
El Gigante de Santa Cruz
- Clasificación: Asesino en serie
- Características: Necrofilia - Canibalismo - Parricidio
- Número de víctimas: 10
- Fecha del crimen: 1964 / 1972 - 1973
- Fecha de detención: 24 de abril de 1973
- Fecha de nacimiento: 18 de diciembre de 1948
- Perfil de la víctima: Su abuelos, seis mujeres jóvenes, su madre y una de sus amigas
- Método del crimen: Arma de fuego - Puñaladas con cuchillo - Estrangulación - Golpes con martillo
- Lugar: Varios lugares, Estados Unidos (California)
- Estado: Condenado a cadena perpetua en noviembre de 1973
Índice
- 1 Edmund Kemper – El gigante «asesino de colegialas» de Santa Cruz
- 1.0.0.1 Un enorme deseo de venganza
- 1.0.0.2 «Jugábamos a la silla eléctrica y a la cámara de gas»
- 1.0.0.3 Fascinado por la decapitación
- 1.0.0.4 Un necrófilo perfecto
- 1.0.0.5 «Sólo quería saber lo que sentiría matando a mi abuela»
- 1.0.0.6 «Quiero herir a la sociedad donde más le duela»
- 1.0.0.7 «La fantasía de las cabezas cortadas es como un trofeo»
- 1.0.0.8 «El asesino de estudiantes»
- 1.0.0.9 «Deseaba destruir a todos mis vecinos»
- 1.0.0.10 «Siento que pierdo todo control»
- 1.0.0.11 Santa Cruz: «Murdertown, USA»
- 1.0.0.12 Big Ed y Little Herbie
- 2 Ed Kemper
- 2.0.0.1 Los asesinatos
- 2.0.0.2 Falto de cariño
- 2.0.0.3 El padrastro
- 2.0.0.4 Demonios entre rejas
- 2.0.0.5 Cinco años encerrado
- 2.0.0.6 Último encuentro
- 2.0.0.7 Santa Cruz
- 2.0.0.8 El terreno de caza
- 2.0.0.9 Víctimas estudiantes
- 2.0.0.10 La danza de la muerte
- 2.0.0.11 Peligro en la carretera
- 2.0.0.12 El cadáver en la montaña
- 2.0.0.13 Competidores sangrientos
- 2.0.0.14 El mensajero de Dios
- 2.0.0.15 El desatino de Reagan
- 2.0.0.16 La ruta del infierno
- 2.0.0.17 Las reglas del juego
- 2.0.0.18 El escalofrío de la caza
- 2.0.0.19 Edmund el confesor
- 2.0.0.20 Los abogados
- 2.0.0.21 Conclusiones
- 2.0.0.22 Fechas clave
- 2.0.0.23 Las víctimas
- 2.0.0.24 Frases
- 2.0.0.25 Bibliografía
Edmund Kemper – El gigante «asesino de colegialas» de Santa Cruz
Stéphane Bourgoin – Asesinos
Cuando uno se encuentra frente a Ed Kemper, lo califica en seguida de hombrachón impresionante: tiene 44 años, mide más de dos metros y pesa alrededor de 160 kilos. Su cociente intelectual pasa de 140.
Con motivo de la filmación de un documental, Serial Killers: Investigación de una desviación, tuve ocasión de hablar con Ed Kemper durante varias horas en compañía de Olivier Raffet, el realizador de nuestra película. Con ocho condenas por asesinato en primer grado, Kemper escapó de la pena de muerte porque acababa de ser abolida en el estado de California (donde más tarde fue restablecida). Purga su condena en Vacaville, no lejos de San Francisco, la prisión más poblada del mundo occidental, con cerca de diez mil huéspedes.
Ed Kemper pertenece a la categoría de los asesinos en serie organizados. Todas las citas de Kemper proceden de esta entrevista efectuada en noviembre de 1991. Interrogarlo no fue tarea fácil. Unos días antes, John Douglas, jefe del departamento de análisis criminal del FBI, me había relatado la siguiente anécdota: a finales de los años setenta, su colega Robert Ressler visitó a Kemper, por tercera vez, en la prisión de alta seguridad. Al cabo de cuatro horas, Ressler aprieta el timbre para llamar al guardia. Llama tres veces en un cuarto de hora. Sin respuesta. Kemper advierte a su entrevistador que no sirve de nada ponerse nervioso, pues es la hora del relevo y de la comida de los condenados a muerte. Con un toque de intimidación en la voz, Kemper agrega, haciendo una mueca, que nadie contestará a la llamada antes de otro cuarto de hora por lo menos: «Y si de repente me vuelvo majareta, vaya problema que tendrías, ¿verdad? Podría desenroscarte la cabeza y ponerla encima de la mesa para darle la bienvenida al guardia … »
Nada tranquilo, Ressler le contesta que esto volvería aún más difícil su estancia en la cárcel. Kemper le responde que tratar así a un agente del FBI provocaría, al contrario, un enorme respeto entre los demás prisioneros: «No te imagines que he venido aquí sin medios de defensa», dice el agente del FBI. «Sabes tan bien como yo que está prohibido a los visitantes llevar armas», responde Kemper mofándose.
Conocedor de las técnicas de negociación en los casos de rehenes, Ressler trata de ganar tiempo. Habla de artes marciales y de autodefensa. Finalmente, el guardia aparece y Ressler lanza un suspiro de alivio. Al salir de la sala de entrevistas, Kemper le dirige un guiño y, poniéndole el brazo sobre el hombro, sonríe: «Y sabes que solo bromeaba, ¿no?».»
Desde este incidente, los agentes del FBI no tienen derecho a interrogar a solas a los asesinos en serie.
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Un enorme deseo de venganza
Criado por una madre terrible, que no vacila en encerrarlo en el sótano de su casa, Edmund Kemper se vuelve muy tímido y se aisla más y más. Sueña con vengarse, imagina juegos mórbidos en los cuáles tienen un papel esencial la muerte y la mutilación. Consciente de su insuficiencia, admira a su padre ausente y al actor John Wayne. Por lo demás, es curiosa la fascinación que ejerce el Duke sobre otros muchos asesinos en serie, como John Wayne Gacy o Herbert Mullin, aunque éste odiaba ferozmente al actor. Kemper explica:
«John Wayne se parecía mucho a mi padre, a la vez físicamente y en su modo de obrar. Mi padre era forzudo y hablaba alto y fuerte. Como John Wayne, tenía los pies pequeños. Cuando estuve por primera vez en Los Angeles fui a poner mis pies en las huellas de los de John Wayne, inmortalizadas delante del Teatro Chino. Me enorgulleció ver que mis pies eran mayores que los suyos.»
A Ed Kemper le hace falta el padre, pues no se entiende en absoluto con su madre Clarnell. Le enfurece que ésta vuelva a casarse, aunque sus sucesivos padrastros lo trataron generalmente con mucha afabilidad. Pero Ed les reprocha que hayan tomado el lugar de su padre natural:
«Era un niño inquieto y nunca me acostumbré a la idea de la separación de mis padres. Detestaba pensar que nuestra familia se rompiera. Quería a mis padres por igual. Discutían mucho y mi madre solía llevar la mejor parte, rebajaba constantemente a mi padre, le repetía sin cesar que era un desgraciado sin futuro. Finalmente, mi padre se hartó y se marchó. Yo, por la noche, a menudo lloraba oyéndoles insultarse a gritos. Se divorciaron. Mi madre bebía mucho y cada vez más. Yo tenía dos hermanas. Mi madre me trataba como si yo fuese una tercera hija, me taladraba los oídos diciéndome que mi padre era un mal bicho. Hubiera debido identificarme con él, pero no lo lograba. Mi hermana mayor, que tenía cinco años más que yo, me pegaba a menudo, y mi hermana menor mentía y muchas veces me castigaban en su lugar. Tenía la impresión de que el mundo entero estaba contra mí, que había agarrado el mango por el extremo equivocado. Se me iban acumulando las frustraciones y el deseo de venganza.»
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«Jugábamos a la silla eléctrica y a la cámara de gas»
Al llegar a los ocho años, Kemper jugaba desempeñando el papel de víctima de una ejecución mientras sus hermanas hacían el papel de verdugos:
«Vivíamos en Montana, en una casa con un sótano inmenso, casi parecía un calabozo medieval. Tengo ocho años y mi imaginación funciona a todo tren. Hay un enorme horno de calefacción central, con radiadores y tuberías que hacen mucho ruido. Este horno me cautiva, tengo la impresión de que en él vive el Diablo. Esos ruidos inquietan a un crío de mi edad. El diablo comparte mi dormitorio y habita en ese horno. A veces, me despierto y miro, fascinado, el horno, que resplandece de modo extraño. De noche, mi madre y mis hermanas suben al primer piso, donde tienen sus dormitorios, pero yo duermo en el sótano. ¿Por qué voy al infierno cuando ellas suben al cielo… ? Con mi hermana menor inventamos juegos morbosos. Jugábamos a la silla eléctrica o a la cámara de gas. Era la época en que Caryl Chessman había sido condenado a muerte. Como no tengo muchos juguetes, eso rompe la monotonía ambiente. Me dejo atar con una cuerda a un sillón, finjo retorcerme de dolor cuando mi hermana hace como que pone el contacto…»
Ed Kemper cuenta este juego de la cámara de gas como si se tratara de algo normal para un niño de su edad, un medio de «romper la monotonía ambiente». Ni su madre ni sus profesores toman en serio estas fantasías morbosas. La mayoría de los asesinos en serie dan desde la infancia signos de su comportamiento anómalo, pero ningún padre piensa que su hijo es Jack el Destripador. Cuando se habla con asesinos en serie, confiesan que desde la infancia querían matar y que los mataran. No es una fantasía que surja bruscamente en la adolescencia a causa del alcohol o de las drogas. Piensan en ello ya a los siete u ocho años, como en el caso de Kemper. Fascinado por un truco de magia, sus fantasías toman un carácter más macabro:
«Un día, en unos almacenes, asisto a un juego de magia, el de la falsa guillotina. Se pone una patata debajo de la cuchilla mientras alguien mete la cabeza en una abertura preparada a tal efecto. La cuchilla cae y sólo la patata queda cortada en dos. El mago pide un voluntario y una hermosa muchacha rubia se presenta, empujada por su novio. Todos ríen. Yo, en ese instante, me descontrolo, pierdo el contacto con la realidad. No hubiera debido sucederme. ¿Cómo imaginar que se pueda cortar la cabeza a alguien en unos almacenes? Estaba fascinado, esa idea de la decapitación era tan excitante para mí que me acosó durante semanas. Mucho antes de mi primer crimen ya sabía que iba a matar, que todo acabaría así. Las fantasías son demasiado fuertes, demasiado violentas. Sé que no seré capaz de contrarrestarlas. Vuelven a la carga sin cesar y son demasiado elaboradas… A veces se habla de la cara oscura de tal o cual persona. Todos piensan en cosas que guardan enterradas en lo más profundo, porque son demasiado crueles, demasiado horribles para expresarlas: «Me gustaría volarle la cabeza o matar a ese tipo». Todos lo pensamos, un día u otro. Yo pensaba en ello constantemente. Tenía constantemente pensamientos negativos. En un momento dado, a medida que se crece, se logra superar esta fase morbosa. Yo, no. Un adulto puede guiar a un niño, enseñándole otro camino. Mi madre estaba, al contrario, para humillarme y pegarme. Me enseñaba hasta qué punto los varones eran insignificantes. En cierto modo, precedió en varios años a los movimientos feministas. Ya sé que no es justo hablar así de una muerta que no puede defenderse. Su padre había sido alguien insignificante y ella tuvo que ocuparse de todo desde la infancia. Mamá se ocupaba de todo. No sabía cómo actuar de otra manera.»
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Fascinado por la decapitación
Constantemente en conflicto con su madre, Kemper no se entiende mejor con su hermana:
«Tengo celos de mi hermana. Tiene muchos amigos y yo ninguno. Mi madre le muestra afecto y respeto, le presta atención. A mi me riñen cada dos por tres. Como regla general, tiene todo lo que yo no poseo. Un día me dan una pistola de pistones que traigo de Nueva York. Mi hermana detesta esa pistola porque no tiene una. Y además está furiosa porque no ha ido a Nueva York. Unos días después de mi regreso, con el pretexto de una disputa toma mi juguete y lo arroja contra mis pies. No solamente la pistola se rompe, sino que tengo una herida en un dedo del pie. Para vengarme, me voy a su cuarto y con unas tijeras decapito su muñeca Barbie y luego le corto las manos; después le devuelvo su muñeca mutilada.»
Kemper trata de racionalizar su fantasía de mutilación de la muñeca: se venga de su hermana porque rompió su pistola. Esto expresa una característica importante del asesino en serie, o sea, su deseo de aparecer normal. Cuando habla de las mutilaciones de sus víctimas, Kemper indica que les corta la cabeza y las manos para hacer imposible su identificación, lo cual, a primera vista, puede parecer normal para un asesino que trata de escapar de la policía. Sin embargo, este acto queda anulado por los métodos modernos de investigación, que permiten identificar una víctima por su dentadura y sus huellas dactilares. La separación de los miembros y del tronco no altera nada, pero satisface una fantasía que Kemper tiene desde su infancia. Finge matarse en ceremonias rituales antes de mutilar a una muñeca simbólica. La etapa siguiente exige que mate a un ser vivo para poseerlo, palabra clave en la carrera de asesino de Ed Kemper. Unos meses más tarde, el gato de la familia se convierte en su primera víctima. Entierra vivo al animal, y le corta la cabeza, la cual lleva orgulloso a casa, donde la exhibe en su cuarto como un trofeo. Pese a su corta edad, fantasea sobre el amor y el sexo. Y sus sueños eróticos se acompañan inevitablemente de violencia:
«Llegada la noche, salgo subrepticiamente de casa para pasearme por las calles, al azar. Me encanta espiar a las muchachas y seguirlas desde lejos. Me imagino que las amo y que me aman, aunque sepa que esto nunca será posible. ¿Qué fantasías tengo? Pues poseer las cabezas cortadas de esas chicas. Los hombres no me gustan.»
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Un necrófilo perfecto
Casi nunca habla. Es incapaz de expresar de modo normal cualquier sentimiento de afecto. Kemper presenta los signos premonitores de una perfecta necrofilia. Un día, su hermana le hace una broma sobre su maestra, por la que se siente atraído. Le pregunta por qué no la besa y el joven Ed contesta: «Tendría que matarla antes de besarla.» Está a punto de realizar semejante fantasía, pues una noche se dirige a casa de su maestra llevando la bayoneta de su padrastro. Imagina que la mata, la decapita, se lleva a casa su cabeza y la besa y le hace el amor. Sus compañeros de clase se sienten inquietos en su presencia, pues Kemper no les habla y se contenta con mirarlos fijamente.
Este ostracismo se acentúa cuando Kemper cumple los trece años, pues se sospecha que mató a un perro del vecindario. Otro gato, que prefiere la compañía de su hermana mayor, es la segunda víctima de sus experimentos. Esta vez mata al animal a machetazos y la madre de Kemper descubre los pedazos de la bestia ocultos en el armario del muchacho. Le había cortado el cráneo para exponer el cerebro y luego lo apuñaló innumerables veces. En la operación quedó rociado de sangre.
Durante un tiempo, Ed quiere vengarse de sus condiscípulos. Uno de sus padrastros, que lo trata con mucha afabilidad y lo lleva de caza y pesca, no está tampoco protegido contra las fantasías asesinas de Kemper. Un día, el adolescente se coloca detrás de él con una barra de hierro en la mano. Lo matará y le robará el coche, en el cual se irá a California del Sur para reunirse con su padre natural. Renuncia a este proyecto, pero lo sustituye por la fuga:
«A los 14 años, me marché de casa. Y ¿por qué? Pues para reunirme con mi padre. Quiero alejarme de mi madre. Sueño y fantaseo constantemente con el asesinato. Sólo pienso en eso. No consigo pensar en nada más. Mi madre mide un metro ochenta y pesa más de más de noventa y cinco kilos, pero no es obesa. Es una mujer que me aterroriza. Posee unas cuerdas vocales inimaginables. Vence siempre a los hombres en los juegos de muñeca. Siempre domina a sus maridos. Lo mismo que con mi padre. Un día, él se hartó. No diré que todo fuera culpa de ella. Pero mi madre me pegaba a menudo, cuando le parecía que yo no hacía lo que era debido. Un día me pegó en la boca con su cinturón, que se rompió. Me dijo que me callase, no fueran los vecinos a creer que me pegaba. ¡Imagínese! Encima… A sus ojos soy una mierda. No me opongo a ella de frente. Trato de resistir sin dar la cara. Cuando no me da mi dinero para la semana, me lo tomo de todos modos. Pero no lo robo, cojo cinco cents por ahí, cinco por allá; una vez, veinticinco. Espero a que regrese borracha por la noche, porque no contará su calderilla. Pero ella se da cuenta y se complace en contar delante de mí su dinero. Así jugamos al gato y al ratón durante casi un año. Después de haber ido a visitar a mi padre, decido no volver a tocar el portamonedas de mi madre, lo cual le da miedo. Suele decir: «Ahora cenaremos y después te daré una buena tunda.» ¡Imagínese! Trataba de humillarme por todos los medios.»
Edmund Kemper parte a California, para vivir un tiempo con su padre:
«Me entusiasma marcharme de Montana y volver a California, donde nací. Montana es el estado natal de «Ella», pero no el mío. Hace frío en invierno y calor en verano. La gente es simpática, pero no es mi gente. Me quedé un mes con mi padre y mi hermanastro. Nos trató muy bien, como si fuéramos hombrecitos. Él también venía de una familia muy matriarcal. La clase de familia cuyo hijo va en busca de una imagen maternal y acaba casándose con ella. Pero yo tenía abuelas dominantes en ambos lados de la familia. Con mi padre, las relaciones eran excelentes, con él hubiese podido tener una infancia feliz. Esos treinta días que pasamos juntos me abrieron los ojos. En aquella época, me sentía paranoico. En cuanto entraba en una habitación, cesaban las conversaciones y todos me miraban, porque era, con mucho, el tipo más alto que habían visto jamás. Los bajitos y los de mediana estatura me envidiaban porque hubiesen querido que la gente se fijara en ellos. Creían que era formidable. Yo, no. Almaceno muchas frustraciones y odios. No sé cómo canalizarlos o cómo deshacerme de ellos. Me imagino a menudo que soy el último hombre en la Tierra. ¿Qué pasaría si estuviera solo con todos esos buques, esos autos y aviones sin nadie con quien compartirlos? ¿No sería terrible? Esta idea me obsesiona y elaboro toda una novelería con este concepto. La gente está todavía presente, pero inanimada. No puede afectarme ni hacerme daño. Cuando llegué a la pubertad, una amiga de la clase me deseó, no sexualmente, sino físicamente, emocionalmente, y yo no sabía qué hacer. No estaba preparado. Ella estaba más adelantada que yo, bella y agresiva. Me asusté y ella me dejó de lado. Ella deseaba una relación física, quería besarme, pero tuve miedo.»
