de salir a las diez o diez y media de la mañana a misa doña Luriana Borcino, se narcotizó al perro con una sustancia anestésica, y luego que la infortunada señora hubo regresado a su domicilio se lanzó repentinamente sobre ella Higinia Balaguer, y sola, o con la ayuda de una o más personas, hasta el presente desconocidas, y de sexo también ignorado, a quienes facilitara la entrada en la casa haciéndoles señas con un pañuelo, durante la ausencia de su ama, la sujetó ahogando sus gritos, y con arma blanca, que pudo ser cuchillo de cocina, navaja, faca u otra semejante; la infirieron tres heridas en el pecho, una de las cuales, penetrando en la cavidad, seccionó el cartílago de la quinta costilla y el pericardio y atravesó el corazón, produciendo instantánea y necesariamente la muerte de la lesionada».

El sexto resultando declara probado que «los que dieron muerte así a doña Luciana abrieron los culpables con su propia llave el armario de espejo colocado en el gabinete, sustrajeron alhajas prudencialmente tasadas en 4.250 pesetas y dinero en cantidad que no ha podido precisarse ni recuperarse, envolviéndolo todo en un pañuelo, y con ello abandonó Higinia Balaguer, sobre las tres de la tarde, la casa, reuniéndose con Dolores Ávila».

Considera asimismo probado el sexto resultando que Higinia regresó luego «a casa de la interfecto, roció con aceite y petróleo los papeles y ropas encontrados alrededor y bajo el cadáver de doña Luciana Borcino, los prendió fuego y retiróse a la cocina a esperar que el incendio, al consumar su obra de destrucción, hiciera también desaparecer las huellas de la violencia ejercida sobre la víctima, dando así apariencia de fortuito accidente».

Curiosos, para quien guste meditar sobre el suceso, los dos resultados últimos: pudo contar Higinia con la ayuda de «una o más personas, hasta el presente desconocidas» y luego se refiere el texto a «los que dieron muerte así a doña Luciana abrieron los culpables… sustrajeron alhajas». Pluralidad evidente, aunque después, quien únicamente sufriría el garrote habría de ser Higinia, tal como ella, en momento de intensa depresión pronosticase: «Como soy una pobre criada, seré quien vaya al palo.»

Condenadamente embrollado

«La noche del crimen vi llegar a Vázquez Varela a la puerta de la cárcel en un coche celular. Era de madrugada y me pareció embriagado. Oí perfectamente que decía a su compañero: He matado a mi madre.»

De la anterior declaración, formulada ante la policía, habría de desdecirse el testigo Luis Ramos Querencia, más tarde, ante el tribunal. Pero mientras se mantuvo como auténtica la primera manifestación, constituyó ésta la más consistente base para quienes, cada vez más, culpaban del asesinato -en este caso parricidio- a José Vázquez Varela.

Pero José Vázquez Varela contaba con una coartada perfecta: no podía, de ningún modo, ser el autor del crimen porque a la hora de cometerse éste se hallaba cumpliendo su condena en la Cárcel Modelo. Sólo que en otra parte de la sentencia puede leerse lo siguiente: «Resultando que otros varios testigos han declarado que en los meses de mayo y junio de 1888 -tiempo en que está cumpliendo condena el hijo de la víctima- vieron a José Vázquez Varela en días y sitios diferentes como las calles, cafés, plaza de toros y pradera de San Isidro.» Y si a lo anterior se añade que Higinia Balaguer, en una de sus múltiples y contradictorias declaraciones, manifestó «haber abierto la puerta de casa, en la mañana del crimen, y con anterioridad a éste, a su señorito, al que identificó, no obstante, haberse presentado luciendo barba postiza», resulta perfectamente comprensible que la masa popular, acusadora de Vázquez Varela, admitiese que éste, en una de sus habituales salidas ilegales de la cárcel -autorizadas por el director del centro penitenciario- podía muy bien haber matado a su madre, regresando después a la Modelo para fijar su coartada.

Un considerando para la reflexión

En el texto del séptimo considerando de las tantas veces mencionada sentencia figura el siguiente párrafo: (considerando) «… lo inverosímil de que robara a doña Luciana Borcino su único y forzoso heredero; lo absurdo de la intoxicación del perro si era su propio dueño la persona que hubiera de entrar en la habitación y la falta absoluta de prueba respecto a que el día primero de julio le viera nadie en la casa número 1091 ni siquiera en la calle de Fuencarral, evidencia de la manera más cumplida la inculpabilidad del susodicho procesado (Vázquez Varela)».

Extrañas e inconcebibles hasta más no poder estas consideraciones del tribunal. Hasta el más romo investigador podría preguntarse: ¿Cómo puede tacharse de inverosímil que Vázquez Varela pretendiera robar a su madre cuando tantas veces -en el sumario figuraban cartas-testimonio de lo que se asegura- le había exigido, mediante concretas amenazas, dinero. ¿Cómo puede admitirse tal inverosimilitud en un hombre que había agredido, tiempo atrás, a su progenitora hasta hacerla precisar de la ayuda médica y sobre el que existían razonables sospechas de haber intentado quemar el lecho de su madre estando ella acostada en el?

También invita a reflexionar, y a sentirse suspicaces, estimar como «absurda» la intoxicación del perro si era su propio dueño la persona que hubiera de entrar a cometer el crimen. Hasta ese mismo y máximo romo investigador, estimaría no como absurdo, sino como perfectamente lógico que Vázquez Varela tuviera la preocupación de narcotizar al fiero bull-dog. Que el perro no ladrara, por la sencilla razón de que no iba a hacerlo si el visitante era su amo, había que justificarlo para atribuir el asesinato a un extraño. De ahí la astuta narcotización del pobre bicho. «Elemental, querido Watson», que hubiera dicho Sherlock Holmes a su ayudante.

En cuanto a que nadie viera en la casa número 109 de la calle Fuencarral a Vázquez Varela, puede tenerse en cuenta lo relativo a la barba postiza. También puede admitirse que el hombre pasara inadvertido y, desde luego, el tribunal no debió desentenderse de la declaración de un vecino de la casa del crimen, en el sentido de que, al bajar las escaleras, vio en un de éstas a dos individuos desconocidos que parecían estar examinando los registros del gas, a la hora aproximada del crimen, ni de la otra declaración del gasista, testimoniadora de que él, y sólo él, «sin ninguna otra compañía», estuvo en la casa número 109 de la calle de Fuencarral, en el día del crimen y a la hora aproximada de la comisión de éste, revisando las conducciones del gas.

¿Puede suponer todo lo anterior que Higinia Balaguer fuera víctima de un tremendo error policial?

¡Mentiras, mentiras, mentiras!

Quien sienta la curiosidad de leer atenta y objetivamente el sumario, juicio y sentencia del primero de los dos crímenes famosos de la madrileña calle de Fuencarral es muy posible que llegue a la conclusión de que si Higinia Balaguer no fue víctima de un tremendo error judicial, sí, al menos, lo fue de una burda confabulación tejida contra ella por los otros dos principales personajes de la trágica farsa: el hijo de la mujer asesinada y el director de la Cárcel Modelo.

Viejo dicho, que siempre tienen muy presente los duros del mundo de la delincuencia, es el de «Juan Confiesa fue a la horca; Juan Niega salió a la calle». El, «¡no confeséis jamás!», que al pie de la guillotina, en la que iba a ser inmolado, gritó, arrepentido de haber cantado, el carnicero asesino cuyos crímenes estremecieron a los parisinos de la segunda mitad del pasado siglo.

Higinia Balaguer sube al palo sencillamente porque confiesa. Confiesa una y otra vez. Y otra y otra. Cada una de las confesiones, distinta de las demás. Como si tuviera por consejero y abogado al diablo. Confesiones que, al multiplicarse, invalidarán la credibilidad de cualquiera de ellas; menos la última que, por serlo al aire del singular juego del suceso, es aceptada como absolutamente fidedigna por el tribunal. Confesión plena de su culpabilidad por parte de Higinia Balaguer, y acabado el asunto.

