
- Clasificación: Crimen sin resolver
- Características: ¿Crimen pasional?
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 20 de enero de 1931
- Fecha de detención: 2 de febrero de 1931
- Fecha de nacimiento: 29 de agosto de 1878
- Perfil de la víctima: Mrs. Julia Wallace, la esposa del agente de seguros William Herbert Wallace
- Método del crimen: Golpes con un objeto desconocido
- Lugar: Liverpool, Inglaterra, Gran Bretaña
- Estado: Un jurado declara culpable a Wallace y le condena a pena de muerte el 25 de abril de 1931. El Tribunal de Apelación declara a Wallace inocente el 19 de mayo de 1931. Muere el 26 de febrero de 1933
Índice
- 1 William Herbert Wallace
- 2 El caso Wallace
- 2.0.0.1 EL ASESINO – Farsa mortal
- 2.0.0.2 Imperturbable
- 2.0.0.3 LA VÍCTIMA – Tímida y reservada
- 2.0.0.4 PRIMEROS PASOS – La forja de un imperio
- 2.0.0.5 SIN PISTAS – El primer culpable
- 2.0.0.6 Anfield 1627
- 2.0.0.7 Errores elementales
- 2.0.0.8 «La tía de Charley»
- 2.0.0.9 La sombra de una duda
- 2.0.0.10 EL JUICIO – En el banquillo
- 2.0.0.11 El fondo de Defensa
- 2.0.0.12 El impermeable incriminatorio
- 2.0.0.13 El asesino desnudo
- 2.0.0.14 Más allá de la ficción
- 2.0.0.15 DEBATE ABIERTO – La hora de la muerte
- 2.0.0.16 Steven Truscott
- 2.0.0.17 LA APELACION – Al borde de la muerte
- 2.0.0.18 La apelación
- 2.0.0.19 Los diarios de Wallace
- 2.0.0.20 EL SOSPECHOSO – El otro hombre
- 2.0.0.21 Richard Gordon Parry
- 2.0.0.22 ¿Encubierto?
- 2.0.0.23 Conclusiones
- 2.0.0.24 Fechas clave
William Herbert Wallace
Última actualización: 23 de marzo de 2015
De 52 años. Miope agente de seguros de la compañía «La Prudencial» sentenciado a muerte el 25 de abril de 1921 en el St. George Hall de Liverpool por el asesinato de su esposa. El Tribunal de Apelación anuló más tarde la sentencia.
Mrs. Julia Wallace, mujer de 50 años, frágil y aficionada a la música, fue hallada cadáver en su casa de Wolverton Street, Liverpool, el 20 de enero de 1931.
La tarde anterior, un tal R. M. Qualtrough había telefoneado a un café de la ciudad, donde solía acudir Wallace diariamente a jugar al ajedrez, preguntando por éste; al enterarse de que no había llegado todavía, dejó recado al camarero para que Mr. William Wallace acudiera a su domicilio de 25 Menlove Garden East la tarde siguiente «para discutir asuntos de importancia».
Cuando Wallace recibió el mensaje dijo no conocer a ningún Mr. Qualtrough ni tener idea de en qué parte de la ciudad se hallaba Menlove Garden East.
Más tarde se averiguó que la llamada procedía del número Anfleld 1672, que correspondía al de una cabina situada en las cercanías de Wolverton Street.
Wallace salió de su domicilio (según su declaración) a las 6.50 de la tarde del 20. Sin embargo, algunos testigos dijeron haberle visto subir a un tranvía a las 7.10 en Smithdown Junction, lugar a pocos minutos de distancia de Wolverton.
Esto hizo suponer que no había dejado su casa antes de las siete. Desde Smithdown Junction se dirigió a la parte de Liverpool conocida como Menlove Garden, y durante la hora siguiente preguntó a varias personas sobre la dirección exacta de Mr. Qualtrough, entre ellas a Thomas Phillips, un conductor de tranvía, a «una señora que estaba a la puerta de su casa» y que nunca pudo ser identificada, a Mrs. Katie Mather («Vi un hombre alto y delgado junto a la puerta de mi jardín») y a un policía, el agente James Sargent.
Al preguntar a este último, Wallace subrayó la hora («son exactamente las ocho menos cuarto») antes de despedirse. Ninguna de estas personas habían oído hablar nunca de Menlove Garden East.
A las 8.45 Wallace regresó a su domicilio y, al parecer, no pudiendo abrir la puerta principal ni la trasera, pidió ayuda a sus vecinos Mr. y Mrs. Johnston; al acudir de nuevo con ellos a intentar forzar las puertas, se abrió la de servicio sin el menor esfuerzo; «No tuve que hacer la menor presión», declaró durante el juicio Mr. Johnston.
El matrimonio entró con Wallace en la casa y juntos hallaron en el salón el cadáver de su esposa yaciendo sobre la alfombra, frente a la estufa de gas, apagada, y rodeada de sangre. Había sido brutalmente golpeada en la cabeza; por una herida en la sien derecha manaba la sangre mezclada con masa encefálica.
Bajo el cuerpo apareció un impermeable parcialmente quemado y la misma falda de la víctima presentaba quemaduras en el lado derecho como si al caer al suelo hubiera rozado con la estufa encendida.
Mrs. Johnston se arrodilló junto al cadáver gritando: «¡Pobrecita!», pero Wallace demostró en todo momento la mayor calma y serenidad; «Estaba muy callado», declaró después Mr. Johnston, «ni gritó siquiera al entrar». Después de registrar ligeramente la casa, declaró a sus vecinos que el criminal había sustraído solamente 4 libras; el vecino salió a avisar a la policía. Su esposa volvió con Wallace a la habitación del crimen: «La mataron instantáneamente», dijo éste, «mire el cerebro».
El 2 de febrero fue acusado del asesinato de su esposa. «¿Qué más puedo decir sino que soy absolutamente inocente de tal crimen?», respondió.
El juicio comenzó el 22 de abril de 1931 ante el juez Mr. Wright. Defendió al acusado Mr. Roland Oliver y se encargó del ministerio fiscal Mr. E. G. Hemnierde.
Alan Close, un muchacho de 14 años que ayudaba a su padre a repartir botellas de leche, dijo haber visto con vida a Mrs. Wallace a las 6.30 de la tarde del día del crimen: «Recuerdo la hora exactamente porque cuando pasé por la iglesia de la Trinidad eran las seis y veinticinco y desde allí a casa de los Wallace tardo cinco minutos». Su testimonio se oponía al del forense, profesor John MacFall, que al examinar el cadáver aquella misma noche a las diez y diez declaró que con arreglo al estado del «rigor mortis» la muerte debía haber tenido lugar al menos cuatro horas antes. «Si la víctima estaba viva a las seis y media, esto quiere decir que su opinión era equivocada, ¿no es cierto?», preguntó Mr. Oliver; MacFall se vio obligado a responder afirmativamente.
Si las declaraciones de Thomas Phillips y Alan Close eran ciertas, Wallace, si realmente era culpable, había cometido el crimen en escasamente veinte minutos. Ni en sus ropas ni siquiera en sus uñas aparecieron rastros de sangre; alguien lanzó la teoría entonces de que, quizá, hubiese matado a su esposa desnudo para así tomar un rápido baño después del crimen y hacer desaparecer toda huella de culpabilidad.
Según otra teoría, Wallace había llevado a cabo el crimen vestido solamente con el impermeable, que después intentó quemar. Pero es interesante señalar aquí que no se hallaron en la casa toallas mojadas y que no aparecieron en ella más manchas de sangre (aparte de, claro está, en el salón) que una diminuta en el «water».
Tampoco pudo encontrarse nunca el arma homicida, aunque es fácil suponer que, si realmente era Wallace el asesino, pudo deshacerse de ella con tranquilidad entre las siete y las diez de la noche.
Durante el proceso se puso varias veces de manifiesto la crueldad con que se había golpeado a la víctima; el cráneo había sido literalmente machacado. «Este no es un caso de asalto ordinario», observó MacFall, «es la obra de un enajenado». Roland Oliver continuó interrogando al doctor: «El hecho de que un hombre se haya mostrado perfectamente equilibrado durante cincuenta y dos años y que no haya hecho suponer lo contrario en los tres meses que ha permanecido bajo custodia prueba que siempre ha sido cuerdo, ¿no es verdad?». – «No, no necesariamente». – «¿No?». «No; conocemos muy poco sobre la vida íntima de las personas y nada sobre sus pensamientos».
En su recapitulación de los hechos el juez se mostró favorable al acusado, haciendo notar la poca consistencia de las pruebas presentadas en contra; todos quedaron sorprendidos cuando, tras deliberar durante una hora, el jurado pronunció un veredicto de culpabilidad. El mismo Wallace estaba tan convencido de que sería declarado inocente que había bajado ya del banquillo. (« … me veía ya saliendo de la sala y tomando un taxi de los que esperaban a la puerta del juzgado»).
Wallace presentó una apelación y tras dos días de discusiones (el 18 y 19 de mayo) el Tribunal anuló la sentencia, quedando en libertad el detenido.
Murió el 26 de febrero de 1933 de un ataque al hígado, poco después de haberse retirado a vivir al campo. Hasta sus últimos momentos afirmó conocer la identidad del criminal; sobre esto escribió varios artículos que se publicaron en la prensa: «Ahora puedo decirlo… sé quién es el asesino… en el porche de mi casa he instalado un interruptor, en un lugar escondido, que no he revelado a nadie… para defenderme. Cada vez que voy a abrir la puerta enciendo con él todas las luces de dentro y fuera de la casa para descubrir si hay alguien escondido. Algún día veré dispuesto a asesinarme al hombre que mató a mi esposa».
El caso Wallace ha fascinado a los criminólogos, que siempre se han planteado el mismo dilema: ¿era Wallace un salvaje criminal que preparó cuidadosamente su coartada o fue una víctima más del asesino que había matado a su mujer?
El caso Wallace
Última actualización: 23 de marzo de 2015
Toda una trama de novela policíaca en la que aun se desconoce la identidad del verdadero asesino.
En 1931, Julia aparece muerta en el salón de su casa; le habían asesinado tan brutalmente que tenía la cabeza destrozada. Su marido, un agente de seguros de carácter apacible y aspecto remilgado, es condenado a morir en la horca por el terrible crimen. ¿Pudo matarla él o no fue más que la víctima propiciatoria del verdadero asesino?
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EL ASESINO – Farsa mortal
Julia Wallace murió apaleada en el salón de su casa de Liverpool. Cuando la encontraron, yacía, víctima de un frenético ataque, sobre un gran charco de su propia sangre. Su asesino desapareció dejando tras de sí una llamada telefónica trucada y una víctima propiciatoria en busca de una dirección inexistente.