«Tengo constantemente la impresión de ser un extraño, de hallarme al margen. Tengo tendencias suicidas. Juego con la muerte. Uno de mis pasatiempos favoritos consiste en tenderme en medio de la carretera, como si acabaran de derribarme, y esperar a que pase un coche. Deseo que un conductor esté lo bastante borracho como para pasarme por encima, pero todos frenan y se detienen antes de llegar a mí. Se ponen furiosos cuando me levanto para salir corriendo. Es un juego. Ahora me río de esto, pero indica mi estado de ánimo en aquella época, y hasta qué punto tenía poco respeto por mi propia vida.»
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«Sólo quería saber lo que sentiría matando a mi abuela»
Las relaciones entre Kemper y su madre continúan empeorando. Cree que su hijo está chiflado y lo manda a casa de sus abuelos paternos, que viven en un rancho de California. Es allí, el 24 de agosto de 1963, a los 16 años de edad, donde mata a sus abuelos con un rifle del 22. Luego, apuñala a Maude Kemper con un cuchillo de cocina. Desconcertado, telefonea a su madre para informarla. Cuando la policía le interroga sobre sus motivos, contesta: «Sólo quería saber lo que sentiría matando a mi abuela.» Lamenta no haber tenido el valor de desnudarla. Sus declaraciones incoherentes determinan que se le interne en el hospital de alta seguridad de Atascadero:
«Paso la Navidad en compañía de mi padre, que acaba de casarse, pero esta vez las cosas van muy mal con mi madrastra y mi hermanastro. Tratábamos de atraer la atención de mi padre y su amor. Pero ahora tiene una nueva familia. Busco desesperadamente un hombre adulto para que me guíe. Mi padre no puede soportar esta tensión y me envía a casa de mis abuelos para deshacerse de mí. Me consideran un fracasado, de modo que trasladan al engorroso a la montaña. Bueno, no me lo dijeron así, pero como si lo hubiesen dicho. Me quedo varios meses, y todo marcha bien al principio, sobre todo porque estoy lejos de Montana. Pero, al cabo del tiempo, el barniz se resquebraja, pues mi abuela quiere criarme con dureza, como a sus tres hijos. Espera librarme de la influencia negativa de mi madre, pero de hecho la sustituye por la suya. Y yo soy completamente incapaz de comprender relaciones psicológicas tan complejas. No me da un respiro. Cuando me ausento, en el rancho, grita mi nombre cada hora para saber qué hago. Me habla siempre de la tranquilidad del campo, de la paz y del amor a los animales. La finca tiene unas cuatro hectáreas, y me atosiga constantemente gritando: «No te lleves la carabina y no hagas daño a nuestros amiguitos.» ¿Y saben lo que hice? Pues que tiré contra todo cuanto se movía. Los pájaros tenían la costumbre de sobrevolar la finca. Al cabo de algunas semanas de esta matanza, debieron darse cuenta, pues eludían el rancho. Me río, ahora, pero entonces no era nada divertido. Tiraba contra todo lo que se movía. Ganaba 25 cents por cada conejo o roedor que mataba. Destruía seres vivos para saber si podía hacerlo. Los psicólogos adoran estos trucos: un chico mata pájaros y se convertirá en un maníaco. Todo esto hierve dentro de mí. Las pasiones, las tensiones, las frustraciones. Fantaseaba sobre la muerte de mi abuela. Pensaba ya en cortarle la cabeza, pero el crimen fue espontáneo, como una explosión. No lo premedité.»
En 1969, contra el parecer de los psiquiatras, confían a Edmund Kemper al cuidado de su madre:
«El 30 de junio de 1969 al mediodía salgo de Atascadero. Me esposan para tomar una avioneta hacia el condado de Madera, donde me juzgará un tribunal de menores. Me encarcelan con el número 5100, un número de código que significa que estaba enfermo al cometer mis crímenes pero que soy legalmente responsable de ellos. Represento un peligro para mí mismo y para la sociedad. Debo seguir un tratamiento. Durante mi estancia en Atascadero mi código pasa del 5100 al 5567, es decir, me convierto en mentalmente peligroso e irresponsable de mis actos. En este caso, basta con mejorar para que te dejen regresar a tu casa. Creo que soy el único asesino que salió de esa institución sin antecedentes penales. En realidad, los psiquiatras no querían liberarme, estaban a punto de trasladarme al Hospital Estatal de Agnew, del cual no me habrían dejado salir hasta muchos años después y para someterme siempre a estrecha vigilancia. No se olvide que no tenía todavía 21 años, sin ninguna experiencia amorosa o sexual, y que nunca había trabajado. En resumen, que me llevan ante el comité que debe decidir si me dan la libertad bajo palabra. Pido que me confíen a un centro de rehabilitación, lejos de mi madre. No lo consigo. Me envían a casa de mi madre en libertad condicional por dieciocho meses. Hubiese debido mandarlos a paseo. Mi madre, alcohólica, resulta ser así, oficialmente, mi amiga y mi consejera. Me digo que las cosas serán distintas ahora que me he convertido en duro, que habrá cambiado y se sentirá orgullosa de mí. Mientras estaba encerrado, estudié.»
«En Atascadero, me había encontrado, yo, menor, en un hospital psiquiátrico para criminales muy duros. En 1964, allí la edad media de los presos era de 36 años. Según la ley, yo hubiese debido estar en el Hospital Estatal de Napa, una institución de mínima seguridad, pero el juez estaba tan escandalizado por mis crímenes que declaró que no quería «enviar a este joven a Disneyland». Por eso me llevaron a Atascadero, con gente que, de promedio, tenía veinte años más que yo. Créame, crecí muy deprisa. Hasta salvé la vida de un chico al que un adulto quería estrangular.»
«De los 16 a los 21 años estoy en la prisión. Es la época de los hippies y del final de la guerra del Vietnam. Cuando quedo en libertad se supone que me mezclaré con la vida de los adultos, que me integraré en la sociedad. Los adolescentes han cambiado completamente mientras yo estaba encarcelado. Todo acabó mal. ¿Por qué? Mi madre trabaja en la universidad pero se niega a que yo conozca a muchachas estudiantes porque soy un botarate como mi padre y no merezco conocerlas. Me dice que son demasiado para mí. Yo destruyo iconos, hago daño.»
«A causa de mi madre, no llego a determinarme como hombre. Mi vida sexual es inexistente y sólo puede llegar a ser aberrante. Nunca fui a un espectáculo de mirones, tenía miedo. Me masturbo enormemente mientras vivo mis fantasías. Pero, de todos modos, tuve tres breves relaciones y dos veces pillé blenorragias. No empleaba condones. Ahora, sería un hombre con la muerte en suspenso, a causa del sida.»
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«Quiero herir a la sociedad donde más le duela»
Clarnell Kemper se ha instalado en Santa Cruz, en cuya universidad trabaja. A comienzos de los años setenta, su hijo da la impresión de integrarse en la sociedad. Después de algunos empleos menores, como en una gasolinera, lo contratan en el departamento de Puentes y Carreteras del Estado de California. De noche, recorre las autovías y perfecciona su técnica para establecer contacto con autoestopistas, que transporta a docenas. Kemper sabe ahora tranquilizar a sus posibles víctimas, que no sospechan que las somete a un cuestionario escrupuloso, pues no las elige al azar. Confiesa al psiquiatra Donald Lunde que preparó con cuidado una lista de las características físicas y morales de sus futuras víctimas. No deben ser «puercas hippies», sino jovencitas de buena familia. Entre las preguntas de su lista figuran la ocupación del padre, el lugar de residencia, si va a la universidad, etc. Es absolutamente necesario que su víctima corresponda a la imagen que Kemper tiene de las estudiantes que su madre le prohibe frecuentar.
Después del asesinato de Aiko Koo, tiene dudas sobre la respetabilidad de su víctima, hasta el punto de que pasa en coche por delante de su domicilio para comprobar la clase de casa donde habitaba. En dos años, Kemper estima que tomó en autoestop de trescientas a cuatrocientas muchachas. Como otros asesinos en serie, Kemper planea minuciosamente sus fechorías, escoge su tipo de víctimas y hasta prepara su coche: la puerta del lado del pasajero puede bloquearse gracias a un sistema que él mismo elabora y que se acciona con una palanca situada debajo de su asiento.
«Sabía cómo encontrar a mis víctimas, pero no quería tener nada que ver con las sucias hippies que se veían en todas partes en aquella época. Habría sido demasiado sencillo. Hubiera podido matar fácilmente a un montón, pero éste no era mi objetivo. Quería herir a la sociedad donde le hiciera más daño, quitándole lo que tenía de más precioso, los futuros miembros de la élite, las hijas de los ricos, con sus aires superiores de zorras altivas.»
Otras noches, frecuenta un bar local donde conoce a policías, algunos de los cuales llevarán la investigación de sus crímenes futuros. Mientras los comete, Edmund Kemper sale incluso con la hija de un jefe de la brigada criminal de Santa Cruz, que lo invita varias veces a cenar considerándolo un buen partido para su hija.
«¿Qué habría pasado si hubiese aceptado su invitación? Hubiera ido a su casa, me habría sentado a su mesa, y en mi mente me imaginaba sacando mi revólver y abatiéndolos uno tras otro. Habría colocado sus cabezas, después de cortarlas, en platos, y me habría marchado tranquilamente no sin haberme lavado. Al día siguiente, el poli no acude a su trabajo. Sus colegas se inquietan. No hay noticias de él. Van a su casa y descubren la matanza. Se quedan patitiesos. En fin de cuentas, es él quien dirige las investigaciones. Éste es el estado de ánimo en que me encuentro permanentemente en esa época. ¿Y por qué no pasó nada? Él mismo me hizo la pregunta después de mi detención. Le contesté que porque me había tratado con consideración, lo mismo que su hija.«
El 7 de mayo de 1972, Kemper recoge a dos autoestopistas de 18 años, Mary Ann Pesce y Anita Luchessa. Después de dar muchos rodeos, las lleva a un callejón sin salida y las apuñala.
«Algo me atrae hacia Mary Ann, algo que me obsesiona. No quiero decir que sienta compasión por ella cuando hablo de ella. De hecho, representa precisamente lo que me impulsa a cometer esos crímenes… Es altiva, algo desdeñosa. Veo a una joven, ni bonita ni fea. Una californiana. Y se muestra distante conmigo… Mary Ann era experta en autoestopismo. No quería subir al coche cuando me detuve, pero yo había perfeccionado una técnica infalible. Miro siempre mi reloj, con el aire de alguien que se dice: «¿Tengo tiempo de detenerme?» Es increíble lo bien que esto funciona. Mary Ann sube con su compañera. Mientras rodamos, la observo por el retrovisor. Me mira a los ojos. Llevo gafas de sol que no son completamente opacas. Nuestras miradas se cruzan y en vez de preguntarme por qué la miro y de decirme que sería mejor que me detuviera para dejarlas apearse, continúa examinándome. Eso es parte del juego, de ese intercambio que surge cuando un hombre y una mujer se miden. Era parte de mis fantasías eso de recoger a autoestopistas para matarlas, pero hasta entonces siempre había ido aplazando la realización. Maldigo mi debilidad. Me digo que debo decidirme a actuar. Es algo así como la ruleta rusa, excepto que no arriesgo mi vida. Flirteo constantemente con el peligro, es excitante. Sé que si saco mi arma tendré que matarlas. No puedo dejarlas escapar. Demasiado peligroso. Mary Ann Pesce me hace caer en el crimen a causa de su refinamiento, de la distancia que establece entre nosotros. No puedo soportarlo. Hace cinco años que no he follado. Estaba demasiado impaciente.»
«Cuando actúo, es un choque terrible. Multiplico las tonterías. Quiero estrangularla y no lo consigo. Se agita y empieza a gritar. Me siento frustrado. Tomo mi cuchillo y la apuñalo. No se muere. En las películas se supone que la gente muere en seguida. En la vida, las cosas no son así. Cuando se apuñala a alguien, brota sangre, la tensión sanguínea disminuye. Continuó apuñalándola en la espalda. Se vuelve y mi mano roza uno de sus pechos. Apunto el puñal a su estómago, tengo miedo de darle en el pecho. Me siento turbado. Quiero reducirla al silencio. Acaba con la garganta cortada de una oreja a otra. Y créame que sé lo que esto quiere decir. Pierde el conocimiento y muere probablemente unos segundos después. Salgo del coche, con las manos cubiertas de sangre y repitiéndome: «Ya está, ya lo he hecho, ya está, ya lo he hecho.» Ahora debo matar a la otra. Me quedo un momento sentado, con el revólver en la cintura. Habría podido permanecer dentro del coche si me hubiese motivado el sexo. No está todavía completamente muerta, su cuerpo se halla aún caliente. Me habría bastado con darle la vuelta para follarla. Estoy todavía conmocionado y tropiezo al salir del auto. Por poco me caigo al suelo.»
«Mientras mataba a Mary Ann, sé que su compañera oyó los gritos. En un momento dado le cubrí la boca y la nariz con mis manos, pero seguía gimoteando. Esto me saca de quicio, no lo soporto. Es algo que no se olvida. Los pulmones de Mary Ann están tan llenos de agujeros que las palabras y los sonidos salen como burbujas que gorgotean. Tengo la impresión de que me va a estallar el cerebro. Es como una pesadilla psicótica. Y le corté la garganta. Al salir del auto, dejé el cuchillo en el interior. Abro el maletero y la otra muchacha me ve con las manos ensangrentadas. Murmuro una vaga excusa para tratar de explicárselo. Siento que, desea con todas sus fuerzas creerme, pues es su única esperanza de sobrevivir. Le ordeno que salga del maletero. Ni siquiera se da cuenta de que tengo el cuchillo en la mano. Y empiezo a apuñalarla. Se defiende con uñas y dientes, gritando. La agarro por el brazo y le doy dos cuchilladas en los flancos. Espero que caiga, pero continúa gritando y de la boca le sale sangre que me rocía la cara. Le grito que se calle y lo hace. Dice varias veces: «No, no.» Le cubro la boca con una mano. Me muerde los dedos. Le hundo los dedos en la boca y en este momento pierde el conocimiento. Se está muriendo. Sus brazos se agitan en todos los sentidos. Es insensato, pero recobra el conocimiento y me pregunta: «Por qué?» Yo también quiero saber por qué y me acerco a ella. Unos segundos después, se convulsiona, sus brazos baten el aire, hay sangre en todas partes y ella continúa hablando. Repite alternativamente «No, no, no» y «¿Por qué ¿Por qué? ¿Por qué?» Es una locura. No siento nada, ya no formo parte de la raza humana. Unos instantes después, muere.»
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«La fantasía de las cabezas cortadas es como un trofeo»
Kemper lleva a su casa los dos cadáveres y los fotografía con una cámara Polaroid. Los diseca, sin dejar de gozar con algunas partes de los cuerpos:
«Regreso a mi apartamento con los dos cuerpos en el coche. El maletero está lleno de sangre, pues una de las víctimas está cubierta de puñaladas. El otro quedó en el asiento trasero. El propietario del edificio está en casa, con dos amigos. Discuten y me imagino su sorpresa si les hubiese arrojado a los pies los dos cuerpos. La idea de hacerlo hasta me excita… Después de cortar las cabezas, me las llevo a mi dormitorio. Las coloco en un sillón y me quedo un largo rato contemplándolas antes de ponerlas sobre mi cama, donde juego con ellas. Una de las cabezas rueda al suelo, sobre la alfombra, y hace bastante ruido. Mi vecino de abajo me detesta, pues hago mucho ruido hasta muy entrada la noche. Toma una escoba y golpea el techo. Le contesto gritando: «Compañero, lo siento mucho, he dejado caer mi cabeza. Lo siento…»»
«Vivas, las mujeres sé muestran distantes conmigo. No comparten nada. Trato de establecer una relación pero no la hay… Cuando las mato, sé que me pertenecen. Es la única manera que tengo de poseerlas. Las quiero para mí solo. Que hagan una sola persona conmigo. La fantasía de las cabezas cortadas es como un trofeo. Es la cabeza lo que hace a la persona. Una vez cortada la cabeza, el cuerpo ya no es nada. Bueno, esto no es del todo exacto. Con las mujeres, quedan todavía muchas cosas interesantes, incluso si falta la cabeza, pero la personalidad ha desaparecido.»
Al día siguiente, Kemper entierra los cadáveres en las montañas de Santa Cruz y arroja las cabezas a un barranco:
«Algunas veces he vuelto al lugar donde enterré a Mary Ann… La quiero cerca de mí… Porque la amo y la deseo.»
Como ya no le bastan las fotos de Mary Ann y de Anita, el 14 de septiembre Kemper toma a bordo de su coche a la joven Aiko Koo. Tiene 15 años. Kemper cuenta:
«Por un momento, pienso abandonar mis crímenes satisfaciéndome con las fotos, pero su efecto dura alrededor de dos semanas. Para mí, la víctima tiene también su papel, el de la californiana a la que se promete todo y que puede permitírselo todo. Una sonrisa deslumbradora en los labios. El hecho de que suba a mi coche es más bien trágico, pues es como si llevara un cartel a la espalda indicándome que debo matarla. Esas chicas son bastante mayorcitas para saber lo que hacen y, sobre todo, lo que no hay que hacer, como es el autoestop. Siempre me asombró que siguieran haciendo autoestop aún después del descubrimiento de los primeros cadáveres. Me desafían por el hecho de otorgarse el derecho de hacer lo que les venga en gana. Esto me demuestra que la sociedad está tan chiflada como me lo parece. Es algo que me molesta: se sienten seguras en una sociedad en la que yo no lo estoy.»