¿Por qué la criada analfabeta, a la que se le acusa del asesinato de su señora, da sucesivamente tan dispares versiones del hecho criminal, de las motivaciones de éste y de los inductores y cómplices que ella pudiera haber tenido? ¿Por qué tantas mentiras y mentiras en los labios de Higinia Balaguer a lo largo de sus múltiples testimonios? ¿Son sus falsedades fruto de una fabulosa imaginación? Difícil de admitir tanta fantasía creadora en una persona de casi nulo nivel cultural e intelectual.

Cierto que el analfabetismo no presupone, en modo alguno, obligada falta de inteligencia natural. Puede, y debe admitirse, en Higinia un cierto talento. Malos caminos para recorrerles sin agudeza los frecuentados por la muchacha, nacida en la Zaragozano Borja. Sólo gente lista sabe moverse, a gusto, en el ambiente que de modo voluntario hace suyo Higinia; ladrones y ladronas y proxenetas. Durante largo tiempo es la coima del «Cojo» y con él atiende el mostrador del aguaducho -que su amante tiene frente a la puerta de la Cárcel Modelo. ¡Buenos conocimientos y mejores amistades los adquiridos allí entre los muchos representantes de la briba tenidos por clientes!

Alguno de los periódicos madrileños de aquel entonces -que siguieron apasionadamente para sus lectores el desarrollo del suceso de la calle de Fuencarral- llegó a considerar las numerosas mentiras de Higinia, como muestra patente de su sagacidad, astucia y malicia, cualidades que, de poseer realmente la acusada, le habrían hecho no solo desistir de su crimen, sino de concebirlo siquiera. Si el director de la cárcel Modelo, Millán Astray, sabía de sobra que Higinia Balaguer se había empleado como criada en casa de doña Luciana Borcino, madre, por cierto, de uno de los reclusos entregados a su custodia, ¿iba a ser la doméstica tan disparatadamente imbécil como para por su cuenta y riesgo, asesinar y robar?

En fin: mentiras, mentiras, mentiras. Y altamente curioso resulta que la Higinia rectifique su primera declaración cuando, a pesar de hallarse incomunicada en la cárcel, recibe la visita de don José Millán Astray, visita autorizada a petición del funcionario de prisiones ante la seguridad dada por él de que la detenida -antigua criada suya-, luego de escucharle con atención, confesará sin duda de plano.

Y, efectivamente, luego de tal visita, Higinia Balaguer da una segunda versión de los hechos. Después se sucederán las otras versiones, hasta la que es definitivamente considerada por el tribunal, al ser altamente perjudicial para la acusada. Declaración o confesión esta última que, por lo visto, no hizo pensar a nadie que fuera tan falsa como las anteriores y motivada, acaso, por quien sabe que promesas hechas o por qué seguridades de vida o libertad ofrecidas.

Vuelta a un considerando

Se ha transcrito anteriormente, pero conviene la repetición en parte: «Considerando lo inverosímil de que robara a doña Luciana Borcino su único y forzoso heredero» -su hijo, José Vázquez Varela-. Pertenece el texto al séptimo de los considerandos del Tribunal. Y cualquiera, a la vista de lo que sigue, ¿no lo consideraría aún más inverosímil y, sin embargo, constó en el juicio?

Oficio del inspector de Vigilancia, señor Hidalgo (14 julio).-«Don Guillermo García Hidalgo, inspector de Francia, oficia manifestando que la noche anterior el médico de la Beneficencia Municipal, don José María Bolívar, le dijo en el Circo Hipódromo, que durante la asistencia que prestó a doña Luciana Borcino, cuando la hirió su hijo, le manifestó la misma señora que éste había sido el causante de la herida, contándole de la manera que fue; que estaba siempre muy asustada con su hijo, pues tenía la seguridad de que la tenía que matar y que iría a presidio: que aquella no era la primera vez que lo había intentado, todo por dinero, pues hacía muy poco que había rociado su cama con petróleo para prenderla fuego y quemarla.

El doctor dijo a la señora que iría a dar parte de ello, pero no lo hizo, pues le manifestó muy incómoda que de ninguna manera, y que si lo hacía lo negaría en absoluto, y que, por esto, no lo hizo.

Y, por último, que le ha manifestado el señor Bolívar que, si le llaman, declarará todo con más detalles todavía.»

¿Inverosímil, pues, que José Vázquez Varela robara a su madre?

Sin embargo, varios vigilantes de la Cárcel Modelo declararían, bajo juramento, que en el día del asesinato de doña Luciana Borcino, su hijo, José Vázquez Varela, recluso en el citado centro penitenciario, no abandonó éste en ningún momento, como nunca lo hiciera, tampoco, a lo largo de tiempo de su condena.

Una declaración y rueda de presos

Sigo los textos legales.

Declaración de don Fernando Nieto (25 de julio).

Dice que a principios de junio último, estando con su señora en la plaza de Toros, y al pasar por la galería para dirigirse a su localidad, vio pasar a su lado a un sujeto a quien se quedó mirando, y como esto despertara curiosidad en su señora, preguntándole ésta a quién miraba, le contestó que a un sujeto que había dado puñaladas a su madre en la calle del Barquillo, que era el mismo que había visto pasar con otro algo más bajo que él, sin recordar las señas de su traje.

Que tiene la completa seguridad de que el sujeto a quien miró fue José Vázquez Varela, porque le conocía de haberle visto pasar muchas veces frente a su establecimiento, sabiendo que se llamaba como ha dicho porque las personas que se lo señalaron alguna vez dijeron que era el que había dado las puñaladas a su madre en la calle expresada; que no ha hablado nunca con dicho sujeto, a quien cree que, si le viera, le reconocería: que éste es de color rubio, boca grande y labios gruesos, poca barba y que recuerda llevaba en la plaza de toros sombrero cordobés, de ala ancha y recta, de los que ahora usan los toreros, sin recordar el color; americana de medio color, sin fijarse en la demás ropa.

Luego de la reseña de la declaración de la esposa de don Fernando Nieto, confirmadora de todo lo dicho por su marido, continúa el texto legal:

Reconocimiento de Vázquez Varela, por don Fernando Nieto (25 de julio).

-Formada rueda con ocho presos y Vázquez Varela, compareció el testigo don Fernando Nieto, y mandándole reconocer aquellos por si encontraba al sujeto a quien se ha referido en su declaración, lo verificó, señalando al que ocupaba el quinto lugar, que era el procesado José Vázquez Varela, manifestando que éste era el sujeto de quien había hecho referencia.

Por segunda vez se hizo la misma operación, designando al mismo, y en la tercera, cambiando de ropa y sitios, el señor Nieto volvió a designar al procesado José Vázquez Varela como el sujeto a quien había hecho referencia en su declaración, diciendo que le parecía, pero que no puede asegurarlo, cuya manifestación hizo también en los dos primeros reconocimientos.»

Conclusiones de la representación de la acción popular

La representación popular, ejercitada como queda dicho antes por distintos diarios madrileños, puntualizó, entre otras, las siguientes conclusiones:

«Había entrado Higinia en la mencionada casa -la de doña Luciana Borcino- por proposición que le hizo don José Millán Astray, para que coadyuvase el robo que quería hacer a la expresada señora un hijo que tenía preso, el cual iría con barba y una vez apoderado del dinero la daría una gratificación por el servicio de abrirle la puerta (folio 436 vuelto y 437).»

En el contexto de las mencionadas conclusiones figura la siguiente carta de Vázquez Varela, dirigida a su madre y escrita en la prisión:

«Me desayuné a las cinco; si tú crees que esto va a seguir así, te engañas, pues si tú tienes tomados los jueces por tu maldita lengua, que Dios te está castigando, yo conozco una justicia oculta que pondrá fin a las desgracias que me suceden por culpa de una madre sin corazón y sin vergüenza que tiene a su hijo preso y no se cuida de él, para que no se le haga tan penosa la cárcel. Contéstame pronto o, de lo contrario, tomaré medidas que tú misma comprenderás tu error. Si conforme estoy preso estuviera en la calle volvería a entrar para más tarde salir, que creo que así me sucederá cuando salga.»

En la conclusión cuarta puede leerse: «En su ejecución -la del crimen- han concurrido, respecto de Higinia Balaguer, las circunstancias agravantes de premeditación conocida y abuso de confianza, y respecto de José Vázquez Varela, con relación al cual el delito primero es el de robo con parricido, las dos expresadas y, además, la de haber empleado disfraz para cometerlo.»