El ajedrez era una de las pequeñas pasiones de Herbert Wallace. Una vez cada quince días el agente de seguros de la Prudencial salía de su casa de Liverpool, en el distrito de Anfield, para ir en tranvía al City Cafe, sede del Club Central del Ajedrez.
El lunes 19 de enero de 1931 llegó al café alrededor de las 7,40 de la tarde para jugar una partida del campeonato oficial. Pero, como su adversario no se presentó a las 7,45, hora a la que según lo estipulado debían comenzar tales partidas, accedió a jugar amistosamente con un compañero del club.
Apenas habían comenzado el juego cuando Samuel Beattie, el presidente del club, les interrumpió con un mensaje para Wallace. Le dijo que un hombre llamado R.M. Qualtrough le había llamado por teléfono hacia las 7,20 y había dejado recado de que quería verle al día siguiente a las 7,30 en el n.º 25 de la calle Merdove Gardens East, en Mossley Hill, para tratar de un asunto de seguros.
Wallace estaba confuso, jamás había oído hablar de alguien llamado Qualtrough y tampoco le sonaba la dirección mencionada; aun así, anotó los datos en su agenda. Un jugador que conocía bien la zona afirmó que no había duda de que existía Menlove Gardens North, South o West, pero que jamás había pasado por Menlove Gardens East y añadió que no era el barrio idóneo para llamar a las puertas a esas de horas de la noche.
Wallace hizo caso omiso y explicó a los allí presentes que su trabajo exigía que consiguiera primas de los hogares del distrito de Clubmoory y que estaba seguro de poder encontrar la calle en cuestión. El asunto tenía todo el aspecto de ir a proporcionarle algo de comisión o una nueva póliza.
Tras este ratito de charla siguió jugando y, al final, consiguió ganar (cosa rara, ya que era un jugador más bien mediocre).
A la mañana siguiente, Wallace salió a las 10 de la mañana para seguir su recorrido diario. Como siempre, hizo una visita a cada uno de sus clientes y recogió sus primas antes de las dos de la tarde, hora en que regresó a casa para almorzar con su mujer.
Por la tarde hizo prácticamente lo mismo. Ninguna de las personas que le vieron o hablaron con él notaron nada extraño en su modales o comportamiento. La última visita le llevó más tiempo de lo normal porque su cliente, Margaret Martin, quería cancelar su póliza, pero aun así terminó poco antes de las seis de la tarde.
Tras un breve trayecto en autobús, llegó a su casa, en el n.º 29 de Wolverton Street, hacia las 6,05. según su propia declaración, la única existente al respecto, cenó con su mujer, se aseó, se cambió de ropa y se marchó a las 6,45 para acudir a su cita con Qualtrough.
Caminó hacia el sur unos 300 metros por pequeñas calles hasta llegar a Belmond Road, donde cogió el tranvía. Recorrió en él unos tres kilómetros y se apeó en la intersección de Lodge Lane y Smithdown Avenue. A las 7,06 llegó un travía nº 4 y Wallace le preguntó al conductor, Thomas Phillips, si podía dejarle cerca de Menlove Gardens East.
Tras sugerirle varias rutas alternativas, Phillips decidió que lo mejor sería que hiciera parte del trayecto en el nº 4 y el resto en otro tranvía que paraba en Menlove Avenue. Durante los diez minutos que tardaron en llegar, el pasajero le recordó dónde iban tres veces. Cuando se detuvieron en Penny Lane, el conductor le indicó donde paraba el nº 5 A.
Nada más subir a éste, Wallace le preguntó al conductor, Arthur Thompson, por la calle que andaba buscando. Tras recorrer unos 500 metros, entraron por Menlove Avenue. Thompson le señaló Menlove Gardens West y dijo que suponía que el lugar al que iba debía estar muy cerca.
Ya a pie, recorrió Menlove Gardens West, South y Nord, pero no encontró ni rastro de East.
Vio a una mujer que salía de su casa y se acercó a preguntarla. Ella, tras dudarlo un instante, respondió que la calle en cuestión debía de ser una prolongación de Menlove Garden West. Wallace volvió sobre sus pasos, pero no hizo sino caminar en vano. Poco despuiés, volvió a preguntar, esta vez a un joven, Sidney Green, que conocía bien la zona. Según él, M. Gardens East no existía.
Por si la dirección que anotó estuviera equivocada, llamó a la puerta del nº 25 de Menlove Gardens West. La anciana que abrió jamás había oído hablar de nadie llamado Qualtrough.
Las otras dos posibilidades, M. Gardens South y North, sólo tenían números pares, con lo cual, podían descartarse. A partir de este momento Wallace preguntó una y otra vez por la calle que andaba buscando.
Consultó a un individuo que había en una parada de tranvía, a un policía y, por último, a la propietaria de una librería. Para entonces, había pedido información a unas ocho personas desde que inició la búsqueda. Hacia las ocho de la tarde se dio por vencido y regresó a su casa.
A las 8,45 se hallaba frente a la puerta de su vivienda. Sacó las llaves e intentó entrar pero, para su sorpresa, la puerta no se abrió. Llamó suavemente y al no obtener respuesta alguna se dirigió al callejón que daba a la puerta de servicio. El office, que ocupaba una parte del patio trasero, parecía tenuemente iluminado, pero la zona de la cocina propiamente dicha estaba sumergida en la oscuridad.
Aquello comenzó a extrañarle, ya que tampoco pudo abrir la puerta de atrás; era como si hubieran echado el cerrojo. Volvió a la puerta principal y, esta vez, la llave giró perfectamente, pero la cerradura se negaba, misteriosamente, a ceder por completo.
Preocupado, regresó corriendo a la parte posterior de la casa y allí encontró a sus vecinos, Jack y Florence Johnston, preparándose para salir. Aprovechó su presencia para preguntarles si habían oído algo extraño aquella tarde, pero ambos respondieron que no.
Wallace les explicó que no podía entrar en su propia casa y que le parecía poco probable que su mujer hubiera salido porque estaba resfriada. Los vecinos decidieron esperar mientras intentaba abrir la puerta de servicio una vez más, pero esta vez lo logró sin ninguna dificultad. Encendió la luz de la cocina y vio por doquier muestras de que algo anormal había sucedido. Frente a él había una caja de madera rota, la tapadera estaba en el suelo.
Wallace subió al piso de arriba. En la habitación principal y en el baño todo parecía estar en orden, pero alguien había quitado la colcha de la cama del cuarto de invitados.
Seguía sin haber rastro de su mujer. Bajó las escaleras y fue a buscarla al salón. Estaba oscuro y tuvo que encender una cerilla para poder ver algo.
Mientras el matrimonio Johnston aguardaba pacientemente en el exterior, vieron encenderse las luces y oyeron cómo Wallace llamaba a su mujer dos veces. Unos minutos después, salío corriendo de la casa, les rogó que entraran y les dijo que, había encontrado a su mujer muerta. La habían asesinado.
Todo sucedió muy rápido. Se dio la vuelta y regresó a la casa. Los Johnston le siguieron, pero se detuvieron en el umbral del salón. La habitación estaba repleta de objetos. Por todas partes podían verse adornos, cuadros y plantas. Junto a la pared, majestuoso, el piano de Julia Wallace.
Pero lo único que llamó su atención fue el cuerpo de la mujer tumbado boca abajo sobre una alfombra cubierta de sangre. Tenía el parietal derecho tan destrozado que dejaba al descubierto el cerebro. Era evidente que había sido brutalmente asesinada.
Jack Johnston reaccionó en seguida y salió a buscar un policía. Cuando se fue, Wallace y Florence volvieron a la cocina. Wallace bajó de la estantería superior de la librería que había junto a la estufa, la caja en la que guardaba su dinero, y, tras echar un vistazo en su interior, le dijo a la vecina que le habían robado cuatro libras, un cheque cruzado y un giro postal. (Cuando pudo comprobar la cuantía del robo con más detenimiento, informó a la policía que la caja en cuestión contenía un billete de una libra, tres billetes de 10 chelines, 30 ó 40 chelines de plata, un giro de 4 chelines y 6 peniques y un cheque cruzado de 5 libras y 17 chelines).
Desde luego, no dejó de parecer extraño que el ladrón se tomara la molestia de tapar la caja y de colocarla otra vez donde la había encontrado. Además, en la habitación principal había una jarra llena de billetes de una libra que no solo no se llevaron, sino que estaba manchada de sangre. Tampoco desaparecieron las joyas de Julia a pesar de estar a la vista y en un lugar accesible.
Lo único que podía hacer Wallace era esperar. Regresó al salón para contemplar una vez más el cuerpo de su mujer y entonces, sólo entonces, se dio cuenta de que el cadáver estaba parcialmente tumbado sobre una prenda de vestir. Era su impermeable, el mismo que llevó puesto en su recorrido matinal, el mismo que dejó en casa al mediodía porque había mejorado el tiempo. En ese momento, Herbert Wallace se derrumbó y comenzó a llorar.
A las 9,10 el agente de policía Fred Williams llegó a la casa en su bicicleta y llamó a la puerta principal. Una vez allí, tuvo que aguardar unos momentos hasta que consiguieron abrirle.
Recorrieron juntos la casa durante media hora, al cabo de la cual, volvieron a entrar en el salón y el agente vio el impermeable.
Ante la mirada interrogativa del policía, Wallace aseguró que era suyo y que normalmente solía estar colgado en el vestíbulo.
John MacFall llegó poco antes de las diez de la noche y se puso a trabajar inmediatamente. Era profesor de medicina forense en la Universidad de Liverpool y consejero del Departamento de Policía. En su opinión, no había ninguna duda de que la herida de siete centímetros que tenía el cadáver en el cráneo había sido la causante de la muerte. Acto seguido examinó más detenidamente la cabeza de la víctima y encontró diez heridas más en plena nuca, lo cual quería decir que aunque el asesino la mató de un golpe en la sien, siguió golpeándola con fuerza. Posteriormente MacFall descubriría estas últimas agresiones como producto de un ser «frenético».
El profesor se arrodilló junto al cuerpo y comenzó a buscar indicios de rigor mortis. El cadáver estaba aún caliente, pero la parte superior del brazo derecho había empezado a endurecerse.
Tras estas rápidas comprobaciones, se puso de pie y trató de reconstruir mentalmente el momento en que se cometió el crimen. La investigación sobre el asesinato de Julia Wallace no había hecho más que empezar.
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Imperturbable
Dos de los libros favoritos de Wallace eran El origen de las especies, de Darwin, y las Meditaciones, de Marcus Aurelius. Esta sencilla elección es un símbolo significativo de su imperturbable espíritu científico. El último de los libros citados, el del filósofo estoico romano, aboga en favor de la necesidad de controlar las emociones y las pasiones.