«He leído que en el Oeste americano se curtía la piel de los ahorcados para hacer con ella botas o que se utilizaba su cráneo como tintero. Corté el cabello de una de mis víctimas para hacer una trenza. Al cabo de dos o tres semanas la tiré porque me provocaba demasiada tensión. Me recordaba demasiado la realidad. Fantaseaba mucho pero con la trenza era como un trip malo. Conocí a asesinos que conservaban pedazos de cadáver en jarras con una solución de formol. Tuve miedo, porque sabía que poco a poco llegaría a esto. Debía detenerme si no quería llegar a ser un nuevo Ed Gein. Pruebo los límites de mi universo. Demuestro que puedo llegar a hacerlo en el seno de mi comunidad. Todos me consideraban una buena persona.»
Kemper estrangula a Aiko Koo antes de violar su cadáver y de llevárselo a su casa.
«Trato primero de asfixiarla apretándole la nariz, pero se debate con violencia. Creo haberlo logrado, pero ella recobra el conocimiento y se da cuenta de lo que pasa. La domina el pánico. Finalmente, la estrangulo con su bufanda… Después de matarla, estoy agitado, tengo calor y mucha sed. Me detengo en un bar para tomarme unas cervezas con el cadáver todavía en el maletero de mi automóvil. Al llevar el cadáver a mi casa estuve a punto de que unos vecinos me sorprendieran. Desmembrarlo fue un trabajo meticuloso con cuchillo y hacha. Me tomó unas cuatro horas de trabajo. Cortar los miembros, deshacerme de la sangre y lavar completamente la bañera y el cuarto de baño.»
A la mañana siguiente, Edmund Kemper visita a sus dos psiquiatras, que lo consideran curado, cuando la cabeza cortada de Aiko se encuentra en el maletero de su coche. Ed consigue que su historial penal siga virgen gracias a la recomendación de los dos psiquiatras. El informe de esos especialistas concluye que «no veo ninguna razón psiquiátrica para considerarlo peligroso. De hecho, el único peligro que representa reside en su modo de conducir su moto o un coche».
«La mato un jueves por la noche. A la mañana siguiente comunico a mi patrón que estoy enfermo. Desmiembro el cuerpo de la chica. El viernes por la noche me deshago del cadáver pero conservo la cabeza y las manos, fácilmente identificables. El sábado por la mañana salgo de mi casa llevándomelas. Busco un lugar para enterrarlas. No es fácil deshacerse de esas cosas. Estuve varias veces a punto de que me sorprendieran mientras enterraba los cuerpos y si se descubre un cadáver los testigos pueden acordarse de un auto color crema parado no lejos de allí. El sábado por la mañana visito a mi psiquiatra en Fresno y por la tarde visito al otro. El sábado por la noche voy con mi novia y su familia a Turlock y el domingo por la noche regreso a mi casa.»
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«El asesino de estudiantes»
Transcurren cuatro meses antes de que «el asesino de estudiantes» vuelva a matar. El 9 de enero de 1973 la estudiante Cindy Schall se ve obligada, ante la amenaza de un revólver, a meterse en el maletero del auto de Kemper, donde la mata en seguida. De regreso a casa de su madre, Kemper coloca el cadáver en su cama y lo viola. Una vez satisfechos sus deseos necrofilicos, desmiembra el cuerpo en la bañera. Arroja los restos al mar y entierra la cabeza al pie de la ventana del cuarto de su madre.
«Cuando la policía me detiene descubre un sable en mi casa y no duda de que es el arma con que corté las cabezas. Lo envían al FBI para someterlo a análisis, pero la respuesta es que no hay restos de sangre en la hoja del sable. Se comprende su malhumor cuando se sabe que esta clase de análisis cuesta decenas de miles de dólares. Les había dicho que ese sable sólo sirvió para golpear un árbol, pero no me creyeron. Y el hombre que lo utilizó fue justamente el jefe de policía, el padre de mi novia, al que había enseñado el sable. Lo había afilado a menudo, lubricando la hoja. Es verdad que había pensado utilizarlo para cortar cabezas. Formaba parte de mis fantasías. Otro experto se equivoca igualmente y afirma que una sierra eléctrica sirvió para cortar las cabezas: a causa de las marcas en los huesos. No. Empleé un simple cuchillo de bolsillo con una hoja de apenas diez centímetros. Primero debo hundir la hoja en la carne y luego darle vuelta para desbloquear la vértebra. Se dijo que siempre corté las cabezas entre la segunda y la tercera vértebras cervicales. ¿Ha tratado alguna vez de cortar entre dos vértebras? Es casi imposible. Los polis eran imbéciles.»
Desde finales de diciembre se fueron descubriendo cuerpos. Gracias a su costumbre de ir al bar donde van también policías, Ed Kemper se entera de cómo marcha la investigación. Y reincide. El 5 de febrero de 1973 les toca a Rosalind Thorpe y a Alice Lin caer bajo los golpes del gigantón de Santa Cruz:
«Thorpe tiene una frente muy ancha y trato de imaginar cómo debe de ser su cerebro dentro de su cráneo. Quiero que mi bate dé justo en medio del cerebro. Un segundo antes todavía se mueve y un segundo después está muerta. Un ruido y luego el silencio, un silencio absoluto… Lin, sentada en el asiento trasero, se cubre la cara con las manos. Me vuelvo y disparo dos veces seguidas a través de sus manos. Fallo. La tercera vez es la buena, en plena sien… Pasamos por delante de la garita de la policía del campus y oigo a Lin que se está muriendo en el asiento trasero. Una vez fuera de la ciudad, voy muy despacio antes de volverle la cabeza y de dispararle a bocajarro.»
Kemper amontona los dos cadáveres en el maletero y regresa a casa de su madre, donde cena tranquilamente. Luego, baja a decapitar los cuerpos, pero no está satisfecho y regresa a buscar el tronco de Alice Lin, al que viola en el suelo de la cocina. Más tarde, en el maletero, le corta las manos:
«Ya sé que es peligroso hacer subir al coche a una estudiante en el mismo campus. Coger a dos multiplica, pues, el peligro, pero sabía que podría hacerlo. Una vez, en pleno día, tomé a tres en la University Avenue de Berkeley y por poco las mato. Hubiera podido hacerlo sin problemas gracias al ruido que hay en la autopista, que habría cubierto el sonido de los disparos. Debo detenerme, pues pierdo todo control de mí mismo. Bebo cada vez más. Los polis me conocen como un gran bebedor y tal vez por eso no sospecharon de mí. En público casi siempre estoy ebrio de vino o cerveza, o bajo la influencia de diversos barbitúricos, pero estoy sobrio cuando cometo los crímenes. ¿Por qué? Cuando estoy borracho no consigo actuar. Por eso bebo constantemente, porque quiero detener esta locura. Pero es dificil estar siempre borracho. He llegado a tragar entre veinticinco y treinta litros de vino a la semana, dos veces más que mi madre.»
«Alrededor de un mes y medio después de matar a las últimas estudiantes, me impuse una prueba. Recojo a dos muchachas, que me hacen pensar en mis víctimas precedentes, y nos dirigimos por la autopista A-13 en dirección a la 580. Me piden que las lleve hacia Palomares Drive, donde ya maté. La universidad se encuentra al otro lado y no me creen cuando les aseguro con energía que debemos cambiar de dirección. «Pero si queremos ir por allá…», dicen. Incluso si no llegamos a Palomares Drive, por allí hay ese camino sin salida que… Y morirán si mis impulsos me dominan. Si seguimos en esa dirección la prueba irá demasiado lejos. Ya hemos ido demasiado lejos. Tengo la misma impresión que con las dos primeras. Siento miedo de tener que matarlas. Intento deshacerme de mis impulsos, algo así como quien intenta dejar de fumar o de beber. Seguimos discutiendo. Si se ponen a gritar estoy jodido, pues alguien telefoneará a la policía. ¡Y yo que les estoy diciendo lo que hay que hacer para salvar sus vidas!»
«Desgraciadamente, no sirve de nada y se asustan. Les digo que no se inquieten y que esperen al próximo cruce. «Si me equivoco, tomaremos el otro camino. Confíen en mi». Y me digo: «Mierda». El revólver está debajo de mi asiento. Llegamos a la autopista y un cartel anuncia la salida para Mills College. Ellas continúan con miedo. No he seguido sus indicaciones, su camino, y esto las aterroriza. Dejo a las dos muchachas a la entrada de la universidad y estoy dispuesto a apostar que se lo pensarán dos veces antes de volver al autoestop. Estoy casi seguro de que aún hoy ignoran hasta qué punto estuvieron cerca de la muerte. Ese día comprendí que no podría detenerme. No consigo ya controlarme. Sé que voy a matar otra vez. Es ineluctable.»
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«Deseaba destruir a todos mis vecinos»
Kemper bebe enormemente y se pelea sin cesar con su madre. Pierde todo el control y traza proyectos insensatos:
«Quería encararme con las autoridades de Santa Cruz. Demostrarles que iba en serio, que se trataba realmente de un monstruo. Deseaba destruir a todos mis vecinos, una docena de familias. Mi ataque habría sido lento, metódico, sistemático. Sabía que podía hacerlo.»
Finalmente, en la madrugada de un sábado santo mata a martillazos a su madre dormida antes de decapitarla y de violar su cadáver.
«La semana que precede al asesinato de mi madre me monto en la cabeza todo un cine. Mi madre morirá. La mataré. Luego, me dirigiré a la policía con la esperanza de que me maten en medio de la calle. Y se encontrarán metidos en la mierda, les tocará explicarlo todo, puesto que yo ya no estaré allí para hacerlo. Durante toda la semana esta idea me invade más y más. El viernes santo sólo trabajo por la mañana y regreso a Santa Cruz por la tarde. Bebo durante toda la velada. Cuando mi madre regresa, estoy dormido. Los acontecimientos tienen lugar como los había previsto. Me despierto después de su llegada. Las últimas palabras, la última disputa. Voy a su cuarto para discutir. No busco excusas para explicar mi gesto. Quiero simplemente decir que en el fondo de mí mismo deseaba pronunciar la palabra apropiada, o que ella dijese algo que detuviera de golpe toda esa locura. Tenía esta pequeña e ingenua esperanza. Pero nada… Está leyendo, deja su libro para decirme: «Vaya por Dios, ¿te quedarás de pie toda la noche para hablarme?» Era una de sus frases favoritas cuando iba a hablarle a su cuarto. La mayor parte de las veces yo contestaba que no y me marchaba. Ella sabía entonces que me había herido, que a la mañana siguiente todo volvería a ser normal. Esa noche yo había decidido que no hablaríamos. Regreso a mi cuarto para tenderme un rato. Dos o tres horas sin poder dormirme. Deben de ser las cuatro o las cinco de la madrugada. Voy a su cuarto con el martillo en la mano y le hundo la sien, le corto la garganta, le levanto el mentón y le rajo la laringe antes de arrojarla a la basura. Desde que era niño nunca dejó de gritarme y de regañarme. Siempre consideré a mi madre como alguien muy impresionante, un ser casi indestructible. Tuvo una enorme influencia en mi vida. Me sorprende mucho darme cuenta de hasta qué punto es vulnerable, tan humana como mis demás víctimas…. Esto me sobrecoge un buen rato, y todavía me conmueve aunque su desaparición me alivie.»
La cabeza de la madre, sobre la repisa de la chimenea, sirve de blanco a las flechitas que Kemper lanza mientras la insulta. Al día siguiente encuentra un amigo que le debe diez dólares desde hace bastante tiempo. Kemper se dispone a matarlo, pero el hombre le paga la deuda y eso le salva la vida.
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«Siento que pierdo todo control»
Presa siempre de un frenesí asesino, Kemper telefonea a Sally Hallett, una amiga de su madre, y la invita a una cena sorpresa. Tan pronto como se sienta, la golpea, la estrangula y la decapita:
«Apenas llega, se deja caer en un sillón y dice que está muerta de cansancio. En fin de cuentas, le tomé la palabra.»
Kemper coloca el cuerpo sobre su cama antes de irse a dormir al cuarto de su madre. Al despertarse, el domingo de Pascua, se marcha de su casa en coche y deja esta nota:
Sábado, 5.15 de la mañana. No es necesario que ella sufra a causa del horrible «carnicero sangriento». Fue breve -ella dormía-, yo quise que fuese así. Muchachos, no es un trabajo incompleto y descuidado. Simplemente, falta de tiempo. ¡¡¡Tengo cosas que hacer!!!
Al cabo de 48 horas de camino, Kemper se sorprende de que no lo hayan detenido por los asesinatos, aunque lo han hecho, pero para imponerle una multa por exceso de velocidad. Se atiborra de pastillas de No-Doz para no dormirse y sigue su ruta hacia el Estado de Colorado.
«Temía que el menor incidente me hiciera perder por completo la cabeza. Nunca había sentido una impresión así. Tuve miedo.»
Telefonea a sus amigos policías de Santa Cruz para entregarse, pero, chiste inútil, nadie le cree. Le cuelgan varias veces el teléfono. Consigue convencer por fin a uno de los policías y lo detienen. En su confesión, muy detallada, Ed Kemper reconoce su canibalismo:
«Devoré una parte de mi tercera víctima. Le corté pedazos de carne, que puse en el congelador. Veinticuatro horas después de disecarla, hice un guisado con la carne, macarrones, cebolla y queso, como una carroña. Un buitre o un oso. ¿Conoce la sangre negra? Es sangre no oxigenada, se la ve por un instante antes de que entre en contacto con el aire. Luego, se vuelve roja. Cuando está en el cuerpo, la sangre es negra como el alquitrán. Comí un pedazo de pierna que había remojado en sangre negra durante casi un día entero. ¿Por qué lo hice? Como había cazado animales en Montana, sólo continuaba una experiencia de canibalismo. Cuando eran ustedes niños, estoy seguro de que se hicieron esta pregunta: ¿Qué hacer en una isla desierta con otras tres personas y sin nada que comer? ¿Si uno de ustedes está enfermo? Todo eso viene de los relatos de la segunda guerra mundial. Había oído hablar de eso a antiguos marinos. Además, en cierto modo vuelvo a poseer a mi víctima, al comérmela… Hacia el final, estaba cada vez más enfermo, sediento de sangre, y sin embargo, esos chorros de sangre me cabrean. No me gusta verlos. Lo que deseo ardientemente, en cambio, es asistir a la muerte, y saborear el triunfo que asocio con ella, mi propio triunfo sobre la muerte de los demás. Es como una droga, que me empuja a querer cada vez más. Quiero triunfar de mi víctima. Vencer a la muerte. Ellas están muertas y yo estoy vivo. Es una victoria personal.»
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Santa Cruz: «Murdertown, USA»
En la época en que Ed Kemper prepara su cruzada de asesinatos, Santa Cruz vive bajo una oleada de asesinatos sin precedentes que le vale el título de Capital del Asesinato de los Estados Unidos, de Murdertown, Ciudad del Asesinato. El 19 de octubre de 1970, John Frazier, un asesino psicótico aficionado al ocultismo, asesina a los cinco miembros de la familia del doctor Otah dejando el siguiente mensaje en el parabrisas de su Rolls Royce:
Halloween 1970. Hoy comienza la Tercera Guerra Mundial declarada por el pueblo del Universo Libre. A partir de hoy, quien contamine el medio ambiente o lo destruya, sufrirá la pena de muerte infligida por los miembros del Universo Libre. Yo y mis camaradas lucharemos hasta la muerte contra quien se oponga a la vida natural en este planeta. El materialismo debe morir o la humanidad desaparecerá.
REY DE BASTOS – REY DE COPAS – REY DE ESPADAS
Paralelamente a los crímenes de Kemper, actúa en Santa Cruz y sus alrededores otro asesino en serie, Herbert Mullin. Como Kemper, tiene una madre superposesiva que lo ha educado en los principios más estrictos de la religión católica. Físicamente, Mullin es casi lo opuesto de Kemper: bajito, frágil, enfermizo. Su camino se cruza con el del gigantón cuando son vecinos de celda.
En su infancia Mullin no manifiesta ningún signo inquietante. Tiene éxito en sus estudios y, a la vez, se dedica al deporte. En 1964, a los 17 años de edad, lo eligen «el mejor atleta» de su escuela secundaria. En junio de 1965, la muerte en accidente de su mejor amigo transforma, ensombreciéndola, la personalidad de Mullin. Convierte su dormitorio en una capilla en memoria de su amigo difunto y confía a su novia que teme ser homosexual.
A finales de 1969, su interés por las religiones orientales le aparta de la realidad, hasta el punto de que sus padres lo mandan al hospital. Su negativa a colaborar con ellos obliga a los psiquiatras a darle de alta al cabo de unas semanas. Mullin toma sin cesar LSD, oye voces cuyas órdenes sigue ciegamente, se afeita la cabeza o se quema el pene con un cigarrillo encendido. De vuelta al hospital, escribe cartas delirantes a desconocidos, cuyo nombre encuentra en el directorio de teléfonos, y firma sus diatribas «Herb Mullin, un sacrificio humano». En septiembre de 1972, sus voces le ordenan que mate.
El 13 de octubre de 1972, Mullin asesina a Lawrence White, un viejo sin domicilio fijo. Le destroza el cráneo a golpes de bate de béisbol. El 24 de octubre le toca el turno de caer apuñalada a la joven estudiante Mary Guilfoyle. Como Ed Kemper, la eviscera antes de arrojar los restos cerca de una carretera abandonada, donde no los encontrarán hasta febrero del año siguiente. El 2 de noviembre de 1972, se confiesa con el padre Tomei, al que apuñala en la iglesia de Saint Mary. El mes siguiente se compra una pistola y se pone en busca de Jim Gianera, un «camello», al que cree responsable de un complot destinado a destruirle el cerebro. Gianera se ha mudado y Kathy Francis, la nueva inquilina, le da su nueva dirección, a la que se dirige Mullin. Mata a la pareja Gianera y luego regresa para asesinar a Kathy Francis y sus dos hijos menores.