Doctores tiene la Iglesia

Como epílogo, el fallo del tribunal:

«Fallamos: Que debemos condenar, y condenarnos a la procesada Higinia Balaguer Ostalé, por el delito complejo de robo con homicidio, a la pena de muerte, que se ejecutará en la forma que determinan los artículos 102 y siguientes del código penal, y en caso de obtener indulto, a la inhabilitación absoluta perpetua si no se hubiese remitido especialmente al concedérsela y por el de incendio, a la de dieciocho años de reclusión…

La sentencia condenaba a Dolores Ávila como cómplice a la pena de dieciocho años de prisión y absolvía a los procesados don José Vázquez Varela, don José Millán Astray y María Ávila Palacios.

No hubo indulto para Higinia Balaguer Ostalé: murió en patíbulo el sábado 19 de julio de 1890.

A los noventa años largos del primero de los dos famosos crímenes de la calle de Fuencarral, todavía hay historiadores del suceso escépticos con respecto a la bondad del fallo del tribunal. Sí, Higinia Balaguer, de acuerdo, pero, ¿sólo ella? Y Dolores Ávila, por supuesto. Por supuesto.


El primer crimen de portada

María Fabra – ElPais.com

7 de junio de 2014

El asesinato de la calle Fuencarral acabó con tintes corruptos y desató juicios paralelos.

Madrid se convirtió, en 1888, en escenario de un crimen que provocó altercados en las calles, el seguimiento diario por parte de la prensa, la implicación de corruptos, el brote de juicios paralelos, las dimisiones del director de la cárcel y del presidente del Tribunal Supremo y la traslación del juicio a la lucha de clases. El caso acabó en ejecución, la última que se hizo en público con garrote vil.

A estos ingredientes se unieron otros que lo convirtieron en uno de los más destacados de los que ha tenido el Tribunal Supremo y, por ello, ha merecido un capítulo del recién editado libro Los procesos célebres seguidos ante el Tribunal Supremo en sus 200 años de historia, editado por el Boletín Oficial del Estado.

Un perro narcotizado, la vida del Pollo Varela, una prueba de hipnosis que no fue admitida como tal, un expresidente como abogado defensor, unas colillas de las que nunca se descubrió al usuario, un indulto que no se concedió y una acusada que cambió hasta cinco veces su versión hicieron del asunto merecedor de la atención de Benito Pérez Galdós y, un siglo después, de un capítulo de la serie televisiva, La huella del crimen: «La historia de un país es también la historia de sus crímenes, de aquellos crímenes que dejaron huella», tal como anunciaba al inicio de cada programa.

El crimen de la calle Fuencarral hizo que «a partir de ese momento, todos los periódicos dedicaran una columna a los sucesos de la época», tal como señala el libro que detalla lo ocurrido entre el 1 de julio de 1888 y las cuatro de la madrugada del 29 de julio de 1890, cuando la condenada por el crimen, Higinia Balaguer fue ejecutada con garrote vil en un patíbulo instalado en el patio de la cárcel modelo de Madrid. «¡Dolores, catorce mil duros!», fueron sus últimas palabras.

Jurídicamente, el caso fue pionero en otro ámbito. Por primera vez se ejerció una acusación con la llamada acción popular, que representaba a los directores de los periódicos más importantes de la época. Se personaron al considerar que la investigación estaba atestada de irregularidades y por llegar al trasfondo del caso, en el que intuían implicaciones políticas. Su participación activa les sirvió para, además, tener acceso al sumario que, en algunos casos, fue reproducido por capítulos en las páginas locales. Antes de esto, los jueces tuvieron que batallar con las filtraciones y, dada la implicación de la prensa, con la aparición de juicios paralelos que incitaron a la celebración de manifestaciones y altercados, incluso con el apedreamiento del Ministerio de Justicia. Todo, a finales del XIX.

El caso se desató con la muerte de una mujer, Luciana Borcino, una viuda de 50 años de edad que, aunque vivía una vida austera, contaba con una gran fortuna. Luciana tenía un solo hijo, José Váquez Varela Borcino, de 23 años, que, en el momento de la muerte, cumplía condena por el robo de una capa. Luciana contrató para su servicio a Higinia que, antes, había trabajado en casa de José Millán Astray, director de la cárcel Modelo madrileña.

La noche del «horroroso crimen», tal como lo titularon los periódicos de la época, Luciana fue encontrada muerta en su casa, con varios navajazos en el abdomen y medio calcinada. Los vecinos, que acudieron alertados por el humo que salía del segundo piso del número 109 de la calle Fuencarral, encontraron, en la cocina, a la sirvienta, Higinia, desmayada y junto al perro de su señora, un fiero bulldog que yacía anestesiado.

Higinia fue detenida e interrogada. En su primera comparecencia ante el juez aseguró que «su señora» había recibido la visita de un señor y que ella se había retirado a dormir. También fue interrogado el hijo de la difunta, que negó cualquier implicación con la coartada de su estancia en prisión como base de su testimonio.

Pero todo cambió cuando se le permitió a Millán Astray, sin que se supiera en concepto de qué y por la relación laboral que habían mantenido, romper con la incomunicación a la que había sido sometida Higinia y conversar con ella para que esta se confesara culpable del crimen con la única intención de robar.

La siguiente de sus versiones cambió totalmente el rumbo de la investigación ya que la criada aseguró que el autor del asesinato había sido el hijo de la fallecida, el Pollo Varela, que había obtenido uno de los muchos permisos que Millán Astray le concedía, de manera irregular, para salir de la cárcel. El juez la creyó y decretó el procesamiento del director de la prisión madrileña, así como del hijo de Luciana.

La sociedad comenzó a dividirse. En las tertulias de café se empezaron a diferenciar los higinistas, partidarios de la criada, de los varelistas. Se interpretó, además, como el juicio al proletariado frente a la burguesía y la capacidad de influencia del dinero hasta culpabilizar a una pobre sirvienta. La prensa comenzó a hacerse eco y a inclinar la balanza.

Con tres tomos de sumario, que recogían el testimonio de 165 personas, 22 careos, 11 diligencias de registro, y 126 testigos declarados impertinentes, se cerró la investigación. El 26 de marzo de 1889 una muchedumbre se agolpó ante la sede del tribunal para intentar ocupar uno de los pocos puestos de la sala en la que se iba a celebrar el juicio, tal como describe el libro editado por el Supremo. Como abogado defensor de la principal acusada, Nicolás Salmerón, que 15 años antes presidió el Gobierno republicano.

Tras 36 sesiones, en el que Higinia volvió a cambiar su versión de los hechos, fue declarada culpable y condenada a muerte. El hijo de la fallecida fue absuelto, igual que Millán Astray que, no obstante, no solo acabó con su carrera al frente de la cárcel, sino también con la de Eugenio Montero Ríos, presidente del Tribunal Supremo, su protector, que también tuvo que dimitir.

Quedaron por resolver importantes dudas, como la de quién dejó las cinco colillas que se encontraron en el lugar del crimen pese a que Higinia no fumaba. Tampoco se supo qué quiso decir con su último grito. Lo que sí quedó claro fue el interés por los sucesos salpicados de corruptelas y por el posicionamiento social ante un caso con tantos ingredientes que lo hicieron merecedor de muchas portadas.


El crimen de la calle Fuencarral

P. Martínez Calpe

Este complicado caso, considerado como famoso en los anales de la Criminología, como pronto verá el lector, estuvo rodeado de una serie de hechos y circunstancias, que todo el pueblo de Madrid, ávido de justicia y considerando inocente a la acusada, estuvo a punto de alzarse contra las autoridades y fue preciso actuar con habilidad y diplomacia porque hubo momentos en que todo pareció irse de las manos.

Fue tal la pasión popular que se mezclaron intereses de todo tipo y se acusó a las autoridades de haber protegido a unos procesados y perjudicado a otros, de «origen humilde». Por otra parte, un grupo de periódicos, que estaban haciendo su agosto con la venta elevada de sus números, se reunieron para costear una acusación privada.