Para mucha gente, la conducta tranquila e indiferente que Wallace mantuvo durante todo el proceso es una muestra evidente de su culpabilidad. Ante el descubrimiento del cadáver de su mujer no demostró síntomas de terror o desesperación, tan sólo se limitó a decirle al perplejo matrimonio Johnston: «miren sus sesos»; un comentario un tanto extraño e insensible dadas las circunstancias. A Moore y a MacFall también les llamó la atención la serenidad que demostró mientras llevaban a cabo las respectivas investigaciones en el lugar de los hechos.
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LA VÍCTIMA – Tímida y reservada
Julia Wallace tenía 52 años cuando la mataron. Era la única hija de un cirujano veterinario, William Dennis, y de una súbdita francesa llamada Aimée. Ambos murieron antes de que Julia conociera al que iba a ser su marido. Hasta que se casó vivió sola en Harrogate. Trabajaba en una oficina y alquilaba ocasionalmente alguna habitación de su propia casa, ganando así el dinero suficiente para mantener su sencillo modo de vida.
Era una mujer tímida que sufría a menudo pequeñas enfermedades; tenía pocos amigos y apenas se relacionaba con sus vecinos.
Su marido la describió póstumamente como «una excelente pianista, toda una artista con las acuarelas, gran dominio del francés y de exquisito gusto literario». Puede que ésta sea una descripción un tanto exagerada de su talento, pero no de sus intereses, a los que dedicaba su tiempo y su discreta soledad tras las cortinas del nº 29 de Wolverton Street.
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PRIMEROS PASOS – La forja de un imperio
En su infancia, Wallace demostró tener un brillante porvenir académico. En su juventud, se fue a Oriente en busca de aventuras. Después, una enfermedad le trajo de vuelta a Gran Bretaña, a una vida de monótona mediocridad.
William Herbert Wallace nació en la pequeña ciudad de Millom, en Cumberland, el 29 de agosto de 1878. Fue el mayor de los tres hijos de un joven matrimonio de clase humilde. Su padre compaginaba el trabajo de impresor con el de agente de seguros de la Compañía Prudencial.
En el colegio, Wallace demostró ser un alumno por encima de la media. Por entonces ya sentía esa fascinación por las ciencias naturales que tanto cultivó siendo adulto. De hecho, poco después de mudarse a Wolverton Street, transformó una de las habitaciones del piso en un laboratorio en miniatura. Su posesión más valiosa era un microscopio por el que había pagado nada menos que 80 libras de entonces.
Pero, a pesar de ser una joven promesa, abandonó sus estudios definitivamente a los catorce años y trabajó durante seis como ayudante en una gran mercería de la cercana ciudad de Barrow Furnes. Después se marchó a Manchester, donde pasó tres años trabajando en una empresa textil de venta al por mayor.
Aunque el imperio británico estaba llegando a su máximo esplendor, Wallace no pudo resistir la tentación de abandonar su país por lugares remotos. En 1902 embarcó con rumbo a Calcuta y no tardó en encontrar un empleo de vendedor en una sociedad mercantil.
Al cabo de dos o tres años, se marchó de la India y continuó viajando hacia el este hasta llegar a Shanghai, China, donde hacía ya tiempo que vivía su hermano menor, Joseph. Todo marchaba a pedir de boca, era joven y había conseguido un puesto de jefe de publicidad en unos grandes almacenes, sin embargo, contrajo una enfermedad muy grave y se vio obligado a volver a Gran Bretaña. En abril de 1907 ingresó en el Guy Hospital de Londres para que le extirparan el riñón izquierdo.
Durante los tres años que siguieron a la intervención llevó una vida un tanto inestable. Tras un largo período de convalecencia, volvió a Manchester y al poco tiempo se mudó a Harrogate, Yorkshire. Su interés por el mundo de la política hizo posible que consiguiera un puesto de delegado del Partido Liberal en la ciudad de Ripon.
En North Yorkshire viviría la que después describió como la «mejor época» de su vida. Poco después de llegar a Harrogate inició su primera y única relación sentimental de la mano de Julia Dennis, la hija de un cirujano veterinario. Aunque Wallace tenía ya más de 30 años y Julia andaba en los 22, no se apresuraron, de hecho, no se casaron hasta 1914.
A los pocos meses de iniciar la carretera política renunció a su posición en el Partido Liberal y se puso a trabajar como agente de seguros en la Prudencial de Liverpool. El porqué de esta decisión sigue siendo una incógnita, pero él la atribuyó a la parálisis de la vida política tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. Wallace no participó activamente en ella debido a su precario estado de salud.
Tras vivir seis meses en Merseyside, se mudaron de su primer hogar en Clubmoor al nº 29 de la calle Wolverton, para comenzar una etapa de dieciséis años siendo lo que Wallace denominó posteriormente como «el matrimonio ideal».
Trabajar para la Prudencial era monótono pero seguro. William cobraba un salario de 260 libras al año, lo cual era más que suficiente para pagar el alquiler semanal de 14 chelines y para proporcionarles un relativo confort y una respetabilidad de clase media baja.
Casi todas las personas que les conocieron les recuerdan como una pareja feliz, aunque no coincidían en nada. Wallace, por ejemplo, era agnóstico, mientras que Julia era miembro habitual de la congregación de la Santísima Trinidad de la Iglesia católica. Es más, el hecho de carecer de hijos jamás pareció perturbar el equilibrio existente en su relación.
Lo que sí tenían en común era la pasión por la música. A menudo solían deleitar a sus invitados con algún dueto, aunque el talento de Julia al piano siempre eclipsaba los intentos de su marido por acompañarla con el violín. Su destreza con este instrumento estaba a la par con su habilidad para jugar al ajedrez, la cual, según él mismo reconocía, era de «jugador de tercera».
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SIN PISTAS – El primer culpable
La policía buscó desesperadamente cualquier pista. Sin embargo, a pesar de las pocas pruebas reunidas, se inventaron una teoría consistente en relación al crimen y acusaron al agente de la Prudencial del asesinato de su mujer.
El comisario de policía Hubert Moore, jefe del Departamento de Investigación Criminal, llegó al n.º 29 de la calle Wolverton quince minutos después que el profesor MacFall. Tras un breve examen de la escena del crimen, salió de la casa y telefoneó a jefatura dando instrucciones concretas para que se iniciara por toda la ciudad la búsqueda a gran escala de un hombre con manchas de sangre en el cuerpo o en la ropa.
A las 10,30, regresó para interrogar a Wallace y para llevar a cabo una inspección a conciencia de toda la casa. Sin embargo, igual que le sucedió a William, lo que más llamó su atención fue el impermeable. Tiró de él suavemente para sacarlo de debajo del cuerpo de la víctima y comprobó que la prenda estaba parcialmente quemada. Acto seguido, le preguntó al marido de la víctima si lo reconocía como suyo, y éste, tras dudar unos instantes, tuvo que reconocer que era de su propiedad.
Mientras tanto, MacFall había dado por finalizado el examen forense. La mayor parte de los resultados eran negativos. En su opinión, el desorden que presentaba la casa parecía hecho a propósito. Las ropas de la cama estaban cuidadosamente descolocadas y la puerta de un armario de la cocina parecía ligeramente desvencijada.
Pero lo más extraño de todo era que el asesino, que debió de quedar cubierto de sangre, no había dejado rastro o huellas en ningún picaporte, pared u objeto. Detalle mucho más curioso si tenemos en cuenta que, por algún inexplicable motivo, había cortado las luces de gas del piso inferior, y por consiguiente, debió de tropezar más de una vez. Lo único que pudo encontrar el forense fue una diminuta gota de sangre en la taza del inodoro del cuarto de baño.
La policía prosiguió la investigación hasta bien entrada la madrugada, y Wallace no llegó a casa de su cuñada Amy hasta después de las cuatro.
A la mañana siguiente, a las diez, comenzó, en la comisaría de Dale Street, el primero de una serie de agotadores interrogatorios. En esta ocasión, en concreto, le tuvieron retenido durante veintidós horas. Finalmente, Moore le dejó en libertad al caer la tarde del jueves 22 de enero.
Al salir de jefatura, en la esquina de Lord Street y North John Street, se encontró con Samuel Beattie, James Caird y otro miembro del Club Central. Estaban esperando a que llegara el tranvía tras haber jugado la partida habitual de los jueves.
Después de saludar a los tres, se dirigió a Beattie y le preguntó si podía recordar la hora exacta a la que llamó el misterioso señor Qualtrough. Este respondió que calculaba que debió de ser hacia las siete de la tarde, o, quizá, un poco más tarde. Wallace comenzó a ponerse nervioso y le pidió con voz temblorosa que fuera más exacto, pero su amigo no pudo decirle más.
En aquel momento, les comentó de dónde venía: «Acabo de salir de la comisaría. Me han dejado en libertad.»
Al día siguiente, tuvo que volver a jefatura a las 6,30 de la mañana. Para entonces, Moore ya había tomado declaración a los tres miembros del club de ajedrez y se proponía interrogarle con dureza sobre su encuentro en la parada del tranvía la noche anterior. Le preguntó por su conversación con Beattie, quería saber por qué era tan importante para él saber la hora exacta a la que llamó Qualtrough. Wallace dio respuestas muy vagas, dijo que tenía «una idea» y que había sido una imprudencia mencionarle algo a su amigo. Moore le pidió que se explicara con más precisión, pero su interlocutor no pudo decirle más.
La investigación estaba estancada debido a la falta de pruebas, pero resultaba prácticamente imposible excluir a Wallace del rompecabezas. Había numerosas circunstancias sospechosas en torno al caso, circunstancias que después se examinarían cada vez más detalladamente a medida que el caso se iba complicando.
En el estudio forense de las ropas del señor Wallace no se encontró ni una gota de sangre de la víctima. Los análisis que se efectuaron en el lavabo y en la bañera del cuarto de baño, en el fregadero de la cocina, en los desagües, e incluso en la alcantarilla, dieron resultados totalmente negativos. El asesino de Julia no se limpió la sangre en la casa.
Tampoco parecía haber dejado el menor rastro del arma homicida. La única pista en poder de la policía era la declaración de la asistenta que limpiaba la casa todos los miércoles, Sarah Draper. Declaró que en el salón faltaba un fino bastón, un atizador, de unos veinte centímetros de largo.
También echaba de menos una pieza de hierro de treinta centímetros de longitud, del grosor de una vela, que solía estar colocada junto a la chimenea de la habitación principal. El matrimonio la había utilizado en otra época para retirar las colillas de cigarrillos y las cerillas gastadas que se acumulaban cerca de la llama de la estufa.
La policía comprobó la cuantía del seguro de vida de Julia por si el móvil hubiera sido meramente económico, pero la póliza tan sólo ascendía a veinte libras. Por otra parte, en su cuenta corriente, la difunta poseía noventa libras, bastante menos que su marido, quien tenía ciento cincuenta y dos en el Midland Bank.