Cuando se pasea, el 6 de febrero de 1973, por las colinas de los aledaños de Santa Cruz, Mullin oye la voz que le ordena matar. Abate a tiros a cuatro jóvenes excursionistas acampados. El 13 de febrero, en el centro de Santa Cruz, Mullin detiene su coche junto a la acera y asesina a Fred Pérez, que cuidaba de su jardín. Unos testigos logran anotar el número de la placa del automóvil de Mullin y minutos más tarde una patrulla lo detiene. Ante el tribunal, reconoce sus crímenes y afirma que «los asesinatos eran necesarios para evitar unos terremotos que habrían destruido California».
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Big Ed y Little Herbie
Cuando dos asesinos en serie del calibre de Ed Kemper y Herbert Mullin se encuentran, ¿qué se cuentan? Lo sabemos gracias a este relato de Kemper:
«Mullin fue mi vecino de celda durante varios años. Hasta le conseguí un empleo en la cocina de la prisión donde yo trabajaba. Uno de los guardias me pidió que lo hiciera con el fin de proteger a Herbie. Siempre lo llamé así. Es corno yo, que nunca me presenté como Edmund Emil Kemper III antes de que las autoridades lo hicieran por mí. A Herbie los demás presos lo detestaban, pues les cabreaba sin cesar. A menudo le rompían la cara. Un día me lo encuentro en las duchas y me doy cuenta de que se ha guardado la barra de jabón, aunque ya se ha lavado. «Perdone, señor Mullin, ¿tiene usted jabón? Ya no queda por aquí.» «No.» Ese individuo corto de talla me detesta, pienso, siempre le intimidan los que son más altos que él. Es así como nos conocimos. Me dije: «Pequeñajo, no pierdes nada con esperar.» Y luego descubro que adora los cacahuetes de la marca Planters. Compro una veintena de paquetes, le doy algunos y debe de decirse: «Vaya, ese tipo me ofrece cacahuetes y no he hecho nada por él. Ni siquiera lo conozco.» Se acerca a mi celda, le tiendo el paquete y veo esa manita, una mano de mono, vacilar entre los barrotes. La retira, sin duda porque cree que voy a arrancarle el brazo. Coloco el paquete encima de uno de los barrotes horizontales y me retiro al fondo de la celda. Coge el paquete y continúo dándole otros. Herbie se queda horas enteras en su celda, escribiendo. Pero fastidia a los demás presos, sobre todo los sábados por la noche, cuando miran en la tele los programas de rock. Entonces, Herbie se levanta y lee los discursos que ha escrito durante el día. Son interminables, quiere demostrar con ellos que la tele es muy mala y los grita a todo pulmón. Lo hace mientras dura el programa. Los otros le arrojan a la cara lo que encuentran a mano, para que se calle, pues están furiosos. A veces canta con una horrible voz de falsete. Hasta los guardias se ponen nerviosos. Uno estuvo a punto de descargarle un chorro de la bomba de gases lacrimógenos una vez que Herbie y yo estábamos encadenados juntos. Le pregunto: «Herbie, ¿por qué haces esto?» Y me contesta que tiene derecho a hacer lo que le parezca. En ese momento decido cambiar su comportamiento.»
«Cuando se porta bien, le doy cacahuetes, y cuando se porta mal me las arreglo para lanzarle un cubo de agua a la cabeza, dejándole completamente mojado en su celda. Cuando no lo consigo, pido la ayuda de los demás presos, que gritan de alegría cada vez que mojo a Herbie. Tarda unas tres semanas en mejorar su conducta. Pide permiso para cantar y no lo hace en las horas de la tele, pero ya no le divierte y se detiene en general al cabo de dos o tres minutos. Había encontrado un medio de hacerlo cambiar. Los guardianes están fascinados por mis resultados. Herbie coopera, ahora. Le he explicado por qué no le aprecian. Una vez estuvimos juntos en el calabozo y continué mis experimentos. Estaba perpetuamente angustiado y sufría. Le hice una serie de preguntas por el estilo de «¿Cuando empleas tu arma tiras a toda velocidad?» Se quedó muy sorprendido. «¿Cómo lo sabes?» «Porque yo hacía lo mismo.» Le fascina constatar que leo sus menores pensamientos, cosas que nunca confesó a los polis. Veo a un semejante, a un tipo que hace las mismas cosas que yo hacía de niño. Había pasado mucho tiempo en los hospitales psiquiátricos, se sentía rechazado por la raza humana. Teníamos muchos puntos en común. Le hablo de lo que ocurre cuando se mata a alguien. «Ya sé, cae muerto», dice Herbie. «No, Herbie, escupe sangre, trata de hablar y alguno todavía se mueve cuando le has disparado; y vuelves a empezar.» «¿Cómo lo sabes, si no estabas allí?» «Lo sé porque yo hice lo mismo. Y sobre todo, Herbie, no me hables más de tus bobadas de los terremotos o de que Dios te ordena esto o aquello. Todo eso es un cuento chino y lo sabes muy bien.» «Tienes razón, Ed, pero nunca se lo dije a nadie.» Así eran mis relaciones con Herbie Mullin.»
Después de su condena en 1973, Ed Kemper enseña informática y participa activamente en un programa de transcripción en Braille de obras literarias para los ciegos, lo que le vale varias recompensas de la administración. Esos trofeos, muy distintos de los que coleccionaba antes, se exponen en el vestíbulo de recepción de visitantes de la prisión de Vacaville. Desde hace años, Kemper puede legalmente obtener la libertad bajo palabra, pero es casi imposible que se la concedan. Además, se muestra muy lúcido sobre este punto y prefiere quedarse en la cárcel.
El doctor Donald T. Lunde, que trabaja en la Universidad de Stanford, es el psiquiatra que mejor ha conocido a Kemper. Tras la detención de éste, le encargaron muchas veces que lo examinara. Después de ver el vídeo de mi entrevista con Kemper en la prisión de Vacaville (vídeo que realizó Olivier Raffet), el doctor Lunde, que no había visto a su paciente desde hacía casi veinte años, aceptó decimos lo que pensaba de él:
-Kemper es muy inteligente. Su cociente intelectual lo coloca en una categoría en la que solamente está del 1 al 2 por ciento de la población. Hay que ser muy inteligente para cometer una serie de asesinatos como los suyos sin que lo capturen. Recuerden que él mismo se entregó a la policía. Para Kemper y los asesinos en serie en general es muy importante, con referencia a su ego, sobrepasar en listeza a la policía. Algunos se burlan de la autoridad en cartas, como Jack el Destripador, el Hijo de Sam o esas extrañas misivas codificadas del Zodíaco que contienen pedazos ensangrentados de vestidos. Kenneth Bianchi, uno de los estranguladores de las colinas, siguió cursos para policías en la universidad y trabajó a las órdenes de un sheriff. Esos asesinos se sienten fascinados por la policía. Cuando Kemper telefoneó para denunciarse, el policía que tomó la llamada se echó a reír. «¿Big Ed, Big Ed Kemper?… ¿El mismo con el que bebemos en el Jury Room? ¡Vamos, hombre!» El sargento le cuelga varias veces el teléfono, convencido de que es una broma. De igual modo, cuando sale con la hija del jefe de policía y la devuelve sana y salva a casa de su padre, lo que le importa es demostrar que él es el más listo. Cuando me contaba esto, Kemper se echaba a reir cada vez. Estas características se encuentran en la mayoría de los asesinos en serie, pero todavía no tenemos bastante información sobre ellos. Pasaron por experiencias similares con la madre en su infancia, una mezcla de agresión y de conductas extrañas, muy alejado todo de una infancia normal. Madres que pueden pegarles y cinco minutos más tarde acostarse con ellos. Sexo y agresión. Es la edad en que el niño debe aprender a separar el sexo de la agresión, pero esos individuos aprenden precisamente lo contrario.
Cuando Kemper declara que quería hacer daño a su madre, pone el dedo en la llaga. Kemper asesina a mujeres a las que asocia con su madre. Como ésta trabaja en la universidad, escoge a estudiantes. Finalmente, el sábado santo mata a su madre al amanecer, le corta la cabeza y la pone en la repisa de la chimenea. Pasa el día gritándole insultos: «Le grité cosas que quise decirle toda mi vida y, por primera vez, sin que me interrumpiera.» Asesinada su madre, ya no siente la necesidad de volver a matar. Kemper, por las imágenes del vídeo tomadas en la cárcel, parece más bien relajado y como en su casa. Su misión consistía en destruir a su madre, pero no actuó de manera consciente.
-¿Por qué Kemper diseca sus primeras víctimas y luego ya no lo hace?
-Siente curiosidad -dice el doctor Lunde-, pero luego pierde esta curiosidad. Existe igualmente otra razón, mucho más desagradable. Conserva en su nevera pedazos de carne. Posee un montón de fotos Polaroid que muestran los cadáveres mutilados de sus primeras víctimas. Ese mismo Kemper que habla con voz mesurada y parece tan sensato, me describía recetas caníbales. «Preparaba un excelente guiso con esos pedazos de carne y macarrones.» Me indicaba las proporciones de queso y cebolla, me describía el gusto de ese plato. Sentía un verdadero placer comiéndose a sus víctimas y mirando las fotos. Al cabo de tres o cuatro semanas, los impulsos asesinos volvían a hacerse demasiado poderosos y tenía que matar de nuevo… Cuando no se captura a un asesino en serie, este intervalo entre cada crimen se acorta a lo largo de los años. Algo así como una droga…
-Kemper le cuenta, sin ocultar nada, los detalles más atroces de sus crímenes, pero se muestra reticente respecto a su madre. Confiesa su canibalismo pero niega haber utilizado la cabeza de su madre como blanco de un juego de flechitas. Se esfuerza en parecer sensato, pero explica que cortó la laringe de su madre y que le costó decapitarla.
-Su madre -puntualiza el doctor Lunde- tenía una personalidad muy fuerte, lo humillaba constantemente. Poseía una voz tonante y le regañaba muy a menudo. Kemper se quejó de esto durante años. Se tomó la molestia de cortar ese órgano de la voz para triturarlo y echarlo a la basura. El símbolo es evidente, incluso para un psiquiatra primerizo. Los asesinos en serie tratan de racionalizar su conducta después de cometer sus crímenes. A Kemper siempre le costó confesar la necrofilia. Acepta que se le considere como asesino, hasta como asesino caníbal, pero no que se le tenga por un pervertido sexual.
-Durante nuestra entrevista, doctor, se contradijo dos veces al evocar la elección, deliberada o no, de un tipo dado de víctimas. ¿Cómo explicarlo?
-Kemper escoge sus víctimas con minucia. He visto una lista, escrita por él, de las características que debían reunir necesariamente sus futuras víctimas. A las muchachas que tomaba en su coche en autoestop las asediaba a preguntas. El oficio de su padre, su residencia, la descripción de su casa, la universidad en que estaban matriculadas, si su madre le repetía que las hijas de buena familia, educadas, bellas, inteligentes, se negarían siempre a salir con un pobre sujeto como él. Era justamente este tipo de mujeres el que Kemper buscaba. Cuando las autoestopistas no encajaban en esos criterios estaban a salvo. Según él, Kemper recogió entre tres y cuatrocientas autoestopistas.
»Por lo demás, prepara cuidadosamente sus asesinatos, como hacen casi todos los asesinos en serie que no son psicóticos. Había arreglado su coche de manera que podía bloquear la puerta del lado del pasajero accionando un mecanismo colocado debajo de su asiento. Una vez entraba en el coche, la muchacha había caído en una trampa. Lo prueban las huellas de raspaduras y de uñas descubiertas en la puerta de la derecha. Ted Bundy, Kenneth Bianchi y Angelo Buono habían instalado sistemas similares en sus automóviles.
-¿Cree que Kemper es hoy todavía peligroso?
-Allí donde está, no. Lo que le interesa es matar a mujeres. En la prisión de Vacaville sólo hay presos varones. Los impulsos asesinos que motivaban a Kemper iban dirigidos contra su madre. Ésta está muerta y no creo que fuera peligroso, ahora, ni siquiera si se topase con mujeres.
Ed Kemper
Última actualización: 15 de marzo de 2015
Con sus dos metros de estatura y ciento treinta kilos de peso, Ed Kemper ansiaba convertirse en un héroe tan varonil como su ídolo John Wayne. Pero era un inadaptado social, tarado emocionalmente por una madre dominante. A los quince años saltó la tapa de los sesos a sus abuelos e, inexplicablemente, causó una impresión tan favorable a los psiquiatras, que cinco años después quedó en libertad. Pero los demonios continuaban rugiendo en su interior y planeó una venganza espantosa contra la sociedad que le había rechazado.
Los asesinatos
Aquel muchacho, encerrado en una granja aislada en compañía de unos parientes a los que aborrecía, llegó a abrigar extraños pensamientos. Según su familia, el joven Ed no era un chico normal… Una irresistible explosión de cólera, unos pocos disparos certeros de un rifle del veintidós y todo acabó para el abuelo y la abuela Kemper.
Ya a los quince años, Ed Kemper era distinto. Medía 1,90 y era proclive a ciertos melancólicos mutismos y a ausencias, y los chicos de su edad procuraban evitarlo.
Su madre lo consideraba «un auténtico misterio» y, en realidad, no lo quería tener a su lado. Su padre le había dicho que el niño no podía vivir en Los Angeles con él y con su nueva esposa. Se lo habían peloteado de acá para allá y Ed terminó viviendo con sus abuelos en el fin del mundo, una casa de campo al pie de las montañas de Sierra Nevada, en California.
La abuela era más estricta y le imponía aún más castigos que su propio padre. Le molestaba el modo de mirar de su nieto y siempre estaba amenazándole con llamar al padre para contárselo. También se quejaba con frecuencia de lo caro que le resultaba alimentarlo y alojarlo.
La abuela de Ed manejaba a su marido y el chico le consideraba un tipo gris, insignificante, posiblemente algo senil, aunque abuelo y nieto se llevaban bastante bien.
El 27 de agosto de 1964, a última hora de una calurosa mañana de verano, Ed Kemper y su abuela estaban sentados a la mesa de la cocina. Ella trabajaba; su marido había ido a comprar.
Súbitamente Ed se levantó y sacó el rifle del calibre veintidós -regalo del abuelo- del armero situado junto a la puerta de la cocina, y comentó que salía a matar unos pocos conejos. Su abuela, sin levantar la vista de la labor, le advirtió que no tirara a los pájaros.
Kemper se detuvo en el porche. De repente, preso de una cólera irresistible, se dio media vuelta y, encarándose el rifle, apuntó a la cabeza de su abuela desde la ventana de la cocina y disparó.
Según explicó luego, era como si hubiera perdido el control de su cuerpo. Su mente se mantenía alerta pero indiferente, de modo que aunque percibía cada detalle, se sentía incapaz de detenerse.
La señora Kemper cayó hacia adelante. Ed le disparó en la espalda dos veces más y luego, echando mano a un cuchillo, la apuñaló una y otra vez hasta que desahogó toda su rabia. Después le enrolló una toalla a la cabeza para empapar la sangre y arrastró el cuerpo hasta el dormitorio de los ancianos.
Entonces oyó detenerse en el exterior el viejo coche del abuelo. Ya no podía volverse atrás. Volvió a encararse el rifle y, mientras el anciano sacaba del asiento delantero una caja de víveres, lo mató de un solo disparo en la cabeza. Encerró el cadáver en el garaje y trató de limpiar con una manguera la sangre que empapaba la tierra del patio, pero fue en vano. No había posibilidad de ocultarla.
Indeciso, telefoneó a su madre diciendo: «La abuela ha muerto. El abuelo, también.» Al principio trató de achacarlo a un accidente. Su madre, sospechando inmediatamente que Ed tenía algo que ver con aquellas muertes, se sintió sobresaltada, aunque no realmente sorprendida. Ya había advertido a su ex marido que podía ocurrir algo parecido.
Ordenó a Ed que llamara al sheriff de la localidad, quien se dirigió a la granja para detenerle. El muchacho confesó libremente ambos crímenes, pero cuando le interrogaron sobre los motivos sólo pudo decir: «Me preguntaba lo que sentiría al matar a mi abuela.» Insistió en que había asesinado a su abuelo solamente para ahorrarle la visión del cuerpo de su esposa.
Un tribunal psiquiátrico interrogó al chico en el Juvenile Hall y lo diagnosticó como un esquizofrénico paranoide. Aunque no todos estuvieron de acuerdo con el diagnóstico, el California Youth Authority decidió enviarle al Hospital del Estado, en Atascadero, especializado en agresores sexuales y en criminales dementes. Ed Kemper ingresó en la institución el 16 de diciembre de 1964.
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Falto de cariño
Víctima de la ruptura del matrimonio de sus padres, Ed Kemper quedó a merced de su abuela, la cual lo encerraba en el sótano por las noches para endurecerle. Refugiándose en sus fantasías de venganza, el adolescente comenzó matando animales y terminó por disparar contra sus abuelos.
Ed Kemper (Edmund Emil Kemper III) nació, un 18 de diciembre de 1948, en Burbank, California. Fue el segundo hijo y el único varón del electricista E. E. Kemper hijo y de su esposa Clarnell. La pareja tenía ya una hija de seis años, Susana. En 1951 la familia se completó con el nacimiento de una segunda hija, Allyn.
Los padres de Kemper eran fornidos: ella medía más de 1,80 y su marido dos metros. Tenían voces sonoras, sobre todo cuando discutían, y discutían con mucha frecuencia.
Clarnell se sentía decepcionada porque su marido no tenía estudios y creía que no ganaba bastante dinero. Pensaba que era demasiado duro con las niñas y muy poco exigente con el pequeño Ed.
La pareja se separó. Entre 1953 y 1955, E. E. Kemper estuvo en el Pacífico trabajando en centros de experimentación de la bomba atómica, después volvieron a reunirse y se pelearon de nuevo.
Por último, E. E. Kemper, que, a pesar de su tamaño y su hoja de servicios era un hombre fundamentalmente débil y bastante pasivo, no pudo soportar la tensión. En 1957 abandonó a su mujer y a sus hijos volviendo con ellos solamente en algunas ocasiones. Clarnell Kemper se trasladó con los niños a Helena, en Montana, donde consiguió trabajo en un banco.
El joven Kemper -llamado Guy en el círculo familiar- veneraba a su padre, quien le obsequiaba con relatos de sus hazañas guerreras en una Unidad de Servicios Especiales en Europa. Lo consideraba el típico héroe americano al estilo de John Wayne y se sentía profundamente afectado por la separación. Reprochaba a su madre el que se los hubiera llevado a vivir lejos de él.