Los hechos que suscitaron tanta pasión ocurrieron en la finca núm. 109, de la calle Fuencarral, en Madrid, y todo empezó en la mañana del día 2 de julio de 1888, cuando Manuel Triviño, portero de la señalada finca, se presentó en el Juzgado de Guardia del distrito de Hospicio para informar que en el cuarto piso, segundo izquierda, de la casa en la que trabajaba como portero, salía humo de un balcón y pidió un mandamiento judicial para poner penetrar en la vivienda.

El portero fue autorizado para allanar la morada, para lo cual le acompañó el juez de Instrucción, señor Peña. Una vez en el interior del piso cuarto, segundo izquierda, se encontraron con dos mujeres. La primera, que resultó ser doña Luciana Borcino, dueña del piso, estaba tendida en el suelo de una de las alcobas, muerta y con la mitad superior del cuerpo ya carbonizado. La segunda mujer, que resultó ser Higinia Balaguer Ostalé, yacía en la cocina, desvanecida. Pero cuando se recobró, pudo prestar declaración a las autoridades, diciendo su nombre y que se encontraba al servicio de doña Luciana desde hacía seis días.

-No recuerdo nada de lo ocurrido -explicó Higinia-. Cuando regresé anoche a casa, la señora estaba en compañía de un caballero. Y fue él quien me ordenó que me retirase.

»Así lo hice, sin hablar con la señora. Y cuando me desperté había una humareda tan densa que me hizo perder el sentido.

Cuando le preguntaron si doña Luciana Borcino tenía algún familiar, contestó:

-Sí, creo que tiene un hijo. Pero ignoro dónde y cómo se llama.

Higinia Balaguer terminó su declaración diciendo que desde que llegó de su pueblo sólo había trabajado allí, en la calle Fuencarral, y en el domicilio de don José Millán Astray, director de la Cárcel Modelo de Madrid.

Naturalmente, el notable funcionario público fue requerido por el Juzgado y, en efecto, dijo que conocía a Higinia Balaguer, que había trabajado en su casa, así como también conocía a doña Luciana, a la que había recomendado a Higinia, y que el hijo de doña Luciana Borcino, llamado José Vázquez-Varela y Borcino, se encontraba cumpliendo condena en la cárcel de la que él era director.

Doña Luciana tenía cincuenta años, era viuda, gozaba de saneadas rentas, y cuidaba de su hijo José, un tipo achulado, de conducta inmoral e irregular, así como de pésimos antecedentes, que se encontraba encarcelado desde el 20 de abril, o sea que llevaba en prisión casi tres meses, por haber robado una capa en el «Café Mazzantini».

Atestiguaron también los forenses, doctores Sicilia, Bustamante, Lozano y Bueno, coincidiendo todos ellos en que la víctima había recibido tres puñaladas en el pecho, una de las cuales había seccionado el cartílago de la quinta costilla, llegando al pericardio y ocasionándole la muerte instantánea. Informaron también de que el cuerpo de la víctima tenía la cabeza y las extremidades superiores carbonizadas. En cuanto a la hora del fallecimiento se estimó alrededor de las diez de la noche anterior, o sea el 1 de julio de 1888.

La primera diligencia que realizó el juez de Instrucción, fue decretar el procesamiento de Higinia Balaguer, en la que parecían existir indicios de criminalidad, así incomunicación, para luego pedir declaración al hijo de doña Luciana, que se encontraba en la Cárcel Modelo.

José Vázquez Varela dijo que se había enterado de la muerte de su madre por mediación de un funcionario de la prisión, añadiendo que conocía perfectamente la adinerada situación de su madre, pero que ignoraba si pudiera tener enemigos capaces de desear su muerte. Añadió que su madre poseía un carácter irritable, desigual y violento y que desconocía si poseía amistades de cualquier tipo.

Por otro lado, la investigación policial llegaba al convencimiento de que el crimen había tenido como móvil el robo, ya que el armario de la víctima parecía haber sido registrado, mientras que en las demás alcobas no se notaba desorden alguno. No obstante, en otra habitación se encontró un envoltorio que contenía alhajas y objetos de valor.

Y ahora viene algo que debió tenerse en cuenta, ya que resultó en extremo irregular, y de lo que se hizo eco la Prensa con todo lujo de detalles, por lo extraño y fuera de lugar.

Como Higinia Balaguer estaba incomunicada y no soltaba prenda, el señor don José Millán Astray se ofreció al juez para, aprovechando su amistad y ascendencia con Higinia, ya que había servido en su casa, procurar sacarle la verdad de los hechos.

¿Extraño, no? Higinia Balaguer había sido criada de don José Millán, el cual la «recomendó» después para trabajar en casa de doña Luciana, cuyo hijo estaba encarcelado en la cárcel de la que él era director.

Y lo anormal del caso es que el juez instructor, autorizó a don José Millán Astray a que, previo levantamiento de la incomunicación, hablase con la reclusa, para lo cual extendió una autorización dirigida al director de la Cárcel de Mujeres, amigo y conocido de don José Millán Astray, que antes había sido su señorito. Higinia se desdijo y se confesó autora de la muerte de doña Luciana, a la que mató y robó y el producto del robo se lo entregó a una amiga suya, llamada Dolores Ávila, que vivía en un bajo de la calle de Eguiluz, acompañada de una hermana suya, llamada María.

A pesar de lo insólito que resultaba todo aquello, lo irregular de la intervención del director de la Modelo, cuya autoridad sobre Higinia se demostraba tan patente, por lo que la gente empezó a sospechar que algo más podría haber entre don José Millán y su ex sirvienta, y a que Dolores Ávila fue detenida y negó sistemáticamente toda complicidad con Higinia, así como negó haber recibido un pañuelo conteniendo alrededor de diez mil pesetas; las cosas se estaban complicando cada vez más.

Y el colmo del suceso llegó en el momento en que Higinia Balaguer Ostalé declaró de nuevo ante el juez instructor y volvió a rectificar su declaración:

-Todo lo que dije en mi anterior declaración fue mentira. La verdad es ésta: don José me indicó que yo tenía que colocarme en casa de doña Luciana. Me contó que la señora tenía un hijo preso en la cárcel, del que se estaba aprovechando, dado que lo había dejado encarcelar por no pagar una fianza insignificante. Lo que yo tenía que hacer, una vez colocada en casa de doña Luciana, era franquear el paso al hijo, cuando llegase, a cambio de lo cual sería gratificada generosamente.

Fue tal y como lo cuento: el señorito mató a su madre y el señor Millán lo planeó.

Al escuchar esta declaración, el juez de Instrucción hizo comparecer al director de la Cárcel Modelo y lo sometió a careo con Higinia Balaguer. La escena fue muy violenta, ya que don José Millán Astray lo negó todo y sufrió un ataque de nervios, lo que le hizo caer al suelo, donde tuvo que ser atendido por los médicos antes de poder reanudar la diligencia.

El resultado del careo entre Higinia y don José, en el que ambos se mantuvieron en sus declaraciones anteriores, fue que el juez de Instrucción ordenó la detención del director de la Cárcel Modelo y luego el registro de su domicilio, donde no se halló nada que pudiera delatarle.

Sin embargo, con el procesamiento de don José Millán Astray, el caso del crimen de la calle de Fuencarral tomó un nuevo sesgo, tan imprevisto como insospechado, y que el hijo de doña Luciana no pudo, prácticamente, asesinar a su madre… ¡Porque estaba encarcelado!

Cuando, tras las declaraciones de Higinia Balaguer, apareció en escena el nombre de José Vázquez Varela, la sorpresa de todos fue enorme. ¿Cómo un preso puede matar a alguien que está fuera de la cárcel? ¿Y cómo un hijo iba a matar a su madre?

Pero, por encima de todo, estaba el prestigio del director de la prisión. ¿Acaso éste había dejado salir al hijo de doña Luciana para que cometiera el delito y que nadie pudiera sospechar de un encarcelado? La posibilidad era tan descabellada que resultaba increíble. Y, sin embargo, Higinia Balaguer había sido criada de don José; llevaba sólo seis días en casa de doña Luciana, cuyo hijo estaba en prisión por el simple robo de una capa, siendo un rico y acaudalado heredero, y… ¿Por qué no suponer que todo era una trama siniestra, perfectamente organizada por el malvado director de la prisión?