Cinco de las siete personas que Wallace se encontró en su búsqueda de Menlove Gardens le identificaron sin vacilar un momento durante la rueda de reconocimiento policial; además, él mismo reconoció a los otros dos. Así pues, no había ninguna duda de que había estado en Allerton tratando de encontrar la calle Menlove Gardens East. ¿Lo hizo con el fin de proporcionarse la coartada perfecta o, por el contrario, emprendió una búsqueda totalmente sincera?
Mientras se investigaba el pasado de Wallace, un equipo de detectives trataba de comprobar el tiempo necesario para llegar a Smithdown Road, lugar en que cogió el tranvía n.º 4, desde Wolverton Street. Pero parecía que el equipo en cuestión tenía más interés en establecer un tiempo récord en realizar dicho trayecto, que en calcular un promedio realista de su duración. Su rapidez les hizo ganarse el sobrenombre de «los halcones de Anfield».
Aun así, la duración que consiguieron al reproducir el recorrido andaba entre 17 y 20 minutos. Al llegar a Smithdown Road, Wallace había cogido directamente el segundo tranvía, lo cual quería decir que podía haber salido de su casa antes de las 6,49.
Sin embargo, la declaración del repartidor de la leche, un joven de catorce años llamado Alan Close, fue mucho más relevante. El día siguiente del asesinato, les dijo a tres de sus amigos que cuando fue a llevar la leche a casa de los Wallace, a las 6,45, Julia estaba viva. Es más, recordaba incluso que le dijo que no debería levantarse de la cama estando tan acatarrado.
Si el muchacho no se equivocaba con respecto a la hora de este encuentro, cualquier sospecha de que su marido la hubiera asesinado resultaría muy poco sólida. Era prácticamente imposible que hubiera matado a golpes a su mujer, que se limpiara, que simulara un robo, que se deshiciera del arma homicida y de cualquier prenda manchada de sangre y que además tuviera tiempo para coger el tranvía de las 7,06 en dirección a Peny Lane.
La investigación se encontraba en un callejón sin salida. Desde el lunes 26 de enero, el equipo mantuvo a diario conferencias especiales para evaluar el caso. Pero, aunque la mayoría de ellas duraban hasta altas horas de la madrugada, no se tomaron nuevas iniciativas.
Moore se sentía especialmente frustrado y avergonzado por la falta de progreso debido a que éste era el primer caso importante al que se enfrentaba desde que le ascendieron a comisario jefe. Finalmente, el lunes 2 de febrero decidió poner fin a aquella situación. Poco después de las siete de la tarde salió en coche de la jefatura de policía.
A esa misma hora, Wallace estaba sentado en el apartamento de su cuñada en Sefton Park. Esta habitación se había convertido en su hogar mientras intentaba reconstruir los fragmentos rotos de su vida. Había vuelto a reanudar su trabajo y, aquella tarde en concreto, decidió responder a alguna de las muchas cartas de pésame que había recibido.
A las siete llamaron a la puerta y Edwin, su sobrino menor, fue a abrir. Se trataba del comisario Moore, de Thomas y del inspector Gold. El muchacho llamó a su tío y le dijo que había unos señores de la policía que querían verle. Acto seguido, los tres detectives entraron en el piso.
Wallace se levantó y les rogó que tomaran asiento, pero prefirieron quedarse de pie. No se trataba de una visita de cortesía, estaban allí para arrestarle por el asesinato de su mujer. El detenido se quedó sin habla. Cuando le leyeron los cargos respondió: «¿Qué puedo decir para defenderme de una acusación de la que soy totalmente inocente?»
El inspector Gold escribió estas palabras en su cuaderno de notas. Después, Moore y Thomas recogieron todos los papeles que tenía sobre el escritorio y se lo llevaron de allí.
Cuando estaban saliendo, Wallace se volvió hacia su sobrino y le pidió que le dijera a Amy que todo iría bien.
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Anfield 1627
En circunstancias normales, en 1931 habría sido imposible localizar una llamada realizada desde una cabina telefónica de Liverpool. Pero «Qualtrough» se las ingenió para manipular el teléfono de tal forma que las operadoras de la centralita de Anfield registraron el punto desde el que se efectuó la llamada, la hora y el número requerido.
Lo hizo mediante un procedimiento muy simple: presionó el botón B el de devolución de monedas, en lugar del A, el de conexión de llamadas. Acto seguido, volvió a llamar quejándose de que la operadora (quien en aquella época conectaba todas las llamadas manualmente) no le había puesto con el número deseado.
De este modo, como el anotar cualquier incidente era una práctica habitual, la señorita tomó nota de ambas llamadas. Gracias a ello, la policía pudo determinar que «Qualtrough» había llamado al City Café desde el n.º 1.627 de Anfield, una cabina telefónica a 360 metros del n.º 29 de Wolverton Street, en la esquina de Breck Road y Rochester Road.
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Errores elementales
El comisario Moore y su equipo de investigación estaban tan impacientes por resolver el caso que no prestaron la debida atención a algunos detalles fundamentales que podrían haber consolidado las pruebas existentes contra el acusado, o bien, ayudado a probar su inocencia.
Entre otras cosas, los detectives ni siquiera intentaron localizar al conductor del tranvía que cogió Wallace para ir al Club Central el lunes por la noche. Su testimonio podría haber aclarado la hora exacta a la que se fue de Anfield y si pudo, o no, realizar la llamada sospechosa él mismo.
Con respecto al escenario del crimen, los investigadores no impidieron que numerosos agentes deambularan por la casa y estropearan pruebas materiales. De este modo, nadie estaba seguro de si la gota de sangre encontrada en el inodoro, o las manchas de sangre de los billetes de una libra encontrados en un dormitorio, se produjeron antes o después de la llegada de los hombres de Moore. La caja de la cocina que contenía el dinero desaparecido estaba llena de las huellas digitales de, al menos, tres agentes de policía, con lo cual se borró cualquier huella que pudiera haber del asesino.
En cuanto al examen forense, el profesor MacFall prescindió de procedimientos como el de medir la temperatura de la habitación y la del cuerpo, o el de determinar el grado de digestión del contenido de su estómago. Cualquiera de estos métodos habrían ayudado a establecer la hora exacta en que murió Julia Wallace.
Por último, nadie comprobó el historial médico de la víctima. Padeció de un pulmón o de una dolencia del pecho y había pasado un resfriado tan sólo unos días antes de su muerte. Todo ello pudo haber tenido consecuencias directas en el comienzo del rigor mortis en el cadáver.
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«La tía de Charley»
La explicación más curiosa de cuantas se dieron sobre cómo se las ingenió Wallace para matar a su esposa, limpiar sus ropas de sangre, salir de casa hacia las 6,45 de la tarde y, además, convencer al repartidor de la leche, Alan Close, de que su mujer seguía aun viva, fue la llamada «la tía de Charley».
Algunas personas, entre ellas el profesor MacFall, sugirieron que Wallace se puso la ropa de su mujer y fingió su voz para hacer creer al lechero que la había visto con vida. Haría falta mucha imaginación para creer semejante teoría, porque, entre otras cosas, el acusado medía 1,90 y su mujer 30 centímetros menos.
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La sombra de una duda
Wallace afirmaba que la noche que asesinaron a su mujer salió de casa a las 6,45 de la tarde para comenzar la búsqueda del misterioso señor Qualtrough. Durante este viaje a ninguna parte, preguntó a varias personas por una dirección inexistente. Su obstinada perseverancia hizo creer a la policía que quería dejarse ver para proporcionar una coartada indestructible
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EL JUICIO – En el banquillo
Wallace subió al banquillo de los acusados completamente convencido de que la ley le declararía inocente. Su destino dependía de las conclusiones de un polémico debate sobre determinados minutos y segundos, y del cambio de opinión de un testigo clave.
A las 10,30 de la mañana del día siguiente a su arresto, Wallace compareció ante el Tribunal presidido por el juez de primera instancia Stuart Deacon. El ayudante del fiscal del Distrito, J. R. Bishop, leyó el pliego de cargos. Fue una exposición realmente dramática. Afirmaba que el acusado había llamado por teléfono al City Cafe el lunes por la noche y que al día siguiente, por la tarde, había asesinado a su mujer antes de prepararse una coartada viajando a la zona de Merdove Gardens.
Sin embargo, el conjunto de acusaciones alegadas por la policía se basaban en una serie interminable de inexactitudes, tergiversaciones y mentiras. Según Bishop, el tranvía que cogió Wallace en la intersección de Lodge y Lane y Smithdown Road apareció a las 7,10 y no a las 7,06 de la tarde.
Además, «situó» la cabina telefónica desde la que el misterioso señor Qualtrough llamó al City Cafe, cien o doscientos metros más cerca de Wolverton Street de lo que en realidad estaba. También se insinuó que fue el acusado quien pidió a los Johnston que esperasen cuando fueron ellos mismos quienes se ofrecieron a hacerlo. Estas solo son algunas de las incorrecciones expuestas.
Algunas de estas discrepancias podían considerarse descuidos o errores involuntarios, como sucedió cuando afirmaron que Wallace había ido a Sefton Park la noche del crimen (no fue sino a Allerton), o cuando se omitía constantemente la palabra «East» al mencionar Menlove Gardens. Pero, contemplada en su totalidad, la exposición de Bishop tenía todo el aspecto de ser un intento sin escrúpulos para conseguir una condena sin plantearse la veracidad de pequeños e importantísimos detalles.
No obstante, había una declaración que perjudicaba seriamente al sospechoso. El repartidor de la leche, Alan Close, se retractó de su declaración original en la que decía haber visto a Julia Wallace a las 6,45 de la tarde del día en que la mataron, e hizo una segunda en la que corrigió la hora de su encuentro con la víctima. Ahora afirmaba haberla visto a las 6,30, es decir, dejaba al descubierto una diferencia de 14 minutos realmente cruciales.
Tras la exposición de Bishop y de unas palabras del inspector Gold con respecto al arresto, el magistrado le preguntó al detenido si tenía algo que añadir. Wallace se agarró a la barandilla del banquillo y contestó: «Nada señoría, excepto que soy totalmente inocente de los cargos que se me imputan».
Deacon autorizó la prisión preventiva para el presunto asesino y le llevaron a la cárcel de Walton. El 11 de febrero añadió ocho días más al tiempo que Wallace estuvo allí en espera de juicio. Posteriormente, cuando recordaba esta experiencia, solía decir que aquellas dos semanas y media fueron las peores de su vida. Y añadía que se arrepentía de no haberse suicidado cuando encontró muerta a su mujer.