Clarnell Kemper, que en aquella época bebía en exceso, pensaba que Ed era un blando. El hijo de un pariente había resultado homosexual y ella decidió que su chico necesitaba endurecerse.
Con este objeto le obligaba a dormir en el sótano de la casa. Todas las noches lo encerraba con llave y arrastraba la mesa de la cocina hasta cubrir la trampilla, y todas las noches, en aquella absoluta oscuridad, el muchacho alimentaba sus sueños de venganza.
Aquel rito se prolongó durante ocho meses hasta que llegó a oídos de su padre, quien le puso fin. El joven Ed creció profundamente trastornado, siendo un niño aprendió a tirar en un campamento de verano y a los trece años mató a tiros al perrito de uno de sus compañeros de clase, incidente que le hizo aún más impopular. Todos los chicos le rehuían, al tiempo que se burlaban de él. Ed los evitaba con un pavor insoportable a la violencia física.
No era la primera vez que mataba a un animal. A los nueve años enterró viva la gata de la familia en el patio trastero, poco después sacó el cuerpo, le arrancó la cabeza, la ensartó en un palo y la colocó en la cabecera de la cama para dirigirle sus oraciones.
Posteriormente, a los trece años, mató a su propia gata siamesa porque al parecer prefería la compañía de su hermana. Hirviendo de cólera se abalanzó sobre el animal, le rebanó la tapa del cráneo con un machete -siempre tenía armas en la casa, herencia de su padre- y luego lo apuñaló. Enterró parte del cuerpo en el jardín y ocultó el resto en el armario de su cuarto.
En el otoño de 1963, Ed se fue a vivir con su padre, que se había casado de nuevo con una ahijada de casi su misma edad. El chico entró en una escuela de Los Angeles, pero no encajó. Todos sus compañeros de clase lo evitaban y su madrastra le temía. Una semana después lo mandaron de nuevo a Montana.
Mientras tanto, su madre había descubierto los restos del gato en el interior del armario, aunque él negó saber nada de la cuestión.
Seguía sintiéndose muy desgraciado, siempre refugiado en sus fantasías. En noviembre, antes de cumplir los quince años, robó el coche de su madre y se dirigió a la cercana ciudad de Butte. Desde allí tomó un autobús y volvió al sur para ver a su padre, que consintió en quedarse con él.
El breve idilio terminó en la Navidad de 1963, cuando su padre lo llevó a la granja de los abuelos en North Fork, donde lo dejó al acabar las vacaciones.
Empezó a estudiar en la escuela de la cercana localidad de Tollhouse y la historia se repitió. No hizo amistades y sus calificaciones escolares fueron mediocres a pesar de su inteligencia, ya que las pruebas daban un coeficiente de 130.
Al terminar el curso, Kemper pasó unos días con su madre antes de volver, el 12 de agosto de 1964, a North Fork. Dos semanas después agarró el rifle y asesinó a sus abuelos.
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El padrastro
Clarnell Kemper se divorció en septiembre de 1961. Poco después se casaba de nuevo con un fontanero de 45 años llamado Norman Turnquist, el cual comenzó haciéndose amigo de Ed, con quien iba de pesca, su principal diversión.
El muchacho correspondía a este amable trato, pero, aún así, recordaba que en una ocasión estuvo dudando en romperle la crisma con una barra de hierro mientras el otro pescaba. Tenía medio preparado un plan para robar el coche de su padrastro y dirigirse con él a Los Angeles, a casa de su padre.
Turnquist y Clarnell se divorciaron en 1963, a los 18 meses de la boda.
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Demonios entre rejas
Ya en el hospital psiquiátrico, Ed Kemper daba rienda suelta a sus violentas fantasías sexuales… y hacía creer a los doctores que respondía a la terapia. Pero al mismo tiempo que adquiría conocimientos psicológicos, aprendía, del trato con violadores, que para no caer en manos de la justicia había que eliminar a la víctima.
La ciudad de Atascadero iba a ser el hogar de Ed Kemper durante los cinco años siguientes, cinco años en los que adquirió una gran experiencia. Rápidamente se convirtió en un recluso de confianza y a las órdenes del director de Investigaciones, el doctor Frank Vanasek, empezó a hacer los test psicológicos de otros presos. Estaba orgulloso de su trabajo y cumplía bien.
Al mismo tiempo, adquirió el dominio de los conceptos y terminología psicológicos, llegó a adivinar lo que los doctores querían que dijera, y lo dijo.
Su aprendizaje abarcó también otros aspectos. Al tratar con violadores comenzó a dar rienda suelta a sus fantasías sexuales. Observó que a muchos violadores los detenían a raíz de la identificación de las víctimas y decidió que el mejor modo de salir triunfante de una campaña de agresiones sexuales era asegurarse de que ninguna quedaba con vida.
Naturalmente, ocultaba tales ideas a los doctores, ante los que sólo presentaba su mejor faceta. A pesar de todo, ellos lo consideraban «inmaduro e inestable», con una «considerable carga de creciente hostilidad». Sin embargo, aunque apuntaron «que la posibilidad de estallido es sin duda evidente», el paciente se esmeró en mostrar una imagen dinámica e inteligente hasta conseguir, por fin, que recomendaran su puesta en libertad.
En 1969 quedó encomendado al California Youth Authority como mediopensionista y estuvo allí tres meses asistiendo al colegio con excelentes resultados.
Los médicos de Atascadero habían aconsejado que Ed Kemper se mantuviera lejos de su madre, a la que creían, según sus reconocimientos, la causa de todos los problemas. Por una u otra razón, esta advertencia fue olvidada o desoída por la junta de libertad vigilada, y a finales de año volvieron a confiárselo.
La Youth Authority no logró ponerse en contacto con el padre del joven, que se había quitado de en medio definitivamente, mudándose de casa y eliminando su número telefónico de la guía.
Mientras Ed estaba en Atascadero, su madre se había casado y divorciado por tercera vez. Después de la ruptura se volvió a California, a la ciudad costera de Santa Cruz, donde consiguió trabajo en el campus de la Universidad de California y una vivienda en una ciudad cercana.
A Kemper le resultó más difícil que nunca adaptarse al mundo exterior. Había crecido hasta convertirse en un verdadero gigante de más de dos metros de estatura y, aunque superaba los 125 kilos, los tenía bien distribuidos en su enorme esqueleto y se movía con una curiosa gracia y agilidad.
Se mostró indiferente a la revolución social de los años sesenta. Los hippies, a los que consideraba de clase baja, le disgustaban. Llevaba corto el cabello castaño y lucía un pequeño bigote cuidado, se vestía convencionalmente y miraba al mundo a través de un par de gafas con montura metálica.
Tampoco encajó en su casa. Desde que llegó comenzaron las discusiones: «Nunca he peleado verbalmente de un modo tan cruel -comentó sobre una riña-. Si hubiera sido un hombre, me habría liado a puñetazos, pero era mi madre.»
Se refugiaba en los bares de la vecindad, especialmente en el Jury Room -situado exactamente frente al juzgado local-, centro de reunión de policías fuera de servicio. Allí se encontraba con camaradas conservadores, de sus mismos criterios, que le conocían como Ed el Grande y no escudriñaban en su pasado.
El tema de las discusiones con su madre era siempre el de su futuro. Ella era tan ambiciosa con respecto a él como lo había sido con su marido, y le acuciaba para que terminara los estudios y obtuviera una plaza en la Universidad. Aunque Kemper era muy capaz de graduarse, se negaba a tal compromiso.
En vez de ello se unió a la policía. Se veía sin dificultad en el papel de un rudo pero amable servidor de la ley como su ídolo del cine americano John Wayne, pero fue rechazado a causa de su excesiva estatura. Defraudado, buscó un trabajo más vulgar.
Lo encontró en el Departamento de Autopistas de California como guardavías y avisaba a los conductores de las obras en la carretera.
Ganó el dinero suficiente como para comprarse una moto, aunque tuvo que dejarlo tras dos accidentes que le ocasionaron heridas en la cabeza y la fractura del brazo izquierdo. La compañía aseguradora le proporcionó un coche de segunda mano, un Ford Galaxia amarillo y negro. Empezó a coleccionar navajas y pidió prestadas una o dos pistolas, arsenal que escondió en el maletero del automóvil. Su nuevo trabajo le permitió separarse de su madre y alquiló una habitación en el piso de un amigo en Alameda, un suburbio de la ciudad de San Francisco.
Entre 1970 y 1971, Kemper empleó gran parte del tiempo libre en recorrer las autopistas y carreteras de California. Desde su salida de Atascadero se sentía fascinado por el número de chicas autoestopistas y ahora se creía en la obligación de parar el coche y recogerlas.
Acostumbraba a charlar con ellas, hasta que se ganaba su confianza. Era consciente de que su tamaño y su aspecto «relamido» alejaba a muchas de ellas del coche, de modo que trataba de mostrarse inofensivo y amable.
Entretanto, continuaba imaginando asesinatos, al tiempo que proyectaba sosegadamente una campaña detallada contra el mundo. Convenció a su madre para que le consiguiera un pase de la Universidad de California que le daba acceso a todos los campus del Estado y en la primavera de 1972 estaba preparado para dar el primer golpe.
El 7 de mayo, domingo, Ed Kemper recorría las carreteras de San Francisco que llevaban a las autopistas en busca de la chica apropiada. Se había vestido adecuadamente para la ocasión: un camisa de cuadros marrón claro, pantalones vaqueros de color negro y chaqueta de ante.
Mary Ann Pesce y Anita Luchessa tenían ambas dieciocho años; eran compañeras de cuarto y estudiantes de primer curso en el Fresno College State. Iban a la Universidad de Stanford, a una hora de coche, para visitar a una amiga. A las cuatro de la tarde se abrió la puerta del Ford Galaxia amarillo y negro, y las jóvenes subieron al asiento trasero.
Aprovechándose de sus bien ensayadas actitudes, Kemper se dio cuenta de que ninguna de ellas conocía la zona. En vez de dirigirse hacia Stanford, cambió de dirección y tomó hacia el este por una carretera comarcal. Cuando súbitamente se desvió hacia un camino secundario, las muchachas comprendieron que estaban en problemas y una de ellas le preguntó: «¿Qué es lo que quiere?»
En respuesta, Ed Kemper sacó de debajo del asiento una pistola Browning, de nueve milímetros, que le había prestado uno de sus compañeros de trabajo, la alzó para que pudieran verla y contestó: «Ya sabéis lo que quiero.»
Mientras Anita permanecía acobardada en el asiento trasero, Mary Ann intentaba razonar con el conductor, manteniéndose serena y comprensiva, tratando de que él la considerase como una persona y no como una víctima. Kemper sintió cierta simpatía por la chica, pero, con la experiencia adquirida durante su estancia en Atascadero, comprendió lo que estaba haciendo ella y venció la tentación de abandonar su plan.
Por fin, aparcó en un lugar solitario. Dijo a las chicas que iba a encerrar a una en el maletero del coche y a la otra en el asiento trasero, y que volvería con ambas a su apartamento.
Ató a Mary Ann al cinturón de seguridad y metió a la dócil Anita en el maletero sin que la joven opusiera resistencia. No tenía intención de llevarlas a ningún sitio.
Volvió al coche y le ató a Mary Ann las manos a la espalda. Al hacerlo le rozó el pecho con el dorso de la mano y se excusó. Luego le cubrió la cabeza con una bolsa de plástico e intento estrangularla con el cinturón de una bata que llevaba preparado con tal objeto.
Mary Ann luchó por su vida. Agujereó la bolsa de un mordisco y moviendo la cabeza logró quitarse el cinturón del cuello y llevarlo hasta la boca. Kemper, frustrado, cogió una navaja y la apuñaló un par de veces en la espalda.
La víctima gimió. Ed la mandó callar, pero ella no hizo caso, siguió quejándose mientras la apuñalaba de nuevo. Se debatió, retorciéndose en el asiento hasta sacarse la bolsa y entonces Ed le volvió a clavar la navaja.
Ella se resistía a morir y trataba de seguir hablando. En medio de la desesperación, Kemper la agarró por la barbilla y le cortó el cuello. Por fin, todo quedó en silencio.
El asesino se dirigió al maletero. Se figuraba que la otra chica habría oído la pelea y sabía que debía matarla rápidamente.
Al abrir el maletero, se vio las manos cubiertas de sangre. Explicó que le había roto la nariz a Mary Ann porque le había insultado y necesitaba ayuda. Cuando Anita salía del maletero, Kemper le clavó la navaja más grande que llevaba, pero no consiguió atravesar las gruesas ropas de la joven.
Anita chillaba y se defendía mientras él la hería frenéticamente una y otra vez, llegando incluso a cortarse en sus propias manos. Una parte de su mente permanecía distante, captando hasta el menor detalle, como el de unas voces lejanas que flotaban en el aire.
Por fin la resistencia de la joven terminó y cayó otra vez en el maletero. Él le sacó la navaja y cerró el maletero. Se detuvo solamente para echar el cuerpo de Mary Ann al suelo del coche, lo cubrió con un abrigo y arrancó.
Serían, más o menos, las seis de la tarde cuando, cerca del lugar de los asesinatos, Ed Kemper se cruzó con una pareja que contemplaba una casa en venta y comprendió que eran los dueños de las voces que oyera anteriormente. Estaba seguro de que tenían que haber escuchado los gritos, de manera que siguió su camino adoptando la expresión más indiferente de que fue capaz.
Todavía condujo un rato antes de volver al apartamento de Alameda. Su compañero de piso había salido. Kemper envolvió los cuerpos en una manta, los metió en la casa, los desvistió y comenzó a trocearlos después de decapitarlos. Mientras trabajaba, hacía fotografías con una máquina Polaroid.
Investigó los bolsos de las víctimas guardándose el escaso dinero que llevaban entre las dos, ocho dólares y veintiocho centavos, y hurgando en sus papeles personales cogió los datos de los carnets de identidad y luego se deshizo de todo.
Cuando terminó, volvió a meter los cadáveres en el coche y los enterró en un paraje agreste al otro lado de Santa Cruz.
Al principio, Kemper guardó las cabezas en su cuarto, en parte por el valor simbólico de trofeos que tenían y en parte para evitar la identificación (sabía que las chicas podían ser reconocidas por sus informes dentales). Algún tiempo después subió a la montaña y tiro las cabezas de sus víctimas a un barranco.
Ahora que se había librado de los cuerpos se sentía seguro. Sabía que mientras las chicas figurasen en las listas de desaparecidos no habría investigación.
Ciertamente la policía no había iniciado la búsqueda. Aunque los padres de ambas habían denunciado su desaparición, la policía solía tomarse poco interés en estos casos, ya que era frecuente que muchas jóvenes californianas dejaran sus casas por un chico o para disfrutar de los dudosos placeres de San Francisco. En su opinión, las muchachas no eran más que un par de fugitivas.
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Cinco años encerrado
El Hospital del Estado, en el que Kemper ingresó en 1964, era famoso por sus métodos avanzados en el tratamiento de maníacos sexuales y criminales dementes, para ello se ponía un énfasis especial en el tratamiento más que en el castigo. Aunque era una institución de máxima seguridad, los reclusos gozaban de bastante libertad en su interior. Algunos disfrutaban de salidas supervisadas al mundo exterior: Kemper, por ejemplo, durante el tiempo que estuvo confinado en el centro, asistió a conferencias en la joven Cámara de Comercio.
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Último encuentro
En el verano de 1971 Kemper hizo un considerable esfuerzo por reanudar el contacto con su padre Edmund Emil Kemper II. Encontró la dirección en el Anuario de la Unión de Electricistas de Los Angeles y le telefoneó para concertar una entrevista.
Su padre no consintió que fuera a su casa -aún recordaba el efecto desconcertante que había provocado en su esposa y en su hijastra de 7 años el extraño comportamiento de su hijo- y se citaron en un restaurante.
Ed recordaba aquella comida como un encuentro cordial, en el que ambos se divirtieron enormemente, bebieron y charlaron. «Solucionamos todos los problemas sobre la muerte de los abuelos y él me perdonó y todo eso». Luego el muchacho pagó la cuenta de la comida porque su padre «nunca tenía suelto». Fue su último encuentro.
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Santa Cruz
En los años sesenta la adormecida ciudad de Santa Cruz era un paraíso de los jubilados y centro turístico para la gente de San Francisco y Oakland. En aquella época la universidad de California abrió una serie de nuevos campus en las afueras de la ciudad, en una zona montañosa sobre la bahía de Monterrey.
El atractivo de las bellas playas, aguas tibias, elegantes edificios del siglo XIX y los maravillosos alrededores campestres eran igual de tentadores para los viajeros de San Francisco que para los hippies, y la ciudad creció rápidamente, aunque el cambio no la mejoró. Como consecuencia de la gran afluencia de jóvenes, la Universidad de Santa Cruz se convirtió en una zona especialmente atractiva para los traficantes de droga. Además, en aquellos años se instalaron allí gran número de grupos de satanistas procedentes de San Francisco.
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El terreno de caza
En su recorrido por las carreteras de California, Kemper buscaba a las víctimas con astuta y fría deliberación.
Ed Kemper cometió todos los asesinatos en su estado natal de California. Como muchos americanos, era un apasionado de los automóviles; esto, unido a su trabajo en el Departamento de Autopistas de California, le dio un profundo conocimiento de la complicada red viaria del Estado.
Preparaba los crímenes con exquisito cuidado y antes de sentirse lo bastante seguro para matar a una chica, pasaba mucho tiempo recogiendo autoestopistas.
Salía con su coche casi todas las noches y se hacía cientos de kilómetros recorriendo las carreteras.
Aunque su ruta se centraba principalmente en la zona de Santa Cruz a Berkeley, a veces subía hasta el norte, cerca de la frontera con Oregón -a unos 450 kilómetros- o hacia Santa Bárbara, en dirección sur, aproximadamente a unos 320 kilómetros.
Siempre guardaba en el coche las navajas y por lo menos un revólver, además de numerosas mantas y bolsas de basura de plástico fuerte, que le servían para envolver los cuerpos de las víctimas.
Durante los años 1970-71, Ed Kemper afirmó haber subido a su coche a unas ciento cincuenta autoestopistas. Las llevaba donde querían sin molestarías o discutir con ellas. De ese modo conocía las horas y los lugares más oportunos para recoger chicas sin llamar la atención sobre sí mismo y aprendía a hablar sin levantar sospechas o provocar miedo.