Y la voz del pueblo se extendió, no tardando en surgir voces, como la de los señores Pedrero, Ramos Querencia, Díaz, Nieto y Raffo que afirmaron haber visto a José Vázquez Valera y Borcino por distintos lugares de Madrid durante el período de su encarcelamiento, lo que venía a significar que el preso gozaba de libertad para entrar y salir de la cárcel cuando se le antojaba.

Todo lo que antes pareció tan insólito ahora empezaba a ser verosímil. Había un motivo: el deseo ambicioso de un hijo que, en complicidad con el director de la prisión, quería apoderarse de una herencia importante. Estaba la criada, Higinia Balaguer, que obedecía ciegamente a su anterior señorito, por razones que mucha gente empezaba a comprender y que se relacionaban con el sexo, de ahí la ascendencia de don José. Y, lo más importante era la declaración de don Luis Ramos Querencia, funcionario de la cárcel, quien manifestó haber escuchado a José Vázquez Varela confesar a otro preso ser el autor de la muerte de su madre.

Todas estas declaraciones venían a modificar notablemente las líneas generales del ya famoso crimen de la calle Fuencarral, dándole un aspecto completamente distinto, puesto que se estableció:

1. José Vázquez Varela estuvo almorzando el día 1 de julio en casa de su madre, en vez de encontrarse en la Cárcel Modelo.

2. José Vázquez Varela salió de la casa de la calle de Fuencarral a eso de las diez y media, para regresar allí dos horas más tarde, esta vez acompañado por dos amigos suyos, llamados Medero y Lossa.

3. Una vez en el interior de la vivienda, el hijo de la víctima permaneció en la cocina, con Higinia Balaguer, mientras que sus cómplices, Medero y Lossa, asesinaban a doña Luciana.

4. Una vez cometido el crimen, los tres hombres entregaron a Higinia Balaguer mil pesetas, para que callara, y se dirigieron en dirección al «Café Madrid». Pero aquella noche José Vázquez Varela no regresó a la cárcel hasta las tres y media de la madrugada.

5. Por su parte, Higinia Balaguer, al quedarse sola, salió de la casa de la calle Fuencarral y fue en busca de su amiga Dolores Ávila, la que vivía en un bajo de la calle de Eguiluz, a la que entregó un pañuelo que contenía noventa y dos mil reales, los cuales acababa de sustraer del armario de la alcoba de doña Luciana.

6. Después de haber entregado el dinero a Dolores, Higinia compró una lata de petróleo y roció con él el cadáver de doña Luciana, para hacerlo desaparecer. Pero la delataron los nervios y temió morir abrasada, porque no tuvo valor y pidió auxilio al portero de la finca, Manuel Triviño, el cual llamó a las autoridades.

Naturalmente, ante estos supuestos hechos, la justicia ordenó la detención de Lossa y Medero, llevándolos a la cárcel, donde se defendieron alegando que todo era una invención de la Higinia.

Por su parte, José Vázquez Varela tenía la mejor coartada de todos. ¿Cómo iba a salir de la Cárcel Modelo para matar a su madre?

Naturalmente, las autoridades judiciales aceptaron estas declaraciones y los dos amigos de Vázquez Varela fueron puestos en libertad.

Y el director de la Cárcel Modelo, don José Millán acusó a Higinia de haberse inventado aquella absurda historia, calificándola de «insidiosa y diabólica». Para poner en más dificultades a Higinia, hasta su amiga Dolores Ávila y su hermana María negaron su complicidad en el crimen y mucho más el haber recibido dinero de la acusada.

Como es lógico, todo Madrid empezó a comentar el crimen de la calle Fuencarral y empezaron a recibirse cartas en los periódicos, preguntando si podían los presos salir de la cárcel para cometer delitos. Se acusó de corrupción a las autoridades, a las que se hizo cómplices de asesinos, y de esto pasó a decirse que en los juzgados se protegía a los ricos culpables y se castigaba a los pobres inocentes.

El sumario empezó también a complicarse, porque los encartados modificaron sus anteriores declaraciones. Apareció un tipo que dijo ser amante o novio de Higinia Balaguer, llamado Fernando Blanco, al que la justicia procesó y encarceló, para luego soltar porque no se tenían pruebas contra él.

Higinia volvió a declarar que los culpables fueron Dolores Ávila y José Vázquez Varela. Pero éste declaró que la única responsable era la Balaguer, añadiendo que la conocía desde hacía tiempo y la creía capaz de cualquier cosa, incluido el asesinato.

¡Menudo cacao, «puzzle», follón o desaguisado como se diría ahora! Unos acusaban a otros, intercambiándose los papeles, como si entre todos la hubieran matado y nadie lo hubiese hecho. Pero los testigos de que José Vázquez era visto con frecuencia por la calle, y que José Millán Astray era tan canalla como los «huéspedes» puestos a su cuidado por la justicia, aparecían por todas partes, comentándose cosas increíbles.

«Pero, ¡bueno!, ¿es que usted no cree que el director no recibe una buena «tajada» de todo lo que «afanan» sus amigos, cuando los deja salir de noche? ¡Menudo negocio tiene montado el fulano!»

Fue por entonces cuando se reunieron los directores de los periódicos, entre los que estaban los de El Resumen, La Iberia, La República, La Opinión, El País y alguno más, para entablar lo que se llamó una «acción popular», a fin de intervenir de modo directo en los hechos y ayudar, si era posible, a la justicia.

El primer paso fue allegar fondos para costear una acusación privada, encargo que se encomendó prestigioso abogado y político, don Francisco Silvela. Y aquí sí que ardió Troya, porque el presidente del Tribunal Supremo, don Montero Ríos, salió a la palestra preguntando: «¿Para qué, tanto lío?» Y don Antonio Cánovas del Castillo no vio con buenos ojos que Silvela se metiera en tan feo asunto. Periodistas distinguidos, como don Mariano de Cavia, escribieron artículos en la Prensa, tomando partido por unos y por otros. Por aquel tiempo, El Liberal se convirtió en el periódico más leído de España, gracias a sus páginas de «Sucesos», o mejor dicho, del «suceso», porque sólo había uno… ¡Y qué suceso!

La intervención de la Prensa pareció ser la espoleta que hizo estallar violentamente el caso, proyectándolo al ámbito nacional, e incluso internacional, puesto que en el extranjero también se habló de él. Y no faltaron las atinadas preguntas de los periodistas, algunas de las cuales eran sagaces, aunque no jurídicas.

En primer lugar se preguntó mucha gente cómo pudo Higinia Balaguer asesinar a doña Luciana, cuyas heridas exigieron una violencia y una energía de las que Higinia carecía.

Después venía la «prueba» contra José Vázquez Varela, a quien el funcionario de la Cárcel Modelo, don Luis Ramos Querencia, aseguraba haber visto por las calles de Madrid durante el tiempo de su encarcelamiento. Y lo mismo dijeron Pedrero, Nieto, Raffo y Tomás Díaz.

Y en tercer lugar venia la más terrible y enrevesada duda: ¿Qué papel jugaba en todo aquello don José Millán Astray? En primer lugar, Higinia Balaguer había trabajado en su casa, de donde salió para ir a servir a casa de dolía Luciana. Y siguiendo esta deducción, todo parecía ideado por el director de la Cárcel Modelo, la única persona en todo Madrid que podía sacar presos sin ayuda de nadie, aunque tuviera necesidad de la complicidad de algún funcionario adicto.

Se habló mucho del hecho irregular de que el juez de Instrucción autorizase a don José Millán para hablar con Higinia Balaguer en la Cárcel de Mujeres, de donde obtuvo la confesión de culpabilidad de la acusada, hecho que se logró sin testigos presenciales, como si don José Millán hubiera prometido algo a su ex criada. Pero, ¿cómo se justificaba posteriormente la contradeclaración de Higinia, el careo con don José y el ataque de histerismo de éste?

Y luego, ¿quiénes eran las hermanas Ávila, Dolores y María, y qué papel jugaron los presuntos asesinos, Lossa y Medero, acusados por Higinia Balaguer de ser los autores del asesinato?

Y la Prensa popular no tardaría en acusar abiertamente, diciendo que la maquinaria procesal eludía los nombres de Millán Astray y Vázquez Varela, debido a no se sabía qué inconfesables intereses mientras que se infringían determinadas normas de la justicia.