El 19 de febrero, se iniciaron las diligencias previas al juicio que tendría lugar posteriormente en la Audiencia Provincial. Esta vista duró siete días, durante los cuales la acusación llamó a declarar a treinta y cinco testigos para respaldar su exposición. El último día, sin embargo, Wallace tuvo la oportunidad de hablar en su defensa. Negó toda culpabilidad, después añadió que la mera sugerencia de que él hubiera asesinado a su mujer era de por sí «monstruosa» y finalizó su discurso con un llamamiento: «He perdido a mi adorada compañera, mi hogar está completamente destrozado y me han arrebatado cruelmente todo lo que yo quería. ¿También voy a tener que soportar la desgarradora experiencia de un juicio? Lo repetiré una vez más, soy completamente inocente de este horrible crimen.»
Wood se quedó pensativo unos instantes y dictó auto de procesamiento contra el señor Wallace. El juicio tendría lugar siete semanas más tarde.
Hector Munro, el abogado que Wallace había escogido para representarle, dedicó ese tiempo para reunir pruebas útiles para la defensa. Uno de sus hallazgos fue una muchacha de trece años llamada Elsie Wright, que compartía con Alan Close el recorrido diario del reparto de leche. Estaba convencida de que el cálculo original del muchacho con respecto a su encuentro con Julia se aproximaba más a las 6,45 que a las 6,31.
Munro proporcionó a Roland Oliver, juez de distrito de Liverpool y magnífico penalista, toda la información necesaria para llevar la defensa. El día que comenzó el juicio, el 22 de abril, ambos letrados creían firmemente en la fuerza de sus argumentos. Tenían en sus manos el destino de William Herbert Wallace. El duelo por la vida del inculpado iba a mantenerse ante el juez Wright, y ante un jurado deliberadamente escogido entre personas no residentes en Liverpool.
El fiscal del caso, el letrado Edward George Hemmerde, pronunció un brillante discurso inicial de dos horas de duración, que alcanzó su punto culminante con la explicación de cómo pudo el acusado cometer el crimen sin que quedara una sola gota de sangre en su ropa. Hemmerde sugirió que lo único que Wallace llevaba puesto cuando golpeó a su mujer fue el impermeable.
Las dos ruedas de preguntas realizadas a todos los testigos de la acusación ocuparon los dos días y medio siguientes; analizaron definitivamente a última hora de la mañana del 24 de abril. Sin embargo, a pesar del tiempo invertido, el fiscal no hizo demasiados progresos.
Desde el principio se admitió que quien llamó al City Cafe y el asesino debían ser la misma persona, pero como no se pudo presentar ninguna prueba que demostrara que Wallace había estado en la cabina telefónica de Anfield, todo dependía del testimonio de quienes oyeron la voz del supuesto señor Qualtrough, la telefonista y el hombre que cogió el recado en el Club, Samuel Beattie.
Cuando le interrogó la defensa, Beattie, que conocía al inculpado desde hacía ocho años, dijo que ni siquiera se le había ocurrido pensar que la voz que oyó aquel día se pareciera mínimamente a la del señor Wallace. Después añadió que precisamente por el hecho de estar acusado de asesinato tendría que «hacer un gran esfuerzo de imaginación» para considerar tal posibilidad.
Durante su declaración, el profesor MacFall, uno de los peritos más importantes del ministerio fiscal, no estuvo a la altura de las circunstancias. Según sus propias observaciones, la muerte tuvo lugar unas cuatro horas antes de su llegada, es decir, hacia las seis de la tarde, hora más o menos. Este dato encajaba con la versión policial, ya que esta imprecisión les permitía hacer valer su teoría de que el crimen se cometió entre las seis y las siete. Con respecto al hecho de que Alan Close viera a la víctima con vida, MacFall eludió el tema diciendo: «No quiero ni pensar en ese repartidor o en lo que supuestamente vio.»
Oliver hizo que el forense confesara que durante el tiempo que había estado en la casa no había tomado una sola nota sobre el desarrollo del rigor mortis en el cuerpo de la víctima. Por este motivo, no fue capaz de decir a la sala hasta qué punto había llegado dicha rigidez, lo cual supuso la inmediata anulación de su estimación de la hora en que se produjo la muerte.
Poco después, la defensa se centró en el tema de la gota de sangre hallada en la taza del inodoro. MacFall tuvo que reconocer, a instancias de Oliver, que una gota de sangre coagulada que ha adquirido forma piramidal, había tenido que estar expuesta al aire durante al menos una hora. Lo cual significaba que Wallace, que debería estar cubierto de sangre fresca, no pudo dejar aquel rastro. Sin embargo, había otra teoría mucho más factible: el propio forense o cualquiera de los policías que deambularon por la escena del crimen pudieron ser responsables de un descuido vital.
El testimonio de Alan Close fue el único realmente útil para el ministerio fiscal. A pesar del férreo interrogatorio al que le sometió la defensa, seguía asegurando que no pudo haber visto a Julia Wallace más tarde de las 6,31. Cuando tres personas declararon que originalmente había dicho que vio a la víctima a las 6,45, el chico explicó que gracias a la ayuda de la policía había reconstruido todos sus movimientos de aquella tarde, y no le quedaba la menor duda de que el encuentro tuvo lugar a las 6,30.
Sin embargo, Elsie Wright, la joven que compartía con Alan el reparto diario, también estaba segura de que su compañero se equivocaba. Recordaba perfectamente haber oído repicar las campanas del Instituto Belmont llamando a la misa de las 6,30. Después estuvo cinco minutos en la vicaría de la Santísima Trinidad antes de cruzarse con Close en Letchworth Street. Eran aproximadamente las 6,40 y su compañero aún iba de camino hacia Wolverton Street.
Wright añadió que al día siguiente, cuando estuvieron hablando sobre el asesinato en la lechería, él mismo le dijo que precisamente iba a casa de los Wallace en el momento en que se encontraron. Según esto, el acusado sólo habría tenido diecinueve minutos matar a su mujer, limpiarse la sangre, simular un robo y salir de allí corriendo. Puede que tuviera tiempo suficiente para hacer todo eso, no obstante, a medida que los testigos iban pasando por el estrado, se iba haciendo cada vez más evidente que la acusación no tenía pruebas suficientes que apoyaran la condena del acusado.
Precisamente para recalcar esta debilidad, Oliver tan sólo llamó a declarar a nueve testigos y en media jornada los despachó a todos. Hemmerde dedicó más de tres horas a interrogar a Wallace.
En esta ocasión, el ministerio fiscal tuvo más éxito. Aunque el acusado respondió a todas sus preguntas con gran serenidad y sin contradecirse nunca, el peligrosísimo tema de la estratégica llamada del señor Qualtrough salió a relucir una y otra vez y, con él, la posibilidad de que todo el asunto formara parte de una coartada perfecta. Como el mismo Hemmerde señaló, el misterioso interlocutor jamás supo si Wallace había recibido su recado.
Tampoco podía saber si tenía o no un plano de la ciudad para comprobar, antes de salir de su casa, dónde estaba la calle Menlove Gardens East. Por último, Qualtrough contaba con que Wallace pensaría que el trayecto valdría la pena por las perspectivas económicas que podría proporcionarle. Si el acusado y el siniestro personaje no eran la misma persona, el asesino había construido un plan complejísimo sabiendo que podría venirse abajo en cualquier momento con suma facilidad.
Hemmerde le preguntó al inculpado porqué no había comprobado donde estaba Menlove Gardens East antes de embarcarse en semejante viaje. De hecho, le hubiera sido muy fácil hacerlo llamando por teléfono al supervisor de la Prudencial, pues él vivía en la zona. Wallace respondió que, sencillamente, no se le ocurrió.
Los otros testigos de la defensa aportaron pocas novedades. Cuatro de ellos eran amigos de Alan Close, que le oyeron decir que había visto a Julia a las 6,45. Dos eran clientes del acusado que aseguraron que su agente se comportó con toda normalidad el día en que se cometió el asesinato, y los otros dos eran médicos cualificados que pudieron en duda el testimonio de MacFall.
Para cuando concluyó la defensa, el tercer día de juicio tocó a su fin y los alegatos de ambos letrados quedaron para el día siguiente.
Poco después de la medianoche había ya multitud de gente haciendo cola para conseguir un asiento en la sala.
Todo el caso dependía de la importancia que se le diera a las pruebas circunstanciales presentadas por el ministerio fiscal y, como dijo el juez Wright en su recapitulación final, de si éstas tenían una base sólida para excluir cualquier otra posibilidad.
A la 1,20 de la tarde, el jurado salió a deliberar. Cuando volvieron una hora más tarde, el acusado aguardaba impaciente. Había cogido su sombrero y su abrigo, muestra evidente de que pensaba quedar en libertad.
El presidente del jurado se puso en pie y, acto seguido, el secretario de la sesión le pidió el veredicto. Su respuesta fue contundente: culpable. Wallace se tambaleó levemente, pero su cara no reveló la más mínima emoción. Al preguntarle si tenía algo más que añadir, permaneció en silencio unos instantes realmente dramáticos y respondió: «No soy culpable. No puedo decir nada más.»
Ahora sólo quedaba esperar la sentencia, pero el señor Wallace sabía que solo había una sentencia posible, iban a ahorcarle y después le enterrarían en el sórdido recinto penitenciario.
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El fondo de Defensa
En la época en que no existía la defensa de oficio, uno de los mayores problemas con los que se enfrentaba un acusado era el modo de pagar los honorarios de su abogado. Los ahorros de Wallace ascendían a poco más de ciento cincuenta libras, a las que su hermano Joseph añadió trescientas más. Aun así no disponía del dinero necesario para conseguir los servicios de un penalista de categoría.
Completamente convencido de la inocencia de su cliente, Hector Munro, su asesor legal, buscó otras fuentes de financiación. Consiguió ciento cincuenta libras de la Prudencial, y después contactó con el Sindicato de Personal de la misma (PSU).
Antes de comprometerse a ayudar a Wallace, el PSU organizó un simulacro de juicio, mantenido en secreto, ante un jurado compuesto por jefes de sucursales de toda Inglaterra. Primero escucharon la exposición de J. R. Bishop, la acusación, y a continuación Munro procedió a la defensa.
El resultado de la votación fue unánime. Declararon al «acusado» inocente, y el presidente garantizó que ellos se harían cargo de las cotas de defensa en el juicio real.
A partir de ese momento, se creó un Fondo para la Defensa de W. H. Wallace y se enviaron circulares informativas a todos los miembros del mismo. La recaudación ascendió a quinientas cincuenta libras, a las que el sindicato añadió de su propio bolsillo doscientas cincuenta más, cantidad con la que pudieron contratar los servicios del prestigioso Roland Oliver.
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El impermeable incriminatorio
Durante el juicio se dio mucha importancia al impermeable de Wallace, ya que se encontró bajo el cuerpo de su esposa. La policía, respaldada por el testimonio de MacFall, insinuó varias veces que el acusado llevaba puesta la gabardina cuando mató a Julia para evitar mancharse de sangre y poder desarrollar así su coartada.