Aunque su gran tamaño resultaba en principio algo intimidatorio, Ed Kemper intentaba mostrarse convincente, como un amable gigante.
En 1969, el asesino conducía un descapotable de dos puertas. Después de comprarlo le instaló una enorme y aparatosa antena de radio, pero rápidamente comprendió que resultaba demasiado llamativo y la retiró de inmediato.
Gracias a la tarjeta de aparcamiento de la Universidad de California que le proporcionó su madre podía circular libremente por los campus de Santa Cruz y aumentaba las posibilidades de encontrar estudiantes que confiaran en él.
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Víctimas estudiantes
Las presas de Kemper eran especialmente estudiantes, muy numerosas en la zona. A comienzos de los setenta, cuando se produjeron los crímenes, sólo en la Universidad de California había matriculados más de cien mil alumnos. El campus principal era el de Berkeley, pero había ocho más en todo el Estado -Davis, Irvine, Los Angeles, Riverside, San Diego, San Francisco, Santa Barbara y Santa Cruz-. El asesino subió al coche a tres de sus víctimas -Cynthia Schall, Rosalind Thorpe y Alice Lui- en el campus de Santa Cruz o sus cercanías y a Aiko Koo en los alrededores de la Universidad de Berkeley.
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La danza de la muerte
Durante unos meses quedaron adormecidos los instintos asesinos de Ed Kemper, pero pronto el ansia de matar le invadió de nuevo. Sus siguientes víctimas fueron una coreana de quince años, estudiante de danza, y una alumna, de diecinueve, de la escuela superior.
Transcurrieron cuatro meses sin que Ed Kemper saliera en busca de nuevas víctimas. Cuando sentía surgir en él sus sádicos instintos, se conformaba con recordar, momento tras momento, los asesinatos de Mary Ann Pesce y Anita Luchessa, y con contemplar las fotografías de sus cuerpos desmembrados.
Kemper no se preocupó excesivamente cuando unos paseantes encontraron la cabeza de Mary Ann, que fue identificada gracias a la dentadura. Hacía tiempo que todas las posibles pistas se habían enfriado.
Por otra parte, se había roto el brazo izquierdo en un accidente de moto y le habían puesto una escayola, y como consecuencia del percance estuvo mucho tiempo de baja; tiempo que empleó en intentar hacer desaparecer sus antecedentes juveniles. Confesar el doble asesinato y los cinco años en el hospital psiquiátrico no favorecía sus perspectivas laborales y tenía prohibido adquirir un arma de fuego.
Sin embargo, a final del verano, volvió a la caza. Al atardecer del 14 de septiembre circulaba por la University Avenue de Berkeley buscando estudiantes cuando localizó a una menuda jovencita oriental haciendo autoestop junto a la parada del autobús.
La joven se llamaba Aiko Koo e iba camino de su clase de baile en San Francisco. Tenía quince años justos, aunque parecía mayor a media luz. Kemper la confundió con una estudiante.
Aiko no era una autoestopista habitual, pero había esperado en vano el autobús y temía llegar tarde a clase. No lo pensó dos veces y se metió en el coche.
Empleando el mismo método que tan «buen resultado» le había dado con Mary Ann Pesce y Anita Luchessa, el conductor dio un rodeo por las autopistas para desorientar a la pasajera y luego bajó hacia el sur por una carretera de la costa.
Cuando comprendió que no la llevaba a su destino, Aiko comenzó a gritar y a suplicar. Kemper sacó otro revólver prestado, un Magnum 357, y se lo colocó en las costillas con la mano derecha mientras conducía con la izquierda. Le aseguró que no quería hacerle daño, que estaba planeando suicidarse y que solamente quería hablar con alguien.
Se dirigió hacia las montañas y aparcó el coche. De algún modo, la convenció de que tenía que atarla y amordazarla. Ella no se resistió hasta que Ed se dejó caer sobre ella con todo su peso y le tapó con la mano la boca y la nariz.
La menuda joven se defendió con fuerza, pero no era enemigo para el gigante y enseguida desfalleció. Él aflojó su abrazo y Aiko comenzó a luchar de nuevo. Esta vez Kemper no la dejó hasta que estuvo seguro de que había perdido el conocimiento. Entonces la arrastró fuera del coche y la violó. Después la estranguló con la bufanda de la chica. Envolvió el cadáver en una manta y lo introdujo en el maletero.
Cuando salió a la carretera paró en un bar para beberse una cerveza. Luego pasó por casa de su madre sólo para comprobar si salía airoso de la visita, disfrutando de la profunda sensación que le deparaba su secreto: «Durante hora y media hablé con mi madre de cosas intrascendentes, exclusivamente para pasar el tiempo, diciéndole por qué estaba más abajo de la bahía: una mentira, una invención, comprobando con ella si se revelaba en mi rostro, en mi comportamiento o en mi modo de hablar algo de lo que estaba haciendo; y no fue así. Ella no se mostró alarmada en absoluto ni me hizo preguntas inoportunas.»
Cuando salió de la casa no pudo resistir la tentación de mirar en el maletero «sabiendo ya que estaba muerta, palpándole el cuerpo para saber qué partes estaban aún calientes, más bien por curiosidad». Según confesó posteriormente, se sentía como el pescador que obtiene el premio.
Alrededor de las once de la noche entraba en el piso de Alameda con el botín. Colocó el cuerpo de Aiko encima de la cama y estudió sus pocas pertenencias personales, intentando adivinar algo de la vida a la que había dado fin. Más tarde, despiezó el cadáver y repartió los pedazos por las montañas de Santa Cruz.
Dos días después, con la cabeza de la víctima aún en el maletero, viajo hacia Fresno para ver a una pareja de psiquiatras forenses, los cuáles después de la entrevista declararon que había hecho muchos progresos y que iban a recomendar que se eliminaran de su historial los antecedentes juveniles.
En noviembre un fallo del tribunal confirmó ese aserto y las autoridades hicieron borrón y cuenta nueva. Ahora Ed Kemper podía entrar en un comercio, rellenar un impreso, esperar cinco días y comprar un arma como cualquier otro ciudadano.
El problema era el dinero; estaba todavía parado -el brazo roto tardaba un siglo en curarse- y no podía pagar el alquiler del piso de Alameda. Le molestaba ser un gorrón para su amigo.
Derrotado, volvió a casa de su madre en el 609 A Ord Drive en Aptos y las discusiones recomenzaron casi inmediatamente. Procuraba pasar mucho tiempo dando vueltas por Santa Cruz y bebiendo en el Jury Room.
Sentía resurgir el ansia de matar y en enero de 1973 se hizo con una Rutgers automática del 22 con un cañón de quince centímetros. Había esperado tanto tiempo el momento de poder comprar su propia arma que apenas podía contenerse. A la caída de la tarde salió a la caza de chicas por el campus de la Universidad de California en Santa Cruz. Rompía así una de sus normas más importantes, ya que estaba decidido a cometer los crímenes fuera de la zona cercana a su hogar.
Era una noche lluviosa y las posibilidades de obtener una víctima femenina eran muchas: «Yo iba dando vueltas, serían las cinco aproximadamente. Recorrí varias veces el campus y hubiera podido recoger a tres chicas distintas, dos de ellas al mismo tiempo, pero las deseché porque había bastante gente alrededor que las vería meterse en el coche. Pero las demás circunstancias eran perfectas… llovía de tal forma que la gente se subía en lo primero que se presentaba.»
Dispuesto a renunciar, bajaba por la avenida de la Mission, en Santa Cruz, cuando divisó a una mujer baja y rubia que hacía autoestop. Cynthia Schall, Cindy para su familia y amigos, salía de su trabajo de canguro en dirección al Cabrillo Community College de Santa Cruz, donde cursaba sus estudios.
En cuanto la chica subió al coche le mostró el arma. Para tranquilizarla se la metió debajo de la pierna y le contó el mismo cuento que a Aiko Koo: quería suicidarse y necesitaba hablar con alguien. «Estaba haciendo una comedia… Le dije que no me gustaban las armas y todo eso.»
Rodaron durante dos o tres horas, aproximadamente, y luego se dirigieron hacia el este por la carretera de Watsonville, girando hacia las montañas en la pequeña ciudad de Freedom.
En cuanto llegaron a una carretera desierta el asesino se detuvo. Le dijo que la iba a llevar a casa de su madre para seguir charlando y que tenía que meterla en el maletero del coche. Le dio una débil excusa: no quería que los vecinos de su madre le vieran en compañía de una chica. Después de mucha insistencia, la pasajera aceptó y, a regañadientes, se metió apoyándose en una manta que él dobló en forma de almohada.
En cuanto la vio acurrucada en el hueco, sacó la pistola. Cindy vio el gesto con el rabillo del ojo y se volvió hacia Ed, quien sin mediar palabra apretó el gatillo. Un solo disparo y murió instantáneamente. Ed estaba desconcertado por la rapidez del hecho. «En los demás casos siempre había habido, ya saben, alguna reflexión. Entonces nada, absolutamente nada… Un segundo antes estaba viva y al siguiente ya no existía, y entre ambos no hubo absolutamente nada. Un ruido y el silencio, un silencio completo.»
Kemper volvió a su casa. Sabía que su madre iba a salir aquella noche. Le dolía el brazo y sólo consiguió meter el cuerpo de la chica (pesaba casi ochenta kilos) en la vivienda antes del regreso de su progenitora. La escayola del brazo tenía salpicaduras de sangre y se las tapó con crema blanca de zapatos. Ocultó el cadáver en un armario del piso y aguardó hasta la mañana siguiente.
Una vez que su madre se fue a trabajar, Ed sacó el cuerpo de la chica y abusó sexualmente de él; después lo metió en el cuarto de baño para trocearlo. Limpió cuidadosamente todos los pedazos, los introdujo en bolsas de plástico para destruirlos posteriormente y guardó la cabeza en el armario de su dormitorio.
Conservó para su uso la enorme camisa de cuadros de Cindy y como «recuerdo» el anillo hecho a mano que llevaba la joven. Antes de marchar hacia el sur se deshizo del resto de las pertenencias de la joven. Atravesó Monterrey y arrojó las bolsas desde el coche en un punto en que la carretera bordea un acantilado de nueve metros.
Al día siguiente un perspicaz patrullero de carreteras vio en la cuneta un brazo saliendo de una bolsa de plástico y al asomarse al acantilado descubrió otros restos humanos desparramados por la pendiente, como una mano y fragmentos de dos piernas. Una semana después el mar devolvió una caja torácica. Habían aparecido restos suficientes como para identificarlos como los de Cindy Schall.
Tan pronto como se enteró del descubrimiento de la policía quemó la cabeza de la víctima en el jardín trasero, lejos de la ventana de su madre.
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Peligro en la carretera
El autoestop forma parte del tipo de vida americano casi desde los tiempos del automóvil, aunque el modo de hacerlo se ha transformado. Entre los años 30 y 40 los autoestopistas eran generalmente hombres en busca de trabajo u obreros que salían de él y volvían así a sus casas. Sin embargo, a finales de los sesenta el autoestop se convirtió en un aspecto más de la contracultura. Por otra parte, para muchos estudiantes de escuelas rurales era más una necesidad que una aventura, ya que apenas existía transporte público entre el campus y la ciudad, llegando a ser incluso un problema en las zonas urbanas. Con objeto de crear un ambiente escolar, muchas instituciones educativas, como la Universidad de California, en Santa Cruz, ponían obstáculos a que los estudiantes utilizaran sus propios coches.
Después de docenas de violaciones y asesinatos de mujeres a lo largo de todo el país, se realizó una campaña para disuadir a las jóvenes de que subieran a coches con desconocidos. Afortunadamente para los planes de Kemper, continuaron haciéndolo, ya que muchas chicas preferían ir de dos en dos, en la creencia de que era más seguro; una estrategia que resultó trágicamente equivocada para Mary Ann Pesce y Anita Luchessa.
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El cadáver en la montaña
Cindy Schall fue la segunda estudiante femenina de Cabrillo College desaparecida en tres meses. Mary Guilfoyle, de veintitrés años, quería ser profesora de inglés; el 24 de octubre de 1972 subió a un coche desconocido cerca de la estación de ferrocarril.
A finales de enero de 1973 apareció su esqueleto en las montañas, coincidiendo con la identificación de los restos de Cindy Schall, en un lugar muy próximo a una tumba superficial donde posteriormente se encontró parte del cadáver de Aiko Koo. Mary había muerto salvajemente apuñalada.
El asesino de Mary Guilfoyle resultó ser Herbert Mullin, que había organizado su propia campaña de asesinatos casi al mismo tiempo que Ed Kemper, y como éste, también vivía en Santa Cruz.
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Competidores sangrientos
Durante los años setenta había problemas en Santa Cruz. El cierre de los hospitales psiquiátricos lanzó a los pacientes a un mundo que no los admitía. Uno de ellos cometió varios asesinatos creyendo evitar así un terremoto.
En los años setenta el fiscal del distrito de Santa Cruz Peter Chang se refería a su jurisdicción como «la capital mundial del crimen». En 1970, John Linley Frazier, un esquizofrénico, fanático religioso, asesinó a cinco personas en un arrebato de locura y Ed Kemper, en 1973, confesó haber matado a otras cinco.
El tercer criminal múltiple de Santa Cruz, Herbert Mullin declaró que mataba para salvar vidas, ya que estaba convencido de que «sacrificando» a desconocidos evitaría la destrucción de California a causa de una catástrofe. Había nacido un 18 de julio de 1947, en el aniversario del devastador terremoto de San Francisco y nada en su infancia preveía su comportamiento posterior.
Sus padres, Martin, héroe de la guerra y luego vendedor de muebles, y Jean, vivían, cerca de la ciudad San Francisco, donde transcurrió la infancia de Herbert, un niño normal según todas las apariencias. Más tarde declaró que sus padres, especialmente su padre, le maltrataban. Estaba convencido de que enviaban amenazas telepáticas a los otros niños para que no jugaran con él.
En 1963, los Mullin se trasladaron a Santa Cruz, donde el joven encontró trabajo en la oficina de Correos. Destacó en la escuela como estudiante y como deportista, y fue elegido como «el llamado a triunfar» en la graduación de su clase. Pero su felicidad se vio enturbiada, por otra parte, cuando su mejor amigo murió en un accidente de moto y, al poco tiempo, otro amigo, Jim Gianera, le introdujo en el mundo de la droga.
Mullin estudió un curso de dos años en ingeniería de caminos en el Cabrillo College y en 1967 asistió a otro sobre religiones orientales en San José, donde estuvo tres meses, durante los cuales consumía LSD con regularidad.
Comenzó a actuar de modo extraño y a padecer trastornos temperamentales.
En 1969 sufrió el primer episodio psicótico e ingresó en un hospital psiquiátrico, donde le diagnosticaron una paranoia esquizofrénica. Herbert salió al cabo de seis semanas negándose a tomar una medicación preventiva, y desde entonces, fue a la deriva de un trabajo a otro.
Habló de ciertas voces que le decían lo que debía hacer y lo enviaron a otro hospital. A lo largo de los dos años siguientes entró y salió de varias instituciones sin que mejoraran sus condiciones; en realidad, empeoraban.
En 1972 volvió a vivir con sus padres en Santa Cruz. Intentaron encontrarle un hospital, pero la administración del estado estaba tratando afanosamente de cerrarlos todos por falta de medios.
En aquella época Herbert se obsesionó por la teoría de prevenir los terremotos con sacrificios humanos. Oía voces que le ordenaban salir y matar a alguien. Creía reconocer la voz de su padre.
El 13 de octubre, cuando iba conduciendo por las montañas de Santa Cruz, vio a un anciano a un lado de la carretera y lo mató a golpes de bate de béisbol.
La siguiente víctima de Mullin fue una estudiante que hacía autoestop, Mary Guilfoyle, a la que apuñaló. Después, el 2 de noviembre, mató a puñaladas en el confesionario de una iglesia al sacerdote católico Henri Tomei.
En aquella época Mullin estaba convencido de que aquellas personas se le ofrecían como víctimas telepáticamente. El 16 de diciembre compró una pistola mintiendo al rellenar los datos del formulario.
El 25 de enero de 1973 fue a buscar a Jim Gianera. Este se había mudado de casa, pero la nueva inquilina le dio sus señas. Se dirigió inmediatamente hasta la casa de su amigo y lo mató a tiros, así como a su mujer. Volvió luego a la antigua dirección y asesinó a la joven señora que le había proporcionado la de Gianera y a sus dos hijos pequeños.
A comienzos de febrero Herbert Mullin estaba de excursión por el parque del Estado de Santa Cruz y se encontró con cuatro adolescentes, a los que mató sin darles tiempo a reaccionar. Era un tirador experto que, de muchacho, había ganado varios premios de la Asociación Nacional de Tiro.
Menos de una semana después asesinó a su última víctima, un anciano de setenta y dos años que estaba trabajando en su jardín cuando Mullin pasó por allí, pero esta vez lo vieron y quedó detenido inmediatamente.
Herbert Mullin intentó responsabilizar a su padre de todos los crímenes; se consideraba exclusivamente un instrumento dirigido por el destino: «Una roca no toma una decisión mientras está cayendo, cae y eso es todo.»
La única defensa posible en el juicio era la locura. Los defensores y los fiscales coincidieron en calificar al asesino como un caso típico de esquizofrenia paranoide, pero este diagnóstico no se incluía en la definición legal de locura. Como consecuencia, fue sentenciado a cadena perpetua.
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El mensajero de Dios
El 19 de octubre de 1970 el oftalmólogo Victor Ohta, su esposa, sus dos hijos y su secretaria aparecieron muertos a tiros en la piscina de su casa frente a Santa Cruz. Una nota reivindicaba los asesinatos en nombre de un grupo antimaterialista llamado el Pueblo del Universo Libre.
Cuatro días después fue detenido John Linley Frazier, un mecánico que vivía en un establo al pie de la colina, donde estaba situada la lujosa vivienda del médico.
Frazier, un esquizofrénico declarado, sintió que tenía que cumplir una misión religiosa -creía que la revelación iba dirigida específicamente a él-, la de salvar al mundo del materialismo y la polución. La muerte de la familia Ohta era el primer paso en su cruzada. Fue sentenciado a cadena perpetua por los cinco asesinatos.