Todo Madrid ardía en conjeturas y suposiciones. Cada uno alegaba saber las cosas mejor que nadie, porque se estaba muy bien enterado, pero no podían decir quién les informaba. Y con aquel jaleo, el sumario fue adquiriendo proporciones desmesuradas y fue necesario señalar la vista de la causa. Al fin se comunicó que el juicio tendría lugar en el viejo edificio de las Salesas, el 26 de marzo de 1889.

Aquel día amaneció con el aire de una gran festividad. Gentes de todas partes de la villa y corte se concentraron en las inmediaciones del Palacio de Justicia. Todos querían asistir al juicio llamado ya del «siglo» y era obvio que muchos se iban a quedar en la calle.

Cuando se constituyó la sala y se dio comienzo al juicio oral, la gente se había acomodado como buenamente pudo pero el apiñamiento en el exterior del edificio era increíble.

Comenzó el juicio y el relator, señor Gutiérrez, dio lectura a los escritos de conclusiones que obraban en el sumario y que eran dieciocho folios a doble columna.

Una vez terminada esta parte del proceso se concedió el uso de la palabra a las partes, empezando por el Ministerio Fiscal, representado por el señor Toda, quien comenzó su informe acusando a Higinia Balaguer de haber dado muerte a doña Luciana Borcino, cuyo cadáver roció después con petróleo y le prendió fuego, con la intencionalidad de ocultar su horrendo crimen. Acusó también el señor fiscal a Higinia Balaguer de haberse apoderado de las alhajas de la víctima y 92.000 reales, y que entregó a su cómplice, acusada también, Dolores Ávila, la cual había hecho ocultación de dicho dinero, negando haberlo recibido, y era, por tanto, encubridora del delito.

Inmediatamente después, el señor Toda descartó, por no haber resultado probada, la presunta participación de don José Millán Astray, de José Vázquez Varela y de María Ávila.

Hecha esta declaración, el Ministerio Fiscal pidió pena de muerte para Higinia Balaguer Ostalé, con indemnización de 10.000 pesetas a los herederos de la finada; doce años de prisión mayor para Dolores Ávila, más las costas accesorias, y la libre absolución, finalmente, de los demás procesados.

Pero la acusación privada, formada por un grupo de abogados, consideraron en su informe que Higinia Balaguer era culpable de homicidio, junto con José Vázquez Varela y José Millán Astray. La exposición de la acusación privada fue que José Millán Astray propuso a Higinia que entrase como sirvienta en el domicilio de la víctima, con objeto de facilitar la comisión del hurto; acusaron también a Millán Astray el permitir el quebrantamiento de la condena de Vázquez Varela, permitiéndole salir de la cárcel. Elevaron el cargo de encubridora a Dolores Ávila y a su hermana María la declararon ajena a toda culpa.

La pena que pidieron para Higinia Balaguer y José Vázquez Várela fue la de muerte para ambos; doce años de prisión para José Millán Astray y Dolores Ávila y la absolución de la restante encartada, María Ávila.

En último lugar, la madre de doña Luciana, representada por el letrado señor Villa, también ejerció su derecho de acusación privada y solicitó pena de muerte para Higinia Balaguer y se abstuvo de formular cargo alguno contra los demás.

Al terminar las acusaciones llegó el turno de los abogados defensores, que se prolongarían durante varios días, y en cuyas sesiones se citaron a más de cuatrocientos testigos.

El defensor de Higinia Balaguer, señor Galiana, empezó diciendo que la víctima, con motivo de ligeras y disculpables faltas domésticas, insultó y agredió a su sirvienta, que, en disculpable reacción acometió a la señora, causándole la muerte. Y por tanto, esto debía de ser considerado como un delito de homicidio con los atenuantes de provocación y arrebato, lo que sólo merecía la pena de doce años de prisión mayor.

Habló posteriormente el defensor de José Vázquez Varela, señor Rojo, quien empezó diciendo que su defendido era inocente y que no había participado en los hechos de autos porque estaba encarcelado. El hecho de su procesamiento se debía a la airada campana de Prensa y a la hostilidad que se había vuelto contra él, dado el apasionamiento que envolvió el caso. Y como, evidentemente, su defendido no pudo intervenir en tan luctuoso suceso, solicitó la libre absolución de José Vázquez Varela.

El letrado que se encargó de la defensa de José Millán Astray fue el señor Díaz Cobeña, quien negó rotundamente la acusación contra su cliente, diciendo que los verdaderos culpables habían lanzado una terrible calumnia contra él, no sólo de complicidad en el asesinato sino también de incumplimiento en su deber como director de la Cárcel Modelo, puesto que era inadmisible aceptar que dejase entrar y salir a los presos. «¿Se dan ustedes cuenta de lo que esto significa?» ¿Y si los presos no volvían a su encierro, cosa muy probable?» Y que él supiera, nadie de los confiados a su custodia faltaba nunca. Por todo ello, el señor Díaz Cobeña pidió la absolución de su defendido con todos los pronunciamientos favorables a fin de restablecer su buen nombre y prestigio.

Por último, en defensa de Dolores y María Ávila tomó la palabra el defensor, señor Pérez de Soto, quien se limitó a pedir la libertad de sus defendidas, después de haber negado la culpabilidad de ambas en el encubrimiento y la comisión del crimen que se les acusaba.

El juicio duró exactamente dos meses y concluyó el 25 de mayo, señalándose el día 29, o sea cuatro días después, para la lectura de la sentencia, de la cual se encargó para su redacción, en calidad de ponente habilitado, el magistrado don Conrado de Córdoba.

Y como anécdota, podemos explicar que si hubo expectación para la vista oral, para la lectura de la sentencia fue muchísimo mayor el interés, ya que fue preciso reforzar la guardia en torno a las Salesas, colocando cuarenta guardias civiles y un centenar de policías de Seguridad, a fin de asegurar el orden público.

Todo el mundo quería conocer la sentencia de «primera mano». Se dijo que en torno al Palacio de Justicia se habían reunido más de cinco mil personas.

La Prensa dio cumplida nota de todos los detalles, diciendo que se llegó a pagar hasta un «amadeo» de plata por gozar de un puesto en el interior de la sala.

Cuando los acusados llegaron a la Audiencia la escena se convirtió en digna de una de las mejores zarzuelas de la época. Higinia Balaguer y Dolores Ávila fueron recibidas por la muchedumbre castiza con vivas muestras de afecto y simpatía, obsequiándolas hasta con décimos de lotería, dinero, flores y alimentos. Por el contrario, José Millán Astray y José Vázquez Varela fueron abucheados, silbados y escupidos, llamándoles por los nombres más vergonzosos. Sin embargo, serían los defensores de la justicia, guardias y escolta, los que recibieron las muestras de hostilidad pública. Estaba ocurriendo, desgraciadamente, que el pueblo de Madrid, generoso y sentimental, se dolía de antemano de una sentencia que aún no se había pronunciado.

Al fin, se logró poner orden en aquella babélica reunión, y tomó la palabra el juez don Conrado de Córdoba, cuando se pusieron en pie los acusados.

Admitió la sentencia como probados los resultados del sumario y declaró a Higinia Balaguer Ostalé culpable de los delitos de asesinato y robo, con el agravante de incendio, y a Dolores Ávila de los de complicidad y encubrimiento, no encontrándose, por el contrario, pruebas de las que pudiera deducirse la participación de José Millán, María Ávila ni José Vázquez en la realización del crimen. Así, en tal sentido, emitió la ley su veredicto.

Se trataba de una sentencia en la que no había dudas. Era clara, definitoria, tajante. Condenaba a Higinia Balaguer a la pena de muerte y a Dolores Ávila a la pena de dieciocho años de reclusión. Higinia escuchó la sentencia con expresión impasible mientras que Dolores se puso a llorar, como si la condenada a muerte fuese ella. Además, la sentencia absolvía a los demás procesados, con todos los pronunciamientos favorables.

Como nota destacada, Pablo Iglesias escribió un artículo durísimo en El Socialista, acusando a la Prensa de «manipulación» en el caso del crimen de la calle Fuencarral.