Sin embargo, el forense se vio obligado a reconocer, a instancias de Roland Oliver, el abogado defensor, que era bastante más probable que la víctima se pusiera el abrigo sobre los hombros para no enfriarse al abrir la puerta a su supuesto asaltante.
Poco después, se sugirió que las dos manchas de sangre que esta prenda tenía en las mangas eran el resultado de las salpicaduras producidas por un golpe, pero tras un severo interrogatorio, MacFall tuvo que admitir que también pudieron manar de las heridas cuando el cuerpo ya yacía en el suelo.
La hipótesis de la policía con respecto a las quemaduras del impermeable señalaba que el acusado intentó prenderle fuego para destruir cualquier prueba. Para la defensa, una vez más, había una explicación mucho más sencilla de este detalle: la prenda se chamuscó porque la víctima la llevaba puesta cuando su agresor la golpeó frente a la estufa.
Aunque la teoría del asesino desnudo perdió credibilidad, seguía resultando muy extraño que Wallace vacilara tanto a la hora de identificar la gabardina como suya.
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El asesino desnudo
Hemmerde sugirió que Wallace se desnudó completamente antes de ponerse el impermeable, para evitar a sí que sus ropas se mancharan de sangre mientras mataba a su mujer. Esta hipótesis podría haber gozado de gran credibilidad, ya que no carecía de precedentes.
Durante el siglo XVIII el criado del señor Penney, James Hall, asesinó a su señor. Tras dejarle inconsciente de un golpe, se quitó la ropa y le cortó el cuello.
En 1840, François Benjamin Courvoisier, el criado de Lord William Russell, utilizó un procedimiento parecido para matarle. El gran misterio de este caso radicaba en la incógnita de cómo se las ingenió Courvoisier para evitar que sus ropas quedaran manchadas de sangre, ya que saltaba a la vista que no estaban recién lavadas. El acusado decía que se había remangado las mangas de la camisa para cometer el crimen, pero esta explicación resultaba a todas luces insuficiente. Por fin, la noche anterior a la ejecución, el criado confesó ante el ayudante del sheriff de Newgate Gaol que cometió el asesinato completamente desnudo.
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Más allá de la ficción
La semejanza del algunas características del caso Wallace con la ficción (la ausencia de pistas en la casa, la aparente falta de motivos y la perfecta coartada del principal sospechoso) ha sido motivo de inspiración de numerosos escritores.
En él se han basado más de 20 estudios y al menos nueve novelas, entre las que se encuentran las obras de Dorothy L. Sayers, creadora del aristocrático detective Lord Peter Wimsey, y las de Raymond Chandler, maestro indiscutible del género policíaco.
A este respecto, Chandler comentó: «El caso Wallace siempre será un misterio indescifrable». En su opinión, éste era «el crimen imposible porque el señor Wallace no pudo hacerlo, pero tampoco pudo hacerlo nadie más».
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DEBATE ABIERTO – La hora de la muerte
La patología, el estudio de las enfermedades corporales, no es una ciencia exacta, pero la medicina forense tiene una importancia capital en un caso de asesinato. El patólogo forense, en concreto, tiene a su disposición varios métodos para determinar la hora en que falleció la víctima.
El testimonio del profesor MacFall, patólogo forense, con respecto a la hora en que murió Julia Wallace, fue vital para el ministerio fiscal. La teoría policial de que William cometió el crimen se hubiera visto fuertemente respaldada si hubiera podido demostrarse que la víctima feneció entre las seis y las siete de la tarde. MacFall se prestó a ello; sin embargo, pese a su insistencia en la exactitud de los resultados obtenidos, estaba equivocado.
Cualquier patólogo forense ve limitados sus esfuerzos por calcular la hora de una defunción por tener a su disposición métodos poco precisos.
En el caso de MacFall, sus procedimientos personales y su incompetencia hicieron de su análisis una fuente poco fiable.
Sin embargo, si los sistemas utilizados se complementan con una supervisión de los cambios acaecidos en el cuerpo después de la muerte puede hacerse una estimación del momento en que tuvo lugar el óbito, con una exactitud variable, como máximo, en una hora más o menos. De este modo, los detectives consiguen una información vital para el desarrollo de la investigación.
Al examinar el cadáver, el forense debe medir la temperatura corporal y la cantidad de calor perdido desde el fallecimiento. Para ello se parte del dato de que, en dicho momento, la temperatura rectal es, en circunstancias normales, de 37º C. En base a esto, un cuerpo totalmente vestido se enfriará en una proporción de 1,2º C a la hora, y perderá en total, por término medio, de 0,7 a 0,9º C, cada hora, durante las doce primeras horas.
El procedimiento más fidedigno para calcular cuándo tuvo jugar la defunción consiste en medir estos datos periódicamente para trazar un gráfico preciso que contemple el promedio y evolución del enfriamiento, pero MacFall desconocía este método. No obstante, este sistema también está sujeto a numerosas variables que pueden invalidar las conclusiones obtenidas, ya que existen algunos factores que pueden afectar directamente al normal desarrollo del citado enfriamiento.
La obesidad, la falta de ventilación en una habitación, una enfermedad, o un esfuerzo excesivo (por ejemplo, en caso de que haya habido lucha) disminuirán el proceso, mientras que la ausencia de ropa, una constitución física débil y el envejecimiento tenderán, a acelerarlo. Además, transcurridas veinticuatro horas, cualquier prueba estará de más debido a que el cuerpo ya habrá perdido todo su calor natural.
Otro de los cambios que tienen lugar en un cadáver y que pueden ayudar al forense en su trabajo es la hipótesis post mortem, es decir, la decoloración rojiza o morada de la piel en la parte posterior del tronco y extremidades como resultado del exceso de sangre en las partes más bajas del cuerpo, debido a la gravedad.
Normalmente, no se manifiesta durante las cuatro o seis primeras horas, llegando a apreciarse con gran claridad transcurridas doce horas desde la defunción. No obstante, este procedimiento también tiene sus defectos. Si una persona ha perdido gran cantidad de sangre o es muy obesa, el comienzo de la decoloración no será tan evidente.
Un tercer método a disposición del patólogo forense puede ser el empleo de datos acerca de la putrefacción, que es el proceso mediante el cual los microorganismos provocan el hedor del cuerpo y la destrucción de los tejidos. Cuando el cadáver se encuentra algunos días después del asesinato, el grado de putrefacción es muy útil para determinar cuántos días o semanas hace que falleció la víctima.
El método predilecto de MacFall, la investigación del rigor mortis, es, probablemente, el menos fiable. El rigor es un encogimiento de los músculos voluntarios e involuntarios, que entumece y fija los miembros. El proceso da comienzo en el transcurso de las tres o cuatro horas posteriores a la muerte, y se manifiesta en los párpados y mandíbula inferior. Después avanza por el cuello, hombros, brazos, tronco y piernas, hasta que se completa al finalizar las doce primeras horas. El proceso se mantiene estabilizado otras doce horas, al cabo de las cuales tiene lugar un receso progresivo de la misma duración.
Este sistema de análisis tiene más inconvenientes que cualquier otro. Para empezar, el examen se realiza mediante el tacto y está expuesto al criterio subjetivo del propio forense. A esto hay que añadir el hecho de que la rigidez aparecerá en diversos momentos dependiendo de la estatura de cada persona. En alguien de complexión fuerte, por ejemplo, ésta se dará más tarde que en una persona débil como Julia Wallace.
Además, los cuerpos expuestos a altas temperaturas, a mucho calor, presentarán todos los síntomas de un rigor mortis, aunque éste aún no haya comenzado; en caso contrario, cuando hace mucho frío, pueden permanecer flácidos durante más de cinco días.
El profesor Keith Simpson, uno de los médicos forenses más célebres de Gran Bretaña, piensa que la confianza que MacFall dispensaba a este procedimiento era totalmente errónea y en más de una ocasión ha calificado de irresponsable su proceder al calcular la hora en que asesinaron a Julia Wallace.
Hoy en día, sin embargo, hay métodos mucho más fiables que los que MacFall entonces tenía a su disposición. Entre ellos se encuentran el análisis químico de los fluidos corporales y de los contenidos del globo ocular, el estudio de las respuestas eléctricas de los músculos y el examen del grado de digestión de los contenidos del estómago. Pero, como ha dicho el profesor Simpson, pese a todos estos datos, el patólogo forense sólo tiene «altas probabilidades» de calcular con exactitud la hora de una defunción, nada más.
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Steven Truscott
En 1959 se encontró cerca de Goderich, Ontario, el cadáver de una niña canadiense de doce años de edad llamada Lynne Harper. Hallaron a la pequeña dos días después de su desaparición, pero resultó muy difícil establecer la hora exacta de su muerte porque el cuerpo ya había perdido el calor natural.
Se sabía, sin embargo, que el día que desapareció, Lynne y su familia hablan cenado pavo asado a las 5,30 de la tarde.
En base a esto, el médico forense, John Penistan, pudo determinar la hora de la muerte gracias a un detenido examen del grado de digestión de los alimentos ingeridos en aquella cena. En su opinión, la niña había fallecido antes de las 7,45, lo cual quería decir que habían transcurrido menos de dos horas desde que terminó el postre.
Steven Truscott, un joven de catorce años, fue la última persona que vieron en compañía de Lynne. Eran las 7,25; estaban cerca del que iba a ser el escenario del crimen. Treinta y cinco minutos más tarde, a las ocho, él regresaba sólo.
Si la víctima había muerto antes de las 7,45, parecía más que probable que Truscott la hubiera eliminado. Esta prueba fue fundamental posteriormente para condenarle por el asesinato de su amiga.
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LA APELACION – Al borde de la muerte
Aun después de ser condenado a morir en la horca, Wallace seguía proclamando su inocencia. El combate decisivo estaba a punto de comenzar en el Tribunal Criminal de Apelaciones.
Al finalizar el juicio, Wallace fue recluido de nuevo en la cárcel de Walton. Posteriormente recordaría: «La resistencia humana tiene un límite. Yo traspasé el mío cuando las puertas de la prisión se cerraron tras de mí y me mandaron quitarme la ropa. En aquel momento me derrumbé y lloré.»
Uno de los primeros pasos de Oliver y Munro para organizar la apelación fue redactar una lista de motivos por los que debía revocarse la sentencia y enviarla al Tribunal Criminal de Apelaciones de Londres. Sin embargo, sabían a lo que se enfrentaban. Desde 1907 tan sólo se habían anulado dos penas capitales por este procedimiento.
Wallace, mientras tanto, aguardaba impaciente en su celda de la prisión. Para aliviar la angustia de las pocas horas que, supuestamente, le quedaban de vida, le entregaron su violín y un juego de ajedrez. La fecha de la ejecución estaba provisionalmente fijada para el 12 de mayo, pero cuando se enteró de que la vista de su apelación tendría lugar el lunes, 18 de mayo, tuvo el pequeño consuelo de una suspensión temporal.