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El desatino de Reagan
A comienzos de los setenta el gobernador del Estado, Ronald Reagan, cerró concienzudamente los hospitales psiquiátricos uno tras otro y se extendió por California una plaga de asesinatos perpetrados por dementes.
Esto se hizo para disminuir los gastos y para aprovechar las promesas federales de fundar centros de salud en la comunidad. Sin embargo, las promesas no se cumplieron y los enfermos mentales acabaron en «guettos psiquiátricos» de bajo coste en las ciudades californianas.
A pesar de todo, Reagan insistió en la política de cortas miras, hasta que el caso de Herbert Mullin desató las críticas de los ciudadanos y en 1974 la legislatura del Estado publicó un decreto prohibiendo el cierre de más hospitales.
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La ruta del infierno
El hecho de subir a dos chicas al coche, matarlas a tiros y mutilarlas no calmó las ansias criminales de Kemper. Rondaban en su mente unas fantasías de asesinatos en serie que le indujeron a matar a gente más cercana… su madre.
El 5 de febrero, menos de un mes después de la muerte de Cindy Shall, Ed volvió a discutir con su madre y salió de casa descompuesto diciendo que se iba al cine. Lleno de ira, desechó su plan habitual -que consistía más en el disfrute anticipado del acontecimiento que en el proceso logístico- y se puso en camino hacia el campus de la Universidad de California.
Ya era de noche y había muchísima gente tratando de conseguir un medio de transporte. Cuando Rosalind Thorpe salía de una clase nocturna, se encontró con Kemper, que pasaba por allí. Él paró y ella subió al asiento del acompañante. Comenzó a charlar amistosamente, confundiendo al conductor con un estudiante tras ver en el coche la tarjeta de aparcamiento de la Universidad de California.
Cruzaron el campus lentamente mientras Kemper estudiaba a su pasajera como una víctima potencial. «Las circunstancias eran perfectas. No había nadie alrededor, el guarda no me vio entrar, todo se desarrollaba normalmente y ella no sentía la menor sospecha.»
Entonces vio a una frágil muchacha china haciendo autoestop, se detuvo y Alice Liu, de veintiún años, subió al asiento trasero del coche. Al pasar frente a la caseta del guarda miró hacia él para comprobar que no había visto a las chicas en el interior del coche.
La carretera se deslizaba con amplias curvas desde el campus, en la cumbre de las colinas, hasta bajar a la ciudad. Kemper disminuyó la velocidad, aparentemente para contemplar la vista de las luces con el océano al fondo. Estaban solos en la carretera. Bajó la mano derecha -todavía llevaba escayolada la izquierda- y sacó de debajo del muslo el revólver del 22.
La alzó lentamente, en el momento en que Rosalind, medio vuelta hacia él, tenía la boca abierta para decir algo. La mató de un tiro en la sien.
Cuando cayó, Ed se volvió hacia Alice Liu, que estaba acurrucada en el rincón del asiento trasero y, espantada, intentaba hacerse lo más pequeña posible.
El asesino falló los dos primeros disparos porque ella se revolvía tratando de evitar las balas, pero el tercero le acertó en la sien y la joven dejó de moverse. Ed disparó otra vez para asegurarse de que estaba muerta.
Mientras circulaba lentamente colina abajo echó un abrigo sobre Alice que, aunque inconsciente, gemía suavemente; luego intentó empujar hacia abajo el cuerpo de Rosalind con objeto de que no apareciera por encima del salpicadero. No era capaz de moverla, de modo que la cubrió con una manta y aceleró la velocidad del coche.
Salió de la ciudad. Se sentía ligeramente mareado, Alice seguía quejándose y borboteando en el asiento trasero. En cuanto se vio seguro, se volvió y le disparó de nuevo a la cabeza.
Se hizo el silencio por unos momentos, pero enseguida continuó el ruido, entonces aparcó en una zona sin salida y metió los dos cuerpos en el maletero del coche antes de dar la vuelta.
Se detuvo en una gasolinera y entró en los lavabos para limpiar la sangre de la escayola y la de la ropa. Siempre usaba la misma cuando salía a «cazar»… prendas de color oscuro que disimulaban las manchas de sangre.
Al volver aparcó el coche en la puerta de la casa de su madre y le dijo que se había quedado dormido en el cine, la dejó viendo la televisión y salió de nuevo con el pretexto de comprar cigarrillos.
Antes de ir a la tienda abrió el maletero del coche y con un cuchillo de caza decapitó ambos cadáveres. Aunque no era muy tarde, entre diez y once de la noche, no le vio nadie.
A la mañana siguiente llevó las cabezas a la casa, las lavó y extrajo las balas. Luego abusó sexualmente del cuerpo de Alice antes de lavarlo y lo volvió a meter en el maletero, donde les cortó las manos como «última ocurrencia».
En esta ocasión no troceó los cadáveres, porque aquella tarea ya no le producía placer. Sólo quería eliminar las pruebas. Fue hacia el norte en dirección a San Francisco, con la esperanza de que si los cuerpos aparecían allí, la policía atribuiría el crimen a un asesino de la zona. Estuvo un rato de visita en casa de un amigo y luego, a primera hora de la mañana, condujo el coche hacia Eden Canyon para tirar los cadáveres.
Después recorrió la costa en dirección a la ciudad de Pacífica y arrojó las cabezas y las manos por un precipicio llamado el acantilado del Diablo, donde quince días después las encontraron unos obreros. También apareció el cadáver de Mary Guilfoyle y el asesino comprendió que debía dejar de matar estudiantes. Toda la zona estaba vigilada y él había sido cada vez más imprudente.
A pesar de las preocupaciones, Ed Kemper había abandonado su plan inicial sobre las pruebas al conservar los bolsos de Alice y de Rosalind. A lo largo de varias semanas rebuscó entre las fotos de familia, las cartas y la documentación de las chicas, con objeto de saber más sobre ellas.
A mediados de abril hizo un paquete con los papeles y los recuerdos de Cindy Schall, y el arma con la que había asesinado a las tres, y lo arrojó al océano.
Tenía los nervios rotos y se le hizo una úlcera. Sabía que había llegado a la cumbre de su carrera criminal y para demostrar al mundo que era un hombre con el que había que contar, quiso hacer «una demostración para las autoridades».
Durante unos días barajó la idea de acabar con todos sus vecinos, deslizándose de casa en casa al amparo de la oscuridad, matando silenciosamente, pero abandonó la idea por considerar que era impracticable. Además, tenía que pensar en su madre.
Era consciente de que le iban a detener pronto, según declaró más tarde, luego «la única posibilidad que veía era asumirlo e ir a la cárcel dejando a mi madre cargar con el peso…. como ocurrió la última vez con mis abuelos, o quitarle la vida».
El 20 de abril, Viernes Santo, fue a ver a su amigo del piso de Alameda y pasó unas horas en su antiguo trabajo. Sin embargo, estaba de muy mal humor cuando volvió a Aptos.
Su madre estaba aún en su trabajo. La telefoneó para decirle que ya estaba en casa y ella le advirtió que aquella noche iba a salir directamente desde la Universidad y que volvería tarde.
Ed se pasó la tarde bebiendo cerveza delante de la pantalla de la televisión y cuando se fue a la cama, alrededor de las doce de la noche, su madre no había vuelto todavía ni tampoco a las dos de la mañana, hora en que se levantó para saber si ya estaba en casa.
Clarnell volvió a las cuatro de la mañana y en cuanto se metió en la cama, entró su hijo. Le dijo que solamente quería comprobar si había regresado. Ella le preguntó si quería que hablaran y al contestarle que no, se dio media vuelta y le dijo: «mañana hablaremos» Ed Kemper se volvió a su cuarto contento porque no habían discutido, ya que no quería separarse de ella después de un disgusto.
Se mantuvo despierto una hora aproximadamente, hasta estar seguro de que su madre estaba dormida, y entonces volvió a la habitación llevando la navaja de bolsillo y un martillo.
Su madre dormía sobre el lado izquierdo. Ed, en pie a su lado, la contempló durante un par de minutos y luego le dio un feroz martillazo en la sien.
No se movió, quedó allí tendida. Le manaba sangre de la herida, pero seguía respirando. Ed la puso boca arriba y le anudó un pañuelo al cuello. «Lo que es bueno para mis víctimas es bueno para mi madre», pensó, mientras velozmente le seccionaba la cabeza con destreza, y luego arrastró el cuerpo hasta el armario.
Era de día cuando terminó de limpiar de sangre las paredes y la alfombra. Se sentía enfermo y mareado, y para colmo en esta ocasión el crimen no había calmado sus instintos asesinos. Tenía que salir de casa. Metió los revólveres y las navajas en el coche y arrancó.
Recorría la ciudad cuando se encontró con un amigote borracho, Robert McFadzen, que le debía diez dólares. Era una razón más que suficiente para Kemper y en el estado mental en que se encontraba decidió matarlo. La víctima le pidió perdón y le devolvió el dinero. Edmund Kemper inmediatamente compró cinco dólares de cerveza para ambos.
De vuelta a casa, Ed empezó a preocuparse por la explicación que daría sobre la ausencia de su madre después del fin de semana de Pascua. Pensó en decir que se había marchado con alguien y llegó a la conclusión que la débil historia resultaría más convincente si una amiga desaparecía también. Comenzó a hojear la agenda de la muerta.
Llamó a Sally Hallett, una compañera de trabajo y amiga de Clarnell, pero no respondía. Kemper, nervioso, daba vueltas por la casa cuando, a las 5,30 de la tarde, llamó a la puerta la propia señora Hallett preguntando por su madre.
Ed Kemper le contó que iba a celebrar su vuelta al trabajo después de su prolongado paro y que para ello preparaba una cena sorpresa para su madre. Sally Hallett accedió a volver a las 7,30 de la noche.
En esas dos horas el asesino dispuso la casa para recibir a su invitada. Cerró puertas y ventanas, se metió unas esposas en el bolsillo y dejó varias armas por la habitación al alcance de la mano.
La señora Hallett llegó sobre las ocho de la tarde, el anfitrión le dijo que su madre se retrasaría y la acompañó al salón. Según Kemper, se dirigió inmediatamente hacia el sofá mientras comentaba: «Sentémonos. Estoy muerta.»
Kemper lo interpretó como una señal para entrar en acción. Se situó frente a ella, la golpeó en el pecho y en el estómago, y, asiéndola con todas sus fuerzas, la levantó del suelo.
Pendía de él, tirándole del brazo inútilmente; después quedó inmóvil. Kemper le había roto la tráquea impidiéndole la respiración.
La tendió en el suelo, le envolvió la cabeza con bolsas de papel y le apretó el cuello con una cuerda y un pañuelo hasta estar seguro de su muerte.
La acostó en su propia cama y después de taparla se fue al Jury Room a tomarse un trago. Estuvo sentado un rato aparentemente tranquilo, aunque algo distraído, saboreando una cerveza y escuchando abiertamente hablar a los policías con otras personas sobre sus crímenes.
Al volver a la casa cortó la cabeza de la señora Hallett y luego se quedó profundamente dormido en la cama de su madre. Sabía que estaba perdido. Cuando mataba a personas desconocidas en carreteras desiertas se sentía relativamente seguro, pero ahora no encontraba salida. Lo único que podía hacer era escapar.
Lo primero que hizo por la mañana fue meter el cuerpo de la víctima en el armario de su cuarto y guardar las armas en el coche de la muerta. No tenía pensado ningún plan, pero no desechaba la idea de culminar su obra con una orgía de violencia.
A las diez de la mañana estaba dispuesto. Se dirigió hacia el este, por las Sierras. Cuando llegó a Reno trasladó las armas a un coche alquilado y dejó el de la señora Hallett en un taller con el pretexto de que tenía una avería de electricidad.
Siguió conduciendo siempre hacia el este, sobre las Montañas Rocosas. Rodaba sin parar alimentándose de bebidas gaseosas y de pastillas No-Doz con cafeína. Iba oyendo las noticias de la radio y temía, por un lado, que le persiguieran, pero a la vez se sentía defraudado, por otro, al comprobar que no se hablaba de él.
Continuó así hasta el lunes 23 de abril. Antes de la medianoche se detuvo en una cabina de Pueblo, Colorado, a 2.400 kilómetros de Santa Cruz. Marcó el número de teléfono de esta ciudad e inmediatamente reconoció la voz de su interlocutor, Andy Crain, uno de los policías uniformados que frecuentaba el Jury Room.
Ed Kemper pidió que le pusieran en comunicación con Charles Scherer, encargado de la investigación criminal. Le dijeron que éste no entraba de servicio hasta las nueve de la mañana, pero el asesino insistió en que le avisaran. Crain, creyendo que hablaba con un excéntrico desocupado, bromeó con él durante unos minutos, hasta que el interlocutor se identificó, dirigiéndose a él como Andy, quien, aún escéptico, accedió a ponerle en contacto con Charles Scherer.
Cuando volvió a llamar a la una, le contestó otro policía, el cual le dijo que Charles Scherer no estaba y colgó bruscamente.
Kemper se sentó en el coche tratando de dormir. Excitado por la cafeína y la falta de sueño, sentía crecer en su interior el ansia de sacar las armas y disparar hasta que lo mataran de un tiro.
El único problema era afrontar su propia muerte. Le aterraba la violencia; una de las razones que le llevó a llamar desde una cabina era que si se producía un enfrentamiento con los policías, éstos dispararían primero y preguntarían después.
A las cinco de la mañana llamó de nuevo. Ahora había otro agente a la escucha. La comunicación era defectuosa y Kemper tuvo que vociferar un par de veces «asesinato de una estudiante», hasta que lo tomaron en serio. Les confesó quién era la matrícula de su coche y que había matado a unas ocho personas.
El policía, el agente Conner, dijo que enviaría a alguien a buscarle. «Y yo me cago en usted -replicó Kemper en el colmo del histerismo-. Llevo en el maletero doscientos cartuchos y varias pistolas, y no quiero ni acercarme a ellos.»
Conner intentaba entretenerle en el teléfono, pero Kemper le dio la dirección de la casa de su madre y le aconsejó que mandara al sargento Mike Aluffi para registrarla. Este había estado allí pocas semanas antes haciendo unas preguntas rutinarias sobre uno de los impresos que Ed Kemper había rellenado al solicitar el permiso de armas.
Siguieron hablando un rato, durante el cual Conner se convenció de que su interlocutor decía la verdad y de que estaba al borde de una nueva explosión de violencia. Ed no podía comprender el retraso de la policía de Colorado. Por fin llegaron: Kemper interrumpió su explicación sobre los lugares donde había ocultado los cuerpos y exclamó: «Ya están aquí. ¡Vaya! Me están clavando un revólver.»
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Las reglas del juego
Una parte de las fantasías de Kemper consistía en plantear cierto número de reglas que le aseguraban la libertad. Pero algunas no las acató.
Para perfeccionar su técnica de subir autoestopistas en su coche, se aprendió las horas y los lugares donde difícilmente podía ser visto. Decidió no retroceder nunca ni realizar maniobras que llamaran la atención sobre él. Por el mismo motivo trataba de ser lo más discreto posible que le permitía su tamaño.
El número de autoestopistas aumentaba en los fines de semana y la gente les prestaba menos atención. Cuando buscaba una víctima, tomaba nota de factores tales como la fluidez del tráfico o la presencia de la policía.
Un aspecto importante de su estrategia era el de actuar solamente lejos de la inmediata vecindad de Santa Cruz.
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El escalofrío de la caza
Ed Kemper experimentaba un placer sádico al cometer los crímenes. Disfrutaba jugando al ratón y al gato con las víctimas y se otorgaba una satisfacción adicional volviendo a los lugares donde las había asesinado u ocultado.
A pesar de su larga y detallada confesión, los motivos de Kemper para asesinar continúan siendo muy confusos… Él mismo proporcionó varias explicaciones incoherentes, y a veces contradictorias, sobre su comportamiento.
Se divertía discutiendo con la Policía y otros investigadores, tal y como había hecho previamente con los psiquiatras. Sin embargo, cuando se le preguntaba en profundidad sobre su hogar o sobre cosas de las que no deseaba hablar o ni siquiera pensar, cambiaba de tema y empezaba a describir detalladamente los crímenes y las disecciones, complaciéndose con morboso ingenio.
En muchos aspectos, Ed Kemper era la personificación del clásico criminal sádico. Este sadismo se manifestaba no sólo en los asesinatos en sí, sino en el placer que sentía asustando a sus víctimas. Cuando Mary Ann Pesce no demostró ningún terror, él se sintió inquieto.
Obtenía un placer extra recorriendo de nuevo los escenarios de los crímenes, los lugares donde había enterrado a las víctimas o pasando en su coche junto a las casas de las jóvenes muertas para saborear el dolor de las apenadas familias.
Su excelente memoria le permitía volver a representar mentalmente los asesinatos una y otra vez, extrayendo de ello hasta la última gota de placer. En este sentido, Kemper se parecía al criminal alemán Peter Kürten, que cuando fue detenido recordó cada detalle de la habitación en la que había matado por primera vez diecisiete años antes.
Surgió la tendencia de atribuir los instintos sádicos del asesino a la experiencia de verse encerrado por su madre en el sótano. De nuevo aparece la semejanza con Kürten, quien, en su adolescencia, planeó sus planes de venganza contra el mundo mientras estaba recluido. Sin embargo, Edmund Kemper unía el sexo y la muerte aún antes de que su madre comenzara a tratarle de un modo tan cruel. Cuando le confesó a su hermana Susan que estaba loco perdido por su profesora de escuela primaria, ella le preguntó bromeando por qué no la besaba y se quedó atónita al escuchar su respuesta: «No puedo. Tendría que matarla primero». Su otra hermana, Allyn, recordó durante el juicio que le había mutilado dos muñecas, cortándoles la cabeza y las manos.
Según Kemper, la culpa no era suya. Acusó a su hermana mayor de torturarle y querer matarle cuando era pequeño, y afirmó que le había «convencido» para sus jugueteos sexuales cuando sólo contaba ocho años. Sobre este punto sólo se cuenta con su palabra y posiblemente se aprovechó de las experiencias de otros pacientes oídas en el hospital psiquiátrico de Atascadero para parecer más convincente y digno de compasión.