Pero el fallo no había dejado satisfecho a nadie, empezando por los letrados de la llamada «acción popular». Y la absolución del director de la Cárcel Modelo se consideró como un atentado a los principios más elementales de la justicia. Por lo visto, todo el mundo estaba convencido de que el instigador era, precisamente, el director de la cárcel. Nadie dudaba de que Higinia fuese culpable, pero se pretendía culparla sólo a ella y los otros también merecían un castigo, como coautores, instigadores y cómplices.

El todo Madrid estaba convencido de que Higinia no había podido matar a doña Luciana, y las contradicciones de unos y otros durante el juicio apoyaban las creencias populares. Higinia Balaguer, era, en el sentir general, una especie de «chivo expiatorio» o «Cabeza de turco» que era necesario sacrificar a fin de ocultar la responsabilidad de los verdaderos autores. Y éstos, para el pueblo, eran, José Millán Astray y José Vázquez Varela.

La sentencia, por lo tanto, fue recurrida al Tribunal Supremo, en primer lugar porque contenía una pena capital, y en segundo porque no la aceptaron los abogados defensores. El caso había alcanzado ya un revuelo de orden internacional y en todas partes estaban pendientes de los menores detalles o informes.

Y el clamor llegó a su punto máximo cuando se supo que el ex Presidente de la República, don Nicolás Salmerón y Alonso, había accedido a hacerse cargo de la defensa de Higinia Balaguer. Entonces intervinieron los políticos, la Prensa y el público se metió contra la Administración judicial, se habló de corrupción y de otros delitos públicos, y las voces adquirieron caracteres desproporcionales.

Se reanudaron las diligencias ante la revisión del proceso y los abogados lograron retrasar casi un año la revisión, que no se pudo iniciar hasta el 11 de abril de 1890.

El señor Nicolás Salmerón tuvo tiempo más que sobrado para estudiar el sumario y elaborar sus informes. Pero en España no se cesó de tejer y destejer, obteniendo cada peninsular su propia teoría del caso, en la que Higinia Balaguer iba adquiriendo más el papel de víctima que de culpable.

Por todo esto habría de ser tan discutida aquella desgraciada mujer. Hablaron de ella escritores tan famosos como Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán y hasta Pío Baroja. Su nombre ocupó las primeras páginas de todos los periódicos del país y si hubiésemos de comparar, tuvo mucho más renombre que el caso del asesinato de los marqueses de Urquijo, en nuestros días, a pesar de que ahora ha intervenido hasta la televisión.

En conclusión, todos los lugares de España estaban apasionados por la historia, que leían los cultos de los pueblos para los analfabetos. Y se hicieron innumerables canciones, refranes, dibujos, chistes y ditirambos relacionados con el famoso caso.

Se abrió, por tanto, la revisión del Proceso, el 11 de abril de 1890, donde si bien apareció el ex Presidente de la República, no estaban ni José Vázquez Varela, ni su amigo Medero, éste por encontrarse en prisión, cumpliendo condena, y aquél por hallarse en Vigo, donde realizaba gestiones relacionadas con su herencia.

Don Nicolás Salmerón empezó diciendo que se había hecho cargo de la defensa de Higinia Balaguer para servir a la justicia, en tono elocuente y prosopopéyico, de una brillantez parlamentarista, impugnando, con grandilocuencia admirable y maravillosa, los resultados de la sentencia. Según él, culpar a Higinia de única responsable del crimen era tanto como suponer que se ignoraba el sentido mismo del delito. Por una parte, la naturaleza de las heridas encontradas en el cuerpo y cabeza de la víctima, daba lugar a la verificación del asesinato por más de una persona. Y por otra parte, estaban las declaraciones de Luis Ramos Querencia, que no dejaban lugar a dudas acerca de la complicidad de Medero, Lossa y José Vázquez Varela.

Después de esto, don Nicolás Salmerón solicitó la exhumación del cadáver de la víctima, solicitud que fue desestimada por el Tribunal, y acusó abiertamente al Ministerio Fiscal de haber sido parcial a la hora de juzgar la sospechosa y contradictoria conducta de José Millán, al que su condición de funcionario público no eximia de culpabilidad.

Y, finalmente, el ilustre defensor, pidió para su defendida la pena de doce años de reclusión, como cómplice en un delito de homicidio.

Una maravillosa defensa, pero que dejó al gran público insatisfecho, porque se esperaba más del notable político.

También hicieron uso de la palabra los abogados de la «acción popular» y de Dolores Ávila, los señores Ballesteros, Ruiz Giménez y Pérez de Soto, que se reafirmaron en sus ya conocidos alegatos relativos a la condena de José Millán Astray y José Vázquez Varela. En cuanto a Dolores Ávila se solicitaba su absolución ya que, no habiéndose efectuado robo alguno, la disculpa del delito de complicidad.

Por su parte, el Ministerio Fiscal no cambió ninguno de sus cargos. Y, por tanto, sólo quedaba el inapelable fallo del Tribunal Supremo, sentencia que se pronunciaría el día 26 de abril, confirmando el Alto Tribunal la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, por la que se decretaba «garrote vil» para Higinia Balaguer y dieciocho años de prisión para Dolores Ávila.

Inmediatamente de conocerse la sentencia se produjeron las reacciones populares, algunas de ellas expresadas por medio de la violencia y las alteraciones del orden público, como hicieron los estudiantes al apedrear el Ministerio de Justicia y reclamando la anulación del veredicto. Otras personas recurrieron a la vía legal y recogieron firmas, solicitando el indulto de Higinia Balaguer. Y parece ser que a esta solicitud se unieron personalidades tan conocidas como Mariano de Cavia, Romero Robledo, Pérez Galdós, quien escribiría sobre el caso, y hasta el presidente del Fomento de las Artes. Y todos dirigieron su esperanza hacia el Presidente del Consejo, por ser el que debía suplicar a la reina María Cristina.

Sin embargo, en Consejo de Ministros celebrado el día 16 de julio de 1890, y presidido por don Antonio Cánovas, se rechazó tal petición y la sentencia del Tribunal Supremo no tenía más remedio que cumplirse. Además, la Reina Regente se encontraba ya en San Sebastián y parece ser que no se quiso molestarla.

La denegación del indulto puso en movimiento a la justicia y se redactó el Auto de Pormenores, con fecha del día 17, redactado por los magistrados señores Hernández, Eguizábal, Valcárcel e Iruegas, por el cual se fijaba para las seis de la mañana del día 18 de aquel mismo mes, o sea al día siguiente, el traslado de Higinia Balaguer a la Cárcel Modelo, ¡de donde don José Millán Astray ya no era director!, y a las ocho de la mañana del día 19, como hora exacta de la ejecución. Se dispuso también la requisitoria al verdugo de la Corte y a las autoridades eclesiásticas para que nombrasen dos sacerdotes a fin de auxiliar espiritualmente a la condenada.

Así pues, el día 18, en coche celular adecuado, se realizo el traslado desde la Cárcel de Mujeres a la Modelo, donde se la encerró en la celda destinada a los condenados a muerte. Allí, el alguacil señor Morais procedió al requisito legal de leer la sentencia, dejando a continuación a Higinia Balaguer en capilla, bajo los cuidados y la vigilancia de dos celadoras y de cuatro hermanos de la Caridad.

Veinticuatro horas hubo de permanecer Higinia en capilla, pero debieron parecerle toda una vida, ya que la esperanza de todos estaba puesta en la anhelada notificación de indulto, que aún podía llegar. Pero a medida que pasaban las horas y no se recibían noticias, la desesperación se adueñó de Higinia y no sirvió de nada el consuelo espiritual que le prodigó el sacerdote don Vicente Villa, párroco de San Ildefonso, ni los cuidados médicos del doctor Rufilanchas, quien hubo de administrar a la infortunada inyecciones antiespasmódicas.

Fue el médico quien aconsejó a Higinia que tomase algún alimento y ella pidió una sopa de fideos, merluza y guindas en almíbar. Después de esto, se acostó, diciendo a sus acompañantes:

-Por favor, no me despierten hasta las cinco de la tarde.

Y pese a que todos guardaron silencio, dejándola sola, la condenada no pudo dormir, ya que, indudablemente, debió hacer revisión de su vida y concienciarse a sí misma de si la justicia había tenido razón o no al condenarla a muerte. Cualquiera que hubiese sido el veredicto que ella misma decretó, nadie lo supo.