El sábado anterior a la apelación Wallace viajó hasta Londres en tren. Las dos noches siguientes iba a pasarlas en la celda de los condenados a muerte en la prisión de Pentonville.
El domingo, la Iglesia celebró una ceremonia extraordinaria. En la catedral anglicana se leyeron numerosas oraciones para que los jueces de la apelación «aseguraran la verdadera administración de la justicia en nuestra tierra».
Al día siguiente, la sesión comenzó a las doce de la mañana en el Palacio de Justicia. Sentado frente al acusado, el presidente del Tribunal Supremo, Lord Hewart; junto a él, los jueces Hawke y Branson.
En esta ocasión, a diferencia del juicio, no fue Hemmerde quien expuso primero el conjunto de las acusaciones alegadas por el ministerio fiscal, sino que fue Oliver, la defensa, quien se levantó primero. Habló durante cinco horas y gran parte de este tiempo lo dedicó a remitirse al proceso inicial y a la sentencia. En su opinión, el caso se había basado en pruebas circunstanciales, que si bien podían indicar la culpabilidad del acusado. no excluían, en absoluto, su inocencia. El argumento, por consiguiente, giró en torno al hecho de que el jurado había emitido un veredicto muy poco razonable y apenas fundamentado.
Además, alegó que el jurado se había escogido entre personas de determinadas zonas de los alrededores de Liverpool, en las que la prensa había ejercido una influencia muy perjudicial. También puso en duda el testimonio de Alan Close y mencionó la declaración de los tres jóvenes que aseguraron que al principio su amigo les dijo que llegó a la casa de Julia a las 6,45.
A la mañana siguiente, Hemmerde se puso en pie dispuesto a responder a la defensa. Durante su discurso, de cuatro horas de duración, concedió que no había prueba alguna que demostrara que Wallace había hecho él mismo la llamada del misterioso señor Qualtrough, pero la abrumadora cantidad de pruebas circunstanciales expuestas sólo incriminaban a Wallace, no había otra posibilidad.
Por la tarde, Oliver tuvo ocasión de hablar de nuevo. Esta vez pronunció un discurso breve, casi destinado únicamente a enfatizar de nuevo el hecho de que la acusación no había presentado ni una sola prueba concluyente. A las 3,30 terminó, dejando que el destino de Wallace siguiera su curso.
Sin embargo, su discurso fue excepcional.
En lugar de seguir las prácticas habituales e informar a la sala de su decisión, los jueces de la apelación mantuvieron en voz baja una pequeña discusión y decidieron retirarse a considerar el veredicto. Durante los quince minutos que tardaron en volver, Wallace, que tenía permiso para esperar fuera de la sala, estuvo paseando de un lado a otro por el pasillo; estaba realmente nervioso.
A las 4,15, cuando volvieron los jueces, el condenado se puso en pie frente a Lord Hewart, quien estuvo hablando durante catorce interminables minutos que no hicieron sino prolongar su agonía. Habló muy despacio, deteniéndose en cada palabra: parecía reacio a comunicar el veredicto de la sala.
Posteriormente, Wallace recordaría: «No entendí ni una sola palabra de las que pronunció el presidente del Tribunal Supremo; tampoco veía coherencia alguna en su discurso. Tenía la angustiosa sensación de que cada frase suya tardaba una eternidad en llegar hasta mí».
Pero la decisión no podía demorarse más. «La conclusión a la que hemos llegado -dijo Lord Hewart- es que en este caso, el cual hemos considerado y discutido con gran inquietud y sumo detenimiento, la acusación no ha probado los cargos con la certidumbre necesaria para justificar un veredicto de culpabilidad…»
Como decía un reportaje del Daily Mail, «las palabras salían de los labios del presidente del Tribunal Supremo con extrema frialdad y no hacía sino más profundo el silencio reinante en la sala abarrotada». Las pausas parecían interminables.
«Y, por lo tanto -continuó Lord Hewart- es nuestro deber seguir los procedimientos indicados en la sección del estatuto antes mencionado. Así pues, se admitirá la apelación. Esta sentencia queda anulada.»
Wallace estaba a salvo. Se dio la vuelta y buscó con la mirada a su hermano Joseph entre la asombrada multitud. Cuando le vio, le hizo una señal de alivio con la mano. Algunos observadores comenzaron a aplaudir, pero fueron rápidamente silenciados con la simple mirada de un juez.
Los labios de Wallace dibujaron una leve sonrisa que permaneció en su cara hasta que desapareció de allí en un taxi.
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La apelación
En 1931 sólo se habían dado dos casos de apelación contra una pena capital desde que en 1907 se fundó el Tribunal Criminal de Apelaciones.
El primero, el caso Ellsome, tuvo lugar en Clerkenwell, Londres. El 31 de agosto de 1911 se encontró el cuerpo de Rose Render apuñalado en el corazón. Se sabía que su novio, Charles Ellsome, había comprado un cuchillo enorme el día anterior, y fue arrestado como principal sospechoso. El jurado necesitó menos de media hora para declararle culpable. Sin embargo, un tiempo después, el Tribunal Criminal de Apelaciones anuló la sentencia debido a que el juez del proceso había condicionado al jurado.
El segundo caso tuvo lugar durante la Primera Guerra Mundial. El consul alemán en Sunderland, H. A. Ablers vio revocada su sentencia de muerte por un cargo de traición, basándose en una defensa incorrecta.
Sin embargo, los jueces de estas apelaciones no reconocieron en ningún momento que el jurado había cometido un terrible error. Esto sólo sucedió en el caso Wallace.
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Los diarios de Wallace
Cuando quedó libre, Wallace puso por escrito lo que pensaba sobre la muerte de su mujer y declaró públicamente que conocía la identidad del verdadero asesino.
Hay tres fuentes que nos permiten analizar los que Wallace pensaba y sentía sobre el asesinato de su mujer. La primera es la historia de su vida; la segunda, una serie de artículos escritos para la revista John Bull en 1932, y la tercera, su diario privado. Las dos primeras fueron escritas, en nombre de Wallace, por auténticos profesionales, pero son, sin duda alguna, menos sobrecogedoras que su propio diario.
En todos estos textos proclamó su inocencia, pero en los artículos publicados por John Bull declaró que conocía la identidad del asesino. En su diario fue aún más lejos y mencionó su nombre. Se trataba de un antiguo compañero de la Prudencial, Richard Gordon Parry.
¿Eran una exposición personal y sincera de sus temores, esperanzas y sospechas? ¿O son estos fragmentos de un diario de 1931, en los que se menciona constantemente a Parry, la mayor mentira del verdadero culpable?
Lunes, 14 de septiembre
«Justo cuando me disponía a cenar Parry me interrumpió y me dijo que quería hablar conmigo. Era una situación tan violenta que decidí no escuchar lo que tuviera que decirme. Le dije que algún día hablaría con él y le daría algo en que pensar. Debe de haberse dado cuenta de que sospecho que fue él quien cometió el horrible crimen. Me temo que me ha descubierto, ahora sabe lo que pienso y, desgraciadamente, creo que le he puesto en guardia. Me pregunto si sería una buena idea que un detective privado le siguiera la pista para aclarar esta asunto cuanto antes.»
Martes, 6 de octubre
«No puedo seguir ignorando el hecho de que me pone terriblemente nervioso entrar en casa después de anochecer. Supongo que se debe a que el proceso me ha destrozado los nervios, y esto, junto con los constantes ataques de angustia y dolor que sufro cada vez que pienso en el fin que tuvo mi querida Julia, hace que esté terriblemente deprimido e inquieto… Siempre intentaré imaginar qué es lo que realmente sucedió. Aunque estoy convencido de que Parry la mató, sigue siendo difícil probarlo. Me sentiría muy aliviado si al menos pudieran atraparle… »
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EL SOSPECHOSO – El otro hombre
Al cabo de cincuenta años aparecieron nuevas pruebas que apuntaban hacia otro sospechoso. Pero los indicios incriminatorios que existen contra los posibles culpables siguen siendo poco concluyentes. Jamás sabremos quién mató a Julia Wallace.
Si Herbert Wallace no mató a su mujer, ¿quién lo hizo? Aunque esta pregunta ha inquietado a numerosos estudiosos de la historia del crimen desde 1931, no ha preocupado en absoluto a la policía de Liverpool.
A pesar del veredicto del Tribunal de Apelaciones y la correspondiente suposición de que un brutal asesino permanecía en libertad, el departamento declaró, poco después de finalizar la apelación, que no volvería a abrir la investigación sobre la muerte de Julia Wallace.
No obstante, en 1966 el caso estaba aún «abierto» para Jonathan Goodman. En su libro, El asesinato de Julia Wallace (The Killing of Julia Wallace), expuso consistentemente la posibilidad de que uno de los compañeros de trabajo del marido de la víctima estuviera directamente implicado en el crimen. Goodman no pudo nombrar a este nuevo sospechoso porque aún estaba vivo. Hasta 1981, cuando la emisora de radio independiente de Liverpool, la Radio City, emitió un programa sobre el cincuenta aniversario del suceso, no se identificó públicamente a este presunto culpable; se trataba de Richard Gordon Parry.
Pero esta revelación no era una primicia, ya que Wallace había publicado que sospechaba del mismo hombre cincuenta años antes.
Dos días después del asesinato, el esposo de la difunta le proporcionó al inspector Gold gran cantidad de información sobre dos hombres que conocían perfectamente sus prácticas laborales y la recogida de primas mensuales. Este dato era muy importante porque, en ocasiones, llegaba a guardar en casa hasta cien libras, en espera de entregárselas a la compañía cada miércoles. Aquel fatídico martes por la noche, sin embargo, allí tan sólo había cuatro, ya que una enfermedad había impedido que el agente hiciera la colecta semanal.
Parry, uno de los individuos mencionados por Wallace, era un visitante asiduo de Wolverton Street y había sustituido a su anfitrión en su puesto de trabajo varias veces, casi siempre que se daba de baja por enfermedad. Siendo esto así, Parry conocía los entresijos de su labor en la Prudencial, incluyendo todo lo referente a las colectas semanales, y sabía también que guardaba el dinero de la recaudación en la estantería superior de la librería de la cocina.
Además, no hay que perder de vista que este sujeto tenía un pasado dudoso. Cuando tan sólo tenía veintidós años ya contaba con considerables antecedentes delictivos. Tuvo que renunciar a su empleo en la Prudencial porque se descubrió que después de cada colecta se quedaba con grandes sumas de dinero procedentes de primas no declaradas.