Los asesinos sádicos son más difíciles de descubrir que los locos, ya que toman mayores precauciones. Ed Kemper estaba orgulloso de su destreza y sus planteamientos; de un modo tortuoso parecía esperar de la policía -especialmente del teniente Scherer, al que consideraba una figura paternal-, si no su aprobación, por lo menos una reticente admiración por la minuciosidad de su trabajo.
A veces disimulaba las razones de sus actos como parte de un plan maestro, como, por ejemplo, cuando aseguró que cortaba las cabezas de sus víctimas con objeto de impedir la identificación. En otras ocasiones confesó que la decapitación era un ingrediente del placer. Recordaba el momento en que cortó la cabeza de Anita Luchessa: «En aquel momento sentí un placer sexual… Era una especie de exaltación, una cosa de tipo triunfante, como el cazador que consigue la cabeza de un ciervo o un alce».
Así presentó los crímenes en el juicio; deseaba aparecer como un loco más que como un malvado. Insistió en que mató a las chicas como había matado a su gata, para hacerlas suyas. «Cuando estaban vivas, las sabía distantes, sin ninguna comunicación conmigo, y yo intentaba establecer una relación.» En la búsqueda de las víctimas había una completa excitación sexual. Él hablaba de «retorcimientos» cuando las buscaba y de «pequeñas sensaciones» que le recorrían el cuerpo al acercarse a la presa.
Ed Kemper sentía desde la adolescencia una descontrolada sexualidad. Sin embargo, su experiencia real era mínima. Acostumbraba a contar que en una ocasión había tenido relación con una mujer que le rechazó cuando intentó verla de nuevo, pero otras veces aseguraba que no había tenido experiencia alguna.
Incongruentemente, Kemper combinaba su desviación sexual con una moralidad gazmoña y hasta remilgada. Cuando en la confesión se refería a sus víctimas, lo hacía siempre llamándolas por su apellido: señorita Koo, señorita Pesce y así sucesivamente.
También aparecía esta veta puritana en su creencia de que las chicas autoestopistas se lo estaban buscando al exhibir su cuerpo en las carreteras. Los confusos sentimientos de Ed Kemper hacia las mujeres reflejaban, en cierto modo, la relación con su madre. A pesar de describirla como una «perra dominante», la veía con una mezcla de amor y de odio. Se negó a hablar de lo que hizo durante el fin de semana de Pascua que pasó solo en casa con el cadáver de su madre, aunque, según ciertos rumores, colocó su cabeza encima de la chimenea para jugar a los dardos con ella.
La mayoría de los psiquiatras estuvo de acuerdo en que las muertes de las seis chicas y, por supuesto la de la abuela, se debieron a que Ed estaba preparando el terreno para asesinar a su madre, que le había encerrado y que, según él, era culpable de la ausencia de su padre. Sin embargo, su muerte no le produjo sensación de catarsis o sentimientos de satisfacción personal… simplemente le causó una profunda depresión.
En los asesinatos había un aspecto sociológico tanto como psicológico. Kemper trataba siempre de elegir víctimas de clase media acaudalada: «Yo intentaba herir a la sociedad donde más le doliera y eso era buscando futuros miembros de la sociedad burguesa: de clase alta o de clase media alta». Los odiaba porque se sentía inferior. «Se pavoneaban por delante de mis narices porque podían hacer todas las malditas cosas que les viniera en gana».
Edmund Kemper era desgraciado en un mundo que le parecía lleno de cosas terribles… de gente con mejor apariencia, mejores sentimientos y mejor comportamiento que los suyos. Parece ser que la mayoría del tiempo se sentía asustado, solo e inútil.
También era desgraciado por su propio cuerpo, que le hacía sentirse diferente y creaba en la gente el afán por conocer sus proezas físicas. Era, como su padre, un hombre esencialmente tímido, que no soportaba la vida con seres humanos vibrantes. Una de sus fantasías infantiles era la de poder convertir en muñecos a las personas, y al crecer, puso todo el empeño en hacer de su sueño una realidad.
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Edmund el confesor
La confesión grabada de Edmund Kemper, una larga y desapasionada descripción de los espantosos asesinatos, se reprodujo en el juicio unos meses después y revolvió el estómago de los agentes de policía e hizo que perdieran el conocimiento algunos familiares de las víctimas.
El día en que se entregó Kemper, a última hora, un grupo se desplazó en avión desde Santa Cruz a Colorado. Estaba formado por el sargento Aluffi, que había estado en la casa de Aptos y descubrió los cadáveres, el teniente Scherer y Peter Chang, fiscal del distrito.
Encontraron al detenido deseoso de hablar. Renunció a sus derechos legales y comenzó a grabar su confesión. No había en ella vacilaciones, reticencias o incoherencias. Una vez en Santa Cruz, la repitió aún más extensamente.
Alardeaba de su memoria y sus dotes de observación. Era su triunfo definitivo y se complacía en él, disfrutando de la sensación de hacer palidecer a policías curtidos.
Habló sobre las seis jóvenes que había matado y sobre algunas más que, aunque subieron al coche, las dejó sanas y salvas en sus destinos, porque notaba que algo no iba bien, no estaba de humor, no tuvo oportunidad de sacar el arma o simplemente se sintió conmovido por algo.
Explicó a la policía dónde podía encontrar los cadáveres y acompañó a los agentes cuando volvieron a California. En estas expediciones les seguía una manada de periodistas, pero a veces el acusado insistía en que se marcharan antes de indicar los lugares exactos a los detectives.
Según la policía, colaboró en todo lo que pudo y aceptó someterse al detector de mentiras, aunque no se hacía ilusiones sobre lo que estaba ocurriendo e insistía en que «todo este proceso no es más que el procedimiento de decidir el método que va a emplear la sociedad para deshacerse de mi. Y yo, por supuesto, si fuera la sociedad, no confiaría en mí».
Parecía incapaz de guardar silencio y explicaba todo sin interrupción: «Había una cuenta a mi favor -comentó- y tenía que hacer balance… Emocionalmente no la podía mantener más tiempo.»
Los amigos de Kemper en el Jury Room no podían creer la noticia. Lo habían visto siempre como a un gigante amable y sociable, un hombre cordial, contrario a todo tipo de violencia o estallido de cólera.
Los psiquiatras que lo habían atendido en el hospital de Atascadero se reunieron para tratar de comprender lo sucedido y aparte de insistir en el hecho de que habían aconsejado mantenerle alejado de su madre, sus conclusiones fueron poco definitivas.
La psiquiatría en general se vio atacada. Herbert Mullin, otro asesino en serie que actuaba en Santa Cruz al mismo tiempo que Ed Kemper, obtuvo el alta, como él, en un hospital psiquiátrico. Esto creó una grieta en la confianza pública y los especialistas tuvieron que confesar que toda decisión de liberar un enfermo mental con un historial de violencia entrañaba un gran riesgo.
En Santa Cruz Kemper pasó a ocupar una celda junto a la de Mullin, al que detestaba porque, afirmó, «había matado sin tener unas buenas razones para ello». Aborrecía, además, las canciones que entonaba con gran disgusto de los otros prisioneros y le tiraba agua para hacerle callar. Después recordó que, «cuando era un buen chico, le daba cacahuetes. Le gustaban… Eso se llama tratamiento de modificación del comportamiento».
James Jackson, defensor público del Condado de Santa Cruz, fue el encargado de la defensa de Kemper. Era una ardua empresa, ya que su cliente lo había confesado todo y el letrado no pudo encontrar ningún psiquiatra o psicólogo que testificara a su favor.
Jackson y un joven detective privado, Harold Cartwright, interrogaron a Kemper en su celda durante horas, tratando de encontrar alguna prueba de locura. Ambos tenían la impresión de que el acusado reservaba algo, pero nunca descubrieron de qué se trataba.
Por otra parte, cuando en octubre se inició el juicio presidido por Harry F. Brauer, Ed Kemper se declaró «no culpable por motivos de locura».
La primera actuación de la defensa consistió en reproducir las cintas con las confesiones del inculpado.
Las familias y los amigos de las víctimas le oyeron describir disecciones, decapitaciones, planes de asesinato, compra de armas, apuñalamientos, disparos y enterramientos. La defensa solicitó ausentarse de la sala mientras se escuchaban las cintas, pero su petición fue denegada. Luego testificaron los forenses que habían encontrado grandes charcos de sangre seca en el interior del Ford Galaxia y los testigos de la policía que describieron el arresto del acusado.
El 29 de octubre, Edmund Kemper se presentó con una muñeca vendada. Por segunda vez desde la detención, había intentado suicidarse cortándose las venas con una pluma que le dejó un periodista e impidiendo después todo tipo de ayuda hasta que pudieron dominarlo.
La mayor parte de las tres semanas que duró el juicio se dedicaron a los testigos médicos. El doctor Joel Fort describió al acusado como un «maníaco sexual», pero llegó a la conclusión de que estaba mentalmente sano, aunque era un psicópata. Otros especialistas citados por la acusación estuvieron completamente de acuerdo con su dictamen.
Fort insinuaba que el diagnóstico de esquizofrenia paranoide hecho cuando Kemper tenía quince años era erróneo. Después del juicio los psiquiatras que examinaron a Kemper y vieron su historial insistieron que el diagnóstico primitivo era correcto.
El mejor testigo de la defensa fue la hermana del acusado, Allyn, quien primero recordó algunos extraños sucesos de la infancia de ambos y luego declaró que sospechaba de Ed desde el momento en que oyó que Cindy Schall apareció decapitada, al igual que su madre, que llegó incluso a interrogarle sobre los crímenes.
Kemper ocupó el banquillo de los testigos el 1 de noviembre. Apareció emocionado, lloroso a veces y en un estado de nervios que nunca mostró en sus declaraciones ante la Policía.
Cuando le preguntaron porqué había confesado, afirmó: «Quiero ayuda. Si voy a una penitenciaria, me encerrarán en un cuarto pequeño, donde no podré hacer daño a nadie y quedaré libre de todas mis fantasías».
Vacilante, Kemper trató de describir su mundo imaginario; empezó con las visiones de paz y bienestar de su primera infancia, y continuó con las fantasías de adolescente pervertido en el hospital psiquiátrico de Atascadero y sus espeluznantes sueños de matanza total.
En sus conclusiones, el abogado defensor, James Jackson, presentó a su cliente como un campo de batalla entre el bien y el mal, donde una parte de su carácter «lucha por estar con nosotros y la otra se escabulle a su propio mundo de fantasía, donde se siente feliz».
A pesar de la elocuencia de la defensa, el jurado permaneció reunido durante cinco horas antes de declarar al acusado culpable de ocho acusaciones de asesinato en primer grado. Puesto que la pena de muerte en aquellos años estaba prohibida en el Estado de California -fue puesta en vigor de nuevo a comienzos del año 1974-, el juez Brauer condenó a Ed Kemper a cadena perpetua, con la firme recomendación de que nunca obtuviera la libertad. No hubo apelación.
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Los abogados
El fiscal del distrito Peter Chang era de pequeña estatura, pero de grandes ambiciones políticas. Su ayudante, Christopher Cotle, se había encargado de la acusación contra Mullin, y Chang vio en el juicio de Kemper una excelente ocasión de favorecer su imagen pública.
James Jackson, un orador brillante y persuasivo, se encargó de la defensa de John Frazier, de Herbert Mullin y, por último, de Ed Kemper.
Los discursos de Jackson y su comportamiento en el juicio demostraron su visceral desprecio por la psiquiatría. Esto se hizo patente en las discusiones con el doctor Joel Fort, un testigo médico citado por el tribunal.
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Conclusiones
Desde la condena, el 8 de noviembre de 1973, Ed Kemper está cumpliendo las ocho sentencias a cadena perpetua en el California Medical Facility de Vacaville.
En la época de dicha condena la ley californiana permitía la libertad condicional a los sentenciados a cadena perpetua una vez transcurridos seis años en prisión. Ed Kemper comenzó a solicitarla en 1978, pero la comisión se la denegó y lo ha seguido haciendo cada vez que la ha presentado. En 1988 rechazó también un informe psiquiátrico del doctor Jack Fleming, en el que lo describía como «apto para quedar en libertad».
En 1977, Kemper solicitó una autorización para que le operasen en una zona del cerebro, ya que deseaba «reconducir los circuitos eléctricos del cerebro», pero su petición fue denegada. El doctor Hunter Brown, de Santa Mónica, California, se había ofrecido a realizar gratuitamente la operación.
En 1981, Edmund Kemper recibió públicamente un premio por sus trabajos de reproducción de libros para ciegos con un equipo de quince reclusos a sus órdenes.
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Fechas clave
- 12-08-64 – Después de vivir con su madre, Kemper vuelve a la granja de sus abuelos.
- 27-08-64 – Kemper mata a tiros a su abuela y a su abuelo.
- 06-12-64 – Kemper ingresa en el hospital de Atascadero para criminales dementes.
- 09-69 – Kemper se aloja en una casa a media pensión.
- 12-69 – Vuelve bajo la custodia de su madre.
- 1970 – Le deniegan el ingreso en la Policía; encuentra trabajo en el Departamento de Autopistas de California.
- 1971-72 – Recorre las carreteras recogiendo autoestopistas.
- 07-05-72 – Asesina a Mary Ann Pesce y a Anita Luchessa.
- 14-09-72 – Kemper secuestra, viola y asesina a Aiko Koo.
- 15-09-72 – Obtiene un diagnóstico de salud mental expedido por un tribunal de psiquiatras.
- 08-01-73 – Compra una pistola automática. Secuestra y mata a tiros a Cynthia Schall.
- 09-01-73 – Mutila el cadáver de Cynthia Schall y esparce los restos.
- 10-01-73 – La Policía encuentra parte del cuerpo.
- 24-01-73 – Identifican a la víctima.
- 05-02-73 – Kemper mata a tiros en el coche a Rosalind Thorpe y a Alice Liu.
- 06-02-73 – Abusa de los cadáveres y los mutila.
- 07-02-73 – A primeras horas de la mañana se deshace de los restos.
- 21-04-73 – Mata a su madre con un martillo y le corta la cabeza; a última hora del mismo día estrangula a Sally Hallet.
- 22-04-73 – Huye de la casa materna.
- 23-04-73 – A medianoche llega a Denver, Colorado.
- 24-04-73 – Llama a la policía y confiesa los crímenes.
- 24-04-73 – Kemper es detenido en Denver por la Policía de Santa Cruz.
- 25-10-73 – Se inicia el juicio en Santa Cruz.
- 14-11-73 – Declaran a Kemper culpable de ocho cargos de asesinato en primer grado.
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Las víctimas
- Maude Kemper, escribía e ilustraba cuentos para niños. Inteligente y voluntariosa, regía férreamente su hogar. Tenía 65 años cuando murió asesinada el 27 de agosto de 1964.
- Edmundo Kemper, su marido, era seis años mayor que ella. Había trabajado durante muchos años en el Departamento de Autopistas de California. A raíz de su retiro vivían tranquilamente en su granja de tres hectáreas.
- Mary Ann Pesce era uno de los cinco hijos de una familia adinerada del sur de California. Entre 1964 y 1971 vivió con sus padres y hermanos en Weisbaden, Alemania, y estuvo también en un colegio suizo, donde aprendió a esquiar con tanta destreza que alcanzó un nivel profesional.
- Anita Luchessa era mucho menos experta que su compañera de clase, ya que había vivido siempre en la granja de sus padres en Sierras. Era la primera vez en su vida que hacía autoestop cuando subió al coche de Kemper con Mary Ann Pesce, camino de San Francisco.
- Aiko Koo acababa de cumplir 15 años cuando murió. Su padre, coreano, había abandonado a su madre, letona, antes de nacer ella. Vivía en Berkeley, con relativa estrechez, del sueldo de su madre, empleada de una biblioteca. Desde la infancia, la ligera y esbelta Aiko dio muestras de dotes excepcionales para el ballet clásico y el coreano. Había actuado ya como profesional en algunas ocasiones y disfrutaba de una beca para estudiar danza.
- Cindy Schall tenía 18 años cuando subió al coche de Kemper. Nació en el condado de Marin, cerca de San Francisco; estudiaba segundo curso en el Cabrillo College -situado en las afueras de Santa Cruz- y deseaba llegar a ser maestra. Cindy vivía con una familia en la ciudad, ganaba el dinero necesario para sus gastos cuidando niños y compartía con una amiga el alojamiento y el trabajo. Iba camino del colegio para asistir a una clase nocturna cuando fue raptada por el asesino.
- Rosalind Thorpe, 23 años, era una conocida estudiante del último curso de lingüística y psicología. Vivía en Santa Cruz con una compañera e iba al campus en bicicleta, excepto el día que murió.
- Alice Liu, 21 años, hija de un ingeniero aeronáutico de Los Angeles, estaba también en el último curso de la Universidad. Compartía una habitación en Santa Cruz con una amiga de la infancia.
- Clarnell Strandberg murió en el momento en que tenía resueltos la mayoría de los problemas, excepto el de su hijo. Con tres fracasos matrimoniales a sus espaldas, había aceptado por fin vivir en soledad. Hizo una brillante carrera en la Universidad, donde empezó como secretaria y llegó a ayudante administrativo del decano. Era apreciada y respetada por sus compañeros de trabajo, y había conseguido controlar su antigua afición a la bebida. Las personas de su entorno no creyeron nunca ciertas declaraciones de Ed sobre el carácter dominante y pendenciero de su madre.
- Sally Hallet fue la última víctima de Ed Kemper. Sally era una amiga y compañera de trabajo de su madre.
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Frases
- Hablando de Mary Ann Pesce: «Después, algunas veces, visitaba el lugar… para estar a su lado… porque yo la amaba y la deseaba».
- Sobre Anita Luchessa: «Me sorprendió la cantidad de golpes que aguantó».
- «Puedes hacer cualquier maldita cosa y nadie te dice nada o no lo ve».
- «Llevo en el maletero 200 cartuchos y varias pistolas y no quiero ni acercarme a ellos».
- «Ellas estaban muertas y yo vivo… en mi caso era una victoria».
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Bibliografía
- Margaret Cheney: The Co-ed Killer (1976).
- Ward Damio: Urge to Kill (1974).
- Murder Casebook núm. 89: The Lonely Head-Hunter. Ed Kemper (1991).
- Donald West: Sacrifice Unto Me (1974).