Poco después de las cuatro de la tarde, llegó el abogado señor Galiana, acompañando a Elías Balaguer, hermano de la condenada, lo que fue motivo de una escena de gran patetismo dramático. El letrado hubo de intervenir para evitar a Higinia mayores angustias y congojas.

El señor Galiana dijo que confiaba en las gestiones que estaban llevando a cabo los defensores Homero Robledo y Fernández Villaverde, por lo que todavía era posible que llegase a tiempo la notificación del indulto.

Después, Higinia Balaguer, aprovechando la presencia allí del abogado Galiana, quiso hacer testamento, por lo que se requirió la presencia del nuevo director de la prisión, el señor Aldao, y ante los dos otorgó Higinia su última voluntad, repartiendo todos sus bienes, que ascendían a 136 pesetas de la forma siguiente: 34 pesetas fueron destinadas a misas por el descanso de su alma en la iglesia del Pilar de Zaragoza; 51 pesetas para misas a la memoria de su padre, en la parroquia de Ainzón, y el resto para que le fuesen entregadas a su hermano Elías.

Mientras, en el patio de la cárcel, el verdugo levantaba el patíbulo. Y en el interior de la capilla, Higinia pidió confesión al padre Villa, reiterándole una vez más su inocencia en el crimen.

Llegó después a visitarla el gobernador civil de Madrid señor Sánchez Bedoya, el cual hizo entrega al sacerdote de 500 pesetas para costear los gastos de entierro.

Después de cenar, a eso de las nueve de la noche, Higinia se acostó de nuevo y descansó hasta las cuatro de la madrugada, hora fijada para la misa previa a la ejecución. Y aunque aún no había amanecido, en el exterior de la cárcel la gente ya se agrupaba ante el tablado levantado por encima de los muros, como era habitual en todos los agarrotamientos públicos.

A las siete de la mañana, el verdugo penetró en la celda de la condenada a muerte a fin de solicitar el perdón de la condenada, la cual se lo concedió entre lágrimas y sollozos.

Higinia Balaguer, para el acontecimiento más importante de toda su existencia, se había vestido con un traje negro, liso, cerrado hasta el cuello, y se cubría con un pañuelo de lunares. Estaba muy pálida y desmejorada. El doctor Rufilanchas dijo que sus pulsaciones habían aumentado a 122, sin que se modificase la temperatura.

En cuanto a las inmediaciones de la Cárcel Modelo, alrededor de las ocho de la mañana, eran un hervidero de gentes que habían acudido de todas partes a presenciar la ejecución. Había más mujeres que hombres y abundaban mucho también los niños, algunos de corta edad.

Se habían destinado casi cien guardias civiles para mantener el orden, los cuales pugnaban sobre sus corceles para impedir que la muchedumbre se acercase más allá de los cincuenta metros permitidos entre los muros de la prisión y el público. Y la verdad es que nadie quería perderse el espectáculo.

Llegada la hora de la ejecución y perdida definitivamente la esperanza de recibir la notificación del indulto, el director de la prisión, señor Aldao, ordenó que se pusiera en marcha el cortejo, iniciando la marcha los hermanos de la Caridad, con la cruz alzada. Iba inmediatamente después Higinia Balaguer, custodiada por dos guardianes y acompañada del sacerdote. Cerraban el cortejo el médico y tres funcionarios. Sobre la plataforma del patíbulo esperaba el verdugo, que vestía de gris oscuro, con chaleco y gorra del mismo color. En un espacio separado se habían reunido la Prensa y algunos altos personajes, especialmente interesados en asistir a la ejecución, entre los que podemos citar al duque de Alba, el marqués de Bogaraya, que era por entonces alcalde de Madrid, y la famosa novelista Emilia Pardo Bazán.

Debía encontrarse también por allí Pío Baroja, puesto que también describió la ejecución en su obra Mala hierba, diciendo:

«La Flora recordó que de chica había visto la ejecución de la Higinia. Había ido con la hija de la portera de su casa.

»-Allí estaba el patíbulo -y señaló el centro de una tapia frente a la capilla- En los desmontes hormigueaba el gentío. Vino la Higinia vestida de negro, apoyada en los hermanos de la Paz y Caridad; debía de estar ya muerta de espanto; la sentaron en el banquillo, y un cura con una cruz alzada se puso delante de la Higinia; la ató el verdugo unas cuerdas por los pies, sujetándole las faldas; luego la tapó la cara con un pañuelo negro, y, poniéndose detrás de ella, dio de prisa dos vueltas a la rueda; en seguida le quitó el pañuelo de la cara y quedó la mujer tan raída sobre el palo.»

Claro que este testimonio bien pudo obtenerlo Pío Baroja de la Prensa de entonces, cuyos cronistas nos han legado todo lujo de detalles, como, por ejemplo, que dos hermanos de la Caridad ayudaron a Higinia a subir al estradillo, desde donde podía ser vista por el numeroso gentío, y la acompañaron hasta la silla del garrote. El cura rezó de nuevo mientras el verdugo le ataba las muñecas y los tobillos. Hecho esto, con su propio pañuelo, le vendó los ojos y se dispuso a colocar el torniquete.

El silencio era denso y hermético. Todo el mundo contenía el aliento porque la ejecución estaba a punto de producirse. Y, de súbito, Higinia Balaguer, con voz ahogada, gritó:

-¡Dolores! ¡Catorce mil duros!

Ya no pudo decir nada más. Aquéllas fueron sus últimas palabras. Cuatro vueltas de tornillo, y no dos como dice Pío Baroja, partieron y separaron su víscera cervical, acabando con su efímera y discutida existencia. La cabeza le quedó suspendida sobre el pecho, ladeada, eternamente inmóvil.

Se dice que, al morir, Higinia Balaguer confesó haber recibido dinero de sus cómplices. Lo dijo a voz en cuello, para que lo supieran todos. Pero se confesó inocente del crimen: ¡ella no había matado a doña Luciana!

Pero Higinia estaba ya ante otro tribunal superior, mientras cientos y miles de personas desfilaron durante las nueve horas que el cadáver estuvo expuesto al público.

Posteriormente, se supo que S. M. la Reina Regente, por conducto de su Jefe de Palacio, había telegrafiado al Presidente del Consejo de Ministros, manifestando su vivo deseo de ejercer la clemencia con la sentenciada, si el Gabinete creía conveniente acceder a ello.

Pero con profundo pesar, el Presidente no pudo cambiar el bien meditado acuerdo del Consejo de Ministros, donde se tuvieron en cuenta hasta altas razones de Estado. Y así se lo manifestaron respetuosamente a la reina.

A las cinco y cuarto del día 19 de julio de 1890, o sea una hora antes de ponerse el sol, el cuerpo de Higinia Balaguer Ostalé fue descolgado del patíbulo y conducido hasta la enfermería de la prisión, en donde los hermanos de la Caridad lo amortajaron con el hábito de la Orden franciscana. Posteriormente, en un coche escoltado por guardias municipales que aguardaba a la puerta de la prisión, el féretro fue conducido hasta el cementerio del Este, donde se procedió a su sepultura en la parcela número 35, letra A, donde descansa cristianamente.

Mucho se hablaría después -como aún se sigue haciendo- del famoso caso de la calle Fuencarral, y hasta hubo intentos políticos de desenterrar el sumario y proceder a su revisión, porque mucha gente estaba segura de que se cometió una injusticia, ya que los culpables quedaron sin castigo y la Higinia no fue quien mató a doña Luciana.

-Pero, ¿no era peor remover el proceso? ¿Y ahora, a quién puede beneficiar ya saber la verdad, si es que ésta pudiera saberse?

La verdad la conocieron los que intervinieron en el asunto, y nadie más. Pronto habrán transcurrido cien años de aquel luctuoso suceso y el recuerdo sólo puede servir para hacernos tantas preguntas como se nos antoje. Pero ni nosotros, ni nadie, puede responder a ciencia cierta. En cuanto a lo que fue de los otros… ¡Bah, ha pasado tantísimo tiempo! Porque, ¿no pudo ser justa la sentencia? Al menos, así debemos creerlo, ya que la pasión es mala consejera.

Ah, ¿y cuántos años tenía la Higinia Balaguer al morir? No hemos podido averiguarlo aún. Lástima.

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