Parry conocía a los Wallace lo suficientemente bien como para que Julia le dejara entrar en casa siempre que aparecía de imprevisto. De hecho, cuando Goodman le entrevistó en 1966, afirmó que a menudo tomaba el té allí: pasaba tardes enteras cantando plácidamente en el salón mientras Julia le acompañaba al piano. Todo ello, añadió, sin que su marido lo supiera. Hay que tener en cuenta que Parry pertenecía a una sociedad de arte dramático que tenía su sede en el City Cafe, con lo cual tenía a su disposición todos los horarios de las partidas de ajedrez.
La policía no hizo caso omiso al soplo de Wallace. Fueron a ver a Richard Parry, para preguntarle dónde estuvo el 20 de junio y coger algunas prendas de su vestuario para un análisis forense. Todo fue en vano. Tenía una coartada de lo más razonable: había pasado la tarde con su novia, Lily Lloyd, dato que corroboró ella misma. Por otra parte, todos los exámenes forenses de su ropa dieron un resultado negativo.
Sin embargo, Lily sólo le vio a última hora de la noche, ya que antes había estado trabajando en un club, donde era pianista. La policía nunca descubrió este dato. Años más tarde, la emisión de Radio City puso de relieve todos estos indicios.
Poco antes de comenzar la emisión, los responsables del programa, Roger Wilkes y Michael Green, recibieron una llamada telefónica anónima, que puso de manifiesto que había una persona, aún viva, que limpió el coche de Parry a altas horas de la noche, el mismo día que se cometió el asesinato.
Wilkes y Green dieron con el paradero del sujeto en cuestión. Se llamaba John Parkes y el 20 de enero de 1931 estaba de servicio en un garaje local cuando apareció Parry a las once de la noche.
Aunque su coche estaba muy limpio, le pidió que le diera un manguerazo por dentro y por fuera hasta dejarlo impecable. Mientras lo hacía, el empleado encontró un guante de cuero manchado de sangre.
Parry, que se había quedado allí mismo para tener la seguridad de que limpiaba a conciencia, se dio cuenta de que había visto el guante y le intimidó insinuándole que si la policía encontraba aquella prenda, le colgarían sin piedad. Según Parkes, después siguió asustándole con el tema de su supuesta complicidad, mientras le contaba cómo había deshecho de una barra de metal tirándola a una alcantarilla.
A la mañana siguiente, cuando apareció William Atkinson, el propietario del garaje, el joven le contó lo sucedido y éste le aconsejó que no se lo dijera a nadie, era demasiado peligroso. Pero cuando condenaron al señor Wallace se sintieron tan culpables que llamaron a la policía.
El comisario Moore se presentó de inmediato para hablar con Parkes y después de oír su historia dijo que debía tratarse de un «error».
Como sucedió con Wallace, las pruebas existentes contra Parry eran meramente circunstanciales, pero él nunca tuvo la oportunidad (o la necesidad) de defenderse ante un tribunal. Ahora ya es demasiado tarde, murió en 1980.
Pero hay muchas preguntas que quedaron sin responder. En primer lugar, ¿por qué llevaría Parry su coche a un garaje en que todo el mundo le conocía? Una vez allí, ¿por qué se delató ante Parkes? Por otra parte, este empleado dijo que el sospechoso regresó al garaje posteriormente para asegurarse de que no le había contado nada a la policía, pero en esta ocasión apareció con otro individuo. La identidad de este presunto cómplice sigue siendo un misterio.
Desde luego parece muy extraño que Parry fuera por ahí implicando a más gente en el asunto. Por último, ¿por qué intentó construirse una coartada tras la muerte de Julia? Seguro que habría pensado en ello antes de actuar.
Ninguno de estos hechos parecen respaldar la posibilidad de que planeara cuidadosamente alejar a Wallace de la casa para matar premeditadamente a su mujer. Sin embargo, queda otra teoría: pudo ocurrir que pensara de antemano cometer un robo y que, preso de pánico, tuviera que matar a Julia sobre la marcha. Esta hipótesis se ve respaldada por el hecho de que él sabía perfectamente dónde guardaba Wallace la recaudación.
Hay otra explicación más compleja: Parry fue a la casa con un cómplice que entró por la parte posterior mientras él entretenía a Julia en el salón. Algo salió mal; quizá el sujeto desconocido hizo algún ruido que alertó a la señora, y su acompañante, sin pensárselo dos veces, la hizo callar para siempre. Todo este embrollo justificaría la presencia de un segundo hombre en el garaje.
No obstante, puede que el principal motivo por el que no se acusara a Parry sea, simplemente, el modo como se llevó el proceso contra Wallace. El mero hecho de que algunas personas creyeran que era culpable le llevó, puede que injustamente (puede que no), al borde del patíbulo.
Nadie podía permitirse poner a Parry en el mismo trance a no ser que aparecieran nuevas pruebas que le relacionaran de forma concluyente con la llamada del señor Qualtrough o con el asesinato en sí mismo. Además, esta la máxima de la legislación británica que dice que una persona es inocente hasta que no se demuestre lo contrario. Por todo esto, el caso Wallace se ha convertido en un ejemplo del crimen perfecto, un crimen que aun está por resolver.
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Richard Gordon Parry
Nacido en 1909, Richard Gordon Parry llevó una vida llena de altibajos hasta el día en que Julia Wallace murió, en 1931. De 1928 a 1930 trabajó como agente de la Prudencial y, al finalizar 1928, estuvo al amparo de Wallace durante un periodo de tres semanas.
Un día, su supervisor, Joseph Crewe, se dio cuenta de que las sumas de dinero que Parry entregaba no eran equiparables con las recaudaciones. Sus padres tuvieron que reponer la diferencia, y él se vio obligado a renunciar a su cargo. Más tarde, establecería todo un récord de delitos como el robo de coches, atentados contra el pudor y otras faltas menores.
Al parecer, en 1931 su interés se centraba en la agitada vida social que llevaba y los gastos que ésta le ocasionaba. Pasó una época comprometido con una joven pianista del teatro de variedades llamada Lily Lloyd y jugó a ser cantante. Años después contaría que por aquel entonces pasó numerosas veladas musicales en el nº 29 de Wolverton Street en compañía de Julia Wallace.
También pertenecía a una asociación no profesional de arte dramático que compartía su sede con el Club Central de Ajedrez en el City Café. Según el señor Wallace, la última vez que se vieron antes de la muerte de su esposa fue en dicho Club, durante el mes de noviembre.
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¿Encubierto?
Algunas personas relacionadas con Parry eran altos cargos en el ayuntamiento de la ciudad. Uno de sus tíos era director de la Biblioteca Municipal, y su padre, cuya secretaria era la hija del comisario Hubert Moore, ocupaba un puesto en el Departamento del Tesoro.
Debido al estrecho contacto que mantenía con estas personas, corrieron rumores de que pudieran haberle encubierto. De hecho, habría sido muy embarazoso para ambos verse implicados con un posible asesino. De este modo, es igualmente posible que el recientemente ascendido Moore prefiriera un éxito fácil atrapando a Wallace, en lugar de arriesgarse a iniciar la investigación de un hombre cuyas relaciones podían perjudicarle en el futuro.
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Conclusiones
Aunque el Tribunal de Apelación absolvió a Wallace del asesinato de su mujer, cualquier satisfacción que esta noticia pudiera producirle murió con él poco tiempo después.
Wallace no pudo soportar los continuos rumores que despertaba su presencia en Anfield y el 23 de junio de 1931 decidió marcharse de allí. La Compañía de Seguros Prudencial le proporcionó un empleo en Wirral, al sur de Mersey, y se mudó inmediatamente.
A finales de 1932 su salud comenzó a deteriorarse debido a su antigua enfermedad renal, pero él se negó a operarse de nuevo. En febrero de 1933 tuvieron que sacarle de su casa en ambulancia.
Se sometió a una operación de urgencia en el hospital Clatterbridge, pero todo fue inútil. Dos semanas más tarde, el 26 de febrero, Wallace murió. Le enterraron junto a su esposa, en el cementerio de Anfield.
En marzo de 1966 el escritor Jonathan Goodman localizó a Richard Parry en Londres. Parry no aportó ninguna información nueva sobre el caso hasta poco antes de morir en 1980.
En marzo de 1981, Robert Parry, miembro del Parlamento por el Partido Laborista, le pidió al ministro del Interior, William Whitelaw, que exigiera de la policía de Merseyside una explicación de por qué se negaban a revelar información con respecto al caso Wallace. El señor Whitelaw no quiso hacerlo.
En enero de 1990, la BBC emitió una obra de teatro llamada «El agente de la Pru» («The man from the Pru») que contó con la interpretación de Jonathan Pryce como Wallace y la de Anna Massey como su mujer. El guión mantuvo en todo momento la posibilidad de que cualquiera de los dos sospechosos fuera el asesino.
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Fechas clave
- 19-01-31
– 7,20 p.m. Qualtrough llama al Club Central de Ajedrez.
- 20-01-31
– 6,45 p.m. Wallace sale del nº 29 de Wolverton Street y se dirige a Smithdown Road.
– 7,06 p.m. Coge el tranvía nº 4 en Lodge Lane.
– 7,20 p.m. Llega a Menlove Avenue y comienza a buscar la calle Menlove Gardens East.
– 8,00 p.m. Se da por vencido y vuelve a casa.
– 8,45 p.m. Llega a casa y encuentra a Julia muerta.
- 21-01-31 – Alan Close le cuenta a la policía que ha visto a Julia viva a las 6,45 de la tarde.
- 22-01-31 – Wallace les dice a sus amigos del club que la policía le considera inocente.
- 24-01-31 – Entierro de Julia Wallace en el cementerio de Anfield.
- 28-01-31 – Se presentan las pruebas al fiscal general del Estado.
- 02-02-31 – Arresto de Wallace.
- 03-02-31 – Wallace en prisión preventiva en espera de juicio.
- 19-02-31 – Se inician las diligencias previas.
- 22-04-31 – Comienza el juicio en la Audiencia Provincial de Liverpool.
- 25-04-31 – El jurado declara culpable a Wallace. La sentencia es de muerte en la horca.
- 28-04-31 – Oliver y Munro preparan la apelación del caso Wallace.
- 16-05-31 – Traslado de Wallace a la prisión de Pentonville.
- 17-05-31 – Lectura de plegarias por Wallace en la catedral de Liverpool.
- 18-05-31 – Comienza el juicio en el Tribunal Criminal de Apelación.
- 19-05-31 – El Tribunal de Apelación declara a Wallace inocente.
- 26-02-33 – Muere Wallace.
- 30-03-66 – Jonathan Goodman interroga a Parry.
- 14-04-80 – Muere Parry.
- 20-04-81 – La emisora de radio de Liverpool emite: ¿Quién mató a Julia Wallace?
- 13-04-81 – Roger Wilkes y Michael Green interrogan a John Parkes.